17

Se agita mi corazón de plomo. Vienes a ofrecerte a cambio de algo. No importa. Estoy acostumbrado a las transacciones sórdidas. Subes al parque cuidadosamente, agarrándote de las matas, disimulándote de modo que nadie te vea acudiendo a mí. Apago mi lucecita. Me refugio dentro del Pabellón: adentro, espero como un portero para abrirte.

La Elba golpea con suavidad. Cuando abro, retrocede a un escalón inferior para mirarme enmarcado por la luz del vano.

—Entra… —le digo.

—No.

—¡Qué flacuchenta estás!

—¡Ayúdeme, don Arístides!

—Desde aquí te veías más rellenita.

—Antonio bajó a la mina.

—¡Pobre bruto! ¡Cómo trabaja!

—Por el niño.

—Si no quiere al niño.

—No, el pobre.

—¿El pobre quién?

—No sé. Los dos.

—¿Qué le pasó a Toño?

—Está enfermo. Que lo vayamos a buscar, dicen.

La Elba retrocede otro escalón, como si fuera a huir. Desde ahí ve a Arístides gigantesco, arquitectónico, como si tuviera sobre sus hombros todo el peso de la historiada mole de ladrillos y cemento. Ante la plañidera historia, él se ofrece para bajar a la mina y convencer a Antonio de que es su deber ir a buscar al niño. No, don Arístides. A Antonio no le gusta que lo manejen. A usted le rompería la cara con un golpe de picota si se atreviera a sugerirle una solución: se la tiene jurada porque adivina que, cuando él no está, usted me mira desde aquí. Dirá, como siempre: lumpen, desclasado de mierda, soplón.

¿Para qué voy a meterme con brutos como Antonio Alvayay? Si la Elba quiere comunicarse con su marido, entonces que baje ella a la mina, que rompa el estúpido tabú, que desafíe el poder maligno para ir a decirle cara a cara a Antonio:

—¡Ven…! Te necesito. Anda a hacerte cargo de tu hijo y tráemelo.

Arístides afirma que un enfrentamiento no debe ocurrir. Toño es tan frágil que cualquier remezón puede romperlo. Un obrero como Antonio Alvayay no puede saber cómo se maneja a un niño hecho de materiales más finos. No sé por qué se extrañan de que Toñito sea delicado, como tu madre, la Canarito. Acuérdate de que cuando cualquier muchachón se acercaba a ella, se ponía colorada y se le saltaban las lágrimas de timidez y orgullo. El niño salió a ella. Si se casó con un pescador, fue para confundir su estirpe con la gente de este pueblo. ¡Que se olvidaran de que ella era un ser especial! ¡Pero yo no lo olvidé! Hay que tener paciencia. Tú misma tienes que bajar a la mina, tienes que atreverte, y las palabras de Arístides la convencieron: bajar a las tinieblas es lo que anhelo, aventurarme a ese recinto cuya entrada los hombres vedan a las mujeres, acusándonos de manejar poderes que sólo existen en sus fantasías.

—No puedo, don Arístides.

—¿Por qué?

—Usted sabe.

—Sí. Pero puedes mentir.

—No sé… ¿Cómo?

No oí sus palabras porque las olas reventaban en las rocas, aunque parece que me dijo: yo te voy a enseñar a mentir… O no lo oí por el quejido de la escoria al asentarse para avanzar. Salió del Pabellón y cerró la puerta. Bajamos la escalinata. Salgo de la propiedad detrás de él por entre los alambrados. Me advierte al llegar a las primeras casas que, para evitar murmuraciones, y quizás venganzas, es preferible que no nos vean juntos, aunque es cierto que a esta hora de la noche ya no transita casi nadie. Me indica que en las callejuelas lo siga por la vereda de enfrente, unos pasos más atrás, como si no nos conociéramos.

—¿Adonde vamos?

No me contesta porque sabe que yo sé. Sigue adelante. Al otro lado de los rieles el mar agoniza en la playa inmunda. Los rostros de las casas de idéntica altura se van desplegando monótonos, una puerta, dos ventanas, otra puerta, otra ventana, hasta que alcanzamos las afueras del pueblo. Frente a la casa de la Bambina, igual a las otras, don Arístides se detiene haciéndome una señal para que cruce la calle. Entonces golpea la puerta.

—No —le dice la Elba.

—¿Por qué?

—Me mata si llega a saber.

—Antonio mismo a veces viene…

—¿Y don Iván?

—¿Estás casada con el padre o con el hijo? Ella lo piensa un segundo:

—Con los dos, parece.

Alguien abrió desde dentro. Pasa no más, la invita Arístides, cerrando la puerta detrás de ella. En el pasillo oloroso a rescoldo de carbón de espino, oyó otra voz que la acogía:

—¿La Elba…? Felices los ojos…

Era casi ciega y estaba mintiendo igual a como yo misma —aunque todavía no sabía de qué manera— iba a mentir. La Elba reconoció al instante su voz áspera de cigarrillos y pasodobles de juergas olvidadas. A veces, en la multitud del mercado, ella pasaba detrás de la Bambina cuando la vendedora le entregaba un melón para que lo golpeara y pudiera saber si estaba maduro. Decía:

—Éste no está bueno.

—Lléveselo, caserita. Está rico ese melón…

—Voy a ver en otra parte.

Se da vuelta para alejarse, conducida por el Florín. La mapuche murmura en voz baja: puta de mierda. ¿Era como los murciélagos la Bambina, entonces, que reconocía sin ver, sin que la persona hablara? ¿Estaba dotada de aparatos sensoriales distintos a los de la otra gente, que identifican y guían? Era casi ciega, como ahora. Cuando yo era chica, no me vio desarrollarme ni crecer, y nunca cambiamos una sola palabra, pero entendía que yo era yo. Me tenía fija en la crónica de su mente y del pueblo; y ahora yo quería dejar de ser yo para engañar.

Don Arístides le explica algo que no entiendo, pero es lo que necesito. En el pasillo, sus dos siluetas, más espesas que el resto de la penumbra, cuchichean, y más allá del vislumbre rosado de la cortina se arrastra el desaliento de la música en el salón.

—Ven —le dice la Bambina a la Elba.

Abrió la puerta bosquejada en una pared, y entraron. El Florín se encaramó de un salto sobre la colcha revuelta por quién sabe qué cuerpos. La Bambina se sentó frente al ropero, en la cama: la luna oval también está ciega, no queda más que la cuenca vacía de ese óvalo que en su tiempo contuvo un ojo.

—Tienes que ir a buscar a tu hijo —dice la Bambina, como si el asunto la involucrara en un papel de miembro de la familia—. Y tienes que ir tú. Cuando crecen, no se olvidan si no fuiste cuando te llamaron, y te joden la vida, porque no perdonan. Anda a la ciudad y tráete a tu hijo, aunque Antonio te diga que no. Si don Iván lo maltrata, tráemelo para acá, yo te lo crío. Las chiquillas son flojas pero cariñosas, y tienen todo el día para cuidártelo. Pero primero anda a hablar con Antonio, para que después no te pueda echar en cara que hiciste las cosas sin consultarlo.

Arístides abrió el ropero. Adentro relucían vestidos de colores encendidos o pálidos. Sus vestidos de artista, pensó la Elba, porque el pueblo le atribuía un pasado legendario de artista circense o cabaretera a la Bambina. Todo eso fue en un tiempo tan añejo que había hecho desvanecerse los tules y quemado los colores, reduciendo a la Bambina a este ser construido con elementos descartables: la peluca rubia recogida en un moño, los anteojos oscuros, la fantástica plancha de dientes. Pero era famosa la precisión con que calculaba la cantidad de botellas vacías que al amanecer dejaban los parroquianos. Entonces, con sus garras crueles, contaba, separaba, repartía sus sospechas y castigos, señalando con el índice arqueado, que ya no podía enderezar, a la culpable. Mientras, Arístides remecía a la puta aterida, acusándola de haber robado cuatro medidas de pisco para el frío, y el Florín ladraba atiplado, con sus colmillos descubiertos para morder la pierna de la autora del delito.

—Quiubo, sácalo… —urgió la Bambina, siguiendo las maniobras de Arístides, con el Florín a su lado—. Busca tú, que eres menos torpe —le dijo luego a la Elba, como si ella supiera.

Entonces, sin estar segura de lo que debía buscar, pero con la certeza que tienen algunas mujeres para mover las manos entre los trapos, hizo suspirar los cansados rasos y tintinear los brillos, hasta que sin poder resistirlo agarró una gran brazada de prendas, las desprendió de la barra y en un revoltijo de colores las tiró por el suelo, arrodillándose junto a ellas.

—¿Qué hiciste…? —le preguntó la Bambina.

—Los botó, va a tener que recogerlos uno por uno y doblarlos y colgarlos —amenazó Arístides.

—No —dijo la Bambina—. Después llamo a la Sandra para que los cuelgue. ¿Te quieres servir un vasito de algo, mijita? ¿No? ¿No quieres compromisos con esta casa? Bueno, no importa. ¿Qué vestido te gusta más?

—Éste —dijo la Elba.

Revolvió las prendas de saltibanqui sin fijarse en ninguna, pero regodeándose con la mezcla de reflejos mientras la Bambina le contaba sobre la Araña Contorsionista, la Princesa Malabar, el Choclo: ¡qué divertido era cuando yo bailaba el Choclo con dos corontas así de largas y me hacía la que chupaba una y me metía la otra…!

—Ése, ése es el más lindo —exclamó la Bambina cuando la Elba sacó una malla de luces verdes—. Ésa es la Araña… ¿Quieres que me lo ponga…?

Pero Arístides le arrebató la malla en el momento en que sus garras se apoderaban de ella, no es la Araña, se acabó la Araña, se quemó la malla, la tuvimos que tirar a la basura, no llores, que la Elba se va a reír de ti, mentira, Arístides, tú tienes la Araña en la mano, estoy casi ciega pero alcanzo a ver las mostacillas verdes que no engañan, no la escondas, no seas malo conmigo, no cuelgues los vestidos, Elba. Ya está bueno de huevadas, Bambina, quédate callada si no quieres un sopapo, tenemos mucho que hacer y no vinimos a buscar disfraces como antes, cuando los prestabas para las representaciones de los mineros. No te levantes. No te metas. Ya están colgadas en el ropero tus porquerías.

Arístides hurga otra vez en el ropero sin ojo, yo sé lo que quiero, yo sé donde está lo que necesitamos. Aquí no, acá; mira: éste es el overol que andaba buscando. La Bambina se secó las lágrimas y comenzó a reírse a carcajadas recordando aquella noche de juerga brava cuando un minero tuvo que dejar en prenda su overol por su consumo y por todas las vueltas a que había invitado, y se tuvo que arrancar desnudo bajo la lluvia, y todos los que lo habíamos desnudado a la fuerza nos quedamos riéndonos y despidiéndonos desde la puerta, gritándole mientras se arrancaba a toda carrera calle arriba completamente desnudo. Aquí está el overol. Tómalo, Elba. Fue mucho lo que gastó, porque se llevó a una de las chiquillas para adentro y después no tuvo con qué pagar. También le quitamos la bufanda: mírala. ¿Qué estaríamos festejando esa vez, no? Ya no me acuerdo.

—Póntelo —le mandó Arístides. Titubeaba. La Bambina sonreía:

—¿Te da vergüenza?

Dijo que sí. Arístides se rió suciamente.

—Sal de la pieza —le mandó la Bambina.

El overol me quedó bien aunque los zapatos eran demasiado grandes y pesados. No importa, no puedo bajar a la mina con alpargatas, y tanto que pesa este casco que me sombrea la mirada: desapareció mi miedo de mujer, estoy libre de esos poderes que me vedan el acceso a la mina, ahora tengo a mi alcance el placer de la transgresión y todos los otros, eliminando castigos y maleficios. Estoy lista para mi exploración, gracias a las artes de esta hechicera veterana.

Cuando Arístides volvió al dormitorio, dio un respingo al verme ahora sin vergüenza y sin temor: su mirada, también distinta, era tan limpia como si reconociera a otro hombre.

—Embózate en la bufanda —me dijo. Le obedecí.

—Todavía te pueden reconocer.

—¿Qué hago?

—Tíznate la cara con rimmel, como si fuera carboncillo de la mina. A esta hora nadie se va a dar cuenta de que es medio verdoso —dijo la ciega—. Ahí está, encima de la mesita.

Arístides, tan delicadamente como si estuviera habituado a estos menesteres, humedeció la punta de sus dedos en la jarra y los untó en el maquillaje, acariciándome después las mejillas y la frente con sus yemas; mi carne se conmovió con el tacto. Cuando estuve lista, me dijo ya, vamos al salón, llegó más gente, vamos a ver si te reconocen los compañeros de trabajo de tu marido. Vicente Norambuena es su amigo, y si él no te reconoce, entonces quién. Tampoco te van a reconocer las mujeres soñolientas con que Antonio a veces se acuesta, cuando anda con plata, cuando saca a bailar a una de las chiquillas.

Sonámbula, me acerco a cualquiera de las mujeres espectrales junto al mostrador, de ésas a las que Antonio permite buscar aquello que en mí prohibe. Los de la mesa ni me miran cuando paso. No levantan la vista para mirar a la Suzy girando en mis brazos sin hablarme, hasta que pregunta cómo te llamas en medio de un bostezo que se traga la pregunta: yo salgo corriendo a todo escape mientras la Suzy, congelada de asombro en el medio de la pista, despierta y termina su bostezo y los hombres de la mesa alzan apenas la vista para presenciar mi huida. La Bambina, en el pasadizo junto al brasero, me grita desde la puerta: ¿adonde vas?