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Sale a lavarse el pelo otra vez. Le tengo repugnancia a mi madre desde que anda con los ojos alucinados, fijos, como si viera cosas que nada más que ella puede ver. ¿Murciélagos…? Me aparto. Pero no mucho, porque tengo miedo de que se enoje conmigo y me mande de vuelta al Hogar, donde me castigan por cualquier cosa, como no hacer mis tareas. Se puede acordar de que no me quieren guardar la plaza más que por unos cuantos días…

Me aparto porque se lava el pelo maniáticamente, dos, a veces tres o cuatro veces al día, y se escarba la melena y se rasca hasta gritar y queda con las puntas de los dedos con sangre. O se esconde y no se acerca a nadie. Ni a mí, que a veces la quiero a pesar de los murciélagos que se quedaron viviendo en los socavones de su pelo. Y cuando se encuclilla al lado de afuera de la choza, con el pelo esponjado, antes de que las criaturas que rasguñan y se enredan hayan salido de su melena a revolotear en la oscuridad, la oigo enloquecer. Está agotada con el castigo, repite, nunca termino de sacármelos, como si fueran ladillas. Uno de estos días me voy a afeitar la cabeza. O me la voy a cortar.

Toño sabe que no lo hará. ¿Con qué convocaría a don Arístides si se afeitara la cabeza? Si se cortara el pelo, se desangraría. Le está haciendo mal lavarse tanto, pero lo hace porque desde la glorieta don Arístides está espiándola, y este lenguaje de signos la trastorna. Siente en su nuca la lente de Arístides quemándola. Por eso me dice: tráeme agua, Toñito, necesito más agua. Lo que quiere es mandarme de vuelta al Hogar para quedarse sola con él. Pero no sabe si quiere que me quede o si quiere que me vaya. No sabe qué hacer, como ese domingo cuando mi padre bajó a la mina a hacer sobre-tiempo y así tener plata para los remedios que me exigen en el Hogar. La vinieron a llamar con urgencia: era del Hogar, llegó a avisarle un mensajero en bicicleta y la Elba corrió al locutorio.

Que venga, señora Elba, que venga ahora mismo, estamos desesperados con el niño, ya no sabemos qué hacer con él, no sabemos cómo controlarlo. No es que tenga mala conducta, pero es mañoso y necesitamos una autoridad familiar que venga a responsabilizarse. No, no le pasó nada grave, o no sabemos qué le pasó; es que cuatro chiquillos más grandecitos lo agarraron y le echaron hojitas por la camisa diciéndole que eran arañas y él empezó a llorar; se desvaneció y hubo que acostarlo. Hace cuatro días que no ha querido levantarse porque dice que está enfermo de los nervios y no hay fuerza ni castigo que logren sacarlo de la cama. Siempre le están pasando cosas así, cosas raras, señora Elba: si no le permitimos hacer lo que quiere —como ahora que quiso quedarse en cama rezándole a la Virgen—, pone los ojos de cierta manera, como mirando para adentro, y después se desploma sin conocimiento. Lo revisaron los médicos. Lo sometieron a toda clase de análisis. Lo vieron neurólogos, psicólogos, psiquiatras. Hablamos con su confesor, y nos dijo que era un niño normal aunque tal vez se le estuviera preparando una adolescencia difícil. Tan llorón para su edad, y mentiroso: cuenta que vive en un palacio frente al mar, con una torre tan alta, tan alta, que se asoma por encima de los magnolios. Cuando los chiquillos le hacen bromas después de escuchar sus fábulas, sufre sus peores ataques… y esta mañana, cuando quisimos sacarlo de la cama para que fuera a misa, no quiso, y se cayó al suelo pataleando. Está pálido, en cama, con los ojos fijos. Por eso la llamamos a usted, señora Elba, para que hable por teléfono con Toño. Él mismo lo pide.

—¿Qué te pasa?

—Es que me dio uno de mis ataques.

—¿Por qué?

—Porque aquí nadie me quiere.

—¿Por qué dices que nadie te quiere?

—Porque me pegan.

—¿Quiénes te pegan?

—Mis compañeros. Quiero irme a la casa.

—Te quejas porque tu papá te pega, y ahora lloras porque quieres venirte a la casa…

—Sí, pero usted me defiende.

—A veces yo también te pegaba.

—Claro. Y me daban ataques. ¿Se acuerda?

—¿Cómo no me voy a acordar?

—Claro, cómo no se va a acordar, si todas sus peleas con mi papá eran por culpa mía.

—No todas.

—Pero las peores.

—No sé.

La Elba colgó el teléfono cuando el niño comenzó a llorar. ¿Qué hago? ¿Correr a la ciudad para traer a Toño sin consultar a mi marido? ¿Comenzar de nuevo todo el proceso infernal, las discusiones terminadas en golpes y llantos, y él huyendo a desquitarse en la casa de la Bambina? ¿Volver a mis acusaciones a Antonio por huir de mí, por gritar, por golpearme, o si no por exigirle una conducta de persona mayor a un pobre niño enfermo de quién sabe qué? ¿No ves que no tiene nada, que son puras mañas? Un hijo mío no puede estar enfermo de los nervios, como tú quieres. ¡No digas que soy yo la que quiero! El abuelo apoya a Antonio, jurando que jamás se ha oído decir que un hijo de obrero esté enfermo de los nervios; eso es un lujo, ella se lo está inculcando al niño, lo consiente, no le impone castigos cuando huye al parque, algo que tiene prohibido porque quién sabe qué cochinadas le estará enseñando el desclasado de Arístides, que no habrá dejado infierno por conocer.

Antonio interrogó de hombre a hombre a Toño sobre este punto. Nada. No entiendo de qué me está hablando, papá; es usted el que me está enseñando cochinadas con sus preguntas; le juro que nada. ¿Mentía? Y hoy el llamado urgente del Hogar, su vocecita delgada al otro extremo del hilo telefónico llamándola: mamá, mamá… ¡Dios mío! ¿Con quién repartirme esta responsabilidad? ¿Cómo decidir sola? No está dispuesta a discutir el asunto con el abuelo, porque le va a decir que es una tontería hacerle caso a un chiquillo mentiroso: cuando crecen, se les quitan solas estas mañas. Ella no puede viajar a la ciudad dejando al viejo todo un día. Falta Antonio para que decida por ella, o con ella. Lo odia porque la dejó sola este domingo en que bajó a su trabajo en la mina porque hay que financiar los remedios para Toño. ¿No alegas que está tan enfermo?, le grita él: es por ti, por tus ruegos, dices que hay que hacer algo, ¡por eso bajo a la mina el domingo!

Si Antonio estuviera aquí, las cosas se aclararían siquiera por un momento, los llantos y los golpes resueltos en la cama alborotada para hacer las paces, ambos perplejos ante la satisfacción no satisfecha, la Elba sometida, violada con cualquier resolución que no resuelve nada. Cierra sus ojos. Rencorosa, lo deja hacer; no tengo otro premio que la vanidad de Antonio al encontrar en mi cuerpo algo que pierde en los otros. Pero ¿y yo? Esto no es suficiente. Me tengo que tragar el llanto que se me acumula adentro, y olvidarme de que esto es lo que se llama placer.

¿Cómo enviar un mensaje de mi desconcierto, pero que no delate mi rencor, hasta el fondo de la mina, para que él suba a decidir por mí, o conmigo? Si le mando mi ruego con alguien, dirá con desdén: mujeres tontas. Se reirá con sus compadres, miren que molestarme porque el chiquillo se le enferma. ¿Para qué las tiene uno, si no es para que se ocupen de los chiquillos? Si, en cambio, Antonio se viera enfrentado cara a cara con ella, cuyo cuerpo él ha convertido en su víctima porque la destierra del placer, la presencia vulnerada de la Elba se le impondría a Antonio, porque para retenerlo, no sabe con qué insatisfactorio fin, consiente en quedar varada mientras las otras mujeres navegan con el trofeo de un aplomo que a la Elba le parece de origen evidente. Cada noche ella renovaba su esperanza de que los brazos de Antonio, ciñéndole el talle e inmovilizándola mientras el oscuro aliento masculino animaba su cabellera, le confirmaran un cambio en el registro de lo que para ella tenía una realidad tan remota como el espectáculo en la pista de un circo. Pero cada noche debo recomenzar el aprendizaje de que mi cuerpo tiene que seguir siendo idéntico a mi cuerpo, pero distinto a mí. No hay mensajero capaz de bajar a la mina a llamarlo, salvo yo misma, ni nada obtengo mandándole emisarios que le comuniquen la urgencia de subir, tal como yo siento esta urgencia.

—¡Chiquillo de mierda! —diría Antonio tomando su picota, sin considerar la posibilidad de obedecer el llamado de la Elba—. Mujer histérica. Ya sería hora de que estuviera acostumbrada.