En la casa de la Bambina, Vicente Norambuena, de noche, murmura sí, claro que me salí del sindicato, pero clandestino voy a seguir trabajando con ustedes.
Tanto clandestino que hay, oye, comentan las putas no apetecidas, tiritando de frío al servir otra rueda de cervezas pílsener. Ahogan sus bostezos y abandonan sus efigies harapientas para que las representen entre los hombres; sus fantasías, mientras tanto, huyen, las llevan a refugiarse en cualquier calor recordado, un abrazo de hace tiempo, una colcha de plumas que tuve que vender, un gato cariñoso que se me murió, parece que de tisis porque tosía mucho. Ahí están, esperando sin mucha ilusión a que alguien las requiera.
Los mineros juntaron treinta y dos cajas con los nombres pintados, pero faltan doce porque son cuarenta y cuatro los desaparecidos del pueblo… ¡cuarenta y cuatro! ¡Quién lo creyera! Tenemos que enterrarlos a todos. Chiquillas, que nadie, ni ustedes, se quede fuera de esta parada, porque el cura Astudillo va a venir del norte a decir misa en Chivilingo. Sin que nadie se dé cuenta, la Valeria se desprende del grupo para ser la primera en transmitirle este dato a la Bambina, instalada en su piso en el pasadizo, junto a la puerta. El carbón del brasero resplandece en los tobillos tubulares de sus medias de lana y enciende miradas rojas en los cristales de sus anteojos. Alguien abre la puerta de calle. Entra, cierra, saluda, pasa para adentro.
—Es el Nelson Villagrán —lo identifica la Bambina.
—Sí, el Nelson —asiente la Valeria, y la luz del salón, por un segundo, tiñe de mucosa femenina la seda de la cortina entreabierta—. Se sentó a la mesa de Vicente Norambuena.
—Anda para adentro y te sientas a su mesa. Después vienes para acá a contarme.
Las brasas entibian las zapatillas de fieltro de la Bambina. Se queda con los codos clavados en las rodillas, su frente apoyada en las manos, porque con el frío le duele la cabeza. Tiene los anteojos fijos en el rescoldo del brasero. Desde el salón, detrás de la cortina, las agrede el rock: un hastío extranjero que a ellas no les interesa. Los hombres murmuran, y cuando los hombres murmuran, las mujeres callan. Ellas no entienden lo que ellos hablan: ¿por qué no nos llevan para adentro? No está corriendo la plata y la Bambina se va a poner de malas. Un manotazo de viento y mar hace entrar a Arístides. Cierra con pestillo por dentro. Desde la falda de la Bambina el Florín le gruñe a Arístides, que pasa de largo y entreabre las cortinas del salón.
—No hay casi nadie —comenta.
—Una mesa de seis.
—No es mucho.
—Y otra de dos.
—Y uno en la barra. Se fue a sentar. Están hablando. Parece que ninguno va a ocupar a las chiquillas.
—Pero consumen.
—Una porquería. ¿Dos vueltas de pílsener?
—Pero hablan.
—¿Qué dicen?
—Lo de siempre. Aunque parece que ahora están con miedo, porque alguien anoche vio llegar un camión blindado que descargó armas en una barraca de la Empresa. Estos pobres diablos están dispuestos a cualquier cosa si la Empresa intenta algo contra la romería…
—¿Dispuestos a qué?
—Dicen que ellos también tienen armas.
—¡Cachivaches! Cuchillos romos y pistolas viejas, o unas bombitas que ellos mismos fabrican con detonante que roban de la mina. Pero oye: la Empresa trajo metralletas último modelo, sudafricanas, preciosas dicen que son. Para hacer puré a estos cobardes muertos de miedo de perder el trabajo. Pero vas a ver: no va a pasar nada.
—Mmm… Dicen que para callado viene un curita a decir misa en Chivilingo cuando hagan la romería. Me dijo la Valeria que allá adentro estaban diciendo. No va a venir. No va a reclutar la romería. No va a pasar nada. Nunca pasa nada.
Arístides resolló:
—La noticia del cura Astudillo no le va a gustar nada a la Empresa. Curas de mierda, metiéndose en cosas que no entienden. Si se mete un cura, la Empresa va a tener que andar con cuidado, mira que la carne de cura es muy indigesta. Y en la Empresa tienen otras cosas de que preocuparse, no de curitas ni de oraciones.
En el salón un minero baila con la Cuca. Le decimos «Cuca», quién sabe cómo se llama, porque es la más fea, sumida la encía superior como la de una anciana. Cuca también porque, cuando llora —y es muy llorona porque dice que las muelas que le faltan le duelen con el frío y le están penando—, es como si gimiera igual que las cucas de las fuerzas de orden que vienen a dominar cualquier manifestación que no les guste.
Los hombres no miran a las mujeres, que parecen escucharlos sin oírlos; están cansadas de oírlos desde que murió Antonio Alvayay. Simpático el Antonio, a veces venía para acá a consolarse con nosotras cuando la Elba y el chiquillo se le ponían insoportables. La Valeria no toma nada. Se mantiene alerta, atrapando cada palabra pronunciada por los hombres, para atrapar con ellas a la Bambina: así me dejará traer a vivir aquí a mi hijito de cuatro años, lo tengo mandado a criar en el campo pero me sale muy caro, y no quiero que se críe como inquilino de fundo no más. Las otras putas no prestan atención. Odian a la Bambina, que se cree porque antes tenía circo, mientras que ellas, las pobres putas como yo, somos trashumantes invernales que hacemos una estación en la casa de la Bambina antes de zafarnos de ella, si podemos, para seguir a otra parte donde quizás la cosa se ponga más animada en la primavera.