En cuanto se encienden los faroles, los muchachos ociosos se pasean calle arriba y calle abajo, calle abajo y calle arriba, en busca de cualquier cosa que nos salga al encuentro. Dispuestos a todo. En el peor de los casos, no arriesgamos nada salvo la vida. Los pares, los grupos, avanzamos y volvemos por la vereda, marchitos de tanto esperar y de que el tiempo nos pase de largo, sin partir lejos de la mina a buscar otros destinos en el mundo, que harto poco nos da a todos, incluso a los que ya se fueron.
Los mineros, los que lograron cobijarse al socaire de la Empresa, sus ojos milenarios realzados apenas por ese carboncillo del trabajo que ningún jabón logra quitar de sus pestañas, responden al saludo de las mujeres, que a veces fingen no reconocernos para que sepamos que también ellas sueñan con rostros que el pueblo no es capaz de proporcionarles.
Un compadre invita a otro que no tiene trabajo, de facciones amortiguadas por el alcohol, a una botella de tinto: contra el desaliento del vino sólo se puede combatir con más vino, y a nosotros pueden despedirnos el día menos pensado, y quedaremos tirados en el asfalto, igual que este amigo que dio un tropezón al salir del bar.
Los grupos avanzan por la vereda, dan la vuelta, alguien saluda a alguien, volvemos mudos o murmurando, disimulando nuestra chispita de ánimo volátil como el grisú: bastará un fogonazo para que el enervamiento estalle convirtiéndose en reyerta.
Los de antes eran tiempos mejores, repiten los viejos: los muchachos de ahora no conocen más que estos tiempos dóciles. Antes no eran así las cosas, repiten. Los jóvenes se detienen en una esquina a compartir un cigarrillo, una bolsita de neoprén, un pito, da lo mismo. O el último chiste obsceno contra el gobierno, la única forma de rebeldía que les va quedando. Entramos en un boliche a tomar una pílsener, o una botella de pipeño si el compadre anda pago. Limpios, peinados, nos afirmamos contra las casas para saludar a las mujeres de carne añeja por haber sido demasiadas veces fantaseada, o para rumiar el rencor porque contrataron a un mayordomo nuevo que no es ni de por aquí, quién sabe de dónde será, y la tonta caliente de la Elba va a culear con cualquiera que se le ponga por delante ahora que quedó viuda, pero no con nosotros, ya van a ver…
No nos contratan, no nos quieren condenar a ese anhelado hoyo que ha ido consumiendo a nuestros mayores. Ni siquiera como apires quieren contratarnos. Obsesivamente hablamos de la mina, de la Empresa que nos ahoga y nos rechaza y no nos oye; sólo oye a los soplones que corren a confidenciarles que anda el cuento de que a Vicente Norambuena lo ascendieron porque se salió del sindicato peligroso, dicen que el pacto se hizo una noche aquí mismo, en la casa de la Bambina, mientras dos parejas bailaban Bésame mucho; y a Severino Manquileo lo cambiaron a un frente más expuesto sin pagarle ni una chaucha más —¡aceptái o te vai, indio de porquería…!—, y a nosotros, nada, y aunque por suerte no somos indios, nunca nos toca nada pese a que la muerte de Antonio Alvayay y de cinco barreteros más dejó espacio para que lo llenemos nosotros. Quién sabe qué motivos irán a dar ahora para no contratarnos. Reducción de personal, reducción de producción, disminución de ventas, reorganización racional de la Empresa… esa famosa palabrita, racional, que usan para justificar cualquier abuso. Tenemos derecho a que nos contraten por ser hijos y nietos de hombres que dejaron los pulmones en la mina. Y para qué hablan de otro paro, cuando ya nadie quiere paros: sólo provocan a los señores… Estamos seguros de que, si la Empresa quiere, convertirá el entierro de los cajones, blancos con el alma de nuestros antepasados, en un baño de sangre.