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La gente le tenía miedo al cabo Olea, cuyo apellido llevo. Pese a su fama de bravo de pocas palabras y menos risa, era un guapo de colmillo de oro, vengativo, autoritario y, sobre todo, inflexible para someter a la población a las leyes. No tanto a las del país como a las de la Empresa. Estaba para recibir órdenes de los caballeros y para hacerlas cumplir, eliminando a los insurrectos sin dejar huellas, rompiendo la voluntad de los huelguistas, fichando a los obreros de los sindicatos. Estas represiones eran conducidas desde la casa de la María Paine Guala, que con los gorjeos de sus mujeres, sus pájaros y sus guitarras disimulaba la prepotencia del cabo Olea. Es por eso que algunos en el pueblo no la quisieron nunca y le dieron mala fama. No se equivoque, don Iván, su papá le daba palizas a su mamá no porque mi abuelita tuviera fama de mujer liviana, sino porque su papá era comunista, de los primeros que se conocieron por aquí, los que formaron los primeros sindicatos. Ya usted lo hizo bautizar «Iván», que es un nombre ruso: era un convencido de las nuevas teorías y se negaba a tener nada que ver con alguien que fuera secuaz del cabo Olea y de la Empresa.

Pero las destinaciones de los policías no duran para siempre. En cuanto los sabían económica o afectivamente enraizados en una comarca, los trasladaban a otro lugar para que, de este modo, la justicia fuera realmente ciega. Después de unos años las autoridades llegaron a saber que el cabo Olea había formado un lazo muy estrecho con la famosa María Paine Guala: los chiquillos patipelados que —fruto de las indiscreciones de las camareras— pululaban debajo del parrón, le decían «papá»: en el caso de mi padre, el A., lo era. La patrona los criaba revueltos con su propia descendencia y todos, a ella, le decíamos «mamita». En todo caso, sólo unas semanas antes de que comience a figurar don Blas instalado en la casa de mi «mamita», al cabo Olea le tocó partir a otro destino, en medio del desierto del norte, adonde tenían que llevar el agua en carretas, a todo sol y lejos del mar, como si fuera un castigo por haber disfrutado tantos años de esta tierra verde.

Debe haber sido en uno de los primeros almuerzos que se desarrollaban diariamente en la ramada del parque —entonces todavía no era parque— que mi «mamita» conoció e intimó con el más joven de los Urízar, que acudía a divertirse con sus compinches, los obreros, durante el trabajo. Dicen que era un poco torpe para sus bromas este personaje, que por jugar empujaba cerro abajo a los peones para que se fueran rodando hasta el Chambeque, o les hacía zancadillas para que se cayeran de los andamios y tropezaran en las bateas de material, o les gritaba palabrotas criollas enseñadas por ellos mismos e incorporadas a su vocabulario con el acento francés que jamás perdió. Así borroneó su identidad, comenzando a entretejer la figura con su sombra, para constituir una sola: don Blas Urízar, enmascarado en una leyenda de pueblo, compañero de parranda de la María Paine Guala.

A don Blas, el pobre —si es verdad que estamos hablando de don Blas, y si existió más allá del error del conserje de un hotel francés—, que en Francia vivía sometido a la etiqueta impuesta por sus mayores, se le abrió la vida como una flor al conocer a la María Paine Guala, quien, apenas partió el cabo Olea con sus bártulos, se llevó a don Blas a vivir con ella en su casa de quinchas. El benjamín de los Urízar se entretenía tanto con las dulzuras de su hamaca bajo el parrón, que ni a vigilar las obras bajaba ya, pese a que sus amigos los albañiles y yeseros lo mandaban llamar. Nos tiene olvidados, patroncito, lo echamos de menos, ya no nos viene a ver para reírse con nosotros cuando pronuncia mal las palabras que le enseñamos, ni encarga esos almuerzos tan ricos rociados con tinto; ya no nos sirven causeos como los de antes. Claro, cómo iban a ser como los de antes si mi «mamita» dejó de servirlos para dedicarse completamente a regalonear a don Blas. Era lo que el muchacho necesitaba, porque dicen que su madre, doña Natalia Guerrero, era una señora buenamoza pero muy despótica. Mi abuela, mi «mamita», lo alimentaba como a un príncipe, aunque con un menú muy distinto a los manjares europeos de su adolescencia. Él, entonces, goloso como un niño que de repente se ve con permiso para hacer su voluntad, se dedicó a comer como un cerdo, y fue engordando y poniéndose seboso y con olor a cebolla, sedentario y olisco a ajo, y jadeante al respirar, y perdiendo en menos de un año casi todo su pelo rubio. Permanecía sin moverse debajo del parrón, en mangas de camisa y sin corbata ni cuello duro, tomando el vino pipeño que mi abuela le encargaba del norte, porque los de aquí son ásperos y a ella le gustaba brindarle lo mejor. Se pasaba todo el día tendido en su hamaca, agarrándoles las piernas a las camareras que pasaban. Mi «mamita» no hacía otra cosa que reírse y dejarlo darse en su gusto, completamente desvinculado de los trabajos de la construcción, los que debido a tan relajados hábitos se iban alargando y alargando, y parecían imposibles de acelerar, aun ante las cartas de protesta que don Leoniditas enviaba desde la capital con exagerada frecuencia.

Con seguridad este contubernio de su hermano ya había llegado —como tenía que ocurrir— a oídos de don Leoniditas. Éste le debe haber escrito muchas cartas a su padre en Francia acerca de su descarriado hermano menor, cartas ahora perdidas y cuyas noticias, imposibles de filtrar, estaban matando de preocupación a su madre en París. Era necesario que don Blas terminara ese enredo con una mujer que no era más que una perdida: al fin y al cabo, ya tenía cerca de veinte años y era hora de que pensara en hacer algo útil con su vida, como por ejemplo casarse con una mujer de su misma categoría. Pero don Blas, solazado en la dulzura de la María Paine Guala, permaneció meciéndose en su hamaca debajo del parrón. La María continuó sentada en el pisito de totora, a su lado, sirviéndole potrillo tras potrillo de vino y abanicándolo con el tongo para espantar las moscas que se cebaban en su sudor y en su baba. Cuando mi «mamita» trasladó definitivamente a don Blas, utilizó la influencia de los caciques locales y de todos los poderosos de la provincia que habían festejado en su casa, para que se llevaran lo más lejos posible al cabo Olea y le prohibieran el acceso a la zona del carbón. Supongo que el cabo, antes de partir, emplazaría a la María Paine Guala a seguirlo y casarse con él, pero ella le debe haber dado calabazas definitivas porque, claro, no podía dudar entre la calidad de uno y otro pretendiente. Don Blas, entonces, quedó entronizado en la casa de quinchas. Los Urízar evitaron todo viaje al pueblo, ya fuera por negocios relacionados con la mina en el caso de don Leoniditas, va fuera a regocijarse con las delicias del palacio en el caso de doña Natalia. Se paralizaron las obras del palacio, que quedó en «pabellón», y nadie tomó previsiones para don Blas y su prole, que en buenas cuentas quedaron abandonados.

Entre la bandada de chiquillos que jugaban debajo del parrón —los mayores ayudando a atender a la clientela; los más chicos chapoteando en la acequia, entre los patos y los batros—, había una niña, la menor, rubia como un canario: «mi canarito», le decía su madre peinándole esa mata de pelo amarillo que llegaría a caracterizarla.

—Mi canarito lindo, yo te voy a enseñar a cantar y a volar —le decía la María Paine Guala, y con el sobrenombre de «la Canarito», aunque no dotada para el canto ni para el vuelo, quedó tu abuela, Toño, a la que mi «mamita» quiso más que a todos sus hijos de pelo retinto. Andando el tiempo, mi tía, la Canarito, no mucho mayor que yo, se convirtió en la mujer más hermosa del pueblo: silenciosa, dorada, con el pelo recogido, siempre detrás de la romana donde pesaba los kilos de ulte en el mercado, como si quisiera guardar un secreto o como si no supiera hablar nuestro idioma, no por orgullo sino por sombríos sentimientos que ni tú ni yo, ni nadie de por aquí, jamás podremos comprender. El silencio de esta mujer era el de una raza distinta. Propiciaba todos nuestros sueños, aunque los despechados decían que hablaba tan poco porque era tonta y no tenía nada que decir. Yo, de muchacho, admiraba a la Canarito porque era distinta, tensa, desposeída de palabras; no sólo por ser la única mujer rubia entre todas las mujeres de pelo indio o andaluz que yo conocía, sino porque, a mi entender de adolescente enamorado, y además culpable de este amor por una hermana de mi padre, estaba enamorado de su silencio, además de la aureola de su pelo que la señalaba como hija de los amores de mi abuela con el dueño de las minas. El temprano matrimonio de la Canarito (que tantas lágrimas le costó a mi abuela) con el pescador más pobre de la caleta hizo que el pueblo olvidara la historia de sus orígenes. Ella era para todos, simplemente, una Olea, hija del cabo y la María, y criada bajo su parrón: conocida por todos de toda la vida, sin documentos que atestiguaran su identidad, igual que sus hermanos, igual que mucha gente de por aquí. La historia de un pasado rubio y blasonado quedó definitivamente sepultada cuando fue creciendo la Elba con su pelo sobrenatural renegrido, tan característico de ella como el pelo distinto de la antepasada que estoy seguro tú y yo compartimos. En el pueblo, nadie más que yo recuerda esta historia, por eso dicen que es mentira mía.

¡Ésas sí que eran fiestas! ¡No las fiestas con procesión, desfiles y discursos con que ahora nos aburre la Empresa! Eran fiestas con mucha arpa y mucha guitarra y cantoras traídas de muy lejos, con vinos pipeños y de cosecha para todos los gustos, y vinito dulce para las mujeres, y chicha y chacolí de las mejores viñas del norte, y lechones adobados con ají y cilantro, enteritos, con una cebolla en la carcajada de su boca, todo arreglado encima de las mesas de caballete que se armaban debajo del parrón, adornadas con papel de volantín picado. Y pailas de erizos con cebollita y perejil de entrada a la mesa, y corvinas olorosas a mar, y quesillos al horno con caramelo, y sandías y melones escritos, que son los mejores, y uva torontel y de Curtiduría. La parranda duraba hasta el amanecer, me contaba mi papá.

Fue en una de esas parrandas que, de repente, reapareció el cabo Olea. Borrachazo dicen que venía, con ganas de pelear. Después de comer y tomar y bailar sin que nadie lo hubiera convidado, y de divertirse como si estuviera en su propia casa-ah, claro, dicen que con tu abuela, Arístides, bailó una cueca muy animada, como si se le hubiera pasado toda la rabia, se fue a esconder en el cañaveral que disimulaba la letrina al fondo del parrón, donde estaba más oscuro. Ahí esperó a que don Blas saliera de la letrina, sin abrocharse los pantalones porque tenía las manos tembleques de tan curado que andaba. Al ver al cabo Olea esperándolo, se asustó y se le cayeron los pantalones y quedó maneado, y el cabo Olea lo cosió a tajos sin que él alcanzara a pedirles socorro a los amigos que estaban bailando y tomando a pocos metros de allí, y a su costa. El cabo Olea era muy forzudo y grande, como yo, de modo que pese a que don Blas estaba más gordo que un chancho cebado, lo alzó en vilo y lo metió de cabeza en la letrina, bien embutido dicen que lo embutió para que quedara tapado con la mierda de todo el pueblo.

Nadie volvió a ver al cabo Olea. Desapareció esa misma noche. No es imposible que la justicia lo haya alcanzado en otra parte. A nosotros, como importamos tan poco pese a que formamos parte del mundo del cabo Olea, y no tenemos relación con la realidad oficial del personaje que fue don Blas, no nos dieron ninguna explicación de lo que sucedió. En todo caso, por aquí nadie ha vuelto a saber del cabo. Incluso han dicho que la María Paine Guala lo mandó matar. O lo mataron otros. O vivió tranquilamente en el norte, establecido con otra familia. O lo encontraron y lo metieron preso. O simplemente desapareció como desaparecen los pobres, sin dejar huella, o porque tenía pacto con el Diablo, según decía la gente ignorante de por aquí, porque siempre ganaba mucha plata cuando jugaba al monte.