¡Usted no sabe nada, don Iván!
Tan verdad es lo que digo, que estoy seguro de que fue la conducta de don Blas en este pueblo lo que hizo imposible el viaje de la familia para instalarse en el Pabellón, ya que la matriarca languideció de vergüenza en París debido a las noticias que le llegaban sobre el modo de vivir de su hijo. Para aceptar esta teoría basta aceptar que don Blas es la misma persona que aquí llaman «el Lengua Mocha», en otro pueblo «el Lengua de Trapo»… y aun en otro «el Lengua de Pescado».
Es cierto que don Blas, dada su categoría, debió ocupar el Pabellón, que se llama pabellón y no palado porque es sólo un ala de lo que sería el edificio una vez terminado. Pero comparando la fecha conjetural de la llegada del benjamín de los Urízar con la fecha en que los constructores deben haber iniciado sus faenas —todo esto está en los documentos del Guest House—, ambas casi coinciden. El Pabellón no se terminó de construir hasta tres años después del hipotético arribo de don Blas, y su vida aquí ya había tomado un rumbo tan particular que nada podía interesarle menos que habitar un palacio morisco en estos andurriales.
Pero al joven europeo recién llegado, que parece que era casi un niño, le divertía compartir los progresos de la construcción, incluso tomar parte en las obras, a veces echar una palada de cal o colocar una hilera de ladrillos; tanto que poco a poco ese pasatiempo fue consumiendo todas sus horas y ya ni siquiera le pareció necesario plantearse actividades de otra índole. Se pasaba la jornada enredado en las obras del Pabellón, conviviendo de igual a igual con los albañiles, carpinteros, cerrajeros, pintores, yeseros y baldoseros que almorzaban diariamente con el campechano don Blas: me lo imagino gordo, rubicundo, con las mangas de su camisa arremangadas, su tongo echado hacia atrás en la cabeza, bajo una ramada que hizo levantar entre los árboles adolescentes del trazado original del parque. Durante el sabroso almuerzo criollo, que duraba más tiempo y era rociado con más vino de lo que convenía para cumplir con los proyectos del contratista, eran atendidos por la María Paine Guala, propietaria de la única fonda de la región. El cabo Olea, jefe del destacamento policial, le había conseguido este trabajo tan rentable.
La verdad sea dicha, creo que la fama sospechosa de la María Paine Guala, que le amargó sus últimos días y la hacía rezar tantísimo en la parroquia, y encender velas y ver las visiones angélicas que aseguraba ver, y hacer la manda de meterme a mí, su nieto, de fraile, debe haber sido causada de alguna manera, porque en los documentos de entonces, que les daban tratamiento de señora y de doña a las mujeres de los mineros, de categoría muy inferior a la suya (y así figuraban en las escrituras de compraventa, de traspaso, de testamentaría, de defunciones), mi pobre abuela, tu bisabuela, Toñito, nunca figuró más que como la María Paine Guala. Que esta forma de referirse a ella se debiera al hecho de que fue propietaria de una casa de las que entonces se llamaban «de mal vivir», en vez de una fonda como Dios manda, es sólo un tecnicismo: no era muy grande la diferencia entre una cosa y la otra.
Fue esta irritante espina de saberse tratada impunemente con tan poco respeto lo que le impidió comprar propiedades con el dinero que fue acumulando, porque claro, no podía exponerse a la humillación que la esperaba con cada escritura. Odió siempre a todos los notarios y escribientes, y en sus buenos tiempos, cuando su parrón y su casa eran todavía alegres, los miembros de estas profesiones no tenían acceso a ellos. Guardaba su plata metida en su colchón; a su muerte, fue repartida entre tantos descendientes (uno de los cuales fue mi padre, y la Canarito, tu abuela, Toño, fue otra), que sirvió apenas para comprarle una casa en la caleta a tu madre, la Elba. Y lo demás se hizo sal y agua. De haber comprado propiedades, de haber desafiado la altanería de los notarios que se negaron siempre a darle el tratamiento de señora, habríamos quedado dueños de medio pueblo. El cabo Olea le rogaba que invirtiera. Si no quería usar su propio nombre, que usara el suyo, ya que en buenas cuentas los dos estaban como casados; de esa unión nació mi padre. El odio por los notarios y los abogados le fue creciendo con los años, tanto que cuando yo era chico y regresábamos de la iglesia adonde me llevaban para que rezara e hiciera la promesa de que cuando grande sería fraile —para entonces mi abuela ya había descartado las populares polleras de percal floreado, y se vestía como una señora, con buen merino negro que les compraba a los faltes que hacían noche en su casa o se quedaban durante varias jornadas en el pueblo, donde entonces corría buena plata—, dábamos un rodeo para no pasar frente a la oficina donde atendía el notario.
¿Cómo sería nuestra antepasada común, Toño, la famosa María Paine Guala? Es fácil imaginar su casa de quinchas blanqueadas, porque todavía existen varias que corresponden a ese prototipo en la periferia del pueblo, con un corredorcito adelante, y atrás un parrón que cobija un horno de barro, siempre fragante a carbón de espino y a pan tierno. Ahí jugaba la parvada de chiquillos de la María, de los cuales el mayor fue mi padre —igualito al cabo Olea dicen que soy, así es que en mi caso no hay donde perderse—, y la menor fue la Canarito, su regalona, tu abuela, si son correctos mis cálculos. En ese patio los patos nadaban entre los batros y los berros de la acequia que limitaba la propiedad, y un biombo de cañas lujuriantes escondía la letrina de madera montada sobre un pozo negro, que entonces era un adelanto muy moderno.
Te aseguro que era una fonda de primera, reputada desde Ancud hasta la Imperial y en todo Arauco por sus buenos precios y por la calidad de su comida casera, bien condimentada con ají y comino. La María Paine Guala tenía un pelo renegrido y encabritado, una mata tormentosa que enorgullecía a tu abuela. Conozco una foto de aquellos tiempos: su piel era lisa y blanca y su trenza negra, que le colgaba hasta la cintura, era de andaluza. Pese a su apellido, que no sé de dónde salió, no era ni india ni zamba, que tienen el pelo muy diferente. Don Iván se acuerda de ella ya canosa, y las canas no son cosa de los indios. Yo tengo todo mi pelo negro bien tupido y me crece bajo en la frente, sin una sola hebra blanca. Eso me viene de mi mamá, una india pehuenche con la que mi papá se casó de joven cuando se fue a trabajar de botero en Carahue, antes de que construyeran el puente de fierro sobre el río Imperial.
He oído decir a los que se acuerdan, que mi abuelita, en sus buenos tiempos, era alegre y dicharachera, un poco gorda y encorsetada, con pecho de paloma como se usaba entonces, muy aficionada a la farra de pata en quincha. Yo me acuerdo de ella cuando figuraba como viuda del cabo Olea, con el que nunca contrajo matrimonio pero que nos dio su apellido, incluso a la Canarito, que debería haber tomado el de Urízar. No tenía otra afición que su mate bien cebado con un poquito de hinojo y azúcar tostado, y su rosario que concluía con interminables jaculatorias durante las cuales yo me adormecía. Ella aseguraba que, traspuesta, veía a la Virgen vestida de blanco, y me aseguraba que yo también la veía. Creo que mi abuelita mereció su fama dudosa porque de joven bailaba con tanta gracia, dicen, la cueca y el pericón, haciendo girar su pollera de percala, la oreja adornada con una ramita de albahaca; en ese tiempo los perfumes en frasco no llegaban hasta aquí. Claro, ella era alegre, distinta en esta tierra de indios tristones, porque dicen que era del norte: es natural que llamara la atención. Por eso echaron a correr el chisme de que lo que regentaba no era una fonda «como Dios manda», sino una casa mala. ¿Cómo no iban a ser simpáticas sus camareras, pues, don Iván, si justamente por eso las elegía? Reclutaba a las chiquillas más lindas para que trabajaran en su casa de camareras…
Eso dices tú, Arístides, que estás empeñado en blanquear su recuerdo, aunque, según otras versiones (que hasta ayer se repetían), trabajaban de camareras y de algo más cuando los parroquianos pagaban bien. ¿Para qué crees tú que la María Paine Guala iba a enganchar su carreta con chiquillas tan lindas? Para «comerciar con sus cuerpos», como decía mi mamá, que a pesar de ser vecinas de toda la vida le hacía un feo en público, porque si la saludaba, mi papá la hubiera molido a palos. No le tenía mala ley mi mamá a la María Paine Guala, porque decía que cómo iba a pensar mal de una mujer que era tan buena madre. Esas criaturas alegres le animaban la fiesta y las parrandas y entusiasmaban a los clientes para que consumieran hasta que aclarara el día. Corría la voz de «llegaron mujeres nuevas donde la María Paine Guala», carne fresca, juguetona: esa voz penetraba quién sabe cómo hasta el fondo de los sombríos bosques de arrayanes y quillayes de Lanalhue y Lleu-Lleu, en el interior de Arauco. Los hombres de esas serranías no habían soñado con nada semejante ni siquiera al contar sus ahorros de todo el año. Llegaban a caballo o en carreta a la fonda, pero sin fatiga después de una semana de viaje durante la cual no oían más que las voces de las camareras guiándolos hasta la casa de tu abuela, donde les cantarían al oído las canciones que los tenían engolosinados.