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¿Será verdad que sólo una rama de los Urízar pasó a América, y que la historia particular de la familia es de conocimiento general porque representa una de las vertientes de la historia pública de nuestro país? Puede ser. ¿Pero no sería interesante sostener la idea de que también pasó a América otra rama, más misteriosa y vergonzante, personajes que permanecen ocultos en la penumbra como retazos sin importancia, ajenos a toda publicidad?

Se sabe que el mayor de los hijos de don Leónidas Urízar, don Leoniditas, se trasladó a la capital desde París para ocuparse —y lo hizo con un éxito espectacular— de los negocios del carbón de la familia. Emprendía de tanto en tanto peregrinaciones a Europa, sobre todo cuando la comercialización del mineral lo requería así. Los descendientes de don Leoniditas, un linaje de opulentos hombres de negocios, enajenaron la mina, transformando la vieja empresa familiar en una sociedad que más tarde se hizo filial de uno de los grandes consorcios carboneros internacionales del mundo. Continuaron, eso sí, siendo los principales accionistas de la parte criolla del asunto, disfrutando de pingües dividendos sin necesidad de ensuciarse las manos. Además, en el momento en que el carbón comenzaba a perder importancia frente al petróleo, don Leoniditas, que ya tenía puesto el ojo en el mercado que se inauguraba, logró transferir a tiempo, y sin perder un centavo, una parte importante de los valores que vinculaban a la familia con su pasado carbonero a este otro combustible tanto más moderno.

Toda clase de ambigüedades comienzan a rondar esta versión oficialista de la luminosa familia Urízar si se acepta que tal vez no sólo el brillante primogénito de don Leónidas pasó a fundar linaje en estas tierras. También hubo un oscuro hijo menor, de escasa figuración y triste destino, que no dejó rastros en los anales familiares… aunque no puedo dejar de reconocer que una sombra suya enriquece mis conjeturas sobre nuestros antepasados, Toño. ¿Quién fue él… y quién soy yo, que no puedo desligarme de su tránsito?, me lo preguntas también tú con voz agitada. La gente que jamás ha sido herida por esta clase de preguntas olvida las cosas demasiado fácilmente; pero yo, desfigurado por tantas cicatrices, no olvido nada, y toda mi vida no es más que un recuerdo doloroso de preguntas relativas. ¿Quién fue él… quién soy yo? Mi oído, atento al insulto, y mi piel, sensible al amoratamiento, acumulan heridas. Hierve mi memoria, se agita mi miseria, mi rencor no perdona al mundo; me lo dices, Toñito, intentando desentrañar tu pasado remoto, tan ligado al mío. Mi voz ya sólo retumba cuando despacha a los borrachos sin dinero de la casa de la Bambina. Antes, cuando era joven, la palabra me brotaba ondulante y divertida para anunciar con prosopopeya libresca —restos corrompidos de mi educación de misal— a la Araña Contorsionista ante el público embobado por mis aparatosas improvisaciones verbales: un auditorio tan ignorante, incapaz de sentir dudas ni cuestionar lo que obviamente era un engaño. Demasiado cerrados de mollera para darse cuenta de que la Araña Contorsionista era la misma mujer que, como la Princesa Malabar, realizaba trepidantes juegos y que, como la Bambina, ejecutaba procaces bailes ante un público que me premiaba a mí, al señor Corales —con mi raída casaca de terciopelo púrpura y mi fusta autoritaria—, por ser el propietario de ese circo con su carpa parchada y sus números repetidos. Yo no era el dueño, claro. Sólo anunciaba los números. La Bambina era la verdadera propietaria.

Después del primer fuego, cuando abandoné el hábito de mocho y los libros, y dejé a mi padre y a mi abuela desencantados, la Bambina me prometió que siempre todo lo de ella sería mío. No tardé mucho tiempo en darme cuenta de que sí, sería mío… pero sólo si me amarraba a ella. Y en unos cuantos años descendí de propietario al ser sin rostro que vendía las entradas en un quiosco tan endeble como el del parque; y de ahí a revisar la tramoya después de cada función, hasta, al final, incluso barrer las inmundicias que el público tiraba sobre el aserrín de la pista. Por eso, por el sueño de ser algo más que un señor Corales de alquiler gracias a mi porte y mi vozarrón, acepté hace ya tanto tiempo este puesto que la Empresa me ofreció como al hijo tarambana de un empleado tan fiel como fue mi padre. Mi memoria, veterana de tantas historias tantas veces repetidas, se tienta, aún ahora que estoy viejo y ya no sirvo más que para contar cuentos, con el juego de confundir con mi abuelo al discutible benjamín de los Urízar —algunos dicen que era torpe para hacer bromas, baboso, olisco e inmundo, y su enunciación de lengua alborotada adolecía de insalvables defectos debido a una malformación del paladar… o quizás porque el francés fue el idioma de su infancia y cargó su castellano con vicios fonéticos que aquí causaban risa, como un «lengua mocha» muy real, muy campesino, muy de por aquí—, al que de niño yo oía mencionado por los viejos del pueblo cuando rememoraban unas famosas remoliendas en cierta casa de quinchas blanqueadas en la parte alta del pueblo.

Este hermano menor, don Blas Urízar, cuya pereza y vocación por lo abyecto lo estaban haciendo, a los dieciséis años, difícil de manejar para su familia en Francia, fue enviado a este remoto pueblo minero, feudo de sus mayores, con el propósito de escarmentarlo, ya que no lograban enmendar su conducta. Querían ponerlo bajo la tutela de don Leoniditas, de mano famosamente férrea.

¿Pero sería para eso que lo enviaron, si es verdad que lo enviaron? ¿No estaba ya fuera del alcance de toda redención? ¿Y se puede pensar que el trabajo poseía algún prestigio para esta ociosa segunda generación de príncipes de la industria? No, ninguno. ¿No parecería, más bien, que lo enviaron para ocultarlo, dándole un mote cualquiera, el «Lengua Mocha» por ejemplo, por pura vergüenza, o por peligro, o porque los más entendidos opinaron que ya no se podía hacer nada con él? Así estaría protegido como por un disfraz, fuera del alcance de la justicia, o de quienes manejaban los hipotéticos vicios o defectos de que era víctima, y se confundiría con uno más de los tantos Lengua Mocha regionales. Nadie ignora que en muchas buenas familias se dan estos personajes extravagantes, o viciosos, o mal dotados, o monstruosos, que jamás logran aprender a hablar ni a pensar bien, y a los que es necesario, por fin, recluir en asilos o conventos o cárceles, porque un error demasiado evidente en la formación de su cuerpo o de su mente los hace indignos de vivir en el seno de familias que presumen de cultura o distinción. Puede ser que don Blas haya sido uno de éstos. Me gusta pensarlo así, porque sólo así toco a los Urízar, y tocarlos, aunque sea a través de un ser fallado como don Blas, hace para mí verosímil el contacto con su mundo.

Quedan ciertos datos —borrosos, es cierto, pero existen— de don Blas. Los años y las murmuraciones del pueblo lo han fundido definitivamente con esa figura que en algunas casas sirvió por años para asustar a los niños que no querían tomar la sopa. Es verdad que no he podido identificar un rostro que adjudicarle entre los innumerables rostros color sepia de las fotografías que se exhiben en una oscura salita del Guest House que la Empresa ha improvisado como museo familiar, junto con testamentos, escrituras públicas, invitaciones, cartas de felicitación, premios, menús de banquetes presidenciales y otros melancólicos documentos. Son recuerdos que no le recuerdan nada a nadie, porque nadie que no sea yo visita ese salón donde los objetos encerrados en vitrinas de caoba acumulan orín y los rostros se disuelven en la química del tiempo: en ese salón don Blas pesa, en mi fantasía, más que nada por su ausencia. Pero, en fin, aceptemos el accidente reiterado de que don Blas haya estado enfermo para las ocasiones de los retratos familiares —picnics, carreras de caballos, regatas, bailes, figuras en la playa envueltas en algodones blancos—; o quizás haya estado de viaje, o interno en algún colegio, o sujeto a un tratamiento, o de festejo en otro lugar. En todo caso, nadie puede negarme que es muy extraño que, en una lista de la familia completa pasando una elegante temporada en un hotel de Trouville, se nombre —por única vez en un documento perteneciente a la familia— a un enigmático M. Blas de Urízar. No se lo incluye junto a sus hermanos y hermanas, como correspondería, sino después de tutores, institutrices, cocheros, doncellas; está agregado a la cola del séquito, como un bufón que fuera inferior a los demás. He buscado maniáticamente entre los papeles encerrados en las vitrinas del Guest House todas las cartas y documentos, rastreando más menciones de don Blas. He permanecido hasta tarde en la noche quemándome los ojos para seguir a esa sombra apenas insinuada que se me escapa sin que yo logre fundirla completamente con el compañero de la María Paine Guala: ése que, yo lo siento, es mi antepasado.

En otra de las vitrinas del Guest House se exhibe una carta del patriarca fundador, retirado en Europa, dirigida a don Leoniditas, que parece que siempre estaba en todo. En esta carta el padre le comunica el viaje del «hijo menor» a su tierra natal. Un hijo sin edad, sin nombre, hijo así no más, anunciado al pasar y sin ceremonia ni dando detalles, casi como si la intención fuera no dejar constancia de este suceso y no identificar al interesado, sólo prevenir a su primogénito de una presencia que podía ser molesta, con el fin de que tomara las precauciones necesarias. No pretendo que sean concluyentes estas dos pruebas para demostrar la existencia de don Blas y su traslado al continente americano. Pero aquí encuentro algo que puedo considerar como un rastro de su paso, escondido en lo que quizás no sea más que una falla de redacción en la carta del minero improvisado en gran señor, o una torpeza caligráfica del conserje del hotel en Trouville. Estoy seguro de que es por este misterio que le tienen prohibida la subida al parque al niño, no porque el abuelo y Antonio hayan creído que voy a enseñarle degeneraciones de las que me creen bien capaz.

No, Arístides, no es porque sepamos que eres el matón de la casa de la Bambina y que lo has sido desde que eras un joven mocho, aindiado pero de buena presencia, cuando colgaste el hábito y partiste con el circo de la Bambina. ¡Es una locura tuya la idea de que tu versión de don Blas existió! ¡Nada, ni nadie, da fe de ello…! Y menos se puede pretender que don Blas… imagínate. Es mentira que este monstruo sea antepasado de la Elba y de Toñito. Por esa locura sé que andas detrás de ellos, viejo libidinoso que ya no eres capaz de satisfacer a una hembra joven como mi nuera, acostumbrada a compartir su cama con un hombre limpio como mi hijo, cuya muerte nunca la dejará conforme.