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La última vez que acudió a la ventanilla de la Administración de la Empresa para entregar el dinero recaudado en la reja, y recibir luego su sueldo y los dos sueldos de los jardineros, lo convocaron a una sala donde veinte caballeros de terno oscuro y corbata perlada deliberaban alrededor de una mesa brillante como un lago cuya agua repetía sus rostros, sus manos, sus carpetas.

Uno de ellos, con el tono deferente que adoptan los amos cuando se disponen a destituir a un inferior, le dijo a Arístides: acércate a la mesa no más. No lo invitó, claro, a sentarse. Lo que los caballeros querían era aconsejarle que no viviera solo en una casa tan grande. Por esa manía de soledad se enfermó tu padre, le dijeron, y con tanto trabajo. Ya no tienes edad para estar solo, sin alguien que te ayude. Has engordado. Parece que te alimenta bien la Bambina. Mira cómo acezas por nada. No te vaya a pasar algo y revientes.

No les contesto que acezo de inquietud porque sus palabras me hacen presentir que están considerando la posibilidad de despedirme —jubilarme es el término que usan, como si yo fuera tan idiota que no supiera que significa lo mismo—, y si mi padre murió de tanto negarse a salir del parque, fue por inseguridad, por temor a que ustedes se agarraran de cualquier excusa para despedirlo y dejarlo sin trabajo a su edad, con las manos vacías. No pueden echarme del Pabellón y del parque para instalar a otro que no tenga mis vinculaciones con la propiedad. En la actitud condescendiente de los señores advierto que van a ofrecerme, a cambio, un sórdido departamentito en un bloque habitacional vociferante de chiquillos, humillante de intimidades oídas a través de los tabiques, y con el tufo grasiento de la comida formando costra en las paredes revenidas. Todo esto encerrado por un panorama de ropa goteando en las ventanas. No quiero, les voy a decir si me lo proponen. La Bambina me compra carne y pescado de primera y me da de comer. Las mujeres de su casa me lavan y planchan la ropa y yo ni la veo estilar. Pero sin tomar en cuenta qué puedo estar pensando, los caballeros me siguen hablando como si me estuvieran indoctrinando para una secta religiosa: sé razonable, pues, Arístides. Eso me dicen. Cásate antes de que sea demasiado tarde y los gobiernos nuevos nos quiten el Pabellón porque es demasiado grande para una sola persona y aquí en el pueblo hace falta espacio habitacional. Si te casas… no, cómo se te ocurre, no es ésa nuestra intención: queremos respetar tus años dedicados al parque y a la Empresa, y reconocemos la lealtad de tu padre… pero si no te casas ni tienes familia, entonces quién sabe qué puede pasar.

¿Casarme yo? Jamás lo había pensado. ¿Con quién, señores? ¿Con la Bambina? ¡No, hombre, con la Bambina no, cómo se te puede ocurrir una infamia tan grande! ¿Cómo vamos a consentir que lleves a la Bambina a la mansión que doña Natalia Guerrero, esa mujer prócer, proyectó para su ilustre descendencia? ¿Cómo te va a dar hijos, si es tanto más vieja que tú? ¿Cómo te va a ayudar en tu trabajo, si ya no sirve ni para regentar su prostíbulo, que por algo ahora regentas tú? Sí, claro que lo sabemos. Todos en el pueblo lo saben. Pero no nos importa: no te has casado con ella y tu vínculo es sólo de palabra, no consta en ningún documento. ¿No está casi tan ciega que ya apenas ve con sus anteojos gruesos como saleros? ¿No anda trasladándose con los perritos que usaba para hacer pruebas en el circo? ¿No se sienta en un piso de totora en el pasadizo de entrada, con los anteojos ahumados calados hasta de noche y ese quiltro, el Florín, en la falda? ¿Acaso no es sólo por el tono de voz con que la saludan los parroquianos que se da cuenta de si vienen o no con ánimo de gastar? Sabemos que, si no, te llama a ti para que los eches a patadas, perseguidos por el Florín. ¿No entiendes que se deterioraría la imagen de la Empresa si te casaras con ella, ya que la presencia de la Bambina bastaría para convertir el Pabellón en otro prostíbulo? Todos saben quién es la Bambina. Nosotros la conocemos desde hace años. Antes de encumbrarnos a las posiciones que ahora ocupamos, solíamos visitar su casa después de llevar al cine a las muchachas decentes que después se convirtieron en nuestras esposas, madres de nuestros hijos. Nadie ignora que cuando tú eras un chiquillo y los frailes te preparaban para ingresar en la Congregación, el circo de la Bambina pasó por el pueblo y ella te vio con tu sotana de mocho y se encaprichó contigo y consiguió que dejaras estudios y sacramentos para seguirla. No se te vaya a ocurrir instalar a la Bambina en el Pabellón. Sí, escúchanos: si eligieras a una mujer decente, limpia y trabajadora, con buena fama, alguien que te ayude de veras, bueno, entonces se podría hablar de subirte el sueldo y quizás otorgarte quién sabe qué otras prebendas… y a lo mejor instalas a tu lado a una viuda, con una familia ya formada. Eso sería, quizá, lo que más te convendría, porque ya no estás tan joven…

Ésta es la primera vez que hablo con un grupo de señores sobre estas cosas. ¿Ellos saben mi historia, entonces? Con lo que me están proponiendo se disipan mis dudas. Es seguro que ciertos olímpicos Urízar, no registrados en mis anales, les han indicado a estos caballeros —que trabajan para ellos y, a su vez, son sus sirvientes— que me faciliten el camino para que, justamente a través de mis relaciones con la familia Urízar, ellos tomen posesión de las cosas… de cosas importantes, como el Pabellón. ¿Qué otros señores Urízar van quedando, caballeros, salvo yo, que sirvo para hacer mandados? Soy un falso Urízar, un Urízar de mentira, al cual quienquiera que esté enterado de cómo son las cosas podría descubrir. No tengo más que el secreto a voces de que hubo un vínculo de amor entre mi madre y don Blas Urízar… pero eso fue antes de que los Urízar se hicieran propietarios de la mina y de todo lo que desde aquí veo: tierras y chozas, la mina y los minerales, la tierra, los árboles y el Pabellón. Hasta de los peces que pueblan el mar, para su placer y diversión. Y los bosques y las cataratas que se despeñan. ¿Son éstos otros Urízar, estos empleados que se atreven a darme órdenes de que me case con la Elba y me haga dueño del Pabellón?

A la hora del crepúsculo, el ala sulfurosa que perfila el cerro de tosca se eleva apenas rosada después de que cae el sol, y entonces veo a la Elba cargando un saco de carbón con el que se ha ido a chinchorrear para encender el fuego de la comida, regresando luego entre los vahos que a esa hora vuelven a adquirir la palidez de las mechas de un fantasma. Aveces oigo desde la glorieta no sólo rechinar los fierros y las cataratas de material vertido, sino palabras, frases que me trae el viento de Marigüeñu: desvaría el niño enredado en sus alucinaciones, la Elba discute con el abuelo, que exige el regreso de Toño al Hogar. Brama desde la puerta de la choza en las tardes, cuando tiene fuerzas, y sale a la playa del Chambeque: la Bambina y tú son lumpen, Arístides, lo que botó la ola, escoria, pura escoria. Como este cerro de escoria adonde nos hemos venido a refugiar. El cerro se mueve de noche, avanza, sí, no te rías. Los que dormimos al resguardo de esta masa de tosca sentimos a veces el estremecimiento del cerro al asentarse. Y con cada estremecimiento el cerro se adelanta un poco en dirección a tu parque y hace más y más estrecha la hendidura que nos separa. Es la venganza de la mina, Arístides, la venganza de los proletarios contra los desclasados como tú. Sí, porque con el tiempo la combustión espontánea del desecho de mineral que los obreros hemos ido excretando para beneficio de los Urízar hará avanzar el cerro hasta que arrase tu parque.

Es verdad que éstas no son más que cosas que yo supongo que él me grita: no alcanzo a oír la voz de don Iván Alvayay acusándome. Su dolencia le ha apagado la voz. Sólo emite resoplidos que a veces ni su familia es capaz de descifrar. Pero adivino perfectamente las cosas que ese viejo malintencionado diría si me casara con la viuda de su hijo, como quiere la Empresa, y me la trajera con Toñito a vivar en el Pabellón. Se callan todas las voces cuando en la casa de la Bambina me acerco a una mesa donde habla un grupo de mineros: ellos temen, con razón, que denuncie a la Empresa lo que dicen en sus confabulaciones… Todo es eco de un eco en este pueblo, todo reverbera, se transforma en estribillo burlón que no deja vivir en paz a la gente… y después todo se disuelve y se transforma en otra cosa y se olvida…