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La Elba le dice a Toño que no sabe por qué está tan cansada esta tarde. Descansan un momento en la roca mirando el mar, antes de emprender la ascensión. Sentada, se arreboza con su chal. De un tirón se arranca el pañuelo que le contiene el pelo, volcando el mineral de su melena encabritada, más vigorosa que ella misma, nidal de víboras que le absorben toda su vitalidad con su enigmático crecimiento de matorral, de zarza. Es un profundo continente de mina cuyo brío la agota, cuya monotonía la debilita, la larga cabellera caliente que le hacía sudar el cuello cuando desplegaba para Antonio esa bandera negra del amor: allí incursionaban sus dedos, su aliento terrible, en la casa donde ahora ya no viven porque en los días que siguieron al derrumbe las vecinas garabatearon insultos en su puerta, rompieron vidrios, arrancaron tablones de los tabiques, desterrando a ese despojo de familia, condenándolos a vivir en una choza disimulada en la ingle que separa el cerro de escoria de la península donde don Arístides vive rodeado de la presumida vegetación del parque.

—¿Por qué se suelta el pelo, mamá?

—Para que se me termine de secar.

Es indecente que mi mamá se suelte el pelo, que se exhiba así. Rara vez suelta impúdicamente su intimidad, aunque hoy nadie más que yo la admira. Sólo nosotros, los de la casa, conocemos su alboroto. Y don Arístides, claro. Cuando ella se lava y se seca el pelo en la playa, él la espía con su catalejo desde el promontorio del parque. Ayer mi mamá me mandó a subir al pueblo a traerle agua dulce para lavarse el pelo y estar lista para esta ocasión funeraria. Busqué un surtidor en una esquina embarrancada para llenar los baldes sin que nadie me molestara, y después corrí cerro abajo. Se enjabonó el pelo en un balde y en el otro se lo enjuagó. Después, desenredó ese volumen embebido, que goteaba sobre sus hombros. La vi de espaldas, sentada en la arena frente al mar, mirando el sol que caía, esperando a que pasara un barco de vez en cuando, hasta que el viento de Marigüeñu le secara el pelo mientras ella pelaba papas para el caldillo de la noche. Fue como si un extraño se lo acariciara: ella respondió a esa caricia con un sacudón de su cabeza, como una yegua que va a relinchar. Entre los magnolios y los aromos del parque, al lado de allá de la hondonada, vi encenderse el sol. Mi madre canturreaba muy bajito para él, porque estamos de luto. Alzó sus brazos de nuevo para sacudirse el pelo, ofreciéndole los nidos de vello debajo de sus brazos: como con chasquidos de fósforos, pasa una y otra vez la peineta por su pelo que se enrosca y desenrosca con brillosa vida propia, como un canasto de pescados negros. En el parque seguía prendido el reflejo del sol en la lente del catalejo. Era don Arístides, el Mocho; yo lo sabía.

—¿Quién será? —pregunté.

—No sé, hijo.

Ella sabe que don Arístides está enojado conmigo porque no he ido a saludarlo desde que salí del Hogar: lo sabe, lo siente todo.

—No me gusta el Hogar, mamá.

—¿Cómo decías que te gustaba?

—Es que si decía que no, se iban a enojar conmigo y me castigarían.

—¿Qué quieres hacer, entonces?

—Volverme para acá.

La Elba dejó pasar un poco de silencio.

—Espera… —murmuró después.

—¿Hasta cuándo…? —pregunté.

Sé que debo esperar hasta que el abuelo muera. No debe faltar mucho. El Mocho me explicó que me tengo que quedar allá en el Hogar para aprender a ser caballero. Pero no quiero ser caballero. Tampoco minero, ni pescador. Lo que quiero es vivir en el Pabellón del parque oyéndolo a usted, don Arístides, y que me cuente cosas.

Usted desprecia al viejo comunista de mi abuelo. Sin respeto por la gente decente que te da de comer, le dice, tienes las rodillas deformadas por la artritis, pero te deben pagar una buena pensión por tu famosa artritis que seguro no es más que una mentira, viejo sinvergüenza. Crees que todavía mandas aquí porque mandabas antes, cuando fuiste dirigente, pero eso era cuando las culebras andaban paradas, y ya nadie se acuerda de ti porque eres del tiempo de los politiqueros, que igual que tú no eran más que basura. No le hagas caso a tu abuelo, Toño, continúa don Arístides, aunque diga que soy un vendido. Está condenado. Óyelo toser. Mira cómo escupe sangre. No te importe que insulte a tu mamá, que es más gente, más señora de lo que fue su marido, más gente que él. Sus insultos no valen nada: ya ves, los gritos de unas pobres mujeres ignorantes lo hicieron huir de su casa en el bloque Mackay para refugiarse en su choza del Chambeque.

* * *

El niño se acurruca en el cuerpo de la Elba porque tiene frío. Anoche el abuelo, que no podía dormir porque los moribundos le tienen miedo al sueño, hizo que Toño se pasara a su camastro para que lo calentara, y le dijo que en el cementerio de Chivilingo no se congregan las ánimas, como la gente cree, porque las ánimas no existen. Acuden a ese lugar, eso sí, los prófugos que se ocultan en el monte para que no los tomen presos los militares, ni los torturen como a sus compañeros; o pobres clandestinos que acuden a una cita con sus mujeres solitarias para aliviar el corazón demasiado tiempo seco, o para enviar mensajes a los compañeros, de modo que sepan que no quedaron solos. Hay que transformar ese tranquilo santuario del recuerdo en un sitio de protesta ruidosa si queremos que las cosas cambien como dicen que van a cambiar, sueña el abuelo en su angustiosa noche de enfermo: hay que hacerle las cosas difíciles a la Empresa con la romería de los ataúdes falsos… ya deben estar avisados todos en el pueblo; hay que avisarles a los que se esconden en los bosques, entre los quillayes y los boldos, y a los que viven protegidos en las rucas de algunos indios amigos.

Toño despierta con el puelche que ruge en las cumbres de Marigüeñu antes de lanzarse, mugiendo, al mar. ¿No oyes, le pregunta el abuelo, cómo están llamando para que les lleven plata o comida? ¿O noticias de sus compañeros de fila, más anheladas que la comida? ¿Cómo no vas a oír la voz del cacique de Trincao, el que venía a saludarme a veces, clamando por su primogénito, barretero como tu padre? Una noche fueron a buscarlo en un furgón y no apareció nunca más, pese a los abogados que contrató el cacique, que dicen que ahora se ha hecho rico… ¿Será por eso que ya no viene a verme? Ellos son los que nos llaman; todo el pueblo está dispuesto a ir a la romería. Con la caja de tu padre a la cabeza, se transformará en una manifestación política, como debe ser.

* * *

La Elba, sentada en la roca, le advierte a Toño:

—Mejor que no le cuentes a don Arístides lo de la manifestación.

—¿Por qué?

—Porque don Arístides es empleado de la Empresa y cuenta todo lo que oye por ahí.

—Pero usted lo quiere.

—¿Quién dijo que lo quiero?

—Yo… en el pueblo lo dicen todos…

—¡Qué tontería! Hace más de diez años que no hablo con él, y cuando uno quiere, habla.

—Pero él la mira desde el parque.

—No es lo mismo.