Nunca he estado tan contento de escribir como durante la confección de El cazador de sueños (Dreamcatcher) (16 de noviembre de 1999-29 de mayo de 2000). A lo largo de esos seis meses y medio sufrí un gran malestar físico, y el libro me transportó. El lector verá que algunas partes del malestar físico me siguieron hasta el relato, pero lo que más recuerdo es el alivio sublime que nos proporcionan los sueños.
Me ayudó mucha gente. Una, mi mujer Tabitha, que se negó en redondo a referirse a la novela por su título original, Cáncer. Lo consideraba feo, y una invitación a la mala suerte y los problemas. He acabado por compartir su punto de vista, y ya no se refiere a él como «el libro ese» o «el de los bichos caca».
También estoy en deuda con Bill Pula, que me llevó en cuatro por cuatro por el embalse de Quabbin, y a sus acompañantes Peter Baldracci, Terry Campbell y Joe McGinn. Otro grupo de personas, que quizá prefieran no ser nombradas, me llevaron en Humvee detrás de la base aérea de la Air National Guard y cometieron la imprudencia de dejarme conducir, asegurándome que era imposible quedarse atascado. Faltó poco. Volví manchado de barro, y contentísimo. También quieren que diga que los Humvee funcionan mejor con barro que con nieve. En ese aspecto, yo he novelado sus capacidades para que se adecuasen a mi relato.
Vaya también mi agradecimiento a Susan Moldow y Nan Graham, de Scribner, a Chuck Verrill, responsable de la revisión, y a Arthur Greene, que actuó como agente. Tampoco debo olvidarme de Ralph Vicinanza, mi agente para los derechos en el extranjero, que encontró como mínimo seis maneras de decir «aquí no hay infección» en francés.
Una nota final. Este libro fue escrito con el mejor procesador de textos del mundo: una pluma Waterman. Escribir a mano la primera redacción de un libro extenso me ha dado un sentido del lenguaje que no había tenido en muchos años. Una noche (durante un corte de electricidad), hasta escribí con velas. En el siglo XXI se encuentran pocas oportunidades así, y hay que saborearlas.
Y a quienes hayan llegado tan lejos, gracias por leer mi relato.
STEPHEN KING