Otro verano al carajo, pensó Henry.
La idea, sin embargo, no tenía nada de triste; había sido un buen verano, y también sería un buen otoño. Iba a ser un año sin caza, y seguro que recibía alguna que otra visita de sus nuevos amigos militares (ante todo, los nuevos amigos militares querían cerciorarse de que no criara ninguna excrescencia roja en la piel), pero no dejaría de ser un buen otoño. Aire fresco, días claros, noches largas.
A veces, pasada la medianoche, Henry seguía recibiendo la visita de su viejo amigo, pero en esos casos se limitaba a quedarse sentado en el estudio con un libro en el regazo y esperar a que volviera a marcharse. Siempre acababa marchándose. Siempre acababa saliendo el sol. El sueño perdido de una noche se recuperaba a la siguiente. Era como recibir a una amante. Lo había aprendido desde noviembre pasado.
Henry bebía una cerveza en el porche de la casa de campo que tenían Jonesy y Carla en Ware, la de la orilla del estanque Pepper. El extremo sur del embalse Quabbin se hallaba unos siete kilómetros al noroeste de donde estaba sentado. Al igual, naturalmente, que East Street.
La mano que sujetaba la lata de cerveza Coors solo tenía tres dedos. Había perdido los otros dos por congelación, fuera en su travesía por la nieve por Deep Cut Road, con origen en Hole in the Wall, fuera arrastrando a Jonesy hacia el Humvee restante en una camilla improvisada. Por lo visto, el otoño pasado había sido un otoño de arrastrar gente por la nieve, con una mezcla de éxitos y fracasos.
Cerca de la playita, Carla Jones preparaba una barbacoa. Noel, el bebé, con el pañal caído, gateaba a su izquierda, alrededor de la mesa de picnic. Una de sus manos agitaba alegremente una salchicha chamuscada. Los otros tres hijos de Jonesy, cuyas edades iban de once a tres, chapoteaban y gritaban en el agua. Henry consideraba que el imperativo bíblico de crecer y multiplicarse no carecía de valor, pero tenía la impresión de que Jonesy y Carla lo habían llevado a extremos absurdos.
A sus espaldas batió la puerta mosquitera, y salió Jonesy con un cubo de cervezas heladas. Ya no cojeaba tanto. Esta vez, el médico había decidido que a la mierda con los accesorios originales, y los había sustituido por acero y teflón, diciéndole a Jonesy que a la larga habría sido inevitable, pero que con un poco más de cuidado se podría haber aprovechado cinco años más lo antiguo. La operación había sido en febrero, poco después de terminar las seis semanas de «vacaciones» de Henry y Jonesy con los de inteligencia militar.
Los militares se habían ofrecido a que la prótesis de cadera la costease el Tío Sam (un poco como colofón del parte), pero Jonesy les había dicho que no, que muchas gracias pero que no quería quitarle trabajo a su ortopeda, ni facturas a su seguro.
Para entonces, los dos se morían de ganas de salir de Wyoming. Los apartamentos estaban bien (a condición de acostumbrarse a vivir bajo tierra), la comida era de cuatro estrellas (Jonesy engordó casi cinco kilos, y Henry poco menos de diez), y las películas siempre eran de estreno, pero flotaba un ambiente como de Teléfono rojo, volamos hacia Moscú. Henry se había tomado mucho peor que Jonesy las seis semanas. Jonesy lo pasaba mal, pero más que nada por la cadera dislocada; los recuerdos de compartir cuerpo con el señor Gray habían tardado un período de tiempo notablemente corto en adquirir consistencia de sueños.
En cambio, los recuerdos de Henry no habían hecho más que fortalecerse. Los peores eran los del establo. Los interrogatorios corrían a cargo de gente compasiva, sin ningún Kurtz en sus filas, pero Henry no conseguía no pensar en Bill, Marsha y Darren Chiles, el del porro gigante. Eran asiduos visitantes de sus sueños.
Al igual que Owen Underhill.
—Refuerzos —dijo Jonesy al dejar en el suelo el cubo de cervezas.
A continuación, gemido y mueca mediante, se instaló en la mecedora con asiento de mimbre de al lado de Henry.
—Solo una más —dijo Henry—. Salgo para Portland más o menos dentro de una hora.
—Quédate a dormir —dijo Jonesy, observando a Noel, que ahora estaba sentado en la hierba detrás de la mesa de picnic y parecía muy concentrado en insertarse en el ombligo los restos de la salchicha.
—¿Con tus nenes dando guerra como mínimo hasta medianoche? —repuso Henry—. ¿Eligiendo una de miedo de Mario Bava?
—Ahora paso bastante de las pelis de miedo —dijo Jonesy—. Esta noche toca festival Kevin Costner, empezando por El guardaespaldas.
—¿No habías dicho que ya no veías pelis de terror?
—Muy gracioso. —Jonesy se encogió de hombros y enseñó los dientes—. Tú mismo.
Henry levantó la cerveza.
—Por los amigos ausentes.
Hicieron chocar las latas y bebieron.
—¿Y Roberta? —preguntó Jonesy.
Henry sonrió.
—Pues está muy bien. En el funeral no lo veía yo tan claro…
Jonesy asintió con la cabeza. En el funeral de Duddits, Roberta había estado entre los dos; mejor, porque apenas se tenía en pie.
—… pero se está recuperando mucho. Dice que quiere abrir una tienda de artesanía, y me parece buena idea. Claro que le echa de menos. Desde que se murió Alfie, su vida era Duds.
—Y la nuestra —dijo Jonesy.
—Sí, supongo que sí.
—Tengo muy mala conciencia por haberle dejado tantos años solo. ¡Él con leucemia, y nosotros sin enterarnos, haciendo los gilipollas!
—Sí que lo sabíamos —dijo Henry.
Jonesy le miró con las cejas arqueadas.
—¡Eh, Henry! —llamó Carla—. ¿Cómo quiere la hamburguesa el señor?
—¡Muy hecha! —exclamó Henry en respuesta.
—¡Oído! ¿Me harías el favor de coger al niño? Es que se está poniendo perdido de salchicha. Quítasela y que lo coja su papá.
Henry bajó del porche, sacó a Noel de debajo de la mesa y le trasladó a las mecedoras.
—¡Eni! —dijo Noel, muy animado. Tenía dieciocho meses.
Henry se detuvo con un escalofrío en toda la espalda, como si le hubiera interpelado un fantasma.
—¡Pome, Eni! ¡Pome!
Noel subrayó su tesis con un buen salchichazo en la nariz de Henry.
—No, gracias, prefiero esperar a la hamburguesa —dijo Henry, que siguió caminando.
—¿No quere pomé?
—No, guapetón. Eni se pome su popia pomida. Ahora, que si me das la porquería que tienes en la mano, mejor. Ya te darán otra cuando estén hechas.
Sacó la salchicha sucia de la manita de Noel, sentó a la criatura en las piernas de Jonesy y regresó a su asiento. Cuando Jonesy acabó de limpiar el ombligo de su hijo de mostaza y ketchup, el bebé casi dormía.
—¿Por qué has dicho que lo sabíamos? —preguntó Jonesy.
—No te hagas el tonto. Una cosa es que le abandonáramos nosotros, o que intentáramos abandonarle, y otra que nos abandonara Duddits. ¿Tú crees que era posible, con todo lo que había pasado?
Jonesy negó muy lentamente con la cabeza.
—Una parte fue hacernos mayores e ir cada uno por su lado, pero también tuvo mucho que ver lo de Richie Grenadeau. Lo llevábamos dentro, como Owen Underhill lo de la bandeja de los Rapeloew.
A Jonesy no le hizo falta preguntar de qué se trataba. En Wyoming habían tenido todo el tiempo del mundo para ponerse al corriente de las peripecias del otro.
—Hay un poema de Francis Thompson sobre un hombre que intenta correr más que Dios —dijo Henry—. ¡Dios me libre de decir que Duddits fuera Dios! Pero siempre iba por delante. Nosotros corríamos lo más deprisa que podíamos, pero…
—No hubo manera de que saliéramos del atrapasueños —dijo Jonesy—. No lo consiguió ninguno de los cuatro. Entonces vinieron los byrum. Unas esporas gilipollas viajando en naves hechas por otra raza. ¿Solo eran eso? ¿Nada más?
—Dudo que lleguemos a saberlo. En otoño pasado solo se contestó una pregunta. Nos hemos pasado muchos siglos mirando las estrellas y preguntándonos si estamos solos en el universo. Pues ahora sabemos que no. Ya ves. Gerritsen… ¿Te acuerdas de Gerritsen?
Jonesy asintió. Por descontado que se acordaba de Terry Gerritsen, el psicólogo militar que dirigía el equipo de interrogadores de Wyoming. Gerritsen y Henry habían hecho tan buenas migas que solo les había impedido trabar auténtica amistad la situación. En Wyoming, Jonesy y Henry habían recibido muy buen trato, pero no de invitados. A pesar de ello, Henry Devlin y Terry Gerritsen eran colegas de profesión, lo cual tenía su peso.
—Gerritsen partía de que había dos respuestas, no una: que no estamos solos en el universo y que no somos los únicos seres inteligentes del universo. Yo discutí mucho para convencerle de que la segunda premisa se basaba en un error de lógica, y me parece que no llegué a convencerle, pero es posible que le hiciera dudar un poco. Aparte de todo, los byrum no son constructores de naves, y existe la posibilidad de que la raza que las hizo se haya extinguido. Hasta es posible que ahora sean los byrum.
—El señor Gray no era tonto.
—Estoy de acuerdo, pero solo desde que se te metió en la cabeza. El señor Gray eras tú, Jonesy. Te robó las emociones, los recuerdos, la afición al beicon…
—Ahora ya no como.
—No me extraña. También te robó lo básico de tu personalidad, incluidas tus rarezas subconscientes: lo que hace que te gusten las pelis de terror de Mario Bava y los westerns de Sergio Leone, lo que alucinaba con el miedo y la violencia… ¡Jo, tío, cómo le gustaba todo eso al señor Gray! Y ¿qué tiene de raro? Son herramientas primitivas de supervivencia, y él, como era el último de su especie en un entorno hostil, cogió todas las que tenía a mano.
—Eso son chorradas.
A Jonesy se le leía en la cara que no le gustaba la idea.
—No. En Hole in the Wall viste lo que esperabas ver, o sea, un extraterrestre que era un cruce de Expediente X y Encuentros en la tercera fase. Inhalaste el byrus… porque tengo claro que algo de contacto físico tuvo que haber… pero eras completamente inmune. Ahora sabemos que lo es como mínimo el cincuenta por ciento de la especie humana. Lo que se te contagió fue una intención… una especie de imperativo ciego. ¡Coño, yo qué sé! No hay palabras para describirlo, porque no hay palabras para describirlos a ellos. Pero creo que entró porque tú creías que estaba.
—¿Qué quieres decir? —dijo Jonesy, mirando a Henry por encima de la cabeza de su hijo dormido—. ¿Que casi destruyo a la especie humana por culpa de una especie de embarazo histérico?
—No, no —dijo Henry—. Si solo fuera eso, se te habría pasado. Se habría reducido a una… una amnesia transitoria. Pero la idea del señor Gray se te quedó enganchada como una mosca en una telaraña.
—Enganchada en el atrapasueños.
—Exacto.
Se quedaron callados. Pronto les avisaría Carla y comerían salchichas, hamburguesas, ensaladilla de patatas y sandía bajo el escudo azul del cielo, infinitamente permeable.
—Entonces ¿qué fue? ¿Pura coincidencia? —preguntó Jonesy—. ¿Aterrizaron en Jefferson Tract como podrían haber acabado en cualquier otro sitio, y resultó que también estaba yo? Yo y vosotros: tú, Peter y Beav. Más Duddits, ¿eh? Ten en cuenta que solo estaba doscientos o trescientos kilómetros más al sur. Porque el que nos mantenía juntos era Duddits.
—Duddits siempre fue una espada de doble filo —dijo Henry—. Uno, el de Josie Rinkenhauer: Duddits el salvador, el que encontraba gente. Otro, el de Richie Grenadeau: Duddits el asesino. Ocurre que Duddits nos necesitaba para ayudarle a matar. Estoy seguro. Éramos los que teníamos la capa de subconsciente más profunda. Suministramos el odio y el miedo: miedo de que fuera en serio la promesa de Richie Grenadeau de ir a por nosotros. Siempre tuvimos más parte oscura que Duddits. Para él, ser malo era puntuar las cartas al revés, y más que nada lo hacía para reírnos. Aunque… ¿Te acuerdas de cuando Pete le puso el gorro en los ojos, y Duddits chocó con la pared?
Jonesy se acordaba vagamente. Había sucedido fuera del centro comercial, el gran centro de atracción de sus años jóvenes. Misma mierda, diferente día.
—Luego, durante bastante tiempo, siempre que jugábamos al juego de Duddits perdía Pete. En su caso Duddits, siempre contaba al revés, sin que le diéramos más importancia. Debimos de pensar que era casualidad, pero ahora, con todo lo que sé, tiendo a dudarlo.
—¿Tú crees que hasta Duddits sabía que la venganza es muy puta?
—Lo aprendió de nosotros, Jonesy.
—Duddits le dio al señor Gray algo en que apoyar el pie. O la mente.
—Sí, pero también te dio a ti un refugio para esconderte del señor Gray. Que no se te olvide.
No, Jonesy pensó que jamás se le olvidaría.
—Por nuestro lado empezó todo con Duddits —dijo Henry—. Desde que le conocimos hemos sido raros. Ya lo sabes, Jonesy. Lo de Richie Grenadeau solo fue lo que destacaba más, pero seguro que si repasas tu vida encontrarás más cosas.
—Defuniak —murmuró Jonesy.
—¿Quién?
—El chaval que pillé copiando justo antes de mi accidente. El día del examen yo no estaba, pero le pillé.
—¿Ves? Pero al final, el círculo de ese hijo de puta gris lo rompió Duddits. Y te digo otra cosa: me parece que, estando al final de East Street, me salvó la vida Duddits. Veo muy posible que cuando el ayudante de Kurtz nos vio en la parte trasera del Humvee (me refiero a la primera vez) tuviera a Duddits en la cabeza diciéndole: «Tranqui, tío, tú a lo tuyo, que están muertos».
Jonesy, sin embargo, seguía con la idea de antes.
—¿Y tenemos que creernos que el hecho de que el byrum conectara con nosotros, habiendo tanta gente en el mundo, fue puramente aleatorio? Porque es lo que creía Gerritsen. No lo dijo, pero se notaba en su enfoque.
—¿Por qué no? Hay científicos, gente tan brillante como Stephen Jay Gould, que están convencidos de que si existe nuestra especie es por una serie de coincidencias todavía más larga e improbable.
—¿Y tú lo crees?
Henry levantó las manos. Le costaba encontrar una respuesta sin invocar a Dios, que en los últimos meses, sigiloso, había vuelto a entrar en su vida, como por la puerta trasera y en el silencio de muchas noches de insomnio. Pero ¿de veras había que invocar al deus ex máchina de toda la vida para encontrarle sentido a la cuestión?
—Lo que creo, Jonesy, es que Duddits es nosotros. L’enfant c’est moi… toi… tout le monde. Raza, especie, género; juego, set y partido. Nuestra suma es Duddits, y nuestras aspiraciones más nobles, juntas, no pasan de saber dónde está la fiambrera amarilla y aprender a ponernos bien los zapatos. Qué adegla, adegla tatilla. En un sentido cósmico, nuestras emociones más malvadas se reducen a alguien contando al revés los puntos del otro y haciéndose el tonto.
Jonesy le observaba con fascinación.
—No sé decirte si es exaltante u horrible.
—Tampoco importa.
Jonesy se lo pensó y preguntó:
—Si somos Duddits, ¿quién nos canta? ¿Quién canta la nana, y nos ayuda a dormir cuando pasamos pena y miedo?
—Ah, eso sigue haciéndolo Dios —dijo Henry.
Tuvo ganas de darse una patada. Tanto decirse que no lo soltaría, y ahí estaba.
—¿Y Dios evitó que la última comadreja se metiera en el tubo 12? Porque si llega a entrar en el agua, Henry…
Técnicamente, la última comadreja había sido la incubada dentro de Perlmutter, pero no tenía sentido ser tan tiquismiquis ni dilucidar bizantinismos.
—No te niego que hubiera sido un problema; durante unos años Boston habría pensado bastante menos en si hay que derruir el estadio de Fenway Park. Pero ¿destruirnos? Lo dudo. Para ellos éramos algo nuevo. El señor Gray lo sabía. Las grabaciones que te hicieron bajo hipnosis…
—Ni las menciones.
Jonesy había oído dos, y lo consideraba el mayor error de su estancia en Wyoming. Oírse a sí mismo hablando como señor Gray (sometido a una hipnosis profunda para «convertirse» en el señor Gray) había sido como oír a un fantasma maligno. Había ocasiones en que se consideraba la única persona de todo el planeta con una comprensión real de lo que era ser violado. Algunas cosas era mejor olvidarlas.
—Perdona.
Jonesy hizo un gesto con la mano para quitarle importancia, aunque había palidecido bastante.
—Lo único que digo es que, en mayor o menor medida, la que vive en el atrapasueños es toda nuestra especie. Suena fatal, a trascendentalismo cutre, a hueco, pero es que para esta parte tampoco tenemos palabras. Puede que a la larga tengamos que inventarnos alguna, pero de momento habrá que conformarse con «atrapasueños».
Henry giró el torso, al igual que Jonesy, que movió un poco a Noel. Encima de la puerta de la cabaña había un atrapasueños colgando. Lo había traído Henry como regalo, y Jonesy lo había colgado enseguida, como un campesino católico clavando un crucifijo en la puerta de su casa en época de vampiros.
—Quizá les atrajeras tú —dijo Henry—. O nosotros. Como cuando las flores se orientan hacia el sol, o como cuando se ponen en fila las limaduras de hierro sintiendo la atracción del imán. No podemos saberlo del todo, por lo diferente que es de nosotros el byrum.
—¿Volverán?
—Seguro —dijo Henry—. Los mismos u otros.
Miró el cielo azul de aquel día de finales de otoño. Lejos, por el embalse de Quabbin, chilló un águila.
—Pero hoy no.
—¡Chicos! —exclamó Carla—. ¡A comer!
Henry levantó a Noel de las piernas de Jonesy. Hubo un momento en que se tocaron sus manos, sus ojos y sus mentes. Hubo un momento en que vieron la línea. Henry sonrió, y Jonesy le sonrió a él. Después bajaron por los escalones y cruzaron juntos el césped, Jonesy cojeando y Henry con el niño dormido en sus brazos. Por ese momento, la única oscuridad fueron sus sombras siguiéndoles por la hierba.
Lovell, Maine
29 de mayo de 2000