1
El señor Gray recorrió casi cinco kilómetros de East Street (con barro, baches y diez centímetros de nieve reciente), hasta que se le atascó el vehículo en una falla provocada por una alcantarilla obstruida. El animoso Subaru había cruzado varios fangales al norte del dique de Goodnough, y había rascado de tal manera unas piedras que le habían arrancado el silenciador y casi todo el tubo de escape, pero la última falla fue la gota que colmó el vaso. El coche se metió de morro en la grieta y chocó con la tubería, con el motor haciendo un ruido de mil demonios, ahora que ya no tenía silenciador. El cuerpo de Jonesy se proyectó hacia adelante, trabando el cinturón de seguridad. La presión en el diafragma le obligó a vomitar en el salpicadero, pero solo escupió hilos de bilis y saliva, debido a que ya no quedaba nada sólido. Durante un momento se puso todo en blanco y negro, y el traqueteo salvaje del motor se perdió en la distancia. El señor Gray se empeñó en no perder la conciencia, aferrándose a ella con uñas y dientes, porque tenía miedo de que Jonesy aprovechara el desmayo, por breve que fuera, para recuperar el control.
El perro gimió. Seguía teniendo los ojos cerrados, pero sufría convulsiones en las patas traseras y se le movían las orejas. Tenía la barriga hinchada, y ondas le surcaban la piel. Se acercaba el momento.
Poco a poco volvieron el color y la realidad. El señor Gray respiró hondo varias veces para imponer algún rastro de serenidad a un cuerpo mareado y sin fuerzas. ¿Cuánto faltaba para llegar? Dudaba que fuera mucho, pero, si era verdad que se le había quedado atascado el coche, tendría que caminar… y el perro no podía. Tenía que seguir durmiendo, y el peligro de que despertara ya era bastante grande.
Acarició la zona de su cerebro rudimentario que controlaba el sueño, mientras se limpiaba la boca de saliva. Una parte de su mente tenía presente a Jonesy, tan recluido como antes, igual de ciego a lo de fuera, pero acechando cualquier oportunidad de sabotear la misión. Aunque pareciera increíble, otra parte de la misma mente pedía más comida: beicon, ni más ni menos que la causa de su intoxicación.
«Duerme, bonito.» Hablaba tanto al perro como al byrum. Y escuchaban ambos. Lad dejó de quejarse, y no movió las patas. El movimiento de debajo de la piel de la barriga fue haciéndose más lento… más lento… y cesó. No sería una calma duradera, pero de momento iba todo bien. Dentro de lo posible.
«Ríndete, Dorothy.»
—¡Calla! —dijo el señor Gray—. ¡Tócame los perendengues!
Dio marcha atrás al Subaru y pisó el acelerador. El estruendo del motor espantó a los pájaros de los árboles, pero no sirvió de nada. Las ruedas de delante estaban muy metidas; las de detrás giraban sin tocar el suelo.
—¡Mierda! —exclamó el señor Gray, dando un puñetazo al volante con el puño de Jonesy—. ¡Hay que joderse!
Se proyectó hacia atrás, hacia los que le perseguían, pero lo único claro que captó fue una sensación de proximidad. Había dos grupos, y el que estaba más cerca contaba con Duddits. El señor Gray le tenía miedo. Notaba que era el mayor responsable de que aquella misión se hubiera convertido en un engorro tan grande, en algo tan irritante. La cuestión era conservar la ventaja sobre Duddits. Habría sido útil conocer la distancia exacta, pero le estaban bloqueando los tres: Duddits, Jonesy y el que se llamaba Henry. Entre todos, generaban una fuerza que el señor Gray nunca había experimentado, y que le daba miedo.
—Aunque aún tengo bastante ventaja —le dijo a Jonesy saliendo del coche.
Resbaló, soltó una palabrota de Beaver y dio un portazo. Volvía a nevar. El cielo estaba lleno de copos gruesos y blancos, como de confeti; copos que aterrizaban en las mejillas de Jonesy. A duras penas consiguió el señor Gray ponerse detrás del automóvil, porque el barro estaba muy resbaladizo. Dedicó unos segundos a examinar el conducto metálico que sobresalía del fondo de la zanja donde se había quedado atascado el coche. (Hasta cierto punto, el señor Gray también había caído víctima de la curiosidad de su huésped, una curiosidad que de bien poco servía, pero que se contagiaba a velocidad de escándalo.) A continuación se desplazó hacia la puerta del copiloto, diciendo:
—A los capullos de tus amigos les voy a dar una paliza que se van a enterar.
La provocación quedó sin respuesta, pero percibía tanto a Jonesy como a los demás. Aunque estuviera callado, seguía siendo la misma espina en la garganta de antes.
Que se fuera a la mierda. El problema era el perro. Estaba a punto de salir el byrum. ¿Cómo transportar al animal?
Volvió al almacén de Jonesy. Al principio no encontró nada… hasta que apareció una imagen de «catequesis», algo que hacía Jonesy de niño para aprender sobre «Dios» y «el hijo de Dios». Por lo visto, el tal hijo había sido un byrum, creador de una cultura byrus que la mente de Jonesy identificaba al mismo tiempo como «cristianismo» y «gilipollez». La imagen, muy nítida, procedía de un libro titulado «la Biblia», y enseñaba al «hijo de Dios» llevando un cordero. Las patas delanteras del animal le colgaban al «hijo de Dios» en un lado del pecho, y las traseras en el otro.
Serviría.
El señor Gray sacó al perro dormido y se lo echó a la espalda. Ya pesaba mucho (daba rabia lo débiles que eran los músculos de Jonesy), y pesaría más cuando llegara el señor Gray a su meta. Pero llegaría.
Se internó por East Street, pisando una capa de nieve en aumento y con el collie dormido en el cuello, como una estola de piel.
2
La nieve recién caída resbalaba en grado extremo. Una vez que estuvieron en la carretera 32, Freddy no tuvo más remedio que bajar hasta sesenta y cinco kilómetros por hora. Kurtz se llevó un disgusto tan grande que tuvo ganas de gritar, pero lo peor era que Perlmutter se le escapaba por culpa de una especie de semicoma. ¡Maldición! ¡Justo cuando había entablado contacto con el objetivo de la persecución de Owen y sus nuevos amigos, el tal señor Gray!
—Está demasiado ocupado para esconderse —dijo Pearly con voz amodorrada, como a punto de dormirse—. Tiene miedo. En el caso de Underhill, jefe, no sé, pero Jonesy… Henry… Duddits… le dan miedo. Con razón, porque mataron a Richie.
—¿Qué Richie, nene?
A Kurtz le era bastante indiferente, pero quería mantener despierto a Perlmutter. Sentía que faltaba poco para que ya no les hiciera falta, pero de momento seguía siendo necesario.
—No lo… sé…
La última palabra se convirtió en ronquido. El Humvee derrapó casi en sentido lateral. Freddy soltó una palabrota, peleó con el volante y consiguió recuperar el control justo antes de que el vehículo acabara en la cuneta. Kurtz no se fijó. Inclinado, dio a Perlmutter una bofetada muy fuerte en la mejilla. Al mismo tiempo pasaron al lado de la tienda con la foto del embalse en el escaparate.
—¡Aaaay! —Los párpados de Pearly temblaron y se abrieron. Ahora tenía amarillento lo blanco de los ojos, cosa que a Kurtz le importaba tan poco como el tal Richie—. ¡Jefe, no me…!
—¿Dónde están?
—El agua —dijo Pearly sin fuerzas, con voz de inválido malhumorado. Su barriga, cubierta por la chaqueta, era una montaña que de vez en cuando se movía. De nueve meses, pensó Kurtz—. El aaa…
Volvieron a cerrársele los ojos, y Kurtz volvió a levantar la mano para otra bofetada.
—Déjele que duerma —dijo Freddy.
Kurtz le miró con las cejas arqueadas.
—Debe de referirse al embalse. En ese caso ya no le necesitamos. —Señaló las huellas de las ruedas de los pocos coches que les habían precedido por la 32 en el transcurso de la tarde. En contraste con lo blanco de la nieve fresca, estaban muy negras—. Hoy, arriba, no habrá nadie aparte de nosotros, jefe. Nadie.
—Dios mediante. —Kurtz se recostó en el asiento, cogió la pistola de nueve milímetros, la miró y volvió a meterla en la funda—. Dime una cosa, Freddy.
—Si puedo…
—Cuando se haya acabado todo esto, ¿te apetecería ir a México?
—No estaría mal. Mientras no bebamos agua del grifo…
Kurtz estalló en carcajadas y dio una palmada en el hombro de Freddy, a cuyo lado estaba Archie Perlmutter, cada vez en un coma más profundo. En el tramo final de su intestino, dentro de un amasijo de comida desechada y células muertas, se abrieron por primera vez unos ojos negros.
3
Dos postes de piedra señalaban la entrada a la extensa zona natural del embalse de Quabbin. A partir de ellos, la carretera se reducía a un solo carril, y Henry tuvo la sensación de estar completando un círculo. No era Massachusetts, era Maine, y, aunque el letrero atestiguara que entraban en el Quabbin, en realidad volvía a ser Deep Cut Road. Era una sensación tan poderosa que hasta miró el cielo gris con cierta previsión de encontrar luces moviéndose. En lugar de las luces, lo que vio fue un águila calva volando tan bajo que casi se podía tocar. El ave se posó en la rama inferior de un pino y les vio pasar.
Duddits separó la cabeza del cristal frío y dijo:
—Ora ezeñó Gue camina.
El corazón de Henry dio un brinco.
—¿Has oído, Owen?
—Sí —dijo Owen, y aceleró un poco más.
La nieve medio deshecha de la calzada presentaba el mismo peligro que el hielo. Ahora que habían abandonado las carreteras estatales, solo quedaba un carril que llevara hacia el norte, hacia el embalse.
Ahora dejaremos rastro, pensó Henry. Si Kurtz llega hasta aquí, no le hará falta telepatía.
Duddits gimió, se tocó la barriga y tiritó de pies a cabeza.
—Eni, etoy enfemo. Duddi tanfemo.
Henry le acarició la frente sin pelo, y no le gustó que estuviera tan caliente. ¿Y ahora? Casi seguro que lo siguiente serían ataques. Con lo flojo que estaba Duddits, no sobreviviría a uno grave. En el fondo era lo mejor que podía pasarle, pero la idea era dolorosa. Henry Devlin, el aspirante a suicida. Y, al final, la oscuridad no se lo tragaba a él, sino a sus amigos, uno por uno.
—Tranquilo, Duds, que falta poco.
No obstante, intuía que ese poco era lo peor.
Volvieron a abrirse los ojos de Duddits.
—Ezeñó Gue… zatacao.
—¿Qué? —preguntó Owen—. No lo he entendido.
—Dice que el señor Gray se ha atascado —contestó Henry, que acariciaba la frente de Duddits deseando que hubiera pelo y acordándose de cuando lo había. El pelo rubio de Duddits, tan bonito. Su llanto les había dolido, se les había clavado en la cabeza como un cuchillo desafilado, pero ¡qué felices les hacía su risa! Oyendo reír a Duddits Cavell, volvían a creerse los cuentos chinos de toda la vida: que era buena la vida, que tenía sentido vivir, tanto de niños como de adultos. Que, además de oscuridad, había luz.
—Y ¿por qué no tira el perro al embalse, que sería más fácil? —preguntó Owen, con una voz que delataba fatiga—. ¿Por qué considera que tiene que hacer todo el camino hasta el tubo 12? ¿Solo porque lo hizo la rusa?
—No creo que el embalse sea bastante seguro para sus intenciones —dijo Henry—. Habría sido suficiente la torre-depósito, pero el acueducto aún es mejor. Es un intestino de cien kilómetros de largo, y el tubo 12 es la garganta. Duddits, ¿podemos cogerle?
Duddits le miró con unos ojos de cansancio extremo y sacudió la cabeza. El disgusto hizo que Owen se golpeara la pierna. Duddits se humedeció los labios y susurró dos palabras roncas. Owen las oyó, pero sin entenderlas.
—¿Qué? ¿Qué ha dicho?
—«Solo Jonesy».
—¿Qué quiere decir? «Solo Jonesy» ¿qué?
—Supongo que solo puede pararle Jonesy.
El Humvee volvió a derrapar, y Henry se cogió al asiento. Sintió una mano fría encima de la suya. Duddits le miraba con una intensidad desesperada. Intentó decir algo, pero sufrió otro espasmo de tos. Algunas gotas de sangre que le salían por la boca eran bastante más claras, espumosas y casi rosadas. Henry pensó que era sangre de los pulmones. En pleno ataque de tos, Duddits no aflojaba su presión sobre la mano de Henry.
—Piénsamelo —dijo Henry—. ¿Puedes pensármelo, Duds?
Al principio, la única respuesta fueron la mano fría y la mirada fija de Duddits. Después desaparecieron tanto él como el interior caqui del Humvee, con su vago olor a cigarrillos fumados a escondidas. En su lugar, Henry ve un teléfono de pago de los de antes, con varias ranuras encima para las monedas de veinticinco, de diez y de cinco. Un murmullo de voces y un clac clac extrañamente familiar. Al poco rato comprende que es el de las fichas en el damero. Está viendo el teléfono de monedas de la tienda de Gosselin, el que usaron para llamar a Duddits después de la muerte de Richie Grenadeau. Su autor material fue Jonesy, porque era el único con número de teléfono para cargar la llamada. Los otros se reunieron alrededor sin quitarse la chaqueta, por el frío que hacía dentro de la tienda. El carcamal de Gosselin no quería malgastar la leña, y eso que vivía en pleno bosque, rodeado de árboles. ¡Qué tocada de cojones! Encima del teléfono hay dos letreros. En uno pone: POR FAVOR, LIMITEN LAS LLAMADAS A 5 MIN. En el otro…
Se oyó un impacto. Duddits se vio proyectado contra el respaldo del asiento de Henry, y este contra el salpicadero. Sus manos se soltaron. Owen había salido de la carretera. Estaban en la cuneta con las huellas del Subaru delante, aunque empezaba a borrarlas la nieve.
—¡Henry! ¿Estás bien?
—Sí. ¿Tú estás bien, Duds?
Duddits asintió, pero la mejilla donde se había dado el golpe se le estaba poniendo negra más deprisa de lo normal. Cosas de la leucemia.
Owen redujo la transmisión del Humvee y empezó a subir por la zanja. El vehículo se había inclinado mucho, pero, en cuanto lo puso en marcha Owen, respondió la mar de bien.
—Ponte el cinturón, pero pónselo primero a él.
—Intentaba decirme a…
—Me importa un pepino lo que intentara decirte. Esta vez no nos ha pasado nada, pero a la siguiente quizá demos una vuelta de campana. Ponle a él el cinturón, y después ponte el tuyo.
Henry obedeció pensando en el otro letrero de encima del teléfono de monedas. ¿Qué ponía? Algo sobre Jonesy. Ahora el único que podía detener al señor Gray era Jonesy. Palabra de Duddits. Amén.
¿Qué ponía en el otro letrero?
4
Owen no tuvo más remedio que bajar a treinta y pocos kilómetros por hora. Le ponía histérico ir tan lento, pero ahora nevaba mucho y la visibilidad era casi igual a cero.
Justo antes de que desaparecieran del todo las huellas del Subaru, encontraron el propio automóvil metido de morros en una zanja transversal hecha por el agua, con la puerta del copiloto abierta y las ruedas traseras en el aire.
Owen pisó el freno de emergencia, sacó la pistola y abrió la puerta.
—Tú quédate, Henry —dijo al salir.
Corrió agachado hacia el Subaru.
Henry se desabrochó el cinturón y se giró hacia Duddits, que ahora estaba reclinado en el asiento trasero y respiraba con dificultad. Solo permanecía sentado gracias al cinturón. Tenía una mejilla amarillenta, como de cera, mientras que la otra se había inundado de sangre debajo de la piel. Volvía a sangrarle la nariz, y se le habían empapado de rojo los algodones que tenía metidos en los agujeros.
—Lo siento mucho, Duds —dijo Henry—. Esto es una tocada de cojones.
Duddits asintió y levantó los brazos. Solo pudo mantenerlos en alto unos segundos, pero a Henry le pareció evidente el significado del gesto. Henry abrió la puerta y salió justo cuando volvía corriendo Owen, que ahora llevaba la pistola metida en el cinturón. Caía tal cortina de nieve, y eran tan enormes los copos, que costaba respirar.
—¿No tenías que quedarte dentro? —dijo Owen.
—Solo quería ir detrás, con él.
—¿Por qué?
Henry habló con bastante serenidad, a pesar de que le temblaba un poco la voz.
—Porque se está muriendo —dijo—. Se está muriendo, pero me parece que primero tiene que decirme algo.
5
Owen miró por el retrovisor, vio a Henry abrazando a Duddits, vio que llevaban los dos el cinturón puesto y se abrochó el suyo.
—Sujétale fuerte —dijo—, que esto va a dar un salto de la hostia.
Retrocedió una treintena de metros, cambió de marcha y avanzó hacia el espacio que había entre el Subaru abandonado y la cuneta de la derecha. En aquel lado parecía un poco más estrecha la falla transversal.
En efecto, el salto fue la hostia. A Owen se le trabó el cinturón de seguridad, y vio saltar el cuerpo de Duddits entre los brazos de Henry. La cabeza calva de Duddits rebotó en el pecho de Henry. Después la zanja quedó a sus espaldas, y volvían a circular por East Street. A Owen le estaba costando mucho ver las últimas huellas fantasmales de calzado en la cinta blanca de la carretera. El señor Gray iba a pie, y ellos todavía estaban motorizados. Si pudieran darle caza antes de que el muy cerdo cortara por el bosque…
Pero no pudieron.
6
Haciendo un último y tremendo esfuerzo, Duddits levantó la cabeza, y Henry quedó consternado al ver que ahora también se le llenaban de sangre los ojos.
Clac. Clac clac. Risas secas de viejos viendo realizar a alguien el mítico triple salto. Poco a poco volvió a flotar el teléfono en su campo de visión, y los letreros de encima.
—No, Duddits —susurró Henry—. No te esfuerces. Ahorra energías.
Energías, pero, si no para aquello, ¿para qué?
El letrero de la derecha: POR FAVOR, LIMITEN LAS LLAMADAS A 5 MIN. Olor a tabaco, olor al humo de la estufa y la salmuera de los pepinillos. Los brazos de sus amigos rodeándole.
Y el letrero de la derecha: LLAMA AHORA MISMO A JONESY.
—Duddits… —Su voz flotando en la oscuridad. Su vieja amiga—. Es que no sé cómo, Duddits.
Por última vez, cansadísima pero serena, le llegó la voz de Duddits:
«Deprisa, Henry. Me queda muy poco aguante. Tienes que hablar con él.»
Henry levanta el auricular. Piensa algo tan absurdo (pero ¿no es absurda toda la situación?) como que no tiene cambio… ni una mísera moneda de cinco. Se pone el auricular en la oreja.
Se oye la voz de Roberta Cavell, seria, impersonal:
—Hospital General de Massachusetts. ¿Qué desea?
7
El señor Gray empujaba el cuerpo de Jonesy por el sendero que nacía al final de East Street y recorría la orilla este del embalse. Resbalaba, se caía, cogía las ramas, volvía a levantarse… Las rodillas de Jonesy estaban llenas de arañazos, y sus pantalones de agujeros y sangre. Le ardían los pulmones, y le latía el corazón como un martillo pilón. Sin embargo, lo único que le preocupaba era la cadera de Jonesy, la que se había roto en el accidente. Era como una bola de calor y palpitaciones que irradiaba dolor tanto en el muslo y la rodilla como en la mitad inferior de la espalda, por la columna. El peso del perro empeoraba la situación. Seguía durmiendo, pero lo de dentro estaba muy despierto y solo lo retenía la voluntad del señor Gray. En una ocasión, al levantarse, la cadera se atascó del todo y, para conseguir que se soltara, el señor Gray tuvo que darle varios golpes mediante el puño de Jonesy, con el guante interpuesto. ¿Cuánto faltaba? ¿Qué trecho de aquella nieve maldita, asfixiante, deslumbrante e interminable quedaba por cubrir? ¿Y Jonesy? ¿Qué hacía? ¿Hacía algo? El señor Gray no se atrevía a dejar suelta el hambre voraz del byrum (no tenía nada remotamente parecido a un cerebro), aunque solo fuera para acercarse a la puerta del despacho y escuchar.
Apareció una silueta fantasmal sobre la nieve. El señor Gray detuvo sus pasos y la miró sin respirar. Después hizo el esfuerzo de seguir caminando, sujetando las patas inertes del perro y arrastrando el pie derecho de Jonesy.
Había un letrero clavado al tronco de un árbol: TERMINANTEMENTE PROHIBIDA LA PESCA DESDE LA CASETA. Otros quince metros y se desviaban unos escalones del camino. Había seis… no, ocho, y llevaban a la edificación de muros y base de piedra que se proyectaba en la nada gris donde estaba el embalse. Sobre el latido acelerado y laborioso de su corazón, los oídos de Jonesy captaron un ruido de olas chocando con piedra.
Había llegado.
Con el perro bien sujeto, y usando las últimas fuerzas de Jonesy, el señor Gray se tambaleó por la nieve, escalón a escalón.
8
Cuando pasaron entre los postes de piedra que marcaban el ingreso al embalse, dijo Kurtz:
—Para, Freddy. Ponte en el arcén.
Freddy no cuestionó sus órdenes.
—¿Tienes la automática, nene?
Freddy la levantó. Una M-16 de toda la vida, de eficacia y fidelidad demostrada. Kurtz asintió.
—¿Pistola?
—Una Magnum, jefe.
Y Kurtz la nueve milímetros, su favorita para trabajar de cerca. Era como quería trabajar: de cerca. Quería ver qué color tenían los sesos de Owen Underhill.
—Freddy.
—Sí, jefe.
—Solo quería decirte que es mi última misión, y que no podría tener mejor compañero.
Levantó la mano y le dio a Freddy un apretón en el hombro. Al lado de Freddy, Perlmutter roncaba boca arriba. Unos cinco minutos antes de llegar a los pilares de piedra, se había tirado varios pedos largos y de peste espectacular. Luego había vuelto a deshinchársele la barriga, suponía Kurtz que por última vez.
Entretanto, los ojos de Freddy habían adquirido un brillo de gratitud. Kurtz estaba encantado. Por lo visto no había perdido del todo sus facultades.
—Bueno, chavalín —dijo Kurtz—, pues a toda pastilla. ¿Oído?
—Sí, señor.
Kurtz consideró que ya no había objeciones al «señor». Ya podían olvidarse de los protocolos de la misión. Ahora eran dos forajidos cabalgando por las montañas de Massachusetts, como la banda de Bradley.
Freddy señaló a Perlmutter con el pulgar, haciendo una mueca de evidente asco.
—¿Quiere que intente despertarle, señor? Quizá ya no se pueda, pero…
—¿Para qué? —preguntó Kurtz sin soltar el hombro de Freddy. Señaló a través del parabrisas, hacia donde la ruta de acceso se fundía en una pared blanca: la nieve. Aquella nieve de mil demonios que les había perseguido sin descanso, como la puta muerte pero de blanco en vez de negro. Ahora ya no se veía ni rastro del paso del Subaru, pero seguían apreciándose las huellas del Humvee que había robado Owen. Seguirlas sería pan comido, Dios mediante y yendo deprisa—. Creo que ya no nos hace ninguna falta, y me alegro. Venga, Freddy, arranca.
El Humvee dio un par de coletazos y enderezó el rumbo. Kurtz sacó la nueve milímetros y se la aplicó a la pierna. Voy a por ti, Owen. Te voy a coger, chaval. Y te aconsejo que tengas preparado lo que quieras decirle a Dios, porque no tardarás ni una hora en recitárselo.
9
El despacho, tan bien amueblado y decorado (con materiales de su cerebro y memoria), se caía a pedazos.
Jonesy cojeaba sin descanso por la habitación, mirándola y apretando tanto los labios que se le habían puesto blancos. Tenía la frente sudada, a pesar de que hacía un frío de cojones.
No era la caída de la casa Usher, sino la caída del despacho de Jonesy. Debajo hacía tanto ruido la caldera que Jonesy sentía temblar el suelo. Entraban cosas blancas por la rejilla (quizá fueran cristales de hielo), dejando en la pared un triángulo de polvillo. Su efecto sobre el forro de madera era doble: la pudría y la alabeaba. Fueron cayéndose los cuadros al suelo, como si se suicidasen. La silla Eames (la que siempre había soñado tener) se partió en dos como si le hubieran asestado un hachazo invisible. Las planchas de caoba de las paredes empezaron a resquebrajarse y a desprenderse como piel muerta. Los cajones del escritorio cayeron uno a uno al suelo. Las persianas que había instalado el señor Gray para taparle la visión del mundo exterior vibraban con un ruido metálico incesante que a Jonesy le daba dentera.
No habría servido de nada llamar a gritos al señor Gray y preguntarle qué ocurría. Por otro lado, Jonesy tenía toda la información que necesitaba. Había hecho perder tiempo al señor Gray, pero este no solo le había plantado cara, sino que le había vencido. Hurra por el señor Gray, que, o bien había alcanzado su meta, o estaba a punto de alcanzarla. La caída de los paneles de madera dejaba a la vista el pladur sucio de debajo: las paredes del despacho de Tracker Hermanos tal como lo habían visto cuatro chavales en 1978, muy juntos y con la frente en el cristal, mientras su nuevo amigo, que les había hecho caso y se había quedado detrás, esperaba que acabasen y le llevaran a casa. Se desprendió otra placa y se cayó de la pared con ruido de papel rompiéndose. Debajo había un tablón de anuncios, solo con una foto Polaroid. No era ninguna guapa oficial del instituto, no era Tina Jean Schlossinger, sino una mujer cualquiera con la falda levantada hasta las bragas. Qué tontería. De repente se arrugó la alfombra como si fuera piel, descubriendo las baldosas sucias de Tracker Hermanos, así como una serie de renacuajos blancos, condones de parejas que venían a follar bajo la mirada de desinterés de la mujer de la foto, que no era nadie en concreto, solo el producto de un deseo hueco.
Jonesy daba vueltas cojeando. Desde los primeros días del accidente no había vuelto a dolerle tanto la cadera, y se comprendía: la tenía llena de astillas y cristales rotos, y le dolían una barbaridad los hombros y el cuello. En su último sprint, el señor Gray le estaba matando el cuerpo sin poder evitarlo Jonesy.
Al atrapasueños no le había pasado nada, aunque se balanceaba con trayectorias pronunciadísimas. Jonesy lo miró fijamente. Había pensado que quería morirse, pero no de aquella manera ni en aquel despacho apestoso. Fuera, en una ocasión, habían hecho algo bueno, casi noble. Morirse dentro, observado con indiferencia y una capa de polvo por la mujer del tablón… le parecía una injusticia. Sin entrar en lo que se mereciese el resto del mundo, él, Gary Jones, de Brookline, Massachusetts (antes de Derry, Maine, y últimamente de Jefferson Tract), se merecía algo mejor.
—¡Por favor, que esto no me lo merezco! —exclamó a la telaraña que se balanceaba encima. Entonces sonó el teléfono en el escritorio medio desmontado.
Jonesy giró sobre sus talones, y el dolor de cadera, brutal y con muchas ramificaciones, le arrancó un gemido. Antes había llamado a Henry con el teléfono de su despacho, el azul. Ahora el de la superficie quebrada de la mesa era un trasto negro de los de disco, con una pegatina donde ponía QUE LA FUERZA TE ACOMPAÑE. Era el de su habitación de niño, el regalo de cumpleaños de sus padres. 949-7784, el número donde había cargado la llamada a Duddits.
Se abalanzó sobre el aparato olvidándose del dolor de cadera, y rezando por que no se desintegrase y se desconectase la línea antes de poder contestar.
—¿Diga? ¡Diga!
La vibración, las sacudidas del suelo le hacían balancearse. Ahora se movía todo el despacho como un barco en mala mar.
Esperaba cualquier voz menos la de Roberta.
—Un momento, doctor. Le paso una llamada.
Un clic tan fuerte que le dolió la cabeza, seguido por nada, silencio. Jonesy gimió, pero, justo cuando iba a colgar, oyó otro clic.
—¿Jonesy?
Era Henry. Se le oía muy mal, pero seguro que era él.
—¿Dónde estás? —bramó Jonesy—. ¡Henry, coño, que se me cae todo encima! ¡Y yo estoy igual, cayéndome a trozos!
—Te llamo desde la tienda de Gosselin —dijo Henry—. Bueno, no. Tú tampoco estás donde estás. Estamos en el hospital donde te ingresaron después de que te atropellaran… —Ruido en la línea, un zumbido. Después volvió a oírse la voz de Henry, cada vez más cercana y más fuerte. En medio de aquella desintegración, sonaba a salvavidas—. ¡… tampoco es donde estás!
—¿Qué?
—¡Jonesy, estamos dentro del atrapasueños! ¡Siempre hemos estado dentro, desde 1978! ¡El atrapasueños es Duddits, pero se está muriendo! Todavía aguanta, pero no sé cuánto…
Otro clic seguido por otro zumbido duro y eléctrico.
—¡Henry! ¡Henry!
—¡… salir! —La voz de Henry volvía a oírse mal, y tenía un tono desesperado—. ¡Tienes que salir, Jonesy! ¡Reúnete conmigo! ¡Corre por el atrapasueños y reúnete conmigo! ¡Aún estamos a tiempo! ¡Aún podemos darle una paliza al muy hijo de puta! ¿Me oyes? Aún…
Se oyó otro clic y se cortó la comunicación. El teléfono de su infancia se partió por la mitad y vomitó un amasijo absurdo de cables. Todos eran naranjas, todos contaminados de byrus.
Jonesy soltó el auricular y levantó la mirada hacia el atrapasueños, telaraña efímera. Según lo que acababa de decirle Henry por teléfono, no estaban donde creían estar.
Estaban dentro del atrapasueños.
Se fijó en que el que daba vueltas sobre las ruinas del escritorio tenía cuatro radios simétricos saliendo del centro. Los cuatro unían muchos hilos, pero lo que les unía a ellos era el centro, el núcleo de donde emergían.
«¡Corre por el atrapasueños y reúnete conmigo! ¡Aún estamos a tiempo!»
Jonesy dio media vuelta y corrió hacia la puerta.
10
El señor Gray también estaba delante de una puerta, la de la caseta del tubo, y estaba cerrada con llave. Teniendo en cuenta lo que le había ocurrido a la rusa, no le sorprendió. Jonesy disponía de una expresión que ni pintada: cerrar la puerta del establo después del robo del caballo. Con un kim habría sido fácil. El señor Gray no tenía ninguno, pero tampoco estaba muy nervioso. Había descubierto que uno de los efectos secundarios más interesantes de tener emociones era que obligaban a pensar con antelación y confeccionar planes, para que en caso de que saliera algo mal no se desencadenara un ataque emocional en toda regla. Quizá fuera uno de los motivos por los que habían sobrevivido tanto tiempo aquellos seres.
La propuesta de Jonesy de renunciar a la misión (había usado la palabra «nacionalizarse», que para el señor Gray tenía resonancias de misterio y exotismo) no acababa de borrársele de la cabeza, pero el señor Gray la apartó. Cumpliría su misión, su obligación, ahí mismo. Después… a saber. Quizá se dedicara a los bocadillos de beicon, o a lo que identificaba el cerebro de Jonesy como «cóctel». Se trataba de una bebida fría y refrescante que mareaba un poco.
Llegó una ráfaga de viento del embalse y le arrojó nieve deshecha a la cara, provocando una ceguera momentánea. Tuvo el efecto de un golpe hecho con una toalla mojada: devolverle al presente, a la misión inconclusa.
Se desplazó hacia la izquierda de la losa rectangular de granito que había delante de la puerta, resbaló y cayó de rodillas, ignorando el dolor de la cadera de Jonesy. No había hecho un camino tan largo (años luz negros y kilómetros blancos) para rodar por los escalones y partirse el cuello, o caerse al Quabbin y morir de hipotermia en aquella agua tan fría.
Se inclinó hacia el lado izquierdo de la losa, apartó la nieve y palpó la base de piedra buscando un pedazo suelto. Al lado de la puerta había ventanas, y eran estrechas, pero no demasiado.
La cortina de copos medio deshechos amortiguaba los sonidos. A pesar de ello, oyó acercarse un motor. Era el segundo que oía, pero el de antes ya había parado. Debía de haberse quedado al final de East Street. Venían, pero era demasiado tarde. Había casi dos kilómetros de sendero resbaladizo e invadido por la maleza. Cuando llegaran, el perro ya estaría dentro del tubo, ahogándose y trasladando el byrum al acueducto.
Encontró una piedra suelta y la extrajo con cuidado, a fin de que no se le cayera de los hombros el cuerpo palpitante del perro. Después retrocedió de rodillas del borde e intentó levantarse, pero al principio no pudo. Había vuelto a tensarse la bola de la cadera de Jonesy. Al final consiguió apoyarse en las dos piernas, aunque al precio de un dolor increíble que parecía subir hasta los dientes y las sienes.
Se quedó de pie, levantando un poco la pierna derecha de Jonesy como un caballo con una piedra en el casco, y apoyándose en la puerta cerrada de la caseta. En cuanto el dolor remitió un poco, usó la piedra para romper el cristal de la ventana de la izquierda e infligió algunos cortes en la mano de Jonesy, uno de ellos profundo, pero les hizo tan poco caso como al hecho de que en la parte de arriba del marco hubieran quedado varios trozos rotos de cristal, que colgaban sobre la inferior como una guillotina. Tampoco notó que Jonesy se hubiera decidido a salir de su refugio.
El señor Gray se metió por la ventana, aterrizó en el suelo de cemento frío y miró alrededor.
Se hallaba en una habitación rectangular de unos diez metros de largo. Al fondo había una ventana que en días despejados debía de ofrecer un panorama espectacular del embalse, pero que ahora estaba blanca, como si le hubieran colgado una sábana por fuera. Al lado de la ventana había una especie de cubo enorme de metal manchado de rojo. No era byrus, sino un óxido que Jonesy identificaba como «herrumbre». Supuso el señor Gray, sin estar del todo seguro, que servía para bajar hombres por la tubería en casos de emergencia.
La tapadera de hierro, con más de un metro de diámetro, estaba en pleno centro de la habitación, bien encajada. El señor Gray vio el agujero cuadrado del borde e inspeccionó la estancia. En la pared había unas cuantas herramientas, entre ellas una que estaba rodeada por trozos de cristal de la ventana rota: una palanca. Caía dentro de lo posible que fuera la misma que había usado la rusa para los preparativos del suicidio.
Por lo que dicen, pensó el señor Gray, para San Valentín los de Boston se beberán el byrum con el café del desayuno.
Cogió la palanca, fue hacia el centro de la sala cojeando y con muchos dolores, precedido por la nube blanca de su respiración, e introdujo el extremo de la herramienta, en forma de espátula, en la ranura de la tapadera.
Encajaba a la perfección.
11
Henry cuelga el teléfono, respira hondo, aguanta la respiración… y corre hacia la puerta donde pone dos cosas: despacho y privado.
—¡Eh! —dice Reenie Gosselin, que está sentada delante de la caja—. ¡Vuelve, chaval, que no se puede entrar!
Henry sigue corriendo a la misma velocidad, pero al entrar por la puerta se da cuenta de que es un chaval, en efecto, como mínimo treinta centímetros más bajo que de adulto, y que lleva gafas, pero mucho menos gruesas que con el paso de los años. Es un chaval, pero debajo de todo aquel pelo (que, para cuando cumpla los treinta, habrá clareado un poco) hay un cerebro de adulto. Dos en uno, piensa, e irrumpe en el despacho de Gosselin riendo como loco, como en los viejos tiempos, cuando los hilos del atrapasueños estaban cerca del centro y Duddits les movía las clavijas. Casi me meo de risa, decían. Casi me meo.
Conque entra en el despacho, pero no es el mismo donde un tal Owen Underhill le reproducía a alguien que no se llamaba Abraham Kurtz una cinta de los grises hablando con voces de famosos, sino un pasillo, un pasillo de hospital, y a Henry no le sorprende en absoluto. Es el General de Massachusetts. Ha conseguido llegar.
Hay más humedad y hace más frío que en un pasillo de hospital normal, y las paredes están salpicadas de byrus. En alguna parte se queja una voz: «No quiero que vengas tú, no quiero que me den una inyección, quiero a Jonesy. Jonesy conocía a Duddits, Jonesy se murió, se murió en la ambulancia; Jonesy es el único que me sirve. No vengas. Quiero a Jonesy».
Henry, sin embargo, no piensa renunciar. Es la muerte, astuta y vieja, y no piensa renunciar. Tiene trabajo.
Camina por el pasillo sin que le vea nadie, y hace tanto frío que le sale vaho de la boca. Es un chaval con una chaqueta naranja que pronto se le quedará pequeña. Piensa que ojalá tuviera su escopeta, la que le prestaba el padre de Pete, pero ya no existe, se ha quedado atrás, enterrada en los años, como el teléfono de Jonesy con la pegatina de La guerra de las galaxias (qué envidia les daba), y la chaqueta de Beaver con las cremalleras, y el jersey de Pete con el logo de la NASA en el pecho. Enterrados en los años. Hay sueños que mueren y se desprenden: se trata de otra de las verdades amargas de la vida. Cuántas verdades amargas.
Pasa al lado de dos enfermeras que hablan y se ríen. Una de las dos es Josie Rinkenhauer, y la otra la mujer de la foto Polaroid que vieron por la ventana del despacho de Tracker Hermanos. No le ven porque para ellas no está. Ahora está dentro del atrapasueños, corriendo por el hilo en dirección al centro.
Henry siguió yendo por el pasillo hacia donde se oía la voz del señor Gray.
12
Kurtz lo oyó con claridad por la ventanilla rota. Era el tartamudeo de un fusil automático, suscitando una vieja sensación de desasosiego e impaciencia: la rabia de que hubiera empezado el tiroteo sin él, y el miedo de que acabara antes de llegar, y de que solo quedaran los heridos pidiendo a gritos un médico.
—Acelera, Freddy.
Justo delante de Kurtz, Perlmutter, comatoso, roncaba más fuerte que antes.
—Esto resbala bastante, jefe.
—Da igual, acelera. Tengo la sensación de que casi hemos…
Vio una mancha rosada en la cortina blanca y limpia de la nieve, una mancha difusa como la sangre de un corte en la cara filtrándose por la espuma de afeitar. A los pocos segundos tenían delante el Subaru con el morro hundido y las ruedas en el aire. En los instantes que siguieron, Kurtz retiró cualquier idea desfavorable que le hubieran merecido las facultades de conducción de Freddy. Su subordinado se limitó a girar el volante a la derecha y pisar el acelerador cuando empezaba a derrapar el Humvee. El voluminoso vehículo ganó agarre, saltó sobre la falla de la carretera y chocó con el suelo. Fue una sacudida tan brutal que Kurtz se dio un golpe en la cabeza y vio una lluvia de estrellas. Los brazos de Perlmutter se zarandearon como brazos de cadáver. El movimiento echó su cabeza hacia atrás, y después hacia adelante. El Humvee pasó tan cerca del Subaru que le arrancó el tirador de la puerta del copiloto. Después siguió rodando a toda pastilla, por huellas relativamente frescas pero solo de un vehículo.
Me tienes casi encima, Owen, pensó Kurtz. ¿No notas mi aliento en la nuca?
Lo único que le preocupaba era la ráfaga de disparos. ¿Qué había sido? Fuera lo que fuera, no se repitió.
Otra mancha en la nieve a algunos metros. Esta vez era verde. El otro Humvee. Seguro que habían bajado, pero…
—Frena y carga —dijo Kurtz a Freddy con voz apenas estridente—. Va siendo hora de que pague alguien el pato.
13
Cuando Owen llegó al punto donde finalizaba East Street (o se convertía en la sinuosa Fitzpatrick Road, según se mirara), oía detrás a Kurtz y suponía que Kurtz le oía a él, porque, aunque los Humvee no hicieran tanto ruido como las Harley, no podía decirse que fueran silenciosos.
Se había perdido el rastro de las pisadas de Jonesy, pero seguía viéndose el sendero que nacía en la carretera y proseguía por la orilla del embalse.
Apagó el motor.
—Henry, parece que vamos a tener que ca…
Dejó la frase a medias. Se había estado concentrando demasiado en conducir para mirar, no ya atrás, sino por el retrovisor, y lo que vio le pilló por sorpresa. Sorpresa y susto.
Henry y Duddits estaban enlazados en lo que Owen, al principio, interpretó como un abrazo mortal, con las mejillas juntas, los ojos cerrados y las caras y chaquetas manchadas de sangre. No vio que respirara ninguno de los dos, y creyó que habían muerto al mismo tiempo, Duddits de leucemia y Henry… a saber, quizá de un infarto debido al agotamiento y la tensión constante de las últimas treinta y pico horas. Entonces detectó un temblor casi imperceptible en los párpados. Los cuatro.
Abrazados, manchados de sangre, pero vivos. Durmiendo.
Soñando.
Owen se dispuso a repetir el nombre de Henry, pero cambió de idea. Henry se había negado a salir del recinto de Jefferson Tract sin liberar a los reclusos. ¿Que les había salido bien el plan? Sí, pero por pura suerte… o gracias a la providencia, para quien creyera en ella. El caso era que tenían a Kurtz en los talones, que Kurtz se les había pegado como una sanguijuela, y que ahora estaba mucho más cerca que si Owen y Henry se hubieran satisfecho con escapar disimuladamente al amparo de la tormenta.
Bueno, no me arrepiento, pensó al abrir la puerta y salir al exterior. Llegó del norte el grito de un águila quejándose del mal tiempo, y del sur el ruido de Kurtz, el loco y pesado de Kurtz, acercándose. No se podía saber a qué distancia estaba, por culpa de la nieve de los huevos. Caía tanta, y tan deprisa, que despistaba al oído. Podía estar tanto a tres kilómetros como mucho más cerca. Seguro que Kurtz iba con el gilipollas de Freddy, el soldado perfecto, el doble infernal de Dolph Lundgren.
Entre resbalones y palabrotas, Owen rodeó el vehículo y abrió la puerta trasera con la previsión de encontrar armas automáticas y la esperanza de que hubiera un lanzacohetes portátil. No había lanzacohetes ni granadas, sino cuatro fusiles automáticos MP5 y una caja con cartucheras largas, de las de ciento veinte proyectiles.
En el recinto se había sometido a las reglas de Henry, con el resultado, supuso, de unas cuantas vidas salvadas, pero ahora lo haría a su manera. Si no estaba saldada la deuda de la bandeja de los Rapeloew, no había más remedio que vivir con ese peso; mucho o poco, dependiendo de que Kurtz se saliera con la suya.
Henry dormía, estaba inconsciente o se había fusionado con su amigo en una extraña mezcla mental. Mejor. Despierto, quizá protestara contra lo que había que hacer, sobre todo si tenía razón en que su amigo aún estaba vivo y se escondía en la mente del extraterrestre al mando. En cambio Owen no tenía reparos… y, ahora que se le había pasado la telepatía, tampoco oiría a Jonesy pidiendo que no le matara (suponiendo que siguiera dentro). La Glock era buena arma, pero no del todo de fiar.
La MP5 destrozaría el cuerpo de Gary Jones.
Owen cogió una y se metió tres cartucheras de reserva en los bolsillos de la chaqueta. Kurtz ya estaba muy cerca, muchísimo. Se volvió para mirar East Street, temiendo presenciar la materialización de un fantasma marrón y verde (el segundo Humvee), pero de momento no aparecía. Gracias a Dios, habría dicho Kurtz.
Las ventanillas del Humvee ya tenían una capa de hielo, pero, al pasar deprisa al lado del vehículo, Owen reconoció las siluetas borrosas de los dos ocupantes del asiento trasero. Seguían abrazados.
—Adiós —dijo—. Que descanséis.
Y, si tenían suerte, seguirían dormidos cuando llegaran Kurtz y Freddy y acabaran con sus vidas antes de emprender la persecución de su presa principal.
Owen frenó de manera tan brusca que resbaló en la nieve, y asió la capota del Humvee para no caerse. Estaba claro que Duddits no sobreviviría, pero quizá fuera posible salvar a Henry Devlin. Posible, no más.
¡No!, protestó una parte de su cerebro mientras volvía hacia la puerta de atrás. ¡No, que no hay tiempo!
Owen, sin embargo, decidió apostar (¿qué?, el mundo entero) a que sí. Quizá para pagar un poco más de lo que debía por la bandeja de los Rapeloew, o por lo del día de antes (los cuerpos grises desnudos alrededor de la nave accidentada, levantando los brazos como si se rindieran), o bien, lo más probable, solo por Henry, que le había dicho que serían héroes, y había hecho magníficos esfuerzos por cumplir la promesa.
¿Simpatía por el diablo? Y un cuerno, pensó al abrir la puerta trasera.
Tenía más cerca a Duddits. Le cogió por el cuello de la parka azul y la estiró. Duddits se quedó tumbado en el asiento y se le cayó el sombrero, dejando a la vista una calva reluciente. Henry, que seguía abrazándole los hombros, se le cayó encima. No abrió los ojos, pero gimió un poco. Owen se inclinó hacia él y le susurró al oído con mucha fuerza:
—No te levantes. ¡Henry, no te levantes por nada del mundo!
Owen retrocedió, dio un portazo y tres pasos hacia atrás, se apoyó la culata del fusil en la cadera y disparó una ráfaga. Las ventanas del Humvee se pusieron blancas, y a continuación se hundieron. Se oyó un ruido metálico, el de los cartuchos cayéndose alrededor de los pies de Owen, que volvió a acercarse al Humvee y miró por la ventana reventada. Henry y Duddits seguían tumbados; entre los trozos de cristal y la sangre de Duddits, Owen pensó que nunca había visto a dos personas que parecieran más muertas. Confió en que Kurtz tuviera demasiada prisa para fijarse. Él no podía hacer nada más.
Oyó una sacudida metálica y se sonrió. Ya tenía localizado a Kurtz: acababan de llegar al final del recorrido del Subaru. Rezó por que Kurtz y Freddy hubieran chocado con él, pero por desgracia no había hecho tanto ruido. En todo caso, ya les tenía localizados. Casi dos kilómetros de ventaja. Mejor de lo que pensaba.
—Te sobra tiempo —murmuró.
Podía ser verdad en el caso de Kurtz, pero ¿y en el otro extremo? ¿Dónde estaba el señor Gray?
Cogiendo la MP5 por la correa, se metió por el sendero que llevaba al tubo 12.
14
El señor Gray había descubierto otra emoción humana poco grata: el pánico. Después de un camino tan largo (años luz por el espacio y kilómetros por la nieve), le traicionaban los músculos de Jonesy, débiles y en baja forma, y la tapadera de hierro del conducto, que pesaba mucho más de lo esperado. Empujó la palanca hasta que los músculos de la espalda de Jonesy no pudieron más… y acabó obteniendo la recompensa de un guiño de oscuridad debajo del borde del hierro oxidado. Y un chirrido, el de la tapa moviéndose un poco (quizá entre tres y cinco centímetros) y rascando el cemento. Después se agarrotaron los músculos lumbares de Jonesy, y el señor Gray se apartó del tubo gritando entre dientes (gracias a la inmunidad, Jonesy los conservaba todos) y con la mano en la base de la columna vertebral de Jonesy, como queriendo evitar que explotase.
Lad emitió una serie de ruidos agudos. El señor Gray lo miró y vio que había llegado el momento crítico. El perro seguía durmiendo, pero ahora tenía una hinchazón tan grotesca en el abdomen que se le había puesto tiesa una pata. La piel de la parte baja de la barriga estaba tan tensa que amenazaba con partirse, y las venas de encima palpitaban con la rapidez de un reloj. Debajo de la cola le salía un hilo de sangre muy roja.
El señor Gray miró la palanca metida en la ranura de la tapadera con cara de odio. En la imaginación de Jonesy, la rusa era esbelta y muy guapa, con el cabello oscuro y ojos negros y trágicos. En realidad, pensó el señor Gray, debía de tratarse de alguien musculoso y ancho de hombros. De lo contrario, ¿cómo podía haber…?
Se oyó una ráfaga de disparos a proximidad alarmante. El señor Gray contuvo una exclamación y miró alrededor. Ahora, gracias a Jonesy, la corrosión humana de la duda había pasado a formar parte de su constitución, y se dio cuenta por primera vez de que podían detenerle. Sí, aunque estuviera tan cerca de su meta que oía el ruido con que el agua iniciaba su viaje subterráneo de cien kilómetros. Entre el byrum y todo aquel mundo solo se interponía una placa circular de hierro que pesaba cincuenta kilos.
El señor Gray, desesperado, recitó en voz baja una retahíla de tacos de Beaver y se lanzó hacia adelante, haciendo que el cuerpo de Jonesy, casi sin fuerzas, se agitara sobre el eje defectuoso de su cadera derecha. Venía alguien, el que se llamaba Owen, y el señor Gray no se atrevía a esperar que se apuntara a sí mismo con el arma. Habría hecho falta más tiempo y el factor sorpresa, cosas ambas de las que carecía. Para colmo, la persona que se acercaba estaba entrenada para matar. Era su carrera.
El señor Gray dio un salto, y se oyó con bastante claridad el chasquido de la cadera de Jonesy, que, por exceso de presión, se había salido de la cuenca hinchada que la sujetaba. Volvió a levantarse el borde, y esta vez la tapadera se deslizó casi treinta centímetros por el cemento. Reapareció el arco negro por donde se había metido la rusa. Era como una ce mayúscula de trazo fino… pero bastaba para el perro.
La pierna de Jonesy ya no aguantaba el peso de Jonesy (por cierto, ¿dónde estaba Jonesy? El molesto anfitrión seguía sin dar señales de vida), pero daba igual. Se podía hacer a rastras.
Fue como avanzó el señor Gray por el suelo frío de cemento. Al llegar donde estaba dormido el collie, lo cogió por el collar y empezó a arrastrarlo hacia el tubo 12.
15
La sala de recuerdos (aquel almacén enorme de cajas) también se está cayendo a trozos. El suelo tiembla como si lo sacudiera un terremoto interminable y de baja intensidad. Arriba se encienden y se apagan los fluorescentes, creando un ambiente de alucinación. Hay lugares donde han caído varios montones de cajas, bloqueando una parte de los pasillos.
Jonesy corre con todas sus fuerzas y va de pasillo en pasillo, recorriendo el laberinto con una orientación puramente instintiva. Se exhorta repetidamente a ignorar la cadera, y más habiéndose convertido en puro cerebro, pero es tan poco persuasivo como un lisiado intentando convencer a un miembro amputado de que deje de dolerle.
Pasa corriendo al lado de unas cajas donde pone GUERRA AUSTROHÚNGARA, POLÍTICA DEL DEPARTAMENTO, CUENTOS INFANTILES y CONTENIDO DEL ARMARIO DE ARRIBA. Salta por encima de varias cajas volcadas con el rótulo CARLA, aterriza en la pierna mala y chilla de dolor. Para no caerse, se coge a unas cajas donde pone GETTYSBURG, y al final ve el fondo del almacén. ¡Gracias a Dios! Tiene la sensación de haber corrido varios kilómetros.
En la puerta pone UCI y PROHIBIDAS LAS VISITAS SIN PASE. En efecto, es donde le llevaron; es donde despertó y oyó a la muerte, astuta y vieja, fingiendo llamar a Marcy.
Empuja la puerta e irrumpe en otro mundo, un mundo conocido: el pasillo blanquiazul de la UCI donde dio sus primeros, dolorosos y frágiles pasos a los cuatro días de la operación. Recorre con dificultad unos tres metros de baldosas, ve las manchas de byrus en las paredes y oye el hilo musical, a decir verdad impropio de un hospital. El volumen está muy bajo, pero parece que son los Rolling Stones cantando Sympathy for the Devil.
Justo después de haber identificado la canción, le estalla la cadera sin previo aviso. Jonesy da un grito de sorpresa y se cae en las baldosas negras y rojas de la UCI, hecho un ovillo. Es como después de que le atropellaran: un estallido de dolor rojo. Rueda en el suelo mirando los paneles luminosos, los altavoces circulares por donde sale la música («Anastasia screamed in vain»), música de otro mundo, cuando llega el dolor a estos extremos es todo de otro mundo, el dolor convierte la sustancia en sombra, y en farsa hasta al amor, es lo que aprendió en marzo, lo que tiene que volver a aprender. Rueda, rueda con las manos apretándose la cadera hinchada, saliéndosele los ojos de las órbitas, contrayendo la boca en un rictus, y tiene muy claro qué ha pasado: el señor Gray. El hijo de puta del señor Gray ha vuelto a romperle la cadera.
Entonces reconoce una voz que se oye muy lejos en aquel otro mundo, una voz de niño.
«¡Jonesy!»
Distorsionada, con eco… pero menos lejana de lo que parecía. Está en otro pasillo, pero de los contiguos. ¿De quién es? ¿De un hijo suyo? ¿De John? No…
«¡Jonesy, tienes que darte prisa! ¡Viene a matarte! ¡Owen viene a matarte!»
No sabe quién es Owen, pero sabe de quién es la voz: de Henry Devlin. Sin embargo, no es su voz de ahora, ni la de la última vez que le vio Jonesy (marchándose con Pete hacia la tienda de Gosselin), sino la voz del Henry compañero de estudios, del Henry que le dijo a Richie Grenadeau que se chivarían, y que Richie y sus amigos no conseguirían coger a Pete porque corría como una gacela.
«¡No puedo!», contesta, rodando por el suelo. Se da cuenta de que ha cambiado algo, de que todavía está cambiando, pero no sabe de qué se trata. «No puedo, el muy cabrón me ha vuelto a romper la cade…»
Entonces comprende qué le ocurre: el dolor va al revés. Es como ver rebobinarse una cinta de vídeo: la leche corre desde el vaso al tetrabrik; se cierra la flor que debería abrirse por el milagro de la fotografía a intervalos.
Descubre el motivo con un simple vistazo a la chaqueta naranja que lleva. Es la que le compró su madre en Sears para la primera caza en Hole in the Wall, la misma en que Henry abatió su primer ciervo y mataron entre todos a Richie Grenadeau y sus amigos. Le mataron con un sueño. Poco importa que no fuera queriendo.
Vuelve a ser un chaval de catorce años, y no le duele nada. ¿Por qué iba a dolerle? Todavía faltan veintitrés años para que se le rompa la cadera. Entonces se le junta todo en la cabeza, con un efecto explosivo: en realidad nunca ha habido ningún señor Gray. El señor Gray vive únicamente en el atrapasueños. Es tan poco real como el dolor de cadera. Yo era inmune, piensa al levantarse. No tenía ni gota de byrus. Lo que tengo en mi cabeza no es del todo un recuerdo. Soy yo. Dios mío. El señor Gray soy yo.
Jonesy se incorpora y echa a correr tan deprisa que al doblar una esquina está a punto de perder el equilibrio, pero se mantiene de pie; es ágil y veloz como solo se puede serlo a los catorce años, y no hay dolor, ningún dolor.
Reconoce el siguiente pasillo. Hay una camilla con ruedas, y encima una cuña. Al lado se mueve algo con delicadeza, algo de finas patas: el ciervo que vio en Cambridge antes de que le atropellaran. Jonesy pasa corriendo al lado del animal, que le mira con ojos dulces de sorpresa.
«¡Jonesy!»
Falta muy poco.
«¡Date prisa, Jonesy!»
Jonesy corre más deprisa, casi sin tocar el suelo, y sus pulmones jóvenes respiran con facilidad; no hay byrus porque es inmune, ni hay señor Gray, al menos dentro de él; el señor Gray está donde siempre, en el hospital, el señor Gray es el miembro fantasma que todavía se siente, el que se podría jurar que aún se tiene.
Dobla otra esquina. Ahora hay tres puertas abiertas, y en la de detrás, que es la única que está cerrada, espera Henry. Tiene la misma edad que Jonesy, catorce años, y lleva chaqueta naranja, como él. Como siempre, se le han bajado las gafas por la nariz, y le hace señales urgentes.
«¡Deprisa! ¡Deprisa, Jonesy, que Duddits no puede aguantar mucho más! Si se muere antes de que matemos al señor Gray…»
Jonesy se reúne con Henry al lado de la puerta. Tiene ganas de echarle los brazos al cuello, de abrazarle, pero no tienen tiempo.
«Todo es culpa mía», dice a Henry con una voz que no ha sido tan aguda en muchos años.
«Mentira», dice Henry, y mira a Jonesy con la impaciencia que de niños les impresionaba tanto a los tres, Jonesy, Pete y Beaver. Siempre parecía que Henry estuviera muy por delante, a punto de correr hacia el futuro y dejarles atrás. Siempre parecía que le retuvieran.
«Pero…»
«También podrías decir que Duddits mató a Richie Grenadeau, y que nosotros fuimos cómplices. Él era como era, Jonesy, y nos hizo lo que somos… pero no fue a propósito. ¿No te acuerdas de que lo máximo que podía hacer a propósito era atarse los zapatos, y que ya le costaba bastante?»
Jonesy piensa: «¿Qué adegla? ¿Adegla tatilla?».
«Henry… ¿Duddits se…?»
«Aguanta por nosotros, Jonesy. Ya te lo he dicho. Nos mantiene juntos.»
«En el atrapasueños.»
«Exacto. Conque ¿qué hacemos? ¿Quedarnos discutiendo en el pasillo mientras se va el mundo al carajo, o…?»
«Matar al hijo de puta», dice Jonesy, acercando la mano al pomo de la puerta.
Encima hay un letrero donde pone AQUÍ NO HAY INFECCIÓN. IL N’Y A PAS D’INFECTION ICI, y de repente le ve los dos lados. Es como las ilusiones ópticas de Escher. Se mira desde un ángulo y es verdad. Se mira por otro y es la mentira más monstruosa del universo.
Atrapasueños, piensa Henry, y gira el pomo.
La sala de detrás es una leonera de byrus, una selva pesadillesca de zarzas, enredaderas y lianas unidas en trenzas de color sangre. Apesta a azufre y alcohol etílico, como cuando se rocía con anticongelante el carburador que no quiere arrancar, una mañana de enero con temperatura bajo cero. Por lo menos, en aquella habitación no tienen que preocuparse por la comadreja, porque está en otra cuerda del atrapasueños, en otro lugar y momento. Ahora el byrum es problema de Lad, un border collie con el futuro muy negro.
La televisión está encendida y se entrevé una imagen borrosa en blanco y negro, a pesar de que la pantalla está cubierta de byrus. Un hombre arrastra el cadáver de un perro por un suelo de cemento. Hay polvo y hojas secas, como en las tumbas de las películas de miedo de los años cincuenta que le gusta ver a Jonesy en vídeo. Pero no es ninguna tumba, porque al fondo se oye ruido de agua.
En medio del suelo hay una tapadera oxidada y redonda con unas siglas grabadas, las de la compañía de aguas de Massachusetts. La porquería rojiza que tapa la pantalla no las borra. ¿Cómo va a borrarlas, si para el señor Gray (que como ser físico murió en Hole in the Wall) lo son todo?
Literalmente todo: el mundo.
Han movido un poco la tapa del tubo, dejando a la vista un arco de oscuridad absoluta. Jonesy se da cuenta de que el hombre con el perro a rastras es él, y de que el animal no está muerto del todo. Deja un reguero de sangre espumosa y rosada en el cemento, y sacude las patas traseras. Casi como si nadase.
«No te fijes en la película», dice, o casi ruge, Henry. Jonesy mira al ser que hay en la cama, la cosa gris que se tapa medio pecho con una sábana manchada de byrus. El pecho es una superficie lisa y gris de carne sin poros, pelos ni pezones. La sábana lo tapa, pero Jonesy sabe que tampoco tiene ombligo, porque nunca ha nacido. Es la visión que tiene un niño de un extraterrestre, extraída del subconsciente de los primeros que entraron en contacto con el byrum. Nunca han existido como seres reales, como extraterrestres. Como seres físicos, los grises siempre han sido creaciones de la imaginación humana, del atrapasueños. Saberlo alivia un poco a Jonesy. No ha sido el único engañado. Algo es algo.
Y otra cosa que le complace: la mirada de aquellos ojos negros tan horribles. Es de miedo.
16
—Cargado —dijo Freddy tranquilamente, frenando detrás del Humvee que perseguían desde hacía tantos kilómetros.
—Estupendo —dijo Kurtz—. Reconoce el terreno. Yo te cubro.
—Voy.
Freddy miró a Perlmutter, que volvía a tener hinchada la barriga, y después el Humvee de Owen. Ahora estaba clara la causa de los disparos que habían oído: alguien había dejado el Humvee como un colador. La única pregunta pendiente de respuesta era quién había dado y quién había recibido. Había huellas saliendo del Humvee; empezaba a borrarlas la nieve, pero aún se reconocían. Solo una persona. Botas. Debía de ser Owen.
—¡Venga, Freddy!
Freddy salió a la nieve. Kurtz le siguió con sigilo, y Freddy le oyó preparar el arma. Era la pistola de nueve milímetros. Quizá fuera buena idea. Era evidente que la dominaba.
Sintió un escalofrío por toda la columna, como si Kurtz le tuviera encañonado. Claro que era una idea ridícula. A Owen sí, pero Owen era un caso diferente. Había cruzado la línea.
Corrió agachado hacia el Humvee, con la carabina a la altura del pecho. No podía negar que le hacía muy poca gracia tener detrás a Kurtz. Ninguna.
17
Mientras los dos chavales avanzan hacia la cama llena de moho, el señor Gray pulsa varias veces el timbre de aviso, pero no pasa nada. Eso es que el byrus ha atascado el mecanismo, piensa Jonesy. Mala pata, señor Gray. Echa un vistazo a la tele y ve que su doble de la película ya tiene al perro al borde del tubo. A ver si resultará que llegan demasiado tarde. O no. No se puede saber. Aún está girando la moneda.
«Hola, señor Gray. Tenía muchas ganas de conocerle», dice Henry.
Mientras habla, retira la almohada salpicada de byrus de debajo de la cabeza estrecha y sin orejas del señor Gray. Este intenta moverse hacia el otro lado de la cama, pero Jonesy le sujeta los brazos de niño. La piel que toca no está caliente ni fría. No tiene textura de piel, sino de…
De nada, piensa. Como un sueño.
«¿Señor Gray? —dice Henry—. En el planeta Tierra damos así la bienvenida.»
Y aprieta la almohada contra la cara del señor Gray.
Bajo sus manos, el señor Gray empieza a forcejear. Se oye el bip enloquecido de un monitor, como si el ser tuviera corazón y hubiera dejado de latir.
Jonesy mira al monstruo agonizante y solo tiene ganas de que acabe todo.
18
El señor Gray arrastró al perro hasta el borde del conducto que había destapado a medias. Por el arco negro y estrecho subía un eco de agua en movimiento, y una corriente de aire húmedo y frío.
Las patas traseras de Lad ejecutaban un movimiento rápido de ciclista, y el señor Gray oía un ruido mojado de carne desgarrándose, a medida que el byrum empujaba con un extremo y roía con el otro para salir a la fuerza. Debajo de la cola del perro había empezado el chirrido, un sonido como de mono asustado. Había que meterlo en el tubo antes de que lograra salir. Sin ser imprescindible que naciera en el agua, significaba aumentar mucho sus posibilidades de supervivencia.
El señor Gray intentó meter al perro por el hueco entre la tapadera y el cemento, pero no podía. El cuello del animal se dobló, y su hocico, con los dientes a la vista, se orientó hacia arriba. Aunque durmiera (a menos que ahora estuviera inconsciente), empezó a emitir una serie de ladridos ahogados.
Y no había manera de meterlo por la ranura.
—¡Me cago en la leche! —exclamó el señor Gray.
Ahora el dolor atroz de cadera de Jonesy le pasaba casi desapercibido, y desapercibido del todo el hecho de que la cara de Jonesy estuviera muy blanca, con lágrimas de esfuerzo y frustración en los ojos. En cambio, sí se daba cuenta, y en extremo, de que ocurría algo. «A mis espaldas», habría dicho Jonesy. Y ¿quién podía ser sino Jonesy, el huésped reticente?
—¡Serás hijo de puta! —le chilló al maldito perro, al odioso y tozudo animal que solo era un poquito demasiado grande—. Te digo que entras. ¿Me oyes, so…?
Se le atascaron las palabras en la garganta. De repente ya no podía gritar. ¡Y cómo le gustaba! ¡Cómo disfrutaba dando puñetazos (hasta a un perro moribundo y embarazado)! De repente no solo no podía gritar, sino que no podía respirar. ¿Qué le estaba haciendo Jonesy?
No esperaba respuesta, pero la hubo. Una voz desconocida y llena de fría rabia:
«En el planeta Tierra damos así la bienvenida».
19
Las manos de tres dedos de la cosa gris que está tumbada en la cama de hospital se levantan, y la verdad es que durante un momento intentan apartar la almohada. Los ojos negros y saltones, único rasgo de la cara, están enloquecidos de miedo y rabia. Intenta respirar. Teniendo en cuenta que en realidad no existe (ni siquiera en el cerebro de Jonesy, al menos como ente físico), parece mentira que se defienda tanto. Sin llegar al extremo de compadecerla, Henry lo entiende. La cosa quiere lo mismo que Jonesy, que Duddits… y hasta que el propio Henry; sí, porque, a pesar de sus ideas negras, ¿no ha seguido latiéndole el corazón? ¿Y su hígado? ¿No ha seguido limpiando sangre? ¿No es verdad que su cuerpo ha seguido librando una guerra invisible contra todo, desde un simple catarro al propio byrus, pasando por el cáncer? Una de dos, o el cuerpo es idiota, o de una infinita sabiduría; en ambos casos, se ahorra el embrujo fatal del pensamiento. Solo sabe defender su territorio y luchar hasta el límite de sus fuerzas. Quizá en algún momento el señor Gray fuera diferente, pero ya no lo es. Quiere vivir.
«Pero no creo que puedas —dice Henry con voz tranquila, casi de consuelo—. No, amigo, no lo creo.»
Y vuelve a apretar la almohada contra la cara del señor Gray.
20
Las vías respiratorias del señor Gray se abrieron. Aspiró una bocanada de aire frío de la caseta… dos… y volvieron a cerrársele. Le estaban asfixiando, ahogando, matando.
«¡¡No!! ¡ESTO NO ME LO PUEDES HACER!»
Dio un estirón al perro y lo colocó de lomo. Casi era como ver a alguien que llega tarde al aeropuerto forzando la maleta para ver si cabe lo último.
Así cabrá, pensó.
Cabría, aunque hubiera que usar las manos de Jonesy para aplastarle al perro la barriga y que saliera disparado el byrum. De alguna manera tendría que caber aquella cosa infernal.
El señor Gray, con los ojos desorbitados, sin poder respirar y con una vena hinchada en medio de la frente de Jonesy, metió a Lad un poco más por la rendija, y empezó a darle puñetazos en el pecho con los puños de Jonesy.
¡Pasa, coño, pasa!
¡PASA!
21
Freddy Johnson metió el cañón del arma en el Humvee abandonado, mientras Kurtz, que había tenido la astucia de quedarse un poco rezagado (en ese sentido era como una repetición del ataque a la nave de los grises), aguardaba el desarrollo de los acontecimientos.
—Dentro hay dos tíos, jefe. Se ve que Owen ha preferido sacar la basura antes de seguir.
—¿Muertos?
—Yo diría que sí. Deben de ser Devlin y el otro, el que han pasado a buscar.
Kurtz se reunió con Freddy, echó un vistazo por la ventanilla rota y asintió. A su entender también estaban muertos. Eran dos bultos blancos enlazados en el asiento de atrás, con sangre y cristales rotos encima. Levantó la pistola para no correr riesgos (no estaba de más meterle a cada uno una bala en la cabeza), pero volvió a bajarla. Owen quizá no hubiera oído su motor. Caía una cortina de nieve tan tupida que era como una manta acústica, conque cabía la posibilidad. En cambio, seguro que oía los disparos. Prefirió volverse hacia el sendero.
—Tú primero, chavalín, y ojo por dónde pisas, que esto tiene pinta de resbalar. Piensa que aún podemos tener a nuestro favor el factor sorpresa. ¿No te parece que habría que tenerlo en cuenta?
Freddy asintió.
Kurtz sonrió, convirtiendo su cara en calavera.
—Con un poco de suerte, chavalete, Owen Underhill estará en el infierno antes de haberse enterado de que se ha muerto.
22
El mando a distancia del televisor, un rectángulo de plástico negro cubierto de byrus, está en la mesita de noche del señor Gray. Jonesy lo coge y dice con una voz que se parece más de lo normal a la de Beaver:
«A la mierda.»
Y lo estampa con todas sus fuerzas en el borde de la mesita, como si cascara un huevo duro. El mando se rompe, se caen las pilas al suelo y Jonesy se queda con un palo puntiagudo de plástico. Entonces mete la mano debajo de la almohada que aprieta Henry en la cara de la cosa, y duda un poco, acordándose de su primer encuentro con el señor Gray (primero y único): el pomo suelto en la mano, después de romperse la vara de metal. La sensación de oscuridad, al proyectarse sobre él la sombra del ser. Entonces era de verdad, como las rosas o la lluvia. Jonesy se había girado y le había visto; «le», «lo» o lo que fuera el señor Gray antes de convertirse en señor Gray. De pie en medio de la sala grande. Como en la tira de películas y documentales de «enigmas sin explicar», pero viejo. Y enfermo. Entonces ya estaba para que lo ingresasen en la Unidad de Cuidados Intensivos. Y había dicho «Marcy», como sacando la palabra del cerebro de Jonesy. Como con sacacorchos. Haciendo el agujero para entrar. Entonces había explotado como un petardo, pero con byrus en lugar de confeti, y…
… y el resto me lo he imaginado yo. Es eso, ¿no? Otro caso de esquizofrenia intergaláctica. En el fondo ha sido eso.
«¡Jonesy! —grita Henry—. ¡Si piensas hacerlo, que sea ya!»
Váyase preparando, señor Gray, piensa Jonesy, que la venganza…
23
Teniendo a Lad medio embutido en la rendija, el señor Gray notó que le llenaba la cabeza la voz de Jonesy.
«Váyase preparando, señor Gray, que la venganza es muy puta.»
En medio de la garganta de Jonesy surgió un dolor brutal. El señor Gray levantó las manos de Jonesy, profiriendo una serie de ruidos guturales que no llegaban a ser gritos. No tocó la piel del cuello de Jonesy, tersa y con pelitos, sino la propia, cortada. Lo más fuerte que sentía era una mezcla de susto e incredulidad, última emoción de Jonesy a la que recurría. No podía ser. Aquellas cosas siempre llegaban en las naves de los viejos; siempre levantaban las manos para rendirse; siempre ganaban. No podía ser.
Pero era.
Más que diluirse, la conciencia del byrum se desintegró. Al morir, la entidad que había llevado el nombre de señor Gray regresó a su estado anterior. En el momento de pasar de «alguien» a «algo» (y justo antes de que ese «algo» se convirtiera en «nada»), el señor Gray dio el último y brutal empujón al cuerpo del perro, que se hundió en la rendija… pero no tanto como para caerse.
El último pensamiento teñido de Jonesy que tuvo el byrum fue: «Debería haberle hecho caso. Debería haberme naciona…».
24
Jonesy hace un corte en la papada del señor Gray con el mando de la tele, y en el momento de abrirse el cuello de la cosa, como una boca, sale una nube de algo anaranjado que mancha el aire de color sangre, antes de caerse en la colcha en forma de lluvia de polvo y pelusa.
Bajo las manos de Jonesy y Henry, el cuerpo del señor Gray sufre una convulsión galvánica que no se repite. A continuación se arruga como lo que siempre ha sido, un sueño, y se convierte en algo conocido. Jonesy tarda un poco en relacionar las dos cosas. Los restos del señor Gray se parecen a los condones que vieron en el suelo del despacho abandonado del garaje de Tracker Hermanos.
«¡Está…!»
Jonesy quiere decir «muerto», pero de repente le parte en dos un dolor insoportable. Esta vez no es la cadera, sino la cabeza. Y el cuello. Y de repente tiene en el cuello un collar de fuego. Y se ha vuelto transparente toda la habitación. ¡Joder! Ve a través de la pared, que da al interior de la caseta, donde el perro atascado en la rendija está pariendo un ser rojo y repugnante que parece un cruce de comadreja y gusano gigante. Lo reconoce: es uno de los byrum.
Manchado de sangre, caca y restos de su propia placenta membranosa, mira a Jonesy fijamente con sus ojos negros sin cerebro (y Jonesy piensa: son los de él, del señor Gray), mientras Jonesy le ve nacer, estirar el cuerpo, intentar soltarse, querer caerse en la oscuridad, hacia donde se oye correr el agua.
Jonesy mira a Henry.
Henry le mira a él.
Sus miradas jóvenes de sorpresa se encuentran fugazmente… hasta que empiezan a desaparecer ellos.
«Duddits —dice Henry como de lejos—. Se está yendo Duddits. Jonesy…»
Adiós. Quizá Henry haya querido decir adiós. No tiene ocasión, porque desaparecen ambos.
25
Se produjo un momento de vértigo en que Jonesy no estaba en ningún lugar, con una sensación de haberse quedado desconectado de todo. Pensó que debía de estar muerto, que, además de al señor Gray, se había matado a sí mismo.
Le hizo volver el dolor, pero no el de garganta (ahora ya podía respirar, y ya no le dolía), sino un dolor conocido. En la cadera. Se apoderó de él y le elevó hacia el mundo alrededor de su eje hinchado, como una pelota atada a un palo y dando vueltas cada vez con menos cuerda. Debajo de sus rodillas había cemento, sus manos tocaban pelo, y oía una especie de chirrido inhumano. Al menos esta parte es real, pensó. Esto es fuera del atrapasueños.
Qué horrendo chirrido.
Jonesy vio que ahora la comadreja estaba colgando, y que lo único que la retenía al mundo superior era la cola, que aún no se había soltado por completo del perro. Se abalanzó sobre ella y la agarró con las dos manos por la mitad del cuerpo, justo cuando terminaba de soltarse.
Se tambaleó hacia atrás con mucho dolor de cadera, sujetando al bicho encima de la cabeza como en un número de circo con serpientes, mientras la cosa daba latigazos con la cola, propinaba dentelladas al aire, se retorcía, intentaba morder la muñeca de Jonesy, le arrancaba la manga derecha de la parka y hacía que saliera flotando plumón blanco.
Jonesy giró sobre su cadera hecha polvo, y en la ventana rota por donde había entrado el señor Gray vio a un hombre con cara de sorpresa. Llevaba parka de camuflaje, y un fusil.
Jonesy arrojó a la comadreja con todas sus fuerzas, que no eran muchas. El bicho voló unos tres metros y aterrizó en las hojas secas del suelo con ruido a mojado. Inmediatamente se deslizó hacia el tubo, cuya boca no estaba del todo atascada por el cuerpo del perro. Quedaba espacio más que suficiente.
—¡Pégale un tiro! —dijo Jonesy al del fusil, gritando—. ¡Pégale un tiro, por Dios, antes de que se meta en el agua!
Pero el hombre de la ventana no hacía nada. La última esperanza del mundo se limitaba a quedarse boquiabierta.
26
Owen no daba crédito a lo que veía. Una cosa roja, una especie de comadreja sin patas. Oír su descripción no era lo mismo que verla. Se retorcía por el suelo hacia el agujero del centro de la caseta, donde estaba embutido un perro con las patas tiesas hacia arriba, como en señal de rendición.
El hombre (probablemente el agente de contagio) le gritaba que pegase un tiro al bicho, pero los brazos de Owen se negaban a levantarse, como si tuvieran un baño de plomo. La cosa estaba a punto de escapar. Después de tantas peripecias, Owen estaba punto de presenciar lo que había tenido la esperanza de evitar. Era como estar en el infierno.
La vio deslizarse con un ruido asqueroso, como de mono. Era como si lo oyera en medio de la cabeza. Vio que Jonesy la perseguía con movimientos torpes y desesperados, intentando atraparla o como mínimo cortarle el paso. No podría. El perro se interponía.
Owen volvió a ordenarles a sus brazos que levantaran el arma y apuntaran, pero no pasó nada. Era como si la MP5 perteneciera a otro universo. Iba a dejar que se escapase. Iba a quedarse como un pasmarote, dejando que se escapase. Que le ayudase Dios.
Que les ayudase a todos.
27
Henry, aturdido, se incorporó en el asiento trasero del Humvee. Tenía algo en el pelo. Se lo tocó sin haberse sacudido el sueño del hospital (que no ha sido ningún sueño, pensó). Entonces un dolor agudo le devolvió a algo parecido a la realidad. Era cristal. Tenía el pelo lleno de cristales. En el asiento había una capa entera. En el asiento y en Duddits.
—¿Dud?
No, claro, no servía de nada. Duddits estaba muerto. Tenía que estar muerto. Había gastado la poca energía que le quedaba en reunir a Jonesy y Henry en la habitación de hospital.
Sin embargo, Duddits gimió. Abrió los ojos y Henry, al verlos, volvió del todo a aquel final de carretera nevada. Los ojos de Duddits estaban rojos, inyectados en sangre; ojos muy abiertos, de sibila.
—¡Cubi! —exclamó, levantando las dos manos y esbozando un gesto como de sostener un fusil—. ¡Cubidú! ¡Tenemo tabajo!
Lejos, en el bosque, contestaron dos disparos de fusil. Después una pausa, y el tercero.
—¿Dud? —susurró Henry—. ¿Duddits?
Duddits le vio. A pesar de la sangre que tenía en los ojos, Duddits le vio. Para Henry fue algo más que una sensación. Por un momento llegó a verse a través de los ojos de Duddits. Era como mirar un espejo mágico. Vio al Henry de otros tiempos: un chaval mirando el mundo por unas gafas de concha que eran demasiado grandes para su cara y siempre se le caían por la nariz. Sintió el amor que le tenía Duddits, una emoción sencilla, sin ninguna mancha de duda o egoísmo. Ni siquiera de ingratitud. Cogió en brazos a Duddits, y, al constatar la ligereza del cuerpo de su viejo amigo, se puso a llorar.
—Has sido un tío con mucha suerte —dijo, pensando que ojalá estuviera Beaver, que podría haber hecho lo que él no podía. Beav podría haber dormido a Duddits con una nana. Sí, yo creo que sí.
—Eni —dijo Duddits, tocándole a Henry la mejilla con una mano. Sonreía, y sus últimas palabras fueron clarísimas—: Te quiero, Henry.
28
Se oyeron dos detonaciones. Disparos de carabina, y no estaban lejos. Kurtz se detuvo. Freddy iba unos seis metros por delante, y estaba al lado de un letrero que leyó a Kurtz con dificultad: TERMINANTEMENTE PROHIBIDA LA PESCA DESDE LA CASETA.
Otro disparo, el tercero, y después silencio.
—¿Jefe? —murmuró Freddy—. Parece que delante hay una especie de edificio.
—¿Ves a alguien?
Freddy negó con la cabeza.
Kurtz se reunió con él, y, a pesar de las circunstancias, le divirtió notar un ligero sobresalto al poner una mano en el hombro de Freddy. Tenía razón en sobresaltarse. Si Abe Kurtz sobrevivía a los siguientes quince o veinte minutos, pensaba adentrarse sin compañía en el mundo feliz que se avecinara. No habría nadie que le pusiera obstáculos, ni habría testigos de aquella acción final de guerrilla. En cuanto a Freddy, podía sospecharlo, pero sin estar seguro. Lástima que ya no hubiera telepatía. Lástima para Freddy.
—Parece que Owen ha encontrado a alguien más a quien matar.
Kurtz hablaba en voz baja al oído de Freddy, oído que seguía presentando algunos rizos de Ripley, ahora blancos y muertos.
—¿Vamos a por él?
—¡No! —contestó Kurtz—. ¡Dios nos libre! Creo que ha llegado el momento, que por desgracia les llega a casi todas las vidas, de apartarnos, chavalín. Vamos a escondernos entre los árboles, y a ver quién sale y quién se queda dentro. Si sale alguien. ¿Te parece bien que esperemos diez minutos? Yo creo que con diez minutos habrá de sobra.
29
Las palabras que llenaron la cabeza de Owen Underhill tenían poco sentido pero una gran nitidez: era la canción de Scooby-Doo. «Scooby-Doo, ¿dónde estás? Tenemos trabajo.»
La carabina se levantó. No había sido cosa suya, pero, cuando le abandonó la fuerza que había movido el rifle, Owen pudo tomar el relevo sin sobresaltos. Cambió al modo de disparo sin ráfaga, apuntó y presionó dos veces el gatillo. La primera bala, que falló, rebotó en el suelo delante de la comadreja. Saltaron trozos de cemento. La cosa retrocedió, dio media vuelta, vio a Owen y le enseñó unos dientes como agujas.
—¡Muy bien, guapo! —dijo Owen—. ¡Sonríe a la cámara!
El segundo disparo atravesó de lleno la mueca del bicho, que no era precisamente una sonrisa. La cosa salió despedida hacia atrás, chocó con la pared de la caseta y se cayó al cemento. Sin embargo, la pérdida de su cabeza rudimentaria no entrañaba la de sus instintos. Empezó a deslizarse de nuevo, lentamente. Owen disparó, y al centrar la mira pensó en los Rapeloew, Dick e Irene. Buena gente. Buenos vecinos. Si hacía falta un poco de azúcar o leche (o, por qué no, consuelo), siempre quedaba el recurso de la casa de al lado.
El disparo, por lo tanto, estaba dedicado a los Rapeloew. Y al niño que no había sabido corresponderles.
Disparó por tercera vez. La bala pilló al byrum por el centro y lo partió en dos. Los trozos chirriaron… chirriaron… y se quedaron quietos.
A continuación, Owen trazó un breve arco con la carabina, y esta vez apuntó a Gary Jones en la frente.
Jonesy le miró sin pestañear. Owen estaba cansado (tanto que se sentía morir), pero aquel individuo parecía haber dado varios pasos más en la escala del agotamiento. Jonesy levantó las manos abiertas.
—No tiene por qué creérselo —dijo—, pero el señor Gray está muerto. Le he cortado el cuello mientras Henry le ponía una almohada en la cara. Parecía una escena de El padrino.
—Ya —dijo Owen con ausencia completa de entonación—. ¿Y dónde se ha celebrado la ejecución?
—En un Hospital General de Massachusetts mental —dijo Jonesy, y profirió la risa menos alegre que había oído Owen en toda su vida—. Uno donde se pasean ciervos por los pasillos y el único programa de la tele es una película antigua que se llama Sympathy for the Devil.
Al oír esto último, Owen se sobresaltó un poco.
—Si tiene que disparar, dispare. He salvado el mundo, aunque reconozco que usted me ha echado una manita. Adelante, págueme el servicio con la tarifa habitual. Encima, el muy cerdo ha vuelto a romperme la cadera. Regalito de despedida del hombrecillo que no existía. El dolor es… —Jonesy enseñó los dientes—. Es muy grande.
Owen siguió apuntando, y al cabo de unos instantes bajó el arma.
—Pues acostúmbrese.
Jonesy se quedó apoyado en los codos, gimió e hizo lo posible por cargar el peso en el lado bueno.
—Duddits está muerto. Valía tanto como nosotros dos juntos, o más, y está muerto. —Se tapó los ojos y volvió a bajar el brazo—. Jo, qué tocada de cojones. Es como lo habría descrito Beaver: una tocada de cojones total. Que en beaverés es lo contrario que un descojone.
Owen no le veía sentido a la palabrería de aquel hombre. Debía de estar delirando.
—Puede que se haya muerto Duddits, pero Henry está vivo. Hay gente persiguiéndonos, Jonesy, mala gente. ¿Los oye? ¿Sabe dónde están?
Jonesy, que estaba de espaldas en el suelo frío y sembrado de hojas, negó con la cabeza.
—Vuelvo a tener los cinco sentidos normales. Ya no me queda nada de telepatía.
El problema más inminente era la llegada de Kurtz. Que Owen no le hubiera oído no significaba que no estuviera cerca. Nevaba bastante para que solo se oyeran los ruidos más fuertes. Como disparos.
—Tengo que volver al camino —dijo—. Usted quédese.
—¡Qué remedio! —dijo Jonesy, cerrando los ojos—. Ojalá pudiera volver a mi despacho, que estaba calentito. Parece mentira que lo diga, pero…
Owen dio media vuelta y volvió a bajar por la escalera con algunos resbalones pero ninguna caída. Escudriñó el bosque a ambos lados del camino, pero no a fondo. Si Kurtz y Freddy acechaban entre la caseta y el Humvee, Owen dudaba que pudiera verles con tiempo para reaccionar. Podía ver huellas, pero entonces estaría tan cerca de ellos que seguro que eran lo último que veía. No había más remedio que confiar en su ventaja. En definitiva, dependía de la pura chiripa. ¿Por qué no? Había estado en muchas situaciones difíciles, y siempre se había librado por chiripa. Quizá volvier…
La primera bala, que le alcanzó en la barriga, le tumbó hacia atrás y le acampanó la chaqueta por la espalda. Movió los pies intentando mantenerse derecho y no soltar la MP5. No le dolía nada. Solo tenía una sensación como de haber recibido un gancho de un guante de boxeo metido en la mano de un contrincante duro. La segunda bala le rozó un lado de la cabeza, generando un escozor como de aplicarse alcohol en una herida abierta. El tercer disparo le dio en la parte superior derecha del pecho, y fue el definitivo, el que le hizo perder tanto la posición derecha como el arma.
¿Qué había dicho Jonesy? Algo sobre salvar el mundo y recibir el pago habitual. En el fondo no era tan grave. Jesús había tardado seis horas, se habían burlado de él poniéndole un letrero en la cabeza, y a la hora del cóctel le habían dado vinagre con agua en vaso grande.
Estaba medio dentro medio fuera del sendero nevado, percibiendo con vaguedad que gritaba algo, y que no era él. Parecía un pajarraco muy grande y enfadado.
Es un águila, pensó.
Consiguió respirar, y, aunque lo espirado fuera más sangre que aire, pudo apoyarse en los codos. Entonces vio aparecer dos siluetas humanas entre los abedules y los arces, agachados y acercándose como en combate. Uno era bajo y ancho de hombros, y el otro delgado, con el pelo gris y semblante alegre. Johnson y Kurtz. El bulldog y el galgo. Al final se le había acabado la suerte. Siempre se acababa.
Kurtz se arrodilló junto a él con los ojos brillantes. Tenía en una mano un triángulo de papel de periódico, gastado y un poco curvado por su larga estancia en el bolsillo trasero, pero que seguía reconociéndose. Era un sombrero de loco.
—Mala pata, chaval —dijo.
Owen asintió. Mala pata, en efecto; malísima.
—Ya veo que has tenido tiempo de hacerme un detallito.
—Pues sí. ¿Al menos has conseguido tu objetivo principal?
Kurtz señaló la caseta con un movimiento de la barbilla.
—Sí, le he pillado —logró decir Owen.
Tenía la boca llena de sangre. La escupió e intentó respirar otra vez, pero oyó que le salía casi todo el aire por un agujero nuevo.
—Ah —dijo Kurtz con benevolencia—, pues entonces es lo que se llama un final feliz, ¿no?
Colocó tiernamente el sombrero en la cabeza de Owen. Lo empapó enseguida la sangre, que enrojeció el artículo sobre ovnis.
Llegó otro chillido de la zona del embalse, quizá de alguna de las islas que en realidad eran montañas saliendo de un paisaje inundado a propósito.
—Es un águila —dijo Kurtz, dándole a Owen palmadas en el hombro—. Considérate afortunado, chaval. Dios te envía un pájaro de guerra para cantarte el…
La cabeza de Kurtz se convirtió en una explosión de sangre, sesos y huesos. Owen vio una expresión final en los ojos azules y de pestañas blancas: sorpresa e incredulidad. Kurtz se quedó de rodillas, hasta que se cayó de cara (o resto de cara) en la nieve. Detrás estaba Freddy Johnson con la carabina levantada, sacando humo por el cañón.
«Freddy», intentó decir Owen. No le salió ningún sonido, pero Freddy debía de haberle leído los labios, porque asintió.
—No quería matarle, pero el muy hijo de puta me habría matado a mí. No hacía falta tener telepatía para saberlo. Después de tantos años…
«Acaba», intentó decir Owen. Freddy volvió a asentir. Al fin y al cabo, quizá conservara algún vestigio de la puñetera telepatía.
Owen se apagaba. Estaba cansado, y se apagaba. Buenas noches a todos. Se recostó en la nieve, y fue como tumbarse en una cama con el plumón más suave que existiese. Volvió a oír el grito de águila, un grito lejano. Habían invadido su territorio, turbando su paz de otoño y nieve, pero no tardarían en marcharse, y entonces el águila volvería a ser señora del embalse.
Hemos sido héroes, pensó Owen. A ver si no. Jódete tú y tu sombrerito, Kurtz; hemos sido he…
No llegó a oír el último disparo.
30
Se habían oído algunos disparos más, pero ahora estaba todo en silencio. Henry estaba sentado detrás del Humvee con su amigo muerto, meditando qué hacer. La posibilidad de que se hubieran matado entre sí parecía remota. La de que los buenos (no, el bueno, en singular) se hubiera cargado a los malos, aún más remota.
Su primer impulso fue apearse del Humvee sin demora y esconderse en el bosque. Después miró la nieve (pensando que ojalá no volviera a ver nieve en diez años) y rechazó la idea. Si en el plazo de media hora volvían Kurtz o su acompañante, encontrarían las huellas de Henry. Entonces le seguirían el rastro y, al llegar al final, le pegarían un tiro como si fuera un perro rabioso. O una comadreja.
Pues consigue un arma, pensó. Dispara antes que ellos.
Eso ya era mejor idea. Henry no era Wyatt Earp, pero tenía puntería. No era lo mismo pegarle un tiro a una persona que a un ciervo, para saber eso no hacía falta ser psicólogo, pero se consideró capaz de disparar contra aquellos individuos con muy pocos titubeos, siempre que les tuviera bien apuntados.
Cuando casi tenía la mano en el tirador de la puerta, oyó una palabrota de sorpresa, un golpe y otra detonación, esta vez desde muy cerca. Henry pensó que alguien había resbalado, se había caído de culo en la nieve y se le había disparado el arma. ¿Y si el muy capullo se había pegado un tiro? ¿Era esperar demasiado? Habría sido una…
Pero la suerte no llegó a tanto. Henry oyó el gruñido que hacía al levantarse la persona caída. Solo había una opción, y Henry la tomó. Se tumbó en el asiento, volvió a rodearse con los brazos de Duddits (lo mejor que pudo) y se hizo el muerto, aunque las posibilidades de éxito le parecieran escasas. En el camino de ida, los malos habían pasado de largo, pero solo por las prisas que debían de llevar. Ahora sería mucho más difícil engañarles con un par de agujeros de bala, unos cristales rotos y la sangre de la hemorragia final del pobre Duddits.
Oyó pasos prensando nieve. A juzgar por el ruido, que era suave, solo había una persona. Debía de tratarse del tristemente famoso Kurtz. El último superviviente. Se acercaba la oscuridad. Ya no era su amiga de siempre (ahora solo se «hacía» el muerto), pero se acercaba.
Henry cerró los ojos… esperó…
Las pisadas pasaron al lado del Humvee sin detenerse.
31
De momento, el objetivo estratégico de Freddy Johnson era al mismo tiempo muy práctico y a muy corto plazo: quería hacer girar el Humvee de los huevos sin quedarse atascado. En caso de conseguirlo, su intención era superar la grieta de East Street (donde se había quedado el Subaru perseguido por Owen) sin meterse en ella de morros. Si conseguía volver a la carretera de acceso, quizá pudiera ampliar un poco sus expectativas. Mientras abría la puerta del Humvee del jefe y se sentaba al volante, reapareció en su cabeza el recuerdo de la autopista. En sentido sur, la I-90 llevaba a mucho oeste americano. Muchos lugares donde esconderse.
Al cerrar la puerta, la peste a pedos acumulados y alcohol etílico frío fue como una bofetada. ¡Pearly! ¡Coño, el hijo de puta de Pearly! Con la emoción se le había olvidado que existiera.
Freddy se giró con el arma en alto… pero Pearly seguía frito. No hacía falta gastar otra bala. Con suerte, Pearly moriría de congelación sin despertarse. Él y su compañeri…
Sin embargo, Pearly no estaba ni dormido ni frito. Tampoco estaba en coma, sino muerto. Y parecía… reducido. Casi momificado. Tenía las mejillas chupadas y arrugadas, y las órbitas muy marcadas, como si debajo de las finas membranas de los párpados se le hubieran caído los ojos en el cráneo vacío. Por otro lado, estaba apoyado en la puerta del copiloto en una postura extraña, con una pierna levantada y casi encima de la otra. Parecía que se hubiera muerto intentando ejecutar un paso de baile. Se le había oscurecido el camuflaje de los pantalones del uniforme, que ahora tenían color de barro, y el asiento, debajo, estaba mojado. Los dedos de la mancha que apuntaba hacia Freddy eran rojos.
—¿Qué co…?
En el asiento de atrás se oyó un chillido ensordecedor, como cuando se pone a tope el volumen de un equipo de música muy potente. Freddy vio que se movía algo con el rabillo del ojo derecho. Apareció en el retrovisor un bicho inverosímil que le arrancó una oreja, le mordió la mejilla, se le metió en la boca y le clavó los dientes en la mandíbula, por la parte interior de las encías. A continuación, el bicho caca de Archie Perlmutter arrancó el lateral de la cara de Freddy como alguien hambriento arrancando una pata de pollo.
Freddy gritó y descargó el arma contra la puerta del copiloto. Después levantó un brazo e intentó apartar al bicho, pero le resbalaron los dedos en una piel tersa, recién nacida. La comadreja retrocedió, echó la cabeza hacia atrás y se tragó lo que había arrancado como un loro engullendo un pedazo de carne cruda. Freddy buscó a tientas el tirador de la puerta de su lado y lo encontró, pero no tuvo tiempo de estirarlo, porque volvió a atacar la cosa, que esta vez hundió la boca en el músculo de donde se juntaban el cuello y el hombro de Freddy. Al abrirse, la yugular soltó un chorro de sangre que chocó con el techo del vehículo y recayó como una lluvia roja.
Los pies de Freddy pataleaban en rápida cadencia, golpeando el freno del Humvee. El ser del asiento trasero volvió a retroceder, como si se lo pensara, se deslizó como una serpiente por el hombro de Freddy y cayó en su regazo.
Cuando el bicho le abrió las tripas, Freddy gritó una vez. No hubo segunda.
32
Henry estaba torcido en el asiento trasero del otro Humvee, viendo que el ocupante del vehículo que estaba aparcado detrás forcejeaba al volante. Se alegraba tanto de la cortina de nieve como del chorro de sangre que chocó con el parabrisas del otro Humvee, empeorando la visión.
Veía de sobra.
Al final, la silueta del asiento del conductor quedó inmóvil y cayó de costado. Entonces se alzó sobre ella un bulto oscuro, como en postura triunfal, y Henry lo reconoció. Había visto lo mismo en la cama de Jonesy, en Hole in the Wall. Lo que se veía claramente era que el Humvee que les había perseguido tenía rota una ventanilla. Henry dudaba que la cosa destacara por su inteligencia, pero ¿cuánta le haría falta para detectar el aire frío?
No les gusta el frío, pensó. Las mata.
En efecto, pero Henry no tenía ninguna intención de conformarse con ello. El motivo no se reducía a la proximidad del embalse, cuyo oleaje llegaba a sus oídos. Algo había contraído una deuda elevadísima, y solo quedaba él para entregar la cuenta. La venganza es muy puta, como tantas veces observara Jonesy, y había llegado la hora de vengarse.
Miró por encima del respaldo de delante. No había armas. Se inclinó un poco más y abrió la guantera. Solo contenía facturas, recibos de gasolina y un libro de bolsillo hecho polvo, Cómo ser tu propio mejor amigo.
Henry abrió la puerta, salió… y le resbalaron los pies. Se cayó de culo con todo su peso, y le rascó la espalda el guardabarros del Humvee, que era muy alto. Fóllame, Freddy. Se levantó, volvió a resbalar, cogió la puerta abierta y consiguió no caerse. Arrastrando los pies, caminó hacia la parte trasera del vehículo a bordo del cual había llegado, sin quitarle ojo al otro idéntico que estaba aparcado detrás. Seguía viendo la cosa de dentro merendándose al conductor con gran aparato de movimientos.
—Quédate donde estás, guapísimo —dijo Henry. Entonces se echó a reír. Era una risa de loco, pero le dio rienda suelta—. Pon unos cuantos huevos y te los hago fritos, que soy un experto. ¿Quieres que te preste Cómo ser tu propio mejor amigo? Tengo un ejemplar.
Ahora se reía tanto que casi no podía hablar, mientras movía los pies por la nieve traicionera como un niño recién salido del colegio, yendo hacia la cuesta más cercana para bajar en trineo. Mientras tanto, procuraba no soltar el lateral del Humvee… claro que, después de las puertas, no había nada que coger ni que soltar. La cosa seguía moviéndose… hasta que de repente ya no la vio. Malo. ¿Dónde coño se había metido? En las pelis chorras de Jonesy, pensó Henry, es cuando empieza la música de miedo. El ataque de las comadrejas asesinas. La idea volvió a hacerle reír.
Ya había dado toda la vuelta al vehículo. Se podía abrir la ventanilla de atrás con un botón… a menos que estuviese cerrada con llave, por supuesto. Aunque no debía de estarlo. ¿No era por donde se había metido Owen? Henry no se acordaba. No, no había manera de acordarse. Así nunca sería su propio mejor amigo.
Entre continuas carcajadas y lágrimas, apretó el botón y la ventanilla de atrás se abrió. La abrió un poco más y miró dentro. Armas, gracias a Dios. Fusiles del ejército como el que se había llevado Owen en su última misión. Cogió uno y lo examinó. Seguro, selección de fuego, 120 BALAS… Todo bien.
—Es tan fácil que podría usarlo un byrum —dijo, provocándose más carcajadas.
Se inclinó con las manos en el estómago, pisando nieve embarrada con cuidado de no volver a caerse. Le dolían las piernas, la espalda, sobre todo le dolía el corazón… pero reía, reía como una hiena.
Con el arma levantada (y el seguro en lo que esperaba fervientemente que fuera la posición de OFF), se acercó al Humvee de Kurtz por el lado del conductor. Le sonaba música de miedo en la cabeza, pero seguía riéndose. Reconoció la tapa del depósito, pero… ¿dónde estaba Gamera, el monstruo del espacio?
Justo entonces, como oyéndole el pensamiento (lo cual, comprendió Henry, era harto posible), la comadreja estrelló la cabeza en el cristal trasero. Suerte que no era el que estaba roto. Tenía la cabeza manchada de sangre, pelos y trozos de carne. Sus ojos horribles, como dos bayas, estaban fijos en los de Henry. ¿Sabía que disponía de una vía de escape? Quizá. Y quizá entendiera que usarla era exponerse a una muerte rápida.
Enseñó los dientes.
Henry Devlin, ganador de un premio de la Asociación Americana de Psiquiatras a la terapia compasiva por un artículo en el New York Times sobre «El final del odio», le enseñó los suyos. Le sentó bien. A continuación le enseñó el dedo anular, por Beaver y por Pete, y le sentó igual de bien.
Al levantar el fusil, la comadreja (que podía ser idiota, pero tampoco tanto) hundió la cabeza y desapareció. Mejor, porque Henry nunca había tenido la menor intención de intentar pegarle un tiro a través del cristal. Eso sí, la idea del bicho en el suelo del vehículo le gustaba. Eso, majo, pensó, ponte todo lo cerca que puedas de la gasolina. Entonces cambió el selector de disparo a automático y soltó una ráfaga larga contra el depósito.
Los disparos fueron ensordecedores. Apareció un agujero enorme e irregular donde había estado la tapa del depósito, pero al principio no ocurrió gran cosa más. ¡Coño!, pensó Henry, ¿y lo que pasa en las pelis? Entonces oyó una especie de silbido rasposo que fue ganando intensidad. Retrocedió dos pasos, y volvieron a resbalarle los dos pies. En esta ocasión, probablemente la caída le salvase de perder la vista, o la vida. La parte trasera del Humvee de Kurtz solo tardó otro segundo en explotar, escupiendo pétalos de fuego amarillo por debajo. Los neumáticos traseros salieron disparados. La nieve que caía se roció de cristales rotos, que en todos los casos le pasaron a Henry por encima de la cabeza. A continuación, como el calor empezaba a ser insoportable, retrocedió a rastras cogiendo el fusil por la correa y riéndose como loco. Se produjo otro estallido, y el aire se llenó de metralla.
Henry se levantó como cuando se sube por una escalera de mano, usando como travesaños las ramas de un árbol que estaba a mano. Jadeando, riéndose, se quedó de pie con dolor en las piernas y la espalda, y una sensación extraña en la nuca. Ahora ardía toda la mitad trasera del Humvee de Kurtz. Dentro se oían los chirridos furiosos de la cosa quemándose.
Dibujó un gran arco hacia el lado del copiloto del Humvee en llamas y apuntó hacia la ventanilla rota, pero se quedó con el entrecejo fruncido hasta que comprendió por qué le parecía una tontería tan grande. Ahora el Humvee tenía rotas todas las ventanillas. Solo quedaba cristal en el parabrisas. Volvió a reírse. ¡No había que ser gilipollas ni nada!
A través del infierno de llamas de la cabina del Humvee, seguía viendo las sacudidas de borracho de la comadreja. ¿Cuántas balas le quedaban, por si al final salía el bicho? ¿Cincuenta? ¿Veinte? ¿Cinco? Hubiera las que hubiera, tendrían que bastar. No estaba dispuesto a arriesgarse a volver al Humvee de Owen para recargar.
La cosa, sin embargó, no llegó a salir.
Henry montó guardia cinco minutos, y los extendió a diez. Nevaba, ardía el Humvee y subía por el cielo una columna de humo negro. Henry pensaba en el desfile de las fiestas de Derry, en la aparición de un hombre alto con zancos, del legendario vaquero; se acordó de la emoción de Duddits, que no se estaba quieto. Se acordó de Pete esperando al resto del grupo en la puerta del cole, con las manos en la boca para que pareciera que fumase. De Pete y sus planes de ser el capitán de la primera expedición tripulada a Marte de la NASA. Pensó en Beaver y su chaqueta de cuero, en sus palillos, y en la nana que le cantaba a Duddits. Pensó en Beav abrazando a Jonesy en la boda de este, diciéndole que tenía que ser feliz por los cuatro.
Jonesy.
Una vez que Henry tuvo la certeza absoluta de que la comadreja estaba muerta (incinerada), se metió por el sendero a fin de averiguar si Jonesy aún estaba vivo. No tenía mucha esperanza… pero descubrió que tampoco había renunciado del todo a ella.
33
El dolor era lo único que retenía a Jonesy en el mundo. Al principio creyó que el hombre demacrado y con las mejillas manchadas de negro que se había puesto de rodillas al lado de él tenía que ser un sueño, o el último capricho de su imaginación. Porque parecía Henry.
—Jonesy… Eh, Jonesy, ¿me oyes? —Henry hizo chasquear los dedos delante de la cara de su amigo—. Llamando, llamando.
—¿Eres Henry? ¿En serio?
—El mismo —dijo Henry.
Echó un vistazo al perro que seguía embutido en la rendija de la boca del tubo 12, y volvió a mirar a Jonesy. Con ternura infinita, le apartó el pelo sudado de la frente.
—Jo, tío, sí que te ha costado… —empezó a decir Jonesy, pero empezó a verlo todo borroso, cerró los ojos, se concentró mucho y volvió a abrirlos—… sí que te ha costado volver de la tienda. ¿Te has acordado del pan?
—Sí, pero he perdido las salchichas.
—Qué tocada de cojones. —Jonesy respiró larga, entrecortadamente—. La próxima vez voy yo.
—Tócame los perendengues, colega —dijo Henry, y Jonesy se deslizó en la oscuridad con una sonrisa.