1
Sur y sur y sur.
Cuando el señor Gray llegó a la altura de la salida de Gardiner, la primera por debajo de Augusta, la capa de nieve era bastante más fina, y, si bien la autopista estaba enfangada, había recuperado sus dos carriles. Había llegado el momento de cambiar el quitanieves por algo menos llamativo, y no solo porque ya no lo necesitase, sino porque le dolían los brazos de Jonesy, poco acostumbrados a manejar un vehículo tan grande. Al señor Gray le importaba bastante poco el cuerpo de Jonesy (al menos quería convencerse de ello, aunque en realidad fuera difícil no cogerle como mínimo un poco de afecto a algo capaz de proporcionar placeres tan inesperados como los de «beicon» y «asesinato»), pero lo necesitaba para unos cuantos centenares de kilómetros más. Sospechaba que Jonesy, para un varón en la mitad de la vida, no estaba en muy buena forma. En parte se debía al accidente, pero también a su trabajo, que era de naturaleza «académica». Debido a él, había prestado escasa atención a los aspectos más físicos de la vida, cosa que al señor Gray le extrañaba, porque aquellos seres eran sesenta por ciento emoción, treinta por ciento sensación y diez por ciento pensamiento (diez calculando por lo alto, pensó el señor Gray). Aquella manera de no hacerle caso al cuerpo le parecía una tontería. Claro que no era problema suyo. Ni de Jonesy. Ya no. Ahora Jonesy era lo que siempre había querido ser, según todos los indicios: puro cerebro; y, a juzgar por su reacción, no le hacía mucha gracia haberlo conseguido.
Lad, el perro, estaba en el suelo del quitanieves, entre colillas, tazas de café de cartón y bolsas de patatas arrugadas, gimiendo de dolor. Tenía el cuerpo hinchado hasta extremos grotescos, con el torso del tamaño de un barril. Pronto le volvería a salir aire y se le deshincharía otra vez la barriga. Como el señor Gray había establecido contacto con el byrum que crecía dentro del perro, podría controlar la gestación.
El perro sería su versión de lo que su huésped tenía conceptuado como «la rusa». Después de colocar al perro, vendría todo rodado.
Retrocedió con la mente para buscar a los demás. De Henry y su amigo Owen ya no recibía nada. Eran como una emisora de radio después del final de la programación. Inquietante. Detrás (acababan de pasar al lado de las salidas de Newport, unos cien kilómetros al norte de donde estaba el señor Gray) había un grupo de tres con un contacto claro: «Pearly». El tal Pearly incubaba un byrum, como el perro. Por eso el señor Gray le sintonizaba con tanta claridad. Antes también había recibido a otro del segundo grupo («Freddy»), pero ya no le captaba. Se le había muerto el byrus. Lo decía «Pearly».
Vio otra de las señales verdes de la autopista: ÁREA DE SERVICIO. Había un Burger King, identificado en los archivos de Jonesy con la doble descripción de «restaurante» y «fast-food». Tendrían beicon. La idea le despertó ruidos en el estómago. Sí, en muchos sentidos sería difícil renunciar a aquel cuerpo; pero bueno, no era momento de comer beicon, sino de cambiar de vehículo. Y con cierta discreción.
El acceso al área de servicio se bifurcaba en una vía para TURISMOS y otra para CAMIONES Y AUTOBUSES. El señor Gray metió el quitanieves naranja en la zona de estacionamiento de camiones (temblándole los músculos de Jonesy por el esfuerzo de girar aquel volante tan grande) y se alegró sobremanera de ver otros cuatro quitanieves aparcados juntos, y casi sin diferencias con el suyo. Aparcó detrás de la fila y apagó el motor.
Buscó a Jonesy y le encontró donde siempre, escondido en aquella zona de seguridad que no se entendía.
«¿Qué, socio, qué te ronda por la cabeza?», murmuró el señor Gray.
Silencio… pero notó que Jonesy le escuchaba.
«¿Qué haces?»
Siguió sin recibir respuesta. En realidad, poco podía hacer Jonesy, porque estaba encerrado y ciego; de todos modos, convenía no olvidarse de él. De Jonesy… con su propuesta, no desprovista de fascinación, de que el señor Gray eludiera sus obligaciones (la necesidad de sembrar) y disfrutara de la vida en la Tierra. De vez en cuando aparecía una idea en la mente del señor Gray, una carta deslizada bajo la puerta del refugio de Jonesy. Según los archivos de Jonesy, los pensamientos de esa clase se llamaban «consignas». Eran ideas simples y que iban al grano. La más reciente decía: EL BEICON SOLO ES EL PRINCIPIO. El señor Gray estaba seguro de que era verdad. Incluso aquí, en su habitación de hospital («¿qué habitación de hospital?, ¿quién es Marcy?, ¿quién quiere que le den una inyección?»), entendía que la vida en el planeta era una pura delicia. La obligación, no obstante, era profunda e inquebrantable: sembraría aquel mundo, y después moriría. ¿Que de camino se le presentaba la ocasión de picar un poco de beicon? Pues mucho mejor.
«¿Quién era Richie? ¿Era uno de los Tigers? ¿Por qué le matasteis?»
Silencio. Pero Jonesy escuchaba. Y con gran atención. El señor Gray odiaba tenerle ahí dentro. Era (la comparación procedía del almacén de Jonesy) como tener una espina de pescado clavada en la garganta, demasiado pequeña para atragantarse pero bastante grande para «dar la lata».
«Jonesy, me tienes hasta los huevos.» Se puso los guantes, los que habían sido del conductor del Dodge. El dueño de Lad.
Esta vez hubo respuesta. «Lo mismo digo, socio. Oiga, y ¿por qué no se va a algún sitio donde sea mejor recibido? ¿Por qué no hace los bártulos y se las pira?»
«No puedo», dijo el señor Gray.
Acercó una mano al perro, que levantó la cabeza y husmeó con gratitud el olor de su dueño en el guante. El señor Gray envió un pensamiento de estate quieto, salió del quitanieves y se encaminó hacia el lateral del restaurante. Al otro lado debía de estar el «aparcamiento de empleados».
«Cabrón, que están a punto de llegar Henry y el otro. Los tienes pegaditos al culo, conque tranqui y pásate en el Burguer el rato que haga falta. Pide ración triple de beicon, no doble.»
«No pueden captarme —dijo el señor Gray, exhalando una nube de vaho. (La sensación del aire frío en la boca, la garganta y los pulmones era deliciosa, tonificante; hasta le parecía fabuloso el olor a gasolina.)—. Si no les capto yo, es que tampoco me captan ellos a mí.»
Jonesy se rio. ¡Se rio! El señor Gray se quedó helado a pocos pasos del contenedor.
«Han cambiado las reglas, amigo. Han pasado a buscar a Duddits, y Duddits ve la línea.»
«No sé qué quiere decir.»
«Lo sabe perfectamente, so cabrón.»
«¡No vuelvas a llamarme eso!», replicó el señor Gray.
«Vale, pero a condición de que no insulte más a mi inteligencia.»
El señor Gray siguió caminando, dobló la esquina y en efecto, había unos cuantos coches, casi todos viejos y cascados.
«Duddits ve la línea.»
Era verdad: el señor Gray sabía lo que quería decir. El que se llamaba Pete había tenido lo mismo, el mismo «don», aunque casi seguro que no tan fuerte como el otro, el misterioso «Duddits».
Al señor Gray no le gustaba la idea de dejar un rastro visible para «Duddits», pero sabía algo que ignoraba Jonesy. «Pearly» consideraba que Henry, Owen y Duddits solo estaban veinticinco kilómetros más al sur que él. De ser cierto, Henry y Owen tenían más de setenta kilómetros de retraso y estaban entre Pittsfield y Waterville. No era, juzgó el señor Gray, lo que se entendía por tenerles «pegaditos al culo».
Aunque tampoco era cuestión de entretenerse.
Se abrió la puerta trasera del restaurante y salió un hombre joven con un uniforme blanco que los archivos de Jonesy identificaron como «de cocinero», llevando dos bolsas grandes de basura con destino, cabía suponer, a los contenedores. Se llamaba John, pero sus amigos le llamaban «Butch». El señor Gray pensó que daría gusto matarle, pero Butch parecía bastante más fuerte que Jonesy, además de más joven y seguro que mucho más veloz. Por otro lado, el asesinato también tenía su cara molesta; lo peor, la velocidad con que perdían vigencia los coches robados.
«Oye, Butch.»
Butch paró y le miró con expresión despierta.
«¿Cuál es tu coche?»
En realidad no era suyo, sino de su madre. Mejor. La tartana de Butch se había quedado en casa por culpa de la batería. El de la madre era un Subaru cuatro por cuatro. Jonesy habría dicho que al señor Gray acababa de salirle otro siete.
Butch le entregó las llaves sin rechistar. Conservaba la expresión despierta, pero ya no estaba consciente.
«De esto no te acordarás», dijo el señor Gray.
—No —convino Butch.
«Seguirás trabajando como si nada.»
—Eso —dijo Butch.
Recogió las bolsas de basura y siguió caminando hacia los contenedores. Para cuando acabara el turno y viera que ya no estaba el coche de su madre, seguro que habría terminado todo.
El señor Gray abrió la puerta del Subaru rojo y entró. En el asiento había media bolsa de patatas con sabor barbacoa. El señor Gray las devoró mientras conducía en dirección al quitanieves, y remató la faena chupando los dedos de Jonesy, que estaban aceitosos. Muy bueno, como el beicon. Recogió al perro, y a los cinco minutos volvía a estar en la autopista.
Sur y sur y sur.
2
La noche es un estruendo de música, risas y voces; todo huele a salchichas a la brasa, chocolate y cacahuetes tostados; florece el cielo con fuegos de colores. Y todo lo une, lo identifica y firma como el autógrafo del propio verano, un rock and roll amplificado por los altavoces instalados en Strawford Park.
Entonces aparece el tío más alto del mundo, un vaquero de casi tres metros contra el cielo en llamas, empequeñeciendo al gentío y dejando boquiabiertos y ojiabiertos a los niños, con la boca manchada de helado. Los padres se ríen y les levantan para que tengan mejor visión, o se los ponen en los hombros. El vaquero tiene el sombrero en una mano, saludando, y en la otra un cartel donde pone FIESTA DE DERRY 1981.
—¿Poqué etanato? —pregunta Duddits.
Tiene en una mano un cucurucho de algodón de azúcar azul, pero ya no se acuerda. Ve andar con zancos al vaquero contra los fuegos artificiales que incendian el cielo, y abre los ojos como cualquier niño de tres años. A un lado tiene a Pete y Jonesy, y al otro a Henry y Beav. El vaquero encabeza un séquito de vírgenes vestales (alguna virgen debe de haber, hasta en el año de gracia de 1981). Llevan faldas tejanas con lentejuelas, y botas blancas de vaquero, y desfilan lanzando y recogiendo bastones.
—No sé por qué es tan alto, Duddits —dice Pete entre risas. Luego arranca un pedazo de algodón de azúcar del cucurucho que tiene Duddits en la mano y aprovecha que su amigo tiene la boca abierta para ponérselo dentro—. Debe de ser magia.
Todos se ríen de que Duddits mastique sin apartar la vista del vaquero con zancos. Ahora Duds es el más alto de todos, hasta más alto que Henry, pero no deja de ser un niño y les llena a todos de felicidad. El mágico es él. Todavía falta un año para que encuentre a Josie Rinkenhauer, pero ya saben los cuatro que es mágico. Por mucho miedo que les diera enfrentarse con Richie Grenadeau y sus amigos, fue el día de más suerte de toda su vida. En eso están todos de acuerdo.
—¡Eh, grandullón! —berrea Beaver, saludando al vaquero alto con su gorra, que es de los Tigers de Derry—. ¡Tócame los perendengues!
Se mueren todos de risa (hay que decir que es un recuerdo de los que hacen época: la noche en que Beaver empezó a soltarle barbaridades al vaquero con zancos del desfile de las fiestas de Derry, con el cielo lleno de pólvora); todos menos Duddits, que sigue mirando con los ojos como platos, y Owen Underhill (¡Owen!, piensa Henry; ¿cómo has llegado tú aquí?), que parece preocupado.
Owen le está zarandeando. Owen está diciéndole que se despierte. ¡Henry, despier
3
ta, por Dios!
Lo que acabó sacando a Henry de su sueño fue el tono de miedo de Owen. Le duró unos segundos el olor a cacahuetes y al algodón de azúcar de Duddits, hasta que se impuso la realidad: un cielo blanco, los carriles nevados de la autopista y una señal verde de PRÓXIMAS DOS SALIDAS AUGUSTA. La realidad de Owen sacudiéndole, y de una especie de ladridos desesperados que llegaban de detrás. Duddits tosiendo.
—¡Despierta, Henry, que sangra! Coño, tío, haz el favor de…
—Que sí, que ya estoy despierto.
Henry se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso de rodillas hacia atrás. Se le quejaron los músculos de los muslos, que habían trabajado demasiado, pero no les hizo caso.
Se esperaba algo peor. El pánico de la voz de Owen le había preparado para alguna especie de hemorragia, pero solo eran gotas en un agujero de la nariz, y que Duddits, al toser, salpicaba un poco de sangre. Owen debía de pensar que el pobre Duds estaba echando los pulmones, cuando en realidad lo más probable era que se hubiera hecho una heridita en la garganta. Claro que no dejaba de ser peligroso, porque en su estado, cada vez más endeble, podía ser grave cualquier cosa. Podía matarle un simple microbio de resfriado. Nada más verle, Henry había sabido que estaba en las últimas.
—¡Duds! —le interpeló con dureza. Algo diferente. Algo diferente en él, en Henry. ¿Qué? No tenía tiempo de pensarlo—. ¡Duddits, respira por la nariz! ¡Por la nariz, Duds! ¡Así!
Henry hizo una demostración, respirando hondo varias veces con la nariz muy dilatada… y al espirar le salieron hilitos blancos. Como la pelusa de algunas plantas, al estilo del diente de león. Byrus, pensó Henry; me crecía por dentro de la nariz, pero se ha muerto. Lo estoy sacando cada vez que respiro. Entonces comprendió la diferencia: ya no le picaba nada, ni el muslo, ni la boca, ni la ingle. Seguía notándose la boca como si estuviera forrada de moqueta, pero no le picaba.
Duddits empezó a imitarle con respiraciones por la nariz, y enseguida se le alivió la tos. Henry cogió la bolsa de papel, encontró un frasco de jarabe inofensivo para la tos y se lo dio a beber a Duddits con el tapón, diciendo:
—Con esto mejorarás.
Confianza no solo en las palabras, sino en el tono. Con Duddits importaba mucho el tono.
Duddits se bebió la dosis de jarabe, hizo una mueca y sonrió a Henry. Ya no tosía, pero seguía goteándole sangre en un lado de la nariz… y Henry vio que también le sangraba el rabillo de un ojo. Mala señal, como la palidez extrema de su amigo, que ahora llamaba mucho más la atención que en casa. El frío… una noche sin dormir… la excitación, mala para alguien tan enfermo… No anunciaba nada bueno, no. Duddits empezaba a pillar algo, y, como estaba en fase terminal de leucemia, podía morirse hasta de una infección nasal.
—¿Cómo está? —preguntó Owen.
—¿Duds? Es de hierro. ¿A que sí, Duddits?
—Deyero —asintió Duddits, flexionando un brazo tan flaco que daba pena.
Viéndole tan demacrado y con cara de cansancio (pero haciendo el esfuerzo de sonreír), Henry tuvo ganas de gritar. La vida era injusta. Pensó que ya hacía muchos años que debía de saberlo, pero lo de Duddits iba más allá. No era una simple injusticia, sino una rotunda monstruosidad.
—A ver qué te han puesto para beber, guapetón.
Cogió la fiambrera amarilla.
—Cubidú —dijo Duddits. Sonreía, pero se le notaba el agotamiento en la voz.
—Pues sí, tenemos trabajo —asintió Henry, abriendo el termo.
Le dio a Duddits la pastilla matinal de Prednisona, aunque faltara un poco para las ocho, y a continuación le preguntó si también quería Percocet. Duddits se lo pensó y enseñó dos dedos. A Henry se le cayó el alma a los pies.
—Estás un poco hecho polvo, ¿eh? —dijo, pasándole a Duddits dos tabletas de Percocet por encima del respaldo.
No necesitaba respuesta. La gente como Duddits no pedía una pastilla de más porque tuviera ganas de ponerse a tono.
Duddits movió la mano como un balancín: comme ci comme ça. En su memoria, Henry tenía el gesto tan vinculado a Pete como a Beaver los lápices y los palillos mordidos.
Roberta había llenado el termo de lo que le gustaba más a Duddits, leche con cacao. Henry le llenó una taza, la sujetó mientras el Humvee derrapaba en un tramo resbaladizo de autopista y se la dio. Duddits se tomó las pastillas.
—¿Dónde te duele, Duddits?
—Aquí. —La mano en la garganta—. Yaquí. —La mano en el pecho; después se puso un poco rojo, vaciló y se la puso en la entrepierna—. Yaquí.
Una infección del tracto urinario, pensó Henry. Fantástico.
—¿Lapatilla mecudan?
Henry asintió con la cabeza.
—Sí, las pastillas te curan. Tú déjalas que hagan lo que tienen que hacer. ¿Aún estamos en la línea, Duddits?
Duddits asintió con énfasis y señaló la ventanilla. Henry (por enésima vez) tuvo curiosidad por saber qué veía. Se lo había preguntado a Pete, y Pete le había dicho que era como un hilo, y que en general costaba verlo. «Lo mejor es cuando es amarillo —le había dicho—. El amarillo siempre destaca más. No sé por qué.» Si Pete veía un hilo amarillo, quizá Duddits viera toda una franja amarilla, y hasta el camino amarillo de Dorothy en El mago de Oz.
—Si se mete por otra carretera, nos avisas, ¿vale?
—Vale.
—¿Seguro que no te dormirás?
Duddits sacudió la cabeza. A decir verdad, con los ojos brillándole en la cara demacrada, parecía más vivo y despierto que nunca. Henry pensó que a veces las bombillas brillaban con una misteriosa intensidad poco antes de fundirse.
—Bueno, pero si notas que te entra sueño me avisas y paramos a por café. Te necesitamos despierto.
—Vale.
Cuando Henry empezaba a girarse hacia adelante, moviendo su cuerpo dolorido con la mayor precaución, Duddits dijo algo más.
—Ezeñó Gue quere becon.
—¿En serio? —dijo Henry, pensativo.
—¿Qué? —preguntó Owen—. No le he entendido.
—Dice que el señor Gray quiere beicon.
—¿Es importante?
—No lo sé. Oye, ¿este trasto tiene radio normal? Es que me gustaría oír las noticias.
La radio normal estaba debajo del salpicadero y parecía recién instalada, como un accesorio añadido. Justo cuando iba a tocarla, Owen frenó de golpe porque se les había cruzado un Pontiac (sin cadenas ni tracción en las cuatro ruedas). El Pontiac dio unos cuantos bandazos, y al final decidió quedarse un poco más en la carretera. En cuestión de segundos cogió los cien por hora (cálculos de Henry) y se alejó. Owen lo miraba con el entrecejo fruncido.
—No quiero meterme, porque conduces tú —dijo Henry—, pero, si ese tío puede ir sin cadenas, ¿por qué no hacemos lo mismo? No sería mala idea ganar un poco de terreno.
—Los Humvee van mejor con barro que con nieve. Hazme caso.
—Ya, pero…
—Además, en diez minutos le adelantaremos. Te apuesto una botellita de whisky bueno. O choca con la barrera y se cae por la cuesta, o se empotra en la del medio. Si tiene suerte no dará una vuelta de campana. Y otra cosa, aunque solo sea un tecnicismo: somos fugitivos escapando de la autoridad, y no podremos salvar el mundo en una cárcel de… ¡Coño!
Les adelantó a toda leche, levantando la nieve, un Ford Explorer con tracción en las cuatro ruedas, pero que iba demasiado deprisa para las condiciones de la carretera (a unos ciento diez por hora). Tenía mucho bulto en la baca. Como la lona azul que la tapaba estaba atada de cualquier manera, Henry vio qué había debajo: maletas. Adivinó que no tardarían en caerse.
Después de haberse encargado de Duddits (ya surtía efecto el jarabe), Henry miró la carretera con detenimiento y no acabó de sorprenderle lo que vio. Aunque en sentido norte siguiera sin circular casi nadie por la autopista, los dos carriles contrarios estaban llenándose deprisa… y en efecto, por todas partes se habían salido coches.
Owen encendió la radio justo cuando les adelantaba un Mercedes salpicando barro. Tocó el botón de búsqueda, encontró música clásica, volvió a apretarlo, salieron los arrullos de Kenny G, y a la tercera pulsación… salió una voz.
«… un porro que te cagas, como un misil», decía la voz.
Henry y Owen se miraron.
—Dice caga elarayo —comentó Duddits desde el asiento trasero.
—Exacto —contestó Henry. Se oyó que el de la voz inhalaba en pleno micro—. Y para mí que se está fumando uno gordo.
«No sé qué pensará la Comisión de Comunicaciones —dijo el locutor, tras una exhalación larga y ruidosa—, pero, como sea verdad la mitad de lo que oigo, pasaré bastante de comisiones. Hermanos y hermanas, anda suelta ni más ni menos que una epidemia intergaláctica. Os aconsejo que canceléis cualquier viaje al norte.»
Otra inhalación larga y ruidosa.
«Queridos oyentes, ya tenemos aquí a los marcianetes. Es la noticia que nos llega de los condados de Somerset y Castle. Epidemias, rayos mortales… Va a ser la rehostia. Iba a poner publicidad de neumáticos Century, pero que se jodan. —Ruido de algo rompiéndose. Parecía plástico. Henry estaba fascinado. Había vuelto su amiga, la oscuridad, y no en su cabeza, sino en la puta radio—. Hermanos, si estáis yendo en coche más al norte de Augusta, allá va un consejito de vuestro colega Dave el Solitario, por la WWVE: dad media vuelta. Y ahora mismo, tíos. Os pongo un disquete para ambientar la maniobra.»
Como era de esperar, Dave el Solitario puso a los Doors. Jim Morrison recitando The End. Owen pasó a onda media.
Consiguió encontrar noticias. El que las daba no ponía voz de flipado. Algo era algo. Otro paso en la buena dirección: dijo que no había razón para que cundiera el pánico. Después puso declaraciones del presidente y el gobernador Baldacci, que venían a decir lo mismo: tranquis, no os pongáis nerviosos que está todo controlado. Muy bonito y muy relajante, jarabe para el organismo político. A las once de la mañana, horario este, tenía que comparecer el presidente para dar un informe completo a la ciudadanía.
—Será el discurso que decía Kurtz —señaló Owen—. Solo lo han adelantado uno o dos días.
—¿Qué discurso…?
—Shhh.
Owen señaló la radio.
Después de tranquilizar los ánimos de su audiencia, el locutor procedió a encenderlos de nuevo repitiendo gran parte de los rumores que ya le habían oído al flipado de la FM, pero en lenguaje más fino: epidemia, invasores del espacio, rayos… A continuación, el tiempo: nevadas ocasionales, seguidas de lluvia y viento por la llegada de un frente cálido (y de los marcianos asesinos). Se oyó un pitido, y empezó desde el principio el mismo boletín.
—¡Mira! —dijo Duddits—. ¡Ede ante! ¿Tacueda?
Señalaba por la ventana sucia, temblándole el dedo y la voz. Ahora Duddits tiritaba y le castañeteaban los dientes.
Owen echó un vistazo al Pontiac (en efecto, se había empotrado en la barrera de separación entre los dos grupos de carriles; no había volcado del todo, pero estaba de lado, con los desconsolados pasajeros rodeándolo), y después se volvió para mirar a Duddits. Lo vio más pálido que antes, temblando y con un trozo de algodón en la nariz, manchado de sangre.
—¿Está bien, Henry?
—No lo sé.
—Saca la lengua.
—¿No sería mejor que miraras la…?
—No protestes, que voy bien. Saca la lengua.
Henry obedeció. Owen se la miró e hizo una mueca.
—Tiene peor pinta, aunque debe de estar mejor. Se ha puesto blanca toda la porquería.
—Sí, como en el corte que tengo en la pierna —dijo Henry—. Y tú igual, en la cara y las cejas. Menos mal que no se nos ha metido en los pulmones. —Hizo una pausa—. A Perlmutter se le puso en el intestino, y ahora le crece una cosa de esas.
—¿A cuánto están, Henry?
—Yo creo que a unos treinta kilómetros. Puede que alguno menos. Vaya, que si pudieras acelerar… aunque solo fuera un poquito…
Owen pisó el pedal con la seguridad de que Kurtz haría lo mismo en cuanto se enterara de que ahora formaba parte de un éxodo general, y de que por lo tanto corría mucho menos riesgo de que le parara la policía, civil o militar.
—Sigues oyendo a Pearly —dijo Owen—, y eso que se te está muriendo el byrus. ¿Es por…?
Señaló hacia atrás con el pulgar, refiriéndose a Duddits, que estaba reclinado y de momento ya no temblaba.
—Sí, claro —dijo Henry—. Lo de Duddits lo recibí mucho antes de empezar todo esto. Igual que Jonesy, Pete y Beaver. No nos dábamos ni cuenta. Era una parte más de la vida. —Claro, claro, como todo eso de pensar en bolsas de plástico, puentes y escopetas en la boca. Una parte más de la vida—. Ahora es más fuerte. Puede que a la larga disminuya, pero lo que es ahora… —Se encogió de hombros—. De momento oigo voces.
—Pearly.
—Por ejemplo —asintió Henry—. Y otros con el byrus en fase activa. La mayoría está detrás.
—¿Y tu amigo Jonesy? ¿O Gray?
Henry negó con la cabeza.
—El que oye algo es Pearly.
—¿Pearly? Y ¿cómo puede ser?
—Ahora mismo tiene más radio mental que yo, por el byrum…
—¿El qué?
—Lo que tiene en el culo —dijo Henry—. El bicho caca.
—Ah.
Owen tuvo un momento de náuseas.
—Lo que oye no parece humano. Dudo que sea el señor Gray, pero tampoco es imposible. En todo caso, lo capta.
Condujeron un rato en silencio. Había bastante tráfico, con algunos conductores haciendo salvajadas (encontraron el Explorer justo al sur de Augusta, en la cuneta, sin nadie dentro y con las maletas en el suelo), pero Owen se consideró afortunado. Supuso que la tormenta había hecho que se quedara mucha gente en casa. Existía la posibilidad de que quisieran huir aprovechando que había pasado el mal tiempo, pero él y Henry se habían adelantado al grueso de la ola. En muchos aspectos les había beneficiado la nevada.
—Voy a decirte una cosa —acabó anunciando Owen.
—No hace falta que lo digas. Te tengo justo al lado, a corto alcance, y aún recibo una parte de lo que piensas.
Lo que pensaba Owen era que, si creyera que Kurtz se daría por satisfecho cogiéndole a él, frenaría y se apearía del Humvee. En realidad no creía tal cosa. Owen Underhill era el principal objetivo de Kurtz, pero este comprendía que Owen no habría incurrido en tan monstruosa traición sin verse obligado a ello. No; le pegaría un tiro a Owen en la cabeza y seguiría. Al menos, con Owen, Henry tenía alguna oportunidad. Sin él, casi seguro que era hombre muerto. Y Duddits igual.
—Seguiremos juntos —dijo Henry—. Amigos hasta el final, como suele decirse.
Se oyó en el asiento de atrás:
—Tenemo tabajo.
—Exacto, Duds. —Henry desplazó el brazo hacia atrás y dio un apretón a la mano fría de Duddits—. Tenemos trabajo.
4
Diez minutos después, Duddits recuperó toda su animación y les hizo meterse en la primera área de descanso de la autopista pasada Augusta. De hecho faltaba muy poco para Lewiston.
—¡Liña! ¡Liña! —exclamó antes de otro ataque de tos.
—Tranquilo, Duddits —dijo Henry.
—Deben de haber parado a tomarse un café y una pasta —dijo Owen—. O un bocadillo de beicon.
Duddits, sin embargo, les guio hacia la parte trasera, el aparcamiento de empleados. Frenaron, y Duddits bajó. Al principio se quedó quieto, murmurando y con aspecto frágil bajo el cielo nublado, como si cada ráfaga de viento amenazara su estabilidad.
—Henry —dijo Owen—, no sé en qué está tan enfrascado, pero si es verdad que Kurtz está muy cerca…
Justo entonces, sin embargo, Duddits asintió con la cabeza, volvió a meterse en el Humvee e indicó la señal de salida. Se le veía más cansado que nunca, pero también satisfecho.
—¡Pero bueno! —dijo Owen, desconcertado—. ¿Qué ha sido eso?
—Me parece que ha cambiado de coche —dijo Henry—. ¿Es eso, Duddits? ¿Ha cambiado de coche?
Duddits asintió con énfasis.
—¡Obado! ¡A dobado uno!
—Ahora irá más deprisa —dijo Henry—. Owen, hay que meter un poco más de caña. Pasando de Kurtz. Tenemos que coger al señor Gray.
Owen miró a Henry de reojo… y después con mayor atención.
—¿Qué te pasa? Te has quedado blanco.
—He sido muy estúpido. Debería haber sabido qué planes tenía desde el principio. La única excusa que tengo es que estaba cansado y tenía miedo, pero no me servirá de nada, porque como… Owen, tienes que cogerle. Va hacia el oeste de Massachusetts, y tienes que cogerle antes de que llegue.
Ahora rodaban por nieve medio deshecha. La conducción era engorrosa, pero mucho menos arriesgada. Owen llegó hasta noventa y cinco, porque no se atrevía a más.
—Voy a intentarlo —dijo—, pero, como no tenga un accidente o una avería… —Negó con movimientos lentos de la cabeza—. Cosa que dudo. Lo dudo mucho.
5
De niño (cuando se llamaba Coonts) lo había soñado con frecuencia, pero, desde las poluciones y sudores de la adolescencia, solo una o dos veces. Corría por un campo, con luna llena, y tenía miedo de mirar hacia atrás porque le perseguía… la cosa. Corría con todas sus fuerzas, pero claro, en los sueños nunca se corre bastante. Llegó un momento en que lo tuvo tan cerca que oía su respiración seca y percibía su olor seco peculiar.
Llegó a la orilla de un lago grande y tranquilo, a pesar de que en el pueblo de Kansas seco y miserable de su niñez nunca había habido ningún lago, y aunque era bonito (ardía la luna en sus profundidades como una lámpara) le dio mucho miedo porque le cortaba el camino y no sabía nadar.
Cayó de rodillas a la orilla del lago (el sueño, en ese sentido, era idéntico a los de su infancia), pero en lugar de ver el reflejo de la cosa en el agua inmóvil, el horrible hombre espantapájaros con la cabeza de arpillera rellena y las manos hinchadas, con guantes azules, esta vez vio a Owen Underhill con la cara llena de manchas. A la luz de la luna, las manchas de byrus parecían grandes lunares negros, esponjosos y amorfos.
De niño siempre se había despertado en ese momento (y muchas veces con la picha tiesa, por raro que fuera que a un niño se la pusiera dura un sueño tan angustioso), pero esta vez la cosa (Owen) llegó a tocarle, y en el reflejo de los ojos en el agua había una mirada de reproche. Quizá una pregunta.
«¡Porque has desobedecido órdenes, chaval! ¡Porque has cruzado la línea!»
Levantó la mano para empujar a Owen, apartar aquella mano… y vio la suya a la luz de la luna. Estaba gris.
No, se dijo, solo es la luna.
Ahora bien, solo tenía tres dedos. ¿Eso también era la luna?
La mano de Owen encima de él, tocándole, contagiándole su asquerosa enfermedad… y atreviéndose aun así a llamarle…
6
—… jefe. ¡Jefe, despierte!
Kurtz abrió los ojos y se incorporó gruñendo, al mismo tiempo que apartaba la mano de Freddy. No la tenía en el hombro, sino en la rodilla. Freddy estaba al volante, con el brazo hacia atrás sacudiéndole la rodilla, pero seguía siendo intolerable.
—Ya estoy despierto, ya estoy despierto.
Se puso las manos delante de la cara para demostrarlo. No tenía piel rosada de niño, ni mucho menos, pero tampoco estaban grises, y poseía cada una los cinco dedos preceptivos.
—¿Qué hora es, Freddy?
—Ni idea, jefe. Solo puedo decirle que aún es por la mañana.
Naturalmente. Se habían escacharrado todos los relojes. Hasta se le había quedado sin cuerda el de bolsillo. Como era tan víctima de los tiempos modernos como cualquier hijo de vecino, se había olvidado de dársela. Kurtz, cuyo sentido del tiempo nunca había dejado que desear en cuanto a precisión, intuyó que eran sobre las nueve; o sea, que le había durado unas dos horas el sueñecito. No era mucho, pero tampoco necesitaba mucho. Se encontraba mejor; bastante bien, en todo caso, para notarle a Freddy la preocupación en la voz.
—¿Qué te pasa, chavalote?
—Dice Pearly que ahora ya no tiene contacto con ninguno. Dice que el último era Owen, y que ahora tampoco le recibe. Dice que Owen debe de haber rechazado el hongo de Ripley, señor.
Kurtz, de reojo y por el retrovisor, vio la mueca de burla de Perlmutter, como diciendo: «Os he engañado».
—¿Qué pides, Archie?
—Nada —dijo Pearly, con tono bastante más lúcido que antes de la cabezadita de Kurtz—. Aunque… es verdad que me iría bien beber un poco de agua. Hambre no tengo, pero…
—Supongo que se podría hacer una paradita —dijo Kurtz—; eso si tuviéramos contacto, porque si les hemos perdido a todos, tanto al que se llama Jones como a Owen y Devlin… Tú ya me conoces, chavalote: me moriré mordiendo, y hasta entonces harán falta dos cirujanos y un tiro para que abra la boca. Te espera un día largo y de mucha sed, porque Freddy y yo vamos a tener que buscarle por todas las carreteras que van al sur. Menos si nos ayudas, Archie; entonces le ordenaré a Freddy que se meta por la primera salida y entraré personalmente en el primer súper de carretera para comprarte la botella más grande de agua mineral que tengan en la nevera. ¿A que te apetecería?
Kurtz notó que sí en que Perlmutter se mojó los labios, primero por dentro y luego sacando la lengua (el Ripley de sus labios y mejillas seguía igual de lozano, con mayoría de manchas de color rojo claro y otras más vinosas), pero volvió a verle cara de travieso. Movía mucho los ojos, con costras de Ripley en los bordes. De repente Kurtz comprendió la situación: el pobre Pearly había enloquecido. Nada como un loco, quizá, para reconocer a otro.
—Juro por Dios que le he dicho la verdad. Ya no tengo contacto con nadie.
Archie, sin embargo, se puso un dedo al lado de la nariz y volvió a mirar el retrovisor con cara de pícaro.
—Yo creo que si les cogemos tendrás bastantes posibilidades de curarte, nene. —Kurtz lo dijo con el tono más seco de su repertorio, tono de pura constatación—. ¿Bueno, qué? ¿A cuál sigues recibiendo? ¿A Jonesy? ¿O al nuevo, Duddits?
—No, a ese no. A ninguno.
Pero el dedo paralelo a la nariz, la cara de travieso…
—Dímelo y te doy agua —dijo Kurtz—. Como sigas tocándome los huevos, te pego un tiro y te suelto en la nieve. Venga, léeme el coco y dime que es mentira.
Pearly le miró un poco más por el retrovisor con mala cara. Luego dijo:
—Jonesy y el señor Gray aún van por la autopista. Ahora están por Portland. Jonesy le ha explicado al señor Gray cómo se rodea la ciudad por la 295. Bueno, tanto como explicar… Tiene en la cabeza al señor Gray, que cuando quiere algo lo coge.
Oyéndolo, Kurtz se quedó cada vez más pasmado, pero sin interrumpir sus cálculos.
—Hay un perro —dijo Pearly—. Van con un perro que se llama Lad. Es con el que estoy en contacto. Está… como yo. —Volvieron a encontrarse sus ojos con los de Kurtz en el retrovisor, pero esta vez sin malicia, sino con una especie de media cordura angustiada—. ¿En serio ve alguna posibilidad de que vuelva a…? A ser yo, vaya.
El hecho de saber que Perlmutter podía leerle el pensamiento hizo que Kurtz procediera con cautela.
—Como mínimo, creo que se te podría quitar lo de dentro. ¿Con un médico que entienda la situación? Sí, yo creo que sí. Una buena dosis de cloroformo, y cuando te despiertes… ¡Nada! —Kurtz se dio un beso en las puntas de los dedos y miró a Freddy—. Si están en Portland, ¿cuánto nos llevan?
—Yo diría que unos ciento diez kilómetros, jefe.
—Pues acelera un poco, hombre de Dios; sin salirnos de la carretera, pero corre un poco más.
Ciento diez kilómetros. Y si Owen, Devlin y Duddits sabían lo mismo que Archie Perlmutter, continuarían la persecución.
—A ver si me aclaro, Archie. El señor Gray está dentro de Jonesy…
—Sí.
—¿Y van con un perro que puede leerles el pensamiento?
—El perro oye lo que piensan, pero sin entenderlo. De momento no pasa de ser un perro. Jefe, que tengo sed.
¡Coño! ¡Escucha al perro como si fuera la radio!, pensó Kurtz sin salir de su asombro.
—Freddy, la próxima salida. Barra libre.
Le molestaba tener que parar (le molestaba cualquier ventaja de Owen, aunque solo fueran tres o cuatro kilómetros), pero necesitaba a Perlmutter, y a ser posible contento.
Tenían delante el área de descanso donde el señor Gray había cambiado el quitanieves por el Subaru del cocinero, y donde también habían hecho una breve parada Owen y Henry porque pasaba la línea por dentro. El aparcamiento estaba repleto, pero entre los tres tenían bastante calderilla para las máquinas de bebidas de fuera.
Gracias a Dios.
7
Más allá de los triunfos y fracasos de la llamada «presidencia de Florida» (cuestión de la que queda casi todo por escribir), hay algo que no puede negarse: aquella mañana de noviembre, con su discurso, el presidente acabó con el «pánico espacial».
Respecto a por qué funcionó el discurso hubo diversas opiniones («más que dotes de liderazgo, fue elegir bien el momento», dijo, desdeñosa, una voz crítica), pero funcionó. Hubo gente que ya había emprendido la huida, pero que tenía tanta hambre de noticias claras que salió de la carretera para ver hablar al presidente. Las tiendas de electrodomésticos de los centros comerciales se llenaron de gente silenciosa y muy atenta. En las estaciones de servicio de la interestatal 95 cerraron las tiendas, y se instalaron televisores al lado de las cajas registradoras inactivas. Se llenaban los bares. En muchas partes hubo gente que abrió las puertas a cualquier persona que quisiera oír el discurso. Podrían haberlo escuchado por la radio del coche (como fue el caso de Jonesy y el señor Gray), y así no habrían tenido que parar, pero solo lo hizo una minoría. En general había ganas de verle la cara al líder. Según los detractores del presidente, el único efecto del discurso fue romper la inercia del pánico. «En un momento así podría haber salido Porky a hacer un discurso y habría conseguido el mismo resultado», opinó uno de ellos. Distinto parecer expresó otro: «Era el momento decisivo de la crisis. Debía de haber unas seis mil personas yendo en coche. Si el presidente hubiera dicho algo mal, por la tarde habrían sido seis mil por dos, y a saber si para cuando llegase la oleada a Nueva York (la mayor cantidad de desplazados desde la recesión de los treinta) no habrían sido seiscientos mil. Los americanos, sobre todo los de Nueva Inglaterra, acudieron al presidente que habían elegido por la mínima buscando ayuda, consuelo, seguridad… y él reaccionó con un discurso a la nación que puede haber sido el mejor de la historia. Así de sencillo.»
La cuestión, sencilleces, sociología y liderazgos al margen, fue que el discurso se ajustó bastante a las expectativas de Owen y Henry, mientras que Kurtz podría haber adivinado cada palabra, cada expresión. El discurso giró en torno a dos ideas simples, presentadas como hechos irrefutables y calculadas para paliar el miedo que palpitaba en el pecho del americano medio, tan satisfecho, por lo general. La primera idea era que, aunque los visitantes no hubieran venido con ramitas de olivo y regalos, tampoco habían dado ninguna muestra de comportamiento agresivo u hostil. La segunda, que, si bien eran portadores de una especie de virus, se había logrado confinarlo a la zona de Jefferson Tract. (El presidente la señaló en una pantalla con la pericia de un meteorólogo indicando una zona de bajas presiones.) No solo estaba aislado, sino que se moría solo, sin intervención de los científicos y expertos militares que habían acudido a la zona.
«Aún no está comprobado del todo —dijo el presidente a una audiencia sin aliento (es posible que los que menos aliento tuvieran fueran los que se encontraban en la zona de Nueva Inglaterra, lo cual no carecía de justificación)—, pero tendemos a pensar que nuestros visitantes traían consigo el virus como hay gente que viaja al extranjero y vuelve a su país de origen con algún insecto en el equipaje, o en las compras que ha hecho. Lo normal es que lo detecte el personal de aduanas, pero claro —[gran sonrisa del gran padre blanco]—, los visitantes a los que me refiero no han pasado ningún control aduanero.»
En efecto, se conocían víctimas mortales del virus, en su mayoría personal militar, pero la gran mayoría de los que lo habían contraído («el hongo presenta un aspecto parecido al del pie de atleta», dijo el gran padre blanco) lo rechazaban sin dificultad. La zona había sido puesta en cuarentena, pero fuera de ella nadie estaba en peligro. «A los que estén en Maine y se hayan marchado de casa —dijo el presidente— les sugeriría que volvieran. Como dijo Franklin Delano Roosevelt, solo hay que tenerle miedo al propio miedo.»
La masacre de grises, la explosión de la nave, los cazadores enterrados, el incendio en la tienda de Gosselin y la evasión, ni mentarlos. No se dijo nada de que a los últimos Imperial Valley de Gallagher les abatieran como perros (porque eran eso, perros, y para muchos peores que perros). Kurtz y el agente de contagio (Jonesy) no merecieron una sílaba. El presidente soltó lo justo para pararle los pies al pánico y evitar que se descontrolara.
La mayoría de la gente siguió su consejo y volvió a casa.
Claro que algunos no podían.
Algunos se habían quedado sin casa.
8
El pequeño desfile se desplazaba hacia el sur bajo un cielo muy gris, encabezado por el Subaru rojo oxidado que no volvería a ver Marie Turgeon, vecina de Litchfield. Henry, Owen y Duddits le seguían a unos noventa kilómetros, o unos cincuenta y cinco minutos. Al salir del área de descanso y reintegrarse al tráfico (con Pearly tragándose su segunda botella de agua mineral), Kurtz y sus hombres estaban a unos ciento veinte kilómetros de Jonesy y el señor Gray, y a unos treinta de la presa principal de Kurtz.
Sin la capa de nubes, un observador que volara bajo habría podido ver al mismo tiempo el Subaru y los dos Humvee a las 11.43 hora este, que fue cuando el presidente dio colofón a su discurso con la siguiente despedida: «Que Dios os bendiga, americanos, y que Dios bendiga a América».
Jonesy y el señor Gray entraban en New Hampshire por el puente Kittery-Portsmouth; Henry, Owen y Duddits pasaban al lado de la salida 9, por donde se accede a las localidades de Falmouth, Cumberland y Jerusalem’s Lot; Kurtz, Freddy y Perlmutter (cuyo abdomen volvía a inflarse, y que estaba estirado soltando gases nocivos, posible comentario crítico al discurso del gran padre blanco) se hallaban no muy al norte de New Brunswick. La razón de que fuera tan fácil detectar los tres vehículos era la cantidad de gente que se había parado a ver al presidente impartiéndoles su clase sedante y con pantalla.
Valiéndose de la memoria de Jonesy, cuya organización era admirable, el señor Gray pasó de la interestatal 95 a la 495 justo después de cruzar la frontera entre New Hampshire y Massachusetts… y, dirigido por Duddits, que veía el paso de Jonesy como una línea de color amarillo chillón, lo mismo, a su tiempo, haría el primer Humvee. En la localidad de Marlborough, el señor Gray cambiaría la 495 por la 90, una de las grandes arterias este-oeste del país. En Massachusetts recibe el nombre de Mass Pike. Según Jonesy, en la salida 8 ponía Palmer, UMass, Amherst y Ware. El Quabbin estaba a seis kilómetros de Ware.
Lo que buscaba era el tubo 12. Lo decía Jonesy, que, aunque quisiera mentir, no podía. Las oficinas de la compañía de aguas de Massachusetts estaban en la presa de Winsor, al extremo sur del embalse de Quabbin. Llegar sería cosa de Jonesy; el resto, del señor Gray.
9
Jonesy no podía seguir sentado al escritorio, porque empezaría a lloriquear; del lloriqueo pasaría al berreo, del berreo al pataleo, y se arriesgaba a que el pataleo le hiciera salir y echarse en brazos del señor Gray, tarado perdido y a punto para la extinción.
¿Y ahora dónde estamos?, se preguntó. ¿Ya hemos llegado a Marlborough? ¿Ya hemos salido de la 495 para coger la 90? Sí, yo diría que sí.
Claro que con la persiana era imposible cerciorarse. Jonesy miró la ventana… y no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué remedio! Ahora, en lugar de RÍNDETE Y SAL, ponía lo que había pensado él: RÍNDETE, DOROTHY.
Lo he hecho yo, pensó, y seguro que si quisiera podría hacer desaparecer la persiana.
Muy bien, y ¿entonces qué? El señor Gray instalaría otras, o se contentaría con embadurnar el cristal con pintura negra. Mientras quisiera evitar que Jonesy mirara afuera, Jonesy seguiría igual de ciego. La cuestión era que el señor Gray controlaba su parte exterior. Le había explotado la cabeza, había esporulado en las narices de Jonesy (el doctor Jekyll convirtiéndose en Mr. Byrus), y Jonesy le había inhalado. Ahora el señor Gray era…
Un incordio, pensó Jonesy.
La idea suscitó un conato de protesta; no solo eso, sino que Jonesy tuvo una idea coherente en contra («no; es al revés; el que ha salido, el que se ha escapado has sido tú»), pero la rechazó. Eran chorradas seudointuitivas, alucinaciones cognitivas que no se diferenciaban mucho de los oasis que hacía ver la sed en el desierto. Él estaba encerrado. El señor Gray estaba fuera comiendo beicon y llevando la batuta. Dejarse convencer por ideas así era como hacerse una inocentada a sí mismo.
Tengo que hacer que vaya menos deprisa, pensó. Ya que no puedo pararle, ¿no habrá alguna manera de poner una piedra en el engranaje?
Se levantó y empezó a dar vueltas por el perímetro del despacho. Eran treinta y cuatro pasos. ¡Coño, qué ronda más corta! Aunque bueno, supuso que era más que en las celdas normales de cárcel. A los de Walpole, Danvers o Shawshank les habría parecido de puta madre. En medio de la habitación bailaba y daba vueltas el atrapasueños. Una parte del cerebro de Jonesy contaba los pasos, y la otra quería saber cuánto faltaba para que llegaran a la salida 8 de Mass Pike.
Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro. Ya volvía a estar detrás de la silla, listo para la segunda vuelta.
Tardarían muy poco en llegar a Ware, y no se detendrían. A diferencia de la rusa, el señor Gray tenía muy claro adónde quería ir.
Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis. Otra vez con el respaldo delante, listo para otra ronda.
A los treinta años, él y Carla ya eran padres de tres hijos (el cuarto lo habían tenido hacía menos de un año), sin esperanzas a corto plazo de comprarse una casa de campo, aunque fuera tan modesta como la de Ware, en Osborne Road. Un buen día, el departamento de Jonesy había sufrido un movimiento sísmico, y el nuevo director, amigo de Jonesy, le había nombrado profesor adjunto tres años antes que en sus previsiones más optimistas. El sueldo había experimentado un salto considerable.
Treinta y cinco, treinta y seis, treinta siete, treinta y ocho, y otra vez detrás de la silla. Le estaba sentando bien. Era un simple paseo por la celda, pero le tranquilizaba.
El mismo año se había muerto la abuela de Carla, y, como en la generación intermedia no quedaba vivo ningún pariente cercano, ella y su hermana se habían repartido una herencia respetable. La casa se la habían comprado entonces, y el primer verano se habían llevado a los críos a la presa de Winsor, a una visita guiada. El guía, un funcionario con uniforme verde, les había contado que ahora los alrededores del embalse habían recuperado la condición de naturaleza virgen, y que era donde anidaban más águilas en toda Massachusetts. (John y Misha, los mayores de los tres niños, esperaban ver alguna, pero se habían quedado con las ganas.) El embalse se había hecho en los años treinta inundando tres comunidades de granjeros, cada una con su pueblecito. Entonces las tierras de alrededor del nuevo lago aún acusaban la mano del hombre, pero en sesenta y pico años habían recuperado el aspecto que debía de tener toda Nueva Inglaterra antes del siglo XVII, el del inicio de los cultivos y las primeras industrias. Al este del lago (que era uno de los embalses de aguas más puras de toda Norteamérica, según el guía) había una red de caminos sin asfaltar, pero nada más. El que quisiera alejarse mucho del tubo 12 tendría que ponerse botas de montaña. Lo había dicho el guía, que se llamaba Lorrington.
En la visita guiada, aparte de la familia de Jonesy, participaban unas doce personas. Casi habían vuelto al punto de partida. Estaban al borde de la carretera que cruzaba la presa de Winsor, mirando hacia el norte del embalse (con el azul intenso del Quabbin, el sol erizándolo con miríadas de puntos de luz, y Jonesy con Joey en la espalda, durmiendo como un tronco). Justo cuando Lorrington se disponía a cortar el rollo y despedirse, había levantado alguien la mano como un niño en el cole y había dicho: «¿En el tubo 12 no es donde una rusa…?».
Treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno, y otra vez a la silla. Siempre hacía lo mismo: contar sin fijarse en los números. Según Carla era algo obsesivocompulsivo. A saber. Lo que tenía claro Jonesy era que le tranquilizaba, conque inició otro circuito.
Oyendo la palabra «rusa», Lorrington había apretado los labios. Se veía que no formaba parte de la conferencia, que no cuadraba con el buen recuerdo que quería que se llevaran la compañía de aguas. El agua corriente de Boston, dependiendo de por qué tuberías municipales recorriera los últimos diez o quince kilómetros, podía ser la más pura, la más buena del mundo: tal era la buena nueva que quería difundir la compañía.
«Pues no sé decírselo», había contestado Lorrington, haciendo pensar a Jonesy: «¡Anda! Me parece que nuestro guía acaba de soltar una mentirijilla».
Cuarenta y uno, cuarenta y dos, cuarenta y tres, otra vez con el respaldo delante y en el punto de partida de otra ronda. Ahora un poco más deprisa, con las manos en la espalda como un capitán de barco dando zancadas por la cubierta… o en la bodega del barco, después de tener éxito un motín. A eso, pensó, se limitaba el asunto.
Jonesy había sido profesor de historia casi toda la vida, y tenía el reflejo de la curiosidad. Un par de días después había ido a la biblioteca, había buscado la noticia en el periódico local y al final la había encontrado. Era corta y concisa (en el mismo número había artículos sobre fiestas de sociedad más detallados y retóricos), pero el cartero sabía más, y tenía ganas de contarlo. El señor Beckwith. Jonesy aún se acordaba de lo último que había dicho antes de que volviera a arrancar la camioneta azul y blanca de correos, y de que continuara por Osborne Road hacia la próxima casa. En verano, el extremo sur del lago recibía mucho correo. Caminando de vuelta hacia el regalo inesperado de él y Carla, la casa, Jonesy había pensado que se entendía que Lorrington no hubiera querido decir nada de la rusa.
Malo, muy malo para las relaciones públicas.
10
Se llama Ilena o Elaina Timarova. Al parecer no lo tiene claro nadie. Aparece en Ware a principios de otoño de 1995 en un Ford Escort con una pegatina discreta de Hertz en el parabrisas. Resulta que el coche es robado, y corre el rumor (sin fundamento, pero jugoso) de que ha conseguido las llaves en el aeropuerto a cambio de favores sexuales. A saber.
El caso es que se nota que está desorientada y un poco mal de la cabeza. Quién se acuerda del morado que tenía en un lado de la cara, quién de que llevaba mal abrochada la blusa. Habla mal inglés, pero bastante para que se le entienda lo que quiere: que le expliquen cómo se va al embalse de Quabbin. Escribe el nombre en un trozo de papel (en ruso). Por la tarde, al cerrarse la carretera que cruza la presa de Winsor, encuentran el Escort abandonado en la zona de picnic del dique de Goodnough. Como a la mañana siguiente sigue en el mismo sitio, empiezan a buscar a la mujer dos empleados de la compañía de aguas (hasta podría ser que uno de los dos fuera Lorrington) y dos guardas forestales.
Recorren tres kilómetros de East Street y encuentran sus zapatos. Otros tres, hasta donde se acaba lo asfaltado (East Street viene y va por el bosque de la orilla este del embalse, y aunque se llame «street» no es ninguna calle, más bien una especie de versión de Deep Cut Road), y encuentran su blusa… Uy. Tres kilómetros después de donde estaba la blusa, se acaba East Street y hay un camino de leñadores con muchos baches (Fitzpatrick Road) que se aparta del lago. Cuando estaban a punto de meterse por él, uno de los que buscan ve algo rosa colgado en la rama de un árbol, cerca del agua. Resulta que es el sostén de la mujer.
En aquella zona el suelo está mojado, sin llegar a ser pantanoso, y se ven tanto las huellas de la mujer como las ramas que ha roto, y que, aunque no les agrade imaginárselo, deben de haberle hecho cosas bastante feas en la piel desnuda. Les guste o no, la prueba de ellas está a la vista: una parte del rastro se compone de sangre en las ramas, y después en las piedras.
A un kilómetro y medio de donde acaba East Street, llegan a un edificio de piedra construido sobre la roca. El edificio está orientado hacia el embalse, y tiene delante, en la otra orilla, Mount Pomery. Es la construcción que alberga el tubo 12, y solo se puede llegar en coche viniendo del norte. Por qué Ilena o Elaina no hizo lo más fácil, empezar por el norte, es una pregunta que no llegará a contestarse.
Hasta llegar a Boston, el acueducto que arranca del Quabbin recorre ciento cinco kilómetros, siempre hacia el este, y recoge más agua de los embalses de Wachusett y Sudbury (que no son, sin embargo, ni tan grandes ni tan puros). No hay bombas. La canalización del acueducto, que tiene cuatro metros de alto y tres y medio de ancho, se las basta sola. El suministro de agua de Boston se asegura mediante la simple gravedad, técnica que ya usaban los egipcios hace treinta y cinco siglos. Entre el suelo y el acueducto hay doce tubos verticales que sirven de reguladores de presión. También ejercen la función de puntos de acceso, por si se emboza el acueducto. El tubo 12, el que está más cerca del embalse, también recibe el nombre de «tubo de prueba». Es donde se hacen los tests de pureza del agua. También ha visto poner a prueba la virtud de muchas mujeres. (El edificio de piedra no está cerrado con llave, y a menudo sirve de lugar de descanso para las parejas que van en canoa.)
En el peldaño más bajo de los ocho que llevan a la puerta, encuentran los vaqueros de la rusa bien doblados. En el escalón superior hay unas bragas blancas de algodón sin nada de encaje. Está abierta la puerta. Los hombres se miran, pero nadie dice nada. Tienen una idea bastante clara de qué encontrarán dentro: una rusa muerta y sin ropa.
Pero no. La tapa circular de encima del tubo 12 ha sido desplazada lo justo para abrir un arco de oscuridad en el lado del embalse. Un poco más lejos se ve la palanca que ha usado la mujer para mover la tapa, y que debía de estar apoyada detrás de la puerta, con el resto de las herramientas. Más al fondo, el bolso de la rusa, con el billetero encima, abierto y con el documento de identidad a la vista. El vértice de la pirámide, valga la comparación, es el pasaporte, de donde sobresale un papelito cubierto de garabatos. Debe de ser ruso, o cirílico, o como lo llamen. Lo toman por una nota de suicidio, pero la traducción demuestra que solo son las indicaciones que usaba la rusa. En la última línea pone: «Cuando se acabe la carretera, caminar por la orilla». Es lo que hizo, quitándose la ropa sin importarle que la pincharan las ramas y le hicieran rasguños los arbustos.
Los hombres rodean la boca del tubo, que no está tapada del todo, y se rascan la cabeza, oyendo el murmullo del agua al emprender el camino hacia los grifos, fuentes y mangueras de Boston. Es un ruido con mucho eco, y con razón: el tubo 12 tiene una profundidad de cuarenta metros. No les entra en la cabeza que la rusa haya elegido una manera así de suicidarse, pero tienen muy claros sus movimientos. Se la imaginan sentada en el suelo de piedra, desnuda y con las piernas colgando. Antes de tirarse, quizá mire hacia atrás para estar segura de que no se hayan movido el billetero ni el pasaporte. Quiere que se entere alguien de la identidad de la persona que ha muerto de aquella manera. Es un deseo de una tristeza inconsolable, atroz. Mira hacia atrás y se desliza por el eclipse que hay entre la tapa desplazada y el lateral del conducto. Tal vez se tape la nariz, como los niños tirándose a la piscina municipal. Tal vez no. El caso es que desaparece en un segundo. Hola, amiga oscuridad.
11
Lo último que había dicho el señor Beckwith antes de seguir repartiendo el correo había sido lo siguiente: «Por lo que dicen, para San Valentín se la beberán los de Boston con el café del desayuno. —Una sonrisa burlona—. Yo no bebo agua. Prefiero la cerveza».
12
Jonesy ya llevaba doce o catorce vueltas por el despacho. Se detuvo un momento detrás de la silla del escritorio, tocándose la cadera distraídamente, y emprendió la enésima ronda sin interrumpir el recuento de pasos. Siempre tan obsesivo-compulsivo, este Jonesy.
Uno… dos… tres…
Lo de la rusa era una historia muy buena, el típico cuento de terror elevado a sus mayores cotas (donde se codeaba con otros del tipo casas encantadas que han presenciado asesinatos múltiples, accidentes de carretera horrendos…). Por otro lado, era indudable que aclaraba los planes del señor Gray referentes al pobre collie Lad, pero ¿de qué le servía a Jonesy saber adónde iba el señor Gray? En el fondo…
Otra vez a la silla, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, y… eh, eh, un momento. ¿Aquí qué coño pasa? ¿La primera vuelta del despacho no la había hecho en solo treinta y cuatro pasos? Entonces ¿cómo podía ser que ahora hicieran falta cincuenta? Ni arrastraba los pies ni daba pasitos cortos, conque…
Lo has estado agrandando, pensó. A cada vuelta se ha hecho un poco mayor. La habitación es tuya, ¿no? Seguro que si quisieras podrías hacerla tan grande como la sala de baile del Waldorf-Astoria… y sin poder remediarlo el señor Gray.
—¿En serio? —susurró Jonesy detrás de la silla y con una mano en el respaldo, como posando para un retrato. La pregunta no requería respuesta. Bastaba con mirar. En efecto, la habitación había crecido.
Venía Henry. Si le acompañaba Duddits, sería facilísimo seguir al señor Gray, aunque cambiara mil veces de vehículo, porque Duddits veía la línea. Primero les había llevado en sueños hasta Richie Grenadeau, después, en la realidad, hasta Josie Rinkenhauer, y ahora le costaría tan poco orientar a Henry como a un lebrel encontrar la madriguera del zorro. El problema era la puñetera ventaja del señor Gray, como mínimo de una hora. En cuanto el señor Gray hubiera arrojado al perro por la tubería, ya no habría nada que hacer. En teoría quedaría tiempo para cerrar el suministro de agua de Boston, pero solo si Henry conseguía convencer a alguien de que tomara una medida tan drástica, y eso Jonesy lo dudaba. Además, ¿y toda la gente que bebería agua casi enseguida a medio camino? Seis mil quinientos en Ware, mil cien en Athol, y en Worcester más de quince mil. En todos esos casos, el margen no sería de meses, sino de semanas, y en algunos de días.
¿Había alguna manera de entorpecer el avance de aquel hijo de puta, y de darle a Henry la oportunidad de recortar distancias?
Jonesy miró el atrapasueños, y en ese momento cambió algo en la sala: se oyó una especie de suspiro, como los que se supone que hacen los fantasmas en las sesiones de espiritismo. Pero no era ningún fantasma, y Jonesy notó un cosquilleo en el brazo. Al mismo tiempo se le pusieron los ojos llorosos.
—¿Duddits? —susurró. Se le había erizado el vello de la nuca—. ¿Eres tú, Duddits?
Silencio… pero, al mirar el escritorio, vio que había aparecido algo nuevo en el lugar del inservible teléfono. Un tablero y una baraja.
Alguien quería jugar.
13
Ahora duele casi todo el rato. Mamá ya lo sabe, porque se lo ha dicho. Cristo ya lo sabe, porque también se lo ha dicho. A Henry no se lo dice, porque Henry también tiene pupa, está cansado y se pondría triste. Beaver y Pete están en el cielo, a la diestra del Señor Todopoderoso, creador del cielo y la tierra por los siglos de los siglos, amén. Le da mucha pena, porque eran amigos suyos, y jugaban con él sin tomarle el pelo. Un día encontraban a Josie, otro veían a aquel hombre tan alto, el vaquero, y otro jugaban.
Esto también es un juego, como cuando jugaban y le decía Pete «Duddits, da igual perder o ganar, la cuestión es jugar», lo que pasa es que esta vez sí que importa, lo dice Jonesy, que cuesta oírle, aunque pronto se le oirá mejor, bastante pronto. Aunque qué rabia que haga tanto daño. No mejora ni con el Percocet. Tiene seca la garganta, le tiembla el cuerpo, y tiene pupa en la barriga, como cuando tiene que ir a hacer caca, más o menos parecido, lo que pasa es que ahora no tiene que ir, y a veces tose y le sale sangre. Tiene ganas de dormir, pero están Henry y su nuevo amigo Owen, el que estaba el día que encontraron a Josie, y dicen «Ojalá pudiéramos hacer que fuera menos deprisa», y «Ojalá podamos cogerle»; y tiene que quedarse despierto y ayudarles, aunque para oír a Jonesy tiene que cerrar los ojos, y se creen que está durmiendo, y dice Owen: «¿No habría que despertarle?, ¿y si el cabrón se desvía?», y dice Henry: «Te digo que Duddits sabe adónde va, pero bueno, le despertaremos en la I-90 para estar seguros. De momento déjale dormir, pobre. ¿No ves la cara de cansancio que tiene?» Y luego otra vez «Ojalá pudiéramos hacer que fuera menos deprisa, el muy cabrón», pero esta vez pensándolo.
Los ojos cerrados. Los brazos cruzados en el pecho, que le duele. Respirando poco a poco. Dice mamá que cuando tosas respira poco a poco. Jonesy no está muerto, no está en el cielo con Beaver y Pete, pero el señor Gray dice que Jonesy está encerrado, y Jonesy se lo cree. Jonesy está en el despacho sin teléfono ni fax, y cuesta hablar con él porque el señor Gray es malo y tiene miedo. Jonesy también. Ahora sabrá Jonesy cuál de los dos está encerrado de verdad.
¿Cuándo hablaban más?
Cuando jugaban.
Le da un escalofrío. Tiene que pensar mucho, y le duele, nota que se queda sin fuerzas, las pocas fuerzas que le quedan, pero esta vez es más que un juego, esta vez importa quién gana y quién la caga, por eso entrega su fuerza, hace el tablero y hace las cartas, Jonesy llora, pero Duddits Cavell ve la línea, la línea va hacia el despacho y esta vez hará algo más que mover las clavijas.
«Jonesy, no llores —dice. Las palabras son claras, en su cerebro siempre lo son, la culpa siempre es de la tonta de su boca, que las estropea—. No llores, que estoy aquí.»
Los ojos cerrados. Los brazos cruzados.
En el despacho de Jonesy, debajo del atrapasueños, Duddits juega.
14
—Recibo al perro —dijo Henry con voz de agotamiento—. El que tiene sintonizado Perlmutter. Ahora lo cojo yo. Estamos un poco más cerca. ¡Ojalá hubiera alguna manera de que no fueran tan deprisa!
Ahora llovía. Owen confió en estar bastante al sur para salvarse del aguanieve. Hacía tanto viento que costaba mantener el Humvee en línea recta. Era mediodía, y estaban entre Saco y Biddeford. Echó un vistazo al retrovisor y vio que Duddits tenía cerrados los ojos y la cabeza apoyada en el respaldo, con los brazos cruzados en el pecho como dos palos. Asustaba verle tan amarillo. Le salía un hilo de sangre de la comisura de los labios.
—¿Tu amigo puede ayudarnos de alguna manera? —preguntó.
—Me parece que ya lo intenta.
—¿No habías dicho que dormía?
Henry se giró, miró a Duddits y contestó:
—Me había equivocado.
15
Jonesy repartió las cartas, apartó dos de las suyas, cogió la otra mano y apartó otras dos.
«Jonesy, no llores. No llores, que estoy aquí.»
Jonesy miró el atrapasueños con la certeza de que era de donde procedían las palabras.
—No lloro, Duds. Es la mierda de la alergia. Tranquilo. Creo que te conviene sacar el…
«Dos», dijo la voz del atrapasueños.
Jonesy sacó el dos de las cartas de Duddits (reconociendo que no era mala manera de empezar) y contestó con un siete. Total, nueve. Duddits tenía un seis. Quedaba por ver si lo…
«Seis para quince —dijo la voz del atrapasueños—. Quince para dos. ¡Tócame los perendengues!»
A Jonesy se le escapó la risa. Era Duddits, pero casi le había confundido con Beaver.
—Pues venga, mueve la clavija.
Le fascinó ver levantarse del tablero una de las clavijas, flotar y volver a colocarse en el segundo agujero de la primera calle.
De repente entendió algo.
—Oye, Duds, ¿verdad que siempre has sabido jugar? Solo contabas de cualquier manera porque nos hacía reír.
La idea alimentó el llanto. Tantos años creyendo que jugaban con Duddits, y era al revés. ¿Y el día de detrás de Tracker Hermanos? ¿Quién había encontrado a quién? ¿Quién había salvado a quién?
—Veintiuno.
«Treinta y dos para dos. —Desde el atrapasueños. Por segunda vez, la mano invisible levantó la clavija y la desplazó dos agujeros—. Para mí está bloqueado, Jonesy.»
—Ya lo sé.
Jonesy sacó un tres, Duddits pidió trece, y Jonesy lo sacó de las cartas que le correspondían.
«Pero para ti no. Tú puedes hablar con él.»
Jonesy sacó su dos y avanzó dos agujeros. Duddits jugó, avanzó una posición con la última carta, y Jonesy pensó: «Me está ganando un retrasado. ¡Anda que no!». Solo que Duddits no era ningún retrasado. Estaba cansado y se moría, pero no era ningún retrasado.
Hicieron el recuento y Duddits llevaba mucha ventaja.
«Jonesy, ¿qué quiere aparte del agua?»
«Matar —pensó Jonesy—. Le gusta matar gente.» Pero basta de asesinatos. Basta, por amor de Dios.
—Beicon —dijo—. Le encanta el beicon.
Empezó a barajar… hasta que Duddits le dejó de piedra llenándole la cabeza. El Duddits de verdad, joven, fuerte y dispuesto a luchar.
16
En el asiento trasero, Duddits gimió. Henry se volvió para mirarle y vio que le salía de la nariz una sangre tan roja como el byrus. Tenía la cara crispada por una mueca tremenda de concentración, y se le movían los ojos muy deprisa debajo de los párpados.
—¿Qué le pasa? —preguntó Owen.
—No lo sé.
Duddits sufrió un brote de tos convulsiva, con ruido de bronquios, y le salieron disparadas varias gotitas de sangre entre los labios.
—¡Despiértale, Henry, haz el favor!
Henry miró a Owen Underhill con cara de susto. Estaban acercándose a Kennebunkport, a unos treinta kilómetros de la frontera de New Hampshire y ciento ochenta del embalse de Quabbin. Jonesy tenía una foto del Quabbin en la pared de su despacho. La había visto Henry. Y una casita cerca, en Ware.
Entre los ataques de tos, Duddits exclamó tres veces la misma palabra. Aún no escupía mucha sangre, y solo le salía de la boca y la garganta, pero si empezaban a abrírsele heridas en los pulmones…
—¿Qué dice? ¿Le duele algo?
—Dice «beicon».
17
La entidad que ahora se denominaba a sí misma «señor Gray» (y que se concebía como tal) tenía un problema grave, pero al menos era consciente de tenerlo.
«Hombre prevenido vale por dos», decía Jonesy. Las cajas del almacén de Jonesy contenían dichos así a centenares, o a millares. Algunos, al señor Gray, le parecían incomprensibles (como «cada oveja con su pareja», o «a río revuelto, ganancia de pescadores»), pero «hombre prevenido vale por los dos» estaba bien.
El mejor resumen de su problema eran los sentimientos que le merecía Jonesy. Claro que ya era bastante grave tener sentimientos. Podía pensar: «Ahora Jonesy está aislado y tengo el problema resuelto; le he puesto en cuarentena como querían ponernos a nosotros los militares. Me están siguiendo, o persiguiendo, pero, como no me falle el motor o tenga un pinchazo, ninguno de los grupos de perseguidores tiene muchas posibilidades de cogerme. Les llevo demasiada ventaja».
Eran datos, verdades, pero insípidas. Lo sabroso era la idea de acercarse a la puerta que tenía aprisionado a su huésped a la fuerza y gritarle: «¿Qué? Estás jodido, ¿eh? ¿A que te he hecho una putada?». El señor Gray no veía ninguna relación con las putas, pero, dentro del arsenal de Jonesy, era una bala de calibre emocional bastante alto, con ecos de infancia profundos y satisfactorios. Después metería entre los dientes la lengua de Jonesy («que ahora es mía», pensó con innegable satisfacción) y le haría «una pedorreta de las buenas».
Respecto a los que le perseguían, tenía ganas de bajarse los pantalones de Jonesy y enseñarles el culo de Jonesy. Tampoco tenía mucho sentido, pero le apetecía.
El señor Gray se dio cuenta de que se le había contagiado el byrus de aquel mundo. Empezaba por las emociones, progresaba hacia la conciencia sensorial (el sabor de la comida, el placer salvaje pero indiscutible de hacer que el policía se partiera la cabeza en la pared de baldosas del lavabo, con aquel «pum, pum, pum» que sonaba a hueco) y terminaba en lo que llamaba Jonesy «pensamiento elevado». Al señor Gray le parecía un chiste, como llamar comida reprocesada a la mierda o limpieza étnica al genocidio, pero el «pensamiento» no carecía de atractivos para un ser que siempre había formado parte de una mente vegetativa, de una especie de no-conciencia muy inteligente.
Antes de quedar aislado, Jonesy le había propuesto que renunciara a su misión y disfrutara siendo humano. Ahora el señor Gray estaba descubriendo el mismo deseo en su interior, a medida que su mente «no-consciente», que hasta entonces había sido armónica, empezaba a fragmentarse y se convertía en un guirigay de voces encontradas, algunas de las cuales querían A, otras B y otras Q al cuadrado y dividido por Z. Lo previsible habría sido aborrecer tanta cháchara, considerarla una locura, pero empezaba a descubrir que no, que le iba la marcha.
Estaba el beicon. Estaba el «sexo con Carla», identificado por la mente de Jonesy como un gozo superlativo, con aportaciones tanto sensoriales como emocionales. Estaba conducir deprisa, jugar a billar en el bar de O’Leary, la cerveza y los conciertos en directo a todo volumen. Estaba ver el paisaje saliendo de la niebla en una mañana de verano. Y el asesinato, por descontado. Todo eso.
El problema del señor Gray era que, si no ejecutaba el plan deprisa, corría el peligro de no ejecutarlo. Ya no era byrum, sino el señor Gray. ¿Cuánto faltaba para decirle adiós al señor Gray y convertirse en Jonesy?
No, eso jamás, pensó. Pisó el acelerador, y el Subaru le dio lo poco que tenía. En el asiento de atrás, el perro soltó un ladrido agudo… y aulló de dolor. El señor Gray proyectó su mente y tocó el byrum que crecía dentro del perro. Crecía deprisa, casi demasiado. Otro problema: que los contactos mentales con el byrum no entrañasen ningún placer, ni gota de la calidez propia de los encuentros entre iguales. La mente del byrum se tocaba fría… repugnante…
—Como de extraterrestre —murmuró.
Aun así la apaciguó. Era necesario mantenerlo dentro del perro hasta el momento de arrojar a este al suministro de agua. Le haría falta tiempo para adaptarse. El perro se ahogaría, pero el byrum aún tendría un plazo de vida para alimentarse del cadáver del animal hasta que llegara la hora. Sin embargo, en primer lugar había que meterlo en la tubería.
Ya no faltaba mucho.
Mientras seguía conduciendo en dirección oeste por la I-90, y veía pasar pueblos (de mala muerte, como decía, no sin afecto, Jonesy) como Westborough, Grafton y Dorothy Pond (ya estaba cerca, solo faltaban unos setenta kilómetros), buscó algún sitio donde guardar su nueva conciencia, para que no le incomodara ni le metiera en líos. Probó con los hijos de Jonesy, pero se arredró: demasiado emocional. Volvió a intentarlo con Duddits, pero seguía estando en blanco. Jonesy le había robado los recuerdos. Acabó decidiéndose por el trabajo de Jonesy, que consistía en dar clases de historia, y su especialidad, dotada de una truculenta seducción. Al parecer, entre 1860 y 1865 Estados Unidos se había partido en dos, como las colonias de byrus antes del final de cada ciclo de crecimiento. Entre las causas, harto diversas, la principal tenía que ver con la «esclavitud», aunque volvía a ser como referirse a la mierda o el vómito como comida reprocesada. «Esclavitud» no quería decir nada. «Derecho de secesión», tampoco. «Proteger la Unión» no tenía sentido. En el fondo habían hecho lo que sabían hacer mejor: «Enfadarse». Pero ¡a qué escala!
Mientras el señor Gray investigaba cajas y más cajas de armamento fascinante (balas de cañón, bayonetas, minas de tierra), se entrometió una voz.
beicon
Rechazó la idea, aunque se quejara el estómago de Jonesy. En efecto, le apetecía un poco de beicon, que era carnoso, graso y provocaba una satisfacción primitiva y física, pero no era el momento adecuado. Quizá después de haberse librado del perro; entonces, si tenía tiempo antes de que llegaran los otros, podría comer lo que le diera la gana. Como si quería matarse de un empacho. Pero en otro momento. Pasando al lado de la salida 10 (solo faltaban dos), se concentró en la guerra civil, en hombres azules y hombres grises corriendo por el humo, gritando y clavándose cosas en la barriga, dando culatazos en el cráneo a sus enemigos, con aquel pum pum pum embriagador, y…
beicon
Volvió a hacerle ruido el estómago. En la boca de Jonesy se dispararon chorros de saliva, y se acordó de Dysart’s, las tiras marrones y crujientes en el plato azul, que se cogían con las manos y tenían una textura dura, de carne muerta y sabrosa…
Tengo que pensar en otra cosa.
Sonó irritadamente una bocina que sobresaltó al señor Gray e hizo gemir a Lad. Se había equivocado de carril y se había metido en el «de adelantar», como lo identificaba el cerebro de Jonesy. Dejó paso a un camión grande con más potencia que el Subaru. Las ruedas del camión salpicaron el parabrisas del coche con agua sucia, haciendo perder visibilidad al señor Gray, que pensó: «Como te pille te enteras, gilipollas, a ver si te parto la cara, inútil, más que inútil, no sabes ni conducir, pedazo de»
bocadillo de beicon
Había sido como un disparo dentro de la cabeza. Se resistió, pero era diferente, con más fuerza. ¿Podía ser Jonesy? No, seguro que no. Jonesy no era tan fuerte. De repente, sin embargo, parecía que el señor Gray fuera todo estómago, un estómago vacío que dolía y pedía comida. Seguro que tenía tiempo de hacer una parada y matar el hambre, porque si seguía así se saldría
¡bocadillo de beicon!
¡con mayonesa!
El señor Gray profirió una exclamación inarticulada, sin darse cuenta de que babeaba sin remedio.
18
—Le oigo —dijo Henry de repente, y se aplicó los puños a las sienes como si le doliera la cabeza—. ¡Jo, tío, cómo duele! Tiene un hambre…
—¿Quién? —preguntó Owen. Acababan de cruzar la frontera de Massachusetts. Delante del coche llovían rayas plateadas que desviaba el viento—. ¿El perro? ¿Jonesy? ¿Quién?
—Él —dijo Henry—. El señor Gray. —Miró a Owen, y de repente le brillaba en los ojos una esperanza irracional—. Me parece que frena. Me parece que frena.
19
—Jefe.
Justo cuando Kurtz estaba a punto de quedarse dormido por segunda vez, Perlmutter giró la cabeza (no sin esfuerzo) y le dijo algo. Acababan de superar el peaje de New Hampshire, donde Freddy Johnson había tenido la precaución de meterse por el automático. (Tenía miedo de que un cobrador humano se fijara en la peste que hacía dentro del Humvee, en que tenía rota la ventanilla de detrás, en el armamento… o en las tres cosas.)
Kurtz observó con interés, y hasta fascinación, el rostro sudado y demacrado de Archie Perlmutter. ¿El anodino burócrata, el administrativo de maletín o tablilla, siempre repeinado y con la raya a la izquierda hecha como con regla? ¿El hombre que no conseguía evitar el uso de la palabra «señor»? Ni rastro de aquella persona. Pensó que la cara de Pearly, si bien demacrada, había ganado en otras cosas.
—Jefe, aún tengo sed.
Pearly dirigió una mirada anhelante a la Pepsi de Kurtz y se tiró otro pedo asqueroso. Freddy soltó un taco, pero con menos indignación que al principio. Ahora parecía resignado, casi aburrido.
—Perdona, nene, pero es mía. —Kurtz—. Y también tengo un poco de sed.
Perlmutter inició otra frase y la dejó a medias con una mueca de dolor. Volvió a tirarse un pedo, pero, si el anterior había sido de trompeta, este fue una nota desafinada de flautín. Entrecerró los ojos y puso cara de pillo.
—Si me das de beber, te cuento algo que te interesa. —Pausa—. Algo que necesitas saber.
Kurtz se lo pensó. Llovía contra el lateral del coche, y entraba agua por la ventanilla rota. ¡Qué lata, por Dios! Se le había empapado toda la manga de la chaqueta, pero no tenía más remedio que aguantar. A fin de cuentas, ¿de quién era la culpa?
—Tuya —dijo Pearly, sobresaltando a Kurtz. Lo de leer el pensamiento ponía los pelos de punta. Tenías la sensación de acostumbrarte, pero de golpe notabas que no—. La culpa es tuya; o sea que dame algo de beber de una puta vez. Jefe.
—Ese vocabulario —rezongó Freddy.
—Si me dices lo que sabes, te doy lo que queda. —Kurtz levantó la botella de Pepsi y la agitó ante la mirada fija y torturada de Pearly.
En sus palabras no faltaba cierto desprecio humorístico hacia sí mismo. Kurtz había estado al frente de unidades enteras, y las había utilizado para cambiar el paisaje geopolítico de más de una región. Ahora, de quien estaba al frente era de dos hombres y un refresco. Había caído muy bajo, y por Dios que la culpa era del orgullo. Tenía el orgullo de Satanás, y, si era un defecto, costaba renunciar a él. El orgullo era el cinturón con que aguantarse los pantalones después de haberse quedado sin pantalones.
—¿Me lo prometes?
A Pearly le salió la lengua de la boca, una lengua con pelusa roja, y lamió sus labios agrietados.
—Si es mentira, que me muera aquí mismo —dijo Kurtz con solemnidad—. ¡Coño, chavalín, léeme el coco!
Pearly le miró fijamente, y Kurtz casi notó sus dedos dentro de la cabeza (ahora con pelusa roja debajo de cada uña). Era una sensación asquerosa, pero la soportó.
Perlmutter debía de haber quedado satisfecho, porque asintió con la cabeza.
—Ahora capto más —dijo. Entonces se le redujo la voz a un susurro confidencial y horrorizado—. ¿Sabes que se me está comiendo? Se me come los intestinos. Lo noto.
Kurtz le dio unas palmaditas en el brazo. Estaban pasando al lado de una señal de BIENVENIDOS A MASSACHUSETTS.
—Tranquilo, nene, que te cuido yo. Te lo he prometido, ¿no? Mientras tanto, dime qué recibes.
—El señor Gray para. Tiene hambre.
Kurtz, que había dejado la mano en el brazo de Perlmutter, se lo apretó con más fuerza, convirtiendo sus uñas en garras.
—¿Dónde?
—Cerca de su objetivo. Es una tienda. Jonesy sabe que vienen Henry, Owen y Duddits. Por eso ha hecho que pare el señor Gray.
La idea de que Owen diera alcance a Jonesy/señor Gray produjo pánico a Kurtz.
—Escúchame bien, Archie.
—Tengo sed —se quejó Perlmutter—. ¡Cabrón, que tengo sed!
Kurtz le puso la botella de Pepsi delante de los ojos, pero apartó la mano de Perlmutter en cuanto la vio acercarse.
—¿Henry, Owen y Duddits saben que Jonesy y el señor Gray han parado?
Perlmutter gritó de dolor y se cogió la barriga, que volvía a inflársele.
—¡Sí, ya lo saben! ¡Duddits ha ayudado a Jonesy a meterle hambre al señor Gray! ¡Lo han hecho entre él y Jonesy!
—Esto no me gusta —dijo Freddy.
Anda, guapo, ni a mí, pensó Kurtz.
—Jefe, por favor —dijo Pearly—, que me muero de sed.
Kurtz le dio la botella y miró con mala cara cómo se la bebía.
—495, jefe —anunció Freddy—. ¿Qué hago?
—Cógela —dijo Perlmutter—. Y luego la 90 hacia el oeste. —Soltó un eructo, ruidoso pero por suerte inodoro—. La cosa quiere otra Pepsi. Le gusta el azúcar. Y la cafeína.
Kurtz meditó. Owen sabía que su presa había parado, al menos un rato. Ahora Owen y Henry acelerarían para aprovechar al máximo el margen de entre noventa y cien minutos. Por lo tanto, también debían acelerar ellos.
Los polis que se cruzaran en su camino tendrían que morir. Dios los tuviera en su gloria. El desenlace, fuera cual fuese, estaba cerca.
—Freddy.
—Sí, jefe.
—Pisa a fondo. Dale caña a este trasto, y que te lo pague Dios. Venga, a fondo.
Freddy Johnson hizo lo que le ordenaban.
20
No había establo, corral ni cercado, y en el escaparate no había ningún letrero anunciando cerveza cebos bebidas lotería, sino una foto del embalse de Quabbin. Por lo demás, la tiendecita no se diferenciaba de la de Gosselin: la misma vía de acceso cutre, la misma suciedad en los muros, la misma chimenea torcida goteando humo en el cielo lluvioso, y la misma bomba de gasolina oxidada. La bomba tenía apoyado un letrero donde ponía: NO HAY GASOLINA. CULPA DE LOS MOROS.
Por ser noviembre, y dada la hora, el único ocupante de la tienda era el dueño, un tal Deke McCaskell que se había pasado toda la mañana pegado al televisor, como la mayoría de la gente. La cobertura informativa (estaba compuesta casi por entero de repeticiones y, como tenían acordonada aquella zona del norte, las únicas imágenes buenas eran de armamento de tierra y aire) había tenido como colofón el discurso del presidente. Deke llevaba muchos años sin ejercer su derecho al voto, pero su opinión del presidente (y del último follón electoral; ¿qué pasaba, que abajo no sabían contar?) era bajísima: le tenía por un hijo de puta melifluo, de poco fiar y dentudo (aunque la mujer era guapa), y consideraba que el discurso de las once había sido el bla bla bla de siempre. A su modo de ver, todo debía de ser un montaje calculado para asustar al contribuyente y que diera el visto bueno al incremento de gastos de defensa (y, por lo tanto, de impuestos). En el espacio no había nadie. Lo había demostrado la ciencia. En Estados Unidos, los únicos extra algo (aparte del propio presidente, claro) eran los que cruzaban nadando la frontera mejicana. Aun así, la gente tenía miedo y se había quedado en casa mirando la tele. Luego pasarían unos cuantos a por cerveza o vino, pero de momento el local estaba más muerto que un gato atropellado en la autopista.
Hacía media hora que Deke había apagado la tele (porque ya estaba bien de paridas). A la una y cuarto, cuando sonó la campanilla de encima de la puerta, se hallaba al fondo de la tienda, mirando una revista debajo de un rótulo que prohibía la entrada a los menores de veintiún años. La revista que había cogido se denominaba Lasses in Glasses, «tías con gafas», y era justo que así se llamara, puesto que si algo llevaban las tías de dentro (lo único), eran gafas.
Miró a la persona que había entrado y se dispuso a decir algo como «qué tal» o «¿qué, aún resbala tanto?», pero al final no lo dijo. Se había puesto nervioso. De repente estaba seguro de que iban a atracarle, y tendría suerte con que no le ocurriera nada más. En sus doce años al frente del establecimiento, no le habían atracado ni una sola vez. Los que quisieran arriesgarse a que les metieran en la cárcel por unos billetitos de nada disponían de otros locales de la zona donde había más negocio. Como no fuera…
Deke tragó saliva. Había pensado «como no fuera un loco». Pues bien, quizá hubiera entrado uno. Quizá el nuevo cliente fuera de aquellos psicópatas que acababan de cargarse a toda la parentela y tenían ganas de dar un paseíto y pelarse a unos cuantos más antes de ponerse el cañón en la boca.
Deke, de por sí, no era paranoico (su exmujer habría dicho que de por sí era gilipollas), pero de repente se sintió amenazado por el primer cliente de la tarde. No tenía demasiada afición a la típica gente que aparecía por la tienda solo para dar una vuelta y quedarse hasta las tantas comentando el último partido de los Patriots o los Red Sox, o el pedazo de bicho que había pescado en el embalse (mentira), pero ahora le habría gustado tener dentro a alguien así. Todo un grupo, si no era mucho pedir.
Al principio, el cliente se quedó al lado de la puerta, y un poco raro sí era. No porque llevara chaqueta naranja de cazador y en Massachusetts no se hubiera levantado la veda del ciervo. No tenía por qué ser mala señal. Lo que le hizo menos gracia a Deke fueron los arañazos que tenía en la cara, como si hiciera como mínimo dos días que rondaba por el bosque, y lo chupado que le vio, con cara de no estar muy bien de la cabeza. Movía la boca como hablando solo. Y otra cosa: la luz gris que entraba por el escaparate sucio se le reflejaba de manera extraña en los labios y la barbilla.
Babea, el muy cabrón, pensó Deke. Fijo que babea.
La cabeza del recién llegado se movía como por tics, a diferencia de su cuerpo, que se mantenía inmóvil, recordándole a Deke la inmovilidad de los búhos acechando presas desde una rama. Deke tuvo la ocurrencia de bajar de la silla y esconderse detrás del mostrador, pero no tuvo tiempo de valorar los pros y los contras de la idea (otra cosa que habría dicho su mujer era que no destacaba por su rapidez de reflejos mentales), porque la cabeza del desconocido efectuó otro movimiento rápido y se orientó hacia él.
La parte racional del cerebro de Deke había albergado la esperanza (que no llegaba a idea coherente) de que fueran imaginaciones suyas, de que hubieran acabado por afectarle tantas noticias raras y rumores aún más raros del norte de Maine, debidamente recogidos por la prensa. A lo mejor era una persona normal que quería un paquete de tabaco, un pack de cervezas o una botella de licor de café y una revista porno para pasar la noche en un motel de los alrededores de Ware o Belchertown.
La esperanza sucumbió a la mirada del presunto cliente.
No era la mirada obsesiva del psicópata que acaba de matar a toda la familia y se pasea sin rumbo. Casi habría sido preferible. No era una mirada inexpresiva, enajenada, sino demasiado expresiva. Se le adivinaban millones de pensamientos e ideas, como en un teletipo con demasiadas revoluciones. Casi parecía que estuvieran a punto de saltar de las órbitas.
Y eran los ojos más hambrientos que había visto Deke McCaskell en su vida.
—Está cerrado —dijo Deke, pero no le salió su voz normal, sino una especie de graznido—. Hemos cerrado hasta mañana. Tengo al socio aquí detrás. Es por lo del norte. Lo que pasa es que se me ha… se nos ha olvidado girar la placa. Hemos…
Podría haber hablado durante horas, por no decir días, pero le interrumpió el de la chaqueta naranja.
—Beicon —dijo—. ¿Dónde está?
De repente Deke tuvo la certeza absoluta de que, si no tenía beicon, le mataría. Quizá acabara matándole de todos modos, pero sin beicon… sin beicon, seguro. Menos mal que tenía. Gracias a Dios, a Cristo, al presidente gilipollas y a todos los moros del mundo que tenía beicon.
—En la nevera de atrás —dijo con aquella voz tan rara que le salía.
Tenía la mano de encima de la revista como un cubito de hielo. Oía susurros en su cabeza, pero no parecían suyos. Pensamientos rojos y pensamientos negros. Pensamientos hambrientos.
Preguntó una voz inhumana: «¿Qué es una nevera?». Y contestó una voz cansada, humana a más no poder: «Vaya por el pasillo y la encontrará».
Ahora oigo voces, pensó Deke. ¡Ay, Dios mío! Es lo que le pasa a la gente justo antes de volverse loca.
El hombre pasó al lado de Deke y se metió por el pasillo central. Cojeaba mucho.
Al lado de la caja había un teléfono. Deke lo miró, pero solo unos segundos. Lo tenía al alcance, y había grabado el 911 en la memoria, pero como si fuera la luna. Aunque pudiera reunir fuerzas para llegar al teléfono…
«Me enteraré», dijo la voz inhumana. Deke profirió un gemidito de impotencia. La tenía dentro de la cabeza, como si le hubieran implantado una radio en el cerebro.
Encima de la puerta había un espejo convexo, especialmente útil en verano, cuando se llenaba la tienda de criajos yendo al embalse con sus padres (el Quabbin solo estaba a veintinueve kilómetros) a pescar o solo de picnic. Siempre intentaban llevarse alguna cosita, sobre todo caramelos y revistas de tías. Deke miró por el espejo y observó los pasos del hombre de la chaqueta naranja hacia la nevera con una mezcla de fascinación y horror. El hombre miró el contenido y acabó cogiendo beicon, pero no un paquete, sino cuatro.
Volvió por el pasillo central con el beicon en la mano, cojeando y mirando los estantes. Parecía peligroso, hambriento y con un cansancio descomunal, como un corredor de maratón en el último kilómetro. Al mirarle, Deke tuvo la misma sensación de vértigo que cuando miraba desde gran altura. Era como si no viera a una sola persona, sino a varias solapadas, enfocándose y desenfocándose. Se acordó de una película que había visto, sobre un gilipuertas que tenía como cien personalidades.
El hombre se detuvo y cogió un tarro de mayonesa. Al llegar al final del pasillo, volvió a detenerse y se quedó un poco de pan. A los pocos segundos volvía a estar delante del mostrador. Deke casi olía el cansancio que le salía por los poros. Y la locura.
El hombre depositó sus compras y dijo:
—Bocadillos de beicon con mayonesa y pan de molde. Es lo mejor.
Y sonrió. Era una sonrisa de una sinceridad tan cansada y desgarradora que a Deke se le olvidó un poco el miedo.
Tendió el brazo sin pensárselo.
—Oiga, ¿se encuentra bien?
Se le quedó la mano a medio camino como si hubiera chocado con una pared. Después le tembló en el mostrador, y por último saltó y le dio una bofetada en su propia cara. ¡Plaf! La mano se retiró con lentitud y se quedó flotando. Poco a poco se doblaron los dedos anular y meñique.
«¡No le mates!»
«¡Sal a impedírmelo!»
«A ver si lo intento y te llevas una sorpresa.»
Eran voces dentro de su cabeza.
La mano siguió deslizándose en su cojín de aire, y el índice y el corazón se le metieron a Deke en los agujeros de la nariz. Al principio se quedaron quietos, pero después empezaron a hurgar. ¡Dios mío! Y Deke McCaskell tenía muchos hábitos reprobables, pero no el de morderse las uñas. Al principio los dedos no querían meterse mucho, pero, cuando empezó a correr la sangre lubricante, se pusieron francamente juguetones. Parecían gusanos. Las uñas sucias se clavaban como garras. Siguieron penetrando, excavando hacia el cerebro… notó que se rompía el cartílago… lo oyó…
«¡Basta, señor Gray! ¡Basta!»
Y de repente Deke recuperó la posesión de sus dedos. Los sacó con un ruido húmedo y cayeron gotas de sangre en el mostrador, la alfombrilla de goma para el cambio y la tía desnuda pero con gafas cuya anatomía había estado examinando Deke al entrar aquel ser.
—¿Qué le debo, Deke?
—¡Lléveselo! —El mismo graznido, pero ahora nasal, porque tenía sangre tapándole la nariz—. ¡Lléveselo gratis y márchese! ¡Que se vaya, coño!
—No, insisto. Esto es comercio, intercambio de artículos con valor por moneda de cambio.
—¡Tres dólares! —exclamó Deke.
Empezaba a reaccionar. Le latía muy deprisa el corazón, y la adrenalina le hacía palpitar los músculos. Vio posible que se marchara el ser, lo cual empeoraba las cosas en grado infinito: estar tan cerca de seguir viviendo, pero sabiendo que dependía del capricho de aquel loco de mierda.
El loco sacó un billetero hecho polvo, lo abrió y se pasó una eternidad buscando. Al inclinarse le caía un hilo de saliva. Al final sacó tres dólares y los dejó en el mostrador. La cartera volvió al bolsillo. El loco hurgó en sus vaqueros mugrientos, sacó calderilla y dejó tres monedas en la alfombrilla. Dos de veinticinco y uno de diez.
—Yo de propina doy el veinte por el ciento —dijo el cliente con evidente orgullo—. Jonesy da el quince. Esto es mejor. Es más.
—Sí, claro —susurró Deke con la nariz llena de sangre.
El hombre de la chaqueta naranja se quedó con la cabeza inclinada. Deke le oía comparar despedidas, y tuvo ganas de gritar. Al final dijo el hombre:
—Que pase un buen día. —Otra pausa, y a continuación—: Oiga, no se le ocurra llamar a nadie.
—Descuide.
—¿Me lo jura por Dios?
—Se lo juro por Dios.
—Yo soy como Dios —comentó el cliente.
—Ya. Si usted lo…
—Como llame a alguien, me enteraré, y volveré para darle su merecido.
—¡Que no, que no llamaré!
—Buena idea.
Abrió la puerta. Sonó la campanilla. Salió.
Deke se quedó unos segundos donde estaba, como pegado al suelo. Después corrió alrededor del mostrador y se dio un golpe en el muslo con la esquina. Por la noche le habría salido un morado enorme, pero de momento no le dolía. Corrió el pestillo y miró por el cristal. El coche aparcado delante era una mierdecita de Subaru con salpicones de barro. El hombre se puso la compra en un brazo, abrió la puerta y se sentó al volante.
Arranque y váyase, pensó Deke. Por favor, váyase. Por amor de Dios.
Pero el hombre no se marchó, sino que cogió algo (el pan), abrió la bolsa y sacó unas doce rebanadas. A continuación destapó el tarro de mayonesa y, usando el dedo de cuchillo, empezó a untar las rebanadas de pan. Después de acabar cada rebanada se chupaba el dedo, y a cada ocasión cerraba los ojos, echaba la cabeza hacia atrás y le aparecía en la cara una expresión de éxtasis que irradiaba desde la boca. Cuando se hubo comido todo el pan, cogió uno de los paquetes de carne y desgarró el papel. Después abrió el envoltorio interior de plástico con los dientes, sacó el medio kilo de beicon, lo dobló, lo puso encima de una rebanada de pan y colocó otra encima. Mordió el bocadillo con hambre de lobo, sin que en ningún momento desapareciera su expresión de gozo divino. Era la cara de alguien dándose el gran ágape de su vida. Cada vez que engullía un mordisco enorme, se le movía el cuello. El bocadillo solo duró tres. Cuando el hombre del coche cogió otras dos rebanadas, apareció una idea en el cerebro de Deke McCaskell y parpadeó como un anuncio luminoso: «¡Así aún es mejor! ¡Casi vivo! ¡Frío, pero casi vivo!».
Deke retrocedió con lentitud, como si buceara. Parecía que la grisura del día hubiera invadido la tienda, quitándole luz. Notó que se le doblaban las piernas, y, antes de que subiera a su encuentro el suelo sucio de madera, lo gris se había vuelto negro.
21
Cuando Deke volvió en sí era más tarde, pero no sabía cuánto, porque el reloj digital Budweiser de encima de la nevera de las cervezas parpadeaba 88:88. En el suelo había tres dientes suyos, supuso que rotos por la caída. Se le había secado la sangre de alrededor de la nariz y la barbilla, adquiriendo una textura esponjosa. Intentó levantarse, pero no le sostenían las piernas. Optó por arrastrarse hacia la puerta, con el pelo en la cara y rezando.
Su oración fue escuchada. Ya no estaba el Subaru rojo. Su lugar lo ocupaban cuatro paquetes de beicon, todos vacíos, el tarro de mayonesa, vacío a tres cuartos, y medio paquete de pan de molde. Varios cuervos (por los alrededores del embalse los había enormes) habían encontrado el pan y sacaban rebanadas con el pico a través del envoltorio roto. Más lejos (casi en la carretera 32, la principal) había otros dos o tres, ensañándose con un revoltillo congelado de beicon y trozos de pan apelmazado. Por lo visto, a monsieur le gourmet no le había sentado bien la comida.
¡Dios!, pensó Deke. Espero que hayas vomitado tanto que te hayas destrozado las tuberías, pedazo de…
Justo entonces experimentó un brinco extraño en la barriga y se tapó la boca con la mano. Se le apareció una imagen de nitidez repugnante, la de los dientes del hombre clavándose en la carne cruda y grasienta que colgaba entre las rebanadas de pan, carne gris con vetas marrones como una lengua cortada de caballo muerto. Deke empezó a tener arcadas y a hacer ruidos con la mano en la boca.
Apareció un coche. Lo que faltaba, un cliente justo cuando iba a echar las papas. Bien mirado, en realidad no era un coche. Tampoco un camión. Era uno de esos trastos tan feos que se llamaban Humvee, pintado con colores de camuflaje. Delante iban dos hombres, y detrás (Deke estaba casi seguro) otro.
Levantó la mano, giró la placa de la puerta (poniendo hacia el cristal el lado de CERRADO) y se apartó. Había conseguido levantarse (algo era algo), pero volvió a notar que estaba a punto de caerse. Fijo que me han visto, pensó. Ahora entrarán y me preguntarán adónde ha ido el otro, porque le siguen. Buscan al de los bocadillos de beicon. Y yo se lo diré. Me obligarán. Entonces me…
Se puso la mano delante de los ojos. Los primeros dos dedos, ensangrentados hasta los nudillos, formaban un garfio, y temblaban. A Deke casi le pareció que le saludaban. «Hola, ¿qué tal? Disfruta al máximo de que ves algo, porque pronto vendremos a por ti.»
El ocupante del asiento trasero del Humvee se inclinó como diciéndole algo al conductor. Entonces el vehículo volvió a arrancar, cruzando el charco de vómito que había dejado el último cliente de la tienda con una de las ruedas de atrás. Dio la vuelta, se quedó parado unos segundos y salió en dirección a Ware y el Quabbin.
Cuando desapareció al otro lado de la colina, Deke McCaskell rompió a llorar. Volviendo hacia el mostrador (caído de hombros, inestable, pero de pie), se fijó en los dientes que había en el suelo. Tres, y suyos. Al final le había salido barato. A continuación se detuvo mirando los tres billetes de un dólar que se habían quedado en el mostrador. Les había salido una capa de moho rojizo.
22
—¡Notaquí! ¡Zeguí!
Owen entendió bastante bien lo que decía Duddits. (En el fondo solo había que acostumbrarse.) «¡No está aquí! ¡Seguid!»
Se metió por la carretera 32, mientras Duddits se apoyaba (o se caía) en el respaldo y sufría otro ataque de tos.
—Mira —dijo Henry, señalando—. ¿Lo ves?
Owen lo veía. Unos cuantos envoltorios aplastados contra el suelo por la fuerza del chaparrón. Y un tarro de mayonesa. Volvió a poner el Humvee en dirección al norte. Las gotas de lluvia que se estrellaban en el parabrisas tenían un peso especial, que reconoció: pronto volverían a helarse, y después, lo más probable era que nevase. Owen, que ahora estaba casi exhausto, y a quien el paso de la ola telepática había dejado un poco triste, descubrió que lo que más le indignaba era tener que morirse en un día así.
—¿Ahora a cuánto está? —dijo, sin atreverse a preguntar lo que de veras importaba: «¿Ya es demasiado tarde?». Supuso que cuando lo fuera se lo diría Henry.
—Ya ha llegado —dijo Henry, distraído.
Se había girado hacia el asiento de atrás y le limpiaba la cara a Duddits con un trapo mojado. Duddits le miró con gratitud e intentó sonreír. Ahora tenía sudadas las mejillas, y se le habían agrandado tanto las ojeras que parecían ojos de mapache.
—Pues, si ya ha llegado, ¿para qué nos hemos desviado? —preguntó Owen.
Tenía puesto el Humvee a ciento diez por hora, lo cual, en aquel tramo de dos carriles tan resbaladizo, era muy, pero que muy peligroso. Sin embargo, ya no había alternativa.
—No quería arriesgarme a que Duddits perdiera la línea —dijo Henry—. Si llega a perderla…
Duddits exhaló un profundo suspiro, cruzó los brazos debajo del pecho y dobló el cuerpo. Henry, que seguía de rodillas en su asiento, le acarició la esbelta columna del cuello.
—Tranquilo, Duds —dijo—, que estás bien.
Pero no, no lo estaba, y tanto Owen como Henry lo sabían de sobra. Duddits Cavell tenía fiebre, seguía sufriendo calambres a pesar de haberse tomado otra pastilla de Prednisona y dos Percocets más, y ahora escupía sangre por la boca con cada tos. Duddits Cavell estaba muy lejos de encontrarse bien. El premio de consolación era que la combinación Jonesy-Gray también se hallaba muy lejos del bienestar físico.
Era el beicon. Ellos solo habían querido recortar la ventaja del señor Gray, sin sospechar lo prodigiosa que resultaría ser su glotonería. El efecto sobre la digestión de Jonesy había sido bastante previsible. El señor Gray ya había vomitado en la zona de estacionamiento de la tienda, y de camino hacia Ware había tenido que parar otras dos veces, sacar la cabeza por la ventanilla y descargar un par de kilos de beicon crudo con una fuerza casi convulsiva.
Paso siguiente, la diarrea. Se había detenido en la gasolinera Mobil de la carretera 9 y casi no había tenido tiempo de llegar al servicio de caballeros. Fuera de la gasolinera ponía GASOLINA BARATA SERVICIOS LIMPIOS, pero, al marcharse el señor Gray, lo de los «servicios limpios» ya estaba desfasado. Henry consideró un plus que no matara a nadie durante su estancia en la gasolinera.
Antes de desviarse por la carretera de acceso al Quabbin, el señor Gray había tenido que parar otras dos veces y meterse corriendo en el bosque llovido, para intentar evacuar los castigados intestinos de Jonesy. Para entonces ya no caían gotas de lluvia, sino copos enormes de nieve medio fundida. El cuerpo de Jonesy se había debilitado tanto que Henry ponía sus esperanzas en un desmayo, que de momento no se producía.
El señor Gray estaba muy enfadado con Jonesy; al volver a ponerse al volante, después de la segunda incursión forestal, rabiaba sin parar. Todo era culpa de Jonesy. Le había tendido una trampa. Ni palabra de su hambre, ni de la tragonería con que había comido, parando entre bocado y bocado lo justo para chuparse los dedos. Henry ya estaba acostumbrado a ver en sus pacientes aquella manera de manipular los hechos (exagerar unos e ignorar otros). El señor Gray era una reedición de Barry Newman.
¡Qué humano se está volviendo!, pensó. ¡Qué cambio más interesante!
—Cuando te refieres a que ha llegado —preguntó Owen—, ¿hasta qué punto ha llegado?
—No lo sé. Vuelve a estar bastante bloqueado. Duddits, ¿tú oyes a Jonesy?
Duddits miró a Henry con cara de cansado y negó con la cabeza.
—Ezeñó Gue nozaquitado la baraja —dijo. «El señor Gray nos ha quitado la baraja.» Era una manera de hablar. Duddits no tenía vocabulario para explicar lo que de veras había pasado, pero Henry le leía los pensamientos. A pesar de que el señor Gray no pudiera acceder al refugio de Jonesy y llevarse las cartas, había conseguido dejarlas en blanco.
—¿Y tú, Duddits? ¿Cómo vas? —dijo Owen, mirando por el retrovisor.
—Yo bie —dijo Duddits, poniéndose a temblar. Tenía la fiambrera amarilla en las rodillas, con la bolsa marrón de medicamentos dentro y aquella cosa extraña de cordel. Llevaba puesta la parka grande, que le abrigaba todo el cuerpo, y sin embargo tiritaba.
Se nos va deprisa, pensó Owen, mientras Henry volvía a humedecerle la cara a su amigo.
El Humvee derrapó en un tramo resbaladizo, estuvo a punto de provocar un desastre (casi seguro que un choque a ciento diez por hora les habría matado a todos, y, en el mejor de los casos, el accidente habría dado al traste con todas las opciones de parar al señor Gray) y volvió a dejarse conducir.
Owen notó que se le iban los ojos hacia la bolsa de papel, y los pensamientos hacia la cosa de cuerda. «Me lo envió Beaver para mi navidad, la semana pasada.»
Pensó que, ahora, intentar comunicarse por telepatía era como meter un mensaje en una botella y arrojarla al mar, pero lo hizo: envió un pensamiento, confiando en encauzarlo hacia Duddits. «¿Cómo lo llamas?»
De repente, inesperadamente, vio un espacio grande, al mismo tiempo sala de estar, comedor y cocina. Las planchas doradas de pino estaban barnizadas y brillaban. En el suelo había una alfombra de los indios navajo, y en una pared un tapiz: cazadores indios muy pequeñitos rodeando a un personaje gris, el típico extraterrestre de la prensa sensacionalista. También había una chimenea de piedra y una mesa grande de roble, pero lo que más poderosamente llamó la atención de Owen (a la fuerza, porque era el centro de la imagen que le había enviado Duddits, y brillaba con una luz especial) era lo que había colgado en la viga central. Era lo de la bolsa de medicinas de Duddits, pero en grande, y el cordel era de colores, no blanco. Por lo demás, idénticos ambos. A Owen se le empañaron los ojos. Era la sala más bonita del mundo. La sensación era un reflejo de la que tenía Duddits. Veía así la sala porque era donde iban sus amigos, y él les quería.
—Atrapasueños —dijo el moribundo del asiento de atrás, pronunciando sin tacha.
Owen asintió. Atrapasueños, sí.
«Eres tú —dijo, adivinando que les oía Henry, pero sin importarle. El mensaje era para Duddits, nadie más—. ¿Verdad que el atrapasueños eres tú? El de ellos cuatro. Desde siempre.»
Duddits sonrió en el espejo.
23
Vieron una señal donde ponía EMBALSE DE QUABBIN 13 KILÓMETROS. PROHIBIDO PESCAR. NO HAY SERVICIOS. ÁREA DE PICNIC ABIERTA. SENDEROS ABIERTOS. ENTRE POR SU CUENTA Y RIESGO. Ponía algo más, pero, a ciento treinta por hora, Henry no tuvo tiempo de leerlo.
—¿Hay alguna posibilidad de que aparque y vaya caminando? —preguntó Owen.
—No —dijo Henry—. Conducirá lo más deprisa que pueda. Como máximo, se le parará el coche. Esperemos. Está flojo, y no podrá ir muy deprisa.
—¿Y tú, Henry? ¿Podrás caminar deprisa?
Teniendo en cuenta lo entumecido que tenía Henry todo el cuerpo, y lo que le dolían las piernas, la pregunta era pertinente.
—Mientras tengamos alguna posibilidad —dijo—, me forzaré al máximo. La cuestión es Duddits. No creo que esté en condiciones de pegarse una caminata así.
Podría haber dicho que ni así ni asá.
—Oye, Henry, ¿y Kurtz y Perlmutter? ¿A cuánto están?
Henry pensó. A Perlmutter le recibía bastante bien… y también podía tocar al caníbal voraz que tenía dentro. Era como el señor Gray, con la diferencia de que la comadreja vivía en un mundo hecho de beicon. Su beicon era Archie Perlmutter, que había sido capitán del ejército de Estados Unidos. A Henry no le gustaba proyectarse hacia ellos. Demasiado dolor. Demasiada hambre.
—Veinticuatro kilómetros —dijo—. O a saber si solo veinte. Da igual, Owen, porque les vamos a ganar. La única cuestión es saber si podremos alcanzar al señor Gray. Nos va a hacer falta suerte. O ayuda.
—Y si le cogemos, Henry, ¿seguiremos siendo héroes?
Henry le sonrió con cansancio.
—Habrá que intentarlo, digo yo.