1
El señor Gray disfrutaba a fondo de las emociones humanas, y le gustaba mucho la comida de aquellos seres, pero le estaba gustando bastante menos vaciar los intestinos de Jonesy. Negándose a mirar lo que había evacuado, se levantó los pantalones y se los abrochó con un ligero temblor en las manos.
«¡Pero bueno! ¿No piensa usar papel? —preguntó Jonesy—. ¡Coño, al menos podría tirar de la cadena!»
El señor Gray, sin embargo, no veía el momento de salir del váter. Hizo una pausa para mojarse las manos debajo de uno de los grifos (Jonesy oía aullar el viento al otro lado de la pared de baldosas del lavabo, donde no había nadie más) y se encaminó a la puerta.
Para Jonesy no fue del todo una sorpresa ver que la empujaba el policía.
—Oiga, que se le ha olvidado subirse la cremallera —dijo este.
—Ah, pues es verdad. Gracias, agente.
—¿Viene del norte? Por la radio dicen que ha pasado algo gordo. Eso cuando se coge. Dicen que podría haber extraterrestres.
—Ni idea. Es que solo vengo de Derry —dijo el señor Gray.
—Y, si no es indiscreción, ¿por qué ha salido de casa, con la nochecita que hace?
Dígale que para ir a ver a un amigo enfermo, pensó Jonesy; pero le acometió la desesperación. No solo no quería ver el desarrollo de la escena, sino que habría preferido no participar.
—Un amigo, que está enfermo —dijo el señor Gray.
—Ah, un amigo. Haga el favor de enseñarme el permiso de conducir y el do…
De repente el policía abrió mucho los ojos y caminó deprisa y con paso forzado hacia la pared donde ponía en un cartel: LAS DUCHAS ESTÁN RESERVADAS PARA LOS CAMIONEROS. Permaneció contra ella, intentando resistir… y empezó a dar cabezazos convulsos y brutales en las baldosas. El primero le quitó el sombrero Stetson. Al tercero empezó a correr la sangre, que al principio manchaba las baldosas, hasta que las salpicó con verdaderos chorros.
Como no estaba en su mano evitarlo, Jonesy quiso coger el teléfono del escritorio.
No había. En algún momento, bien fuera comiendo el segundo plato de beicon, bien cagando por primera vez como un ser humano, el señor Gray había cortado la línea. Estaba solo.
2
A pesar del horror que sentía (a menos que fuera la causa), Jonesy acompañó con grandes carcajadas el gesto de limpiar con una toalla la sangre de la pared del servicio. El señor Gray había accedido a los conocimientos de Jonesy sobre la ocultación y/o eliminación de cadáveres, y había encontrado una mina. Como aficionado a las películas de terror y las novelas de suspense y policíacas, con muchos años de afición a sus espaldas, Jonesy, en cierto modo, era una autoridad. De hecho, mientras el señor Gray dejaba caer la toalla ensangrentada sobre el uniforme empapado del agente (la chaqueta había servido para envolver la cabeza, francamente maltrecha), una parte del cerebro de Jonesy repasaba la eliminación del cadáver de Freddy Miles en El talento de Mr. Ripley, tanto la película como la novela de Patricia Highsmith. Ni mucho menos era el único vídeo puesto; había tantos que a Jonesy le daba vértigo mirarlos demasiado, como cuando estaba al borde de un precipicio. Y no era lo peor. Con ayuda de Jonesy, el señor Gray había descubierto algo que le gustaba más que el beicon muy hecho, y hasta que dar rienda suelta a las reservas de rabia de Jonesy.
El señor Gray había descubierto el asesinato.
3
Detrás de las duchas había un vestuario, y detrás de este un pasillo que daba al dormitorio para camioneros. En el pasillo no había nadie. Al fondo había una puerta por la que se salía a la fachada trasera del edificio, abocada a un callejón sin salida donde se había acumulado mucha nieve. Sobresalían dos contenedores verdes de basura. La luz débil de una farola proyectaba sombras largas y afiladas. El señor Gray, que aprendía deprisa, registró el cadáver del policía buscando las llaves del coche, y las encontró. También le quitó la pistola y la metió en uno de los bolsillos con cremallera de la parka de Jonesy. Usó la toalla manchada de sangre para evitar que se cerrara sola la puerta del callejón. Después arrastró el cadáver y lo dejó detrás de un contenedor.
Todo, desde la truculenta inducción al suicidio hasta el reingreso de Jonesy en el pasillo, duró menos de diez minutos. El cuerpo de Jonesy respondía con ligereza y agilidad, sin acusar el cansancio anterior: él y el señor Gray estaban disfrutando de otro episodio de euforia por endorfinas. En cuanto a la responsabilidad del crimen, a Gary Ambrose Jones le correspondía como mínimo una parte, que englobaba algo más que los conocimientos sobre cómo deshacerse del cadáver: los impulsos sanguinarios de ello, bajo una capita de «solo es ficción». Al volante estaba el señor Gray (al menos Jonesy no tenía que agobiarse con la idea de ser el autor directo del asesinato), pero el motor era él.
A ver si resulta que nos merecemos que nos borren de la faz de la Tierra, pensó Jonesy mientras el señor Gray volvía por la sala de duchas (buscando salpicaduras de sangre con los ojos de Jonesy, y usando una mano de este para jugar con las llaves del policía). Quizá nos merezcamos que nos conviertan en esporas rojas. Quizá sea lo mejor.
4
La cajera, de aspecto cansado, le preguntó si había visto al agente.
—¡Que si le he visto! —dijo Jonesy—. Hasta he tenido que enseñarle el carnet de conducir.
—Desde finales de la tarde pasan muchos de la montada —dijo la cajera—, y eso que hace un día… Están con los nervios de punta. Como todo el mundo. Yo, para ver gente de otro planeta, prefiero alquilar un vídeo. ¿Han dicho algo más?
—En la radio dicen que era todo falsa alarma —contestó Jonesy, cerrando la cremallera de la chaqueta.
Miró las ventanas del restaurante que daban a la zona de estacionamiento, verificando lo que ya había visto: que la combinación de escarcha en el cristal y nieve exterior impedía cualquier visibilidad. Desde dentro no vería nadie a bordo de qué vehículo se marchaba.
—¿En serio?
Con el alivio parecía menos cansada, y más joven.
—Sí. Y otra cosa, guapa: no te preocupes si tarda un poco el amigo, porque ha dicho que tenía que echar algo gordo.
Apareció una arruga en el entrecejo de la mujer.
—¿Lo ha dicho así?
—Buenas noches. Feliz navidad. Feliz año nuevo.
Jonesy confió en estar participando en la respuesta, en influir en algo para llamar la atención.
No tuvo tiempo de ver si la llamaba, porque el señor Gray le hizo dar la espalda a la caja, y el panorama de la ventana del despacho pivotó. Cinco minutos más tarde volvía a circular hacia el sur por la autopista; el coche patrulla, con gran estrépito de cadenas, le permitía no bajar de los sesenta o setenta kilómetros por hora.
Jonesy notó que el señor Gray se proyectaba hacia atrás. El señor Gray podía tocar el cerebro de Henry, pero no podía meterse dentro. Henry tenía algo diferente, como Jonesy. Daba igual, porque Henry iba con otra persona, un tal Overhill o Underhill, que se lo dejaría sonsacar. Como mínimo les llevaba cien kilómetros de ventaja. ¿Estaban saliendo de la autopista? Sí, por Derry.
El señor Gray retrocedió todavía más y descubrió a más perseguidores. Eran tres… pero Jonesy percibió que el objetivo principal de su persecución no era el señor Gray. Cosa que a este le sentó muy bien. Ni siquiera se molestó en buscar el motivo de que pararan Overhill/Underhill y Henry.
Para el señor Gray, lo principal era cambiar de vehículo y conseguir un quitanieves, a condición de que las capacidades de conducción de Jonesy le permitieran maniobrarlo.
Y solo era el precalentamiento.
5
Owen Underhill está de pie en la cuesta, muy cerca del tubo que sobresale de los hierbajos, viéndoles ayudar a salir a la niña con barro en la ropa y miedo en los ojos (Josie). Ve que Duddits (un joven corpulento con hombros de jugador de fútbol americano y un pelo rubio, como de estrella de cine, que desentona con el resto) la levanta con un fuerte abrazo y le da besos sonoros en la cara sucia. Luego oye las primeras palabras de la chica:
—Quiero ir con mi mamá.
Los chicos consideran que está bien. No avisan a la policía ni a una ambulancia. Solo la ayudan a subir por la cuesta, meterse por el agujero de la valla y cruzar el parque (donde ya no están las jugadoras de amarillo, sino otras de verde que se fijan tan poco como la entrenadora en los chicos y la criatura sucia y despeinada a quien han rescatado). Después la acompañan por Kansas Street hasta Maple Street. Saben dónde está la mamá de Josie. Y su papá.
Los Rinkenhauer no están solos. Al volver, los chicos se encuentran con que hay toda una hilera de coches aparcados en la manzana de la casa de los Cavell. La idea de avisar a los padres de los amigos y compañeros de clase de Josie ha sido de Roberta. Propone buscarla cada uno por su lado, y pegar los carteles por toda la ciudad, no en puntos escondidos y apartados (que en Derry es donde tienden a aparecer esa clase de avisos), sino donde no haya más remedio que verlos. El entusiasmo de Roberta es suficiente para alumbrar una chispa de esperanza en los ojos de Ellen y Hector Rinkenhauer.
Los otros padres también responden, como si hubieran estado esperando que se lo pidiesen. Las llamadas han empezado poco después de salir por la puerta Duddits y sus amigos (ha supuesto Roberta que para jugar, porque aún está la tartana de Henry en el camino de entrada). Para cuando vuelven los chicos, en el salón de los Cavell ya se apretujan casi dos docenas de personas tomando café y fumando. En ese momento tiene la palabra un hombre que a Henry le suena, un tal Phil Bocklin, abogado. A veces juega con Duddits su hijo Kendall, que también tiene síndrome de Down; majo, pero no es como Duds. Claro que como Duds no hay nadie.
Los chicos están en la puerta del salón acompañados por Josie, que ya vuelve a llevar su bolso con los BarbieKen dentro. Hasta tiene la cara casi limpia, porque Beaver, al ver tantos coches, se la ha adecentado un poco antes de entrar con su pañuelo. («La verdad es que me ha dado una sensación un poco rara —reconoce más tarde, cuando ya ha pasado todo el follón—. Eso de limpiarle la cara a una tía con cuerpo de modelo de Playboy y cerebro más o menos de regadera…») Al principio solo les ve el señor Bocklin, que no debe de haberles reconocido, porque sigue hablando como si nada.
—En definitiva, que tenemos que dividirnos en equipos, digamos que de tres parejas… tres por… por equipo… y luego… luego…
El señor Bocklin parece un juguete perdiendo cuerda, hasta que se queda callado del todo delante de la tele de los Cavell, mirando fijamente. La reacción de los padres, reunidos en cuestión de minutos, es de cierta agitación, porque no entienden qué le pasa. Con lo bien que estaba hablando…
—Josie —dice el señor Bocklin con un tono que no se parece nada al que usa en los juicios, teatral y confiado.
—Sí —dice Hector Rinkenhauer—, es como se llama. ¿Qué te pasa, Phil? ¿Qué os pasa a…?
—Josie —repite Phil levantando una mano temblorosa.
A Henry (y por lo tanto a Owen, que mira por sus ojos) le recuerda el fantasma de las siguientes navidades señalando la tumba de Scrooge.
Se gira una cara… dos… cuatro… los ojos de Alfie Cavell, ojos de incredulidad magnificados por las gafas… y por último los de la señora Rinkenhauer.
—Hola, mamá —dice Josie tan tranquila, enseñando el bolso—. Duddie ha encontrado mi BarbieKen. Me había quedado metida en…
El grito de alegría de su madre impide oír el resto. Henry nunca ha oído un grito similar en toda su vida; es maravilloso, pero también tiene algo de sobrecogedor.
—Cágate lorito —dice Beaver (en voz baja).
Jonesy tiene sujeto a Duddits, que se ha asustado del grito.
Pete mira a Henry y le hace un gesto con la cabeza: «Lo hemos hecho bien».
Y Henry se lo devuelve. «Sí.»
Si no es el mejor momento del grupo, es el segundo mejor, y con poca diferencia. Cuando la señora Rinkenhauer, que ahora llora, coge en brazos a su hija, Henry le toca a Duddits el brazo para que se gire, y le da un besito en la mejilla. «Duddits, majo —piensa Henry—. Duddits…»
6
—Ya estamos —dijo Henry en voz baja—. Salida 27.
La visión que tenía Owen de la sala de estar de los Cavell reventó como una burbuja de jabón. Miró el letrero: SALIDA 27 KANSAS STREET. PÓNGANSE A LA DERECHA. Aún le resonaban en los oídos los gritos de la mujer, entre felices e incrédulos.
—¿Te pasa algo? —preguntó Henry.
—No; vaya, me parece que no. —Owen metió el Humvee por la rampa de salida, entre paredes de nieve. El reloj del salpicadero se había quedado tan parado como el de pulsera de Henry, pero tuvo la impresión de que fuera había un poco más de luz—. ¿Después de la rampa es a la izquierda o la derecha? Dímelo ahora, para no arriesgarme a frenar.
—A la izquierda, a la izquierda.
Owen viró en la dirección indicada, pasando por debajo de una señal intermitente, superó otro derrape y se metió hacia el sur por Kansas Street. No hacía mucho tiempo que habían pasado los quitanieves, pero volvía a acumularse nieve.
—Ya va nevando menos —dijo Henry.
—Sí, pero ¡qué viento más cabrón! Debes de tener muchas ganas de verle, ¿no? Me refiero a Duddits.
Henry enseñó los dientes.
—Sí, pero también estoy un poco nervioso. —Sacudió la cabeza—. Jo, es que Duddits… Duddits te pone a gusto. Ya lo verás. Lo único que me da rabia es ir a su casa a una hora tan indecente.
Owen se encogió de hombros, gesto que quería decir: «No hay más remedio».
—Me parece que llevan unos cuatro años en este barrio, y ni siquiera conozco la casa nueva.
Sin darse cuenta, siguió en telepatía: «Se mudaron al morirse Alfie».
«¿Tú…?» La continuación no fueron palabras, sino una imagen: gente vestida de negro con paraguas negros. Un cementerio bajo la lluvia. Un ataúd encima de unos caballetes, y en la tapa la inscripción «R. I. P. ALFIE».
«No —dijo Henry, avergonzado—. Ninguno de los cuatro.»
«¿?»
Henry no sabía por qué no habían ido, pero intuía por dónde iban los tiros. Duddits había sido una parte importante de la infancia de los cuatro (supuso que la palabra que buscaba era «crucial»); roto el eslabón, habría sido doloroso regresar. Doloroso, sin embargo, no quería decir inútil. Ahora Henry entendía algo: que las imágenes que asociaba con su depresión, y con estar cada vez más convencido del suicidio (la leche en la barbilla de su padre, el culo enorme de Barry Newman bamboleándose hacia la puerta de la consulta), escondían desde siempre otra imagen más potente: el atrapasueños. ¿Acaso no era el verdadero origen de su desesperación? ¿La majestad del concepto del atrapasueños contrastando con la banalidad de los usos que se le habían destinado? Usar a Duddits para encontrar a Josie había sido como descubrir la física cuántica y usarla para hacer un videojuego. O peor: descubrir que en el fondo la física cuántica no servía para nada más. Por supuesto que habían realizado una buena acción (sin ellos Josie Rinkenhauer se habría muerto en el tubo como una rata atascada en un desagüe), pero bueno, que… que no era como haber rescatado a un futuro premio Nobel…
«No he podido seguir todo lo que acaba de pasarte por la cabeza —dijo Owen, que de repente estaba muy metido en el cerebro de Henry—, pero me ha parecido como muy pretencioso. ¿Qué calle es?»
Henry le miró con mala cara, picado.
—Ya hace tiempo que no vamos a verle. ¿Vale? ¿Lo podemos dejar así?
—Bueno —dijo Owen.
—Pero le enviábamos felicitaciones de navidad cada año. Es como me enteré de que se habían mudado al 41 de Dearborn Street, en la parte oeste de Derry. Coge la tercera a la derecha.
—Vale, vale, tranquilo.
—Que te folle un pez.
—Henry…
—Perdimos el contacto. ¡Tampoco es tan raro! A un don perfecto como tú seguro que nunca le ha pasado, pero a los demás… a los demás…
Henry bajó la mirada, vio que tenía cerrados los puños y les ordenó abrirse.
—He dicho vale.
—Claro, seguro que don perfecto aún tiene contacto con todos sus amigos del instituto. Debéis de reuniros cada año para poner los discos viejos de Motley Crue y comer bocadillos de atún igualitos a los que vendían en el bar del cole.
—Perdona que te haya ofendido.
—¡Joder, es que viéndote la cara parece que le hayamos abandonado!
Que venía a ser lo que habían hecho, naturalmente.
Owen no dijo nada. Aguzaba la vista para ver si entre la nieve, a la luz grisácea del alba, aparecía la señal de Dearborn Street. En efecto: la tenían justo delante. Pasando por Kansas Street, un quitanieves había bloqueado la boca de Dearborn, pero Owen consideró que el Humvee era capaz de superar el obstáculo.
—¡Ni que me hubiera olvidado de él! —dijo Henry. Iba a seguir mentalmente, pero lo hizo de palabra porque pensar en Duddits era demasiado revelador—. Nos acordábamos todos. De hecho, Jonesy y yo pensábamos ir a verle esta primavera, pero tuvo el accidente Jonesy y se me fue de la cabeza. ¿Tan raro es?
—No, qué va —dijo Owen, moderado.
Dio un golpe brusco de volante a la derecha, luego otro en sentido contrario para controlar el derrape y pisó a fondo el acelerador. El impacto del Humvee contra la pared de nieve prensada fue tan violento que arrojó a ambos ocupantes contra los cinturones de seguridad. Después se encontraron al otro lado, y Owen hizo maniobras para no chocar con los coches aparcados en las dos aceras de la calle.
—Paso de que me haga sentir culpable un tío que tenía pensado asar a la parrilla a doscientos o trescientos civiles —gruñó Henry.
Owen pisó el freno con los dos pies, y esta vez se vieron proyectados todavía con más fuerza. El Humvee derrapó hasta quedarse parado en diagonal en mitad de la calle.
—Calla, joder.
«No hables de lo que no entiendes.»
—Lo más seguro es que me
«maten por tu»
—puta culpa, o sea, que al menos podrías guardarte
«tus paridas pseudorracionales de»
(la imagen de un niño con cara de mimado)
«y no darme a mí la vara.»
Henry se le quedó mirando, escandalizado y perplejo. ¿Cuándo había sido la última vez que le habían hablado así? La respuesta probablemente fuera que nunca.
—A mí solo me interesa una cosa —dijo Owen, que estaba pálido y tenía cara de crispación y cansancio—. Quiero encontrar al agente de contagio y pararle los pies. ¿Vale? Aparte de eso, me importan cuatro hostias tus sentimientos, lo cansado que estés y tú en general.
—Bueno, bueno —dijo Henry.
—Y paso de escucharle lecciones de moral a un finolis llorica que tenía pensado pegarse un tiro en la cabeza.
—Vale.
—Total: que te folle un pez a ti.
Dentro del Humvee se hizo el silencio. El único ruido de fuera era el zumbido monótono del viento, como de aspiradora.
Al final dijo Henry:
—Propongo lo siguiente: primero me folla a mí el pez, y luego a ti.
Owen empezó a sonreír, y Henry hizo lo propio.
«¿Qué están haciendo Jonesy y el señor Gray? —preguntó Owen—. ¿Lo sabes?»
Henry se mojó los labios. Casi ya no le picaba la pierna, pero su lengua había adquirido la textura de un felpudo viejo.
—No. Se ha cortado la comunicación. Debe de ser culpa del señor Gray. ¿Y tu líder indómito, Kurtz? ¿Verdad que se acerca?
—Sí. Mejor que nos demos un poco de prisa, porque no nos queda mucho tiempo de llevarle la delantera.
—Pues adelante.
Owen se rascó lo rojo de la cara, miró los pedacitos que se le quedaban en los dedos y volvió a poner el vehículo en marcha.
«¿Has dicho el número 41?»
«Sí. Oye, Owen…»
«¿Qué?»
«Tengo miedo.»
«¿De Duddits?»
«Pues… sí, más o menos.»
«¿Por qué?»
«No lo sé.»
Henry miró a Owen con cara de preocupación.
«Me parece que le pasa algo.»
7
Parecía que se hubiera hecho real su fantasía nocturna. Al oír llamar a la puerta, Roberta no pudo levantarse. Tenía las piernas de gelatina. Ya no era de noche, pero la mañana era tan oscura y tétrica que poco habían avanzado. Estaban fuera Pete y Beav. Los muertos venían a por su hijo.
Volvió a caer el puño, haciendo temblar los cuadros de las paredes, entre ellos una portada enmarcada del Derry News con una foto de Duddits, sus amigos y Josie Rinkenhauer cogiéndose todos por la espalda y sonriendo como desquiciados. (¡Qué buen aspecto, el de Duddits en la foto! ¡Qué fuerte, y qué normal!) Estaba debajo del siguiente titular: UN GRUPO DE AMIGOS DEL INSTITUTO HACE DE DETECTIVES Y ENCUENTRA A UNA CHICA DESAPARECIDA.
¡Bum, bum, bum!
No, pensó Roberta, yo me quedo aquí sentada, y ya se marcharán. Seguro que a la larga se marchan, porque los muertos solo entran si les dejas, y con que me quede sentada…
Fue antes de que pasara Duddits al lado de la mecedora donde estaba su madre. Corriendo, cuando ya hacía tiempo que no podía caminar sin cansarse; corriendo y con la luz de antes en los ojos. ¡Qué buenos chicos habían sido! ¡Cómo le habían alegrado la vida! Pero ahora estaban muertos, y venían en plena tormenta…
—¡¡No, Duddie!! —exclamó.
Su hijo no obedeció. Pasó corriendo al lado de la foto vieja enmarcada (Duddits Cavell en portada del periódico, Duddits Cavell un héroe… ¡qué cosas tiene la vida!), y Roberta le oyó gritar algo justo cuando abría la puerta, dejando entrar los últimos rigores de la tormenta:
—¡Enni! ¡Enni! ¡ENNI!
8
Henry abrió la boca, pero no llegó a saber para qué, porque no le salió ningún sonido. Se había quedado mudo, estupefacto. No podía estar viendo a Duddits, sino a algún tío o hermano mayor suyo con mala salud. La persona que tenía delante estaba muy pálida, y la gorra de los Red Sox solo le tapaba a medias la calva. Estaba mal afeitado, con sangre seca en los agujeros de la nariz y unas ojeras muy oscuras. Y sin embargo…
—¡Enni! ¡Enni! ¡ENNI!
El desconocido de la puerta, alto y pálido, se echó en brazos de Henry como siempre lo había hecho Duddits, sin medida, y estuvo a punto de derribarle, pero no por el peso (pesaba menos que una pluma), sino porque a Henry el asalto le pillaba desprevenido. De no haber sido por Owen, que le sujetó, se habrían caído él y Duddits.
—¡Enni! ¡Enni!
Reía. Lloraba. Cubría a Henry de besos de Duddits, ruidosos y babosos. En las profundidades del almacén de la memoria de Henry, susurró Beaver Clarendon: «Como le contéis a alguien lo que me ha hecho…». Y Jonesy: «¡Que sí, joder, que sí, que no volverás a dirigirnos la palabra!». La persona que llenaba de besos la mejilla de Henry, manchada de byrus, solo podía ser Duddits… pero ¿qué decir del poco color de las suyas? Estaba tan flaco… No, flaco no, demacrado. ¿Por qué? ¿Y la sangre en la nariz? ¿Y el olor de su piel? No se parecía al de Becky Shue, ni al del interior de la cabaña invadida por el moho, pero no dejaba de ser olor a muerte.
Apareció Roberta en el pasillo, debajo de una foto de Duddits y Alfie montando en los caballitos de plástico del carnaval de Derry (desproporcionados jinetes) y riendo.
Llorosa, se retorcía las manos, pero era ella, seguía siendo ella aunque hubiera ganado peso en el pecho y las caderas, aunque ahora casi tuviera todo el pelo blanco. Mientras que Duddits… Duddits…
Henry, abrazado al viejo amigo que seguía repitiendo su nombre, la miró. Le dio a Duddits una palmada en un omoplato, y de tan frágil, de tan insustancial, le pareció un ala de pájaro.
—Roberta —dijo—. Roberta, por Dios, ¿qué tiene?
—ALL —dijo ella, con fuerzas para esbozar una sonrisa—. ¿A que parece una marca de detergente? Son las siglas de leucemia linfocítica aguda. Se la diagnosticaron hace nueve meses, en una fase en que ya no se podía curar. Desde entonces solo retrasamos lo inevitable.
—¡Enni! —exclamó Duddits, con la sonrisa tonta de siempre iluminando un rostro gris y cansado.
Henry se puso a llorar.
—Ya sé a qué vienes —dijo Roberta—, pero Henry, por favor… Te lo suplico… No te lleves a mi niño. Se está muriendo.
9
Justo cuando Kurtz se disponía a pedirle a Perlmutter las últimas noticias sobre Underhill y su nuevo amigo (que se llamaba Henry, de apellido Devlin), Pearly levantó la cabeza hacia el techo del Humvee y emitió un grito largo. A Kurtz, que en Nicaragua había ayudado a dar a luz a una mujer (para que luego nos echen la culpa de todo, pensó, sentimental), le recordó el de entonces, oído a orillas del hermoso río La Juvena.
—¡Tranquilo, Pearly! —exclamó Kurtz—. ¡Resiste, nene! ¡Respira hondo!
—¡Vete a la mierda! —contestó Pearly—. ¡Mira qué me pasa por tu culpa, cabrón! ¡Vete a la mierda!
Kurtz no le guardó rencor por sus exabruptos. Las mujeres de parto decían barbaridades, y, aunque no hubiera dudas sobre la condición de varón de Pearly, Kurtz sospechó que estaba lo más cerca de parir que se podía estar siendo hombre. También sabía que lo más prudente quizá fuera ahorrarle sufrimientos…
—Ni se te ocurra —gimió Pearly, con lágrimas de dolor en las mejillas con pelusa roja—. Ni se te ocurra, sabandija con galones.
—Tranquilo, nene —le aplacó Kurtz, dándole palmadas en el hombro, que temblaba.
Delante se oía el ruido metálico del quitanieves que ahora, gracias a la capacidad de persuasión de Kurtz, les abría el camino. (Con el regreso al mundo de una luz gris, la velocidad de la comitiva había subido a cincuenta y cinco vertiginosos kilómetros por hora.) Las luces traseras del quitanieves parecían estrellas rojas sucias.
Kurtz se inclinó para mirar a Perlmutter con interés. Desde que tenían una ventanilla rota, en el asiento trasero del Humvee hacía mucho frío, pero Kurtz no se dio cuenta. Por delante, el abrigo de Pearly se hinchaba como un globo. Kurtz volvió a desenfundar la pistola.
—Como reviente, jefe…
Freddy no tuvo tiempo de acabar la frase, porque justo entonces Perlmutter se tiró un pedo ensordecedor. La peste fue inmediata y enorme, pero no parecía que Pearly se hubiera dado cuenta. Tenía la cabeza floja en el respaldo, los ojos entrecerrados y una expresión de alivio sublime.
—¡Me cago en LA PUTA! —exclamó Freddy, bajando la ventanilla al máximo, aunque dentro del Humvee ya hubiera mucha corriente.
Kurtz, fascinado, observó deshincharse la barriga distendida de Perlmutter. O sea, que todavía no. Mejor. Tal vez pudieran sacarle alguna utilidad a lo que crecía dentro de las tripas de Perlmutter. No era lo más probable, pero tampoco podía descartarse. Según las Sagradas Escrituras, para Dios no hay nada inútil, incluidos, quizá, los bichos caca.
—Aguanta, soldado —dijo Kurtz, usando una mano para dar palmadas en el hombro de Perlmutter, y la otra para ponerse la pistola al lado de la pierna—. Tú aguanta y piensa en Dios.
—Dios se puede ir a la mierda —dijo Perlmutter, malhumorado.
Kurtz se llevó una pequeña sorpresa, porque Perlmutter nunca le había parecido tan malhablado.
Parpadearon las luces traseras del quitanieves, que frenó en el arcén de la derecha.
—¡Anda! —dijo Kurtz.
—¿Qué hago, jefe?
—Ponte detrás —dijo Kurtz, con jovialidad pero volviendo a recoger la nueve milímetros del asiento—. A ver qué quiere nuestro nuevo amigo. —Aunque creía saberlo—. ¿Y de los viejos qué sabes, Freddy? ¿Les tienes sintonizados?
Freddy contestó muy a regañadientes:
—Solo a Owen. Ni al que va con él ni a los que persiguen. Owen está en una casa hablando con alguien.
—¿Una casa de Derry?
—Sí.
Llegó el conductor del quitanieves dando zancadas por la nieve con botas grandes de goma verde y una parka con capucha digna de un esquimal. Se protegía la parte inferior de la cara con una bufanda enorme de lana cuyos extremos le revoloteaban por detrás. A Kurtz no le hizo falta ser telépata para saber que se lo había hecho su mujer o su madre.
El conductor acercó la cabeza a la ventanilla y arrugó la nariz, porque dentro seguía oliendo a azufre y alcohol etílico. Su mirada, que expresaba ciertas reservas, empezó fijándose en Freddy, luego en Perlmutter (que estaba medio inconsciente) y por último en el asiento de atrás, donde le observaba Kurtz con sumo interés y ojos alertas. Kurtz juzgó prudente esconder la pistola debajo de la rodilla izquierda, al menos de momento.
—¿Qué pasa, capitán? —preguntó.
—Acabo de recibir un mensaje por radio de uno que dice que se llama Randall. —El conductor elevó la voz para que se oyera más que el viento. Tenía puro acento de la costa nordeste—. General Randall. Ha dicho que hablaba desde Cheyenne Mountain, en Wyoming, y que la transmisión era por satélite.
—¿Randall? No me suena de nada, capitán —dijo Kurtz con la misma jovialidad de antes, ignorando los gemidos de Perlmutter: «Mentira, mentira, mentira».
El conductor del quitanieves se fijó un poco en Perlmutter y volvió a dirigirse a Kurtz:
—Me ha dado un mensaje en clave: Blue exit. ¿Le dice algo?
—Me llamo Bond, James Bond —dijo Kurtz, y se rio—. Le están tomando el pelo, capitán.
—Me ha pedido que le diga que ha acabado su parte de la misión, y que el país se lo agradece.
—¿Y no han dicho nada de un reloj de oro, chaval? —preguntó Kurtz con los ojos chispeantes.
El conductor se humedeció los labios, y Kurtz pensó que era interesante. Detectó el momento en que el otro llegaba a la conclusión de estar hablando con un loco. El momento exacto.
—¿Un reloj de oro? Ni idea. Solo he salido para decirle que no puedo llevarles más lejos, al menos sin autorización.
Kurtz se sacó la pistola de debajo de la rodilla y apuntó al conductor a la cara.
—Aquí está la autorización, chavalete, firmada y por triplicado. ¿Te parece bien?
El conductor miró el arma, pero no parecía muy asustado.
—Pues sí, se ve correcta.
Kurtz se rio.
—¡Muy bien, chaval! ¡Así me gusta! Venga, arreando; y, ya que estamos, haz el favor de ir un poco más deprisa, hombre de Dios. Tengo que encontrar a alguien en Derry para darle… —Kurtz buscó le mot juste y lo encontró—. El parte.
Perlmutter profirió algo a medio camino entre un gemido y una risa, llamando la atención del conductor del quitanieves.
—No le hagas caso, que está embarazado —dijo Kurtz con aplomo—. Dentro de poco se pondrá a gritar pidiendo ostras y pepinillos en vinagre.
—Embarazado —dijo el conductor inexpresivamente.
—Sí, pero no le des más vueltas, que no es problema tuyo. La cuestión, chavalín… —Kurtz se inclinó y adoptó un tono afable y confidencial por encima del cañón de la pistola—. La cuestión es que tengo que llegar a Derry lo antes posible, o se me escapará. Y dudo que se quede mucho tiempo más. Será que sabe que voy a por él…
—Sí, sí que lo sabe —dijo Freddy Johnson. Se rascó un lado del cuello, bajó la mano a la entrepierna y siguió rascándose.
—… pero creo —continuó Kurtz— que aún puedo ganarle un poco de terreno. Bueno, ¿qué, mueves el culo?
El conductor asintió y se alejó hacia la cabina del quitanieves. Seguía clareando. Es la luz del último día de mi vida, pensó Kurtz con moderado asombro.
Perlmutter profirió un sonido grave de dolor que al poco rato se convirtió en alarido. Volvía a sujetarse la barriga.
—¡Joder! —dijo Freddy—. Jefe, mírele la barriga. Le está subiendo como el pan en el horno.
—Respira hondo —dijo Kurtz, dando palmaditas benévolas en el hombro de Pearly. El quitanieves había vuelto a ponerse en marcha—. Respira hondo, nene. Relájate. Relájate y piensa en cosas positivas.
10
Sesenta kilómetros para Derry. Sesenta kilómetros entre Owen y yo, pensó Kurtz. No está mal, no. Voy a por ti, chaval. Tengo que enseñarte un par de cosas. Lo que olvidaste al cruzar la línea de Kurtz.
Treinta kilómetros después, seguían en la casa, según testimonio tanto de Freddy como de Perlmutter, si bien el primero estaba un poco menos seguro de sí mismo. En cambio Pearly dijo que hablaban con la madre, refiriéndose a Owen y su acompañante. La madre no quería que se lo llevaran.
—¿Llevarse a quién? —preguntó Kurtz, a pesar de que le importaba muy poco. ¿Que la madre les retenía en Derry, y gracias a ella acortaban la distancia? Pues bravo por la madre, con indiferencia de quién fuera y qué motivos tuviera.
—No lo sé —dijo Pearly, quien, desde la conversación de Kurtz con el conductor del quitanieves, casi no había sufrido movimientos intestinales. Eso sí: a juzgar por la voz estaba agotado—. No puedo verlo. Hay alguien, pero es como si no tuviera cerebro.
—¿Freddy?
Freddy negó con la cabeza.
—Yo con Owen ya no conecto. Casi no oigo ni al del quitanieves. Parece… no sé… como perder una señal de radio.
Kurtz se inclinó para examinar de cerca el Ripley de la mejilla de Freddy. La pelusa del centro seguía igual de roja, pero la de los bordes se ponía cenicienta.
Se está muriendo, pensó Kurtz. O la mata el organismo de Freddy, o el medio ambiente. Tenía razón Owen. ¡Caray!
Sin embargo, no cambiaba nada. La línea seguía siendo la línea, y Owen la había cruzado.
—El del quitanieves —dijo Perlmutter con la misma voz de cansancio.
—¿Qué le pasa, nene?
Perlmutter, sin embargo, se ahorró la respuesta. Justo delante, parpadeando entre la nieve, vio una señal: SALIDA 32 GRANDVIEW/ESTACIÓN. De repente el quitanieves aceleró levantando la pala, y el Humvee volvió a correr por una capa de polvo resbaladizo cuyo grosor rebasaba los treinta centímetros. El conductor del quitanieves ni siquiera puso el intermitente. Se limitó a meterse por la salida a ochenta por hora dejando un pasillo en la capa de nieve.
—¿Le seguimos, jefe? —preguntó Freddy—. ¡Podemos cogerle!
Kurtz reprimió el violento impulso de decirle a Freddy que adelante, que se enterase el muy hijo de puta de cómo se castigaba cruzar la línea. Nada mejor que una dosis de la medicina de Owen Underhill. Ocurría, sin embargo, que el quitanieves era mayor, mucho mayor que el Humvee, y a saber cómo acabaría la partida de autochoques.
—Sigue por la autopista, nene —dijo Kurtz, volviendo a apoyarse en el respaldo—. No nos distraigamos.
Y eso que le daba verdadera lástima ver marcharse el quitanieves a la luz de aquella mañana fría y de viento. Ni siquiera podía esperar que el cabrón del conductor se hubiera contagiado de Freddy y Archie Perlmutter, porque el Ripley no duraba.
Siguieron adelante con trechos de viento en que tenían que reducir la velocidad a poco más de treinta por hora, pero Kurtz calculó que a medida que bajaran al sur mejoraría el tiempo. Casi había pasado la tormenta.
—Ah, y felicidades —dijo a Freddy.
—¿Eh?
Kurtz le dio una palmada en el hombro.
—Parece que mejoras. —Se giró hacia Perlmutter—. En tu caso no sé, nene.
11
Ciento cincuenta kilómetros al norte de la posición de Kurtz, y a unos tres de la confluencia de carreteras secundarias donde habían apresado a Henry, la nueva comandante de los Imperial Valley (mujer atractiva aunque seria, de algo menos de cincuenta años) estaba al lado de un pino, en un valle cuyo nombre en clave era Clean Sweep One, «Barrido Uno». Era literalmente el valle de la muerte. Estaba sembrado en toda su extensión de cadáveres amontonados y enredados, en su mayoría con ropa naranja de caza. En total pasaban de los cien. Los cadáveres con documento de identidad encima lo tenían enganchado al cuello con cinta adhesiva. La mayoría de los muertos llevaban permiso de conducir, pero también había tarjetas Visa y Discover, y permisos de caza. A una mujer con un boquete negro en la frente le habían puesto en el cuello el carnet del videoclub Blockbuster.
Kate Gallagher estaba al lado del montón más grande, haciendo un recuento aproximado para la redacción del segundo informe. Tenía en una mano un ordenador Palm Pilot, herramienta que le habría envidiado con seguridad Adolf Eichmann, el célebre contable de la muerte. Hasta hacía unas horas no funcionaban los Palm Pilots, pero el instrumental electrónico había vuelto a activarse.
Kate tenía puestos unos auriculares, y un micro colgando delante de la mascarilla. De vez en cuando pedía aclaraciones o daba órdenes. Kurtz había escogido una sucesora entusiasta y eficiente. Gallagher sumó los cadáveres de todas las zonas y calculó que habían cazado como mínimo al sesenta por ciento de los fugitivos. Habían plantado cara, lo cual no dejaba de ser una sorpresa, pero el balance final era sencillo: la mayoría de ellos no eran supervivientes.
—¡Yuju, Katie!
Jocelyn McAvoy apareció entre los árboles del fondo sur del valle con la capucha bajada, una bufanda amarilla de seda tapándole el pelo corto y el arma al hombro. Se había salpicado de sangre la parte delantera de la parka.
—Te he asustado, ¿eh? —preguntó a la nueva comandante.
—No te digo que no me haya subido la presión uno o dos puntos.
—Bueno, pues el cuadrante cuatro está limpio. Así puede que sean menos. —McAvoy tenía los ojos brillantes—. Nos hemos cargado a cuarenta. El total puro y duro lo sabe Jackson. Hablando de cosas duras, me muero de ganas de…
—Perdonen, señoritas…
Se giraron las dos. En los matorrales nevados del extremo norte del valle había aparecido un grupo de media docena de hombres y dos mujeres. Casi todos iban de naranja, pero el cabecilla, un tío muy cuadrado, llevaba debajo de la parka un mono reglamentario de Blue Group. Tampoco se había quitado la mascarilla transparente, pese a tener debajo de la boca una mancha de Ripley que era cualquier cosa menos reglamentaria. Todo el grupo iba armado con fusiles automáticos.
Gallagher y McAvoy tuvieron tiempo de mirarse con los ojos muy abiertos y cara de nos han pillado en bragas. A continuación, Jocelyn McAvoy corrió en busca de su arma y Kate Gallagher de la Browning que tenía apoyada en el árbol. No llegó ninguna de las dos. Las detonaciones fueron ensordecedoras. McAvoy voló seis o siete metros, y se le cayó una bota.
—¡Va por Larry! —gritaba una de las mujeres de naranja del grupo—. ¡Va por Larry, hijas de perra!
12
Al final del tiroteo, el hombre cachas con perilla de Ripley reunió a su grupo cerca del cadáver prono de Kate Gallagher, número nueve de su promoción de West Point antes de enredarse en la enfermedad llamada Kurtz. Le había quitado el arma, que era mejor que la que llevaba antes.
—Yo creo mucho en la democracia —dijo— o sea, que haced lo que queráis, pero yo voy al norte. No sé cuánto tardaré en aprender la letra del himno canadiense, pero pienso averiguarlo.
—Te acompaño —dijo uno de los hombres.
Quedó claro enseguida que le acompañaban todos. Antes de que abandonaran el claro, el cabecilla se agachó y sacó el Palm Pilot de un montón de nieve.
—Siempre he querido tener uno —dijo Emil Brodsky—. Me chiflan las nuevas tecnologías.
Salieron del valle de la muerte hacia el norte, por donde habían entrado. De vez en cuando se oía algún disparo alrededor, pero a efectos prácticos la operación Clean Sweep también había finalizado.
13
El señor Gray había cometido otro asesinato y el robo de otro vehículo. Se trataba esta vez de un quitanieves. Jonesy no lo presenció. El señor Gray debía de haberse resignado a no poder sacarle del despacho (al menos hasta que pudiera abordar el problema con todo su tiempo y energía), porque optó por la segunda opción, consistente en aislarle del mundo exterior. Jonesy pensó que ya sabía cómo debía de sentirse Fortunato cuando Montressor le emparedaba en la bodega.
Ocurrió al poco tiempo de que el señor Gray hubiera vuelto a poner el coche patrulla en el carril de la autopista que iba hacia el sur. (De momento solo había uno, lo cual era peligroso.) Jonesy, mientras tanto, estaba en un armario, llevando a cabo una idea que le parecía brillantísima.
¿Que el señor Gray le había cortado la línea telefónica? Bueno, pues crearía otra forma de comunicación, igual que había creado un termostato para enfriar el ambiente cuando el señor Gray había intentado sacarle a base de calor. Decidió que lo más apropiado era un fax. ¿Por qué no? Todos los aparatos eran simbólicos, puras visualizaciones que ayudaban a enfocar y ejercer unos poderes que llevaban más de veinte años dentro de él. El señor Gray había detectado dichos poderes, y, tras la inicial contrariedad, había tomado medidas del todo eficientes para impedirle su uso a Jonesy. El truco era seguir encontrando maneras de circundar los bloqueos del señor Gray, de la misma manera que este seguía encontrándolas de desplazarse hacia el sur.
Jonesy cerró los ojos y visualizó un fax como el del despacho del departamento de historia, con la diferencia de que lo instaló en el armario de su nueva oficina. Acto seguido, sintiéndose Aladino en el momento de robar la lámpara mágica (solo que en su caso los deseos de los que se acordaba parecían infinitos, siempre y cuando no se pasara de la raya), también visualizó un fajo de papel y un lápiz negro Black Beauty. Por último, entró en el armario para ver cómo le había salido.
A primera vista bastante bien… aunque el lápiz era un poco raro: afilado y sin usar, pero con marcas de dientes a lo largo. Aunque bueno, era como tenía que ser, ¿no? El que usaba lápices Black Beauty siempre había sido Beaver, hasta en primaria, cuando iban a Witcham Street. Los demás siempre habían tenido los típicos Eberhard Faber amarillos.
El fax se veía irreprochable, bien asentado en el suelo, debajo de un lío de perchas vacías y solo una chaqueta (la parka naranja chillón que le había comprado su madre para la primera excursión de caza, y que Jonesy, con la mano en el corazón, había prometido llevar «cada vez que salga»), y zumbaba tentador.
La decepción fue arrodillarse delante y leer el mensaje de la ventanilla iluminada: JONESY RÍNDETE Y SAL.
Levantó el auricular del lateral del aparato y oyó la voz grabada del señor Gray: «Jonesy, ríndete y sal. Jonesy, ríndete y sa…»
Una serie de golpes, tan brutales que parecían truenos, le hizo gritar y levantarse. Lo primero que pensó fue que el señor Gray estaba intentando tirar la puerta.
Pero no se trataba de la puerta, sino de la ventana, lo cual, según cómo se mirara, aún era peor. El señor Gray había montado persianas grises industriales (parecían de acero) al otro lado del cristal. Ahora Jonesy, además de encerrado, estaba ciego.
Por dentro había unas palabras que se leían sin problemas: JONESY RÍNDETE Y SAL. Jonesy se acordó de El mago de Oz (RÍNDETE, DOROTHY escrito en el cielo) y tuvo ganas de reír, pero no podía. Aquello no tenía ni gracia ni ironía. Era una atrocidad pura y dura.
—¡No! —exclamó—. ¡Bájalas! ¡Que las bajes, coño!
Silencio. Jonesy levantó las manos con la intención de romper el cristal y aporrear la persiana de acero, pero pensó: ¿Estás loco? ¡Es lo que quiere él! A la que rompas el cristal desaparecerán las persianas y entrará el señor Gray. Y adiós Jonesy.
Notó que se movía algo. Era el traqueteo del quitanieves. ¿Ahora a qué altura estaban? ¿Waterville? ¿Augusta? ¿Todavía más al sur? ¿Dentro de la zona donde había llovido pelusa? No, probablemente no, porque de no haber nieve el señor Gray habría acelerado. Ahora bien, no tardaría en no haberla. Porque iban hacia el sur.
¿Adónde?
Daría lo mismo estar muerto, pensó Jonesy, mirando con desconsuelo la persiana cerrada y la inscripción burlona. Daría lo mismo haberme muerto ya.
14
Fue Owen, al final, quien cogió a Roberta de los brazos y (atento al reloj, muy consciente de que cada minuto —y pasaban deprisa— acercaba otro kilómetro a Kurtz) le explicó por qué tenían que llevarse a Duddits aunque estuviera tan enfermo. Ni siquiera en aquellas circunstancias confiaba Henry en poder pronunciar las palabras «quizá esté en sus manos el destino del mundo» sin que se le escapara la risa. Underhill, que se había pasado la vida armado, podía y lo hizo.
Duddits seguía abrazando a Henry y mirándole extasiado con sus ojos verdes brillantes. Eran de lo poco que no había cambiado, al igual que la sensación de tener cerca a Duddits: la de que no pasaba nada malo, ni pasaría.
Roberta miraba a Owen como si cada frase que le oía pronunciar la envejeciera. Era como asistir al funcionamiento de un mecanismo maligno de fotografía a intervalos.
—No —dijo—, si ya entiendo que queráis encontrar a Jonesy y cogerle, pero ¿él qué quiere hacer? Y ¿por qué no lo ha hecho aquí, si ya ha pasado por el pueblo?
—Eso, señora, no se lo puedo contestar…
—Aua —dijo Duddits de pronto—. Yonsy quere aua.
«¿Qué ha dicho?» —preguntó a Henry el cerebro de Owen.
«Ya te lo explicaré —contestó Henry. De repente Owen le oía como de muy lejos—. Tenemos que marcharnos.»
—Señora… Señora Cavell… —Owen volvió a cogerle los brazos con dulzura. Henry le tenía mucho cariño a aquella mujer, aunque durante diez o doce años la hubiera sometido a un olvido tan cruel. Owen comprendía sus sentimientos. No había más remedio que quererla—. Tenemos que irnos.
—No… No, por favor.
Más lágrimas, y Owen queriéndole decir: «No llore, señora, que bastante mal están las cosas. Por favor, no llore».
—Viene un hombre, un hombre muy malo. No puede encontrarnos aquí.
El rostro acongojado de Roberta reflejó una firme decisión.
—Bueno, si no hay más remedio… Pero yo también voy.
—No, Roberta —dijo Henry.
—¡Sí! Así puedo cuidarle… darle las pastillas… la Prednisona… Me llevaré las pastillas de limón, y…
—Tute queda, mamá.
—¡No, Duddie, no!
—¡Tute queda, mamá!
Duddits empezaba a ponerse nervioso.
—Perdone, pero es que se nos acaba el tiempo.
—Roberta —dijo Henry—. Por favor.
—¡Dejadme venir! —exclamó ella—. ¡No tengo a nadie más!
—Amá —dijo Duddits, con una voz que no tenía nada de infantil—. Tute… queda.
Ella le miró fijamente, y se le aflojó toda la cara.
—Bueno —dijo—. Solo un minuto, que tengo que ir a buscar algo.
Entró en la habitación de Duddits, volvió con una bolsa de plástico y se la dio a Henry.
—Son las pastillas —dijo—. A las nueve tiene que tomarse la Prednisona. Que no se te olvide, porque entonces le cuesta respirar y le duele el pecho. Si pide un Percocet, que casi seguro que lo pedirá, porque lo pasa mal con el frío, se lo das.
Miró a Henry con pena, pero sin reproche. Henry casi lo habría preferido. Nunca había hecho nada que le diera tanta vergüenza, y no solo porque Duddits tuviera leucemia, sino por haberla tenido tanto tiempo sin que se enterara ninguno de los cuatro.
—También puedes ponerle glicerina, pero solo en los labios, porque ahora le sangran mucho las encías y le escuece. Te he puesto algodón por si le sangra la nariz. Ah, y el catéter. ¿Ves que lo tiene en el hombro?
Henry asintió con la cabeza. Un tubo de plástico sobresaliendo de unas vendas. Al mirarlo tuvo una sensación extraña y muy potente de déjà vu.
—Si salís, que esté tapado… El doctor Briscoe se ríe, pero siempre tengo miedo de que se meta el frío por el tubo. Con que le pongáis una bufanda… o un pañuelo, no sé…
Volvía a llorar, y se le escapaban los sollozos.
—Roberta… —dijo Henry, que ahora también miraba el reloj.
—Tranquila —dijo Owen—, que yo cuidé a mi padre hasta que se murió, y ya sé cómo hay que dar la Prednisona y el Percocet.
Eso y otras cosas: esteroides y analgésicos más potentes. Después marihuana y metadona, y, al final de todo, morfina pura, mucho mejor que la heroína. Morfina: el motor último modelo de la muerte.
Entonces notó a Roberta en su cabeza. Era una sensación extraña, un cosquilleo como de pies desnudos que casi no pesaran. Extraña pero no desagradable. Roberta intentaba averiguar si era verdad o mentira lo que había dicho de su padre. Owen comprendió que era el regalito que le había hecho un hijo fuera de lo común, y que lo usaba desde hacía tanto tiempo que ya no se daba cuenta… como Beaver, el amigo de Henry, mordiendo los palillos. No era tan potente como lo de Henry, pero existía, y Owen se alegró más que nunca en su vida de haber dicho la verdad.
—Pero no era leucemia —dijo ella.
—No, cáncer de pulmón. Señora Cavell, tenemos que…
—Aún tengo que traerle otra cosa.
—Roberta, que no… —empezó a decir Henry.
—Es un segundo.
Roberta salió disparada hacia la cocina. Por primera vez, Owen tuvo miedo de verdad.
—Kurtz, Freddy y Perlmutter… ¡Henry, ya no sé dónde están! ¡Les he perdido!
Henry había desenrollado la parte de arriba de la bolsa para mirar qué había dentro, y lo que vio encima de la caja de pastillas de glicerina con sabor a limón le dejó de piedra. Contestó a Owen, pero como si le saliera la voz del fondo de un valle cuya existencia, hasta entonces, no se sospechaba. Ahora sabía que existía ese valle. Una hondonada de años. No negaría que alguna vez hubiera sospechado su existencia, no podía negarlo, pero por Dios, ¿cómo era posible que hubiera sospechado tan poco?
—Acaban de pasar por la salida 29 —dijo—. Les tenemos a treinta kilómetros. Como máximo.
—¿Qué te pasa?
Henry metió la mano en la bolsa marrón y sacó la red de cordeles, parecidísima a una telaraña, que había estado colgada sobre la cama de Duddits, y sobre la de Maple Lane antes de morir Alfie.
—¿De dónde lo has sacado, Duddits? —preguntó.
Claro que ya lo sabía. Era un atrapasueños más pequeño que el de la sala de Hole in the Wall, pero no se diferenciaba en nada más.
—Bibe —dijo Duddits. No había dejado de mirar a Henry ni un segundo. Era como si no acabara de creer en su presencia—. Me lonbió Bibe. Pada mi nabidá, hazuna zemana.
Aunque la victoria de su cuerpo sobre el byrus estuviera diluyendo sus facultades telepáticas, Owen lo entendió sin problemas. Duddits había dicho: «Me lo envió Beaver para mi Navidad, hace una semana». Las personas con síndrome de Down tenían dificultades para expresar conceptos de pasado y futuro, y Owen sospechaba que el pasado, para Duddits, siempre era hacía una semana, y el futuro dentro de otra. Se le ocurrió que un mundo donde pensaran todos como él albergaría menos sufrimiento y rencor.
Henry siguió mirando el atrapasueños pequeño de cordel. Después volvió a meterlo en la bolsa marrón, justo cuando volvía Roberta. Al ver lo que traía, Duddits sonrió de oreja a oreja.
—¡Cubidú! —exclamó—. ¡La fambera Cubidú!
La cogió y le dio a su madre un beso en cada mejilla.
—Owen —dijo Henry con los ojos brillantes—, tengo una noticia buenísima.
—Pues dímela.
—Acaban de encontrar un desvío. Un tractor con remolque que se la ha pegado justo antes de la salida 28. Será un retraso de entre diez y veinte minutos.
—¡Alabado sea Dios! Pues venga, a aprovecharlos. —Miró el perchero del rincón. Había una parka enorme de color azul, con letras muy rojas en la espalda: RED SOX—. ¿Es tuyo, Duddits?
—¡Mío! —dijo Duddits, sonriendo y asintiendo—. Miabigo. —Y, cuando Owen lo cogía—: Novite encontá ayoci.
Owen también lo entendió, y le dio escalofríos: «Nos viste encontrar a Josie».
En efecto, y Duddits le había visto a él. La noche anterior. ¿O el mismo día, hacía veinte años? ¿También tenía el don de viajar en el tiempo?
No era el momento indicado para preguntas así. Owen casi se alegró de que no lo fuera.
—Le he dicho que no le pondría nada en la fiambrera, pero era mentira. He acabado llenándosela.
Roberta la miró, y miró a Duddits cambiándosela de mano mientras hacía el esfuerzo de ponerse aquella parka enorme, otro regalo de los Red Sox de Boston. Era increíble lo blanca que tenía la cara en contraste con la intensidad del azul, pero sobre todo del amarillo de la fiambrera.
—Ya sabía que se iría. Y sin mí. —Miró a Henry a la cara inquisitivamente—. Por favor, Henry, ¿me dejas venir?
—No, que podrías morirte delante de él —dijo Henry, aborreciendo la crueldad de sus palabras y lo bien que le había preparado la vida para accionar los resortes indicados—. ¿Querrías que lo viera, Roberta?
—Claro que no —contestó ella con un tono de reproche que le dolió a Henry en todo el corazón.
Se acercó a Duddits, apartó a Owen y le cerró la cremallera a su hijo con un movimiento rápido. Después le cogió por los hombros, le hizo agacharse y le miró con fijeza. Ella, menuda como un pajarito, pero con fuego interior. Su hijo, alto, pálido y flotando dentro de la parka. Roberta ya no lloraba.
—Pórtate bien, Duddie.
—Vale, mamá.
—Y cuida a Henry.
—Vale, mamá.
—Quédate bien abrigado.
—Vale.
La obediencia de Duddits se había teñido de unas gotas de impaciencia, porque ya tenía ganas de salir. ¡Qué recuerdos le trajo a Henry la escena! De cuando salían a comprar helado, a jugar a minigolf (a Duddits, cosa extraña, se le daba tan bien que el único en ganarle con cierta asiduidad había sido Pete), al cine… Y siempre lo mismo: «Cuida a Henry», «Cuida a Jonesy», «Cuida a tus amigos»… Siempre «Pórtate bien, Duddie», y él «Vale, mamá».
Roberta le miró de arriba abajo.
—Te quiero, Douglas. Siempre has sido buen hijo, y te quiero como a nadie. Ven, dame un beso.
Se lo dio. La mano de Roberta acarició su mejilla con barba de varios días. A Henry le costaba mirar, pero lo hizo. No podía evitarlo: era como una mosca en una telaraña. Los atrapasueños también eran trampas.
Duddits dio otro besito a su madre, pero sus ojos verdes y brillantes ya miraban a Henry y la puerta. No veía el momento de salir. ¿Porque sabía lo cerca que estaban los perseguidores de Henry y su amigo? ¿Porque era una aventura como las de los cinco en los viejos tiempos? ¿Por ambas cosas? Sí, probablemente por ambas. Roberta le soltó. Sus manos soltaron a su hijo por última vez.
—Roberta —dijo Henry—, ¿por qué no nos dijiste cómo estaba? ¿Por qué no llamaste?
—¿Y vosotros? ¿Por qué no vinisteis ni una vez?
Henry podría haber hecho otra pregunta (¿por qué no les había llamado Duddits?), pero habría sido falsa. Duddits les había llamado varias veces desde marzo, cuando el accidente de Jonesy. Se acordó de Pete sentado en la nieve al lado del Scout volcado, bebiendo cerveza y escribiendo DUDDITS una y otra vez. Duddits abandonado a su suerte en el país de Nunca Jamás, muriéndose, mandando mensajes cuya única respuesta era el silencio. Al final había venido uno de los cuatro, pero solo para llevárselo sin otro equipaje que una bolsa de pastillas y la fiambrera amarilla de siempre. El atrapasueños no tenía bondad para nadie. Siempre, desde el primer día, le habían deseado a Duddits lo mejor. Le habían querido de corazón. Y sin embargo, en qué paraba todo.
—Cuídale, Henry. —La mirada de Roberta se desplazó hacia Owen—. Y usted también. Cuide a mi hijo.
Henry dijo:
—Lo intentaremos.
15
En Dearborn Street no había espacio para dar media vuelta; los caminos de entrada a las casas estaban obstruidos por el paso de los quitanieves. Ya era de día, y el barrio dormido presentaba el aspecto de un pueblo de Alaska en plena tundra. Owen puso el Humvee en marcha atrás y recorrió toda la calle de culo, dando bandazos con la voluminosa parte trasera del vehículo. El parachoques de acero chocó con un coche aparcado en la acera debajo de la nieve, haciendo ruido de cristales rotos. El siguiente choque volvió a ser con la barrera de nieve helada de la bocacalle, superada la cual salieron derrapando a Kansas Street con el morro apuntando a la autopista. Duddits, que estaba sentado detrás, lo aguantó todo sin inmutarse, con la fiambrera en las rodillas.
«Henry, ¿qué ha dicho Duddits que quería Jonesy?»
Henry intentó contestar por telepatía, pero Owen ya no le oía. Las manchas de byrus que tenía en la cara se le habían puesto blancas, y al rascarse desprendía trozos grandes con las uñas. La piel de debajo se veía agrietada e irritada, pero sin grandes destrozos. Como después de un resfriado, se sorprendió Henry. En el fondo no es más grave.
—Ha dicho…
—Aua —dijo Duddits desde atrás. Se inclinó para mirar la señal grande de color verde donde ponía 95 SENTIDO SUR—. Yonci quere aua.
La frente de Owen se contrajo, y cayó un polvillo de byrus muerto, como caspa.
—¿Qué…?
—Agua —dijo Henry, girándose un poco para darle a Duddits una palmadita en la rodilla huesuda—. Intenta decir que Jonesy quiere agua, aunque en realidad no la quiere Jonesy, sino el que llama señor Gray.
16
Roberta entró en el dormitorio de Duddits y empezó a recoger ropa del suelo. Le desesperaba aquella manera de dejarlo todo tirado, aunque supuso que era la última vez. Cuando no llevaba ni cinco minutos notó una debilidad en todas las piernas y tuvo que sentarse en la silla de al lado de la ventana. Ver la cama, donde Duddits había ido pasando cada vez más tiempo, la afectaba mucho. La luz gris del amanecer en la almohada, que conservaba la depresión circular de la cabeza, era de una crueldad indecible.
Henry creía que les había dejado llevarse a Duddits por aquella idea de que el futuro del mundo podía depender de que encontraran a Jonesy, y lo antes posible, pero no: les había dado permiso porque era lo que quería Duddits. Cuando se está muriendo alguien, tiene derecho a gorras de béisbol firmadas. También tiene derecho a salir de excursión con los amigos.
Aunque era duro.
Era tan duro perderle…
Se puso el ovillo de camisetas en la cara para no seguir viendo la cama, pero encontró su olor: champú Johnson’s, jabón Dial, y sobre todo (lo peor) la crema de árnica que le aplicaba en la espalda y las piernas cuando tenía dolores musculares.
La desesperación hizo que tendiera los brazos para tocarle, tratando de encontrarle en compañía de los dos hombres que se lo habían llevado, como una visita de los muertos, pero ya no había contacto mental.
Se ha aislado de mí, pensó. Ella y Duddits habían vivido muchos años disfrutando (con algún que otro disgusto) de la telepatía que en ellos era normal, y que quizá se diferenciara poco de la de cualquier madre con hijos especiales (la compenetración que tantas veces había oído nombrar en las reuniones de ayuda, de las que ella y Alfie no eran asiduos), pero ahora ya no. Duddits se había aislado, señal de que sentía la inminencia de algo terrible.
Duddits lo sabía.
Con las camisetas en la cara, aspirando su aroma, Roberta volvió a llorar.
17
Kurtz estuvo contento (dentro de lo que cabía) hasta que vieron las balizas y las luces azules de policía llenando de parpadeos el flojo amanecer, y detrás un vehículo enorme, volcado como un dinosaurio muerto. Delante de todo había un policía tan abrigado que no se le veía la cara, dirigiéndoles hacia una salida.
—¡Mierda! —escupió Kurtz. Tuvo que reprimir el impulso de desenfundar la pistola y liarse a tiros, consciente de que sería un desastre (el camión estaba rodeado de polis). Aun sabiéndolo, el impulso casi no se dejó dominar. ¡Con lo cerca que estaban! ¡Y ganando terreno, por los clavos de Cristo! ¡Y ahora les paraban!—. ¡Mierda, mierda y mierda!
—¿Qué quiere que haga, jefe? —preguntó Freddy, impasible al volante, aunque también había sacado el arma (un fusil automático) y la tenía en las rodillas—. Para mí que si sigo podemos pasar de largo por la derecha, y en un minuto ya no nos ven el pelo.
Kurtz tuvo que reprimir otro impulso, el de contestar: «Eso, Freddy, acelera, y si se te pone delante algún chorra de azul le pegas un tiro». Quizá Freddy consiguiera pasar… y quizá no. Se parecía a demasiados pilotos, con quienes compartía la errónea creencia de que sus habilidades aéreas se correspondían a las terrestres. Para más inri, si pasaban les tendrían fichados, y eso, después de la orden de punto final del general Randall de los huevos, no se podía aceptar. Le habían anulado el permiso de salida inmediata de la cárcel. Ahora iba por libre.
Seamos astutos, pensó, que para eso me pagan tanto.
—Sé buen chico y ve por donde te dice —contestó Kurtz—. De hecho, al coger la salida quiero que le saludes con toda la simpatía del mundo y le enseñes los pulgares. Luego sigue hacia el sur y métete en la autopista en cuanto puedas. —Suspiró—. ¡Hay que tener mala leche! —Se inclinó hacia Freddy para verle la pelusa blanquecina de Ripley de la oreja derecha, y susurró con ardor de amante—: Y como la cagues, nene, te meto una bala por la nuca. —Tocó la zona donde se juntaban lo blando del cuello con lo duro del cráneo—. Justo aquí.
No hubo cambios en la cara de palo de Freddy y sus facciones indias.
—Sí, jefe.
A continuación, Kurtz cogió por el hombro a Perlmutter, que estaba medio en coma, y le sacudió hasta conseguir que abriera un poco los ojos.
—Déjame en paz, jefe, que tengo que dormir.
Kurtz aplicó el cañón de su pistola al cogote de su antiguo ayudante.
—Nanay. Venga, nene, arriba. Toca dar el parte.
Pearly gruñó, pero incorporándose. Al abrir la boca para hablar se le cayó un diente por la parte de delante de la parka. A Kurtz le pareció un diente perfecto, sin caries.
Pearly dijo que Owen y su nuevo amigo seguían en Derry. Excelente noticia. ¡Yuju! La situación empeoró al cuarto de hora, cuando Freddy volvió a meterse en la autopista por una vía de acceso nevada. Era la salida 28, solo dos antes de su meta, pero equivocarse significaba un par de kilómetros.
—Han vuelto a ponerse en marcha —dijo Perlmutter, que, a juzgar por la voz, estaba débil y rendido.
—¡Me cago en la leche!
Kurtz estaba furibundo, supurando odio inútil a Owen Underhill, quien había pasado a simbolizar el conjunto de la desgraciada operación (al menos para Abe Kurtz).
Pearly profirió un gemido grave, un sonido de desesperación completa. Volvía a hinchársele la barriga. Se la cogía con las dos manos y tenía mojadas las mejillas de sudor. Su cara, que nunca había destacado por apuesta, ganaba atractivo por el dolor.
Se le escapó otro pedo largo y repulsivo, tan largo que parecía que no fuera a acabarse nunca. Oyéndolo, Kurtz retrocedió mil años y volvió a cuando había ido de campamentos y construían una especie de dispositivo con latas y cordel para montar escándalo.
La peste que llenó el Humvee era la del cáncer rojo que crecía en la planta de tratamiento de aguas residuales de Pearly, el cáncer que había empezado alimentándose de sus desechos y ahora se comía lo bueno. Una atrocidad, pero todo tenía su lado bueno. Freddy estaba mejorando, y Kurtz no había llegado a contagiarse del Ripley (quizá fuera inmune; el caso es que se había quitado la mascarilla hacía un cuarto de hora y la había tirado sin darle importancia). En cuanto a Pearly, por enfermo que estuviera (y era evidente que lo estaba), conservaba el valor que le confería tener un radar metido en el culo. Kurtz, por lo tanto, le dio una palmada en el hombro sin quejarse del olor. Tarde o temprano saldría la cosa de dentro, con efectos que cabía suponer terminantes para la utilidad de Pearly, pero ya llegaría el momento de preocuparse.
—Aguanta —dijo Kurtz con ternura—. Dile que vuelva a dormirse.
—¡Cretino… de… mierda! —dijo Perlmutter con voz entrecortada.
—Eso, eso —asintió Kurtz—. Lo que tú digas, chavalín.
¿Qué era Kurtz, a fin de cuentas, sino un cretino de mierda? Owen le había salido un zorro cobardica, y ¿quién le había metido en el gallinero?
Ya estaban a la altura de la salida 27. Kurtz miró la vía de acceso y le pareció ver las huellas del Humvee que llevaba Owen. Arriba, a izquierda o derecha del paso elevado, estaría la casa objeto del desvío inexplicable de Owen y su amigo. ¿Para qué lo habían hecho?
—Han pasado a recoger a Duddits —dijo Perlmutter.
Volvía a deshinchársele la barriga, y parecía que se le hubiera pasado el dolor más agudo. Al menos de momento.
—¿Duddits? ¿Y eso qué nombre es?
—No lo sé. Se lo he captado a su madre. A él no puedo verle. Es diferente, jefe. Casi parece que en vez de humano sea un gris.
Al oírlo, Kurtz notó un cosquilleo en la espalda.
—La imagen que tiene la madre es a la vez de niño y de adulto —dijo Pearly.
Era el comentario más espontáneo que le había hecho a Kurtz desde que habían salido de lo de Gosselin. ¡Dios, si hasta parecía que le interesase!
—Igual es retrasado —dijo Freddy.
Perlmutter le miró.
—Podría ser. En todo caso está enfermo. —Suspiró—. Yo ya sé cómo se siente.
Kurtz le dio otra palmadita en el hombro.
—Arriba esos ánimos, chaval. ¿Y los otros, Gary Jones y el que se supone que se llama Gray?
No le importaba gran cosa, pero existía la posibilidad de que la trayectoria de Jones (y de Gray, en el supuesto de que existiera al margen de la imaginación enfebrecida de Underhill) colisionara con la de Underhill, Devlin y… ¿Duddits?
Perlmutter sacudió la cabeza, cerró los ojos y volvió a descansar la cabeza en el respaldo. Debía de habérsele pasado el brote de energía e interés.
—Nada —dijo—. Está bloqueado.
—¿Y si no existe?
—Algo hay —dijo Perlmutter—. Es como un agujero negro. —Y añadió con tono soñador—: Oigo muchas voces. Ya mandan refuerzos.
Dicho y hecho, porque de repente apareció en los carriles de la I-95 en sentido norte el convoy más grande que había visto Kurtz en veinte años. En cabeza y a la misma altura iban dos quitanieves enormes, dos elefantes con palas levantando la nieve y despejando hasta el mismísimo asfalto los dos carriles. Seguían dos camiones de arena, asimismo en tándem, y detrás doble hilera de vehículos militares y material pesado. Kurtz vio camiones que llevaban bultos envueltos en lonas, y supo que solo podían ser misiles. Había otros camiones transportando radares, telémetros y a saber qué más cacharros. Entre medio iban camiones de transporte de tropas con unos faros deslumbrantes, a pesar de que casi era de día. Los efectivos no se contaban por cientos, sino por miles. A saber para qué se preparaban: la Tercera Guerra Mundial, luchar cara a cara con seres de dos cabezas, con los insectos inteligentes de Starship Troopers, la peste, la locura, la muerte, el día del juicio… Kurtz pensó en los Imperial Valley de Kate Gallagher, y esperó que no tardaran en abandonar la operación (suponiendo que siguieran con ella) y se fueran a Canadá. Estaba claro que no les serviría de gran cosa levantar los brazos y decir Il n’y a pas d’infection ici. Eso ya lo habían probado otros. Y ¡qué absurdo era todo! Kurtz, en lo más hondo, sabía que Owen tenía razón como mínimo en una cosa: en que al norte ya no pasaría nada. Ahora podía cerrar la puerta del establo y encomendarse a Dios, pero ya les habían robado el caballo.
—Van a cerrarlo del todo —dijo Perlmutter—. Jefferson Tract acaba de convertirse en el estado número cincuenta y uno. Y es un estado policial.
—¿Todavía puedes sintonizar con Owen?
—Sí —dijo Perlmutter, distraído—, pero por poco tiempo. Él también se está curando, y pierde la telepatía.
—¿Dónde está, chavalín?
—Acaban de pasar por la salida 25. Nos llevarán unos veinticinco kilómetros de ventaja. No puede ser mucho más.
—¿Le meto un poco de caña? —preguntó Freddy.
Ya habían perdido la oportunidad de pillar a Owen por culpa del camión de los cojones. Lo último que quería Kurtz era perder otra estrellándose en el arcén.
—Negativo —dijo—. De momento, creo que les dejaremos correr.
Se cruzó de brazos y vio pasar el mundo, blanco como una sábana. Sin embargo, ya no nevaba, y seguro que cuanto más al sur estuvieran mejor carretera encontrarían.
Habían sido veinticuatro horas muy accidentadas. Kurtz había hecho explotar una nave extraterrestre, le había traicionado la persona a quien consideraba su sucesor lógico, había sobrevivido a un motín de civiles, y por si fuera poco le había apartado del mando un soldadito de pega. Se le cerraron los ojos, y al poco tiempo se quedó dormido.
18
Jonesy se quedó bastante tiempo sentado a la mesa y de mal humor, repartiendo miradas al teléfono, que ya no funcionaba, al atrapasueños del techo (agitado por una corriente de aire que casi no se notaba) o a las persianas nuevas de acero que había usado el puerco de Gray para taparle la vista. Y siempre el mismo ruido sordo, tanto en los oídos como haciéndole temblar las nalgas en la silla. Se parecía al ruido de una caldera un poco escandalosa, pendiente de reparación, pero no lo era. Era el quitanieves abriéndose camino hacia el sur, hacia el sur, siempre hacia el sur; y al volante el señor Gray, sin duda con la gorra de la compañía, robada a su más reciente víctima, maniobrando el quitanieves, manejando el volante con los músculos de Jonesy y usando los oídos de Jonesy para escuchar las noticias por el canal interno.
«Bueno, Jonesy, ¿hasta cuándo piensas quedarte sentado y compadeciéndote?»
Jonesy, que estaba repantigado en la silla (de hecho casi dormía), se puso derecho al oírlo. Era la voz de Henry, pero no le llegaba por telepatía, puesto que el señor Gray las había bloqueado todas menos la suya. No, procedía de su propio cerebro. No por ello dejó de escocerle.
«¡No es que me compadezca, es que estoy aislado!» No le gustó el aspecto defensivo del pensamiento. Seguro que en caso de pronunciarlo en voz alta le habría salido tono de quejica. «No puede oírme nadie, no puedo ver nada y no puedo salir. No sé dónde estás, Henry, pero yo estoy en una celda de castigo.»
«¿Te ha quitado el cerebro?»
—Calla.
Jonesy se frotó la sien.
«¿Se ha llevado tus recuerdos?»
No, claro. Ni siquiera estando separado de los miles de millones de cajas por una puerta a cal y canto dejaba de acordarse de cuando yendo a primer curso le había pegado a Bonnie Deal un moco en la punta de la trenza (la misma Bonnie Deal a quien había pedido bailar seis años más tarde), de cuando Lamar Clarendon les había explicado cómo se jugaba al cribbage, y de cuando había visto salir del bosque a Rick McCarthy y le había confundido con un ciervo. Se acordaba de todo. Quizá tuviera alguna ventaja, pero no la veía. Tal vez se tratara de algo demasiado grande, demasiado obvio para verlo.
«¡Anda, que dejarte atrapar así habiendo leído tantas novelas policíacas! —se burló la versión mental de Henry—. Y no te digo las pelis de ciencia ficción con extraterrestres, desde Ultimátum a la Tierra a El ataque de los tomates asesinos. ¿Tantos libros y pelis y no se te ocurre ninguna manera de pararle los pies? ¿No sabes ver de dónde sale el humo y localizar su campamento?»
Jonesy se frotó la sien con energías redobladas. No era percepción extrasensorial, sino su propio cerebro. ¿Por qué no podía hacerle callar? Total, ¿de qué servía, si estaba más aislado que la hostia? Era un motor sin transmisión, un carro sin caballo; era el cerebro de la película Donovan’s Brain, mantenido con vida en un tanque de líquido turbio y soñando sueños inútiles.
«¿Qué quiere? Empieza por ahí.»
Jonesy miró el atrapasueños, movido por flujos imprecisos de aire caliente. Notaba el traqueteo del quitanieves, que era tan fuerte que hacía vibrar hasta los cuadros. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Tina Jean Schlossinger, y se suponía que había una foto levantándose la falda y con el chocho al aire. ¿Cuántos adolescentes se habían dejado engatusar por el mismo sueño?
Jonesy se levantó (casi de un salto) y empezó a dar vueltas por el despacho sin apenas cojear. Había pasado la tormenta y le dolía un poco menos la cadera.
Piensa como Hércules Poirot, se dijo; ejercita tus células grises. De momento descarta tus recuerdos y concéntrate en el señor Gray. Piensa con lógica. ¿Qué quiere?
Detuvo sus pasos. En realidad era obvio lo que quería el señor Gray. Había ido a la torre-depósito (o a su antiguo emplazamiento) porque quería agua; y no cualquier agua, sino la que acababa saliendo por los grifos de mucha gente. Agua potable. Pero la torre-depósito ya no estaba, porque la había destruido la tormenta del 85 (ja, ja, señor Gray, por fin te pillo), y el suministro de agua corriente de Derry se encontraba al nordeste. Lo más probable era que el camino estuviera cortado por la tormenta, además de que el suministro no estaba concentrado en un solo lugar. Por eso, después de consultar el almacén de conocimientos accesibles de Jonesy, el señor Gray había vuelto a ir al sur. Hacia…
De repente lo tuvo clarísimo. Perdió toda la fuerza de sus piernas y se cayó en la alfombra sin notar el pinchazo de dolor de la cadera.
El perro. Lad. ¿Seguía teniéndolo?
—Pues claro que lo tiene —susurró—. Claro que lo tiene, el muy hijo de puta. Se le huelen los pedos hasta aquí. Son clavados a los de McCarthy.
Aquel planeta era hostil al byrus, y sus habitantes luchaban con un vigor sorprendente, surgido de hondos pozos de emoción. Mala suerte. Sin embargo, el último gris superviviente había tenido una sucesión de golpes de suerte, como el típico cazurro que va a Las Vegas y empiezan a salirle sietes a los dados: cuatro, seis, ocho… ¡coño, doce seguidos! Primero había encontrado a Jonesy, su agente de contagio, y le había invadido y conquistado. Después había encontrado a Pete, que le había llevado a donde quería después de apagarse la luz flotante (el kim). Luego a Andy Janas, el de Minnesota, que transportaba dos ciervos que se habían muerto de Ripley. Al señor Gray no le habían servido de nada los ciervos… pero Janas también transportaba el cuerpo en descomposición de un extraterrestre.
El cuarto siete del señor Gray había sido el Dodge con su canino pasajero. ¿Qué había hecho? ¿Darle de comer al perro un trozo de cadáver de gris? ¿Ponerle el cadáver en la nariz y obligarle a respirarlo? No, era mucho más verosímil que se hubiera comido un trozo; el proceso que daba nacimiento a las comadrejas no empezaba en los pulmones, sino en el intestino. Jonesy vio una imagen fugaz de McCarthy perdido en el bosque. Beaver le había preguntado: «¿Se puede saber qué has comido? ¿Cacas de marmota?». ¿Y McCarthy? ¿Qué había contestado? «Arbustos, musgo… No sé, cosas. Es que me entró un hambre…»
Cómo no. Perdido, asustado y hambriento, no se había fijado en las manchas rojas de byrus que había en las hojas de algunos arbustos, ni en las del musgo que se había metido en la boca y que se había tragado venciendo las ganas de vomitar, por el simple motivo de que en algún momento de su vida de dócil abogado, de cristiano de misa semanal, había leído que cuando se estaba perdido en el bosque lo mejor era comer musgo, porque seguro que no era venenoso. ¿Tragar un poco de byrus (motas casi invisibles flotando en el aire) equivalía en todos los casos a incubar un monstruo sanguinario como el que había destrozado a McCarthy y matado a Beav? Quizá no, como no se quedaban embarazadas todas las mujeres que mantenían relaciones sexuales sin protección, pero en el caso de McCarthy había funcionado… Como en el de Lad.
—Sabe lo de la casa —dijo Jonesy.
Por supuesto. La casa de Ware, unos cien kilómetros al oeste de Boston. Y seguro que sabía la historia de la rusa, como todo el mundo. Jonesy se acordaba de haberla contado. Era demasiado truculenta, demasiado buena para no divulgarla. Corría por Ware, por New Salem, por Cooleyville, por Belchertown, por Hardwick, por Packardsville, por Pelham… Por todos los alrededores. ¿Alrededores de qué, si podía saberse?
Pues de qué iba a ser, del Quabbin. El embalse de Quabbin, que suministraba agua a Boston y su área metropolitana. ¿Cuánta gente bebía agua del Quabbin a diario? ¿Dos millones? ¿Tres? Jonesy no estaba seguro, pero muchísima más que la que había bebido la del depósito de Derry en toda su historia. El señor Gray sacando sietes seguidos, haciendo historia y a punto de conseguir que saltara la banca.
Dos o tres millones de personas. El señor Gray quería presentarles al collie Lad, y al nuevo amigo de Lad.
Y, una vez introducido en el nuevo medio, el byrus arraigaría.