1
Cuando apareció entre la nieve el letrero verde de DYSART’S, Jonesy no tenía el menor indicio sobre la hora (el reloj del tablero de mandos del cuatro por cuatro se había ido al carajo y solo parpadeaba «12.00 am»), pero aún era de noche y nevaba mucho. Fuera de Derry, los quitanieves estaban perdiendo la batalla contra la tormenta. La camioneta robada era «de las que tiran», como habría dicho el papá de Jonesy, pero también estaba perdiendo la suya: cada vez resbalaba más a menudo con la nieve, que ganaba espesor, y le costaba cada vez más esquivar los montones. Jonesy lo ignoraba todo del destino escogido por el señor Gray, pero dudaba que pudiera llegar. Nevando así y con aquella camioneta, imposible.
La radio funcionaba, pero de aquella manera; de momento solo llegaban señales débiles y difusas. Jonesy no captó ninguna información horaria, pero sí un boletín meteorológico. Ahora al sur de Portland, en vez de nevar, llovía, pero entre Augusta y Brunswick, a decir de la emisora, la precipitación era una mezcla peligrosa de aguanieve y granizo. La mayoría de las poblaciones se habían quedado sin luz, y el tráfico rodado se restringía a los vehículos con cadenas.
Jonesy se alegró de oírlo.
2
Cuando el señor Gray dio un golpe de volante para meterse por la rampa en dirección al letrero verde, la camioneta resbaló de costado y levantó nubes de nieve. Jonesy pensó que él se habría salido de la calzada y se habría caído en la cuneta, pero no conducía él, sino el señor Gray, y, aunque este ya no fuera inmune a las emociones de Jonesy, en situaciones de peligro demostraba una propensión al pánico mucho menor; por eso, lejos de contrarrestar ciegamente la dirección del patinazo, primero se dejó llevar con el volante bien sujeto, y luego, cuando ya no resbalaban, volvió a enderezar el rumbo. Ni siquiera despertó al perro que dormía al pie del asiento del copiloto, y a Jonesy apenas se le aceleró el pulso. Jonesy sabía que, conduciendo él, le habría latido el corazón como loco; claro que su idea de lo que había que hacer con el coche nevando así era meterlo en el garaje.
El señor Gray acató el stop del final de la rampa, a pesar de que no circulaba ni un alma por la carretera 9. Al otro lado había una zona enorme de estacionamiento muy iluminada por fluorescentes, en cuya luz, llevados por el viento, los copos parecían la respiración helada de un animal gigantesco pero escondido. Jonesy sabía que en una noche normal el aparcamiento habría estado lleno de coches con el motor y los intermitentes encendidos. En cambio ahora no había casi ninguno, salvo en la zona donde se leía ESTACIONAMIENTO PROLONGADO: DIRIGIRSE AL ENCARGADO. TÍCKET OBLIGATORIO, en cuyo interior había más de una docena de camiones difuminados por la nieve. Los conductores debían de estar dentro, comiendo, jugando al milloncete, mirando una peli porno o intentando conciliar el sueño en el dormitorio cutre de la parte de atrás, donde por diez dólares tenían derecho a catre, manta limpia y una vista privilegiada de la pared de hormigón. Seguro que pensaban todos las mismas dos cosas: «¿Cuánto tardaré en poder seguir?», y «¿Va a salirme muy cara la broma?».
El señor Gray apretó el acelerador y, a pesar de que lo hizo suavemente, tal como le indicaba el archivo de Jonesy sobre conducción invernal, giraron las cuatro ruedas de la camioneta, que empezó a moverse de lado y a hundirse en la nieve.
«¡Eso, eso! —le animó Jonesy desde su observatorio de la ventana del despacho—. ¡Embarránquese bien, que luego en un cuatro por cuatro no hay manera de salir!»
Pero las ruedas mordieron: primero las de delante, donde el peso del motor daba un poco más de tracción al vehículo, y después las de detrás. La camioneta cruzó la carretera con dificultad hacia el letrero de ENTRADA. Detrás había otro: BIENVENIDOS A LA MEJOR ÁREA DE CAMIONEROS DE TODA NUEVA INGLATERRA. Por último, los faros de la camioneta iluminaron el tercero, cubierto de nieve pero no hasta el extremo de haber quedado ilegible: QUÉ COÑO, BIENVENIDOS A LA MEJOR ÁREA DE CAMIONEROS DEL MUNDO.
«¿Es la mejor área de camioneros del mundo?», preguntó el señor Gray.
«Pues claro», dijo Jonesy, sin poder aguantarse una carcajada.
«¿Por qué haces ese ruido?»
Jonesy se dio cuenta de algo asombroso, al mismo tiempo conmovedor y aterrador: el señor Gray sonreía con su boca. Solo un poco, pero era una sonrisa. Pensó: Lo pregunta en serio. No sabe qué es reírse. Claro que tampoco había sabido qué era enfadarse, pero había demostrado que aprendía deprisa. Ahora era un experto en rabietas.
«Me ha hecho gracia lo que ha dicho.»
«¿Qué significa exactamente “gracia”?»
Jonesy no sabía qué contestar. Quería que el señor Gray viviera toda la gama de emociones humanas, sospechando que a la larga su única esperanza de sobrevivir podía ser humanizar a su usurpador. Como había dicho Pogo, el personaje de cómic, hemos visto al enemigo y somos nosotros. Pero ¿cómo explicar «gracia» a un conjunto de esporas de otro planeta? Y, en el fondo, ¿qué gracia tenía que el área de servicio de Dysart’s se proclamara la mejor del mundo?
Estaban pasando al lado de otro letrero con dos flechas. Debajo de la de la izquierda ponía VEHÍCULOS GRANDES, y debajo de la otra VEHÍCULOS PEQUEÑOS.
«¿Nosotros qué somos?», preguntó el señor Gray, que había frenado delante.
Jonesy podría haberle obligado a buscar la información, pero ¿de qué habría servido?
«Pequeños», contestó.
El señor Gray giró a la derecha. Los neumáticos derraparon un poco y la camioneta dio un bandazo. Lad levantó la cabeza, despidió otro pedo largo y fragante y gimió. Se le había hinchado la mitad inferior del abdomen. Una persona poco informada lo habría confundido con una hembra a punto de parir una abundante camada.
En la zona de vehículos pequeños debía de haber unas dos docenas de turismos y camionetas. Los más hundidos en la nieve eran los de los mecánicos (siempre había uno o dos de servicio), las camareras y los cocineros de comida rápida. A Jonesy le llamó mucho la atención que el vehículo más limpio fuera un coche patrulla azul de la policía del estado con nieve acumulada en la sirena. Un arresto no era mala manera de obstaculizar los planes del señor Gray. Por otro lado, contando la cabina de la camioneta, Jonesy ya había estado en tres lugares del crimen. En los dos primeros no había testigos, ni era probable que hubiera huellas dactilares de Gary Jones, pero ¿y aquí? Muchísimas, seguro. Ya se veía en algún juzgado diciendo: «Oiga, señor juez, que los ha asesinado el extraterrestre que estaba dentro de mí. Ha sido el señor Gray». Otro chiste que se le escaparía al señor Gray.
Ilustre personaje que no se cansaba de hurgar.
«Dry Farts[12] —dijo—. ¿Por qué llamas a esto Dry Farts si en el letrero pone Dysart’s?»
«Es como lo llamaba Lamar —dijo Jonesy, acordándose de cuando iban o volvían de Hole in the Wall y se paraban a desayunar en el área de servicio: largas, hilarantes sesiones—. Mi padre también lo llamaba así.»
«¿Tiene gracia?»
«Alguna tendrá. Es un juego de palabras basado en sonidos parecidos. Por juegos de palabras se entiende la modalidad más baja de humor.»
El señor Gray aparcó en la hilera más cercana al islote de luz del restaurante, pero lejos del coche patrulla. Jonesy no sabía si su secuestrador entendía el significado de la sirena en el techo. Puso la mano en el botón del faro de la camioneta y lo apretó. Después la puso en la llave y profirió una serie de carcajadas secas:
—¡Ja, ja, ja, ja!
«¿Has notado algo?», preguntó con bastante curiosidad. Y un poco de aprensión.
—No —dijo el señor Gray inexpresivamente, apagando el motor.
A pesar de ello, ahora que estaba sentado a oscuras y con el viento soplando alrededor de la cabina del vehículo, Jonesy lo hizo por segunda vez y con un poco más de convicción.
—¡Ja, ja, ja, ja!
Se estremeció en su refugio del despacho. Era un sonido que ponía los pelos de punta, como un fantasma intentando acordarse de ser humano.
A Lad tampoco le gustó. Volvió a gemir y a mirar con nerviosismo al hombre que estaba al volante de la camioneta de su amo.
3
Owen sacudía a Henry para despertarle, pero este se hacía el sueco. Tenía una sensación como de llevar durmiendo solo unos segundos, como si tuviera los brazos y las piernas metidos en cemento.
—Henry.
—Ya te oigo.
Un picor en la pierna izquierda, y otro más pronunciado en la boca. Ahora el puto byrus también le crecía en el labio. Se rascó con el dedo índice, llevándose la sorpresa de que se soltara con gran facilidad, como una costra.
—Escucha. Y mira. ¿Puedes mirar?
Henry levantó la cabeza y miró la carretera, que ahora, entre la poca luz (Owen había frenado en el arcén y tenía apagados los faros) y la nieve, presentaba un aspecto fantasmal. Más adelante, en la oscuridad, había voces mentales, el equivalente auditivo de una reunión alrededor de una hoguera. Henry fue hacia ellas. Había cuatro, correspondientes a jóvenes sin jerarquía en el… el…
«Blue Group —susurró Owen—. Esta vez somos Blue Group.»
Cuatro jóvenes sin jerarquía en el Blue Group, intentando no tener miedo… intentando ser duros… voces en la oscuridad… una hoguerita y voces en la oscuridad…
Henry descubrió que la luz de las llamas le permitía ver algo: nieve, por descontado, y una serie de intermitentes amarillos iluminando una entrada de autopista invadida por la nieve. También había una tapa de caja de pizza, vista a la luz de un tablero de mandos. La usaban de cenicero, y tenía encima varios trozos de queso y un cuchillo militar. Este último pertenecía al tal Smitty, y todos lo usaban para cortar queso. Cuanto más miraba Henry, mejor veía. Era como acostumbrar los ojos a la oscuridad, pero con algo más: lo que veía tenía una profundidad de vértigo, una profundidad alarmante, como si de repente el mundo físico no se compusiera de tres dimensiones, sino de cuatro o cinco. El motivo era fácil de entender: Henry veía al mismo tiempo por cuatro pares de ojos. Estaban arrimados al…
«Humvee —dijo Owen, entusiasmado—. ¡Henry, coño, que es un Humvee! ¡Y encima equipado para la nieve! ¡Te apuesto lo que sea!»
En efecto, los jóvenes estaban muy juntos, pero, como no dejaban de ocupar cuatro lugares distintos, tenían cuatro puntos de vista, y cuatro calidades de visión distintas, desde el ojo de lince (Dana, de Maybrook, Nueva York) a lo meramente correcto. A pesar de ello, el cerebro de Henry las estaba procesando como cuando convertía en imágenes animadas los fotogramas de una bobina, con la diferencia de que no se trataba de ninguna película o truco en tres dimensiones. Era una manera de ver completamente nueva, como la que generaría una manera completamente nueva de pensar.
Como se difunda esta mierda, pensó entre asustado y exaltado, como llegue a propagarse…
Se le clavó en las costillas el codo de Owen, que dijo:
—¿Y si dejas la conferencia para otro día? Mira al otro lado de la carretera.
Henry obedeció, empleando su excepcional visión cuádruple y dándose cuenta con retraso de que no se había limitado a mirar, sino que había movido los globos oculares de los cuatro jóvenes con el objetivo de observar el lado opuesto de la autopista. En donde vio más intermitentes bajo la tormenta.
—Es una barrera —murmuró Owen—. Una de las medidas de seguridad de Kurtz: se cierran las dos salidas, y no puede circular nadie por la autopista sin autorización. Yo quiero el Humvee. Nevando así, es lo mejor que podemos tener. Lo que no quiero es que se enteren los tíos del otro lado. ¿Se puede conseguir?
Henry volvió a experimentar con los ocho ojos y, a base de moverlos, descubrió que en cuanto no miraban los cuatro el mismo punto desaparecía la visión en cuatro o cinco dimensiones, dejando paso a una perspectiva fragmentada y mareante que excedía a su equipo de procesamiento. Sin embargo los movía. No mucho, solo los ojos, pero…
«Creo que sí, pero solo si colaboramos —le dijo a Owen—. Acércate. Y no digas nada más en voz alta. Métete en mi cabeza. Conéctate.»
De repente Henry notó que tenía más llena la cabeza. Volvió a aclarársele la vista, pero esta vez la perspectiva no era igual de profunda. Solo dos pares de ojos en lugar de cuatro: el suyo y el de Owen.
Owen puso el Sno-Cat en primera y avanzó muy despacio con las luces apagadas. El chillido constante del viento se tragaba el zumbido del motor. A medida que recortaban distancias, Henry sintió afianzarse su influencia sobre los cerebros de delante.
«¡Coño!», dijo Owen, medio riendo medio aguantando la respiración.
«¿Qué? ¿Qué pasa?»
«Tú, tío. Es como ir en una alfombra mágica. Pero ¡qué fuerza!»
«Pues si te parezco fuerte yo, cuando conozcas a Jonesy alucinarás.»
Owen frenó al pie de una colina que les separaba tanto de la autopista como de Bernie, Dana, Tommy y Smitty, que estaban sentados en su Humvee al principio de la salida sur, cogiendo queso y galletas saladas de su bandeja improvisada. Los cuatro ocupantes del Humvee estaban limpios de byrus, y no sospechaban que estuviera espiándoles nadie.
«¿Listo?», preguntó Henry.
«Supongo. —Ahora la otra persona que tenía Henry en la cabeza, la que había esquivado los disparos de Kurtz y sus muchachos sin despeinarse, estaba nerviosa—. Mandas tú, Henry. Yo en esta misión soy puro apoyo logístico.»
«Pues adelante.»
Lo siguiente que hizo Henry fue por intuición: vinculó a los cuatro de dentro del Humvee, pero no con imágenes de muerte y destrucción, sino imitando a Kurtz. Con ese fin recurrió tanto a la energía de Owen Underhill (que a esas alturas era mucho mayor que la suya) como a lo mucho que conocía a su superior. La acción de cerrar el vínculo le procuró una punzada de intensa satisfacción. También de alivio. Una cosa era moverles los ojos, y otra muy diferente dominarles por completo. Además, no estaban contagiados de byrus, cosa que podría haberles inmunizado. Suerte que no.
Dijo Kurtz: «A vuestra derecha, detrás de aquella colina, hay un Sno-Cat. Quiero que lo devolváis a la base, y ahora mismo, sin rechistar. Que no oiga ningún comentario. Venga, a moverse. Os parecerá un poco estrecho en comparación con donde estáis ahora, pero me parece que cabréis, Dios mediante. Venga, almas de Dios, a mover el culo».
Henry vio que salían con las facciones tranquilas e inexpresivas. Él también empezó a salir, hasta que vio que Owen permanecía en el asiento del Sno-Cat con los ojos muy abiertos. Se le movían los labios, formando las palabras que pensaba: «Venga, almas de Dios, a mover el culo».
«¡Owen, espabila!»
Owen miró alrededor con desconcierto, asintió con la cabeza y apartó la lona que colgaba por su lado del vehículo.
4
Henry tropezó, cayó de rodillas, volvió a levantarse y, cansado, miró la tormentosa oscuridad. No estaba lejos, ni mucho menos, pero se consideró incapaz de arrastrarse por la nieve, no ya cincuenta metros, sino seis o siete. Lo he conseguido, pensó. Claro, tiene que ser la respuesta. Me he suicidado, y ahora estoy en el infierno.
Le rodeó el brazo de Owen… pero era algo más que un simple brazo, porque le estaba inyectando su fuerza.
«Graci…»
«Ya me las darás. Y ya dormirás. Por ahora concéntrate.»
Bernie, Dana, Tommy y Smitty desfilaban debajo de la nieve, muda fila de sonámbulos con monos y parkas dotadas de capuchas. Se trasladaban al este de Swanny Pond Road, en dirección al Sno-Cat, mientras Owen y Henry se encaminaban al oeste, donde se había quedado abandonado el Humvee. Henry cayó en la cuenta de que también se habían quedado el queso y las galletas, y le crujió el estómago.
De repente tenían el Humvee justo delante. Al principio se lo llevarían sin encender los faros, en primera y muy, muy discretamente, esquivando las luces amarillas de la base de la rampa. Con algo de suerte, los que vigilaban la salida norte no se percatarían de su paso.
«Si les vemos —preguntó Owen—, ¿podremos hacer que se olviden? Darles… no sé, amnesia.»
Henry comprendió que era posible.
«Owen…»
«¿Qué?»
«Si algún día se divulga esto, lo cambiará todo. Todo.»
Owen se tomó un tiempo para meditarlo. Henry no se refería al conocimiento, que era la moneda de uso entre los jefazos de Kurtz en la cadena trófica, sino a una serie de facultades que por lo visto iban mucho más allá de la simple telepatía.
«Ya —acabó contestando—, ya lo sé.»
5
Pusieron rumbo al sur a bordo del Humvee, penetrando en la tormenta. En pleno festín de galletas saladas y queso, Henry Devlin se quedó frito de cansancio. Su cabeza, inundada de estímulos, cerró la persiana.
Durmió.
Y soñó con Josie Rinkenhauer.
6
A la media hora de haberse incendiado, el establo de Reggie Gosselin se reducía a un ojo agonizante de dragón en la noche de truenos, creciendo y decreciendo en una órbita negra de nieve derretida. En el bosque del otro lado de Swanny Pond Road se oían detonaciones de fusil: pum, pum, pum… Al principio eran fuertes, pero fueron disminuyendo tanto en frecuencia como en volumen a medida que los de Imperial Valley (ahora con Kate Gallagher al mando) se alejaban en persecución de los reclusos fugitivos. Se trataba de un combate desigual, al que sobrevivirían pocos de los segundos; acaso bastantes para contarlo y delatarles a todos, pero ya habría tiempo de preocuparse.
Mientras los chicos persistían en la caza (y mientras el traidor de Owen Underhill acrecentaba su ventaja), Kurtz y Freddy Johnson se hallaban en el puesto de mando (aunque Freddy supuso que volvía a ser una simple caravana, ya desprovista del halo de poder), metiendo naipes en una gorra.
Kurtz, que ya no era telépata, pero que en lo tocante a sus hombres conservaba la perspicacia de siempre (poco importaba, en realidad, que ahora solo tuviera una persona a sus órdenes), miró a Freddy y dijo:
—Apresurarse lentamente, chavalín: el dicho sigue siendo válido. Otro: actúa deprisa y arrepiéntete cuando te convenga.
—Sí, jefe —dijo Freddy sin gran entusiasmo.
Kurtz sacó el dos de picas, que revoloteó por el aire y aterrizó en la gorra. Kurtz se ufanó como un chaval y se dispuso a repetir el lanzamiento. Entonces llamó alguien a la puerta de la caravana. Freddy se volvió hacia ella, recibiendo de Kurtz una mirada severa que le hizo recuperar su posición original y observar el nuevo lanzamiento de cartas. Empezó bien, pero pasó de largo y acabó en la visera. Kurtz masculló algo y señaló la puerta con la cabeza. Freddy fue a abrirla rezando una oración mental de gratitud.
Jocelyn McAvoy, una de las dos mujeres de Imperial Valley, estaba en el escalón de arriba. Tenía acento de Tennessee, el pelo rubio y cortado a lo varón y un rostro granítico. Sujetaba la correa de una metralleta ligera israelí que se apartaba por completo de lo reglamentario. Freddy se preguntó de dónde la sacaba, hasta que decidió que daba igual. Había muchas cosas que ya no importaban, sobre todo desde hacía una o dos horas.
—Joss —dijo—. ¿Qué cuentas de malo?
—Orden cumplida: traemos dos casos de Ripley.
Se oyeron más disparos en el bosque, y Freddy reparó en que los ojos de la soldado se movían un poquito en esa dirección. Jocelyn tenía ganas de volver a cruzar la carretera y cazar el máximo de piezas antes de que se alejaran. Freddy comprendía su estado de ánimo a la perfección.
—Que pasen —dijo Kurtz. Seguía de pie al lado de la gorra depositada en el suelo (donde no se habían borrado del todo las manchas de sangre del pinche tercero Melrose), y con la baraja en la mano, pero se le habían iluminado los ojos de interés—. A ver a quién habéis encontrado.
Jocelyn hizo gestos con el arma, y al pie de la escalerilla dijo una voz rasposa de hombre:
—Arriba, joder, y que no tenga que repetíroslo.
El primer hombre en pasar al lado de Jocelyn y entrar era alto y muy negro. Tenía dos cortes, uno en la mejilla y otro en el cuello, y ambos estaban llenos de Ripley. Le crecía más pelusa en las arrugas de la frente. Freddy le conocía de cara, pero no de nombre. El jefe, como era natural, tenía presentes ambas cosas. Freddy supuso que conocía de nombre a todos los soldados que habían estado a sus órdenes, pasados o presentes, vivos o muertos.
—¡Cambry! —dijo Kurtz con los ojos aún más encendidos. Dejó caer la baraja en la gorra, se acercó a Cambry, hizo ademán de estrecharle la mano, se lo pensó mejor y optó por un saludo militar. Gene Cambry no lo devolvió. Se le veía huraño y desorientado—. Bienvenido al club de los justicieros.
—Le hemos visto corriendo por el bosque con los prisioneros, y eso que en principio tenía que vigilarlos —dijo Jocelyn McAvoy.
Su cara era inexpresiva. Todo el desprecio se le concentraba en la voz.
—¿Por qué no? —preguntó Cambry, mirando a Kurtz—. Total, pensaba usted matarme como al resto. Y no se moleste en disimular, que se lo leo en la cabeza.
Kurtz no se dejó amilanar. Se frotó las manos y le sonrió a Cambry de manera amistosa.
—Pórtate bien y puede que cambie de idea. Los corazones son para partirse, y las decisiones para cambiarlas. Es como nos ha hecho Dios. ¿A qué otro me has traído, Jossie?
Al ver al segundo personaje, Freddy se quedó de piedra. Además de contento. A su humilde parecer, el Ripley no podía haber escogido mejor. Ya de por sí, el muy hijo de puta no le caía bien a nadie.
—Señor… jefe… No sé qué hago aquí… Estaba persiguiendo a los fugitivos como Dios manda y esta… esta… perdone, pero tengo que decirlo: esta zorra, y perdón por la palabra, se me ha llevado de la zona de caza y…
—Se escapaba con ellos —dijo McAvoy con voz de aburrimiento—. Corría, y está de la cosa esa hasta el ojete.
—¡Mentira! —exclamó el de la puerta—. ¡Mentira podrida! ¡Yo estoy limpio! ¡Al ciento por cien…!
McAvoy levantó el gorro de punto que llevaba en la cabeza el segundo prisionero. La calva incipiente había vuelto a poblarse, y parecía teñida de rojo.
—Jefe, se lo puedo explicar —dijo Archie Perlmutter, con una voz suave que perdió ímpetu a media frase—. Es que hay… un…
Y se le apagó del todo.
Kurtz le sonreía con gran efusión, pero había vuelto a ponerse la mascarilla (como todos), la cual prestaba un toque siniestro a su sonrisa tranquilizadora, una expresión peculiar como de pederasta invitando a pastel a una criatura.
—No va a pasarte nada, Pearly —dijo—. Solo vamos a dar una vuelta. Tenemos que encontrar a alguien, y tú le conoces…
—Owen Underhill —susurró Perlmutter.
—Exacto, nene —dijo Kurtz; y, girándose hacia la soldado—: McAvoy, tráele su tablilla. Le sentará bien tenerla en las manos. Después te doy permiso para seguir cazando, porque debes de estar impaciente.
—Sí, jefe.
—Pero antes mira esto. Es un truquito que aprendí en Arkansas.
Kurtz abrió la baraja y dejó que el viento huracanado que entraba por la puerta desperdigara todas las cartas. Solo cayó una en la gorra, pero estaba boca arriba y era el as de picas.
7
El señor Gray tenía la carta en las manos y estaba absorto en las listas (bola de carne picada, remolacha en rodajas, pollo a la brasa, pastel de chocolate), pese a no entender prácticamente ni jota. Jonesy se dio cuenta de que no se limitaba a ignorar el sabor de los platos. El señor Gray desconocía lo que era el sabor. Y era lógico que así fuera, pues en el fondo solo era una espora, o como máximo una seta con alto coeficiente intelectual.
Apareció una camarera desplazándose bajo una vasta meseta de cabello rubio ceniza petrificado. En la chapa de la pechera, de no desdeñables proporciones, ponía: BIENVENIDO A DYSART’S. SOY DARLENE, SU CAMARERA.
—Hola, majo. ¿Qué te pongo?
—Por apetecer, huevos revueltos con beicon, pero que estén pasaditos.
—¿Con tostada?
—¿Pueden ser unas precs?
Darlene arqueó las cejas y le miró por encima de la libreta. El policía estaba detrás, en la barra, comiendo un bocadillo con alguna salsa y hablando con el cocinero.
—Perdona, quería decir sprec.
Las cejas subieron un poco más. La pregunta era evidente, y le parpadeaba en la frente como el letrero luminoso de un bar: ¿trataba con alguien con problemas de habla, o le tomaban el pelo?
Jonesy, que estaba sentado junto a la ventana del despacho y sonreía, cedió un poco.
—Creps —dijo el señor Gray.
—Ya. Me lo había imaginado. ¿Café para beber?
—Sí, por favor.
La camarera cerró la libreta y se alejó. El señor Gray volvió enseguida a la puerta cerrada del despacho de Jonesy, rabiando igual que las otras veces.
«¿Cómo lo has hecho? —preguntó—. ¿Cómo, si estás aquí dentro?» Dio un golpe de rabia en la puerta. Jonesy se dio cuenta de que no solo estaba enfadado, sino asustado; porque, si Jonesy estaba en situación de interferir, se la jugaba.
«No lo sé —dijo, fiel a la verdad—. Pero no se lo tome tan a la tremenda; desayune a gusto, hombre, que solo ha sido una broma.»
«¿Por qué? —Todavía enfadado, todavía bebiendo en el pozo de las emociones de Jonesy, y disfrutando sin querer—. ¿De qué te sirve?»
«Digamos que de vengarme por cuando estaba durmiendo y casi me achicharra», dijo Jonesy.
Como en el restaurante del área de servicio casi no había clientes, Darlene volvió en un santiamén. Jonesy tuvo la ocurrencia de comprobar si podía apoderarse de su propia boca bastante tiempo para decir algo insultante (por ejemplo sobre el pelo), pero no lo consideró oportuno.
Darlene le dejó el plato en la mesa y se marchó, no sin mirarle con cara de sospecha; la misma que sintió el señor Gray al ver por los ojos de Jonesy la masa amarilla de huevos y las tiras oscuras de beicon (no solo pasadas, sino casi incineradas, en la mejor tradición de Dysart’s).
«Adelante, coma», dijo Jonesy.
Estaba de pie al lado de la ventana del despacho, observando y a la expectativa, entre divertido y curioso. ¿Había alguna posibilidad de que los huevos con beicon mataran al señor Gray? Probablemente no, pero al menos era una manera de provocarle un buen cólico al muy cabrón de su secuestrador.
El señor Gray consultó los archivos de Jonesy que versaban sobre el uso correcto de la cubertería. A continuación levantó un trocito de huevo revuelto con el tenedor y lo introdujo en la boca de Jonesy.
Ocurrió algo tan digno de sorpresa como de hilaridad: el señor Gray comía a dos carrillos, y las únicas pausas que hacía eran para inundar las creps de falso jarabe de arce. Le encantaba todo, pero en especial el beicon.
«¡Carne! —le oyó exultar Jonesy. Casi era la voz de un monstruo de película cutre de los años treinta—. ¡Carne! ¡Carne! ¡Es el sabor de la carne!»
Tenía su gracia… aunque, pensándolo bien, tampoco tanta. Hasta resultaba un poco horrible. El grito de alguien recién convertido en vampiro.
El señor Gray miró alrededor para cerciorarse de que no le observase nadie (ahora el agente atacaba una porción grande de pastel de cerezas), levantó el plato y chupó la grasa que caía con generosos lengüetazos de la lengua de Jonesy. El toque final fue lamerse el pegajoso jarabe de las puntas de los dedos.
Darlene volvió, sirvió más café, miró los platos vacíos y dijo:
—¡Hombre, medalla para el caballero! ¿Quiere algo más?
—Más beicon —dijo el señor Gray, y tras consultar la terminología correcta en los archivos de Jonesy añadió—: Ración doble.
Así te atragantes, pensó Jonesy, aunque ya no tenía muchas esperanzas.
El señor Gray se puso dos sobres de azúcar en el café, miró la sala para estar seguro de no ser visto y se echó al gaznate el contenido del tercero. Por unos segundos se entrecerraron los ojos de Jonesy, mientras el señor Gray se dejaba inundar por la gozosa dulzura.
«Puede comerlo cada vez que le apetezca», dijo Jonesy por la puerta.
Pensó que ahora ya conocía la sensación de Satán al llevarse a Jesús a la cima de la montaña y tentarle con todas las ciudades del mundo. Nada especial, ni agradable ni malo; simple trabajo de comercial.
Aunque… oído al parche. Sí que era una sensación agradable, porque se daba cuenta de que convencía. No podía decirse que estuviera asestando puñaladas, pero al menos pellizcaba al señor Gray. Le hacía sudar gotitas de sangre de deseo.
«Ríndase —insistió—. Hágase terrestre y podrá pasarse el resto de la vida experimentando con los sentidos. Están muy finos, porque aún no he cumplido los cuarenta.»
El señor Gray no contestó. Miró alrededor, vio que no se fijaba nadie en él, se echó jarabe en el café, lo sorbió y volvió a mirar hacia arriba para ver si le traían el suplemento de beicon. Jonesy suspiró. Era como estar de vacaciones en Las Vegas con un musulmán estricto.
Al fondo del restaurante había un arco con el letrero salón de camioneros y duchas. El pasillo corto de detrás estaba equipado con una batería de teléfonos de pago donde había varias personas hablando. Debían de contarles a sus cónyuges y jefes que no podrían llegar puntuales porque les había sorprendido una tormenta en Maine, estaban en un área de servicio para camioneros al sur de Derry que se llamaba Dysart’s y calculaban que no podrían proseguir hasta el día siguiente a mediodía.
Jonesy dio la espalda a la ventana del despacho, desde donde se veía el área de servicio, y miró su mesa, que ahora estaba cubierta con el mismo desorden que en casa, sempiterno y tranquilizador. También estaba el teléfono azul. ¿Se podía llamar a Henry? ¿Seguía vivo Henry? Consideró que sí. Pensó que si hubiera muerto se habría notado el momento de su defunción, quizá por un aumento de la oscuridad de la sala. «Elvis ha abandonado el edificio —había dicho Beaver varias veces al reconocer un nombre en las necrológicas—. Hay que joderse.» Jonesy dudaba que Henry hubiera abandonado el edificio. Hasta podía ser que tuviera previsto un bis.
8
El señor Gray no se atragantó con el segundo plato de beicon, pero de repente tuvo retortijones en la parte baja de la barriga y bramó, contrariado:
«¡Me has envenenado!».
«Tranquilo —dijo Jonesy—. Solo tiene que desalojar un poco.»
«¿Desalojar? ¿Qué…?»
Dejó la frase a medias por otro retortijón en las tripas.
«Quiero decir que convendría ir corriendo al servicio de caballeros —dijo Jonesy—. ¡Pero hombre! ¿Tantas abducciones en los años sesenta y no habéis aprendido nada de anatomía humana?»
Darlene había dejado la cuenta. El señor Gray la cogió.
«Déjale el quince por ciento encima de la mesa —dijo Jonesy—. Es la propina.»
«¿Cuánto es el quince por ciento?»
Jonesy suspiró. ¿Eran esos los señores del universo que nos habían enseñado a temer las películas? ¿Conquistadores despiadados, viajeros estelares que no sabían cagar ni dejar propina?
Otro retortijón, seguido por un pedo silencioso. Apestaba, pero no a éter. «Alabado sea Dios», pensó Jonesy, y dijo al señor Gray:
«Enséñeme la cuenta».
Examinó la nota verde por la ventana del despacho.
«Déjele un dólar y medio. —Como el señor Gray no parecía muy convencido, Jonesy añadió—: Fíese, que es buen consejo. Si deja más, se acordará de usted como del más generoso de la noche; menos, y le tendrá clasificado de tacaño.»
Notó que el señor Gray consultaba el significado de «tacaño» en los archivos. Acto seguido, y sin discutir, dejó en la mesa un dólar y dos monedas de veinticinco centavos, resuelto lo cual se encaminó hacia la caja, que estaba de camino hacia el lavabo.
El poli seguía dándole al pastel (con una lentitud que a Jonesy le pareció sospechosa). Cuando el señor Gray pasó cerca de la barra, Jonesy le sintió disolverse como entidad (entidad cada vez más humana) y meterse en la cabeza del agente. Solo quedó la nube rojinegra a cargo de los sistemas de mantenimiento de Jonesy.
Cogió el teléfono del escritorio a la velocidad del rayo, pero tuvo un momento de vacilación.
Marca 1-800-HENRY y ya está, pensó.
Al principio no ocurrió nada. Luego, en algún otro lugar, empezó a sonar un teléfono.
9
—Idea de Pete —murmuró Henry.
Owen, que estaba al volante del Humvee (vehículo enorme y ruidoso, pero equipado con unos neumáticos descomunales para la nieve que le permitían surcar la tormenta) le miró. Henry dormía. Se le habían bajado las gafas hasta la punta de la nariz. Sus párpados, que ahora exhibían una pelusilla de byrus, delataban el movimiento de los globos oculares. Soñaba. ¿Con qué?, se preguntó Owen. Consideró posible hacer una zambullida en la cabeza de su nuevo acompañante, pero le pareció perverso.
—Idea de Pete —repitió Henry—. La vio primero.
Y profirió tal suspiro de cansancio que a Owen le dio pena. Decidió que no, que no quería saber nada de lo que ocurría en la cabeza de Henry. Para llegar a Derry faltaba una hora, o más, si seguía haciendo el mismo viento. Era preferible dejarle dormir.
10
El instituto de Derry tiene detrás el campo de fútbol americano donde solía jugar Richie Grenadeau, pero ahora Richie lleva cinco años en su tumba de héroe adolescente: otro James Dean de provincias muerto en accidente de coche. Entretanto han aparecido otros héroes, que después de unos pases han ido haciendo mutis por el foro. Resulta, además, que no ha empezado la temporada. Es primavera, y el campo está ocupado por algo que parece una congregación de pájaros, muy grandes, rojos y con la cabeza negra. Los cuervos mutantes ríen y conversan en sus sillas plegables, pero al director, el señor Trask, no le cuesta nada que le oigan, porque ocupa el podio del improvisado escenario y está en posesión del micro.
—¡Otra cosa antes de dejaros marchar! —truena—. No os diré que no tiréis el birrete al final de la ceremonia, porque tengo bastantes años de experiencia para saber que sería como hablar con una pared…
Risas, vítores, aplausos.
—¡Lo que os pido es recogerlos y devolverlos, porque, si no, os los cobraremos!
Algunos abucheos y pedorretas, la más ruidosa la de Beaver Clarendon.
El señor Trask realiza su última inspección del público.
—Jóvenes de la promoción del ochenta y dos, creo hablar en nombre de todo el profesorado si os digo que estoy orgulloso de vosotros. Con esto se acaba el ensayo, o sea, que…
A pesar de la amplificación, el resto es inaudible. Los cuervos rojos se levantan con aletazos de nailon y emprenden el vuelo. Mañana a mediodía abandonarán el nido de veras; aunque no se den cuenta los tres cuervos que siembran de risas y bromas el camino hacia el aparcamiento donde está el coche de Henry, a la fase infantil de su amistad solo le quedan unas horas de vida. Probablemente sea mejor que no se den cuenta.
Jonesy le quita a Henry el birrete, se lo pone encima del suyo y se aleja a toda leche por la zona de estacionamiento.
—¡Devuélvemelo, mamón! —exclama Henry.
Después le quita a Beaver el suyo. Beav suelta un graznido de gallina, se ríe y sale corriendo en persecución de Henry. Los tres sobrevuelan el césped de detrás de las gradas, con un remolino de togas alrededor de los vaqueros. Jonesy tiene dos birretes en la cabeza, con las borlas bailando en sentidos opuestos; Henry lleva uno (que le va tan grande que se le apoya en las orejas), y Beaver corre con la cabeza descubierta, la larga y negra cabellera al aire, y en la boca un mondadientes.
Jonesy corre mirando hacia atrás, provocando a Henry («¡venga, que corres como las nenas!»), y está a punto de chocar con Pete, que se ha detenido para mirar el tablón de anuncios acristalado que hay en la entrada norte del aparcamiento. Este año, Pete solo acaba tercer curso. Coge a Jonesy, le echa hacia atrás como un bailarín de tango a su bella pareja y le da un beso en toda la boca. A Jonesy se le caen de la cabeza los dos birretes, y chilla de sorpresa.
—¡Maricón! —berrea, restregándose la boca; pero también empieza a cogerle risa.
Pete es un caso peculiar: es capaz de estar tranquilo varias semanas seguidas, como la persona más gris del mundo, y de repente se arranca con alguna chaladura. Lo normal es que antes se haya tomado un par de cervezas, pero no es el caso.
—Hace mucho tiempo que tenía ganas —dice Pete con sentimiento—. Ahora ya sabes lo que siento.
—¡Si me has contagiado la sífilis te mato, mariconazo!
Llega Henry, recoge del césped el birrete y lo usa para golpear a Jonesy.
—Tiene manchas de hierba —dice—. Como tenga que pagarlo, te daré algo más que un morreo.
—No seas tan bocas, borde, que eres un borde —dice Jonesy.
—Yo también te quiero —dice Henry, muy serio.
Beav llega jadeando, pero con el palillo en la boca. Coge el birrete de Jonesy, lo mira por dentro y dice:
—En este hay una mancha de semen. Seguro, porque he visto muchas en mi cama. —Respira hondo y declama en dirección a los de último curso que se marchan sin haberse quitado la toga roja de Derry—: ¡Gary Jones se ha hecho una paja en su birrete! ¡Atento todo el mundo, que Gary Jones se ha hecho una pa…!
Jonesy se le echa encima y le derriba. Ruedan los dos por el césped, como un remolino de nailon rojo. Los dos birretes se caen al suelo, y Henry los recoge para evitar que sean aplastados.
—¡Suéltame! —exclama Beaver—. ¡Que me aplastas! ¡Te digo que…!
—Duddits la conocía —dice Pete. Ya no le interesan las bromas de sus amigos, ni participa mucho de su buen humor. (Es posible que sea Pete el único de los cuatro que sienta la proximidad de cambios importantes.) Está mirando otra vez el tablón—. Y nosotros. Era la que siempre estaba delante del cole de los subnormales, diciendo: «Hola, Duddie».
Al reproducir el saludo, la voz de Pete se aflauta un momento y se vuelve de niña, pero con más ternura que burla; y, aunque Pete no destaque por sus dotes de imitador, Henry la reconoce enseguida. Se acuerda de la niña, de pelo rubio y suave, ojos grandes y marrones, arañazos en las rodillas y un bolso de plástico blanco donde llevaba la comida y sus BarbieKen. Siempre los llamaba BarbieKen, como si formaran una sola entidad.
Jonesy y Beav también saben a quién imita Pete. Y Henry. Ya hace varios años que están unidos por el vínculo; unidos entre ellos y con Duddits. Jonesy y Beav se acuerdan tan poco como Henry del nombre de la niña. Solo saben que el apellido era largo y muy difícil de pronunciar. Y de que estaba enamorada de Duddits, que era la razón de que siempre le esperara a la puerta del cole de los subnormales.
Se reúnen los tres alrededor de Pete, con sus togas de graduación, y miran el tablón de anuncios del instituto.
Como siempre, rebosa de noticias: ventas de pasteles, pruebas para el grupo de teatro del pueblo, cursos de verano y gran cantidad de anuncios de alumnos escritos a mano: compro tal, vendo tal, busco a alguien que me lleve a Boston después de la graduación, busco compañero de piso en Providence…
En una esquina hay una foto de una chica sonriendo, con cantidades industriales de pelo rubio (ahora más rizado) y unos ojos muy grandes, ligeramente perplejos. Ha dejado de ser una niña (a Henry nunca deja de sorprenderle la desaparición de los niños de su edad, él incluido), pero es imposible no reconocer aquellos ojos marrones y perplejos.
SE BUSCA, pone en mayúsculas y letra grande al pie de la foto; y debajo, en letra un poco más pequeña: «Josette Rinkenhauer. Vista por última vez el 7 de junio de 1982 en el campo de softball de Strawford Park». Hay más texto, pero Henry no se molesta en leerlo. Prefiere reflexionar en lo raro que es que en Derry desaparezcan tantos niños, más que en otras poblaciones. Están a 8 de junio, es decir, que la hija de los Rinkenhauer solo lleva desaparecida un día, pero el aviso está clavado en una esquina del tablón (o ha sido desplazado a ella) como si hubieran pasado siglos. Y algo más: el periódico no llevaba nada sobre el tema. Henry lo sabe porque lo ha leído, o mejor dicho hojeado al devorar los cereales. Piensa: quizá estuviera perdido en la sección de noticias regionales. Comprende enseguida que ha acertado. La palabra clave es «perdido». En Derry se pierden muchas cosas, empezando por los niños. En los últimos años se han extraviado muchos; lo saben los cuatro, y está claro que el día de conocer a Duddits Cavell se les pasó por la cabeza, pero no es un tema que se comente. Parece que el precio de vivir en un pueblo tan agradable y tranquilo sea el extravío de algún que otro chaval. Henry reacciona a la idea con una punta de indignación que va eclipsando la felicidad inconsciente de hace unos minutos. Era un encanto, piensa; como Duddits. Siempre con sus BarbieKen… Se acuerda de cuando llevaban a Duddits al cole (¡cuántas veces!), y de la frecuencia con que veían fuera a la niña. Josie Rinkenhauer, con las rodillas arañadas y el bolso grande de plástico blanco: «Hola, Duddie». Un encanto.
Y sigue siéndolo, piensa Henry. Aún está…
—Está viva —suelta Beaver así como así. Se saca de la boca el mondadientes roído, lo mira y lo tira al césped—. Y cerca de aquí. ¿Verdad?
—Sí —dice Pete, que sigue fascinado por la foto. Henry le adivina el pensamiento, que es casi el mismo que el suyo: la niña ha crecido. Hasta Josie, que en una vida más justa podría haber sido novia de Doug Cavell—. Pero creo que… Ya me entendéis.
—Que se ha metido en un lío de la hostia —dice Jonesy, que se ha quitado la toga y se la está doblando en el brazo.
—Está atascada —dice Pete con tono soñador sin apartar la mirada de la foto. Ha empezado a movérsele el dedo, tictac, tictac.
—¿Dónde? —pregunta Henry.
Pete, sin embargo, niega con la cabeza, y Jonesy lo imita.
—Vamos a preguntárselo a Duddits —dice Beaver de repente.
Todos saben por qué. No hace falta discutirlo. Porque Duddits ve la línea. Duddits
11
—… ve la línea! —exclamó Henry de manera brusca, incorporándose en el asiento del copiloto del Humvee y pegándole un susto a Owen, que se había sumido en un espacio íntimo donde solo estaban él, la tormenta y la línea interminable de reflectores indicándole que seguía en la carretera—. ¡Duddits ve la línea!
El Humvee derrapó un poco, pero se dejó dominar.
—¡Jo, tío! —dijo Owen—. Al próximo arranque, me avisas, ¿vale?
Henry se pasó la mano por la cara y respiró hondo.
—Ya sé adónde vamos y qué tenemos que hacer…
—Ah, pues muy bien…
—… pero tengo que explicarte algo para que lo entiendas.
Owen le miró de reojo.
—¿Tú lo entiendes?
—No del todo, pero más que antes, sí.
—Pues adelante. Para Derry falta una hora. ¿Tendrás tiempo?
Henry pensó que le sobraría, sobre todo si la comunicación era mental. Empezó por el principio, por lo que acababa de entender que era el principio; no la llegada de los grises, ni el byrus o las comadrejas, sino cuatro niños con ganas de ver una foto de la reina de la fiesta de exalumnos levantándose la falda. Nada más. Mientras conducía Owen, la cabeza de Henry se pobló de una serie de imágenes conectadas entre sí, pero más como en un sueño que como en una película. Le habló de Duddits, del primer viaje a Hole in the Wall, y de Beaver vomitando en la nieve. Le explicó a Owen las caminatas para llevar a Duddits al cole, y la versión dudditesca del juego: ellos jugaban y él ponía las clavijas. La vez que le habían llevado a ver a Papá Noel, y el mal rato que habían pasado. Y cuando habían visto la foto de Josie Rinkenhauer en el tablón de anuncios del instituto, el día antes de graduarse los tres mayores. Owen les vio ir a Maple Lane, a casa de Duddits, en el coche de Henry, con las togas y birretes amontonados detrás. Les vio saludar a los señores Cavell, que estaban en el salón en compañía de un hombre de tez lívida con mono de la compañía de gas y una mujer que lloraba. Roberta Cavell rodea los hombros de Ellen Rinkenhauer con el brazo y le dice que no se preocupe, que ella está segura de que Dios no dejará que le pase nada malo a la pequeña Josie.
Es fuerte, pensó Owen, un poco como soñando; ¡jo, qué fuerza tiene, el tío! ¿Cómo es posible?
Los Cavell apenas se fijan en los cuatro chavales, dada la frecuencia con que se dejan caer por el 19 de Maple Lane. En cuanto a los Rinkenhauer, están tan asustados que casi no reparan en ellos. Ni siquiera han tocado el café que les ha servido Roberta. «Está en su habitación», les dice Alfie Cavell con una vaga sonrisa. Duddits, que está jugando con sus soldados de plástico (tiene toda la colección), se levanta en cuanto los ve en la puerta. Cuando está en su habitación nunca se pone zapatos, sino las zapatillas de conejo que le regaló Henry para su último cumpleaños (le gustan tanto que las llevará hasta haberlas dejado como dos trozos de tela rosa apuntaladas con cinta aislante), pero ha hecho una excepción. Les estaba esperando, y, aunque sonríe con la misma efusividad de siempre, tiene la mirada seria. «¿Adode bamo?», pregunta («¿Adónde vamos?»). Y…
—¿Todos erais así? ¿Todos? —susurró Owen. Supuso que Henry ya debía de habérselo dicho, pero entonces no lo había entendido—. ¿Antes de esto?
Se tocó un lado de la cara, donde había pelusilla de byrus.
—Sí. No. No lo sé. Escucha y no hables, Owen.
12
Cuando llegan a Strawford Park son las cuatro y media, y en el campo de softball hay un grupo de chicas con camisetas amarillas, todas con colas de caballo casi idénticas, metidas por la parte de detrás de la gorra. La mayoría lleva aparatos de ortodoncia.
—Qué patosas —dice Pete.
Es posible, pero se nota que se divierten, no como Henry, que tiene calambres en el estómago. Suerte que Jonesy es el mismo de siempre, serio y asustado. La imaginación que les falta a Pete y Beaver, a Jonesy y a él les sobra. Pete y Beav se lo toman como si fuera un caso detectivesco, pero Henry lo ve diferente. No encontrar a Josie Rinkenhauer sería malo (y sabe que existe la posibilidad), pero encontrarla muerta…
—Beav —dice.
Beaver, que estaba mirando a las chicas, se gira hacia él.
—¿Qué?
—Es que… —A Beav se le borra la sonrisa, y pone cara de preocupación—. No sé, tío. ¿Pete?
Pete, sin embargo, niega con la cabeza.
—Yo creía que había vuelto al cole. ¡Coño, si en la foto parecía que me hablase! Pero ahora…
Se encoge de hombros.
Henry mira a Jonesy, que hace el mismo gesto y enseña las palmas: ni idea. Por lo tanto, se vuelve hacia Duddits.
Duddits lo mira todo a través de lo que llama «gafadezó uay», es decir, «gafas de sol guays»: curvadas y de espejo. También lleva el birrete de Beaver. Lo que más le gusta es soplar la borla.
Duddits carece de percepción selectiva; para él son igual de fascinantes el borracho que busca envases retornables en la basura, las jugadoras de softball y las ardillas corriendo por las ramas de los árboles. Forma parte de su peculiaridad.
—Duddits —dice Henry—, ¿te acuerdas de una niña que iba contigo al primer cole? Una que se llamaba Josie, Josie Rinkenhauer.
Duddits escucha a su amigo con cara de interés, pero es por educación, porque no le suena el nombre. ¿Por qué iba a sonarle? Teniendo en cuenta que Duds ni siquiera es capaz de memorizar lo que ha desayunado, ¿cómo va a acordarse de una compañera de clase de hace tres o cuatro años? Henry siente una oleada de impotencia, mezclada, cosa rara, con cierta diversión. ¿Cómo se les ha ocurrido?
—Josie —dice Pete con énfasis, a pesar de que tampoco parece muy esperanzado—. ¿No te acuerdas de que siempre te tomábamos el pelo diciendo que era tu novia? Tenía los ojos marrones… un pedazo de peluca rubia… y… —Suspira, disgustado—. Mierda.
—Mima mieda difentedia —dice Duddits, porque a sus amigos suele hacerles gracia: Misma mierda, diferente día. Como esta vez no funciona, hace otro intento—: Ni debote ni patido.
—Eso —dice Jonesy—. Tú lo has dicho: ni rebotes ni partido. Tíos, mejor que nos lo llevemos a casa, porque esto no…
—No —dice Beaver. Se lo quedan mirando. Tiene los ojos a la vez brillantes y preocupados, y mordisquea tan deprisa el palillo de la boca que se le mueve entre los labios como un pistón—. Atrapasueños —dice.
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—¿Atrapasueños? —preguntó Owen.
Tuvo la sensación de hablar desde muy lejos. Delante, los faros del Humvee barrían un páramo nevado e infinito cuya similitud con una carretera se limitaba a la sucesión de reflectores amarillos. Atrapasueños, pensó, y volvió a ocuparle el cerebro el pasado de Henry, anegándole con imágenes, sonidos y olores correspondientes a aquel día prácticamente estival.
Atrapasueños.
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—Atrapasueños —dice Beav, y se entienden los cuatro entre sí, tal como (equivocadamente, según acabará averiguando Henry) creen que hacen todos los amigos. A pesar de que nunca han abordado de manera directa el tema del sueño que compartieron durante su primera estancia en Hole in the Wall, saben que Beaver considera que en el fondo lo provocó el atrapasueños de Lamar. Nadie ha intentado convencerle de lo contrario, en parte porque no quieren romper la superstición de Beaver respecto a la inofensiva telaraña de cordel, pero sobre todo porque es un día del que no les apetece hablar. Sin embargo, al oírle, comprenden que Beaver ha entrevisto una verdad. En efecto, les ha unido un atrapasueños, aunque no sea el de Lamar.
Su atrapasueños es Duddits.
—Venga —dice Beaver con serenidad—. Venga, tíos, no tengáis miedo. Cogedle.
Lo hacen, aunque miedo tienen, como mínimo un poco. Incluido Beaver.
Jonesy coge la mano derecha de Duddits, tan diestra en manipular maquinaria desde que cursa formación profesional. Duddits pone cara de sorpresa, pero después sonríe y estrecha la mano de Jonesy. Pete le coge la izquierda. Beaver y Henry le rodean y le introducen los brazos a ambos lados de la cintura.
Los cinco se quedan en la misma postura debajo de uno de los robles grandes y viejos que hay en Strawford Park, con un encaje de luces y sombras de junio dibujado en las caras. Parecen críos formando una piña antes de un partido importante. No les miran las jugadoras de softball, con sus camisetas de color amarillo chillón, ni les miran las ardillas; tampoco el laborioso borracho, empeñado en amontonar latas vacías de refresco hasta tener bastante para la botella que será su cena.
Henry se siente penetrar por la luz, y comprende que la luz son sus amigos y él; el bellísimo encaje de luz y sombras verdes lo forman ellos cinco, y de los cinco es Duddits el más luminoso. Es su atrapasueños: les une. Henry siente el corazón henchido como nunca, ni antes ni después (y el vacío que deje ese nunca crecerá y se oscurecerá a medida que le cerque la acumulación de los años), y piensa: ¿Es para encontrar a una niña retrasada que se ha perdido, y que aparte de a sus padres lo más probable es que no le importe a nadie? ¿Fue para matar a un abusón descerebrado, juntándonos para conseguir que se saliera de la carretera (y soñando, ¡Dios!, soñando)? ¿No hay nada más? ¿Algo tan grande y maravilloso, solo para objetivos tan pobres? ¿No hay nada más?
Porque, si no lo hay (piensa en pleno éxtasis unitivo), ¿de qué sirve? ¿Qué sentido tiene todo?
De repente, la intensidad de la experiencia barre cualesquiera ideas. Surge ante los cinco la cara de Josie Rinkenhauer, imagen movediza que al principio se compone de cuatro percepciones y memorias… hasta que pasan a ser cinco, porque Duddits ha entendido por quién se toman tantas molestias.
Con la intervención de Duddits se multiplican por cien la luminosidad y nitidez de la imagen. Henry oye que se le corta la respiración a alguien (Jonesy). A él también se le cortaría, pero ya hace unos segundos que no respira. Porque puede que Duddits sea retrasado en algunos aspectos, pero no en este. En este son ellos los débiles mentales, los torpes, y Duddits el genio.
—¡Dios mío! —oye exclamar Henry a Beaver, con una voz donde se mezclan a partes iguales el éxtasis y la consternación.
Porque tienen a Josie al lado. Las cinco percepciones diferentes de su edad la han convertido en una niña de unos doce años, mayor que cuando la encontraban esperando delante del cole de los subnormales, pero seguro que menor que ahora. Se han decidido por un traje de marinero cuyo color no acaba de asentarse, oscilando entre el azul, el rosa y el rojo, y viceversa. Tiene en la mano el bolso grande de plástico blanco, con los BarbieKen asomando por arriba, y gloriosos arañazos en ambas rodillas. Le aparecen y desaparecen en los lóbulos dos pendientes en forma de mariquitas, y piensa Henry: ah, sí, me acuerdo de que los llevaba. Entonces se solidifican.
La niña abre la boca y dice: «Hola, Duddie». Mira alrededor y dice: «Hola, chicos».
Y de repente ya no está. Vuelven a ser cinco en lugar de seis, cinco chicos mayores debajo del roble viejo, con la luz antigua de junio impresa en la cara, y en los oídos el griterío de las jugadoras de softball. Pete está llorando. Jonesy también. El borracho se ha marchado (ya debe de tener bastante para comprarse la botella), pero ha venido otro hombre. Se trata de un individuo de aspecto muy serio que lleva parka de invierno, a pesar de que hace calor. Tiene una mancha roja por toda la mejilla izquierda, como de nacimiento, aunque Henry sabe que no es tal, sino byrus. Owen Underhill se ha reunido con ellos en Strawford Park, y les mira, pero no pasa nada; aparte de Henry, nadie ve al visitante del otro lado del atrapasueños.
Duddits sonríe, pero le extrañan las lágrimas de dos de sus amigos.
—¿Poqué yora? —le pregunta a Jonesy. (¿Por qué lloras?)
—No te preocupes —dice Jonesy.
Al soltar la mano de Duddits, se rompe lo que quedaba de conexión. Jonesy se seca la cara, al igual que Pete. Beav profiere una risita que tiene mucho de sollozo.
—Me parece que me he tragado el palillo —dice.
—No, burro, que está aquí —dice Henry señalando la hierba, donde está tirado el mondadientes roído.
—¿Contrá a Yosi? —pregunta Duddits.
—¿Puedes, Duds? —pregunta Henry.
Duddits se encamina hacia el terreno de juego, seguido respetuosamente por su grupo de amigos. Pasa al lado de Owen, pero claro, no le ve; para Duds, Owen Underhill no existe, al menos de momento. Deja atrás las gradas, la tercera base y el chiringuito, hasta que se detiene.
Pete, que está al lado, ahoga una exclamación.
Duddits se vuelve hacia él y le mira con ojos brillantes de interés, casi riendo. Pete tiene un dedo en alto y lo mueve como un péndulo, con la mirada en el suelo. Henry se la sigue, y tiene la breve impresión de haber visto algo (un destello amarillo en el césped, como de pintura). Después solo está Pete, haciendo lo característico de cuando usa su facultad especial de recordar.
—¿Belaliña, Pi? —inquiere Duddits con un tono paternal que a Henry casi le hace reír. («¿Ves la línea, Pete?»)
—Sí —dice Pete con los ojos muy abiertos—. ¡Sí, coño! —Y mira a los demás—. ¡Tíos, que estaba aquí! ¡Justo aquí!
Cruzan Strawford Park siguiendo una línea que solo ven Duddits y Pete, seguidos por un hombre a quien solo ve Henry. Al fondo del parque hay una valla de madera hecha polvo con un letrero: PROPIEDAD DE D. B. & A. R. R. ¡PROHIBIDO EL PASO! Ya hace años que los niños se saltan la prohibición a la torera; de hecho, también hace años que no pasan camiones de Derry, Bangor y Aroostook por los Barrens; a pesar de ello, al meterse por donde está rota la valla, ven las vías de tren. Están situadas al pie de la cuesta, brillando herrumbrosas al sol.
Es una cuesta muy empinada y llena de ortigas y plantas que pican. Cuando han bajado la mitad encuentran el bolso grande de plástico de Josie Rinkenhauer. Ahora está viejo, y da pena verlo tan gastado (con varios arreglos de celo), pero Henry lo reconocería donde fuera.
Duddits se lanza alegremente sobre él y lo abre sin miramientos.
—¡BabiKe! —anuncia, sacando los muñecos.
Pete, que ha seguido rastreando el terreno con el torso inclinado, está serio como Sherlock Holmes tras las pistas del profesor Moriarty. De hecho, quien la encuentra es Pete Moore, que mira a los cuatro con cara de loco desde un desagüe sucio de hormigón que sobresale del follaje enmarañado de la cuesta.
—¡Está aquí dentro! —exclama en pleno delirio. Tiene blanquísima toda la cara, menos dos manchas muy rojas en las mejillas—. ¡Tíos, que me parece que está aquí dentro!
Debajo de Derry, localidad que se asienta en antiguas marismas donde no habían querido instalarse ni los indios micmac que poblaban los alrededores, hay un sistema de alcantarillas que no solo tiene muchos años, sino una complejidad increíble. La mayor parte se construyó en los años treinta con dinero del New Deal, y se desplomará casi entera en 1985, durante la inundación que destruirá la torre-depósito. Ahora todavía existen los conductos. El que ha encontrado Pete hace bajada y se mete en la colina. A Josie Rinkenhauer se le ocurrió meterse por ella, y resbaló con cincuenta años de hojas secas acumuladas. Bajó como en trineo, y está al fondo. Ha hecho tantos intentos de volver a subir por el tubo húmedo y medio deshecho que ya no le quedan fuerzas. Se ha comido las dos o tres galletas que llevaba en el bolsillo de los pantalones, y ya hace varias horas (doce o catorce interminables horas) que se limita a quedarse tendida en la oscuridad y el hedor, escuchando los ecos de un mundo exterior que se le hurta, y aguardando la muerte.
Ahora que ha oído la voz de Pete, levanta la cabeza y emplea la poca energía que le queda en contestar:
—¡Ayudadmee! ¡No puedo salir! ¡Por favoor, ayudadmee!
No se les ocurre que convenga ir en busca de un adulto, como el agente Nell, que es quien tiene asignado el vecindario. Solo piensan en sacar a Josie, que se ha convertido en responsabilidad suya. Al menos tienen la cordura de oponerse a que entre Duddits, pero a los otros cuatro no les cuesta ni medio minuto de debate formar una cadena en la oscuridad: primero Pete, luego Beav, a continuación Henry, y por último, como ancla, Jonesy, que es quien pesa más.
Es como penetran en la negrura apestosa a cloaca (también apesta a algo más, algo inconcebiblemente viejo y asqueroso). Después de unos tres metros, Henry encuentra en el fango una de las zapatillas deportivas de Josie, y se la mete sin pensárselo en el bolsillo de atrás de los vaqueros.
A los pocos segundos oye detrás la voz de Pete:
—Para, tío.
Ahora el llanto y los gritos de socorro de la chica se oyen con gran proximidad, tanta que Pete la ve sentada al fondo de la pendiente de hojas, mirándoles con una cara que se destaca en la oscuridad como un círculo blanco con manchas.
Estiran un poco más la cadena, sin que los nervios les impidan extremar las precauciones. Jonesy se apoya con los dos pies en un bloque de cemento caído. Josie tiende una mano… intenta coger la que le ofrece Pete… no llega… Justo cuando parece que tendrán que rendirse, consigue recorrer unos centímetros, y Pete la coge por la muñeca, sucia y con arañazos.
—¡Bien! —exclama, triunfante—. ¡Ya te tengo!
Entonces la llevan con mucho cuidado hacia la boca del tubo, donde espera Duddits con el bolso en una mano y los dos muñecos en la otra, diciéndole a Josie en voz muy alta que no se preocupe, que tiene él a los BarbieKen. Hay sol, aire puro, y cuando la ayudan a salir del desagüe…
15
En el Humvee no había teléfono. Tenía dos radios, pero ningún teléfono. A pesar de ello sonó uno, haciendo añicos el nítido recuerdo tejido por Henry entre él y Owen, y pegándoles un susto de muerte.
Owen se sobresaltó como si le hubieran despertado de un sueño muy profundo, y el Humvee perdió un agarre que de por sí ya era precario. Al principio derrapó, y en segundo lugar inició un movimiento giratorio muy lento, como el baile de un dinosaurio.
—Me cago en…
Intentó seguir la dirección del giro, pero lo único que hizo la rueda fue girar con una facilidad angustiosa, como la de un barco que ha perdido el timón. El Humvee retrocedió por la superficie traicionera del único carril que quedaba en la I-95 para ir hacia el sur, y acabó chocando de lado con el banco de nieve más interior, abriendo con los faros, en la dirección de donde venían, un cono de luz manchado de nieve.
¡Riiing! ¡Riiing! ¡Riiing! Y sin teléfono a la vista.
Suena en mi cabeza, pensó Owen; lo proyecto, pero me parece que lo oigo en mi cabeza. Ya estamos otra vez con la telepatía de los…
En el asiento de en medio había una pistola, una Glock. Justo cuando la cogía Henry, dejó de sonar el teléfono. Entonces se aplicó a la oreja el cañón como si quisiera suicidarse, con la diferencia de que tenía todos los dedos en la culata.
Claro, pensó Owen, pura lógica. Le llaman por la pistola. No tiene nada de raro.
—¿Sí? —dijo Henry. Owen no pudo oír la respuesta, pero vio iluminarse con una sonrisa la cara cansada de su acompañante—. ¡Jonesy! ¡Sabía que eras tú!
¿Y quién iba a ser?, se dijo Owen. ¿Oprah Winfrey?
—¿Dónde…?
Henry permaneció a la escucha.
—¿Buscaba a Duddits, Jonesy? ¿Por eso…? —Volvió a escuchar y añadió—: ¿El qué? ¿El depósito del agua? ¿Y por qué…? ¡Jonesy! ¡Jonesy!
Se quedó unos segundos más con la pistola en la oreja, hasta que la miró como si no la reconociera y la devolvió al asiento. Ya no sonreía.
—Ha colgado. Me parece que volvía el otro. Él le llama señor Gray.
—O sea que tu amigo está vivo. Pues no te veo muy contento.
Más que en la cara, se lo notaba en los pensamientos, pero a aquellas alturas ya no hacía falta decirlo. Al principio se había alegrado, como cualquiera que reciba una llamadita por la pistola, pero ya no estaba contento. ¿Por qué?
—Está… están al sur de Derry. Han parado a comer algo en un área de servicio para camioneros que se llama Dysart’s… aunque Jonesy la ha llamado Dry Farts, como de niños. Para mí que no se ha dado ni cuenta. Ponía voz de asustado.
—¿Por él o por nosotros?
Henry miró a Owen con mala cara.
—Dice que tiene miedo de que el señor Gray piense matar a un policía y robarle el coche patrulla. Supongo que más que nada es eso. Mierda.
Se dio un puñetazo en el muslo.
—Pero está vivo.
—Sí, eso sí —dijo Henry con muy poco entusiasmo—. Es inmune. Duddits… ¿Ahora ya entiendes lo de Duddits?
«No, y dudo que lo entiendas tú, Henry… pero es posible que ya entienda bastante.»
Henry pasó a la comunicación mental, que era más fácil.
«Duddits nos cambió, o nos cambió estar con él. Cuando a Jonesy le atropellaron en Cambridge, volvió a cambiar. Muchas veces, a la gente que ha pasado por el trance de ver la muerte le cambian las ondas cerebrales. El año pasado vi un artículo en el Lancet sobre el tema. En el caso de Jonesy, debe de querer decir que el señor Gray en cuestión puede utilizarle sin contagiarle ni desgastarle. Otra cosa que le ha permitido es que no le absorban, al menos de momento.»
—¿Absorberle?
«Apropiársele. Tragársele.» Y en voz alta:
—¿Tienes alguna manera de sacarnos de la nieve?
«Me parece que sí.»
—Me lo temía —dijo Henry con desánimo.
Owen se volvió hacia él, con la luz verdosa del salpicadero en la cara.
—¿Se puede saber qué te pasa?
«¿No lo entiendes? ¿En serio? ¿De cuántas maneras tengo que explicártelo?»
—¡Sigue dentro! ¡Jonesy sigue dentro!
Por tercera o cuarta vez desde el inicio de su fuga con Henry, Owen no tuvo más remedio que saltar encima del abismo entre lo que sabía su cabeza y lo que sabía su corazón.
—Ah, ya. —Se quedó un rato callado—. Está vivo. Piensa, y hasta llama por teléfono. —Otra pausa—. Caray.
Intentó poner el Humvee en primera y consiguió avanzar unos quince centímetros, pero volvieron a girar las cuatro ruedas. Entonces puso marcha atrás y se metió más en la nieve, pero estaba tan dura que el culo del Humvee se subió un poco a ella, que era lo que quería Owen; así, cuando volviera a meter la primera saldrían del banco de nieve como un corcho de una botella. Sin embargo, se quedó unos segundos con la suela de la bota en el freno. La vibración del Humvee era tan potente que hacía temblar todo el chasis. Fuera rugía el viento, haciendo resbalar por la autopista vacía copos de nieve como sierras.
—Supongo que te das cuenta de que no hay más remedio que seguir —dijo Owen—. Eso partiendo de la hipótesis de que podamos cogerle. Porque no conozco los detalles, pero casi seguro que el plan general es contaminarlo todo. Haciendo números…
—Ya, ya sé hacerlos —dijo Henry—. Seis mil millones de terrícolas contra un Jonesy.
—Exacto.
—Pero los números engañan —alegó Henry.
Sin embargo, lo dijo con mal tono. Al llegar a determinadas cantidades, los números no engañaban ni podían engañar, y seis mil millones era una cantidad muy alta.
Owen soltó el freno y apretó el acelerador. El Humvee avanzó (esta vez casi un metro), empezó a derrapar, se afianzó en la calzada y salió de la barrera de nieve con un rugido de dinosaurio. Owen lo enderezó rumbo al sur.
«Cuéntame qué pasó después de sacar a la niña de la tubería.»
Henry no tuvo tiempo de empezar, porque se oyó ruido en una de las radios de debajo del tablero. Después habló una voz fuerte y clara, como si procediera de otro ocupante del vehículo.
—¿Owen? ¿Me oyes, chaval?
Kurtz.
16
Tardaron casi una hora en cubrir los primeros veinticinco kilómetros al sur de Blue Base (o ex Blue Base), pero Kurtz no estaba preocupado. Tenía la seguridad de que les ayudaría Dios.
El conductor (de otro Humvee donde se apretujaba el feliz cuarteto) era Freddy Johnson. Perlmutter estaba en el asiento del copiloto, esposado al tirador de la puerta. Cambry lo mismo, pero detrás. Kurtz estaba sentado detrás de Freddy, y Cambry de Pearly. Kurtz se preguntó si los dos reclutas forzosos conspiraban por telepatía. Allá ellos, porque no les serviría de nada. Tanto Kurtz como Freddy habían bajado las ventanillas, aunque fuera al precio de tener el Humvee a temperatura de nevera. Habían puesto la calefacción a tope, pero no era suficiente. Con todo, era imprescindible bajar las ventanas, puesto que de lo contrario el interior del vehículo habría tardado muy poco en volverse inhabitable, más cargado de azufre que una mina de hulla contaminada. La diferencia era que no olía a azufre, sino a éter. Casi toda la peste, al parecer, procedía de Perlmutter, que cambiaba de postura cada dos por tres y gemía con disimulo. Cambry era un criadero de Ripley, que le crecía encima como un campo de trigo después de las lluvias de primavera, y olía (hasta con la mascarilla puesta lo notaba Kurtz), pero el más apestoso de los dos, el que no se estaba quieto y procuraba tirarse pedos sin hacer ruido (Kurtz recordaba vagamente que de niño lo llamaban el truco de «levanta la nalga cuando salga»), intentando desentenderse de ellos, era Pearly. Gene Cambry criaba Ripley, pero Kurtz sospechaba que el bueno de Pearly criaba algo más.
Hizo todo lo posible por ocultar sus pensamientos con un mantra de su cosecha.
—¿Podría decir otra cosa, por favor? —preguntó Cambry—. Me estoy volviendo tarumba.
—Y yo —dijo Perlmutter.
Se movió un poco y se le escapó un ruidito de «pfff», parecido al de algo de goma deshinchándose.
—¡Pearly, coño! —exclamó Freddy, y bajó un poco más la ventanilla, dejando entrar una ráfaga de nieve y aire frío. El Humvee derrapó, y Kurtz se preparó para el golpe, pero había sido una falsa alarma—. ¿Podrías no seguir echando perfume anal, o es demasiado pedir?
—¿Cómo dices? —dijo Perlmutter con frialdad—. Si insinúas que he soltado una ventosidad, te diré que…
—Yo no insinúo nada —dijo Freddy—. Solo digo que ya hace bastante peste, o sea, que o paras o…
A falta de una manera satisfactoria de concretar la amenaza por parte de Freddy (puesto que de momento necesitaban a dos telépatas, uno principal y otro de refuerzo), intervino Kurtz con buenas maneras.
—Hay un caso muy interesante, en el sentido de que demuestra que todo tiene precedentes: el de Edward Davis y Franklin Roberts. Ocurrió en Kansas, en la época en que Kansas era Kansas…
Kurtz, que era un narrador más que aceptable, les retrotrajo a la época del conflicto de Corea. Ed Davis y Franklin Roberts eran de Kansas, dueños de sendas y pequeñas granjas en proximidad de Emporia, no demasiado lejos de la de la familia de Kurtz (cuyo nombre de pila no era exactamente Kurtz). Ed Davis, que siempre había tenido los tornillos un poco sueltos, fue convenciéndose de que su vecino, el maleducado de Roberts, pensaba robarle la granja. Se quejaba de que Roberts hablaba mal de él cuando iba a la ciudad, que le echaba veneno en los campos y presionaba al banco de Emporia para que le embargaran la granja.
La solución de Ed Davis, contó Kurtz, fue capturar un mapache enfermo de rabia y meterlo en el gallinero. El suyo. El animal mató gallinas a diestro y siniestro, y, cuando se cansó de matar, el bueno de Davis le voló la cabecita blanca y gris.
Todos los ocupantes del gélido Humvee, que proseguía su viaje, escuchaban en silencio.
Ed Davis cargó todas las gallinas muertas en la cosechadora, sin olvidarse del mapache muerto, montó en ella, fue de noche a la finca de su vecino y arrojó la carga de bichos muertos en los dos pozos de Franklin Roberts, el de riego y el de uso doméstico. La noche siguiente, con whisky hasta las cejas, Davis llamó por teléfono a su enemigo y le explicó su fechoría entre carcajadas de loco. El muy chalado preguntó: «¿Verdad que hoy ha hecho mucho calor?», riéndose tanto que a Roberts le costó entenderle. «¿Tú y tus chavalas cuál habéis bebido? ¿La del mapache o la de las gallinas? ¡Yo no sé decírtelo, porque no me acuerdo de qué puse en cada pozo! Lástima, ¿no?»
A Gene Cambry le temblaba la comisura izquierda de los labios, como si hubiera sufrido una grave apoplejía. El Ripley que le crecía por la arruga de la frente ya estaba tan avanzado que parecía que Cambry tuviera partida la cabeza.
—¿Qué quiere decir? —preguntó—. ¿Que yo y Pearly no valemos más que un par de gallinas con rabia?
—Cambry, ojo con cómo le hablas al jefe —dijo Freddy, haciendo subir y bajar la mascarilla.
—¡Qué jefe ni qué hostias! ¡La misión se ha acabado!
Freddy levantó una mano como para darle a Cambry un bofetón de espaldas. Cambry, cuya expresión era a la vez agresiva y de temor, adelantó la cabeza para acortar la distancia.
—Eso, guapo, pega, pega; aunque te aconsejo que esperes hasta haber comprobado que no tengas ningún corte en la mano. Porque no hacen falta más.
La mano de Freddy quedó suspendida a medio camino, hasta que volvió a apoyarse en el volante.
—Y hablando del tema, Freddy, también te aconsejo que tengas cuidado. Si crees que el «jefe» piensa dejar testigos, es que estás loco.
—Eso, loco —dijo Kurtz de corazón, y se rio entre dientes—. Hay muchos granjeros que se vuelven locos. Será que es una vida muy sufrida. Frank Roberts vendió la granja poco después de lo de los pozos, se fue a vivir a Wichita y entró de representante en una empresa, pero resulta que los pozos ni siquiera estaban contaminados. Hizo pruebas un inspector de aguas del estado, y salió que era potable. El inspector dijo que no era una vía de transmisión de la rabia. Me gustaría saber si lo es del Ripley.
—Al menos podría usar el nombre de verdad —dijo, o escupió, Cambry—. Se llama byrus.
—Byrus, Ripley… ¿Qué más da? —dijo Kurtz—. Están intentando envenenar nuestros pozos, contaminar nuestros preciosos fluidos, como dijo no sé quién.
—¡Eso a usted le importa un carajo! —soltó Perlmutter con tanta animosidad en la voz que Freddy se sobresaltó—. Solo le importa pillar a Underhill. —Y añadió apenadamente, después de una pausa—: Usted sí que está loco, jefe.
—¡Owen! —exclamó Kurtz, más alegre que unas pascuas—. ¡Casi se me había olvidado! ¿Dónde está, nenes?
—Delante —dijo Cambry, resentido—. Atascado en la puta nieve.
—¡Fabuloso! —tronó Kurtz—. ¡Nos acercamos!
—No se emocione, que está saliendo. Tiene un Humvee, igual que nosotros. Con un trasto así y sabiendo conducirlo, se puede cruzar el infierno. Y parece que sabe.
—Lástima. ¿Nos hemos acercado algo?
—No mucho —dijo Pearly.
Cambió de postura, hizo una mueca y se tiró otra ventosidad.
—¡Jodeer! —dijo Freddy en voz baja.
—Freddy, dame el micro. Por el canal común, que es el que le gusta a nuestro amigo Owen.
Freddy estiró el cable, que se había enrollado, le pasó el micro a Kurtz, hizo un ajuste en el transmisor fijado con tornillos al salpicadero y dijo:
—Ya puede hablar, jefe.
Kurtz presionó el botón lateral del micro.
—¿Owen? ¿Me oyes, chaval?
Silencio, estática y el aullido monótono del viento. Cuando Kurtz se disponía a volver a apretar el botón de transmisión y realizar otro intento, se oyó la voz de Owen con poco ruido de estática y nula distorsión. Kurtz no cambió de cara (conservó la misma expresión de afabilidad interesada), pero se le aceleró bastante el pulso.
—Aquí estoy.
—¡Hombre, chaval, qué gusto oírte! ¡Qué alegría! Calculo que estás en nuestra posición más ochenta. Acabamos de pasar por la salida 39. ¿Me equivoco?
En realidad acababan de dejar atrás la 36, y Kurtz consideraba que faltaban bastante menos de ochenta kilómetros. Quizá la mitad.
No hubo respuesta.
—Frena, nene —le aconsejó Kurtz a Owen con su tono más amable y cuerdo—. Aún estamos a tiempo de que no se vaya a la mierda absolutamente todo. Supongo que nuestras carreras ya no hay quien las salve (son gallinas muertas en un pozo envenenado), pero, si tienes una misión, déjame compartirla. Ya estoy viejo, y lo único que pido es sacar algo un poco decente de…
—Corta el rollo, Kurtz.
Los seis altavoces del Humvee lo reprodujeron con la misma fuerza y nitidez. Cambry tuvo la desfachatez de reírse, ganándose una mirada venenosa de Kurtz. En otras circunstancias, una mirada así le habría puesto los pelos de punta, pero ya no había otras circunstancias, estaban canceladas, y Kurtz experimentó algo tan poco habitual como una punzada de miedo. Una cosa era saber que se les había jorobado todo, y otra notar el peso de la verdad como un gran saco de harina oprimiendo las tripas.
—Owen… chaval…
—Escucha, Kurtz. No sé si te queda alguna neurona cuerda en la cabeza, pero en caso afirmativo espero que esté atenta. Me acompaña una persona que se llama Henry Devlin, y tenemos delante (yo diría que a unos ciento cincuenta kilómetros) a un amigo suyo que se llama Gary Jones. Aunque ya no es él de verdad. Le ha raptado una inteligencia extraterrestre a la que llama señor Gray.
Gray… Gray…, pensó Kurtz. Por sus anagramas les conocerás.
—Lo que haya pasado en Jefferson Tract no tiene importancia —dijo por los altavoces la voz de Owen—. La masacre que tenías planeada era superflua, Kurtz. Lo mismo da matarles o dejar que se mueran, porque no representan ningún peligro.
—¿Oís? —preguntó Perlmutter, histérico—. ¡Ningún peligro! Ningún…
—Calla —dijo Freddy, dándole un golpe con la mano.
Kurtz apenas se fijó. Estaba muy tieso en el asiento, con una mirada de odio. ¿Superflua? ¿Owen Underhill diciéndole que la misión más importante de su vida había sido superflua?
—… entorno, ¿entiendes? No pueden vivir en este ecosistema. La única excepción es Gray. ¿Por qué? Porque resulta que ha encontrado un huésped con diferencias radicales. Conque ya lo sabes, Kurtz: si tienes algún principio, renunciarás ahora mismo a perseguirnos y nos dejarás en paz. Deja que nos ocupemos nosotros de Jones y de Gray. Con suerte nos cogerías a nosotros, pero a ellos, lo dudo. Están muy al sur, y creemos que el señor Gray tiene un plan. Algo que esta vez funcionará.
—Estás exaltado, Owen —dijo Kurtz—. Frena y haremos juntos lo que haya que hacer. Lo…
—Si te importa algo, renuncia —dijo Owen con inexpresividad—. Y punto. No tengo nada más que decir. Corto.
—¡No cortes, chaval! —vociferó Kurtz—. ¡Te lo prohíbo!
Se oyó un clic de gran nitidez, y el altavoz se cargó de un ruido de fondo de estática.
—Ha cortado —dijo Perlmutter—. Tiene desconectado el micro y ha apagado el receptor.
—Bueno, pero ya le habéis oído —dijo Cambry—. Esto no tiene sentido. Renunciad.
A Kurtz le palpitaba una vena en medio de la frente.
—Claro, como que voy a creerme lo que diga ese. Después de la que ha montado en la base…
—¡Pero ha dicho la verdad! —se exasperó Cambry. Por primera vez miró a Kurtz abriendo mucho los párpados, en cuyas comisuras había manchas de Ripley, o byrus, o como se quisiera llamar, y le roció de baba las mejillas, la frente y la superficie de su mascarilla protectora—. ¡Le he oído los pensamientos! ¡Los suyos y los de Pearly! ¡DECÍA LA PURA VERDAD! ¡DECÍA…!
Kurtz dio otra prueba de su increíble rapidez de movimientos, desenfundando la pistola de nueve milímetros de la cartuchera del cinturón y disparando. Dentro del Humvee, la detonación fue ensordecedora. Freddy gritó de sorpresa y dio otro golpe de volante, haciendo que el vehículo iniciara un derrape en diagonal por la nieve. Perlmutter, chillando, giró la cabeza, horrorizada y manchada de rojo, para mirar el asiento de detrás. Cambry no había tenido ninguna oportunidad. Le habían salido los sesos por el cogote y la ventanilla rota. Antes de que tuviera tiempo de levantar una mano en señal de protesta, ya se los llevaba la tormenta.
No te lo esperabas, ¿eh, chaval?, pensó Kurtz. ¿A que esta vez no te ha servido de nada la telepatía?
—No —dijo Pearly, gemebundo—. Alguien que no sabe qué va a hacer hasta que lo hace es un caso perdido. Con los locos no hay gran cosa que hacer.
Kurtz le apuntó con el arma.
—Venga, dímelo otra vez. Que te oiga volver a llamarme loco.
—Loco —dijo enseguida Pearly, y le ensanchó la boca una sonrisa que dejó a la vista varios huecos en la dentadura—. Loco, loco, loco. Por mucho que te lo diga no me pegarás un tiro. Ya has matado al refuerzo, que era lo máximo que podías permitirte.
Empezaba a levantar demasiado la voz. El cadáver de Cambry chocó con la puerta. El viento frío que entraba por la ventanilla le despeinaba su cabeza deforme.
—Calla, Pearly —dijo Kurtz. Ahora estaba más tranquilo y volvía a tenerlo todo controlado. Al menos Cambry había tenido alguna utilidad—. Sujeta tu tablita y calla. ¿Freddy?
—Sí, jefe.
—¿Aún cuento contigo?
—Para lo que sea, jefe.
—Owen Underhill es un traidor. Eso se merece un amén como una casa. ¿Me lo das?
—Amén.
Freddy se quedó más tieso que una escoba, mirando fijamente la nieve y los conos que formaban los faros del Humvee.
—Owen Underhill ha traicionado a su país y a sus camaradas. Ha…
—Te ha traicionado a ti —dijo Perlmutter con poco más que un susurro.
—Exacto, Pearly; y una cosa, chaval: no sobrestimes tu importancia, que es lo que menos te conviene. Ya has dicho que los locos son imprevisibles.
Kurtz volvió a mirar la ancha nuca de Freddy.
—A Owen Underhill le vamos a machacar; a él y al tal Devlin, suponiendo que les encontremos juntos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, jefe.
—Aunque lo primero es soltar lastre, ¿no? —Kurtz se sacó del bolsillo la llave de las esposas, pasó un brazo por detrás de Cambry, metió la mano en el pringue tibio que no había salido por la ventana y acabó por encontrar el tirador de la puerta. Entonces abrió con la llave las esposas, y unos cinco segundos después el señor Cambry, Dios le tuviera en su gloria, se reintegró a la cadena alimentaria.
Mientras tanto, Freddy se había puesto una mano en la entrepierna, que le picaba la hostia. Por cierto, que también le picaban las axilas y…
Movió un poco la cabeza y topó con la atenta mirada de Perlmutter, ojos grandes y oscuros en una cara pálida con manchas rojas.
—¿Qué miras? —preguntó Freddy.
Perlmutter giró la cabeza sin decir nada más y contempló la noche.