1
Como Henry estaba tan cansado que dormía como un tronco, Owen no pudo despertarle de viva voz, y optó por llamarle mentalmente. Al hacerlo, descubrió que se lo facilitaba la proliferación del byrus. Ahora le crecía en tres dedos de la mano derecha, y casi le había taponado el pabellón de la oreja izquierda con su textura esponjosa, que picaba. También se le habían caído dos dientes, aunque de momento no parecía que le creciera nada en los agujeros de las encías.
Kurtz y Freddy se habían librado gracias a la aguzada intuición del primero, pero los tripulantes de los dos helicópteros de combate supervivientes (al mando, respectivamente, de Owen y Joe Blakey) eran criaderos de byrus. Desde su conversación del cobertizo con Henry, Owen oía las voces de sus compatriotas llamándose por un vacío que hasta entonces no habían sospechado. De momento escondían la infección, igual que él, sacándole partido al grosor de la ropa de invierno, pero la estratagema tenía un límite, y no sabían qué hacer.
Desde detrás del cobertizo, al otro lado de la valla electrificada, Owen, que volvía a fumarse un cigarrillo sin que le apeteciera, fue en busca de Henry y le encontró bajando con cautela por una cuesta llena de matojos. Arriba se oía un griterío de niños jugando a béisbol o softball. Henry, adolescente, llamaba a alguien por su nombre. ¿Janey? ¿Jolie? Daba igual. Estaba soñando, y Owen le necesitaba en el mundo real. Ya le había dejado dormir al máximo (casi una hora más de lo que tenía previsto), pero, si pensaban poner el plan en marcha, era el momento indicado. Le llamó:
«Henry.»
El adolescente se giró con cara de sorpresa. Le acompañaban otros chavales: tres… no, cuatro. Uno miraba por una especie de tubería. Costaba verles bien, porque estaban borrosos. De todos modos, a Owen no le importaban. Buscaba a Henry, no a la versión sorprendida y con granos, sino al adulto.
«Despierta, Henry.»
«No, que está dentro y tenemos que sacarla. Nos…»
«No sé de quién hablas ni me importa tres carajos. Despierta.»
«No, que…»
«Es la hora, Henry. Despierta. Despierta. ¡Despierta
2
de una puta vez!»
Henry se incorporó sobresaltado, y sin estar seguro ni de quién era ni de dónde estaba. Sin embargo, no era lo peor. Lo peor era que no sabía cuándo estaba. ¿Tenía dieciocho años, casi treinta y ocho o una edad intermedia? Notaba olor a porro, oía el impacto de un bate y una pelota (un bate de softball; jugaban niñas, niñas con blusas amarillas), y seguía oyendo los gritos de Pete: «¡Está aquí dentro! ¡Tíos, que me parece que está aquí dentro!».
—Pete también la veía. La línea —murmuró Henry.
No tenía una noción exacta del sentido de la frase. Empezaba a borrársele el sueño, cuyas imágenes claras dejaban paso a algo oscuro. Algo que tenía que hacer o intentar él. Olía a heno, con un trasfondo de algo agridulce: maría.
«¿Tú puedes ayudarnos?»
Ojos grandes de cierva. Se llamaba Marsha. Empezaba a verse todo más nítido. Henry le había contestado «Supongo que no», y después había añadido: «Pero puede que sí.»
«¡Despierta, Henry! Son las cuatro menos cuarto, hora de que no te sobes más la picha y te pongas los calcetines.»
Era una voz más fuerte e inmediata que las demás, tanto que casi las silenciaba. Parecía salida de un walkman con pilas nuevas y el volumen en diez. La voz de Owen Underhill. Él era Henry Devlin; y, si pensaban intentarlo, era el momento.
Henry se levantó con una mueca, porque le dolía todo: piernas, espalda, hombros y cuello. Donde no le dolían los músculos le picaba horrores el byrus, que se propagaba. Antes de dar el primer paso en dirección a la ventana sucia, se sentía como un hombre de cien años. Después de haberlo dado, aumentó la estimación a ciento diez.
3
Owen vio aparecer una silueta de hombre al otro lado de la ventana, y asintió con alivio. Henry caminaba como Matusalén en un día malo, pero Owen le tenía preparado un remedio, al menos provisional. Lo había robado de la enfermería nueva, donde tenían tanto trabajo que ni siquiera se habían fijado en que entrara y saliera. Desde entonces Owen protegía la parte delantera de su cerebro con alguno de los mantras de bloqueo que le había enseñado Henry, como la canción de las Pointer Sisters. De momento parecía que funcionaba, porque no le habían dirigido ninguna pregunta, solo algunas miradas extrañas. Hasta el clima seguían teniendo a favor, porque la tormenta no amainaba.
Vio la cara de Henry en la ventana: un óvalo blanquecino y borroso mirándole.
«No lo veo muy claro —le transmitió Henry—. ¡Tío, que casi no puedo caminar!»
«Espera que te ayudo. Apártate de la ventana.»
Henry retrocedió sin rechistar.
Owen llevaba en un bolsillo de la parka la cajita de metal (con la sigla de los marines grabadas en la tapa) donde, estando de servicio, guardaba todos sus documentos de identidad. Se la había regalado el mismísimo Kurtz después de la misión del año anterior en Santo Domingo. ¡Qué ironía! El otro bolsillo contenía tres piedras recogidas detrás de su helicóptero, donde era fina la capa de nieve.
Cogió una, un pedazo respetable de granito de Maine, pero justo entonces le llenó la cabeza una imagen muy clara, que le dejó en suspenso. Mac Cavanaugh, el del Blue Boy Leader que se había quedado sin tres dedos en la operación, estaba sentado dentro de uno de los remolques del recinto. Le acompañaba Frank Bellson, del Blue Boy Three, el otro helicóptero de combate que había conseguido regresar a la base. Uno de los dos había encendido una linterna muy potente y la había apoyado en vertical como una vela eléctrica, perforando la oscuridad con el haz luminoso. Ocurría en aquel mismo instante, a menos de doscientos metros de donde estaba Owen con una piedra en una mano y la caja metálica en la otra. Cavanaugh y Bellson estaban juntos en el suelo del remolque. Los dos tenían una especie de barba roja muy tupida. La feracidad del hongo había roto las vendas de los muñones de los dedos de Cavanaugh. Los dos tenían las pistolas de reglamento con el cañón en la boca; unidos por la mirada, lo estaban también por la mente. Bellson desgranaba la cuenta atrás: «Cinco… cuatro… tres…».
—¡No, chicos! —exclamó Owen; pero no captaron ninguna percepción de su voz. Su vínculo, forjado en una decisión irreversible, era demasiado fuerte. Entre los miembros del comando de Kurtz, serían ellos los encargados de inaugurar así la noche. Owen dudaba que fueran los últimos.
«¿Owen?» Era Henry. «Owen, ¿qué…?»
A media pregunta sintonizó lo que veía Owen, y el susto le hizo callar.
«… dos… uno».
Dos disparos ahogados por el rugir del viento y cuatro generadores eléctricos Zimmer. Dos abanicos de sangre y tejido cerebral blancuzco aparecidos como por arte de magia a la poca luz del remolque, sobre las cabezas de Cavanaugh y Bellson. Owen y Henry vieron que el pie derecho de Bellson se movía por última vez. Chocó con la linterna, y aparecieron brevemente los rostros contraídos y manchados de byrus de Cavanaugh y Bellson. Después la linterna rodó por el suelo del remolque, haciendo círculos de luz en la pared de aluminio, y la imagen se oscureció como la de un televisor cuando se desenchufa.
—Joder —susurró Owen—. Joder.
Henry había vuelto a aparecer en la ventana. Owen le hizo señas de que retrocediera, y a continuación arrojó la piedra. Falló el primer tiro, a pesar de que la distancia era corta. La piedra rebotó a la izquierda del blanco, en la madera castigada por el clima. Cogió la segunda, respiró hondo para serenarse y repitió el lanzamiento. Esta vez rompió el vidrio.
«Henry, tienes correo. Te lo paso.»
Tiró la caja metálica por el agujero del cristal.
4
Rebotó varias veces en el suelo del cobertizo. Henry la recogió y abrió el cierre. Contenía cuatro paquetes envueltos con papel de aluminio.
«¿Qué son?»
«Misiles de bolsillo —repuso Owen—. ¿Cómo tienes el corazón?»
«Que yo sepa, bien.»
«Mejor, porque al lado de esto la cocaína parece Valium. En cada paquete hay dos. Tómate tres, y el resto te lo guardas.»
«No tengo agua.»
«Pues mastícalos, guapo. ¡Te quedará algún diente, digo yo!» El tono rezumaba irritación; al principio Henry no lo entendió, pero después sí. ¡Cómo no! A aquellas horas tan intempestivas, si algo podía entender era la pérdida brusca de uno o varios amigos.
Las pastillas eran blancas y no llevaban grabado ningún nombre de laboratorio farmacéutico. Al deshacerse en la boca, dejaban un sabor amarguísimo, tanto que al tragarlas notó que su garganta intentaba vomitarlas.
El efecto fue casi instantáneo. Cuando Henry tuvo la caja de Owen en el bolsillo de los pantalones, ya le latía el corazón dos veces más deprisa, y al volver a mirar por la ventana se le habían triplicado las pulsaciones. Cada pálpito en el pecho iba acompañado por una sensación pulsátil en los globos oculares. Sin embargo, no era desagradable. A decir verdad, incluso disfrutaba. Ya no tenía sueño, y se le habían aliviado todos los dolores como por ensalmo.
—¡Uau! —exclamó—. ¡Tendrían que pasarle un par de latas de esto a Popeye!
Y se rio, tanto por lo raro que se le hacía hablar (ahora casi parecía un arcaísmo) como por el bienestar que sentía.
«Oye, ¿y si no gritaras tanto?»
«¡Vale! ¡VALE!»
En sus pensamientos también se percibía una fuerza nueva y cristalina, y Henry lo adjudicó a algo más que a imaginaciones suyas. A pesar de que detrás del cobertizo hubiera un poco menos de luz que en el resto del recinto, le bastó para ver que Owen hacía una mueca y se sujetaba un lado de la cabeza, como si le hubieran soltado un grito al oído.
«Perdona», transmitió.
«No pasa nada. Como emites tan fuerte… Ya debes de tener la mierda esa por todo el cuerpo.»
«Pues la verdad es que no», contestó Henry.
Le volvió un retazo del sueño: los cuatro en la hierba de la cuesta. No, los cinco, porque también estaba Duddits.
«Henry… ¿Te acuerdas de dónde he dicho que estaría?»
«En la esquina sudoeste del recinto. En diagonal desde el establo. Pero…»
«Pero nada. Es donde estaré, y si quieres que te saquen de este sitio te aconsejo que también estés. Se tarda…» Pausa de mirar el reloj. Henry pensó que si seguía funcionando debía de ser de los de cuerda. «… entre dos y cuatro minutos. Te concedo media hora. Después, si los del establo no han dado señales de vida, haré un cortocircuito en la alambrada.»
«Puede que con media hora no haya bastante», protestó Henry. Estaba quieto, asomado a la ventana y mirando la silueta de Owen por la nieve, pero respiraba tan deprisa como si corriera. De hecho, se notaba el corazón como en los cien metros lisos.
«Pues no hay más remedio —le envió Owen—. La alambrada tiene alarma. Saltarán las sirenas, y se encenderán todavía más focos. Alerta general. Te concederé cinco minutos a partir de que salte la liebre (es decir, una cuenta atrás de trescientos). Si para entonces no has aparecido, me voy y santas pascuas.»
«Sin mí no podrás encontrar a Jonesy.»
«Bueno, pero tampoco es razón para quedarme y que la palmemos juntos. —Un tono paciente, como de hablar con un niño—. Además, da igual, porque si en cinco minutos no te reúnes conmigo la habremos cagado todos.»
«Los dos que acaban de suicidarse… no son los únicos que están tan mal.»
«Ya lo sé.»
Henry entrevió mentalmente un autobús escolar amarillo en uno de cuyos lados se leía DEPARTAMENTO ESCOLAR DE MILLINOCKET. Dentro había cuatro decenas de calaveras enseñando los dientes por las ventanillas. Se dio cuenta de que pertenecían a los compañeros de Owen Underhill, los que habían llegado con él durante la mañana anterior; hombres que ahora estaban muertos o a punto de morirse.
«No pienses en ellos —contestó Owen—. Los que tienen que preocuparnos son los del personal de apoyo de Kurtz, sobre todo los de Imperial Valley. Te digo una cosa: si existen, será gente muy entrenada y que obedece órdenes. Entre el entrenamiento y la confusión, siempre prevalece lo primero. De eso sirve. Como remolonees, se te cepillarán. Cuando se disparen las alarmas, dispondrás de cinco minutos justos. Una cuenta de trescientos.»
La lógica de Owen era tan desagradable como irrefutable.
«Vale —dijo Henry—. Cinco minutos.»
«La verdad es que lo haces porque quieres —le dijo Owen. Henry recibió la idea incrustada en una compleja filigrana de emociones: frustración, culpabilidad e, inevitablemente, miedo (en el caso de Owen Underhill, no de morirse, sino de fracasar)—. Si es verdad lo que dices, todo depende de que consigamos salir de aquí limpios. Eso de que te arriesgues a poner el mundo en peligro por cien o doscientos gilipollas metidos en un establo…»
«Ya, ya sé que tu jefe no lo haría.»
La reacción de Owen fue de sorpresa. Henry no captó palabras, sino una especie de «!» de tebeo. A continuación oyó reír a Owen, a pesar de que el viento no interrumpía ni un segundo sus aullidos.
«Me has pillado.»
«Y no te preocupes, que les haré desfilar. Sé motivar como nadie.»
«Cuento con que te esforzarás.»
Henry no le veía la cara, pero captó que sonreía. Entonces Owen habló en voz alta:
—¿Y después? Repítemelo.
«¿Por qué?»
—No sé. Supongo que porque los soldados también necesitan que se les motive, sobre todo cuando se descarrían. Y menos telepatía, que quiero oírte decirlo. Quiero oír la palabra.
Henry miró al hombre que tiritaba al otro lado de la alambrada, y dijo:
—Después seremos héroes; y no porque queramos, sino porque no hay alternativa.
Fuera, bajo la nieve y el viento, Owen asentía con la cabeza. Y seguía sonriendo.
—¡Coño! —dijo—. ¿Y por qué no?
Henry vio brillar en su cerebro la imagen de un niño pequeño levantando una bandeja. Lo que quería el adulto era que el niño volviera a dejarla donde la había cogido; que dejara la bandeja que tanto y tantos años le había obsesionado, y que estaba rota sin remedio.
5
Kurtz, que desde niño no soñaba y por consiguiente no estaba cuerdo, despertó como todos los días: con un salto de la nada a la conciencia y la percepción lúcida del entorno. Aleluya. Seguía vivo, y en primera línea. Giró la cabeza para mirar el despertador, pero el muy cabrón se había vuelto a estropear, y eso que era lo último de lo último, con revestimiento antimagnético. 12, 12, 12… Parpadeaba como un tartamudo atascado en la misma palabra. Encendió la lámpara de al lado de la cama y cogió el reloj de bolsillo que había en la mesita de noche. 4.08.
Volvió a dejarlo en la mesita, apoyó en el suelo los pies descalzos y se levantó. Lo primero que constató fue que seguía haciendo un viento de mil demonios. Lo segundo fue que en su cabeza había desaparecido por completo el murmullo lejano de voces. Ya no había telepatía, y Kurtz se alegraba, porque la había vivido como una ofensa tan profunda como elemental, a la manera de determinadas prácticas sexuales. La idea de que pudieran meterse en su cabeza, de que pudieran visitar los niveles superiores de su cerebro… le había parecido horrible. Solo por eso, por ser portadores de un don tan asqueroso, los grises ya se merecían que se los cargasen. Menos mal que había resultado efímero.
Kurtz se quitó los shorts grises de gimnasia y se quedó desnudo frente al espejo de la puerta del dormitorio, dejando que sus ojos le recorrieran por entero desde los pies (donde empezaban a verse los primeros ovillos de venitas rojas) hasta la coronilla, donde se le había puesto tieso de dormir el pelo canoso. Para ser un hombre de sesenta años, no tenía demasiado mal aspecto. Lo peor eran las venas de los lados de los pies. Tampoco tenía mal badajo, no; al contrario, aunque no lo había usado mucho. Por lo general, las mujeres eran seres inmundos e incapaces de lealtad. Agotaban a los hombres. En lo más íntimo de su corazón de hombre no cuerdo, donde hasta su locura se presentaba bien planchada, almidonada y sin particular interés, Kurtz consideraba que el sexo en general era un mal rollo. Incluso cuando se practicaba para procrear, solía tener como resultado un tumor dotado de cerebro que no se diferenciaba mucho de los bichos caca.
Al llegar a la coronilla, Kurtz dejó que sus ojos hicieran el recorrido al revés, atentos a cualquier punto rojo, cualquier congestión de la piel. No había nada. Dio media vuelta, miró lo que se podía ver forzando al máximo la cabeza y siguió sin ver nada. Entonces se separó las nalgas, metió los dedos entre ellas, se introdujo un dedo en el ano hasta la segunda falange y solo palpó carne.
—Estoy limpio —dijo con voz grave, mientras se daba prisa en lavarse las manos en el exiguo cuarto de baño de la caravana—. Como una patena.
Después volvió a enfundarse los shorts y se sentó para ponerse los calcetines. Limpio. Menos mal. Bonita palabra: «limpio». Había desaparecido la sensación desagradable de la telepatía, similar al contacto entre dos pieles sudadas. Su cuerpo no alimentaba una sola hebra de Ripley. Hasta se había inspeccionado la lengua y las encías.
Entonces ¿qué le había despertado? ¿Por qué se le habían disparado alarmas en la cabeza?
Porque la telepatía no era la única modalidad de percepción extrasensorial. Porque, mucho antes de que se enteraran los grises de la existencia de la Tierra, escondida en un rincón polvoriento y poco visitado de la galaxia de la Vía Láctea, existía algo que se llamaba intuición, especialidad de los homo sapiens uniformados como él.
—La corazonada de toda la vida —dijo Kurtz—. Ni extraterrestres ni pollas.
Se puso los pantalones. Después, a pecho descubierto, cogió el walkie-talkie que tenía en la mesita de noche, al lado del reloj de bolsillo. (Ahora marcaba 4.16. ¡Caramba, cómo corría el tiempo! Parecía un coche sin frenos bajando por una montaña hacia un cruce muy transitado.) El walkie-talkie era un modelo especial, digital, encriptado y se suponía que imposible de interceptar, aunque a Kurtz le bastó con echar un vistazo a su reloj digital, presuntamente impermeable, para comprender que, en cuestión de aparatos, nada era del todo antinada.
Presionó dos veces el botón de llamada, y en cuestión de segundos contestó Freddy Johnson sin demasiada voz de sueño… aunque, ahora que había llegado el momento de la verdad, ¡cuánto echaba Kurtz (bautizado Robert Coonts) de menos a Underhill! Owen, Owen, hijo mío, pensó, ¿por qué has tenido que descarriarte justo cuando me hacías más falta?
—¿Jefe?
—Paso Imperial Valley a seis. Imperial Valley en cero seis cero cero. Espero confirmación.
Tuvo que oír las razones por las que era imposible. Owen no le habría soltado una chorrada así ni en las peores pesadillas. Le concedió a Freddy unos veinte segundos para explayarse, pasados los cuales le espetó:
—Cierra el morro, hijo de puta.
Silencio por parte de Freddy, impactado.
—Aquí se está cociendo algo. No sé qué, pero me ha disparado todas las alarmas cuando estaba más dormido que una marmota. Si os reúno a todos es por algo, y, si para la hora de la cena aún quieres respirar, te aconsejo que les pongas en posición de firmes. Dile a Gallagher que sea puntual. ¿Recibido, Freddy?
—Recibido. Una cosa, jefe: me consta que ha habido cuatro suicidios, y es posible que me falte enterarme de alguno.
Para Kurtz no constituyó ni una sorpresa ni un disgusto. En determinadas circunstancias, el suicidio no solo era aceptable, sino noble: la decisión final de un caballero.
—¿Gente de los helicópteros?
—Afirmativo.
—Ninguno de Imperial Valley.
—No, jefe, de Imperial ninguno.
—Está bien. Pon el turbo, chavalín, que tenemos un problema. No sé cuál, pero noto que se acerca, y es algo gordo.
Kurtz tiró el walkie-talkie a la mesa y siguió vistiéndose. Le apetecía otro cigarrillo, pero ya no quedaban.
6
En otros tiempos, el establo de Gosselin había dado cobijo a una vacada respetable. Tal como estaba el interior, quizá no hubiera pasado la inspección de las autoridades sanitarias, pero el edificio se mantenía en buen estado. Los soldados habían colgado una serie de bombillas de muchos vatios, cuya luz se repartía por los compartimientos, los ordeñaderos del espacio central y los pajares superior e inferior. También habían instalado bastantes calefactores, con el resultado de que reinaba en el establo un calor casi febril. En cuanto estuvo dentro, Henry se bajó la cremallera, pero no pudo evitar que le sudara enseguida la cara. En parte lo atribuyó a las pastillas de Owen, porque se había tomado otra antes de entrar.
Al ver el establo por dentro, lo primero que pensó fue que se parecía mucho a todos los campos de refugiados que había visto: de serbios bosnios en Macedonia, de rebeldes haitianos después de la llegada de los marines a Puerto Príncipe, y de exiliados africanos que habían abandonado sus países de origen por enfermedad, hambruna o guerra civil (o por una combinación de las tres cosas). La costumbre de ver las noticias acababa por acostumbrar a aquella clase de imágenes, pero siempre procedían de muy lejos, y el sobrecogimiento con que se presenciaban lindaba con lo aséptico. La diferencia era que para llegar al establo no hacía falta pasaporte. Estaba en Nueva Inglaterra. La gente hacinada en el interior no iba vestida con harapos, sino con parkas, pantalones de Banana Republic (perfectos para los cartuchos de recambio) y ropa interior de Fruit of the Loom. El aspecto, sin embargo, era el mismo. La única diferencia que vio Henry fue la cara de sorpresa general. Se suponía que en América no pasaban esas cosas.
Los prisioneros casi no dejaban ningún resquicio en el suelo, que tenía una capa de paja (y encima otra de chaquetas). Dormían en grupitos o familias. En los pajares había más gente, y entre tres y cuatro personas en cada uno de los cuarenta compartimientos. Todo eran ronquidos, ruidos de garganta y gemidos de gente con pesadillas. Había un niño llorando. E hilo musical, que para Henry fue el no va más de lo estrafalario. En aquel momento, los condenados del establo de Gosselin dormitaban arrullados por la orquesta de Fred Waring, que ejecutaba una versión de Some Enchanted Evening sobrecargada de violines.
Bajo los efectos de la pastilla, todo le saltaba a los ojos con una nitidez inhabitual. ¡Cuántas chaquetas y gorras naranjas!, pensó. ¡Esto es Halloween en el infierno!
También había una cantidad bastante elevada de moho rojizo. Henry vio manchas en varias mejillas y orejas, y entre varios dedos; también vio colonias creciendo en las vigas y los cables de varias bombillas. El olor dominante era de heno, pero Henry no tuvo ninguna dificultad en notar que encubría otro de alcohol etílico con rastros de azufre. Aparte de los ronquidos, también se oían varios pedos. Parecían seis o siete músicos con graves carencias de talento tocando la tuba y el saxofón. En otras circunstancias habría sido gracioso… y podía serlo incluso en aquellas, siempre que no se hubiera visto aquella especie de comadreja retorciéndose en la cama ensangrentada de Jonesy.
¿Cuántos la estarán incubando?, se preguntó Henry. Sospechó que la respuesta no tenía importancia, porque a la larga las comadrejas eran inofensivas. Quizá el establo les diera la oportunidad de sobrevivir fuera de sus huéspedes, pero a merced de la tormenta, con viento huracanado y una sensación de frío bajo cero, no tendrían ninguna.
Tenía que hablar con aquella gente…
No, mal dicho. Lo que tenía que hacer era pegarles un susto de muerte. Había que ponerles en movimiento, a pesar del calor de dentro y el frío de fuera. El establo había contenido vacas, y volvía a contenerlas. Era necesario volver a convertirlas en personas, en personas asustadas y furiosas. Solo podría conseguirlo con ayuda, y pasaban los segundos. Owen Underhill le había concedido media hora. Henry calculó que ya había transcurrido una tercera parte.
Necesito un megáfono, pensó. Es el primer paso.
Miró alrededor, se fijó en un hombre grueso y calvo que dormía de costado a la izquierda de la puerta que llevaba a la sala de ordeño, y se acercó a él para verle mejor. Le pareció que era uno de los que había expulsado del cobertizo, pero no estaba seguro. Tratándose de cazadores, corpulencia, calvicie y sexo masculino eran moneda corriente.
Sin embargo, se trataba de Charles, y el byrus le estaba repoblando lo que el bueno de Charlie debía de llamar «mi placa solar sexual». Teniendo encima este pringue, pensó Henry, ¿qué falta hace un crecepelo? Y se sonrió.
Charles le iba de perlas, pero no tanto como Marsha, que dormía al lado cogiéndole las manos a Darren, el de los maxiporros. Ahora Marsha tenía byrus en una de sus mejillas de melocotón. Su marido se mantenía limpio, pero su cuñado (¿podía ser que se llamara Bill?) estaba infestado.
Se arrodilló junto a Bill, le tomó una mano manchada de byrus y penetró en la selva intrincada de sus pesadillas.
«Despierta, Bill. Venga, arriba, que tenemos que salir de aquí. Podemos, pero solo si me ayudas. Despierta, Bill.»
«Despierta y sé un héroe.»
7
Ocurrió a tonificante velocidad.
Henry notó que la mente de Bill ascendía al encuentro de la suya, desprendiéndose de las pesadillas donde había estado enredada. Intentaba llegar hasta él como alguien a punto de ahogarse y que ve que se acerca nadando un socorrista. Los dos cerebros se conectaron como los enganches de dos vagones de mercancías.
«No hables —le dijo Henry—. No intentes decir nada. Limítate a sujetarme. Necesitamos a Marsha y a Charles. Con nosotros cuatro debería haber bastante.»
«¿Qué…?»
«No tenemos tiempo. Venga, Billy.»
Bill cogió la mano de su cuñada. Los ojos de Marsha se abrieron enseguida, como si lo estuviera esperando, y Henry notó que todos los indicadores de su cabeza le subían un grado más. Estaba menos contaminada que Bill, pero tal vez tuviera más capacidad innata. Marsha cogió la mano de Charles sin hacer ninguna pregunta. Henry tuvo la sensación de que ya lo entendía todo, tanto lo que ocurría como lo que había que hacer. Por suerte, también captaba la necesidad de actuar deprisa. Primero bombardearían a los demás, y a continuación les levantarían como un bate.
Charles se incorporó de golpe con los ojos muy abiertos, casi saliéndole de las órbitas adiposas. Se levantó como si le hubiera metido mano alguien. Ya estaban los cuatro de pie, cogiéndose las manos como en una sesión de espiritismo… y no se trataba, pensó Henry, de algo muy diferente.
«Venga, todos hacia mí», le dijo.
Lo hicieron, y fue una sensación como de recibir una varita mágica en la mano.
«Escuchadme», dijo.
Se levantaron varias cabezas. Hubo gente muy dormida que se despertó tan bruscamente como si estuviera electrizada.
«Escuchadme y dadme fuerza… ¡Mucha fuerza! ¿Me entendéis? ¡Dadme fuerza, porque es vuestra única oportunidad! ¡ADELANTE, DADME FUERZA!»
Lo hicieron por puro instinto, como cuando se silba una canción o se acompaña un ritmo con palmadas. Si les hubiera dado tiempo de pensárselo, probablemente habría sido más difícil, por no decir imposible, pero no les dio. La mayoría dormía, y pilló a los infectados, los telépatas, con el cerebro completamente disponible.
Henry, que también seguía su instinto, transmitió una serie de imágenes: soldados con máscaras rodeando el establo, la mayoría con armas de fuego y algunos con mochilas conectadas a palos largos. Las caras de los soldados las convirtió en caricaturas crueles, como las de los periódicos. Siguiendo una orden amplificada, los palos soltaban chorros de fuego líquido: napalm. El fuego prendía enseguida en los laterales y el techo del establo.
Henry pasó al interior y envió la imagen de un remolino de gente gritando. El fuego líquido traspasaba el techo en llamas por una serie de agujeros y prendía en el heno de los pajares. Aquí un hombre con el pelo ardiendo, allá una mujer a quien estaba quemándose la parka de esquiar, que conservaba como adorno los tíckets de varios telesillas.
Henry, y sus amigos cogidos de la mano, se habían convertido en el centro de atención. Los únicos en recibir las imágenes eran los telépatas, pero el índice de infectados del establo podía ascender perfectamente al sesenta por ciento, y el resto no dejaba de mostrarse sensible al pánico. La marea creciente levanta todas las barcas.
Estrechando las manos de Bill y Marsha, Henry volvió a sintonizar las imágenes del exterior del establo. Fuego, un cerco de soldados y una voz amplificada impartiéndoles órdenes de que no dejaran salir a nadie.
Ahora los prisioneros estaban de pie, y en el murmullo general cada vez se notaba más miedo. (La excepción eran los telépatas profundos, que se limitaban a mirar a Henry con fijeza y una expresión de angustia en sus caras manchadas por el byrus.) Les mostró el establo como una gran tea en la nevada nocturna, el viento convirtiendo el incendio en explosión, en tormenta de fuego, y las mangueras de napalm que no le daban tregua, mientras seguían las exhortaciones de la voz. ASÍ, MUY BIEN, A TODOS. QUE NO SE ESCAPE NI UNO. ¡SON EL CÁNCER, Y NOSOTROS LA CURA!
Henry, cuya imaginación había llegado a su cenit y se nutría de sí misma en una especie de frenesí, envió imágenes de la poca gente que lograba encontrar salidas o escabullirse por las ventanas. Muchos ardían. Había una mujer con un niño en brazos. Los soldados ametrallaban a todos menos a la mujer y el niño, que al correr se convertían en antorchas de napalm.
—¡No! —exclamaron varias mujeres al unísono.
Con una mezcla de angustia y admiración, Henry se dio cuenta de que todas le habían puesto su propia cara a la mujer que se quemaba, incluidas las que no tenían hijos.
Ahora estaban de pie y se arremolinaban como ganado en una tormenta. Era necesario moverles antes de que tuvieran tiempo de pensárselo, no ya dos veces sino una.
Reuniendo la fuerza de las mentes conectadas a la suya, les envió una imagen de la tienda.
¡POR ALLÍ! ¡ES VUESTRA ÚNICA OPORTUNIDAD! ¡SI PODÉIS, PASAD POR LA TIENDA, Y SI ESTÁ BLOQUEADA LA PUERTA DERRIBAD LA ALAMBRADA! ¡NO OS PARÉIS, NI DUDÉIS! ¡METEOS EN EL BOSQUE! ¡ESCONDEOS EN EL BOSQUE! ¡VIENEN A INCENDIARLO TODO, EL ESTABLO Y LA GENTE DE DENTRO, Y LA ÚNICA SALVACIÓN ES EL BOSQUE! ¡AHORA, AHORA!
Como estaba sumergido en su imaginación, volando en alas de las pastillas que le había dado Owen y transmitiendo con todas sus fuerzas (imágenes de salvación segura en tal lugar y de muerte segura en tal otro, con la sencillez de un libro infantil), solo se dio cuenta muy remotamente de que había empezado a recitar en voz alta:
—Ahora, ahora, ahora.
Marsha Chiles se sumó a la letanía, seguida por su cuñado y después por Charles, el de la placa solar sexual repoblada.
—¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!
A pesar de que Darren era inmune al byrus, y no tenía, por lo tanto, más telepatía que un simple oso, no era inmune a la exaltación que se iba apoderando del establo, y también se sumó.
—¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!
Era una infección transmitida por el pánico, más contagiosa que el byrus; una infección que saltaba de persona en persona y de grupo en grupo.
Vibraba el establo entero. Todos los puños se levantaban al mismo tiempo, como en un concierto de rock.
—¡AHORA! ¡AHORA! ¡AHORA!
Henry dejó que se apoderaran de la letanía y la nutrieran, mientras, sin darse cuenta, levantaba el puño como los demás, extendiendo al máximo su brazo dolorido. Al mismo tiempo, se recordaba la necesidad de no quedar atrapado por el ciclón de la mente-masa por él creada: cuando ellos fueran hacia el norte, él iría hacia el sur. Se hallaba a la espera de que se alcanzara un punto crítico e irreversible, el de la ignición y la combustión espontánea.
Llegó.
—Ahora —susurró.
Aglutinó las mentes de Marsha, Bill, Charlie… y, en segundo lugar, las de los que estaban más cerca, más comprometidos en la fusión. Las mezcló, las comprimió y, como bala de plata, disparó una palabra a los cerebros de las trescientas setenta personas del establo de Gosselin:
AHORA.
Se produjo un momento de silencio absoluto, justo antes de que se abrieran las puertas del infierno.
8
Antes de que anocheciera se había procedido a instalar una docena de garitas para dos soldados a lo largo de la valla de seguridad. (En realidad eran lavabos portátiles de donde habían sido arrancados los urinarios y las tazas.) Estaban equipados con calefactores que, dado lo reducido del espacio, infundían una sensación de sopor; de ahí que a los centinelas les apeteciera muy poco salir. De vez en cuando abrían la puerta para que entrara un poco de aire fresco acompañado de nieve, pero la exposición de los guardias al mundo exterior no iba más allá. La mayoría eran soldados que no habían participado en ningún conflicto ni tenían una comprensión visceral de lo que estaba en juego. Por eso, lo máximo que hacían era contarse anécdotas de sexo, coches, destinos, sexo, sus familias, su porvenir, sexo, borracheras, drogas y sexo. Les habían pasado inadvertidas las dos visitas de Owen Underhill al cobertizo (y eso que tanto el puesto 9 como el 10 estaban bien orientados para verle), y fueron los últimos en darse cuenta de que acababa de estallarles una rebelión en las manos.
Al fondo de la tienda había siete soldados un poco más curtidos, por haber pasado más tiempo a las órdenes de Kurtz. Estaban al lado de la estufa, jugando a cartas en el mismo despacho donde, como dos siglos antes, Owen le había puesto a Kurtz las cintas de ne nous blessez pas. De los siete jugadores, seis eran centinelas, y el séptimo Gene Cambry, colega de Emil Brodsky. Cambry no había conseguido pegar ojo. El motivo quedaba oculto por una muñequera elástica de algodón, aunque no sabía si le duraría mucho tiempo más, porque lo rojo de debajo se extendía. En cuanto se despistase lo vería alguien; entonces ya no jugaría a cartas en el despacho, sino que pasaría a engrosar el grupo de desgraciados del establo.
¿Solo él? Ray Parsons tenía un trozo de algodón en una oreja. Decía que porque le dolía, pero a saber. Ted Trezewski tenía vendado el antebrazo, según él porque se había pinchado al poner la alambrada. Quizá fuera verdad. George Udall, que en tiempos más normales era el superior inmediato de Brodsky, se cubría la calva con un gorro de punto que le daba aspecto de rapero blanco madurito. Quizá debajo solo hubiera piel, pero ¿no hacía un poco de calor para llevar gorro? Sobre todo de punto.
—Un dólar más —dijo Howie Everett.
—Lo veo —dijo Danny O’Brian.
Lo mismo hicieron Parsons y Udall. Cambry casi no lo oyó. Acababa de aparecérsele la imagen mental de una mujer con un niño en brazos corriendo por la nieve del cercado, y de un soldado convirtiéndola en antorcha de napalm. Cambry se estremeció de espanto, considerando que la imagen nacía de su sentimiento de culpa.
—Gene —dijo Al Coleman—. ¿Tú qué haces?
—¿Qué es eso? —preguntó Howie con ceño.
—¿Qué es qué? —dijo Ted Trezewski.
—Escucha y lo oirás —repuso Howie.
«Polaco atontado»: Cambry oyó mentalmente la coletilla inexpresa, pero no le dio importancia. Prestando atención se oía el cántico con gran claridad, por encima del viento y ganando fuerza con rapidez.
—¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡AHORA!
Procedía del establo, justo detrás de donde estaban ellos.
—¿Qué coño pasa ahora? —preguntó Udall, intrigado y parpadeando ante el revoltijo de cartas, ceniceros, fichas y dinero que había en la mesa. De repente, Gene Cambry entendió que debajo de aquella ridiculez de gorra solo había piel. En principio, el mando del grupito le correspondía a Udall, pero no se enteraba de nada. No veía los puños en alto, ni oía la poderosa voz mental que dirigía el cántico.
Cambry vio inquietud en los rostros de Parsons, Everett y Coleman. Ellos también lo veían. Fue saltando de uno a otro la comprensión, mientras los que no estaban contagiados ponían cara de perplejidad.
—Van a salir, los muy hijos de puta —dijo Cambry.
—No digas chorradas, Gene —dijo George Udall—. ¡Si no tienen ni idea de la que les espera, y encima son civiles! Solo se están desfo…
Cambry se perdió el final de la frase, porque una palabra (AHORA) le estaba partiendo el cerebro como una sierra. Ray Parsons y Al Coleman hicieron sendas muecas. Howie Everett gritó de dolor llevándose las manos a las sienes, mientras le chocaban las rodillas con la mesa y lo dejaban todo perdido de fichas y cartas. En la estufa aterrizó un billete de dólar y empezó a arder.
—¡Me cago en la leche! ¡Mira lo que has…! —empezó a decir Ted.
—Ya vienen —dijo Cambry—. Vienen hacia aquí.
Parsons, Everett y Coleman saltaron de sus sillas y fueron en busca de las carabinas M-4 que tenían apoyadas detrás del perchero de Gosselin. Los demás, que seguían sin enterarse de nada, les miraban con sorpresa. Justo entonces se oyó un impacto descomunal, el de sesenta o más prisioneros forzando las puertas del establo. Estaban atrancadas por fuera con cerrojos de acero de fabricación militar. Los cerrojos resistieron, pero la madera vieja cedió con un crujido de astillas.
Los reclusos se abalanzaron por el hueco al grito de «¡Ahora! ¡Ahora!», pisoteando entre la nieve a varios de los suyos.
Cambry también se abalanzó, pero hacia los fusiles de asalto. De repente le arrebataron el que había cogido.
—Mamón, que es el mío —rugió Ted Trezewski.
Entre las puertas destrozadas del establo y el fondo de la tienda había menos de veinte metros de distancia. La multitud los cubrió gritando ¡AHORA! ¡AHORA! ¡AHORA!
La mesa de póquer se volcó ruidosamente y esparció su contenido por el suelo. El choque de los primeros reclusos con la alambrada hizo saltar la alarma de la cerca. Algunos quedaron fritos, y otros ensartados como peces en las enormes pelotas de púas. Al cabo de unos momentos, se sumó al rebuzno ululante de la alarma un ruido de sirena, la alerta del cuartel general que a veces recibía el nombre de Situación Triple Seis, el fin del mundo. En las garitas fabricadas con lavabos portátiles de plástico emergieron varias caras aturdidas de sorpresa y miedo.
—¡Al establo! —exclamó alguien—. ¡Todos al establo! ¡Es una fuga!
Los centinelas salieron a la nieve a paso ligero, muchos de ellos sin botas, y bordearon la cerca sin saber que había sufrido un cortocircuito debido al peso de más de ochenta cazadores de ciervos kamikazes, todos gritando AHORA a pleno pulmón, aunque estuvieran achicharrándose hasta morir.
Nadie se fijó en que por detrás del establo salía un hombre solo (alto, flaco y con gafas anticuadas de montura de carey) y cruzaba en diagonal el manto de nieve del cercado. A pesar de que Henry no veía ni notaba que se fijara nadie en él, echó a correr. La luz intensa de los focos le hacía sentirse horriblemente vulnerable, y la cacofonía de la sirena y la alarma de la cerca le hacían sucumbir al pánico, como si estuviera medio loco. Era la misma sensación que oír llorar a Duddits detrás del garaje de Tracker Hermanos.
9
Cuando se disparó la alarma y se encendieron los focos de emergencia, iluminando lo poco que quedaba por iluminar en aquel pedazo de tierra dejado de la mano de Dios, a Kurtz solo le faltaba por ponerse una bota. Su reacción, ni de sorpresa ni de disgusto, se limitó a una mezcla de alivio y desilusión. Alivio por tener delante, sin disimulos, lo que le había puesto los nervios tan de punta. Desilusión por que el follón no hubiera tardado un par de horas más en desencadenarse. Dos horas más y podría haber hecho cuadrar las cuentas de la transacción.
Empujó la puerta de la caravana con la mano derecha, conservando la otra bota en la izquierda. Llegaba del establo un bramido salvaje, un grito de guerra de los que le tocaban la fibra en cualquier circunstancia. El vendaval lo atenuaba un poco, pero no mucho. Por lo visto actuaban de mutuo acuerdo. De entre sus rangos timoratos y bien alimentados, rangos de «aquí no puede pasar», había surgido un Espartaco. ¡Y parecían tontos!
Es la telepatía del carajo, pensó. Su intuición, siempre tan fabulosa, le dijo que era un problema grave, que estaba viendo irse al garete toda una operación, pero Kurtz sonreía a pesar de los pesares, pensando: Solo puede ser la telepatía del carajo. Se han olido lo que les esperaba… y alguien ha decidido tomar medidas.
Mientras estaba asomado, por las puertas del establo, desgoznadas y hechas astillas, irrumpió una masa anárquica de individuos con parkas y gorros naranjas. Uno de ellos cayó en una tabla rota y quedó empalado a la manera de un vampiro. Otros tropezaron con la nieve y fueron pisoteados. Ahora estaban encendidas todas las luces, y Kurtz tenía la sensación de asistir a un combate de boxeo desde primera fila. Lo veía todo.
Fueron despegando sucesivos escuadrones con dotaciones de cincuenta o sesenta hombres, y, con la disciplina de unas prácticas aéreas, cargaron contra la cerca por ambos lados de la mísera tienducha. O no sabían que el alambre liso condujera una dosis letal de electricidad, o no les importaba. El resto, el grueso de los efectivos, embistió directamente la parte trasera de la tienda. Se trataba del punto más débil del perímetro, pero no importaba. Kurtz preveía que no quedaría nada en pie.
A la hora de hacer planes para cualquier eventualidad, no le había pasado por la cabeza nada así: doscientos o trescientos guerreros otoñales con sobrepeso formando una carga banzai. Les había creído incapaces de cualquier otra cosa que de quedarse quietecitos exigiendo un juicio justo hasta el momento mismo de pasar por la barbacoa.
—No está mal, chavales —dijo.
Olió que empezaba a quemarse algo más (su puta carrera, probablemente), pero bueno, de alguna manera había que acabar, y ¡vaya operación había escogido para despedirse! Por lo que a Kurtz respectaba, los hombrecillos grises eran estrictamente secundarios. Si escribía él los titulares, el principal anunciaría lo siguiente: ¡SORPRESA! ¡LOS AMERICANOS DE LA NUEVA ERA DEMUESTRAN QUE TIENEN AGALLAS! Increíble. Casi daba pena aguarles la fiesta.
La sirena del cuartel general subía y bajaba de volumen en la nevada nocturna. La primera oleada de hombres golpeó la tienda por detrás. A Kurtz le faltó poco para ver temblar el edificio entero.
—Me cago en la telepatía —dijo sonriendo.
Vio la reacción de los suyos, la primera oleada procedente de las garitas, seguida por refuerzos de la sección motorizada, el economato y los remolques que servían de barracones. A continuación, la sonrisa de Kurtz empezó a trocarse en una expresión de perplejidad.
—Disparad —dijo—. ¿Por qué no disparáis?
Algún que otro soldado disparaba, pero era insuficiente. A Kurtz le olió a pánico. Sus hombres no disparaban porque estaban hechos unos caguetas. O porque sabían que después les tocaría a ellos.
—Me cago en la telepatía —repitió.
De repente se oyeron disparos de fusil automático dentro de la tienda. Las ventanas del despacho donde se había celebrado la original conferencia entre él y Owen Underhill se iluminaron con destellos de traca. Hubo dos que reventaron. Por la segunda quiso salir alguien, y Kurtz tuvo tiempo de reconocer a George Udall antes de que le estiraran por las piernas.
Al menos peleaba alguien: los de dentro del despacho, pero tenía su lógica, porque se jugaban la vida. La mayoría de los chavales que habían acudido corriendo seguían en las mismas. Kurtz se planteó soltar la bota, coger la nueve milímetros y cargarse a unos cuantos fugitivos (mejor dicho al máximo). ¿Por qué no, si aquello era el sálvese quien pueda?
Por Underhill. He ahí el porqué. Owen Underhill tenía mucho que ver con aquella cagada. Como que se llamaba Kurtz. Apestaba a cruzar la línea, que era la especialidad de Owen Underhill.
Más disparos en el despacho de Gosselin… gritos de dolor… y alaridos finales de victoria. Habían ocupado el objetivo, pese a ser una panda de memos que solo sabían de ordenadores, bebían Evian y comían ensaladitas. De un portazo, Kurtz se desentendió del panorama y se apresuró a volver al dormitorio para llamar a Freddy Johnson. Seguía con la bota en la mano.
10
Estando Cambry de rodillas detrás del escritorio de Gosselin, irrumpió la primera oleada de prisioneros. Cambry se dedicaba a abrir cajones, buscando como loco una pistola. El hecho de que no encontrara ninguna bien pudo ser el motivo de que salvara la vida.
—¡AHORA! ¡AHORA! ¡AHORA! —berreaban cada vez más cerca los prisioneros.
Al fondo de la tienda se produjo un impacto descomunal, como si hubiera chocado un camión con la pared. Se oyó un chisporroteo en el exterior, el de los primeros reclusos chocando con la alambrada. Empezaron a parpadear las luces del despacho.
—¡No os separéis! —exclamó Danny O’Brian—. ¡Por amor de Dios, no os sepa…!
La puerta trasera saltó de sus goznes con tal ímpetu que recorrió una parte de la sala, sirviéndole de escudo al primero de los vociferantes intrusos que obstruían la entrada. Cambry se agachó con las dos manos en la nuca, al mismo tiempo que la puerta chocaba de lado con el escritorio, pillándole debajo.
En la estrechez de la sala, el ruido de fusiles en posición de disparo automático resultaba tan ensordecedor que ni siquiera se oían los gritos de los heridos. Cambry, sin embargo, se dio cuenta de que no disparaban todos. Trezewski, Udall y O’Brian sí, pero Coleman, Everett y Ray Parsons se limitaban a aguantar el arma contra el pecho con expresión aturdida.
Desde su refugio accidental, Gene Cambry presenció la embestida de los presos, vio caer a los primeros como espantapájaros bajo el impacto de las balas, y les vio salpicar de sangre las paredes, los carteles publicitarios y los avisos de las autoridades sanitarias. Vio que George Udall les arrojaba el arma a dos tíos jóvenes y cachas con ropa naranja, giraba sobre sus talones y corría hacia una de las ventanas. Le estiraron hacia dentro cuando ya había sacado medio cuerpo. Un hombre que tenía en la mejilla una mancha de Ripley que parecía de nacimiento le clavó los dientes en la pantorrilla como si fuera un muslo de pavo, mientras otro, en el otro extremo del cuerpo de George, silenciaba los gritos de la cabeza torciéndola a la izquierda. El humo azul de la pólvora llenaba toda la sala, pero Cambry reconoció a Al Coleman y vio que arrojaba el fusil al suelo y se sumaba al cántico: «¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!». También vio que Ray Parsons, que siempre había destacado por pacífico, apuntaba a Danny O’Brian y le volaba la cabeza.
Ahora era todo muy fácil. Ahora se reducía a una lucha entre contagiados e inmunes.
Un golpe en la mesa, que chocó con la pared. A Cambry se le cayó la puerta encima, y antes de que pudiera levantarse le aplastó el peso de varias personas corriendo encima de la hoja. Se sentía como el típico vaquero que se cae del caballo durante una estampida. Aquí me muero, pensó; pero al poco rato notó que se aligeraba el peso asesino. Entonces, con toda la adrenalina que tenía en los músculos, se puso de rodillas. En ese momento la puerta resbaló hacia la izquierda, y a guisa de despedida le clavó el pomo en toda la cadera. Cambry recibió en las costillas el puntapié de alguien que pasaba. Después de que otra bota le rozara la oreja derecha, se levantó. La sala estaba cargada de humo, y era un desvarío de gritos. Cuatro o cinco fornidos cazadores fueron arrojados al interior de la estufa, que, arrancada de la chimenea, se derrumbó escupiendo al suelo ramas de arce encendidas. El fuego prendió en los billetes y los naipes. Apareció un olor rancio, el del plástico de las fichas de póquer quemándose. Eran las de Ray, pensó Cambry con incoherencia; ya las tenía en el Golfo, y en Bosnia.
Imperaba tal alboroto que no se fijaron en él. Los reclusos fugitivos no tenían ninguna necesidad de salir por la puerta de entre el despacho y la tienda, porque se había caído toda la pared (simple tabique, de hecho). El fuego de la estufa volcada estaba extendiéndose a algunos trozos.
A un individuo viejo y canijo, con gorra de borlas y trenca, le estamparon contra la estufa y le pisotearon. Cambry oyó los gritos agudos que soltaba al adherírsele la cara al metal y empezar a cocérsele la carne.
Los oyó y los sintió.
—¡Ahora! —exclamó Cambry, señal de que se rendía y se integraba en el grupo—. ¡Ahora!
Saltó por encima de las llamas de la estufa, cada vez más altas, y corrió perdiendo su mente pequeña en la grande.
A efectos prácticos, la operación Blue Boy había concluido.
11
Cuando llevaba recorridas tres cuartas partes del cercado, Henry hizo una pausa para respirar, llevándose la mano al martilleo del pecho. Dejaba a sus espaldas el apocalipsis de bolsillo que había desencadenado él. Delante solo veía oscuridad. El cabrón de Underhill le había dejado en la estacada, y ahora…
«Tranqui, tío.»
Se encendió dos veces una luz. Henry, sencillamente, había mirado en la dirección equivocada. Owen estaba aparcado un poco a la izquierda de la esquina sudoeste del cercado. Henry distinguió con nitidez el contorno anguloso del Sno-Cat. Detrás se oían gritos, órdenes, disparos… De estos últimos había previsto más, pero ya tendría tiempo de extrañarse.
«¡Date prisa! —exclamó Owen—. ¡Tenemos que salir de aquí!»
«No puedo correr más. Espera.»
Henry reemprendió la marcha. Ahora que empezaba a declinar el efecto de las pastillas de Owen, se sentía el corazón pesado. Le picaba una barbaridad tanto el muslo como la boca. Sentía crecer el moho en la lengua. Era como el burbujeo de un refresco, pero duradero.
Owen había cortado la alambrada, tanto la parte de púas como la lisa. Ahora estaba de pie delante del Sno-Cat (como era blanco, y se confundía con la nieve, no tenía nada de raro que no lo hubiera visto Henry), con un rifle automático apoyado en la cadera y procurando mirar al mismo tiempo en todas las direcciones. La abundancia de focos le daba media docena de sombras, que irradiaban de sus botas como extravagantes manecillas de reloj.
Owen cogió a Henry por los hombros.
«¿Estás bien?»
Henry asintió con la cabeza. Cuando Owen empezaba a conducirle en dirección al vehículo, se produjo una explosión fuerte y aguda, como si acabara de disparar alguien la escopeta más grande del mundo. Henry agachó la cabeza y se enredó los pies. Sin la ayuda de Owen, se habría caído.
«¿Qué…?»
«Gas de petróleo licuado, y puede que también gasolina. Mira.»
Owen le puso las manos en los hombros y le hizo girar. Henry vio destacarse en la nevada nocturna una columna muy alta de fuego. Volaban pedazos de tienda (planchas, tejas de madera, cajas de galletas ardiendo, rollos de papel de váter incendiados…). El espectáculo tenía fascinados a cierto número de soldados, en contraste con otros que corrían hacia el bosque. Henry supuso que en persecución de los presos, a pesar de que oía en su cabeza el pánico de los soldados («¡Corred! ¡Corred! ¡Ahora! ¡Ahora!») sin darle del todo crédito. Más tarde, cuando tuviera tiempo de pensar, comprendería que muchos también huían. En aquel momento no entendía nada. Ocurría todo demasiado deprisa.
Owen le obligó a dar otra media vuelta y le empujó hacia el asiento del copiloto, haciéndole apartar una lona que olía mucho a aceite de motor. Daba gusto el calor que hacía en la cabina. Una radio clavada con tornillos en el rudimentario salpicadero estaba encendida. A Henry, lo único que le pareció inteligible fue el pánico de las voces, que le provocó una alegría salvaje, la mayor desde la tarde en que los cuatro habían asustado a Richie Grenadeau y los abusones de sus amigos. De hecho, a su manera de ver, la operación la dirigían un puñado de Richie Grenadeaus adultos, con armas de fuego sustituyendo las cacas secas de perro.
Entre los dos asientos había algo, una caja con dos pilotos naranjas que parpadeaban. Justo cuando Henry se agachaba por curiosidad, Owen Underhill apartó la lona de al lado del asiento del conductor y entró saltando en el vehículo. Tenía la respiración pesada, y miraba el incendio sonriendo.
—Hermano, ten cuidado con eso —dijo—. Ojo con los botones.
Henry levantó la caja, que tenía más o menos las mismas medidas que la fiambrera tan amada por Duddits. Los botones estaban debajo de los pilotos intermitentes.
—¿Qué son?
Owen le dio a la llave, y el motor caliente del Sno-Cat arrancó sin dilación. Había un palo muy alto saliendo de la caja de cambios. Owen lo usó para meter la marcha. Seguía sonriendo. La luz intensa que entraba por el parabrisas del vehículo le permitió a Henry ver que su acompañante tenía debajo de cada ojo una hebra anaranjada de byrus, como rímel. En los párpados había más.
—Aquí hay demasiada luz —dijo Owen—. Vamos a rebajarlas un poco.
Describió un círculo con el Sno-Cat, con una suavidad tan sorprendente que les pareció ir en lancha motora. Henry volvió a apoyarse en el respaldo con la caja de los intermitentes en las rodillas. Pensó que, tal como estaba, no le molestaría no volver a caminar en cinco años.
Owen, que conducía en diagonal hacia una zanja entre paredes de nieve —que en eso se había convertido Swanny Pond Road—, le miró de reojo.
—Lo has conseguido —dijo—. Reconozco que tenía mis dudas, pero de puta madre, tío.
—Ya te lo había dicho —contestó Henry—: Sé motivar como nadie.
Y añadió en transmisión mental: «De todos modos, la mayoría se morirá».
«Da igual. Les has dado una oportunidad. Y ahora…»
Seguían oyéndose disparos, pero Henry solo se dio cuenta de que ellos eran el blanco cuando el techo de metal de la cabina desvió una bala. Otra, con un ruido seco, rebotó en una oruga del Sno-Cat, y Henry bajó la cabeza. ¡Como si sirviera de algo!
Owen, que conservaba la sonrisa, señaló a la derecha con una mano enguantada. Justo cuando Henry giraba la cabeza, otras dos balas mordieron la carrocería cuadrada del vehículo. Henry se encogió ambas veces, a diferencia de Owen, que ni se inmutó.
Henry vio un grupo de remolques, y delante una colonia de caravanas. Frente a la mayor, que a Henry le pareció una mansión sobre ruedas, había seis o siete hombres disparándole al Sno-Cat. A pesar de la distancia y el viento, y de que seguía nevando mucho, acertaban demasiado a menudo. Se les estaban sumando algunos hombres más, que en algunos casos solo iban medio vestidos. (Apareció corriendo por la nieve un chicarrón con unos pectorales dignos de un tebeo de superhéroes.) El del medio del grupo era alto y tenía el pelo gris; el de al lado, más fornido y pelirrojo. Henry vio que el más delgado de los dos levantaba el rifle y disparaba como si no hubiera apuntado. Oyó una especie de silbido, y notó que le pasaba justo por delante de la nariz algo peligroso que zumbaba.
Por increíble que pareciera, Owen se rio.
—El del pelo gris es Kurtz, que es el que manda. ¡Qué puntería tiene, el muy cabrón!
Varias balas más rebotaron en los neumáticos y el chasis del Sno-Cat. Henry notó la presencia en la cabina de otro objeto zumbante, y de repente se quedó callada la radio. Crecía la distancia entre ellos y los tiradores arracimados alrededor de la caravana mayor, pero no parecía servir de nada. Henry no veía diferencias: para él, todos tenían la misma puntería. En un momento u otro daría uno en el blanco… y, sin embargo, Owen ponía cara de contento. Henry sospechó que se había asociado con alguien todavía más suicida que él, y pensó: cuando se haya acabado todo esto podremos saltar juntos y cogidos de la mano.
—El pelirrojo es Freddy Johnson, y el resto son los chicos de Kurtz, los que en principio tenían que… ¡Ojo!
Otro silbido, otra abeja de acero (esta vez entre los dos), y de repente faltaba el botón del cambio de marchas. Owen estalló en carcajadas.
—¡Kurtz! —vociferó—. ¡Te apuesto lo que sea! ¡Ya hace tres años que debería estar en el retiro, pero sigue teniendo una puntería que te cagas! —Dio un puñetazo en la palanca de mando—. Bueno, ya está bien. Se acabó lo que se daba. Apágales la luz, guapetón.
—¿Eh?
Owen, sonriendo, señaló con el pulgar la caja de los intermitentes. Ahora a Henry las líneas de byrus que tenía debajo de los ojos le parecían pinturas de guerra.
—Que aprietes los botones. Apriétalos y baja las cortinas.
12
De repente (siempre era igual de repentino, igual de mágico) el mundo desapareció. Los alaridos del viento, los copos como proyectiles, el ulular de la sirena, la vibración de la alarma… Todo borrado. Kurtz perdió conciencia de tener al lado a Freddy Johnson, y al resto de los de Imperial Valley congregándose. Se concentró con exclusividad en el Sno-Cat que se alejaba, y en el asiento izquierdo vio a Owen Underhill; le vio a través de la cabina de acero, como si de repente la visión de rayos equis de Superman se le hubiera transferido a él, Abe Kurtz. La distancia era exagerada, pero daba igual. Su siguiente disparo se metería directamente en la nuca del traidor de Owen Underhill. Levantó el fusil, apuntó…
Dos explosiones rasgaron la noche, una de ellas lo bastante cercana para que Kurtz y sus hombres recibieran el impacto de la onda expansiva. Salió volando un remolque donde ponía INTEL INSIDE, dio un vuelco y cayó sobre la tienda donde estaba la cocina.
—¡Hostia! —exclamó uno de los hombres.
No se apagaron todas las luces, porque media hora era poco y Owen solo había tenido tiempo de instalar cargas en dos generadores (murmurando en todo momento «Banbury Cross, Banbury Cross»), pero de repente el Sno-Cat fugitivo desapareció en las fauces de una oscuridad salpicada de llamas, y Kurtz dejó caer el rifle en la nieve sin apretar el gatillo.
—La cagamos —dijo sin entonación—. Alto el fuego. He dicho que alto el fuego, mamonazos. Ni un tiro más. Adentro. Todos menos Freddy. Juntad las manos y rezadle a Dios Todopoderoso para que nos saque de este berenjenal. Freddy, ven. ¡Camina, hombre!
Los otros, casi una docena, subieron en orden por la escalerilla de la caravana grande, entre miradas inquietas a los generadores ardiendo y la tienda en llamas de los cocineros. (Ya empezaba a comunicarse el incendio a la enfermería. Después le tocaría al depósito de cadáveres.) Se habían apagado la mitad de los focos del recinto.
Kurtz le pasó a Freddy Johnson un brazo por la espalda y le hizo dar veinte pasos bajo la nevada. El viento arrastraba cortinas de copos con misterioso aspecto de vapor. Justo encima de los dos ardía a plena llama lo que quedaba de la tienda de Gosselin. Ya se había incendiado el establo, con las cuencas vacías de sus puertas destrozadas.
—Freddy, ¿tú amas a Jesús? Dime la verdad.
Freddy ya se lo sabía de otras veces. Era un mantra. El jefe estaba despejándose las ideas.
—Sí, jefe, le amo.
—¿Me lo juras? —La mirada de Kurtz era penetrante. Seguro que miraba a través de Freddy. Debía de hacer planes, suponiendo que los seres intuitivos hicieran planes—. Ten presente que te expones a la condena eterna.
—Se lo juro.
—Y le amas mucho, ¿no?
—Mucho, jefe.
—¿Más que al grupo? ¿Más que a entrar a saco? —Una pausa—. ¿Más que a mí?
Convenía no equivocarse de respuesta, porque se la jugaba. Suerte que no eran preguntas difíciles.
—No, jefe.
—Freddy, ¿ya se te ha pasado la telepatía?
—Algo he notado, aunque no sé si era telepatía. Como unas voces en la cabeza…
Kurtz hacía gestos de aquiescencia. Una serie de llamas anaranjadas, del mismo color que el hongo de Ripley, perforaron el tejado del establo.
—… pero ahora ya no.
—¿Y a los demás del grupo?
—¿Se refiere a Imperial Valley?
Freddy señaló la caravana con un gesto de la cabeza.
—No, a los bomberos, si te parece. ¡Pues claro!
—Están todos limpios, jefe.
—Me alegro… y no me alegro. Freddy, nos hacen falta un par de infectados. Digo «nos» refiriéndome a ti y a mí. Quiero gente que esté de aquello rojo hasta el culo. ¿Me entiendes?
—Sí.
En cambio, no entendía por qué, pero de momento no importaba. Se notaba, se veía, que Kurtz empezaba a dominar la situación, motivo de alivio para Freddy. Kurtz se lo explicaría cuando fuera el momento. Miró con inquietud la tienda en llamas, el establo en llamas, las cocinas en llamas… Era un desbarajuste.
Pero no, porque Kurtz estaba dominando la situación.
—La culpa de casi todo lo ocurrido la tiene la puta telepatía —reflexionó en voz alta Kurtz—, pero no de desencadenarlo. Pongo a Dios por testigo de que esa cabronada ha sido humana. Freddy, ¿quién traicionó a Jesús? ¿Quién le dio el beso?
Freddy había leído la Biblia, más que nada por habérsela dado Kurtz.
—Judas Iscariote, jefe.
Kurtz asentía con movimientos rápidos. Su mirada se posaba por doquier, levantando acta de las destrucciones y calculando las medidas a tomar, que quedarían gravemente limitadas por la tormenta.
—Exacto, chavalín. A Jesús le traicionó Judas, y a nosotros Owen Philip Underhill. Judas recibió treinta monedas de plata. ¿Verdad que no es gran cosa?
—No, jefe.
Freddy había contestado dando a Kurtz parcialmente la espalda, debido a que acababa de explotar algo en el economato. Una mano de acero le cogió por el hombro y le obligó a recuperar su posición anterior. Los ojos de Kurtz estaban muy abiertos, y quemaban. Sus pestañas blancas hacían que parecieran ojos de fantasma.
—Mírame cuando te hablo —dijo Kurtz—. Cuando te diga algo, escúchame. —Se llevó la otra mano a la culata de la pistola de nueve milímetros—. Si no, te reviento las tripas aquí mismo. He tenido mala noche, o sea, hijo de perra, que no me la empeores, ¿vale? ¿Captas de qué voy?
Johnson estaba dotado de gran coraje físico, pero notó que algo se le retorcía en el estómago, como si quisiera escapar.
—Sí, jefe. Perdone.
—Perdonado. Hay que hacer como Dios: perdonar. No sé cuántas monedas de plata le habrán dado a Owen, pero te digo una cosa: le vamos a coger, le vamos a abrir bien el culo y le vamos a hacer una preciosidad de ojete nuevo. ¿Cuento contigo?
—Sí. —Freddy se moría de ganas de encontrar a la persona que había desbaratado el orden de su mundo, y machacarle—. ¿Usted de cuánto cree que es responsable, jefe?
—De bastante para cepillármelo —dijo Kurtz con serenidad—. Mira, Freddy, tengo la sensación de que esta vez me hundo…
—No, jefe.
—… pero no pienso hundirme solo.
Kurtz mantuvo el brazo en la espalda de su nuevo lugarteniente y empezó a llevarle de regreso a la caravana. Los generadores incendiados se habían convertido en tocones de fuego casi consumidos. El culpable era Underhill, uno de los chicos de Kurtz. A Freddy seguía costándole aceptarlo, pero empezaba a caldearse. ¿Cuántas monedas de plata, Owen? ¿Cuántas te han dado, traidor?
Kurtz se quedó con el pie en la escalerilla.
—Freddy, ¿a quién quieres poner a las órdenes de una misión de búsqueda y destrucción?
—A Gallagher, jefe.
—¿Kate?
—Exacto.
—¿Es caníbal, Freddy? Porque tenemos que poner al mando a un caníbal.
—Se los come crudos con patatas, jefe.
—Bien —dijo Kurtz—. Porque esto va a ser sucio. Necesito dos casos de Ripley. Al resto… como animales, Freddy. Ahora Imperial Valley es una misión de búsqueda y destrucción. Gallagher y el resto cazarán al máximo que puedan, tanto soldados como civiles. Desde ahora hasta mañana a mediodía, será hora de comer; después, cada uno a la suya. Menos nosotros, Freddy. —La luz de las llamas pintaba de byrus la cara de Kurtz, poniéndole ojos de comadreja—. Vamos a cazar a Owen Underhill y enseñarle a amar al Señor.
A pesar de la capa de nieve dura y resbaladiza, Kurtz subió por los escalones de la caravana con agilidad de cabra montés, seguido por Freddy Johnson.
13
El Sno-Cat bajaba tan deprisa hacia Swanny Pond Road que Henry se mareó. Después viraron hacia el sur. Manejando el embrague y la palanca, Owen fue cambiando de marchas hasta meter la más alta. Con tantas galaxias de nieve rompiéndose en el parabrisas, Henry tenía la impresión de estar viajando más o menos a la velocidad del sonido. Calculó que en realidad debían de ir a unos cincuenta por hora; bastante deprisa para alejarse del complejo de Gosselin, pero intuía que Jonesy les aventajaba mucho.
«¿Tenemos delante de nosotros la autopista? —preguntó Owen—. Sí, ¿verdad?»
«Sí, a unos seis kilómetros.»
«Cuando lleguemos, habrá que cambiar de medio de transporte.»
«De acuerdo, pero solo habrá heridos si es indispensable. Y de víctimas, cero.»
«Henry… No sé cómo explicártelo, pero esto no es un partido de baloncesto.»
«Ni heridos ni muertos. Al menos al cambiar de vehículo. O lo aceptas, o salto ahora mismo por la puerta.»
Owen le miró de reojo.
«Eres capaz. Pasando de los planes que tenga tu amigo para el mundo.»
«Mi amigo no tiene la culpa de nada de lo que está pasando. Le han secuestrado.»
«Bueno, vale, pues cambiaremos de medio de transporte procurando no hacerle daño a nadie. Y sin víctimas, como no seamos nosotros dos. ¿Adónde vamos?»
«A Derry.»
«¿Es adonde ha ido él? ¿El último extraterrestre?»
«Creo que sí. En todo caso, en Derry tengo un amigo que puede ayudarnos. Ve la línea.»
«¿Qué línea?»
—Da igual —dijo Henry, pensando: «Es complicado».
—¿Complicado en qué sentido?
«Te lo diré de camino. Si puedo.»
El Sno-Cat prosiguió rumbo a la autopista, precedido por el resplandor de los faros.
—Vuelve a decirme qué vamos a hacer —dijo Owen.
—Salvar el mundo.
—Y dime en qué nos convierte, que necesito oírlo.
—Nos convierte en héroes —dijo Henry.
A continuación reclinó la cabeza y cerró los ojos. Solo tardó unos segundos en dormirse.