1
La tienda de Gosselin es un horno. ¡Jo, qué calor hace! A Jonesy le suda la cara casi enseguida, y para cuando han llegado los cuatro al teléfono de pago (que, oh casualidad, está al lado de la estufa), le chorrean las mejillas y los sobacos como la selva después de una lluvia tropical. Aunque a decir verdad, con los catorce años que tiene, poca selva hay.
Vaya, que hace calor, y él aún está un poco dentro del sueño, que, a diferencia de las pesadillas normales, no se ha borrado. (Sigue percibiendo olor a gasolina y goma quemada, sigue viendo a Henry con el mocasín en la mano… y la cabeza, sigue viendo la cabeza cortada de Richie Grenadeau, tan truculenta.) Entonces lo empeora la telefonista poniéndose borde. Cuando Jonesy dicta el número de los Cavell, al que tienen costumbre de llamar para preguntar si pueden ir (Roberta y Alfie siempre les dan permiso, pero en casa les han enseñado a los cuatro que es de buena educación pedirlo), ella pregunta:
—¿Tus padres saben que haces una llamada de larga distancia?
No lo pronuncia con gangueo yanqui, sino con el acento ligeramente afrancesado de alguien crecido en aquella parte del país, donde hay más gente que se llame Letourneau y Bissonette que Smith o Jones. El padre de Pete los llama «rácanos franceses». Y ahora tiene a uno al teléfono. ¡Vaya por Dios!
—Mientras me pague yo las conferencias, me dan permiso —dice Jonesy.
Al final le ha tocado a él hacer la llamada. Era previsible. Se baja la cremallera de la chaqueta. Pero ¡qué calor! ¡Es para morirse! Jonesy no concibe que se pueda estar sentado tan cerca de la estufa como el grupo de vejetes. Él también está en el centro de una piña de amigos, y se entiende que quieran enterarse de las novedades, pero preferiría que se apartaran un poco. Tenerles tan cerca le da todavía más calor.
—Y si llamara yo a tu mère et père, mon fils, ¿dirían lo mismo?
—Sí —dice Jonesy. Le entra una gota de sudor en un ojo, y se la quita como si fuera una lágrima, porque escuece—. Mi padre está trabajando, pero mi madre debe de estar en casa. Nueve cuatro nueve, seis seis cinco ocho. Solo le pediría que se diera prisa, porque…
—Deja, deja, que ya hago la llamada que has pedido —contesta ella con voz de decepcionada.
Jonesy se quita la chaqueta mediante el procedimiento de cambiarse el teléfono de oreja, y la deja caer al suelo. Los otros todavía la llevan puesta. De hecho Beav ni siquiera se ha desabrochado su chaqueta de motorista. Jonesy alucina con que puedan soportarlo. Ahora, aparte del calor, empiezan a agobiarle los olores: judías, aceite limpiasuelos, café y salmuera del barril de encurtidos. Los olores de la tienda de Gosselin siempre le habían gustado, pero ahora le dan ganas de vomitar.
Oye los clics de la centralita. ¡Qué lentitud! Sus amigos le acorralan contra la pared del fondo donde está el teléfono. A dos o tres pasillos de distancia, Lamar mira fijamente el estante de los cereales y se toca la frente como si tuviera mucho dolor de cabeza. Jonesy piensa que, con la de cerveza que se tomó antes de acostarse, sería lo más normal. A él también le está empezando una migraña, pero no tiene nada que ver con la cerveza. ¡Puñeta, es que hace tanto cal…!
—Ya suena —les dice a sus amigos.
Pero se arrepiente de haber abierto la boca, porque ahora se apretujan todavía más. Pete tiene un aliento de cagarse. Jonesy piensa: ¿qué, Petesky, te los lavas una vez al año, aunque estén limpios?
Cogen el teléfono a la tercera señal.
—¿Diga?
Es Roberta, pero con voz de agobio en sustitución de su habitual buen humor. El motivo es evidente, porque en segundo plano se oye berrear a Duddits. Jonesy sabe que a Alfie y Roberta el llanto de Duds no les afecta de la misma manera que a él y sus amigos, porque son adultos, pero también son sus padres, y algo notan. Duda que la señora Cavell esté pasando una mañana muy agradable.
Pero bueno, ¿cómo puede hacer tanto calor? ¿Qué coño han metido en la estufa? ¿Plutonio?
—¡Diga! ¡Diga!
Otra anomalía en el tono de la señora Cavell: la impaciencia. Les ha explicado más de una vez que si algo se aprende siendo la madre de una persona especial, como Duddits, es a ser paciente. Pues bien, parece que ha empezado el día con una excepción, porque, aunque parezca inconcebible, pone voz casi de cabreo.
—Si quiere venderme algo, no tengo tiempo. Ahora mismo estoy muy ocupada, y…
Duddits, al fondo, llora a pleno pulmón, y piensa Jonesy: sí que estás ocupada, sí. Está así desde que se ha hecho de día, o sea, que debes de estar de un desquicio que no te cuento.
Henry le clava un codo en las costillas y le hace gestos con la mano (¡venga, date prisa!); el codazo duele pero se agradece. Como le cuelgue la señora Cavell, Jonesy tendrá que volver a hablar con la bruja de la telefonista.
—Señora Cavell… Roberta, soy Jonesy.
—¿Jonesy? —Percibe la profundidad de su alivio. Roberta tenía tantas ganas de que llamaran los amigos de Duddie, que tiene miedo de que sean imaginaciones suyas—. ¿Eres tú? ¿De verdad?
—Sí —dice él—, yo y los demás.
Les acerca el auricular.
—Hola, señora Cavell —dice Henry.
—¿Qué tal?
Ha sido la contribución de Pete.
—Hola, guapa —dice Beaver con sonrisa de lelo.
Desde que conocieron a la señora Cavell, está más o menos enamorado de ella.
Al oír la voz de su hijo, Lamar Clarendon echa un vistazo al grupo. Después reanuda su contemplación de los Cheerios y el resto de las marcas. «Pues adelante —le ha dicho a Beav al enterarse de que querían llamar a Duddits—. No sé para qué quieres hablar con ese cabeza de merengue, pero bueno, allá cada cual con su dinero.»
Cuando Jonesy vuelve a ponerse el auricular en la oreja, la señora Cavell está diciendo:
—¿… vuelto a Derry? Creía que estabais cazando en Kineo, o no sé dónde.
—Estamos, estamos —dice Jonesy. Mira a sus amigos, y le asombra que casi no suden; un poco de brillo en la frente de Henry, algunas gotitas en el labio superior de Pete, pero nada más. Alucinante—. Pero es que… mmm… nos ha parecido que teníamos que llamar.
—O sea, que ya lo sabéis.
El tono, sin ser seco, no es de interrogación.
—Pues… —Jonesy se abomba la camisa de franela para que entre aire—. Sí.
En un momento así, la mayoría de la gente tendría mil preguntas, empezando probablemente por «¿Cómo os habéis enterado?» o «¿Y se puede saber qué le pasa?», pero Roberta no pertenece a ninguna mayoría, y ya ha dispuesto de casi un mes para observar la relación que tienen con su hijo. Dice lo siguiente:
—Espera, Jonesy, que le aviso.
Jonesy espera, mientras sigue oyendo a Duddits muy al fondo, y a Roberta diciéndole algo en voz más baja, marrullerías para que se acerque al teléfono. Emplea palabras mágicas de introducción reciente en el domicilio de los Cavell: «Jonesy, Beaver, Pete, Henry». Los berreos se aproximan, y Jonesy nota que hasta por teléfono se le clavan en la cabeza como un cuchillo mal afilado que no corta, sino que hace estropicios. Ay. Comparado con el llanto de Duddits, el codazo de Henry parece una caricia. Entretanto, le baja por el cuello una catarata de sudor selvático. Concentra la mirada en los dos letreros que hay encima del teléfono. En uno pone: POR FAVOR, LIMITEN LAS LLAMADAS A 5 MIN. En el otro, PROIBIDO DEZIR PALABROTAS. Debajo alguien ha grabado PORQUE LO DIGAS TÚ, CABRÓN. A continuación se pone Duddits, y a Jonesy se le meten los berridos directamente en la oreja. Hace una mueca de dolor, pero con Duddits es imposible enfadarse. Ellos están juntos y son cuatro. Él se ha quedado en Derry; solo es uno, y qué uno más peculiar. Dios, al mismo tiempo, le ha hecho daño y le ha impartido un don. Solo de pensarlo, a Jonesy le da vértigo.
—Duddits —dice—; Duddits, que somos nosotros. Jonesy…
Le pasa el auricular a Henry.
—Hola, Duddits, soy Henry…
Henry se lo pasa a Pete.
—Hola, Duds, soy Pete; no llores, que no pasa nada.
Pete le pasa el auricular a Beaver, que mira alrededor y estira el cable lo más lejos que puede. Después cubre el auricular con una mano para que no le oigan los viejos de la estufa (además de su padre, por supuesto) y entona los primeros dos versos de la nana. Después se queda callado, escuchando. Pasado un rato les enseña a los demás un círculo con el pulgar y el índice. Por último, le devuelve a Henry el auricular.
—¿Duds? Vuelvo a ser Henry. Solo ha sido un sueño, Duddits. No era verdad. No era verdad y ya ha pasado. Solo…
Henry escucha, y Jonesy aprovecha para quitarse la camisa. La camiseta de debajo está empapada.
Jonesy ignora miles de millones de cosas (empezando por la naturaleza del vínculo con Duddits que tienen él y sus amigos), pero sabe que no puede quedarse mucho más tiempo en la tienda. Tiene la sensación de estar dentro de la estufa, no fuera y mirándola. Los carcamales de alrededor del tablero de ajedrez deben de tener hielo en los huesos.
Henry asiente con la cabeza.
—Exacto, como en una película de miedo. —Escucha con el entrecejo fruncido—. No, ni tú ni nosotros. No le hemos hecho nada. A los demás tampoco les hemos hecho daño.
Y de repente Jonesy sabe que es mentira. No se puede decir que haya sido voluntario, pero el caso es que les han hecho daño. Como tenían miedo de que Richie cumpliera su amenaza… se lo han cargado antes que él a ellos.
Pete tiene la mano levantada, y Henry dice:
—Dud, que Pete quiere hablar contigo.
Le pasa el auricular a Pete, quien le dice a Duddits que tranqui, que no piense más en el tema, que volverán en pocos días y jugarán a lo de siempre; que se divertirán, que se lo pasarán de la hostia, pero que mientras tanto…
Jonesy mira hacia arriba y ve que ha cambiado uno de los letreros. En el de la izquierda sigue poniendo POR FAVOR, LIMITEN LAS LLAMADAS A 5 MIN., pero ahora en el de la derecha se lee: ¿Y SI SALES, QUE ESTARÁS MÁS FRESCO? Buena idea, sí señor. De hecho no hay ninguna razón para quedarse, porque se nota que lo de Duddits está controlado.
No tiene tiempo de dar el primer paso, porque Pete le tiende el teléfono y le dice:
—Quiere hablar contigo, Jonesy.
Jonesy está a punto de pasar de todo y marcharse, pensando que a Duddits que le zurzan, y a los demás también, pero son sus amigos, juntos se han visto atrapados en la misma pesadilla y han hecho algo sin querer
(mentiroso, mentiroso de mierda, qué va a haber sido sin querer)
y le retienen los ojos de los tres a pesar del calor, que ahora se le ha pegado al torso con una venda sofocante. Los seis ojos insisten en que es algo que le atañe, y que no puede marcharse mientras esté al teléfono Duddits. Así no se juega.
«El sueño es de los cinco, y todavía no ha acabado —insisten los ojos de los tres, sobre todo los de Henry—. Empezó el mismo día de encontrarle detrás de Tracker Hermanos de rodillas y medio desnudo. Él ve la línea, y ahora nosotros también. Quizá la percibamos de maneras diferentes, pero una parte de nosotros siempre verá la línea. La veremos hasta que nos muramos.»
En los seis ojos también hay algo más, algo que les obsesionará toda la vida sin darse ellos cuenta, y que proyectará su sombra hasta en sus días de mayor felicidad. El miedo a lo que han hecho. A lo que han hecho en la parte del sueño compartido de la que no se acuerdan.
Es lo que retiene a Jonesy, lo que le hace ponerse al teléfono a pesar de estar asándose, quemándose, derritiéndose, coño.
—Duddits —dice. Se le nota el calor hasta en la voz—. Que no pasa nada, en serio. Oye, vuelvo a ponerte con Henry, porque aquí dentro hace mucho calor y tengo que salir a respirar…
Duddits le interrumpe con un tono lleno de fuerza y urgencia.
—¡No zaga! ¡Yonci, no zaga! ¡Gue! ¡Gue! ¡E zeñó Gue!
Siempre han entendido su balbuceo, desde el primer momento, y ahora Jonesy también lo entiende: «¡No salgas! ¡Jonesy, no salgas! ¡Gray! ¡Gray! ¡El señor Gray!».
Jonesy se queda boquiabierto. Mira al otro lado de la asfixiante estufa, por el pasillo donde el padre de Beaver, con su resaca a cuestas, se dedica a examinar con languidez las latas de judías. No mira al señor Gosselin, que está delante de su caja registradora del año de Maricastaña, sino más lejos, por la ventana. Tiene el cristal sucio y lleno de pegatinas anunciando de todo, desde cigarrillos Winston y marcas de cerveza a cenas parroquiales y picnics del 4 de Julio de cuando aún era presidente el cultivador de cacahuetes… pero queda bastante cristal para ver la cosa que le espera fuera. Es la que se le puso detrás cuando intentaba mantener cerrada la puerta del lavabo, la que le ha robado el cuerpo. Desnuda, gris, sin dedos en los pies, le mira con ojos negros desde el surtidor de gasolina. Y Jonesy piensa: «En realidad no son así, pero es la única manera de que podamos verlos».
Parece que el señor Gray quiera subrayar sus palabras, porque levanta una mano y vuelve a bajarla. Flotan hacia arriba unas cositas entre rojas y doradas que le cuelgan de las puntas de los tres dedos.
Byrus, piensa Jonesy.
Surte el mismo efecto que las palabras mágicas de los cuentos de hadas, porque se inmoviliza todo. La tienda de Gosselin se convierte en un cuadro. Después pierde color y pasa a ser una fotografía en tonos sepia. Sus amigos se vuelven transparentes, y Jonesy les ve disolverse. Solo quedan dos cosas que parezcan reales: el auricular negro y pesado del teléfono de monedas, y el calor. El calor asfixiante.
—¡Depieta! —le grita Duddits en la oreja. Jonesy oye una respiración larga y entrecortada, y la reconoce enseguida: es Duddits disponiéndose a hablar de la manera más clara que pueda—: ¡Yonci! ¡Yonci, despieta! ¡Despieta! ¡Des…!
2
«… pierta! ¡Despierta! ¡Jonesy, despierta!»
Jonesy levantó la cabeza, pero no vio nada. Le tapaba los ojos el pelo, pesado y empapado de sudor. Lo apartó con la esperanza de encontrar su propio dormitorio (o el de Hole in the Wall o el de su casa de Brookline, preferiblemente el segundo), pero no tuvo tanta suerte. Seguía en el despacho de Tracker Hermanos. Se había dormido en la mesa, y había soñado con la llamada a Duddits. Desde la llamada habían pasado muchos años, pero era real, no como el calor soporífero. En la tienda de Gosselin, que era un avaro, siempre había hecho más frío que calor. Jonesy había soñado con calor porque en el despacho hacía mucho. ¡Qué temperatura! Debía de rondar los cuarenta grados.
Se ha estropeado la calefacción, pensó, y se levantó. A menos que se haya incendiado el edificio. En los dos casos, o salgo o me achicharro.
Rodeó el escritorio casi sin darse cuenta de que el mueble había cambiado, ni de que yendo deprisa hacia la puerta algo le rozó la coronilla. Justo cuando tenía el pomo en una mano y el pestillo en la otra, se acordó de Duddits diciéndole en el sueño que no saliera, que fuera le estaba esperando el señor Gray.
Y era verdad. Justo detrás de aquella puerta. Esperando en el almacén de recuerdos, donde ahora gozaba de libre acceso.
Jonesy aplicó la mano abierta a la superficie de madera, sin dar importancia a que hubiera vuelto a caérsele el pelo en los ojos.
—Señor Gray —susurró—. ¿Está fuera? Sí, ¿verdad?
Silencio, pero seguro que estaba. Ladeando la bola pelona que le servía de cabeza, y con los ojos negros como canicas fijos en el pomo, esperando que girara. Esperando la irrupción de Jonesy. ¿Y después?
Adiós, pensamientos humanos latosos. Adiós, emociones humanas que no dejaban concentrarse.
Adiós, Jonesy.
—¿Qué intenta, señor Gray? ¿Sacarme con humo?
Esta vez tampoco hubo respuesta, ni la necesitaba Jonesy. El señor Gray, a fin de cuentas, debía de tener acceso a todos los controles, incluidos los de la temperatura. ¿Cuánto los había subido? Jonesy no lo sabía, pero estaba seguro de que seguían subiendo. La opresión del pecho cada vez era más asfixiante, hasta el punto de que le costaba respirar y sentía un martilleo en las sienes.
La ventana, pensó. ¿Y por la ventana?
Se giró hacia ella con renovada esperanza, dando la espalda a la puerta. Ahora la ventana estaba oscura (señal de que la tarde de octubre de 1978 no tenía nada de eterna), y la vía de acceso lateral a Tracker Hermanos había quedado sepultada por cortinas de nieve superpuestas. A Jonesy la nieve nunca le había parecido tan tentadora, ni siquiera de niño. Se vio a sí mismo rompiendo el cristal como Errol Flynn en una película antigua de piratas; se vio saliendo a la nieve, arrojándose a ella, hundiendo la cara en su maravilloso frío blanco para aliviarse el ardor…
Sí, claro, y después las manos del señor Gray apretándole el cuello. Solo tenían tres dedos, pero serían dedos fuertes, capaces de matarle de asfixia en cuestión de segundos. Solo con que Jonesy abriera un resquicio en la ventana, solo con que quisiera ventilar un poco el despacho, tendría encima al señor Gray como un vampiro. El motivo: que aquella parte de Jonesylandia no era segura. Era territorio conquistado.
De la sartén al fuego, pensó. No hay manera de no cagarla.
—Sal —se decidió a decir el señor Gray al otro lado de la puerta, y añadió con la propia voz de Jonesy—: Seré rápido. ¡No querrás achicharrarte dentro!
De repente Jonesy vio que el escritorio, mueble que ni siquiera figuraba en la primera versión del despacho, estaba delante de la ventana. Antes de quedarse dormido era una simple mesa de madera, de las de oferta en las tiendas de muebles de oficina. En un momento dado, que no recordaba con exactitud, se había dotado de un teléfono, un modelo negro puramente utilitario y sin veleidades decorativas, como la propia mesa.
Vio que ahora el escritorio era de roble y con tapa corrediza, idéntico al de su estudio de Brookline, mientras que el teléfono era un Trimline azul como el de su despacho de Emerson. Al pasarse la mano por la frente, mojándosela con un sudor caliente como pipí, descubrió qué le había rozado la coronilla.
Era el atrapasueños.
El de Hole in the Wall.
—¡Coño! —susurró—. ¡Pero si me estoy decorando el despacho!
Pues claro. ¿Por qué no, si hasta los presos del corredor de la muerte se decoraban la celda? Si estando dormido era capaz de incorporar un escritorio, un atrapasueños y un teléfono Trimline, quizá…
Cerró los ojos y se concentró, intentando evocar una imagen de su estudio de Brookline. Al principio le costaba, porque le importunó una pregunta: ¿cómo podía seguir teniendo a mano sus recuerdos si estaban fuera? Se dio cuenta de que la respuesta debía de ser muy fácil. Seguía teniendo los recuerdos donde siempre, en la cabeza. Las cajas del almacén eran lo que habría llamado Henry una externalización, su manera de visualizar todo lo que le era accesible al señor Gray.
No importa, pensó. Tú atento a lo que hay que hacer. El estudio de Brookline. Tienes que ver el estudio de Brookline.
—¿Qué haces? —quiso saber el señor Gray, con una voz que había perdido la seguridad melosa de antes—. ¿Qué leches haces?
Oyendo la expresión, Jonesy no pudo reprimir una sonrisita, pero se aferró a la imagen; no la del estudio en general, sino de una pared… la de la puerta del aseo… sí, ya lo veía. El termostato. ¿Ahora qué tenía que decir? ¿Había alguna palabra mágica?
Pues sí.
Jonesy, con los ojos cerrados y un rastro de sonrisa en la cara chorreante de sudor, susurró:
—Duddits.
Abrió los ojos y miró la pared, una pared como cualquier otra, sucia de polvo.
Estaba el termostato.
3
—¡Para! —exclamó el señor Gray. Jonesy, que estaba cruzando el despacho, quedó sorprendido por la familiaridad de la voz. Era como oír grabado en una cinta uno de sus frecuentes berrinches (muchos de los cuales nacían de ver patas arriba el cuarto de los niños)—. ¡Ni un paso más! ¡Que no se te ocurra seguir!
—Tócame los perendengues —replicó Jonesy con una sonrisa burlona. ¡Qué ganas habrían tenido sus hijos de contestar así a los rollos de papá! ¡Seguro que mil veces! Después tuvo una idea que le dio repelús. En el caso poco probable de que volviera a ver por dentro su dúplex de Brookline, sería a través de unos ojos que ahora pertenecían al señor Gray. La mejilla que besaran sus hijos (con Misha diciendo «¡Ay, papá, que rasca!») sería del señor Gray, al igual que los labios que besara Carla. Y en la cama, cuando ella le cogiera y le guiara a su interior…
Jonesy tuvo escalofríos, pero acercó la mano al termostato… y vio que casi estaba graduado en cincuenta. Debía de ser el único modelo del mundo que podía subir hasta tanto. Le imprimió medio giro a la izquierda sin saber qué ocurriría, y se llevó la agradable sorpresa de notar una corriente de aire fresco en las mejillas y la frente. Entonces, aliviado, volvió un poco la cabeza para recibir la brisa más de lleno, y vio que en otra pared había una rejilla de aire acondicionado.
—¿Cómo lo haces? —se desesperó el señor Gray al otro lado de la puerta—. ¿Cómo puede ser que tu cuerpo no incorpore el byrus? ¿Cómo es posible que resistas?
Jonesy rio a carcajada limpia. Imposible retenerlas.
—Me alegro de que te haga tanta gracia —dijo el señor Gray. Ahora su voz era de gran frialdad, como la de Jonesy en su ultimátum a Carla: o rehabilitación o divorcio. Tú misma, cielo—. Aunque te aviso que sé hacer algo más que subir la calefacción. Puedo quemarte, o hacer que tú mismo te dejes ciego.
Jonesy se acordó del bolígrafo en el ojo de Andy Janas, del ruido repugnante que había hecho el globo al reventar, y se estremeció. Sin embargo, sabía reconocer un farol. Eres el último, pensó, y yo tu sistema de reparto. No eres tan tonto como para estropear demasiado la maquinaria, al menos antes de haber acabado tu misión.
Caminó lentamente hacia la puerta, diciéndose que había que tener cuidado.
—¿Señor Gray? —dijo en voz baja.
Silencio.
—Una pregunta, señor Gray. Ahora, cuando es usted mismo, ¿qué aspecto tiene? ¿Un poco menos gris y más rosado? ¿Con un par de dedos más en las manos? ¿Con pelusilla en la cabeza? ¿Empiezan a salirle dedos en los pies, y un par de huevecitos entre las piernas?
Silencio.
—¿Empieza a parecerse a mí, señor Gray? ¿Y a pensar como yo? ¿A que no le gusta? ¿O sí?
Ante la falta de respuesta, Jonesy comprendió que el señor Gray se había marchado. Entonces dio media vuelta y corrió hacia la ventana, reparando en nuevos cambios: en una pared un grabado de Currier e Ives, y en otra uno de Van Gogh (regalo de navidad de Henry). Jonesy no se detuvo en ellos. Quería saber a qué se dedicaba el señor Gray, en qué volcaba su atención.
4
Para empezar había cambiado el interior de la camioneta. Ahora, en contraste con el verde soso del vehículo gubernamental de Andy Janas (con documentos y formularios en el sujetapapeles del lado del copiloto, y una radio debajo del salpicadero), estaba en un Dodge dotado de todos los lujos, con asientos de terciopelo gris y casi tantos controles como en un avión. La tapa de la guantera tenía un adhesivo con una declaración de amor a la raza border collie. El perro que la representaba seguía presente, durmiendo al pie del asiento del copiloto con la cola enrollada. Se trataba de un macho de nombre Lad. Jonesy notó que el nombre y la suerte del dueño de Lad le eran accesibles, pero ¿para qué los quería? La camioneta militar de Janas se había quedado volcada en un lugar indeterminado al norte de su presente localización, y seguro que el conductor de la de ahora yacía en las proximidades. Jonesy no entendía que se hubiera salvado el perro.
Hasta que Lad levantó la cola y se tiró un pedo.
5
Descubrió que, si miraba por la ventana del despacho de Tracker Hermanos y se concentraba, podía ver con sus propios ojos. Nevaba más que nunca, pero el Dodge tenía tracción en las cuatro ruedas, al igual que su antecesor, y no encontraba grandes obstáculos. Por encima de la carretera, y en sentido contrario (yendo, pues, en dirección al norte con respecto a Jefferson Tract), circulaba una cadena de faros: camiones del ejército. En un momento dado surgió de la nieve un letrero iluminado (letras blancas sobre fondo verde): PRÓXIMAS 5 SALIDAS DERRY.
Habían estado trabajando los quitanieves municipales, y a pesar de que prácticamente no había tráfico (a aquellas horas era normal que hubiera poco, con o sin nieve), la autopista estaba en condiciones aceptables. El señor Gray incrementó la velocidad hasta sesenta y cinco kilómetros por hora, y después de tres salidas que Jonesy, de niño, había visto mil veces (KANSAS STREET, AEROPUERTO, UPMILE HILL / STRAWFORD PARK), la redujo.
Jonesy, de repente, tuvo la sensación de que lo entendía todo.
Miró las cajas que había metido en el despacho, casi todas con el rótulo de DUDDITS menos las pocas donde ponía DERRY, y que se había llevado en el último momento. El señor Gray creía conservar los recuerdos que le hacían falta, pero, si iban a donde creía Jonesy (y de hecho parecía lo más lógico), le esperaba una sorpresa. Jonesy no sabía si alegrarse o tener miedo. Notó que le pasaban las dos cosas.
Ya estaban a la altura de un letrero verde donde ponía SALIDA 25, WITCHAM STREET. Su mano activó el intermitente de la camioneta.
A llegar al final del acceso giró a la izquierda por Witcham, y, cuando faltaba poco para haber recorrido un kilómetro, se metió por Carter Street a mano derecha. Carter Street, que en aquel tramo era muy empinada, volvía hacia Upmile Hill y Kansas Street por el lado opuesto de lo que había sido sierra, zona de bosques y asentamiento de una próspera aldea de indios micmac. Hacía varias horas que no pasaba ningún quitanieves, pero la tracción integral superó el reto. La camioneta sorteaba montones de nieve tanto a izquierda como a derecha, coches cuyos dueños, contraviniendo las ordenanzas municipales para casos de nevada fuerte, habían aparcado en la calle.
Al llegar a media cuesta, el señor Gray volvió a meterse por otra calle. Era más estrecha y se llamaba Carter Lookout. La camioneta derrapó y dio unos cuantos bandazos con la parte trasera. Lad levantó la cabeza, gimió y, al poco rato, volvió a apoyar el morro en la alfombrilla, mientras los neumáticos recuperaban su agarre en la nieve e impulsaban al vehículo por el resto de la subida.
Jonesy, fascinado, seguía mirando por la ventana de su observatorio, en espera del momento en que el señor Gray descubriera… lo que había que descubrir.
Cuando la camioneta llegó a la cumbre y sus luces largas no alumbraron nada aparte de copos de nieve, el señor Gray tardó un poco en dar señas de contrariedad. Tenía tanta confianza que se otorgó unos segundos de margen. Sí, seguro que en pocos segundos divisaría la torre blanca que presidía el descenso hacia Kansas Street, la de las ventanas formando una espiral ascendente. Unos segundos más y…
Pero ya no quedaban más segundos. Metro a metro, la camioneta había llegado al punto más elevado de la colina. Era donde Carter Lookout, junto con tres o cuatro calles parecidas, moría en una explanada circular. Habían llegado a la cota más alta de Derry, su principal atalaya. El viento soplaba como alma en pena, sin bajar de los ochenta kilómetros por hora y con rachas de ciento diez y hasta ciento treinta. Las luces largas del vehículo iluminaban copos de trayectoria horizontal, como bandadas de cuchillos.
El señor Gray no se movía. Las manos de Jonesy resbalaron del volante y cayeron en su regazo como dos pájaros recién abatidos. Al fin murmuró:
—¿Dónde está?
Su mano izquierda se elevó, manipuló el tirador de la puerta y consiguió abrirla. Primero sacó una pierna, y a continuación, como el viento le arrancaba la puerta de las manos, cayó de rodillas en la nieve. Volvió a levantarse y caminó encogido hasta el morro de la camioneta, con la chaqueta y los vaqueros chasqueando como velas de barco en un temporal. Con tanto viento, la sensación de frío era de bajo cero (en el despacho de Tracker Hermanos la temperatura pasó en pocos segundos de fresca a fría), pero a la nube rojinegra que ocupaba casi todo el cerebro de Jonesy y conducía su cuerpo le daba igual.
—¿Dónde está? —chilló el señor Gray con el vendaval de cara—. ¿Dónde coño está la torre?
Jonesy no tuvo necesidad de gritar, puesto que a pesar de la tormenta el señor Gray le habría oído el mínimo susurro.
—Ja, ja, señor Gray —dijo—. Me muero de risa. Se ve que le han tomado el pelo. La torre-depósito no está desde 1985.
6
Jonesy pensó que si el señor Gray se hubiera quedado quieto habría protagonizado una auténtica rabieta de párvulo, con revolcón y pataleo incluidos. A pesar de sus tentativas de resistencia, el señor Gray se había emborrachado con la química emocional de Jonesy, y ahora le costaba tanto resistir a la tentación como a un alcohólico que tuviera la llave del bar.
Al final no sufrió ningún ataque, sino que impulsó el cuerpo de Jonesy por el descampado hacia el pedestal de piedra que estaba donde había esperado encontrar el depósito de agua potable de la población, con capacidad para dos mil setecientos litros. Se cayó en la nieve, volvió a levantarse como pudo, cojeó apoyándose en la cadera mala de Jonesy, volvió a caerse, a levantarse… y ni un solo momento interrumpió la letanía de insultos infantiles que, procedentes de Beaver, dirigía al vendaval: hostias en vinagre, tócame los perendengues, jódete y baila, chúpame el rabo, hazte una paja y me lo cuentas… En boca de Beaver (o de Henry, o de Pete) siempre habían tenido gracia. En aquella colina despoblada, gritados con el viento de cara por aquel monstruo medio cojo con aspecto de ser humano, ni por asomo.
El ser o cosa que era el señor Gray acabó llegando al pedestal, que se veía con bastante claridad gracias a las luces de la camioneta. Su altura venía a ser la de un niño, más o menos un metro cincuenta, y estaba construido con la misma piedra sencilla de tantos muros de Nueva Inglaterra. Encima había dos esculturas de bronce, un niño y una niña con las manos enlazadas y la cabeza inclinada como si rezaran o estuvieran tristes.
Casi estaba tapado por la nieve, pero aún se veía la parte superior de la placa atornillada al frente. El señor Gray se apoyó en las rodillas de Jonesy, escarbó nieve y leyó lo siguiente:
A LAS VÍCTIMAS DE LA TORMENTA
31 DE MAYO DE 1985
Y A LOS NIÑOS
A TODOS LOS NIÑOS
CON EL CARIÑO DE BILL, BEN, BEV, EDDIE, RICHIE,
STAN Y MIKE
EL CLUB DE LOS PERDEDORES
Encima habían escrito algo con spray rojo y mala letra. El mensaje también se leía perfectamente a la luz de los faros:
7
El señor Gray permaneció casi cinco minutos de rodillas leyendo la placa, sin importarle que se estuvieran durmiendo las extremidades de Jonesy. (¿Por qué iba a importarle? En el fondo Jonesy era como un coche de alquiler, que se conduce sin ningún miramiento, tirando al suelo las colillas.) Intentaba encontrarle algún sentido. ¿Tormenta? ¿Niños? ¿Perdedores? ¿Quién, o qué, era Pennywise? Y lo más importante: ¿dónde estaba la torre-depósito que localizaban los recuerdos de Jonesy en aquella elevación?
Se decidió a levantarse, regresó a la camioneta, entró y subió la calefacción. Con el chorro de aire caliente, el cuerpo de Jonesy empezó a temblar. Tardó muy poco en volver a estar delante de la puerta cerrada del despacho pidiendo explicaciones.
—¿Por qué me lo pregunta con tan mal tono? —preguntó Jonesy con afabilidad, aunque sonreía. ¿Lo notaría el señor Gray?—. ¿Qué esperaba, que le ayudase? ¡Por favor! No conozco los detalles, pero tengo bastante claro el plan general: veinte años y todo el planeta será como una bola roja. Es eso, ¿no? Ya no habrá agujero en la capa de ozono, pero tampoco habrá gente.
—¡Conmigo no te hagas el listo! ¡Ni te atrevas!
Jonesy reprimió la tentación de seguir excitando al señor Gray y provocarle otra rabieta. Consideraba que ningún enfado le daría a su huésped involuntario la capacidad de echar abajo la puerta que les separaba, pero ¿qué sentido tenía hacer la prueba? Además, estaba emocionalmente agotado, con los nervios de punta y un sabor a cobre quemado en la boca.
—¿Cómo es posible que no esté la torre? —El señor Gray apoyó una mano en el centro del volante, haciendo sonar la bocina. Lad, el perro de raza border collie, levantó la cabeza y miró nerviosamente al conductor con ojos grandes—. ¡A mí no me puedes mentir! ¡Tengo tus recuerdos!
—Es que… No sé si se acuerda, pero me he llevado unos cuantos.
—¿Cuáles? Dímelo.
—¿Por qué voy a decírselo? —preguntó Jonesy—. ¿Qué me da a cambio?
El señor Gray se quedó callado. Jonesy notó que consultaba varios archivos. A continuación y de repente, empezaron a entrar olores por debajo de la puerta y por la rejilla de aire acondicionado. Eran los preferidos de Jonesy: palomitas de maíz, café y la sopa de pescado de su madre. Le hizo ruido enseguida el estómago.
—Desde luego que no puedo prometerte la sopa de pescado —dijo el señor Gray—, pero te daré de comer. Porque tienes hambre, ¿verdad?
—Con usted al mando de mi cuerpo, y poniéndose ciego de emociones mías, sería muy raro que no tuviese —repuso Jonesy.
—Al sur de aquí hay un local que se llama Dysart’s. Según tú está abierto las veinticuatro horas del día, que es una manera de decir siempre. A menos que sea otra mentira…
—Yo no he dicho ninguna —replicó Jonesy—. No puedo. Acaba de decirlo usted. Los controles y el fondo de recuerdos están en sus manos. Lo tiene todo menos lo de aquí dentro.
—¿Dónde es «aquí»? ¿Cómo puede haber un «aquí»?
—No lo sé —dijo Jonesy con sinceridad—. ¿Cómo sé que me dará de comer?
—Porque no tengo más remedio —dijo el señor Gray al otro lado de la puerta, y Jonesy comprendió que también era sincero. O se le ponía gasolina al motor de vez en cuando, o llegaba un momento en que ya no funcionaba—. Pero si satisfaces mi curiosidad te daré las cosas que te gustan. Si no…
—Vale, vale —dijo Jonesy—. Yo le digo lo que puedo y usted me da creps y beicon de Dysart’s. Desayuno las veinticuatro horas del día. ¿Acepta?
—Acepto. Abre la puerta y cerramos el trato con un apretón de manos.
Jonesy, tomado por sorpresa, sonrió. Era la primera incursión del señor Gray en el humor, y había que reconocer que no le había salido demasiado mal. Miró por el retrovisor y vio una sonrisa idéntica en la boca que ya no le pertenecía. Eso ya le pareció un poco más inquietante.
—Lo de darse la mano, si le parece, nos lo saltamos —dijo.
—Habla.
—Voy, voy, pero le aviso de algo: como incumpla su promesa, será la última que me haga.
—Lo tendré presente.
La camioneta seguía en la cima de la colina, a merced de un ligero vaivén y proyectando cilindros de luz nevada, uno por cada faro. Jonesy le contó al señor Gray lo que sabía, pensando que era un lugar ideal para historias de miedo.
8
1984 y 1985 fueron años malos para Derry. En verano de 1984, tres adolescentes de la población mataron a un homosexual arrojándole al canal. Durante los siguientes diez meses fueron asesinados seis niños. Por lo visto el culpable era un psicópata que a veces se disfrazaba de payaso.
—El caso —dijo Jonesy— es que lo último malo que ocurrió fue una especie de huracán que cayó el 31 de mayo de 1985. Hubo más de sesenta víctimas, y se derrumbó la torre-depósito. Bajó rodando hasta Kansas Street.
Señaló a la derecha de la camioneta, donde empezaba una falda muy escarpada que se perdía en la oscuridad.
—Por Upmile Hill bajaron casi tres millones de litros, y al llegar al centro lo destruyeron casi todo. Yo entonces iba a la universidad. La tormenta coincidió con la semana de los exámenes finales. Me llamó mi padre para contármelo; claro que yo ya lo sabía, porque era una noticia a escala nacional.
Jonesy hizo una pausa para pensar, mientras miraba el despacho, que ya no estaba vacío ni sucio sino amueblado con muy buen gusto. (Su subconsciente había incorporado un sofá de su casa y un sillón de un catálogo del MOMA, precioso pero fuera de sus posibilidades económicas.) La verdad era que le había quedado muy acogedor; más, en todo caso, que la nevada a la que estaba teniendo que hacer frente el usurpador de su cuerpo.
—Henry también iba a la universidad. A Harvard. Pete rondaba por la costa Oeste, en plan hippy. Beaver intentaba sacarse una diplomatura en el sur del estado. Después dijo que había elegido la especialidad de hachís y videojuegos.
El único en presenciar el paso por Derry de la gran tormenta había sido Duddits… pero Jonesy descubrió que no quería pronunciar su nombre.
El señor Gray no dijo nada, pero Jonesy tuvo una clara percepción de su impaciencia. Solo le importaba la torre-depósito. Y que Jonesy le hubiera engañado.
—Oiga, señor Gray, que si aquí ha habido algún engaño se lo ha hecho usted mismo. Mi único papel ha sido llevarme algunas cajas DERRY y meterlas aquí mientras mataba usted al pobre soldado.
—Los pobres soldados bajaron del cielo con sus naves y masacraron a todos los de mi especie que pudieron encontrar.
—Yo con eso no tengo nada que ver, y tampoco es que los suyos vinieran a inscribirnos en el Círculo de Lectores de las Galaxias.
—¿Habría cambiado algo?
—No me venga con hipótesis —dijo Jonesy—. Después de lo que le ha hecho a Pete y al del ejército, me apetece poquísimo tener discusiones intelectuales con usted.
—Hacemos lo que tenemos que hacer.
La mirada del perro se había vuelto todavía más nerviosa. No debía de estar acostumbrado a tener dueños que conversaran solos con tanta animación.
—La torre-depósito se cayó en 1985, hace diecisiete años. ¿Y tú has robado el recuerdo?
—Sí, más o menos, aunque no creo que sea un buen argumento para los tribunales, porque los recuerdos siempre han sido míos.
—¿Qué más has robado?
—Eso me lo guardo. Piense, piense.
Se oyó en la puerta un golpe brusco y malhumorado, y Jonesy volvió a acordarse del cuento de los tres cerditos. Sopla, sopla, señor Gray; disfruta los dudosos placeres de la rabia.
Sin embargo, parecía que el señor Gray se hubiera marchado.
—Señor Gray —le llamó Jonesy—. ¡Oiga, que tampoco es para irse de esa manera!
Jonesy supuso que debía de haber emprendido otra búsqueda de información. Ya no estaba la torre-depósito, pero quedaba el conjunto de Derry, de manera que el agua de la población debía de proceder de alguna parte. ¿De dónde? ¿Lo sabía Jonesy?
No, no lo sabía. A lo sumo, tenía el vago recuerdo de haber vuelto de la universidad para las vacaciones de verano y haber bebido mucha agua embotellada. Con el tiempo habían recuperado la de grifo, pero eso, a un chico de veintiún años que solo pensaba en quitarle las bragas a Mary Shratt, le importaba muy poco. Para beber, se abría el grifo y punto. La única razón para indagar su procedencia habría sido tener retortijones o diarrea.
¿Percibía frustración en el señor Gray? ¿O se lo imaginaba? Jonesy deseó fervientemente que no. Había sido un buen golpe.
9
Roberta Cavell despertó de una pesadilla y miró a la derecha previendo la posibilidad de encontrarlo todo oscuro, pero le alivió comprobar que no se había ido la luz, puesto que en el reloj de al lado de la cama seguían brillando los números azules de siempre. Con tanto viento, era raro.
Los números azules indicaban 1.04. Aprovechando que podía, encendió la lámpara de la mesita de noche y bebió un poco de agua del vaso. ¿Se había despertado por el viento? ¿Por el sueño? Era una pesadilla en toda regla, con extraterrestres, rayos asesinos y gente corriendo, pero no le pareció la razón.
Entonces amainó el vendaval, y oyó lo que la había despertado: la voz de Duddits en el piso de abajo. ¿Qué hacía? ¿Cantar? ¿Era posible que cantara? Teniendo en cuenta la tarde tan horrible que habían pasado los dos, le pareció que no.
«¡Za mueto Biiibe!» (¡Se ha muerto Beaver!). Y así entre las dos y las cinco, casi sin parar. Duddits estaba tan desesperado que al final le había sangrado la nariz. Roberta temía sus hemorragias. A veces solo podían cortárselas en el hospital. En aquella ocasión había conseguido detenerla metiéndole algodones en los dos agujeros de la nariz y presionando muy arriba, entre los ojos. Después había llamado al doctor Briscoe para preguntarle si podía dar a Duddits una de las pastillas amarillas de Valium que se tomaba ella, pero el doctor estaba en Nassau de vacaciones. No se molestó en llamar al sustituto, porque debía de ser cualquier medicucho enteradillo que a Duddits nunca le había visto el pelo. Se limitó a darle el Valium a su hijo y mojarle los labios secos y el interior de la boca con una de las pastillas de glicerina con sabor a limón que le gustaban. Siempre tenía la boca llena de úlceras y llagas, aunque ya no hiciera quimioterapia. Porque lo de la quimio se había acabado. Como no querían admitirlo los médicos, ni Briscoe ni el resto, le habían dejado el catéter, pero nada, que Roberta no estaba dispuesta a que su hijo volviera a pasar por un infierno así.
Después de administrarle la pastilla, Roberta se había ido a la cama con él, le había abrazado (procurando no apretarle el lado izquierdo, que era donde tenía escondido el catéter debajo de una venda) y le había cantado una nana, pero no la de Beaver. Hoy no.
A la larga Duddits se había tranquilizado. Después de un rato, considerando que ya debía de dormir, Roberta le había sacado los algodones de la nariz. La resistencia del segundo había hecho que Duddits abriera los ojos. ¡Qué hermoso color verde! A veces Roberta pensaba que el verdadero don eran sus ojos, no lo otro… ver la línea y lo que comportaba.
—Amá…
—Qué, Duddie.
—¿Bibe tanecielo?
A Roberta le había dado mucha pena la pregunta, y acordarse de la chaqueta de cuero de Beaver, tan ridícula pero que a él le gustaba tanto que se la había puesto hasta dejarla casi transparente. De haberse tratado de alguien más, de cualquiera menos de uno de sus cuatro amigos de infancia, Roberta habría puesto en duda la premonición de Duddie, pero, si decía que se había muerto Beaver, era que debía de estar muerto.
—Sí, cariño, seguro que está en el cielo. Ahora duerme.
Los ojos verdes habían seguido mirando largo rato los de Roberta. Parecía a punto de volver a llorar, pero no, solo le había rodado un lagrimón perfecto por la mejilla sin afeitar. Ahora casi no podía afeitarse, porque había veces en que hasta el Norelco le hacía cortecitos que sangraban durante horas. Después había vuelto a cerrarlos, y Roberta había salido de puntillas de la habitación.
De noche, haciéndole la papilla (ahora solo aceptaba sin vomitar los alimentos más sosos, otra señal de que se aproximaba el fin), la pesadilla había vuelto al ataque. Roberta, que ya estaba bastante asustada con aquellas noticias cada vez más extrañas de Jefferson Tract, había vuelto corriendo a la habitación de Duddits con el corazón a cien. Volvía a estar sentado en la cama, sacudiendo la cabeza con un gesto infantil de negación. Como volvía a sangrarle la nariz, sus movimientos bruscos lo salpicaban todo de gotitas rojas: la almohada, la foto dedicada de Austin Powers y los frascos de la mesita: enjuague para la boca, Compazine, Percocet, los complejos vitamínicos sin utilidad visible y el bote grande de pastillas de glicerina.
Esta vez decía que el muerto era Pete, el encantador (y algo corto de luces) Peter Moore. ¡Cielo santo! ¿Podía ser verdad? ¿En parte? ¿Del todo?
El segundo ataque de histeria no había sido tan largo. Aún debía de durarle el cansancio del primero. Roberta había vuelto a cortar la hemorragia nasal (qué suerte la suya) y le había cambiado las sábanas, no sin antes ayudarle a ocupar la silla de al lado de la ventana. Duddits se había quedado sentado y mirando la tormenta, con algún que otro sollozo y algún que otro suspiro con ruido de mocos que a su madre le llegaba al alma. Le dolía hasta mirarle: qué flaco estaba, qué blanco, qué… calvo. Pensando que tan cerca del cristal debía de hacer frío, le había dado su gorra de los Red Sox, firmada en la visera por el gran Pedro Martínez (a veces pensaba que a los moribundos les regalaban de todo), pero Duddits, por una vez, no había querido ponérsela. Se había limitado a tenerla en las rodillas y contemplar la oscuridad con los ojos muy abiertos y cara de pena.
Al final Roberta le había acostado, y los ojos verdes de su hijo habían vuelto a mirarla con su brillo sobrecogedor, que se apagaba.
—¿Pi tambié tanecielo?
—Yo creo que sí.
Roberta no quería llorar por nada del mundo (corría el peligro de provocarle a Duddits otro ataque), pero había notado que le subían las lágrimas. Le llenaban toda la cabeza, y cada vez que respiraba le sabía la nariz a mar.
—¿Enecielo cobibe?
—Sí, cariño.
—¿Yo beré a Pitibibe necielo?
—Sí, claro, pero falta mucho tiempo.
Se le habían cerrado los ojos. Roberta se había quedado sentada en la cama mirándole las manos, más triste que triste y más sola que sola.
Bajó corriendo por la escalera, y en efecto, cantaba. Como Roberta dominaba el duddités (¿cómo no, si hacía más de treinta años que era su segunda lengua?), tradujo las sílabas sin necesidad de concentrarse: era la canción de Scooby-Doo.
Entró en el dormitorio sin saber qué esperar. Cualquier cosa menos lo que encontró: todas las luces encendidas, y a Duddits vestido de pies a cabeza por primera vez desde su última remisión (la que, según el doctor Briscoe, probablemente fuera la última en todo el sentido de la palabra). Se había puesto sus pantalones de pana favoritos, el chaleco encima de la camiseta del Grinch y la gorra de los Red Sox. Estaba sentado en la silla de al lado de la ventana, mirando la noche. Ahora no fruncía el entrecejo, ni lloraba. Miraba la tormenta con un interés, un brillo en los ojos que a Roberta le recordaron la época de antes de la enfermedad, antes de los síntomas con que se había anunciado, sigilosos y fáciles de pasar por alto: lo cansado que se quedaba después de un partido corto de frisbee en el patio de atrás, lo grandes que le salían los morados con cualquier golpecito, lo mucho que tardaban en desaparecer… Era el mismo aspecto de cuando…
Pero no podía pensar. Estaba demasiado nerviosa.
—¡Duddits! Duddie, ¿qué…?
—¡Amá! ¿Dodetá mi fambera?
(«¡Mamá! ¿Dónde está mi fiambrera?»)
—En la cocina; ¡pero Duddie, si es de noche! ¡Nieva! No puedes…
El final de la frase era «salir», por descontado, pero se le resistía la palabra. Duddits tenía los ojos tan brillantes, con tanta vida… Quizá Roberta hubiera debido alegrarse de verlos tan llenos de luz y de energía, pero lo cierto era que tenía miedo.
—¡Nececito mi fambera! ¡Nececito mi fambera!
(«Necesito mi fiambrera, necesito mi fiambrera.»)
—No, Duddits. —Un esfuerzo de firmeza—. Lo que necesitas es quitarte la ropa y volver a la cama. Aparte de eso, no necesitas nada más. Ven, que te ayudo.
Sin embargo, cuando se le acercó su madre, Duddits levantó los brazos y se los cruzó en el pecho, poniéndose la palma de la mano derecha en la mejilla izquierda y la de la mano izquierda en la mejilla derecha. Desde muy pequeño nunca había sabido plantar cara de ninguna otra manera. Solía ser suficiente, y volvió a serlo. Roberta no quería disgustarle otra vez, exponiéndose a otra hemorragia; pero tampoco pensaba prepararle comida para la fiambrera de Scooby-Doo a la una y cuarto de la noche. Ni pensarlo.
Retrocedió hacia la cama y se sentó. La habitación estaba caldeada, pero ella tenía frío, a pesar de que llevaba la bata de franela. Duddits bajó los brazos poco a poco y con mirada recelosa.
—Si quieres siéntate —dijo ella—. Pero ¿por qué? ¿Has soñado algo, Duddie? ¿Has tenido pesadillas?
Sí, quizá se tratara de un sueño, pero no de una pesadilla. Habría sido incompatible con aquella cara de ilusión, cara que Roberta acabó reconociendo: era la que había puesto tantas veces en los años ochenta, los años buenos antes de que Henry, Pete, Beaver y Jonesy fueran cada uno por su lado y, en su carrera hacia la vida adulta, llamaran menos a menudo y espaciaran sus visitas, olvidando a la persona que había tenido que quedarse.
Era la mirada de cuando su sentido especial le decía que vendrían a jugar sus amigos. A veces se marchaban todos juntos a Strawford Park o los Barrens. (En principio tenían prohibido ir, pero se saltaban la prohibición a sabiendas tanto de Roberta como de Alfie. Una de sus incursiones les había hecho aparecer en primera plana del periódico.) En ocasiones, Alfie o algún otro padre o madre les llevaban al minigolf del aeropuerto, o al parque de atracciones de Newport; en días así, Roberta siempre le metía a Duddits en la fiambrera varios bocadillos, galletas y un termo de leche.
Cree que van a venir sus amigos, pensó. Debe de pensar en Henry y Jonesy, porque dice que Pete y Beav…
De repente, cuando estaba sentada en la cama de Duddits con las manos en el regazo, vio una imagen horrible. Se vio a sí misma abriendo la puerta a las tres de la madrugada, sin querer abrirla pero sin poder evitarlo. Y en lugar de los vivos eran los muertos. Eran Beaver y Pete, que habían vuelto al mismo momento de transición entre la infancia y la pubertad del día en que la habían conocido a ella, el día en que habían salvado a Duddie de a saber qué broma de mal gusto y le habían acompañado a casa sano y salvo. En la imagen, Beaver llevaba la chaqueta de motorista de las mil cremalleras, y Pete el jersey de cuello redondo que tanto le gustaba lucir, el que tenía la sigla NASA en el lado izquierdo del pecho. Roberta los vio fríos, pálidos y con unos ojos mates y muy negros, como de cadáver. Vio que Beaver daba un paso hacia ella, pero sin sonrisas, sin saludos. Al tender las manos blancas, manos de estrella de mar, Joe Beaver Clarendon tenía muy claro su objetivo. «Venimos a buscar a Duddits, señora Cavell. Estamos muertos, y ahora él también.»
Roberta apretó las manos, mientras la recorría un largo escalofrío. Duddits no lo vio; volvía a mirar por la ventana, como esperando algo. Y, muy suavemente, volvió a cantar.
—Cubidú, dondetá…
10
—¿Señor Gray?
Silencio. Jonesy, que estaba de pie al lado de la puerta de lo que ahora, con toda claridad, era su despacho, sin ningún rastro del de Tracker Hermanos aparte de la suciedad de las ventanas (la foto de la chica con la falda levantada había sido sustituida por las caléndulas de Van Gogh), se estaba poniendo nervioso. ¿Qué buscaba el capullo de su secuestrador?
—¿Dónde está, señor Gray?
Tampoco esta vez hubo respuesta, pero sí la sensación de que volvía el señor Gray… y de que estaba contento. El muy cabrón estaba contento.
A Jonesy no le gustó.
—Oiga —dijo, manteniendo las manos en la puerta de su refugio, y añadiéndoles la frente—, voy a hacerle una propuesta entre amigos. Puesto que ya es medio humano, ¿por qué no se nacionaliza del todo? Yo creo que podemos coexistir. Le haré de guía. El helado está muy bueno, y la cerveza no digamos. ¿Qué le parece?
Sospechó que el señor Gray tenía la tentación de aceptar, como solo podía tenerla un ser básicamente amorfo cuando le ofrecían una forma. Era una propuesta de cuento de hadas.
Pero no fue suficiente.
Se oyó girar el estárter, y ponerse en marcha el motor de la camioneta.
—¿Qué, colega, adónde vamos? Eso suponiendo que podamos bajar de la colina, claro.
La única respuesta siguió siendo la sensación inquietante de que el señor Gray había salido en busca de algo… y lo había encontrado.
Jonesy corrió hacia la ventana y tuvo tiempo de ver que los faros de la camioneta recorrían la columna erigida en memoria de las víctimas. Debía de haber transcurrido cierto tiempo, porque la placa había vuelto a taparse.
Lentamente, con precaución y esquivando montones de nieve que ya le llegaban al parachoques, el Dodge emprendió el descenso de la colina.
A los veinte minutos volvían a estar en la autopista en dirección sur.