XV
Henry y Owen

1

Henry vio que Underhill se le acercaba con esfuerzo a la luz cruda de los focos de seguridad. La cabeza de Underhill estaba inclinada, resistiendo a la nieve y el arreciar del viento. Henry abrió la boca para llamarle, pero se lo impidió una percepción repentina de Jonesy, que de tan abrumadora casi le aplastó. Lo siguiente fue un recuerdo que anuló por completo a Underhill y el resto de aquel mundo nevado y luminoso. De pronto volvía a ser 1978, y octubre en lugar de noviembre; ahora había sangre, sangre en las hierbas, cristales rotos en el agua empantanada, y después un portazo.

2

Despertando de una pesadilla confusa (sangre, cristales rotos, olores espesos a gasolina y goma quemada), Henry oye un portazo y percibe una corriente de aire frío. Entonces se incorpora y ve que está al lado de Pete, el cual también se ha incorporado. Se fija en que su amigo tiene la piel de gallina en el pecho sin vello. Henry y Pete están en el suelo con los sacos de dormir, por haber perdido en el sorteo. A Beav y Jonesy les tocó la cama (con el tiempo, Hole in the Wall dispondrá del dormitorio número tres, pero de momento solo hay dos, uno de los cuales le corresponde a Lamar por el derecho divino de la adultez). Ocurre, sin embargo, que Jonesy está solo en la cama; también se ha incorporado y pone la misma cara de perplejidad y susto que los demás.

Dónde estás, Scooby-Doo, piensa Henry sin que se aprecie el motivo, al tantear el alféizar en busca de las gafas. Sigue percibiendo olor a gas y neumáticos quemados.

—Un accidente —dice Jonesy con voz ronca.

Y aparta la manta. Lleva el torso al descubierto, pero ha dormido igual que Henry y Pete, con calcetines y calzoncillos largos.

—Sí, se ha caído al agua —contesta Pete con cara de no tener ni idea de qué quiere decir—. Tienes tú el zapato, Henry…

—El mocasín… —dice Henry, a pesar de que tampoco le encuentra ningún sentido. Ni quiere.

—Beav —dice Jonesy, bajando de la cama con un movimiento brusco y torpe.

Uno de sus pies, con calcetín interpuesto, aterriza en la mano de Pete.

—¡Ay! —se queja este—. ¡Me has pisado, inútil! ¡A ver si miras por…!

—Calla, calla —dice Henry, dándole a Pete una sacudida en el hombro—. ¡No despiertes al señor Clarendon!

Lo cual sería fácil, porque la puerta del dormitorio de los chicos está abierta. La del fondo de la sala grande, la de salida, también está abierta. Se entiende que tengan frío, porque hace un biruji de la hostia. Ahora que Henry vuelve a tener los ojos puestos (es su manera de verlo), ve bailar el atrapasueños con la brisa fría de noviembre que entra por la puerta abierta.

—¿Y Duddits? —pregunta Jonesy con voz aturdida de no haberse despertado del todo—. ¿Ha salido con Beaver?

—Pero qué dices, tonto, si está en Derry —contesta Henry mientras se levanta y se pone la camiseta térmica.

Lo cierto es que no le parece ninguna tontería, porque él también tiene la sensación de que hasta hace muy poco estaban con Duddits.

Ha sido el sueño, piensa. Duddits aparecía en el sueño. Estaba sentado en la cuesta, llorando. Estaba arrepentido. Él no quería. Si alguien quería, éramos nosotros.

Y sigue oyéndose llorar a alguien. Lo trae la brisa por la puerta del salón, pero no se trata de Duddits, sino de Beav.

Un punto a favor: a juzgar por la ciudad de hojalata que forman las latas de cerveza en la mesa de la cocina (con suburbio añadido del mismo material en la auxiliar), hará falta algo más que un par de puertas abiertas y algunos susurros de chavales para despertar al papá de Beaver.

La losa grande de granito que hay delante de la puerta le hiela a Henry el pie a través del calcetín; es un frío profundo e insensible, como debe de serlo el de la muerte, pero Henry casi no se fija.

Ve a Beaver enseguida. Está de rodillas al pie del arce del observatorio, como si rezara. Henry repara en que tiene desnudos las piernas y los pies. Lleva su chaqueta de motorista, y a lo largo de los brazos, como galas de pirata al viento, los pañuelos naranjas que le hace llevar el señor Clarendon ante la insistencia de su hijo de ir por el bosque con ropa chorra sin nada que ver con la caza. Es una vestimenta bastante cómica, pero la cara de angustia orientada hacia las ramas casi desnudas del arce no tiene nada de cómica. Las mejillas de Beav chorrean lágrimas.

Henry echa a correr. Le siguen Pete y Jonesy despidiendo vaho por la boca, de lo fría que está la mañana. El suelo de pinaza que pisan los pies de Henry casi está igual de duro y frío que la losa de granito.

Se arrodilla junto a Beaver, cuyo llanto le asusta y en cierto modo le sobrecoge. Beav no tiene los ojos empañados, como el protagonista de una película con permiso para verter una o dos lágrimas viriles cuando se le muere el perro o la novia, sino como las cataratas del Niágara. Le cuelgan de la nariz dos hilos de moco brillante. Eso en las películas nunca se ve.

—Qué asco —dice Pete.

Henry le mira con irritación, pero resulta que Pete no observa a Beaver, sino algo que está un poco más lejos: un charco humeante de vómito. Dentro hay trocitos del maíz de la cena (tratándose de cocina de campamento, Lamar Clarendon tiene una fe apasionada en las virtudes de la comida enlatada), y filamentos de pollo frito. El estómago de Henry reacciona con una contracción; después se va apaciguando, pero entonces vomita Jonesy. El ruido es como un eructo líquido. La sustancia es marrón.

—¡Qué asco! —exclama Pete, esta vez casi gritando.

Beaver no pone cara de haberle oído.

—¡Henry! —dice.

Sus ojos, aumentados por dos lentes de lágrimas, se ven tan enormes que dan miedo. Parece que atraviesen la cara de Henry y penetren en las habitaciones de detrás de la frente, aunque en principio sean privadas.

—Tranquilo, Beav, que solo has tenido una pesadilla.

—Claro, hombre.

Jonesy tiene la voz ronca, y restos de vómito en la garganta. Intenta aclarársela con un ruido carrasposo que casi es peor que el de antes. Luego se agacha y escupe. Tiene las manos apoyadas en las dos perneras de los calzoncillos largos, y la espalda al aire, erizada de poros.

Beav le presta tan poca atención a Jonesy como a Pete, que se le arrodilla al otro lado y le rodea los hombros desmañadamente, sin atreverse del todo. Beav sigue sin mirar a nadie más que a Henry.

—Tenía cortada la cabeza —susurra.

Jonesy también se pone de rodillas. Ahora rodean los tres a Beav: Henry y Pete a cada lado y Jonesy delante. Jonesy tiene vómito en la barbilla. Hace el gesto de querer limpiárselo, pero Beaver le coge la mano a media trayectoria. Están los cuatro de rodillas debajo del arce, y de repente son uno. La sensación de unión es breve, pero tiene la nitidez del sueño de antes. De hecho es el sueño, pero ahora están todos despiertos, la sensación es racional y no pueden no creérsela.

Ahora Beav, con sus ojos llorosos que dan miedo, a quien mira es a Jonesy. Le aprieta la mano.

—Estaba tirada en la cuneta, con los ojos llenos de barro.

—Ya —susurra Jonesy, temblándole la voz sobrecogida—. ¡Jo, es verdad!

—¿Os acordáis de que dijo que volveríamos a vernos? —pregunta Pete—. Uno a uno o todos juntos. Lo dijo él.

Henry lo oye todo a gran distancia, porque ha vuelto al sueño. Al lugar del accidente. Al final de un terraplén lleno de basura donde hay una zona empantanada por culpa de una alcantarilla que se obstruyó. Sabe dónde es: en la carretera 7, lo que antes era la carretera de Derry a Newport. Entre la porquería hay un coche volcado que se está quemando. Apesta a gas y neumáticos quemados. Duddits llora. Está sentado a medio terraplén, con la fiambrera amarilla de Scooby-Doo en el pecho, y llora a moco tendido.

En una de las ventanillas del coche volcado hay una mano. Es fina y tiene las uñas pintadas de un rojo como de manzana caramelizada. Los otros dos ocupantes del coche han salido disparados, uno casi a diez metros. Es el que está boca abajo, pero Henry le reconoce por la melena rubia, que se le ha empapado de barro. Piensa: es Duncan, el que dijo que yo no podría contarle nada a nadie porque estaría muerto. Al final se ha muerto él.

Algo viene flotando y choca con la espinilla de Henry.

—¡No lo recojas! —le advierte Pete.

Henry, sin embargo, no le hace caso. Es un mocasín de ante marrón. Casi no tiene tiempo de fijarse, porque de repente Beaver y Jonesy prorrumpen en una armonía horrible de chillidos infantiles. Están juntos, con barro hasta el tobillo, y llevan ropa de caza: Jonesy su parka nueva de color naranja chillón, comprada en Sears especialmente para la excursión (la señora Jones, inconsolable, sigue sin dejarse convencer de que a su hijo no le matará en el bosque una bala de cazador, en la flor de la vida) y Beaver su chaqueta gastada de motorista («¡Cuántas cremalleras!», había dicho con admiración la mamá de Duddits, ganándose de por vida la de Beaver, y su cariño), con los pañuelos naranjas atados a lo largo de los brazos. Ninguno de los dos mira el tercer cadáver, el que está tirado justo al lado de la puerta del conductor, pero Henry sí, aunque solo sea unos segundos (conserva el mocasín en la mano como una canoíta inundada), porque hay algo raro, algo espantoso; tanto, que al principio no identifica la causa. Entonces se da cuenta de que no hay nada encima del cuello de la chaqueta del cadáver. Beaver y Jonesy chillan porque han visto lo que debería estar encima. Han visto la cabeza de Richie Grenadeau mirando el cielo fijamente desde un grupo de hierbas salpicadas de sangre. Henry sabe enseguida que es la de Richie. Aunque ya no esté la tirita en el puente de la nariz, no cabe duda de que se trata del mismo tío que intentaba dar de comer una caca a Duddits cuando el episodio de detrás de Tracker Hermanos.

Duddits está en la cuesta, llorando y llorando con ese llanto que se te mete en la cabeza como un dolor de cabeza. Como siga, Henry acabará loco. Suelta el mocasín y, caminando por el barro, rodea la parte trasera del coche incendiado hacia donde están Beaver y Jonesy cogidos por el brazo.

—¡Beaver! ¡Beav! —dice Henry con todas sus fuerzas; pero Beaver sigue contemplando la cabeza cortada como si estuviera hipnotizado, y solo le saca de su ensimismamiento una fuerte sacudida. Entonces mira a Henry.

—Tiene la cabeza cortada —dice, como si no saltara a la vista—. Henry, que tiene la cabeza…

—¡No pienses tanto en la cabeza y ocúpate de Duddits! ¡Que pare de llorar, caray!

—Eso —dice Pete. Mira la cabeza de Richie, con su mirada fija de muerto, y aparta la vista con una mueca—. Se me mete en el coco que te cagas.

—Como la tiza en la pizarra —murmura Jonesy. Su piel, encima de la chaqueta nueva naranja, tiene un color como de queso muy curado—. Haz que pare, Beav.

—Eh… eh… eh…

—¡No seas gilipuertas y cántale la cancioncita, hostia! —le espeta Henry a Beaver, notando que le sube agua sucia entre los dedos de los pies—. ¡La nana, joder!

Beaver mira un rato como si siguiera sin entenderlo, hasta que se le aclaran un poco los ojos y dice:

—¡Ah!

Entonces camina por el barro hacia el terraplén donde está sentado Duddits con la fiambrera amarilla y el mismo llanto de cuando le conocieron. Henry, por su parte, ve algo, pero casi no tiene tiempo de fijarse: alrededor de los agujeros de la nariz de Duddits hay sangre seca, y en su hombro izquierdo una venda de la que sobresale algo que parece plástico blanco.

—Duddits —dice Beav escalando la cuesta—, Duddie, majo, no llores; no lo mires más, que es una marranada y no tienes que mirarlo…

Al principio Duddits sigue llorando sin prestarle atención. Henry piensa: le ha sangrado la nariz de tanto llorar. Por eso la tiene así. Pero ¿y lo blanco que le sale del hombro? ¿Qué es?

Jonesy ha llegado al extremo de taparse las orejas con las manos, mientras que Pete se ha puesto una en la cabeza, como para que no le explote. Beaver coge en brazos a Duddits, como semanas antes, y empieza a cantar con aquella voz aguda y cristalina que no esperaría nadie en un tiarrón como él.

El barco de mi niño es un sueño de plata…

Y Duddits, milagro de milagros, empieza a tranquilizarse.

Pete dice algo por un lado de la boca:

—Henry, ¿dónde estamos? ¿Esto qué carajo es?

—Un sueño —dice Henry.

Y de repente vuelven a estar los cuatro al pie del arce de Hole in the Wall, arrodillados, en ropa interior y temblando de frío.

—¿Qué? —dice Jonesy, y se suelta para limpiarse la boca. Entonces se quiebra el contacto entre los cuatro y vuelve a campar la realidad por sus fueros—. ¿Qué has dicho, Henry?

Henry percibe el retroceso de sus mentes, lo percibe como algo real, y piensa: no teníamos por qué ser así ninguno de los cuatro. A veces es mejor estar solo.

Solo, sí. Solo con tus pensamientos.

—He tenido una pesadilla —dice Beaver. Parece que se lo explique a sí mismo, más que a los otros tres. Luego, con la misma lentitud que si siguiera soñando, abre la cremallera de un bolsillo de la chaqueta, hurga dentro y saca un chupachups. En lugar de desenvolverlo se mete en la boca la punta del palo y empieza a pasárselo de un lado a otro con pequeños mordisqueos—. He soñado que…

—No te esfuerces —dice Henry, ajustándose las gafas—, que ya sabemos qué has soñado.

En los labios le tiembla «a la fuerza, porque estábamos», pero no lo dice. Ni siquiera ha cumplido quince años, pero ya tiene bastante sensatez para saber que lo dicho no puede desdecirse. Carta echada, carta jugada, como dicen cuando juegan a algún juego de baraja y uno de los cuatro comete una tontería. Si lo dice, tendrán que enfrentarse con ello. Si no, quizá… quizá se vaya. Quizá.

—La verdad, yo no creo que el sueño haya sido tuyo —dice Pete—. Para mí que era de Duddits, y que hemos…

—Piensa lo que quieras. Me importa un pepino —dice Jonesy con una rudeza que les sorprende a todos—. Ha sido un sueño, y pienso olvidarlo. Yo y todos. ¿A que sí, Henry?

Henry asiente de inmediato.

—Venga, a casa —dice Pete con cara de alivio—. Se me están helando los pie…

—Una cosa —dice Henry.

Todos le miran con nerviosismo, porque cuando necesitan un líder siempre es Henry. Y si no os gusta mi manera de hacerlo, piensa él con resentimiento, que lo haga otro; pero os aviso de que tiene su intríngulis.

—¿Qué? —pregunta Beaver, queriendo decir: «¿Y ahora qué?»

—Cuando entremos en la tienda de Gosselin, que llame alguien a Duds. Por si está agobiado.

Nadie contesta. Les ha dejado mudos la idea de llamar por teléfono a su nuevo amigo retrasado. A Henry se le ocurre que lo más probable es que Duddits nunca haya recibido ninguna llamada. Será la primera.

—Sí, no estaría mal —dice Pete, y se tapa la boca como si acabara de decir algo comprometedor.

Beaver, que aparte de los calzoncillos y la chaqueta, dos prendas de lo más absurdas, no lleva nada puesto, está temblando. En la punta del palo mordisqueado se agita la bola de caramelo.

—Un día se te atragantará algo —le dice Henry.

—Sí, es lo que me dice mi madre. ¿Podemos entrar? Es que me pelo de frío.

Emprenden el camino de vuelta hacia Hole in the Wall, donde a los veintitrés años exactos de esa fecha concluirá su amistad.

—¿Será verdad que se ha muerto Richie Grenadeau? —pregunta Beaver.

—Ni lo sé ni me importa —dice Jonesy, y mira a Henry—. Vale, pues luego llamamos a Duddits. Yo tengo teléfono. Podemos cargarlo a mi número.

—¿Un teléfono para ti solo? —dice Pete—. ¡Joder, Gary, qué suerte! Mimado, más que mimado.

A Jonesy suele sacarle de quicio que le llamen Gary, pero esta mañana no. Está demasiado absorto.

—No te pases, que es un regalo de cumpleaños, y las llamadas de larga distancia me las pago yo con la semanada. Y otra cosa: aquí no ha pasado nada. Nada, ¿eh?

Todos asienten. No ha pasado nada. Qué coño va a haber pa…

3

Una ráfaga de viento empujó a Henry con tanta fuerza que estuvo a punto de chocar con la alambrada eléctrica. Volvió en sí y se sacudió el recuerdo como un abrigo de mucho peso. No podía haberle vuelto a la cabeza en un momento más inoportuno. (Claro que para algunos recuerdos no había momento oportuno.) Tanto esperar a Underhill con los cataplines congelados, tanto acechar su única oportunidad de escaparse, y ahora podría haberle pasado Underhill por delante de las narices y él con la cabeza en las nubes, condenado a comerse el marrón con patatas.

Pero no, no había pasado Underhill. Estaba al otro lado de la alambrada, con las manos en los bolsillos y mirando a Henry. Le caían copos de nieve en el bulbo transparente de la mascarilla que llevaba puesta, como de insecto, pero los fundía el calor del aliento y resbalaban por la superficie como…

Como ese día las lágrimas de Duddits, pensó Henry.

—Le aconsejo que se meta en el establo, como los demás —dijo Underhill—. Aquí fuera se convertirá en hombre de nieve.

Henry tenía la lengua pegada al paladar. Su vida dependía literalmente de lo que le dijera a aquel hombre, pero no se le ocurría ninguna manera de empezar. Ni siquiera podía soltar la lengua.

«¿Para qué? —preguntó la voz interior, la de su amiga de siempre, la oscuridad—. Seamos francos: ¿qué sentido tiene? ¿Por qué no dejas que te hagan lo mismo que pensabas hacerte tú, que es lo más fácil?»

Porque ya no era él solo. Sin embargo, seguía sin poder hablar.

Underhill se quedó un rato más donde estaba, mirándole con las manos en los bolsillos y la capucha lo bastante retrasada para que se le viera el pelo corto, entre rubio y castaño. Nieve fundiéndose en las mascarillas que llevaban los soldados; en cambio los detenidos no llevaban, porque no les harían falta. Para los detenidos, como para los grises que estaban más al este, había una solución final.

Henry se esforzó por hablar, pero no había manera. Lástima que no estuviera Jonesy para sustituirle, porque siempre había tenido más labia que él. Underhill estaba a punto de marcharse, dejándole con lo que pudo ser y no fue.

Underhill, sin embargo, se quedó un poco más.

—No me sorprende que haya sabido mi nombre, señor… ¿Henreid? ¿Se apellida Henreid?

—Devlin. Lo que ha captado es mi nombre de pila. Me llamo Henry Devlin.

Henry, cauteloso, introdujo una mano por el hueco entre un alambre de púas y otro liso, pero electrificado. En vista de que pasaban cinco segundos sin que Underhill hiciera nada más que mirarla inexpresivamente, Henry volvió a retirarla hacia su parte del mundo recién dividido, con la impresión de haber hecho el gilipollas. Se dijo que menos chorradas, que no era como si le hubieran hecho un feo en un cóctel.

A continuación, Underhill asintió con amabilidad, como si fuera verdad que estaban en un cóctel y no a merced de una tormenta desatada, a la luz de unos focos de seguridad recién montados.

—Sabía mi nombre porque la presencia de extraterrestres en Jefferson Tract ha provocado un efecto telepático de baja intensidad. —Underhill sonrió—. ¿A que dicho así parece una tontería? Pues es verdad. Es un efecto transitorio, inofensivo y demasiado superficial para servir de algo más que para juegos de sociedad, y esta noche estamos un poco demasiado ocupados para jugar a según qué cosas.

Por fin se desató la lengua de Henry. ¡Menos mal!

—No ha venido aquí, con lo que nieva, porque le haya adivinado yo el nombre —dijo—. Ha venido porque también sabía el de su mujer. Y los de sus hijas.

La sonrisa de Underhill no se alteró.

—Puede que sí, puede que no —dijo—. La cuestión es que considero que va siendo hora de que nos pongamos los dos a cubierto y descansemos un poco. Ha sido un día largo.

Underhill dio unos pasos, pero hacia los otros remolques y caravanas, y sin apartarse de la alambrada. A Henry le costó bastante no quedarse rezagado, porque ahora casi había treinta centímetros de nieve en el suelo, seguía acumulándose y en el lado de los condenados no la había pisado nadie.

—Señor Underhill… Owen… Escúcheme. Tengo que decirle algo importante.

Underhill siguió avanzando por su lado de la alambrada (que también era el lado de los condenados; ¿se daba cuenta?). Tenía inclinada la cabeza contra el viento, y la misma sonrisa de cortesía de antes. Lo más grave, lo que también sabía Henry, era que Underhill quería detenerse, pero que de momento no le habían dado ninguna razón para no seguir caminando.

—Kurtz está loco —dijo Henry. Seguía a la altura de Underhill, pero ahora se le oía jadear y le dolían las piernas de cansancio.

Underhill continuó caminando con la cabeza inclinada y una sonrisita debajo de aquella ridícula mascarilla. Caminaba igual o más deprisa que hasta entonces. Pronto Henry tendría que correr por su lado de la alambrada. Suponiendo que todavía fuera capaz.

—Nos apuntarán con las ametralladoras —dijo sin aliento—. Luego se meten los cadáveres en el establo… se rocía el establo de gasolina… puede que hasta del surtidor del propio Gosselin, porque tampoco hace falta gastar suministros del gobierno… y luego puf, una humareda… doscientos… cuatrocientos… Apestará como una barbacoa infernal…

Underhill, que ya no sonreía, caminó todavía más deprisa. Henry sacó fuerzas de flaqueza y consiguió adoptar un paso casi de carrera, respirando con dificultad y esquivando dunas de nieve que llegaban hasta la rodilla. El viento le hería el rostro congestionado como un cuchillo.

—Pero Owen… Te llamas así, ¿no?… Owen… ¿Te acuerdas de una canción infantil… que dice que a las moscas gordas… las muerden otras moscas más pequeñas… y que lo repite mil veces? Pues se ajusta a tu caso… porque Kurtz ya tiene hecho su cuadro… El segundo al mando, que creo que se llama Johnson…

Underhill le dirigió una mirada rápida y severa y aceleró todavía más. Henry consiguió adaptarse a su paso, pero dudó que pudiera mantenerlo mucho tiempo. Sentía pinchazos en un lado, y cada vez le dolían más.

—Se suponía… que te tocaba a ti… la segunda parte de la operación de limpieza… Imperial Valley… es el nombre en clave… ¿Te suena de algo?

Henry vio que no. Kurtz, al parecer, no le había contado nada a Underhill acerca de la operación que destruiría a casi todo el Blue Group. A Owen Underhill, Imperial Valley le sonaba a chino. Ahora, además de los pinchazos, Henry notaba una especie de cinta de hierro alrededor del pecho, cada vez más apretada.

—Espera… Pero hombre, Underhill… ¿No podrías…?

Underhill no interrumpió sus zancadas. Quería conservar las pocas ilusiones que le quedaban. ¿Cómo criticárselo?

—Johnson… y unos cuantos más… como mínimo una mujer… tú podrías haber estado, pero la cagaste… él lo ve como que te pasaste de la raya… y, no siendo la primera vez… ya lo hiciste en un sitio que se llamaba algo así como Bossa Nova…

La reacción fue una mirada incisiva. ¿Buena señal? Quizá.

—Creo que al final… la pringa hasta Johnson… el único que sale vivo de aquí es Kurtz… el resto… nada, ceniza y huesos… ¿A que eso no te lo dice… tu mierda de telepatía? Ese truquito que tienes… de leer los pensamientos… no llega a tanto.

El pinchazo del flanco se alargó, hundiéndose en la axila derecha como una garra. Al mismo tiempo le resbalaron los pies, y cayó de bruces en un montón de nieve, aparatosamente. Sus pulmones quisieron llenarse de aire, pero solo consiguieron aspirar una bocanada de nieve en polvo.

Henry se debatió hasta ponerse de rodillas. Tosiendo, atragantándose, vio desaparecer la espalda de Underhill detrás de una pared de copos. Entonces, sabiendo que era su última oportunidad (pero no qué diría), exclamó:

—¡Querías mearte en el cepillo de dientes del señor Rapeloew, pero, como no podías, les rompiste la fuente! ¡Y luego saliste corriendo! ¡Que es lo mismo que haces ahora, cobardica de mierda!

A unos pasos, casi invisible por culpa de la nieve, Owen Underhill se detuvo.

4

Al principio se quedó de espaldas a Henry, que estaba de rodillas en la nieve como un perro, con la cara enrojecida y empapada de nieve derretida. Henry tuvo una conciencia a la vez lejana e inmediata de que había empezado a escocerle el corte de la pierna donde crecía el byrus.

Al final Underhill volvió sobre sus pasos.

—¿Cómo sabes lo de los Rapeloew? La telepatía está disminuyendo. Lo normal sería que no pudieras profundizar tanto.

—Sé muchas cosas —dijo Henry, que se levantó y se quedó de pie tosiendo y recuperando el aliento—. Porque lo llevo muy hondo. Soy diferente. Lo éramos todos, mis amigos y yo. Antes éramos cuatro. Ahora hay dos que están muertos, y yo aquí dentro. El cuarto… Señor Underhill, su problema es el cuarto, no yo, ni la gente que han metido y siguen metiendo en el establo. Él es el único problema, no el Blue Group, ni el cuadro Imperial Valley de Kurtz. Él.

Hizo el esfuerzo de no pronunciar el nombre, porque con Jonesy siempre había tenido una relación muy especial. Beaver y Pete eran unos tíos fabulosos, pero el único a su altura en cuestiones mentales, el único capaz de seguirle libro a libro, idea a idea, era Jonesy. Claro que ahora ya no existía. Eso Henry lo tenía bastante claro. Antes sí. En el momento en que Henry había notado el paso de la nube rojinegra, todavía quedaba una parte ínfima de Jonesy, pero a esas alturas a su amigo ya debían de habérselo zampado vivo. Era posible que aún le latiera el corazón, y que sus ojos vieran, pero la esencia de Jonesy estaba tan muerta como Pete y Beav.

—Su problema es Jonesy, señor Underhill. Gary Jones, de Brookline, Massachusetts.

—Kurtz también es un problema.

Underhill hablaba demasiado bajo para el viento que hacía, pero Henry le oyó mentalmente.

Underhill miró en derredor. Henry siguió el movimiento de su cabeza y vio un grupito de hombres corriendo por la avenida creada por las dos hileras de caravanas y remolques. No había nadie cerca, pero toda la zona de alrededor de la tienda y el establo estaba bañada por una luz inmisericorde, y ni siquiera el viento ensordecía del todo el ruido de motores en marcha, de generadores zumbando y de gente berreando. Alguien daba órdenes por un megáfono. El efecto de conjunto era espectral, como si, atrapados por la tormenta, Henry y Underhill se hallaran en un lugar poblado por fantasmas. De hecho, el grupo de hombres corriendo se fundió de tal manera con la vorágine de copos que parecían auténticos fantasmas.

—Aquí no podemos hablar —dijo Underhill—. Abre bien las orejas, y no me obligues a repetirte ni una palabra, chavalín.

En la cabeza de Henry, que ahora recibía tantos datos que casi todo se le confundía en una sopa indescifrable, se alzó de repente con llaneza y claridad un pensamiento de Owen Underhill: «Chavalín. La palabra que dice él. No me puedo creer que haya usado una palabra suya».

—Soy todo oídos —dijo Henry.

5

El cobertizo estaba al otro lado de la zona de confinamiento, lo más lejos posible del establo, y, si bien por fuera estaba tan iluminado como el resto de aquel campo de concentración de mil demonios, el interior era oscuro y con olor dulzón a paja vieja. También se percibía otro olor un poco más acre.

Había cuatro hombres y una mujer, sentados y con la espalda apoyada en la pared del fondo. Los cinco llevaban ropa de caza, y estaban pasándose un porro. En el cobertizo solo había dos ventanas. Respecto a la zona de confinamiento, una era interior y daba al corral, y la otra era exterior y tenía vistas a la alambrada y el bosque. La suciedad de los cristales mitigaba un poco el resplandor brutal de las luces de sodio. En la penumbra, las caras de los presos fumadores de maría se veían grises, como si ya estuvieran muertos.

—¿Te apetece? —preguntó con tono forzado el que tenía el porro.

El gesto de ofrecerlo parecía sincero. Henry vio que era de los gordos, como un purito.

—No. Lo que quiero es que salgáis.

Le miraron todos con perplejidad. La mujer estaba casada con el que tenía el porro en la mano, y tenía a la izquierda a su cuñado. Los otros dos solo se habían apuntado.

—Volved al establo —dijo Henry.

—No, tío —dijo uno de los hombres—, que hay demasiada gente. Preferimos estar menos apretados. Además, teniendo en cuenta que hemos llegado antes que tú, lo lógico sería que…

—Yo lo tengo —dijo Henry, poniéndose una mano en la camiseta que llevaba anudada a la pierna—. El byrus. Lo que llaman ellos Ripley. De vosotros puede que haya alguno que también lo tenga… Creo que tú, Charles…

Señaló al quinto hombre, tirando a calvo y con un barrigón que le llenaba toda la parka.

—¡No! —exclamó Charles.

Los otros, sin embargo, ya se apartaban de él, incluido el del purito de maría (que se llamaba Darren Chiles y era de Newton, Massachusetts).

—Sí, tío —dijo Henry—. Fijo que sí. Y tú también, Mona. ¿Mona? No, Marsha. Te llamas Marsha.

—¡Mentira, no lo tengo! —dijo la mujer. Se levantó con la espalda pegada a la pared y miró a Henry con los ojos muy abiertos, ojos atemorizados de cierva. Pronto estarían muertas todas las ciervas de la zona, y estaría muerta Marsha. Henry confió en que no pudiera leerle la idea—. Yo estoy limpia. ¡Estamos todos limpios menos tú!

Miró a su marido, que no era un hombre de especial corpulencia, pero sí más fuerte que Henry. Como todos, a decir verdad. Quizá no fueran más altos, pero sí más fornidos.

—Échale, Dare.

—Hay dos tipos de Ripley —dijo Henry, exponiendo un dato del que no tenía pruebas, aunque, cuanto más lo pensaba, más lógica le encontraba—. Podríamos llamarlos Ripley principal y Ripley secundario. Estoy casi seguro de que el que no haya recibido una dosis fuerte (en algo que haya comido o respirado, o que haya entrado vivo en una herida abierta) puede curarse. No es invencible.

Ahora le miraban todos con ojos de cierva, y Henry vivió un momento de angustia indescriptible. ¿Por qué no se había suicidado tranquilamente?

—Yo tengo el Ripley principal —dijo, y se desató la camiseta.

Lo máximo que dedicaron al desgarrón de los vaqueros, espolvoreados de nieve, fue una mirada fugaz, pero Henry se ocupó de examinarlo por ellos. La herida de la varilla del intermitente se había llenado de byrus. Algunas hebras tenían varios centímetros, con puntas que se movían como algas a merced de la corriente. Notaba cómo se le hundían cada vez más las raíces de la cosa, provocando escozor y efervescencia. Intentando pensar. Era lo peor: que intentaba pensar.

Los cinco ocupantes del cobertizo empezaron a desfilar hacia la puerta. Henry previó que saldrían corriendo al primer contacto con el aire frío, pero se quedaron parados.

—¿Tú puedes ayudarnos? —preguntó Marsha con voz temblorosa de niña. Su marido Darren la rodeó con el brazo.

—No lo sé —dijo Henry—. Supongo que no… pero es posible que sí. Salid. Lo más probable es que no me quede dentro ni media hora, pero es aconsejable que os quedéis con los demás en el establo.

—¿Por qué? —preguntó Darren Chiles, de Newton.

Y Henry, que no tenía nada parecido a un plan, sino una idea inconcreta, dijo:

—No lo sé. Me lo parece.

Salieron todos, y Henry quedó dueño del cobertizo.

6

Debajo de la ventana orientada a la alambrada de la zona de confinamiento había una vieja bala de heno. Era donde Henry había encontrado sentado a Darren Chiles (que, como posesor de la maría, se había agenciado el mejor asiento), y pasó a ocuparla él. Se sentó con las manos en las rodillas, y le entró enseguida sueño, a pesar de las voces que se le acumulaban en el cerebro y del profundo escozor de la pierna izquierda. (También empezaba a picarle la boca, donde ya le faltaba un diente.)

Oyó llegar a Underhill antes de que este le dijera algo desde el otro lado de la ventana. Oyó la proximidad de su mente.

—Tengo el viento de cara, y casi me tapa el edificio —dijo Underhill—. Estoy fumando. Si viene alguien, tú no estás.

—Vale.

—Como me digas alguna mentira, me marcho y no vuelves a dirigirme la palabra en lo poco que te quedará de vida, ni en voz alta ni… de la otra manera.

—Vale.

—¿Cómo has conseguido que salieran los de dentro?

—¿Por qué? —Henry tenía la impresión de estar demasiado cansado para enfadarse, pero por lo visto no—. ¿Era una prueba?

—No seas gilipollas.

—Les he dicho que tengo el Ripley principal, lo cual es verdad. Han salido pitando. —Henry hizo una pausa—. Tú también lo tienes, ¿no?

—¿Por qué te lo parece? —Henry no notó tensión en la voz de Underhill, y como psiquiatra conocía los síntomas. Al margen de la clase de persona que fuera Underhill, Henry le adivinaba una sangre fría fuera de lo común. Buena señal. Además, pensó, conviene que entienda que la verdad es que no tiene nada que perder.

—Lo tienes en los bordes de las uñas, ¿no? Y un poco en una oreja.

—Tío, vete a Las Vegas, que alucinarán.

Henry vio levantarse la mano de Underhill, enguantada y con un cigarrillo entre los dedos. Supuso que acabaría fumándoselo el viento.

—El Ripley principal se contagia directamente de la fuente. Estoy casi seguro de que para contraer el secundario hay que tocar algo donde crezca: un árbol, musgo, un ciervo, un perro, otra persona… Funciona como con las ortigas. Ya deben de saberlo vuestros expertos médicos. Sospecho que me he enterado por ellos. Tengo la cabeza como una antena parabólica, con todos los canales en el mismo satélite y sin codificar. Ni puedo distinguir de dónde procede la mitad de los datos, ni me importa un carajo. Ahora voy a decirte algo que no saben vuestros expertos. A lo rojo, los grises lo llaman «byrus», que significa «el material de la vida». En determinadas circunstancias, la versión principal puede formar los implantes.

—Quieres decir los bichos caca.

—Ah, pues no está mal pensado. Me gusta. Se forman a partir del byrus, y después se reproducen poniendo huevos. Se extienden a base de puestas. Al menos es como tendría que funcionar. Aquí se les mueren casi todos los huevos. No sé si es por el frío, por la atmósfera o por alguna otra cosa, pero en nuestro medio ambiente, Underhill, depende todo del byrus. Es el único recurso que les funciona.

—El material de la vida.

—Sí, pero escucha: en este planeta, los grises están teniendo problemas muy gordos. Debe de ser la razón de que les haya costado tanto decidirse, medio siglo. Las comadrejas son un buen ejemplo. En principio son saprofitos… ¿Sabes qué quiere decir?

—Oye, Henry… Te llamas Henry, ¿no? Henry, ¿esto tiene algo que ver con la presente…?

—¿Con la presente situación? Muchísimo, y, a menos que te apetezca ser uno de los culpables principales de que en la Tierra, aparte de una especie de hiedra intergaláctica, desaparezca cualquier señal de vida, te aconsejo que te estés calladito y escuches.

Una pausa, y luego:

—Ya escucho.

—Los saprofitos son parásitos benéficos. Los tenemos en el intestino, y nos tragamos más de manera voluntaria comiendo algunos productos lácteos. Por ejemplo el yogur. Les damos a los bichos un hábitat, y ellos nos lo pagan con otra cosa. En el caso de las bacterias lácteas, digerir mejor. En circunstancias normales (supongo que normales en algún otro mundo con diferencias ecológicas que ni me puedo imaginar), las comadrejas alcanzan un tamaño que no debe de ser más grande que el de la punta de una cuchara de café. Creo que en las hembras pueden afectar a la reproducción, pero no son mortales. Normalmente no. Solo viven en el intestino. Les damos comida, y ellos a nosotros telepatía. En principio el trato es ese. Lo que pasa es que también nos convierten en televisores. Somos Canal Grises.

—Y ¿cómo sabes tanto? ¿Porque tienes uno viviendo dentro de ti? —La voz de Underhill no delataba repulsión, pero Henry se la detectó con claridad en el cerebro, como un tentáculo moviéndose—. ¿Una de las comadrejas normales, entre comillas?

—No.

Al menos no me lo parece, pensó Henry.

—Entonces ¿cómo sabes lo que sabes? ¿O te lo estás inventando? ¿Quieres escribirte tú mismo el pase de salida?

—Lo menos importante es cómo me haya enterado, Owen, aunque sabes que no miento. Puedes leerme.

—Lo único que sé es que crees que no mientes. La parida esta de leer el pensamiento, ¿hasta dónde puede llegar?

—No lo sé. Si se propaga el byrus, lo más probable es que aumente, aunque a mí no me afectará.

—Porque tú eres diferente.

Escepticismo, tanto en la voz como en los pensamientos de Underhill.

—Ríete, pero hasta hoy no he sabido hasta qué punto. Ya hablaremos del tema. Por ahora solo quiero que entiendas que aquí los grises se han encontrado un marrón. Puede que se hayan enzarzado en la primera batalla por el control de toda su historia. Primero, porque, cuando se meten en la gente, las comadrejas no son saprofíticas, sino violentamente parásitas. No paran de comer ni de crecer. Son un cáncer, Underhill.

»Segundo: el byrus. En otros mundos crece bien, pero en el nuestro, de momento, no. Los científicos y los expertos médicos que dirigen este circo consideran que es por el frío, pero yo creo que tiene que haber algo más. No puedo asegurarlo, porque ellos no lo saben, pero…

—¡Para el carro! —Apareció unos segundos una llama reflejada en una mano, debido a que Underhill encendía otro cigarrillo para que se lo fumara el viento—. Ahora no te refieres al equipo médico, ¿verdad?

—No.

—Crees que estás en contacto con los grises. En contacto telepático.

—Sí, creo que con uno. A través de un intermediario.

—¿El que decías que se llama Jonesy?

—No lo sé, Owen. No estoy del todo seguro. La cuestión es que están perdiendo la batalla. Tú y yo, y los que te han acompañado en la misión del Blue Boy, puede que no duremos ni para celebrar las siguientes navidades. En eso no quiero engañarte: tenemos dosis altas y concentradas. Pero…

—Yo lo tengo —dijo Underhill—. Y Edwards. Le salió como por arte de magia.

—Bueno, pero, aunque en ti llegue a arraigar, dudo que consiga propagarse mucho. No es tan contagioso. Dentro del establo hay gente que no llegará a cogerlo nunca, independientemente de la cantidad de personas infectadas con la que se mezcle. En el caso de quienes lo cogen como un resfriado, se trata del byrus secundario… o, si lo prefieres, del Ripley.

—No; está bien byrus.

—De acuerdo. Cabe la posibilidad de que puedan contagiárselo a alguien más, que en tal caso contraería una versión muy débil que podríamos llamar byrus tres. Hasta es posible que se contagie un grado más, pero yo creo que para detectar el byrus cuatro ya haría falta un microscopio o un análisis de sangre. Luego desaparece.

»Atento, que te paso la repetición de la jugada.

»Punto uno. Los grises (que probablemente solo sean sistemas de reparto del byrus) ya han desaparecido. A los que no les mató el medio ambiente (como al final de La guerra de los mundos, cuando los microbios matan a los marcianos), les habéis matado vosotros con las ametralladoras. Ahora solo queda uno, supongo que mi fuente de información, y en sentido físico también ha desaparecido.

»Punto dos. Las comadrejas no trabajan. Como todos los cánceres, últimamente se comen a sí mismas hasta morir. Las comadrejas que escapan del intestino grueso o de las entrañas mueren rápidamente en un entorno que ellas encuentran hostil.

»Punto tres. El byrus tampoco funciona muy bien, pero si le dan una oportunidad, tiempo de esconderse y de proliferar, podría pasar por una mutación. Aprender a adaptarse.

—No podrá —dijo Underhill—, porque vamos a dejar chamuscado todo Jefferson Tract.

Henry tuvo ganas de gritar de rabia, y debió de notársele, porque se oyó un golpe: era Underhill, que se había sobresaltado, y cuya espalda había chocado con la endeble pared del cobertizo.

—Lo que hagáis aquí al norte no tiene ninguna importancia —dijo Henry—. Vuestros reclusos no pueden propagarlo, las comadrejas tampoco, y el byrus, por sí solo, tampoco. Si los vuestros desmontaran las tiendas ahora mismo y dejaran esto vacío, se las arreglaría el medio ambiente para borrar toda esta tontería como una ecuación mal hecha. Para mí que los grises se han presentado de la manera que se han presentado porque… coño, es que no se lo creen. Sospecho que era una misión suicida, con una versión gris de vuestro Kurtz al mando. Es algo tan fácil como que no les entra el fracaso en la cabeza. Piensan: «Siempre ganamos».

—¿Como…?

—Pero en el último minuto, o a saber si en el último segundo, uno de ellos ha encontrado a una persona que casi no se parece en nada a las demás con quienes habían tenido contacto los grises, las comadrejas y el byrus. Es el agente de contagio, y ya ha salido de la zona de cuarentena; o sea, que es indiferente lo que hagáis aquí.

—Gary Jones.

—Exacto.

—Y ¿en qué se diferencia tanto?

Henry tenía muy pocas ganas de entrar en ese tema, pero se dio cuenta de que debía explicarle algo a Underhill.

—Hace años, él, yo y los otros dos amigos que teníamos, los que se han muerto, conocimos a alguien que era muy diferente. Mucho. Un telépata de nacimiento, sin necesidad de byrus. Y nos hizo algo. Con unos años más, dudo que hubiera sido posible, pero le conocimos a una edad en que éramos especialmente… supongo que dirías vulnerables… a lo que tenía esa persona. Después de varios años le pasó algo a Jonesy, algo que no tenía nada que ver con… con ese chico tan especial.

Henry, sin embargo, sospechaba que no era verdad. Aunque el atropello que había estado a punto de matar a Jonesy se hubiera producido en Cambridge, y aunque Duddits, que él supiera, nunca hubiera viajado al sur de Derry, algo tenía que ver Duds con el cambio decisivo de Jonesy. Sí, también. Henry estaba seguro.

—Y ¿qué se supone que tengo que hacer? ¿Creérmelo porque sí? ¿Tragármelo como jarabe para la tos?

En la oscuridad del cobertizo, cargada de un olor dulce, los labios de Henry esbozaron una sonrisa amarga.

—Ya te lo crees, Owen —dijo—. ¿No te he dicho que tengo poderes telepáticos? En eso no me gana nadie. Pero la pregunta… la pregunta es…

Henry la formuló con su mente.

7

En un momento así, al otro lado de la alambrada, casi pegado a la pared trasera del cobertizo viejo de las provisiones, con los huevos ateridos y la mascarilla filtradora colgada del cuello para poder fumarse sin ganas varios cigarrillos (había conseguido un paquete nuevo en el economato), Owen tuvo la impresión de que nunca le había apetecido tan poco reír en toda su vida. A pesar de ello, cuando el hombre de dentro del cobertizo dio una respuesta tan directa e impaciente a su sensata pregunta («Ya te lo crees, Owen. ¿No te he dicho que tengo poderes telepáticos?»), Owen sorprendió en sus propios labios una risa. Kurtz había dicho que la conversión de la telepatía en permanente, y su propagación, destruirían la sociedad a la que estaban acostumbrados. Entonces Owen había captado la idea, pero ahora la entendió a nivel visceral.

—Pero la pregunta… la pregunta es…

«¿Qué podemos hacer para remediarlo?»

Con lo cansado que estaba, Owen solo vio una respuesta.

—Pues digo yo que habrá que perseguir a Jones. ¿Servirá de algo? ¿Tenemos tiempo?

—Me parece justo, pero no imposible.

Owen quiso usar sus humildes poderes para leer lo que había detrás de la respuesta de Henry, pero no pudo. Sin embargo, estaba convencido de que la mayor parte de lo que le había contado era verdad. O es verdad, pensó, o él cree que es verdad. A mí, en todo caso, me encantaría que lo fuera. Con tal de marcharse antes de que empiece la carnicería, cualquier excusa es buena.

—No —dijo Henry. Owen, por primera vez, tuvo la impresión de que estaba nervioso, y no del todo seguro de sí mismo—. De carnicería ni hablar. No puede ser que Kurtz se cargue a entre doscientas y ochocientas personas, gente que en definitiva no puede influir de ninguna manera en el problema, ni para bien ni para mal. ¡Pero hombre, si son inocentes! ¡Solo pasaban por aquí!

Para Owen solo fue una sorpresa relativa notar que disfrutaba con la turbación de su nuevo amigo. Bastante le había turbado Henry a él.

—¿Qué sugieres? Partiendo de que has dicho tú mismo que el único importante es tu amigo Jonesy…

—Sí, pero…

Vacilación. La voz mental de Henry era más segura que antes, pero solo un poco. «No quería decir que nos marchásemos tranquilamente dejando que se murieran.»

—Tanto como tranquilamente… —dijo Owen—. Saldremos corriendo como dos ratas de un granero.

Después de la última calada, puramente simbólica, tiró al suelo el tercer cigarrillo y vio que se lo llevaba el viento. Detrás del cobertizo pasaban cortinas de nieve que barrían el corral vacío y acumulaban verdaderas montañas al pie del establo. Era una locura pretender ir a algún sitio. Nos hará falta un Sno-Cat[11], al menos para empezar, pensó Owen; a medianoche, un cuatro por cuatro no serviría de nada. Con este tiempo…

—Matar a Kurtz —dijo Henry—. Es la respuesta. Sin nadie que dé órdenes será más fácil escapar, y es una manera de dejar en suspenso la… la limpieza biológica.

Owen profirió una risa seca.

—Lo dices como si fuera facilísimo —dijo—. Underhill cero cero, licencia para matar.

Encendió otro cigarrillo, juntando las manos alrededor del mechero y la punta del pitillo. Más vale que lleguemos deprisa a algunas conclusiones, pensó, o me moriré congelado.

—¿Por qué es tan complicado? —preguntó Henry, a pesar de que ya lo sabía. Owen notó (y oyó a medias) que intentaba no verlo, para no empeorar aún más las cosas—. Entras y le pegas un tiro.

—No funcionaría. —Owen le envió a Henry una imagen rápida: Freddy Johnson (y otros miembros de lo que recibía el nombre de cuadro de Imperial Valley) vigilando la caravana de Kurtz—. Tiene micros. A la que le pase algo, vendrán corriendo los tíos duros. No digo que no se le pueda pegar un tiro; lo más probable es que no, porque va igual de protegido que un capo colombiano del narcotráfico, sobre todo estando de servicio, pero no es imposible. Me precio de no ser del todo malo. La pega es que sería una misión suicida. Si ha reclutado a Freddy Johnson, es que debe de tener a Kate Gallagher y Marvell Richardson… Carl Friedman… y Jocelyn McAvoy. Son duros, Henry, tanto ellos como ellas. Yo mato a Kurtz, ellos me matan a mí, y los jefazos que dirigen este circo envían a otro limpiador, algún clon de Kurtz que remate la faena. Eso si no eligen directamente a Kate, que, con lo chalada que está, no me extrañaría. Es posible que los del establo tuvieran doce horas de prórroga para morderse las uñas, pero no se salvarían de la quema. La única diferencia es que tú, en vez de tener la oportunidad de darte un paseíto conmigo por la nieve, te quemas con el resto, mientras tu amigo, el que dices que se llama Jonesy, se va a… ¿adónde?

—Eso de momento me lo guardo por prudencia.

Owen buscó el dato con sus dotes de telepatía, y hubo un momento en que captó una visión borrosa y desconcertante: un edificio alto y blanco en medio de la nieve, cilíndrico, como un silo. Después la imagen desapareció en beneficio de otra, la de un caballo blanco pasando al lado de un letrero. En el letrero ponía en letras rojas BANBURY CROSS, y encima una flecha.

Soltó un gruñido entre humorístico y exasperado.

—Estás haciendo interferencias.

—Es una manera de verlo. Otra es que te enseño una técnica que te conviene aprender, suponiendo que quieras mantener en secreto nuestra conversación.

—Ya.

A Owen no le desagradaba del todo lo que acababa de ocurrir. Por un lado, no estaba mal disponer de una técnica de interferencia; por otro, se corroboraba que Henry conocía el destino de su amigo infectado. Owen le había sorprendido en la cabeza una imagen fugaz de ese destino.

—Presta atención, Henry.

—Di.

—Te cuento lo más seguro que podemos hacer los dos. En primer lugar, si el tiempo no es un factor absolutamente crucial, nos convendría dormir un poco.

—No te lo niego. Yo estoy medio muerto.

—Luego, hacia las tres, puedo ponerme yo en marcha. Mientras no se desmonte esta instalación, estará en alerta máxima, pero, si hay alguna posibilidad de que al Gran Hermano se le empañe un poco el ojo, será entre las cuatro y las seis de la mañana. Puedo distraerles un poco y provocar un cortocircuito en la alambrada; de hecho es la parte más fácil. Desde que salten los plomos, puedo tardar cinco minutos en venir con un Sno-Cat…

La telepatía, según estaba descubriendo Owen, presentaba ciertas ventajas taquigráficas respecto a la comunicación verbal. Mientras hablaba, le envió a Henry la imagen de un helicóptero MH-6 Little Bird quemándose y de un grupo de soldados corriendo a apagar el fuego.

—… y marchando.

—Y dejamos a Kurtz con todo un establo de civiles inocentes a los que tiene intención de convertir en palomitas. Y no hablemos del Blue Group. ¿Cuántos son? ¿Doscientos o trescientos?

Owen, cuya dedicación completa a las fuerzas armadas se remontaba a los diecinueve años, y que llevaba ocho con Kurtz, envió dos palabras duras por el canal mental que habían establecido entre los dos: «Bajas aceptables».

Detrás del cristal sucio, la forma borrosa de Henry Devlin se movió un poco y envió la respuesta:

«No».

8

«¿No? ¿Cómo que no?»

«Pues que no.»

«¿Tienes alguna idea mejor?»

Y Owen comprendió algo horrible: que Henry creía tenerla. Por el cerebro de Owen pasaron fragmentos de esa idea (que habría sido demasiado generoso calificar de plan), como la cola brillante y fragmentada de un cometa. Se quedó sin aliento. Ni siquiera se dio cuenta de que el viento se le llevaba el cigarrillo de los dedos.

«Tú estás mal de la cabeza.»

«Para nada. Ya sabes que para escaparnos necesitamos una distracción. Pues ya la tienes.»

«¡Pero si les matarán igual!»

«A algunos. Hasta puede que a la mayoría, pero es una oportunidad, y a ver qué oportunidad tendrían en un establo incendiado.»

Henry dijo en voz alta:

—Luego está Kurtz. Si tiene que ocuparse de cien o doscientos fugitivos (casi todos impacientes por contarle al primer periodista que encuentren que el gobierno de Estados Unidos tiene tanto pánico que ha dado el visto bueno a una masacre como la de Mei Lai, y aquí mismo, en suelo americano), pensará bastante menos en nosotros.

No conoces a Abe Kurtz, pensó Owen, ni sabes qué es la línea de Kurtz. Claro que él tampoco lo sabía. Hasta ese día no había tenido una noción exacta de ella.

A pesar de todo, la propuesta de Henry poseía una especie de lógica desquiciada, además de que contenía un ingrediente de desagravio. A medida que se aproximaba la medianoche de aquel 14 de noviembre interminable, y que aumentaban las probabilidades de sobrevivir hasta el final de la semana, para Owen no fue ninguna sorpresa descubrir varios atractivos en la idea de desagravio.

—Henry…

—Sí, Owen, estoy aquí.

—Siempre me he sentido culpable por lo que hice en casa de los Rapeloew.

—Ya lo sé.

—Y, en cambio, he vuelto a hacerlo varias veces. Qué retorcido, ¿no?

Henry, a quien la idea del suicidio no le impedía seguir siendo muy buen psiquiatra, no dijo nada. En la conducta humana lo retorcido era normal. Triste pero cierto.

—Vale, vale —acabó diciendo Owen—. Tú compras la casa, pero los muebles los pongo yo. ¿Trato hecho?

—Trato hecho —repitió enseguida Henry.

—¿Va en serio lo de que puedes enseñarme la técnica de las interferencias? Porque podría hacerme falta.

—Casi seguro que sí.

—Bueno, pues escucha.

Owen habló durante tres minutos, a ratos en voz alta, a ratos de cerebro a cerebro. Habían llegado a un punto en que ya no diferenciaban entre modalidades de comunicación. Pensamientos y palabras eran lo mismo.