1
El señor Gray metió la motonieve por un barranco donde corría un riachuelo helado, y lo siguió hacia el norte durante el kilómetro y medio que faltaba para la interestatal 95. A doscientos o trescientos metros de las luces de los vehículos militares (de los que ya quedaban pocos, avanzando lentamente por la nevada), se detuvo el tiempo suficiente para consultar la parte del cerebro de Jonesy a la que tenía acceso. La abundancia de archivos hacía imposible meterlos todos en el despachito donde se había hecho fuerte Jonesy, y al señor Gray le costó poco encontrar lo que buscaba. El Arctic Cat no tenía ningún botón para apagar el faro. El señor Gray bajó las piernas de Jonesy de la motonieve, buscó una roca, la levantó con la mano derecha de Jonesy y de una pedrada apagó el faro. A continuación volvió a subir y puso en marcha el vehículo. El hecho de que estuviera acabándose la gasolina no era ningún problema, puesto que ya había cumplido su función.
La tubería que canalizaba el riachuelo por debajo de la autopista permitía el paso de la motonieve, pero sin conductor. El señor Gray volvió a apearse y dio un acelerón al manillar, haciendo que el vehículo saliera disparado por el conducto. Fue un trayecto breve y lleno de choques, que no llegó a diez metros, pero era bastante para que no la vieran desde el aire, en caso de que amainara la nevada hasta permitir un reconocimiento a baja altura.
El señor Gray hizo que Jonesy subiera por la rampa de acceso a la autopista. Se detuvo a pocos pasos de la barrera de seguridad y se tumbó de espaldas. El emplazamiento le ofrecía un resguardo temporal de los rigores del viento. La subida había liberado reservas ocultas de endorfinas; pocas, pero Jonesy notó que su secuestrador las paladeaba como podría haber hecho él con un cóctel o una bebida caliente cualquier tarde fría de octubre, después de ver un partido de béisbol.
Se dio cuenta de que odiaba al señor Gray, y no le sorprendió.
Después volvió a desaparecer el señor Gray como entidad (objeto de odio posible), cediendo el paso a la nube que había visto Jonesy en la cabaña, al explotarle al ser la cabeza. Estaba saliendo, igual que había salido en busca de Emil Brodsky. Brodsky le había hecho falta porque los archivos de Jonesy no incluían información sobre cómo arrancar la motonieve. Ahora la nube necesitaba algo más, y ese algo, por lógica, debía de estar relacionado con el autostop.
Y ¿qué quedaba? ¿Qué quedó vigilando la oficina donde se había refugiado el último trozo de Jonesy (sacado de su propio cuerpo como la borra de un bolsillo)? Qué sino la nube, lo que había inhalado Jonesy; y que por algún motivo, habiendo debido matarle, no lo había hecho.
La nube no tenía la facultad de pensar, al menos tal como pensaba el señor Gray. Se había ausentado el amo de la casa (cuyo nombre, por desgracia, ya no era Jones, sino Gray), dejándola al cuidado de los termostatos, la nevera y la calefacción. También, por si acaso, del detector de humos y la alarma antirrobos, que avisaba automáticamente a la policía.
En contrapartida, y puesto que ya no estaba el señor Gray, quizá pudiera salir de la oficina. No para recuperar el control, puesto que cualquier intento en dicho sentido significaría ser delatado por la nube rojinegra, con el regreso inmediato del señor Gray. Casi seguro que Jonesy no podría volver a refugiarse en el despacho de los hermanos Tracker, con su tablón de anuncios, su polvo en el suelo, su única ventana legañosa para observar el mundo… ¿A que en la mugre del cristal había marcas? Sí, cuatro huellas semicirculares, las cuatro marcas de los cuatro chavales que tiempo atrás habían apoyado la frente con la esperanza de ver la foto que seguía clavada al tablón: Tina Jean Schlossinger con la falda levantada.
No; hacerse con el control quedaba muy lejos de sus posibilidades. Verdad amarga pero que convenía asumir.
Lo que quizá fuera posible era acceder a sus archivos.
¿Había alguna razón para arriesgarse? ¿Algo que ganar? Quizá, dependiendo de que supiera qué quería el señor Gray. Aparte de que le llevara alguien. A propósito, ¿adónde?
La respuesta fue inesperada en la medida en que la dijo la voz de Duddits. «Zu. Ezeñó Gue quere iralzú.» «El señor Gray quiere ir al sur.»
Jonesy se apartó de la ventana sucia por donde veía el mundo. De todos modos, en ese momento poco había que ver: nieve, oscuridad y árboles borrosos. La nevada matinal había sido un simple aperitivo. Ahora servían el plato fuerte.
«El señor Gray quiere ir al sur.»
¿A qué distancia? Y ¿por qué? ¿Qué plan tenía?
Sobre esos temas, Duddits no dijo nada.
Al girarse, Jonesy se llevó la sorpresa de que el mapa de rutas y la foto de la chica ya no estuvieran en el tablón. Ahora ocupaban su lugar cuatro fotos en color de cuatro chicos, todas con el mismo fondo (el colegio de enseñanza media de Derry) y el mismo pie: EN EL COLE. 1978. El de la izquierda era él, Jonesy, con una sonrisa confiada de oreja a oreja que ahora le dolía en el alma. Al lado estaba Beav, con su típica mueca que dejaba al descubierto la falta de un incisivo (se le había roto patinando, y al año, más o menos, le habían puesto una funda; en todo caso antes de ir al instituto). Luego Pete, con su cara redonda y morena y aquel corte de pelo tan exagerado, imposición de su padre con el argumento de que no había hecho la guerra de Corea para tener un hijo con pinta de hippy. Y el último, Henry, con esas gafas tan gordas que a Jonesy le recordaban a Danny Dunn, el joven detective de las novelas de misterio que leía de niño.
Beaver, Pete y Henry. ¡Qué cariño les había tenido, y qué injusticia cortar tan de repente una amistad tan larga! No había derecho…
De repente, Jonesy se llevó el susto mayúsculo de ver que cobraba vida la foto de Beaver Clarendon. Beav abrió los ojos y dijo algo en voz baja.
—¿Te acuerdas de que tenía cortada la cabeza? Estaba tirada en la cuneta, con los ojos llenos de barro. ¡Cágate lorito!
Dios mío, pensó Jonesy al acordarse del único detalle de la primera cacería en Hole in the Wall que se le había borrado de la memoria. A menos que lo hubiera borrado él. ¿Y los otros tres? Quizá también. Probablemente, puesto que desde entonces, y ya eran muchos años, lo habían comentado todo de su infancia, todos los recuerdos compartidos… menos uno.
Tenía cortada la cabeza… los ojos llenos de barro…
Había pasado algo, y estaba relacionado con lo de ahora.
Ojalá supiera qué, pensó Jonesy. Ojalá.
2
Andy Janas les había perdido la pista a las otras tres camionetas de su pequeño escuadrón. Se les había adelantado porque no estaban acostumbrados a conducir con un tiempo así de jodido, y él sí. ¡Cómo no iba a estar acostumbrado Andy, habiendo crecido al norte de Minnesota! Iba solo en uno de los mejores vehículos militares de la Chevrolet, una camioneta cuatro por cuatro modificada. Al señor Janas no le había salido ningún hijo tonto.
De todos modos, la autopista estaba bastante despejada. Hacía cosa de una hora que había pasado un par de quitanieves del ejército (supuso que no tardaría en alcanzarlos; entonces frenaría y se colocaría detrás como un buen chico), y desde entonces en el asfalto solo se había formado una capa de seis o siete centímetros de nieve. El problema serio era el viento, que la levantaba y desdibujaba la carretera. Suerte de los reflectores. El truco, lo que no sabían los tontainas de sus compañeros, era no perderlos de vista; claro que también podía ser que con los camiones y los Humvee, aquellos vehículos robustos y todo terreno, estuvieran los faros demasiado altos para iluminar los reflectores. Además, cuando había una ráfaga fuerte de viento desaparecían hasta ellos; se ponía todo blanco, y, mientras no se calmara la cosa, no había más remedio que soltar el pedal y procurar no salirse de la carretera. Andy no corría peligro. Si le pasaba algo, tenía la radio para avisar. Detrás vendrían más quitanieves, para tener abierto todo el tramo sur de la autopista desde Presque Isle hasta Millinocket.
En la parte trasera de su camioneta viajaban dos paquetes con triple envoltorio. Uno contenía dos ciervos muertos por el Ripley. El contenido del otro (cosa que a Janas le parecía entre un poco y muy truculento), era el cadáver de un gris que poco a poco estaba convirtiéndose en una especie de sopa anaranjada. Ambos debían entregarse a los médicos de la base, instalada en el sitio que se llamaba…
Janas miró hacia arriba, hacia el retrovisor, donde había una nota y un bolígrafo colgados de una goma. El papel tenía escrito a mano: «Tienda de Gosselin, coger la sal. 16 y girar a la I».
Llegaría en una hora, o menos. Seguro que los médicos le decían que ya tenían bastantes muestras animales, y que los ciervos serían incinerados, pero quizá se quedaran con el gris, suponiendo que no se hubiera hecho del todo papilla. Quizá el frío retrasara un poco el proceso, aunque no era problema de Andy Janas. Lo suyo era llegar, entregar las muestras y esperar a dar el parte al encargado de recabar información sobre el perímetro norte de la zona de cuarentena, el más tranquilo. Aprovecharía la espera para conseguir un cafelito bien caliente y un buen plato de huevos revueltos. Dependiendo de quién hubiera, quizá hasta pudiera agenciarse un chorrito de algo en el café. No estaría mal. Ponerse un poco a tono y
«frena»
Janas frunció el entrecejo, sacudió la cabeza y se rascó una oreja como si le hubiera picado una pulga o algo. ¡Joder con el viento! Soplaba tan fuerte que hacía dar bandazos a la camioneta. Desaparecieron tanto la autopista como los reflectores, poniéndolo otra vez todo blanco. Janas estaba convencido de que les daba a todos un yuyu de la hostia, menos a él, que por algo era de Minnesota y dominaba. Solo era cuestión de soltar el pedalito (pasando del freno, que el freno, cuando se conduce con nevada, es la mejor manera de meterse en follones), ir piano piano y esperar a que
«frena»
—¿Eh?
Miró la radio, pero, aparte de ruido de estática y conversaciones de fondo, no emitía nada.
«frena»
—¡Ay! —exclamó Janas cogiéndose la cabeza, que de repente le dolía que te cagabas.
La camioneta verde derrapó, pero el gesto automático de girar el volante en la dirección del derrape hizo que el vehículo volviera a obedecer. El pie de Janas seguía levantado del pedal, y el indicador de velocidad del Chevrolet bajaba a gran rapidez.
Los quitanieves habían abierto un caminito por el centro de los dos carriles en dirección sur. Janas viró hacia la capa de nieve que tenía a mano derecha, y las ruedas de la camioneta levantaron una neblina de copos que no tardó en llevarse el viento. Los reflectores de la barrera brillaban tanto en la oscuridad que parecían ojos de gato.
«frena aquí»
Janas gritó de dolor. Se oyó exclamar a sí mismo, desde muy lejos:
—¡Vale, vale, ya freno, pero para! ¡No estires más!
Sus ojos llorosos vieron erguirse un bulto oscuro al otro lado de la barrera, a menos de quince metros. Cuando lo iluminaron los faros, vio que era un hombre con parka.
Andy Janas tenía la sensación de que ya no le pertenecían las manos. Las notaba como guantes conteniendo las de otra persona. Era una sensación muy rara, y muy desagradable. Las manos giraron el volante hacia la izquierda sin que él las ayudara, y la camioneta se quedó parada delante del de la parka.
3
Era su oportunidad. La atención del señor Gray estaba concentrada en otra cosa. Intuyendo que cualquier reflexión desvirtuaría su arrojo, Jonesy no pensó; se limitó a actuar, quitando el cerrojo de la puerta del despacho con el dorso de la mano y abriendo la puerta de un estirón.
De niño nunca había estado dentro del garaje de Tracker Hermanos (desaparecido en la gran tormenta del 85), pero estaba casi seguro de que nunca había tenido el aspecto que se presentó a sus ojos. El despachito cutre daba a una sala tan descomunal que no se veía el fondo. Arriba había una superficie inabarcable de fluorescentes, y debajo, columnas enormes hechas con millones de cajas de cartón.
No, pensó Jonesy, millones no, billones.
Sí, debía de ser más correcto hablar de billones. Estaban separadas por miles de pasillitos. Jonesy tenía delante un almacén infinito, donde era ridículo esperar encontrar algo. Si se alejaba de la puerta de su despachorefugio, se perdería enseguida. Ni siquiera haría falta que se preocupara el señor Gray, porque Jonesy vagaría hasta la muerte perdido en un desierto inconcebible de cajas y cajas apiladas.
No es verdad, pensó. Es tan difícil que me pierda aquí como en mi dormitorio. Tampoco hace falta buscar para encontrar lo que quiero. Todo esto es mío. Chaval, bienvenido a tu propia cabeza.
Era una idea tan tremenda que le hizo sentirse débil, pero no era el momento de permitirse debilidades ni titubeos. El señor Gray, perfecto invasor de otras galaxias, no estaría ocupado mucho tiempo con el conductor de la camioneta. Si Jonesy tenía intención de poner a salvo alguno de aquellos archivos, le convenía darse prisa. La cuestión era cuáles.
«Duddits —le susurró su cerebro—. Tiene algo que ver con Duddits. Ya lo sabes. Últimamente te has acordado mucho de él; tú y el resto del grupo. Si habéis seguido juntos, tú, Henry, Pete y Beaver, es por Duddits. Siempre lo has sabido, pero ahora sabes algo más. ¿A que sí?»
Sí. Sabía que la causa de su accidente de marzo era que le había parecido ver que Richie Grenadeau y sus amiguetes volvían a molestar a Duddits. Claro que «molestar» era la palabra menos indicada para describir lo de detrás del garaje de Tracker Hermanos. La correcta era «torturar». Jonesy, al ver recreada la tortura, había bajado a la calle sin mirar, y…
«Tenía cortada la cabeza. Estaba tirada en la cuneta, con los ojos llenos de barro. Y tarde o temprano todos los asesinos pagan. ¡Hay que joderse!»
La cabeza de Richie. La cabeza de Richie Grenadeau. Jonesy no tenía tiempo de detenerse en ello. Ahora era un intruso en su propia cabeza, y haría bien en moverse deprisa.
En el primer vistazo al enorme almacén no había visto ninguna diferencia entre las cajas. Ahora vio que las primeras de la fila que tenía más cerca llevaban escrito en negro DUDDITS. ¿Sorpresa? ¿Coincidencia? Para nada. A fin de cuentas, eran sus recuerdos, bien plegaditos y guardados en billones de cajas, y, tratándose de memoria, un cerebro sano era capaz de acceder a ellos casi sin restricciones.
Necesito, pensó Jonesy, algo para transportarlas. Entonces miró en derredor, y no le provocó gran asombro ver una carretilla de color rojo. Había entrado en un lugar mágico, de los que se crean a medida que se visitan. Pensó que lo más fabuloso era que cada persona poseyera uno.
Con movimientos rápidos amontonó en la plataforma una parte de las cajas donde ponía DUDDITS, y las acarreó a paso ligero hacia el despacho de Tracker Hermanos, donde las depositó con una inclinación de la plataforma, de tal manera que quedaron esparcidas por el suelo. No era el colmo del orden, pero ya habría tiempo para preocuparse de conseguir el certificado de Buen Amo de Casa.
Volvió a salir corriendo, y aprovechó para tantear con la mente al señor Gray, pero seguía con el conductor de la camioneta… un tal Janas… Estaba la nube, eso sí, pero no podía percibirle. Era tonta como… como un hongo, vaya.
Jonesy se apoderó del resto de las cajas donde ponía DUDDITS, y vio que la pila siguiente también estaba rotulada en negro. En todas ponía DERRY, y eran demasiadas para llevárselas al completo. La cuestión era saber si necesitaba coger alguna.
Lo meditó mientras llevaba hacia el despacho el segundo cargamento de cajas de memoria. ¿Dónde iban a estar las cajas de Derry, sino cerca de las de Duddits? La memoria era el acto, y al mismo tiempo el arte, de la asociación. Permanecía en pie la cuestión de si tenían importancia sus recuerdos de Derry. ¿Cómo saberlo, si no conocía los planes del señor Gray?
El caso, sin embargo, era que los conocía.
«El señor Gray quiere ir al sur.»
Derry estaba al sur.
Jonesy volvió a meterse corriendo en el almacén de la memoria, empujando la carretilla. Pensaba llevarse el máximo de cajas donde pusiera DERRY con la esperanza de no equivocarse, y la de notar el regreso del señor Gray a tiempo; porque, si le cogían fuera del despacho, le aplastarían como a una mosca.
4
Janas vio, petrificado, que su mano izquierda se movía hacia la puerta del conductor y la abría, dejando entrar el frío, la nieve y el viento incesante.
—Oiga, por favor, no me haga más daño; si quiere que le lleve, le llevo, pero no me haga más daño, que tengo la cabeza…
De repente pasó algo a gran velocidad por el cerebro de Andy Janas. Era como un tornado con ojos. Lo sintió hurgar entre sus órdenes, la hora en que se le esperaba en la base… y lo que sabía de Derry, que era nada. Sus órdenes le habían llevado a cruzar Bangor, pero en Derry no había estado en su vida.
Sintió que el remolino se retiraba y experimentó un gran alivio (no tengo lo que le hace falta, y va a dejar que me marche), hasta entender que lo de dentro de su cabeza no tenía ninguna intención de soltarle. El motivo, que necesitaba dos cosas: la camioneta y que se callara.
Janas plantó cara breve pero empecinadamente, y fue su inesperada resistencia lo que le dio a Jonesy tiempo para llevarse una pila de las cajas donde ponía DERRY. Después el señor Gray volvió a ocupar su puesto al control del motor de Janas.
Janas vio levantarse una de sus manos, subir hacia el retrovisor, apoderarse del bolígrafo y estirarlo hasta romper la goma elástica.
—¡No! —exclamó, pero era demasiado tarde. Vio un rápido destello, correspondiente al momento en que su mano, que asía el bolígrafo como si fuera una daga, se la clavaba en un ojo. Entonces se oyó una especie de reventón, y Janas, detrás del volante, se zarandeó como una marioneta estropeada, hundiéndose el bolígrafo en el ojo hasta la mitad, y luego hasta tres cuartos. El globo ocular reventado le colgaba de la órbita como una lágrima rarísima. La punta del bolígrafo topó con algo que parecía cartílago muy fino, rebotó ligeramente y acabó por clavarse en la sustancia del cerebro.
Qué eres, cabrón, pensó; qué…
Dentro de su cabeza se sucedieron el último fogonazo y la oscuridad total. Janas cayó de bruces en el volante. Empezó a sonar la bocina.
5
El señor Gray no había conseguido gran cosa de Janas (más que nada el forcejeo final inesperado por recuperar el control), pero le había quedado algo muy claro: que no iba solo. La columna de transporte de la que había formado parte se había dispersado por culpa de la tormenta, pero iban todos hacia el mismo lugar, que Janas, en su mente, identificaba por igual como Blue Base y como tienda de Gosselin. En dicho lugar había un hombre de quien Janas había tenido miedo, la persona al mando, pero al señor Gray le importaba poquísimo Kurtz el Escalofriante. Tampoco tenía por qué importarle, puesto que no albergaba la menor intención de pasar, no ya por la tienda de Gosselin, sino por sus inmediaciones. Aquel lugar era distinto, y también aquella especie, pese a que solo estuviera dotada de percepción a medias. Resistían. El señor Gray ignoraba por qué, pero resistían.
Mejor acabar lo antes posible. A ese fin, el señor Gray había descubierto un excelente sistema de difusión.
Usó las manos de Jonesy para sacar a Janas de detrás del volante y llevarle hasta la barrera de seguridad, por encima de la cual le arrojó sin molestarse en verle deslizarse barranco abajo hasta el lecho helado del arroyo. Después volvió a la camioneta, miró fijamente los dos envoltorios de plástico de la parte de atrás y asintió con la cabeza. Los restos animales no servían de nada, pero el otro… Sí, el otro sí. Tenía vida, la que necesitaba.
De repente alzó la vista, muy abiertos los ojos de Jonesy en la ventisca. El dueño de aquel cuerpo había salido de su escondrijo. Era vulnerable. Buena noticia, porque empezaba a molestarle aquella conciencia, un murmullo constante (que a veces se convertía en chillido de pánico) en el nivel inferior del proceso de su pensamiento.
El señor Gray aguardó un poco más para poner la mente en blanco, porque no quería que Jonesy recibiera ningún aviso. Después atacó.
En ningún caso esperaba aquello.
Aquella luz blanca cegadora.
6
Jonesy estuvo a punto de que le atraparan. De hecho, le salvaron los fluorescentes que había encendido en su almacén mental. Quizá aquella sala no tuviera existencia real, pero, desde el momento en que se lo parecía a él, se lo parecería al señor Gray cuando llegara.
Mientras empujaba la carretilla con los contenedores donde ponía DERRY, vio aparecer al señor Gray en la embocadura de un pasillo de pilas altas de cajas, como por arte de magia. Era el humanoide rudimentario que había estado a sus espaldas en Hole in the Wall, la cosa que le había visitado en el hospital. Los ojos inertes habían acabado por cobrar vida, y avidez. Sigiloso, le había sorprendido fuera del refugio de su despacho, y estaba decidido a echarle el guante.
Sin embargo, echó hacia atrás el bulto de su cabeza y, antes de que se protegiera los ojos (sin párpados ni rastro de pestañas) con una mano de tres dedos, Jonesy vio una expresión en su esbozo gris de cara que solo podía ser de desconcierto. Quizá incluso de dolor. El ser venía de fuera, de la noche y la nieve, de deshacerse del cadáver del conductor, y no estaba preparado para aquel resplandor de supermercado barato. También vio otra cosa: que el invasor había robado la expresión de sorpresa de su huésped. Hubo un momento en que el señor Gray fue una caricatura espantosa del propio Jonesy.
Su sorpresa concedió el tiempo justo a Jonesy, que, empujando la carretilla casi sin darse cuenta, y sintiéndose como la princesa cautiva de un cuento de hadas retorcido, se metió corriendo en el despacho. Después, notó más que vio que el señor Gray le perseguía con sus manos atroces de tres dedos (la piel gris parecía carne cruda y muy pasada), y cerró de un portazo justo antes de que le dieran alcance. Al girar se dio un golpe con la plataforma en la cadera operada (asumía que estaba dentro de su cabeza, pero no era óbice para que fuera todo muy real), y corrió el pestillo en el preciso instante en que el señor Gray se disponía a accionar el pomo e irrumpir en la oficina. Jonesy, por si acaso, también apretó el seguro que había en medio del pomo. ¿Ya estaba o acababa de añadirlo él? No se acordaba.
Retrocedió sudoroso, y esta vez se le clavó el mango de la plataforma en el culo. Delante, giraba y giraba el pomo. El señor Gray estaba al otro lado, mandando sobre el resto de su cerebro (y de su cuerpo), pero incapaz de entrar. No podía forzar la puerta; le faltaba peso para echarla abajo, y seso para forzar la cerradura.
¿Por qué? ¿Cómo podía ser?
—Duddits —susurró Jonesy—. Tiene que ver con Duddits.
El pomo sufrió una sacudida.
—¡Déjame entrar! —rugió el señor Gray.
Jonesy pensó que no parecía la voz de un emisario de otra galaxia, sino la de cualquier hijo de vecino enfadado por no conseguir lo que quería. ¿Era porque Jonesy interpretaba el comportamiento del señor Gray en términos que le fueran comprensibles? ¿Estaba humanizando al extraterrestre? ¿Le estaba traduciendo?
—¡DÉJAME ENTRAR!
Jonesy pensó en el cuento de los tres cerditos: «¡Soplaré… soplaré… y la casa derribaré!».
Sin embargo, lo único que hizo el señor Gray fue sacudir todavía más el pomo. No estaba acostumbrado a aquella clase de obstáculos (ni a ninguna otra, supuso Jonesy), y se estaba cabreando mucho. La resistencia de Janas le había sorprendido, pero la de Jonesy se situaba por completo a otro nivel.
—¿Dónde estás? —bramó airado el señor Gray—. ¿Se puede saber qué haces dentro? ¡Sal!
Jonesy permaneció a la escucha entre las cajas desperdigadas, sin contestar. Estaba casi seguro de que el señor Gray no podía entrar, pero más valía no provocarle.
Después de algunas sacudidas al pomo, notó que se marchaba el señor Gray.
Entonces se acercó a la ventana, pasando por encima de las cajas donde ponía DUDDITS y DERRY, y miró la noche y la nieve.
7
El señor Gray volvió a sentar el cuerpo de Jonesy al volante de la camioneta, cerró la puerta y pisó el acelerador. La camioneta dio un brinco hacia adelante y perdió agarre. Giraron las cuatro ruedas, y la camioneta derrapó contra la barrera de seguridad con un fuerte impacto.
—¡Mierda! —exclamó el señor Gray, accediendo al repertorio malsonante de Jonesy casi sin darse cuenta—. ¡Hay que joderse! ¡Tócame los perendengues! ¡Hostias en vinagre! ¡Cómeme la pirula!
Luego se contuvo y volvió a acceder a los conocimientos automovilísticos de Jonesy, cuya información sobre cómo había que conducir con un tiempo así, sin embargo, no podía compararse con la de Janas. Por desgracia, Janas ya no estaba, y se habían borrado sus archivos. Había que conformarse con lo que sabía Jonesy. Lo más importante era rebasar lo que en los pensamientos de Janas había recibido el nombre de «zona de cuarentena». Fuera de ella estaría a salvo. A ese respecto, Janas había despejado cualquier duda.
El pie de Jonesy volvió a pisar el acelerador, pero esta vez mucho más suave, y la camioneta se puso en marcha. Las manos de Jonesy encarrilaron la Chevrolet por el camino abierto por los quitanieves, y que empezaba a taparse.
Debajo del salpicadero chisporroteó la radio.
—Atención, se ha salido un camión de la carretera y ha volcado. ¿Me recibes?
El señor Gray consultó los archivos. Casi todo lo poco que sabía Jonesy de comunicación militar lo sacaba de libros y de algo llamado «pelis», pero quizá sirviera. Cogió el micro, palpó en busca del botón que Jonesy, por lo visto, preveía encontrar al lado, lo encontró y lo apretó.
—Te recibo —dijo.
¿Notarían que no era Andy Janas? Basándose en los archivos de Jonesy, el señor Gray lo dudaba.
—Unos cuantos vamos a ir a ver si lo levantamos y podemos devolverlo a la carretera. Lleva la comida, el muy jodido. ¿Me recibes?
El señor Gray apretó el botón.
—Lleva la comida, el muy jodido. Recibido.
Esta vez la pausa fue más larga, tanta que tuvo miedo de haber dicho algo mal o haber caído en una trampa. Después dijo la radio:
—Supongo que habrá que esperar a los próximos quitanieves. Tú más vale que sigas. Corto.
La voz parecía enfadada. Los archivos de Jonesy daban a entender que podía deberse a que Janas, conductor experto, se había adelantado demasiado para prestar ayuda. Perfecto. La intención previa del señor Gray era seguir, pero no estaba de más contar con autorización oficial.
Consultó los archivos (que ahora le ofrecían el mismo aspecto de cajas en una sala grande que a Jonesy) y dijo:
—Recibido. Corto y cambio. —Y en el último momento añadió—: Que paséis buena noche.
Era horrible aquella cosa blanca; horrible y traicionera. Aun así, el señor Gray se atrevió a acelerar un poco más. Mientras permaneciera en la zona controlada por las fuerzas armadas de Kurtz el Escalofriante, podía ser vulnerable; en cambio, fuera de la red, llevar a cabo sus planes sería pan comido.
Lo que necesitaba tenía que ver con un lugar llamado Derry. Al ingresar de nuevo en el inmenso almacén, el señor Gray hizo un descubrimiento inesperado: su huésped forzoso lo sabía o lo había intuido, porque le pilló desplazando los archivos de Derry, justamente.
El señor Gray, que de repente se había puesto nervioso, buscó entre las cajas que quedaban y se relajó.
Aún estaba lo que le hacía falta.
Junto a la caja que contenía la información de mayor importancia había otra muy pequeña y con mucho polvo, con una inscripción lateral a lápiz negro: DUDDITS. Si había más cajas DUDDITS, se las habían llevado. Solo quedaba una.
El señor Gray la abrió, más que nada por curiosidad (otra emoción tomada del repertorio de Jonesy). Dentro había un recipiente de plástico amarillo chillón con personajes estrafalarios haciendo piruetas. Los archivos de Jonesy los identificaban doblemente como «dibujos animados» y «los Scooby-Doos». También había un adhesivo donde ponía: PERTENEZCO A DOUGLAS CAVELL, 19 MAPLE LANE, DERRY, MAINE. SI SE HA PERDIDO MI DUEÑO, LLAMAR AL…
A continuación, una serie de números demasiado borrosos e ilegibles; debía de tratarse de un código de comunicación que a Jonesy ya se le había olvidado. El señor Gray se desprendió del recipiente de plástico amarillo, que debía de servir para llevar comida. Quizá no tuviera importancia… claro que, en ese caso, ¿qué sentido tenía que Jonesy se hubiera jugado la vida solo para poner a buen recaudo el resto de las cajas DUDDITS (más una parte de las que estaban marcadas como DERRY)?
DUDDITS = AMIGO DE INFANCIA. El señor Gray lo sabía por su primer encuentro con Jonesy en «el hospital». De haber previsto que Jonesy le daría tanto la lata, habría borrado la conciencia de su huésped sin mayor dilación. Para el señor Gray, las palabras INFANCIA y AMIGO no tenían ninguna resonancia emocional, pero entendía su significado. Lo que no entendía tanto, mejor dicho, lo que no entendía en absoluto, era que el amigo de infancia de Jonesy pudiera estar relacionado con lo que estaba pasando.
Se le ocurrió una posibilidad: que su huésped se hubiera vuelto loco. Verse expulsado de su cuerpo le había hecho perder la cordura. En su desvarío, se había limitado a llevarse las cajas que estaban más cerca de la puerta de su extraño refugio, confiriéndoles una importancia de la que carecían.
—Jonesy —dijo el señor Gray, pronunciando el apellido con las cuerdas vocales de Jonesy. Aquellos seres eran genios de la mecánica (qué remedio, para sobrevivir en un mundo tan frío), pero sus procesos de pensamiento pecaban de raros y defectuosos: una actividad mental oxidada en tanques corrosivos de emoción. Sus facultades telepáticas eran casi nulas. La telepatía transitoria que experimentaban gracias al byrus y el kim (las luces) les causaba desconcierto y miedo. El señor Gray no acababa de entender que todavía no se hubieran masacrado entre sí. Unos seres incapaces de pensar de verdad eran locos. Eso no se podía discutir.
Mientras tanto, el ser atrincherado en su extraña e inexpugnable habitación seguía sin contestar.
—Jonesy.
Nada. Sin embargo, Jonesy le oía. El señor Gray estaba seguro.
—Jonesy, todo este sufrimiento es innecesario. Tienes que vernos como lo que somos: salvadores, no invasores. Amigos.
El señor Gray examinó las cajas. Tratándose de un ser sin grandes capacidades de pensamiento, las de almacenamiento, en Jonesy, eran enormes. Pregunta para otro día: ¿para qué querían tanta capacidad de recuperación unos seres de pensamiento tan pobre? ¿Estaba relacionado con el exceso de emociones en su configuración? Emociones molestas, por otro lado. Al señor Gray las de Jonesy se lo parecían, y mucho. Siempre presentes. Siempre a mano. Y eran tantas…
—Guerra… hambrunas… limpieza étnica… gente que mata en nombre de la paz… gente que masacra a los paganos en nombre de Jesús… homosexuales muertos de una paliza… bichos en frascos, y los frascos en las puntas de misiles apuntando a todas las ciudades del mundo… Francamente, Jonesy, entre amigos, ¿qué es un poco de byrus comparado con antrax del tipo cuatro? ¡Si dentro de cincuenta años os habréis muerto todos! ¡Hay que joderse! ¡Relájate y disfruta!
—Has hecho que se clavara un boli en el ojo.
Mejor una respuesta malhumorada que ninguna. Soplaba el viento, la camioneta derrapaba, conducida por el señor Gray usando los conocimientos de Jonesy. La visibilidad casi era nula. Había bajado a treinta por hora, y, una vez fuera de la red de Kurtz, quizá le conviniera quedarse parado del todo. Podía entretener la espera charlando con su huésped. El señor Gray no confiaba en persuadir a Jonesy de que saliera de su habitación, pero era una manera de pasar el rato.
—No tenía más remedio, tío. Necesitaba la camioneta. Soy el último.
—Y nunca pierdes.
—Tú lo has dicho —asintió el señor Gray.
—Pero ¿verdad que nunca has estado en una situación así? ¿De no poder pillar a alguien?
¿Era una burla? El señor Gray sintió una punzada de ira. Jonesy, a continuación, dijo algo que ya había pensado el señor Gray.
—Quizá tendrías que haberme matado en el hospital. ¿O solo era un sueño?
Como no tenía muy claro qué eran los sueños, el señor Gray no se molestó en contestar. Cada vez le incordiaba más hospedar a aquel amotinado en un cerebro que a aquellas alturas debería haber sido exclusivamente suyo, del señor Gray. Para empezar, no le gustaba llamarse a sí mismo «señor Gray»; no era el concepto que tenía de sí mismo, ni de la mente genérica de la que formaba parte; ni siquiera le gustaba concebirse como «sí mismo», en masculino, puesto que era a la vez de los dos sexos y de ninguno. Sin embargo, ahora era prisionero de esos conceptos, y, mientras no absorbiera el núcleo de Jonesy, seguiría siéndolo. Se le ocurrió una idea sobrecogedora: ¿y si los que no tenían sentido eran sus propios conceptos?
Odiaba aquella situación.
—Jonesy, ¿quién es Duddits?
Silencio.
—¿Y Richie? ¿Por qué tiene una caca en la mano? ¿Por qué le mataste?
—¡No le matamos!
Cierto temblor en la voz mental. Ajá, el tiro había dado en el blanco. Y un dato interesante: el señor Gray había hecho la pregunta en singular, pero Jonesy había contestado en plural.
—Sí le matasteis. O creísteis haberle matado.
—Mentira.
—¡Qué tontería negarlo! Tengo aquí los recuerdos, en una de tus cajas. Dentro hay nieve. Y un mocasín. Un mocasín de ante marrón. Ven a verlo.
Durante un segundo de vértigo, creyó posible que Jonesy le hiciera caso. Entonces el señor Gray se lo llevaría directo al hospital, y Jonesy podría verse morir por la tele. Final feliz para la película que habían estado viendo. A partir de entonces, adiós al señor Gray. Solo quedaría lo que para Jonesy era «la nube».
El señor Gray miró ansiosamente el pomo de la puerta, poniendo toda su voluntad para que girara, pero no se movió.
—Sal.
Silencio.
—¡Mataste a Richie, cobarde! Tú y tus amigos. Le mataste… soñando.
El señor Gray no sabía qué eran los sueños, pero sabía que lo dicho era verdad. O que Jonesy lo creía.
Silencio.
—¡Sal! Sal y… —Hurgó en los recuerdos de Jonesy. Muchos estaban en cajas con el rótulo PELÍCULAS; a Jonesy, por lo visto, lo que más le gustaba eran las películas. De una de ellas, el señor Gray extrajo una expresión que le pareció dotada de especial potencia—: ¡… y pelea como un hombre!
Silencio.
Cabrón, pensó el señor Gray, metiéndose de nuevo en el tanque tentador de las emociones de su huésped. Hijo de puta. Tozudo de mierda. Tócame los perendengues, tozudo de mierda.
Cuando Jonesy todavía era Jonesy había tenido la costumbre de expresar su rabia dándole a algo un puñetazo. Así lo hizo el señor Gray: golpeó el centro del volante de la camioneta con el puño de Jonesy, bastante fuerte para que sonara la bocina.
—¡Cuéntamelo! No lo de Richie, ni lo de Duddits. ¡Lo tuyo! Hay algo que te diferencia, y quiero saber qué es.
Jonesy no contestó.
—Es algo de las cartas. ¿A que sí?
La misma falta de respuesta, pero el señor Gray oyó moverse los pies de Jonesy al otro lado de la puerta. También le pareció oír respiración. El señor Gray sonrió con la boca de Jonesy.
—Dime una cosa, Jonesy. Así pasamos el rato. ¿Quién era Richie aparte del número diecinueve? ¿Por qué le tenías rabia? ¿Por ser de los Tigers? ¿De los Tigers de Derry? ¿Qué eran? ¿Quién es Duddits?
Nada.
La camioneta atravesaba el vendaval, más lenta que nunca, y sus faros apenas perforaban el muro blanco y móvil. La voz del señor Gray era grave, persuasiva.
—¿Sabes que te has dejado una de las cajas de Duddits? Y resulta que dentro hay otra caja. Es amarilla y con Scooby-Doos. ¿Qué son? ¿Verdad que no es gente real? ¿Son películas? ¿Televisiones? ¿Quieres la caja? Sal, Jonesy. Sal y te doy la caja.
El señor Gray levantó el pie del acelerador y dejó que la camioneta se deslizara lentamente hacia la izquierda, donde era más gruesa la nieve. Estaba ocurriendo algo, y quería dedicarle toda su atención. La fuerza no había desalojado a Jonesy de su baluarte, pero no era la única manera de ganar una batalla, ni la guerra.
La camioneta se quedó al lado de la barrera de protección, inmersa en una tormenta de nieve que había llegado a su apogeo. El señor Gray cerró los ojos, y se encontró enseguida en el almacén de la memoria de Jonesy, con sus luces deslumbrantes. Tenía detrás varios kilómetros de cajas apiladas, una perspectiva cubierta de fluorescentes; delante, la puerta cerrada, vieja, sucia y, por algún motivo, fortísima. El señor Gray apoyó en ella sus manos tridígitas y habló con una voz grave a la vez íntima y apremiante.
—¿Quién es Duddits? ¿Por qué le llamaste después de matar a Richie? Déjame entrar, que tenemos que hablar. ¿Por qué te has llevado algunas cajas de Derry? ¿Qué querías evitar que viera? Da igual, porque ya tengo lo que necesito. Déjame entrar, Jonesy. No te hagas de rogar.
Funcionaría. Sentía los ojos en blanco de Jonesy. Le estaba viendo mover una mano hacia el pomo y el pestillo.
—Siempre ganamos —dijo el señor Gray. Estaba sentado al volante, con los ojos de Jonesy cerrados; en otro universo aullaba el viento, haciendo balancearse la camioneta—. Jonesy, abre la puerta. Abre ahora mismo.
Silencio. Después, unas palabras a menos de diez centímetros, igual de sorprendentes que un cazo de agua fría en la piel caliente:
—Al carajo, comemierdas.
El señor Gray retrocedió de manera tan brusca que la nuca de Jonesy chocó con la ventanilla trasera de la camioneta. Fue un dolor repentino y alarmante, segunda sorpresa desagradable.
Volvió a descargar un puñetazo con una mano, y después con la otra; después repitió con la primera, y sin darse cuenta ya estaba aporreando el volante y emitiendo bocinazos en morse furibundo. Ser sin apenas emociones, integrante de una especie sin apenas emociones, había sido secuestrado por los fluidos emocionales de su anfitrión, y esta vez no se trataba de mojarse un poquito, sino de un baño en toda regla. Volvió a sentir que solo se debía a la permanencia de Jonesy, como un tumor turbando lo que debería haber sido una conciencia serena y centrada.
El señor Gray aporreaba el volante. Aquella expansión emocional (lo que identificaba la mente de Jonesy como «rabieta») le desagradaba, pero al mismo tiempo le gustaba. Le gustaba el ruido de la bocina al recibir el impacto de los puños de Jonesy, el latido de la sangre de Jonesy en las sienes de Jonesy, la manera de acelerarse del corazón de Jonesy, y el sonido de la voz ronca de Jonesy repitiendo:
—¡Cabronazo! ¡Cabronazo!
Sin embargo, y a pesar de la ira, hubo una parte fría del señor Gray que comprendió la naturaleza del verdadero peligro. Siempre llegaban y rehacían a su imagen los mundos que visitaban. Siempre había sido así, y seguiría siéndolo.
Ahora, sin embargo…
Me está pasando algo, pensó el señor Gray, y nada más ocurrírsele la idea ya se dio cuenta de que en lo fundamental pertenecía a Jonesy: Empiezo a ser humano.
El hecho de que la idea no careciera de atractivos horrorizó al señor Gray.
8
Jonesy salió de un sueño ligero en que el único sonido era el ritmo relajante, adormecedor de la voz del señor Gray, y vio que tenía las manos en los cierres de la puerta del despacho, listas para girar el pomo y descorrer el cerrojo. El muy hijo de puta intentaba hipnotizarle, y lo estaba consiguiendo.
—Siempre ganamos —dijo la voz del otro lado de la puerta. Era relajante, lo cual, después de un día tan tenso, se agradecía, pero también era asquerosamente fatua. El usurpador no descansaría hasta tenerlo todo; ese todo cuya posesión daba por hecha—. Jonesy, abre la puerta. Abre ahora mismo.
Estuvo a punto de hacerle caso; volvía a estar despierto, pero estuvo a punto. Entonces recordó dos sonidos: el tétrico crujido del cráneo de Pete bajo el apretón de la cosa roja, y aquella especie de ruido a mojado que había hecho el ojo de Janas al ser perforado por la punta del bolígrafo.
Jonesy comprendió que en el fondo no había estado despierto. Ahora, sin embargo, sí.
Ahora sí.
Apartó las dos manos de la puerta, aplicó a ella los labios y, con su mejor pronunciación, dijo:
—Al carajo, comemierdas.
Sintió retroceder al señor Gray, y hasta sintió su dolor al chocar con la ventanilla. Claro que ¿por qué no iba a dolerle, si al fin y al cabo eran sus nervios? Y su cabeza, dicho fuera de paso. Pocas satisfacciones había tenido en su vida como la de percibir la sorpresa e indignación del señor Gray. Comprendió borrosamente lo que ya sabía el señor Gray: que la presencia extraterrestre que había en su cabeza se había vuelto más humana.
Si pudieras volver como entidad física, ¿seguirías siendo el señor Gray?, se preguntó Jonesy. Lo dudaba. Quizá el señor Pink[10], pero no el señor Gray.
Ignoraba si su antagonista repetiría el numerito de Herr Mesmer, pero, como prefería no arriesgarse, dio media vuelta y caminó hacia la ventana del despacho, tropezando con una de las cajas y saltando por encima del resto. ¡Joder con la cadera, cómo dolía! ¡Qué cosa más rara dolerle algo así estando prisionero en su propia cabeza! (En una ocasión le había explicado Henry que no había nervios, al menos en la materia gris.) El hecho, sin embargo, era que le dolía. Había leído que alguna gente, después de una amputación, sufría unos dolores y unos picores atroces en el miembro seccionado. Por ahí debía de ir la cosa.
La ventana volvía a ofrecer el panorama tedioso de 1978: el camino de entrada al garaje de Tracker Hermanos, con sus dos carriles y sus malas hierbas. El cielo estaba blanco, nublado; al parecer, cuando la ventana daba al pasado, el tiempo se detenía a primera hora de la tarde. El único aliciente de la vista era que mirarla, para Jonesy, significaba alejarse lo más posible del señor Gray.
Supuso que cambiarla era cuestión de voluntad, que tenía la posibilidad de mirar hacia afuera y ver lo que veía el señor Gray con los ojos de Gary Jones, pero no tenía prisa. Aparte de la tormenta de nieve no había nada que ver, ni que sentir aparte de la rabia robada del señor Gray.
«Piensa en otra cosa», se dijo.
«¿En qué?»
«No sé, lo que sea. ¿Y si…?»
Sonó el teléfono del escritorio, rareza a escala de Alicia en el país de las maravillas, porque unos minutos antes en el despacho no había habido ni teléfono ni mesa que le prestara apoyo. Ahora estaban las dos cosas, mientras que habían desaparecido los condones usados. El suelo seguía sucio, pero en las baldosas ya no había polvo. Debía de tener en la cabeza una especie de conserje, un fanático de la limpieza que, considerando que Jonesy iba a quedarse cierto tiempo, había decidido que se imponía cierto grado de limpieza. Jonesy quedó impresionado por la idea, pero sus implicaciones se le antojaron deprimentes.
Volvió a sonar el teléfono del escritorio. Jonesy levantó el auricular y dijo:
—¿Sí?
La voz de Beaver le provocó un escalofrío de repelús por toda la espalda. Era la llamada telefónica de un muerto, como en las películas que le gustaban. O que le habían gustado.
—Tenía cortada la cabeza, Jonesy. Estaba tirada en la cuneta, con los ojos llenos de barro.
Luego un clic, y un silencio de final de llamada. Jonesy dejó el auricular en su soporte y volvió hacia la ventana. Ahora no estaban ni el camino de entrada ni Derry. Tenía delante una imagen de Hole in the Wall a la luz blanquecina del amanecer. El tejado no era verde, sino negro, señal de que era Hole in the Wall tal como estaba antes de 1982, cuando los cuatro, que para entonces ya eran mozarrones de instituto (claro que en el caso de Henry mozarrón era mucho decir), habían ayudado al papá de Beav a poner las tejas rojas de madera que seguían cubriendo la cabaña.
Lo cierto, sin embargo, era que a Jonesy le hacía tan poca falta aquel indicio para saber en qué época estaba como que le dijeran que ahora ya no existían ni las tejas ni Hole in the Wall, incendiado por Henry. En cualquier momento se abriría la puerta y saldría Beaver. Era 1978, el año que marcaba el verdadero inicio de todo; estaba a punto de salir Beaver con el único indumento de sus calzoncillos largos y su chaqueta de motorista llena de cremalleras, con los pañuelos naranjas al aire. Era 1978, eran jóvenes… y habían cambiado. Era el día en que habían empezado a comprender el alcance del cambio.
Jonesy, fascinado, miraba por la ventana.
Se abrió la puerta.
Beaver Clarendon, de catorce años, salió corriendo.