XIII
En la tienda de Gosselin

1

A Archie Perlmutter, primero de su promoción (tema del discurso en la ceremonia de licenciatura: «Ventajas y responsabilidades de la democracia»), antiguo Eagle Scout (el grado más alto en los Boy Scouts), presbiteriano practicante y graduado de West Point, el súper de Gosselin ya no le parecía real. Ahora que habían instalado bastante voltaje para iluminar una ciudad pequeña, parecía un decorado cinematográfico, y no de cualquier película, sino de una superproducción a lo James Cameron donde los gastos de catering darían para alimentar dos años a la población de Haití. Ni la nieve, cuya intensidad seguía en aumento, mitigaba gran cosa el resplandor de los focos, como tampoco modificaba la ilusión de que todo, desde el revestimiento cutre del edificio a las dos chimeneas de hojalata que salían torcidas del techo, pasando por la única bomba de gasolina que había a pie de carretera, era simple atrezo.

El primer acto sería así, pensó Pearly, caminando deprisa con la tablilla debajo del brazo. (Archie Perlmutter siempre se había considerado hombre de gran talla artística… y comercial.) Aparece un plano de una tienda en pleno bosque. Los viejos del lugar están sentados alrededor de la estufa de leña (no la pequeña del despacho de Gosselin, sino la grande de la propia tienda), mientras fuera nieva una barbaridad. Hablan de luces en el cielo… de cazadores desaparecidos… de que si se han visto hombrecillos grises escondidos en el bosque… El dueño, que podría llamarse Rossiter, se lo toma a chunga. Dice: «¡Vaya unas nenitas estáis hechos!». ¡Y justo entonces lo baña todo una luz muy fuerte (tipo Encuentros en la tercera fase), porque está aterrizando un ovni! ¡Y salen un montón de extraterrestres sedientos de sangre, disparando rayos asesinos! ¡Es como Independence Day, pero con la gracia de que pasa en el bosque!

Melrose, pinche tercero (que era lo más cerca que se llegaba en aquella aventurita de tener un rango oficial), intentaba no quedarse rezagado. Como no llevaba zapatos ni botas, sino calzado deportivo (Perlmutter lo había sacado de la tienda de cocinas), resbalaba constantemente. Había mucho tránsito de hombres, y alguna que otra mujer; en su mayoría iban a paso ligero, y muchos hablaban por micros o walkie-talkies. La sensación de que era un escenario artificial se incrementaba a causa de los camiones, los remolques, los helicópteros en marcha pero sin volar (habían vuelto todos por el mal tiempo) y el rugido incesante y mezclado de los motores y los generadores.

—¿Para qué quiere verme? —volvió a preguntar Melrose, jadeando y con una voz todavía más plañidera que antes.

Pasaron junto al cercado y el corral de al lado del establo de Gosselin. La valla, vieja y estropeada (ya hacía diez años o más que no había caballos en el corral, y que no se ejercitaba ninguno en el cercado), se había reforzado mediante una alternancia de alambre con púas y sin púas. El primero estaba electrificado a un voltaje que probablemente no fuera mortal, pero sí suficiente para dejar a alguien retorciéndose en el suelo; la carga, además, podía aumentarse hasta niveles letales en caso de que se pusieran revoltosos los nativos. Veinte o treinta hombres les observaban desde detrás de la alambrada, entre ellos el viejo Gosselin (a quien, en la versión de James Cameron, interpretaría algún curtido veterano, tipo Harry Dean Stanton). Antes, los hombres de detrás de la alambrada les habrían dirigido la palabra, habrían hecho amenazas y planteado exigencias con tono de enfado, pero desde que habían visto lo que le había pasado al banquero de Massachusetts por querer escaparse, a los pobres se les había encogido bastante la pilila. Ver que a alguien le pegan un tiro en la cabeza suele hacer que se tengan bastantes menos cojones. Tampoco había que olvidar que todos los operativos llevaban mascarilla en la nariz y la boca. Con eso, los cojones debían de estar a cero.

—Jefe… —Ahora el tono quejica era total. Por lo visto, ver ciudadanos americanos detrás de una alambrada había agravado la incomodidad de Melrose—. Oiga, jefe, ¿para qué quiere verme el número uno? Me extraña hasta que sepa que existen pinches terceros.

—No lo sé —contestó Pearly, y era verdad.

Más adelante estaban Owen Underhill y alguien de la división motorizada que casi le gritaba al oído, tal era el fragor de los helicópteros. Perlmutter supuso que no tardarían en apagarlos, porque con un tiempo así no volaba ni Cristo. Según Kurtz, aquella nevada anticipada era «un regalo que nos hace Dios». Era la clase de comentarios que, viniendo de él, te dejaban con la duda de si lo decía en serio o irónicamente. El tono siempre era serio, pero a veces le añadía una risa. De las que ponían nervioso a Archie Perlmutter. En la película, Kurtz sería James Woods. O Christopher Walken. No se le parecía ninguno de los dos, pero bueno, George C. Scott tampoco se parecía a Patton… Tema zanjado.

Perlmutter dio un brusco rodeo hacia Underhill. Melrose intentó seguirle y acabó con el culo en el suelo, cagándose en todo. Perlmutter tocó el hombro de Underhill y, al verle la cara, confió en disimular su sorpresa gracias a la mascarilla. Owen Underhill parecía diez años mayor que al apearse del autobús escolar de Millinocket.

Pearly se inclinó hacia él y exclamó con el viento de cara:

—¡Kurtz en quince! ¡No te olvides!

Underhill le hizo un gesto impaciente con la mano, queriendo decir que se acordaría, y volvió a girarse hacia el de la división motorizada. Ahora Perlmutter le tenía identificado: se llamaba Brodsky.

El puesto de mando de Kurtz, una caravana inmensa (siguiendo la comparación con un plató, sería la residencia temporal de la estrella, o del propio James Cameron), estaba justo delante. Pearly apretó el paso, plantando cara a la cortina de copos. Melrose correteó para colocarse a su altura, mientras se limpiaba el mono de nieve.

—Venga, enróllate —suplicó—. ¿No tienes ninguna pista?

—No —dijo Perlmutter.

No tenía ninguna sobre el motivo de que, con mil cosas en marcha, Kurtz quisiera ver a un simple pinche, pero pensó que los dos sabían que no podía ser nada bueno.

2

Owen orientó la cabeza de Emil Brodsky, le aplicó a la oreja el morro de su mascarilla y dijo:

—Vuelve a contármelo, pero no todo, solo la parte que has dicho que era como un telele mental.

Brodsky no puso ninguna objeción, pero se tomó diez segundos para ordenar sus ideas. Owen se los concedió. En primer lugar tenía cita con Kurtz y después le tocaba redactar el parte (muchos hombres y un montón de papeleo), más a saber qué truculentas tareas, pero intuía que lo de Brodsky era importante.

En cuanto a que se lo dijera a Kurtz, quedaba por ver.

Brodsky se decidió a girar la cabeza de Owen, ponerle en la oreja la parte de plástico de su mascarilla y hablar. Esta vez dio más detalles, pero la historia se reducía a lo mismo: caminaba por el prado de al lado de la tienda, hablando a la vez con Cambry, que le acompañaba, y con un convoy de suministro de combustible a punto de llegar, y de repente había tenido la sensación de que le secuestraban el cerebro. Había estado en un cobertizo hecho polvo con alguien a quien no veía bien. Ese alguien quería poner en marcha una motonieve, pero no podía. Necesitaba a Brodsky para saber por qué no arrancaba.

—¡Le he pedido que abriera la tapa del motor! —exclamó al oído de Owen—. La ha abierto, y ha sido como ver por sus ojos… pero con mi propio cerebro. ¿Entiende lo que le quiero decir?

Owen asintió.

—He visto el fallo enseguida: habían quitado las bujías. Entonces le he dicho al tío que mirara por el cobertizo, y lo ha hecho. Hemos mirado los dos. Las bujías estaban en un bote de gasolina, encima de la mesa. Mi padre, cuando venía la época de frío, hacía lo mismo con el cortacésped.

Brodsky se tomó un respiro. Se notaba que pasaba vergüenza por lo que decía, o por cómo consideraba que debía de sonar. Owen, que estaba fascinado, le hizo gestos de que siguiera.

—No hay mucho más que contar. Le he dicho que las sacara, que las secara y que las enchufara. Ayudar en algo así lo he hecho un millón de veces, pero la diferencia es que estaba aquí, no allí. En realidad no pasaba.

—¿Y luego? —dijo Owen.

Los motores le obligaban a forzar la voz, pero en el fondo tenían la intimidad de un cura y su feligrés en un confesionario.

—Ha arrancado a la primera. Ya que estábamos, le he dicho que mirara cómo estaba de gasolina, y tenía el depósito lleno. Luego me ha dado las gracias. —Brodsky, pasmado, sacudió la cabeza—. Y yo voy y le digo: «No, hombre, no hay de qué». ¿Qué, estoy loco?

—No, pero de momento te pediría que no se lo contaras a nadie.

Una sonrisa ensanchó los labios de Brodsky debajo de la mascarilla.

—¡Uy, tranquilo! Solo se lo he dicho porque… Como hay orden de informar de cualquier cosa rara…

Owen replicó con rapidez, sin darle tiempo de pensar a Brodsky.

—¿Cómo se llamaba?

—Jonesy Tres —contestó Brodsky. A continuación puso cara de sorpresa—. ¡Joder! No sabía que lo supiera.

—¡Qué nombre más raro!

—Sí, bastante, pero… —Se lo pensó un poco y añadió exaltado—: ¡Ha sido horrible! Cuando pasaba, no, pero después de un rato… al pensarlo… era como si me… —Bajó la voz—. Como si me hubieran violado, señor.

—Bueno, pues ya está —dijo Owen—. Supongo que tienes varias cosas más que hacer.

Brodsky sonrió.

—Solo dos o tres mil.

—Pues a por ellas.

—Recibido. —Brodsky dio un paso y se volvió. Owen miraba el corral, donde había habido caballos y ahora había personas. La mayoría de los detenidos estaba en el establo, y los que se habían quedado fuera, que andarían sobre las dos docenas, formaban una piña como para darse ánimos. Solo había uno que fuera a su aire, un tío escuchimizado, alto y seco, con unas gafotas que le daban cara de búho. Brodsky miró al búho condenado, y después a Underhill.

—¡Oiga, no pensará meterme en un follón! ¡A ver si se le ocurre mandarme al psiquiatra!

—Descu… —empezó a decir Owen.

No tuvo tiempo de acabar, porque se oyó un disparo en la caravana de Kurtz y alguien se puso a chillar.

—¡Jefe! —susurró Brodsky. A Owen el ruido de motores le impedía oírle. Le leyó la palabra en los labios, y esta—: Mierda.

—Vete —dijo—, que no es cosa tuya. Brodsky le miró un poco más, humedeciéndose los labios dentro de la mascarilla. Owen le hizo un gesto con la cabeza, intentando proyectar una impresión de confianza y autoridad, de todo bajo control; quizá funcionase, porque Brodsky le devolvió el gesto y se marchó.

Dentro de la caravana proseguían los gritos. Cuando Owen se encaminó a ella, el hombre que estaba solo en el cercado le dijo:

—¡Eh, oiga! ¡Acérquese un minuto, que tengo que hablar con usted!

Ya, pensó Underhill sin aminorar el paso. Me apuesto lo que sea a que tienes que contarme algo gordísimo, y mil razones para que te suelten enseguida.

—¿Overhill? No, Underhill. Se llama así, ¿no? Tengo que hablar con usted. ¡Es importante para los dos!

Owen se detuvo a pesar de los gritos de la caravana, que se habían convertido en sollozos de dolor. No era buena señal, pero al menos indicaban que no se había muerto nadie. Se fijó en el hombre de las gafas. Era puro pellejo, y, aunque llevaba parka, tiritaba.

—Es importante para Rita —dijo el hombre flaco, haciéndose oír por encima de los motores—. Y para Katrina.

Daba la impresión de que al gafotas le debilitaba pronunciar los nombres, como si los hubiera extraído como piedras de un pozo muy hondo, pero el susto de oír los nombres de su mujer e hija en boca de un desconocido hizo que Owen apenas reparara en el detalle. El impulso de acercarse al hombre y preguntarle cómo los sabía era fuerte, pero Underhill no disponía de tiempo. Tenía una cita. Y que de momento no hubiera ningún muerto no quería decir que no fuera a haberlo.

Miró por última vez al personaje de detrás de la alambrada, memorizando sus facciones, y se apresuró a llegar a la caravana.

3

Perlmutter, lector de El corazón de las tinieblas y espectador de Apocalypse Now, había pensado a menudo que el apellido Kurtz era demasiada casualidad. Estaba dispuesto a apostar cien dólares (mucho dinero para alguien artístico y no jugador como él) a que su jefe no se llamaba así de verdad, sino Arthur Holsapple, Dagwood Elgart… o Paddy Maloney, a saber. ¿Kurtz? Inverosímil. Casi seguro que era para hacerse el interesante, como la pistola con culatas de nácar de George Patton. Los hombres, algunos de los cuales llevaban con Kurtz desde Tormenta del Desierto (antigüedad a la que Archie Perlmutter ni se acercaba), le tenían por un hijo de perra fuera de sus cabales. Lo mismo opinaba Perlmutter: loco como Patton. Dicho de otra manera, como una cabra. Seguro que por la mañana, al afeitarse, se miraba en el espejo y hacía imitaciones de Marlon Brando susurrando: «El horror, el horror».

Por eso, al acompañar al pinche Melrose a la caravana de mando, que era un horno, Pearly no estaba más intranquilo de lo habitual. En cuanto a Kurtz, no se le apreciaba nada extraño. Estaba sentado en una mecedora de mimbre. Se había quitado el mono (que estaba colgado en la puerta por la que habían entrado Perlmutter y Melrose) y les recibió en calzoncillos largos. Uno de los palos de la mecedora tenía colgada su pistola por el cinturón, y no era una cuarenta y cinco con culatas de nácar, sino automática, y de nueve milímetros.

Los aparatos electrónicos echaban humo. El fax de encima de la mesa de Kurtz amontonaba papel sin respiro. Cada quince segundos, más o menos, el Imac de Kurtz anunciaba «¡Tiene un mensaje!» con su voz alegre de robot. Tres radios, todas a bajo volumen, escupían su correspondiente chisporroteo de transmisiones. Detrás del escritorio, en la pared de imitación de pino, había dos fotos enmarcadas. Kurtz nunca se separaba de ellas. La de la izquierda, cuyo título era «INVERSIÓN», mostraba a un chico angelical con uniforme de boy scout, levantando la mano derecha y haciendo el saludo de tres dedos característico de la organización. La de la derecha se titulaba «DIVIDENDO» y era una fotografía aérea de Berlín hecha en la primavera de 1945. Quedaban dos o tres edificios en pie, pero la mayor parte de lo que recogía la cámara eran simples escombros.

Kurtz indicó la mesa con un movimiento de la mano.

—No hagáis caso, chavales, que solo es ruido. Se encarga Freddy Johnson, pero le he mandado al economato a llenarse un poco el estómago. Le he dicho que no se dé prisa y que se coma los cuatro platos, desde la sopa al sorbete, porque aquí la situación… aquí, chicos, la situación está prácticamente… ¡ESTABILIZADA!

Les enseñó los dientes con ferocidad y empezó a mecerse. Al lado de Kurtz, el arma se balanceaba como un péndulo al final del cinturón, dentro de la pistolera.

Melrose y Kurtz aventuraron sendas sonrisas de respuesta, más vacilante la de Melrose. Perlmutter tenía clichado a Kurtz: el jefe era un quiero y no puedo existencial. Brillante descripción, sí señor. En la carrera militar no daba muchas ventajas estar formado en humanidades, pero alguna había, como acuñar expresiones.

—La única orden que le he dado al teniente Johnson… uy, no, rangos no… quería decir a mi buen amigo Freddy Johnson… ha sido bendecir la mesa. ¿Vosotros rezáis?

Melrose asintió con la misma vacilación con la que había sonreído, mientras que Perlmutter lo hizo indulgentemente. Tenía la seguridad de que la fe en Dios que insistía en profesar Kurtz, al igual que su apellido, era plumaje.

Kurtz, risueño, se mecía mirando a los dos hombres, cuyo calzado goteaba nieve derretida que formaba charcos.

—La mejor manera de rezar es la que tienen los niños —dijo—. Cuestión de sencillez. ¿A que sí?

—Sí, j… —empezó Pearly.

—Tú cierra el pico, perro —dijo jovialmente Kurtz. Y sin dejar de mecerse. Ni la pistola de oscilar en el extremo del cinturón. Miró a Pearly, y después a Melrose—. ¿Tú qué opinas, nene? ¿Es una oración bonita, sí o sí?

—Sí, s…

—O Allah akhbar, como dicen nuestros amigos árabes: «El único dios es Dios». ¿Se puede ser más sencillo? Es cortar la pizza justo por la mitad. No sé si me explico.

No contestaron. Kurtz se mecía más deprisa, y la pistola se balanceaba a mayor velocidad. Perlmutter empezó a ponerse tan nervioso como hacía unas horas, antes de que llegara Underhill y sosegara un poco a Kurtz. Lo más probable era que solo fuera más plumaje, pero…

—¡O Moisés delante de la zarza ardiendo! —exclamó Kurtz, y se le iluminó la cara, que era más bien de caballo, con una sonrisa desquiciada—. Pregunta Moisés: «¿Con quién hablo?», y Dios le sale con el típico rollo de «Soy el que soy, y nada más que el que soy, bla bla bla». Qué Dios más bromista, ¿eh, señor Melrose? ¿En serio que se ha referido a nuestros emisarios del espacio exterior como «negros del espacio»?

Melrose se quedó boquiabierto.

—Contesta, chavalín.

—Señor…

—Vuelve a llamarme señor y celebrarás tus próximos dos cumpleaños en el cercado. ¿Me explico? ¿Captas de qué voy?

—Sí, jefe.

Melrose se había cuadrado y tenía toda la cara blanca, menos dos manchas rojas de frío en las mejillas que quedaban cortadas en dos por las gomas de la mascarilla.

—Bueno, ¿es o no verdad que hayas llamado «negros del espacio» a nuestros visitantes?

—Señor, puede que se me haya escapado alguna…

Con una velocidad a la que Perlmutter apenas dio crédito (casi era como un efecto especial de película), Kurtz sacó la pistola de la funda en movimiento, la empuñó sin dar la sensación de apuntar y disparó. La mitad superior de la zapatilla deportiva del pie izquierdo de Melrose explotó. Saltaron pedazos de tela. La pernera de Perlmutter quedó salpicada de sangre y trocitos de carne.

No he visto nada, pensó Pearly. No ha pasado nada.

Melrose, sin embargo, estaba gritando, y se miraba el pie izquierdo destrozado con incredulidad, chillando a grito pelado. Perlmutter vio hueso y le dio un vuelco el estómago.

Kurtz no abandonó la mecedora tan deprisa como había sacado la pistola de la funda (al menos lo primero pudo verlo Perlmutter), pero no dejaba de haberse movido deprisa. Escalofriantemente deprisa.

Agarró del hombro a Melrose y clavó una mirada penetrante en el rostro contraído del pinche.

—No berrees tanto, nene.

Melrose siguió berreando. Le chorreaba sangre el pie, y a Pearly le pareció que la parte donde estaban los dedos estaba cercenada de la del talón. Entonces se le puso todo gris y borroso, pero hizo un esfuerzo de voluntad y consiguió despejar la grisura. Como se desmayara, a saber qué le haría Kurtz. Perlmutter había oído contar muchas historias, pero hasta entonces creía que el noventa por ciento eran exageraciones o propaganda orquestada por el propio Kurtz para agigantar su imagen de loco.

Ahora sé que no, pensó Perlmutter. No hay mitificación: hay mito.

Obrando con una precisión escrupulosa y casi quirúrgica, Kurtz apoyó el cañón de la pistola en el centro de la frente de Melrose, blanca como un queso.

—Chavalín, o paras de chillar como una nena o te hago parar yo.

Melrose se las arregló para tragarse los gritos y convertirlos en sollozos guturales, para aparente satisfacción de Kurtz.

—Solo lo digo para que me oigas, chavalín; es imprescindible que me oigas, porque te va a tocar correr la voz. Considero, Dios me asista, que tu pie, o lo que te queda de pie, expresará el concepto básico, pero los detalles tiene que darlos esta boca tuya bendita. ¿Me oyes o no, chavalote? ¿Estás atento a los detalles?

Melrose seguía lloriqueando y se le salían los ojos como bolas de cristal azul, pero logró asentir con la cabeza.

Veloz como serpiente en ataque, la cabeza de Kurtz se giró, y Perlmutter le vio perfectamente la cara. La locura estaba impresa en las facciones con la nitidez de un tatuaje guerrero. A Perlmutter, en aquel momento, se le cayeron al suelo todas sus convicciones acerca de su superior.

—¿Y tú qué, chavalote? ¿Tú escuchas? Porque eres un mensajero. Lo somos todos.

Pearly asintió. Entonces se abrió la puerta, y con alivio infinito vio que era Owen Underhill. La mirada de Kurtz saltó hacia este último.

—¡Owen! ¡Chavalote mío! ¡Otro testigo! ¡Otro mensajero, Dios bendito! ¿Me escuchas? ¿Propagarás la Palabra?

Underhill asintió con cara de jugador de póquer en una jugada de mucho dinero.

—¡Perfecto, perfecto!

Kurtz volvió a fijarse en Melrose.

—Cito el manual, pinche tercero Melrose: parte 16, sección 4, párrafo 3. «El uso de epítetos inapropiados, tanto de índole racial, étnica o sexual, es pernicioso para la moral y contraviene el protocolo del servicio armado. En caso de demostrarse dicho uso, el usuario será castigado de inmediato por un consejo de guerra, o en el campo de batalla por la autoridad competente.» Final de la cita. La autoridad soy yo, y el que usa epítetos inapropiados, tú. ¿Me entiendes, Melrose? ¿Captas de qué voy?

Melrose, gemebundo, quiso hablar, pero le interrumpió Kurtz. Owen Underhill seguía en la puerta sin moverse ni un milímetro, mientras se le derretía la nieve en los hombros y le corría como gotas de sudor por el plástico transparente de la mascarilla. No apartaba la vista de Kurtz.

—Pues bien, pinche tercero Melrose, lo que acabo de citar en presencia de estos testigos, Dios me asista, tiene categoría de orden, y prohíbe hablar con desprecio de cualquier raza o nacionalidad; incluida, en este caso, la negra. ¿Me has entendido?

Queriendo asentir, Melrose se tambaleó al borde del desmayo. Perlmutter le sujetó por el hombro y volvió a ponerle derecho, rezando por que Melrose no se quedara frito antes de hora. A saber qué era capaz de hacerle Kurtz al pinche si tenía la temeridad de desconectar antes de que Kurtz hubiera terminado de leerle la cartilla.

—Mira, chaval, a estos invasores de mierda les daremos un repaso que se van a enterar, y como vuelvan por la Tierra les arrancaremos esa cabecita gris que tienen y nos cagaremos en sus cuellos. ¿Que ni por esas? Entonces usaremos contra ellos su propia tecnología, que ya nos falta poco para dominar, y viajaremos a su lugar de origen en sus propias naves, o en otras parecidas fabricadas por General Electric, DuPont y Microsoft; entonces, Dios me asista, entonces les quemaremos sus ciudades, panales, hormigueros o donde vivan, les echaremos napalm y bombas atómicas, y por Dios todopoderoso, Allah akhbar, les llenaremos los lagos y los mares con pipí americano del que escuece. Ahora bien, lo haremos de manera «correcta», con «propiedad» y sin establecer diferencias de raza, sexo, etnia o religión. Lo haremos porque los muy cabrones se han equivocado de barrio, y han llamado a la puerta que no era. No estamos en la Alemania de 1938, ni en el Misisipí de 1963. ¿Qué, señor Melrose? ¿Te ves capaz de difundir el mensaje?

Melrose puso sus ojos llorosos en blanco y le fallaron las rodillas. Perlmutter volvió a cogerle por el hombro, queriendo evitar que se cayera, pero esta vez fue inútil. Melrose se desplomó.

—Pearly —susurró Kurtz.

Al recibir el fuego de los ojos azules de su superior, Perlmutter tuvo la impresión de que jamás había pasado tanto miedo como en ese momento. La vejiga se le había convertido en una bolsa caliente y pesada que solo pedía vaciársele en el mono. Pensó que si Kurtz veía ensancharse una mancha oscura en la entrepierna de su ayudante de campo, dado su estado de ánimo, era capaz de pegarle un tiro sin contemplaciones, pero pensarlo no mejoró la situación. Al contrario.

—Sí, s… jefe.

—¿Correrá la voz? ¿Será buen mensajero? ¿Consideras que ha estado bastante atento, o pensaba demasiado en el puto pie?

—Pu… Pue… —Viendo que, desde la puerta, Underhill le hacía un gesto casi imperceptible de confirmación con la cabeza, Pearly cobró ánimos—. Sí, jefe, yo creo que lo ha oído todo.

Ante la vehemencia de Perlmutter, la primera reacción visible de Kurtz fue de sorpresa, y la segunda de satisfacción. Se volvió hacia Underhill.

—Sí —dijo este—, a condición de llevarle a la enfermería antes de que se desangre en tu alfombra y se muera.

Las comisuras de los labios de Kurtz se levantaron.

—¿Te encargas tú, Pearly?

—Ahora mismo —dijo Perlmutter, yendo hacia la puerta.

Una vez hubo dejado atrás a Kurtz, le dirigió a Underhill una mirada de ferviente gratitud que o bien pasó desapercibida o se prefirió ignorar.

—A paso ligero, señor Perlmutter. Owen, quiero hablar contigo. —Pasó por encima del cuerpo de Melrose sin mirarlo y entró deprisa en la pequeña cocina—. ¿Café? Como lo ha hecho Freddy, no puedo garantizarte que sea bebible… pero…

—Pues no estaría mal un cafelito —dijo Owen Underhill—. Sírvelo, mientras intento cortar la hemorragia.

Kurtz, que estaba al lado de la cafetera, le miró con una chispa de duda en los ojos.

—¿Tú crees que hace falta?

Fue el momento en que salió Perlmutter de la caravana. Era la primera vez que se metía en una tormenta con la sensación de escapar.

4

Henry estaba al lado de la alambrada (sin tocarla, porque ya había visto qué pasaba), esperando que Underhill (sí, seguro que se llamaba así) volviera de lo que debía de ser el puesto de mando. Sin embargo, al abrirse la puerta, quien salió como una exhalación fue otro de los que había visto entrar Henry, y nada más bajar los escalones se puso a correr. Era un hombre alto, con una de esas caras serias que relacionaba Henry con los mandos intermedios. La cara expresaba terror, y su dueño, antes de acelerar el paso, estuvo a punto de caerse. Henry no deseaba otra cosa.

Después del primer resbalón, el mando intermedio logró conservar el equilibrio, pero a medio camino de dos remolques adosados le salieron despedidos los pies y se cayó de culo. La tablilla que llevaba patinó como un tobogán para duendes.

Henry levantó las manos y aplaudió con todas sus fuerzas, pero, como con tanto ruido de motor no debían de oírse las palmadas, las ahuecó alrededor de la boca y exclamó:

—¡Muy bien, capullo, muy bien! ¡Que pasen la repetición de la jugada!

El mando intermedio se levantó sin mirarle, recuperó su tablilla y siguió corriendo hacia los dos remolques.

Al lado de la alambrada, a unos veinte metros de Henry, había un grupo de ocho o nueve personas de pie. Se le acercó uno de ellos, un hombre tirando a gordo y con una parka naranja acolchada.

—No te lo aconsejo. —Hizo una pausa y añadió en voz baja—: A mi cuñado le han pegado un tiro.

Sí, Henry se lo veía en la cabeza: el cuñado del gordo, que también era gordo, diciendo que si su abogado, que si sus derechos, y que si trabajaba en una sociedad de inversión de Boston; los soldados asintiendo con la cabeza y diciéndole que tuviera paciencia, que estaba normalizándose la situación y que por la mañana se habría arreglado todo, mientras empujaban a los dos temibles cazadores con sobrepeso hacia el cobertizo, donde ya había buena pesca. De repente el cuñado había empezado a correr hacia los vehículos, y pum pum, hasta luego cocodrilo.

El hombre corpulento, con la cara blanca y seria a la luz de los focos recién instalados, estaba contándoselo a Henry, que le interrumpió.

—¿Usted qué cree que nos harán a los demás?

El hombre corpulento le miró escandalizado, y retrocedió un paso como si temiera contagiarse de algo. Pensándolo bien, era gracioso, porque contagiados, de hecho, lo estaban todos. Al menos era de lo que estaba convencido aquel equipo de limpieza sufragado por el gobierno, y a la larga el resultado sería el mismo.

—¡No lo dirá en serio! —dijo el hombre corpulento, y añadió casi con indulgencia—: Oiga, que estamos en América.

—¿Ah, sí? ¿Y usted ve muchas garantías procesales?

—Es porque… Yo creo que solo nos… —Henry aguardó con interés, pero no hubo continuidad, al menos en aquel registro—. ¿A que ha habido un disparo? —preguntó el hombre corpulento—. Y me parece que también he oído gritos.

Salieron dos hombres de los dos remolques adosados, llevando una camilla entre los dos. Detrás, con clara reticencia, iba el mando intermedio, que había vuelto a ponerse bien la tablilla debajo del brazo.

—Parece que ha oído bien. —Henry y el hombre corpulento vieron subir a los camilleros por los escalones de la caravana del puesto de mando. Cuando el mando intermedio se aproximó a la alambrada, Henry le dijo—: ¿Qué, capullo? ¿Está la cosa animada?

El hombre corpulento se sobresaltó. El de la tablilla miró a Henry con dureza y siguió caminando hacia la caravana.

—Solo es… Solo es una situación de emergencia —dijo el hombre corpulento—. Yo creo que mañana por la mañana se habrá arreglado todo.

—Menos para su cuñado —dijo Henry.

El hombre corpulento le miró apretando los labios, que le temblaban un poco. Después regresó con el grupo, donde debía de imperar un punto de vista más afín al suyo. Henry volvió a concentrarse en la caravana y siguió aguardando a que saliera Underhill. Tenía la sensación de que Underhill era su única esperanza… si bien, al margen de las dudas que pudiera albergar sobre la operación, era una esperanza precaria. Y Henry solo tenía una carta que jugar. La carta era Jonesy. De Jonesy no sabían nada.

La cuestión era decírselo a Underhill, o no. Henry tenía muchísimo miedo de que no sirviera de nada.

5

Cinco minutos después de que el mando intermedio entrara en la caravana detrás de los camilleros, salieron los tres con alguien más en la camilla. A la luz intensa de los focos, la cara del herido estaba tan blanca que parecía morada. Para Henry fue un alivio ver que no se trataba de Underhill, porque Underhill era diferente de los demás chalados.

Pasaron diez minutos y Underhill seguía sin haber salido del puesto de mando. Nevaba cada vez más, y Henry esperaba. Para vigilar a los presos (lo eran, y no tenía sentido usar eufemismos) había soldados, uno de los cuales se decidió a acercarse. Los hombres apostados en el cruce de Deep Cut Road y Swanny Pond Road habían deslumbrado tanto a Henry con sus focos que no reconoció la cara del soldado. Entonces descubrió algo que le llenó de tanta alegría como profunda inquietud: que los cerebros también poseían rasgos, y que eran tan reconocibles como una boca bonita, una nariz rota o un ojo bizco. Se trataba de uno de los hombres que le habían capturado, el mismo que, considerando que no caminaba bastante deprisa hacia el camión, le había dado un golpe en el culo con la culata del rifle. Las nuevas facultades de Henry eran esquizoides: se le escapaba el nombre del soldado, pero sabía que su hermano se llamaba Frank y que, yendo al instituto, le habían absuelto (a Frank) en un juicio por violación. Había más cosas, inconexas y mezcladas como el contenido de una papelera. Henry se dio cuenta de que estaba examinando un verdadero río de conciencia, con los correspondientes desechos flotando en sus aguas. Lo humillante era el prosaísmo general.

—¡Hombre —dijo el soldado con bastante buen tono—, si es el listo! ¿Te apetece una salchicha, tío listo? —Rio.

—Ya tengo una —dijo Henry, que también sonreía. Entonces, como tantas veces, habló Beaver por su boca—. ¿Quieres chuparla un poquito? Igual entras en calor.

El soldado dejó de reír.

—Ya veremos si dentro de doce horas sigues tan ocurrente —dijo. La imagen que pasó flotando en el río de entre las orejas de aquel hombre fue la de un camión lleno de cadáveres, un amasijo de brazos y piernas blancos—. ¿Ya te crece el Ripley, tío listo?

Henry pensó: el byrus. Se refiere al byrus, que es como se llama de verdad. Jonesy lo sabe.

No contestó, y el soldado se alejó con la expresión satisfecha de quien ha ganado por puntos. Henry se concentró por curiosidad y visualizó un rifle; no uno cualquiera, sino la Garand de Jonesy. Pensó: estoy armado, cabrón, y en cuanto me des la espalda te mato.

El soldado volvió a girarse. La cara de satisfacción había sufrido el mismo destino que la sonrisa y la risa, sustituida por una expresión de duda y sospecha.

—¿Qué dices, listillo? ¿Has dicho algo?

Henry respondió sonriente:

—Solo pensaba si te habría tocado algo de la chica. Sabes, ¿no? La que se tiró tu hermano a la fuerza. ¿Te dejó que se la metieras después de él?

El soldado, de tan sorprendido, se quedó un momento con cara de idiota, expresión que dio paso a la mayor de las iras. Entonces levantó el rifle, cuya boca le pareció a Henry una sonrisa. Henry se bajó la cremallera de la chaqueta y se la dejó abierta a pesar de lo mucho que nevaba.

—Venga —dijo, y rio—. Venga, Rambo, demuestra lo que vales.

El hermano de Frankie siguió apuntándole un poco más, hasta que Henry notó que se le pasaba la rabia. Le había ido de pelos (había visto al soldado intentando pensar cómo lo justificaría, qué excusa creíble podía dar), pero había tardado un poco demasiado, y el cerebro había conseguido reducir a la bestia roja. Qué familiar era todo. En el fondo, los Richie Grenadeau eran inmortales. Eran los dientes del dragón del mundo.

—Mañana —dijo el soldado—. De mañana no pasas, listillo.

Esta vez Henry dejó que se marchara, renunciando a nuevas provocaciones a la bestia roja, a pesar de que las tenía en bandeja. De paso se había enterado de algo… o confirmado una sospecha. El soldado le había oído pensar, pero confusamente, puesto que de lo contrario se habría vuelto mucho más deprisa. Tampoco le había preguntado a Henry de qué conocía a su hermano Frankie. ¿Por qué? Porque el soldado, de uno u otro modo, sabía qué hacía Henry: se les había contagiado la telepatía a todos. La habían contraído como un virus molesto pero de poca gravedad.

—Lo que ocurre es que mi caso es más agudo —dijo, volviendo a cerrarse la cremallera de la chaqueta.

Y, como el suyo, los de Pete, Beaver y Jonesy. Ahora, sin embargo, estaban muertos tanto Pete como Beav, y Jonesy… Jonesy…

—Jonesy es el más contagiado de todos —dijo.

¿Dónde estaría?

En el sur. Jonesy había dado la vuelta hacia el sur. La cuarentena de aquellos tíos, guardada con tanto celo, había sido quebrantada. Henry supuso que tenían prevista la posibilidad, y que no les quitaba el sueño. Creían que no pasaba nada por una o dos infracciones.

Él consideraba que estaban en un error.

6

Con una taza de café en la mano, Owen aguardaba a que se hubieran marchado los de la enfermería con el paquete, mientras la morfina, en clemente inyección, reducía los sollozos de Melrose a murmullos y gemidos. Pearly salió con ellos, dejando a Owen a solas con Kurtz.

Kurtz se quedó un poco en la mecedora, mirando a Owen Underhill con la cabeza ladeada, entre curioso y divertido. Una vez más, nada quedaba del demente de antes, desechado como una careta de Halloween.

—Estoy pensando un número —dijo—. ¿Cuál es?

—El diecisiete —dijo Owen—. Lo ves rojo. Como en el lateral de un coche de bomberos.

Kurtz asintió satisfecho.

—Intenta enviarme uno a mí.

Owen visualizó una señal de límite de velocidad: 100.

—Diez —dijo Kurtz tras un momento—. Negro sobre blanco.

—Caliente, jefe.

Kurtz tomó un poco de café. Owen disfrutaba el suyo a fondo. Era un asco de noche, un asco de faena, y el café de Freddy no era malo.

Kurtz había encontrado tiempo para ponerse el mono. Metió la mano en el bolsillo interior, sacó un pañuelo grande, se arrodilló haciendo una mueca (su artritis no era ningún secreto) y empezó a limpiar las salpicaduras de sangre de Melrose. Owen, que a aquellas alturas se consideraba imposible de impresionar, estaba impresionado.

—Señor… —Mierda—. Jefe…

—Ni pío —dijo Kurtz mirando el suelo. Se movía de mancha a mancha con la hacendosidad de una fregona—. Mi padre siempre decía que la gente tiene que limpiar lo que ensucia. Así, la próxima vez te lo piensas un poco. A ver, chaval, ¿cómo se llamaba mi padre?

Owen lo buscó pero solo lo entrevió, como el viso debajo de un vestido de mujer.

—¿Paul?

—No, Patrick, pero te ha faltado poco. Anderson opina que es una ola, y que ya está agotando su fuerza. Una ola telepática. ¿Te parece un concepto alucinante, Owen?

—Sí.

Kurtz asintió sin levantar la cabeza, mientras frotaba.

—Aunque más el concepto que la realidad. ¿Eso también te lo parece?

Owen se rio. El viejo no había perdido ni un ápice de su capacidad de sorprender. A veces, refiriéndose a personas inestables, se decía que «no juegan con todas las cartas». Con Kurtz, pensó Owen, el problema era que jugaba varias manos a la vez. Sobraban ases.

—Siéntate, Owen. Bébete el café con el culo apoyado en algún sitio, como la gente normal, y déjame limpiar, que lo necesito.

Owen lo consideró posible. Se sentó y bebió café. Pasaron cinco minutos, hasta que Kurtz hizo el esfuerzo doloroso de volver a levantarse. Después cogió el pañuelo por una esquina, como si le diera asco, lo llevó a la cocina, lo tiró a la basura y regresó a la mecedora. Por último, tomó un sorbo de café, torció el gesto y dejó la taza.

—Frío.

Owen se levantó.

—Ahora te traigo…

—No, siéntate, que tenemos que hablar.

Owen se sentó.

—Antes, cuando volábamos, tú y yo hemos tenido un pique. ¿A que sí?

—Yo no diría…

—No, ya sé que no lo dirías, pero también sé lo que ha ocurrido, igual que tú. En situaciones extremas la gente se exalta. En fin, lo pasado, pasado. Tenemos la obligación de superarlo, porque yo soy el oficial al mando, tú mi segundo y aún no hemos acabado nuestro trabajo. ¿Podremos hacerlo juntos?

—Sí, señor. —Coño, otra vez—. Quería decir jefe.

Kurtz le obsequió con una fría sonrisa.

—Hace unos minutos he perdido el control. —Simpático, franco y honesto. Lo que había engañado a Owen muchos años. Ya no le engañaba—. Estaba haciendo la caricatura de siempre, dos de Patton, una de Rasputín, añadir agua, remover y servir, y de repente… ¡Paf! Se me ha ido la olla. ¿A que crees que estoy loco?

Cuidado, cuidado. En aquella habitación había telepatía, telepatía de verdad, y Owen ignoraba hasta qué punto era capaz de leerle Kurtz los pensamientos.

—Sí, señor. Un poco, señor.

Kurtz asintió como si se lo esperara.

—Sí. Un poco. Buena manera de resumirlo. Lo mío viene de lejos. Los hombres como yo son necesarios, pero cuesta encontrarlos, y para hacer lo que hago sin acabar creyéndotelo del todo hace falta estar un poco loco. Es una línea muy fina, la famosa línea que es el tema favorito de conversación de los psicólogos de café, y en toda la historia del mundo nunca ha habido ninguna misión de limpieza como esta… Suponiendo que lo de Hércules limpiando los establos de Augias solo sea un mito, claro. Solo te pido comprensión, no simpatía. Si nos entendemos, conseguiremos llevar a buen puerto este trabajo, que es el más difícil de nuestra carrera. Si no… —Kurtz se encogió de hombros—. Si no, tendré que arreglármelas sin ti. ¿Ves por dónde voy?

Owen no estaba muy seguro de ver por dónde iba Kurtz, pero sí adónde quería llevarle a él, y asintió. Había leído que existía un tipo de pájaro que vivía en la boca de los cocodrilos, que lo toleraban. Se identificó con él. Kurtz quería hacerle creer que le había perdonado lo de pasar la transmisión extraterrestre al canal común, justificándolo por los nervios del momento. ¿Y lo de hacía seis años en Bosnia? Ya no contaba. Quizá fuera verdad. Y quizá el cocodrilo se hubiera cansado de los picoteos fastidiosos del pájaro, y se estuviera preparando para cerrar las mandíbulas. El cerebro de Kurtz no le dio ninguna pista a Owen sobre la verdad. En ambos casos, además, convenía ser sumamente cuidadoso. Cuidadoso y a punto para emprender el vuelo.

Kurtz volvió a hurgar en el mono y sacó un reloj de bolsillo sin lustre.

—Era de mi abuelo, y funciona a la perfección —dijo—. Creo que porque es de cuerda, no eléctrico. En cambio, mi reloj de pulsera sigue igual de escacharrado.

—Y el mío.

Una sonrisa contrajo los labios de Kurtz.

—Cuando puedas, y cuando tengas estómago, ve a ver a Perlmutter. Esta tarde, entre sus muchas tareas y actividades, ha encontrado tiempo para recibir una partida de trescientos relojes de cuerda Timex. Eso justo antes de que nos cancelara la nieve todas las operaciones aéreas. Pearly es la eficacia personificada. Ahora solo falta que se saque de la cabeza la idea de que está viviendo dentro de una película.

—Pues esta noche, jefe, no me extrañaría que hubiera dado un paso en esa dirección.

—También es posible.

Kurtz meditó. Underhill esperó.

—Chaval, deberíamos bebernos el whisky. Esto de esta noche se podría decir que es un velatorio irlandés.

—¿Un velatorio?

—Sí. Mi querido phooka está a punto de caerse muerto.

Owen arqueó las cejas.

—Sí. Entonces le quitarán su capa mágica de invisibilidad, y será como el árbol caído, del que todos hacen leña. Sobre todo los políticos, que en eso son los mejores.

—No te sigo.

Kurtz volvió a mirar el reloj de pulsera deslustrado. Debía de haberlo sacado de una casa de empeños; eso si no se lo había robado a un muerto, lo cual a Underhill tampoco le habría extrañado.

—Son las siete. Dentro de unas cuarenta horas, el presidente se dirigirá a la Asamblea General de la ONU. Será el discurso con más público de toda la historia de la humanidad. Formará parte integrante de lo más gordo que ha pasado en toda esa historia… y de la comida de coco más grande desde que Dios Todopoderoso creó el universo y dio un empujoncito a los planetas con la punta del dedo, para ponerlos en órbita.

—¿Comida de coco en qué sentido?

—Pues mira, Owen, es un cuento muy bonito y que incorpora muchos componentes de verdad, como las mejores mentiras. El presidente tendrá como auditorio a un mundo fascinado, a un mundo, Dios me asista, que beberá sus palabras y casi no se atreverá a respirar. ¿Qué le dirá? Pues que el seis o el siete de noviembre de este año, al norte de Maine, se estrelló una nave tripulada por seres de otro planeta. Lo cual es verdad. Dirá que no ha sido del todo una sorpresa, porque tanto nosotros como los jefes de Estado de otros países miembros del Consejo de Seguridad de la ONU llevamos como mínimo diez años sabiendo que estamos en el punto de mira de ET. También es verdad, aunque hay que puntualizar que aquí en América hay gente que está al tanto de nuestros colegas del espacio exterior desde finales de los años cuarenta, como yo. También sabemos que en 1974 unos cazas rusos destruyeron una nave de los grises que sobrevolaba Siberia, aunque los rusos todavía no se han enterado de que lo sabemos. Es probable que fuera una nave teledirigida, un vuelo de prueba, como ha habido muchos. Los primeros contactos de los grises se han hecho con tanta prudencia que se deduce que debemos de darles mucho miedo.

Owen escuchaba con una fascinación enfermiza, confiando en que no se le notara en la cara ni en el nivel superior de sus pensamientos, al que seguía siendo posible que tuviera acceso Kurtz.

Lo siguiente que sacó Kurtz de su bolsillo interior fue un paquete de Marlboro. Se lo ofreció a Owen, que al principio negó con la cabeza, pero después cogió uno de los cuatro pitillos que quedaban. Kurtz cogió otro y encendió los dos.

—Estoy mezclando la verdad y el cuento —dijo Kurtz después de la primera, y profunda, calada—. Quizá no sea la mejor manera de explicarlo. ¿Nos ceñimos al cuento?

Owen no dijo nada. Hacía varios días que casi no fumaba, y la primera calada le mareó un poco, aunque el sabor era una gozada.

—El presidente dirá que el gobierno de Estados Unidos ha tenido tres razones para aislar el lugar del accidente y sus aledaños. El primero, de pura logística: siendo Jefferson Tract una zona tan apartada, y con tan pocos habitantes, se puede poner en cuarentena, cosa que habría sido imposible si los grises se hubieran estrellado en Brooklyn, o hasta en Long Island. La segunda razón es que no tenemos claras las intenciones de los alienígenas. La tercera, que es la más convincente de las tres, es que los extraterrestres son portadores de una sustancia contagiosa a la que el personal destacado en la zona llama «hongo de Ripley». Aunque los visitantes alienígenas hayan puesto todo su empeño en convencernos de que no son contagiosos, el caso es que han traído una sustancia que lo es, y mucho. El presidente también le dirá al mundo que existe la posibilidad de que el control, en cuanto a inteligencia, lo tenga el hongo, y que los grises solo sean un medio de cultivo. Pasará el vídeo de un gris que difunde el hongo explotando, literalmente. La cinta está un poco tratada para que se vea mejor, pero a grandes rasgos lo que se ve es verdad.

Mientes, pensó Owen. Es una grabación trucada de principio a fin, tanto como la chorrada de la «autopsia del extraterrestre». Y ¿por qué mientes? Porque puedes. Así de sencillo, ¿verdad? Porque con tu manera de ser te cuesta menos decir mentiras que verdades.

—Vale, vale, es mentira —dijo Kurtz sin alterarse. Tras una breve y pícara mirada a Owen, volvió a concentrarse en el cigarrillo—. Pero los hechos son así, y pueden verificarse. Es verdad que algunos pueden explotar y convertirse en una especie de semillas rojas de diente de león, que son el Ripley. Si se inhala en cantidad suficiente, pasado un período de tiempo que aún no podemos predecir (puede ser tanto una hora como dos días), se te convierten los pulmones y el cerebro en ensalada de Ripley. Pareces una mata ambulante. Luego te mueres.

»Nuestra incursioncita de hace unas horas no se mencionará. En la versión del presidente, la nave, que según todos los indicios sufrió daños graves en la caída, explotó sola, o porque la hicieron explotar sus tripulantes. Murieron todos los grises. En cuanto al Ripley, después de propagarse un poco, también se está muriendo, porque el frío, por lo visto, le sienta muy mal. Cosa, dicho sea de paso, que corroboran los rusos. Han sido sacrificados bastantes animales, que también son portadores del contagio.

—¿Y la población humana de Jefferson Tract?

—El presidente dirá que en este momento se están haciendo pruebas a unas trescientas personas (más o menos setenta vecinos y doscientos treinta cazadores) a fin de comprobar si tienen el hongo de Ripley. Dirá que todo apunta a que hay algunos contagiados, pero que parece que responden bien a antibióticos estándar como el Ceftin y el Augmentine.

—Y ahora un mensaje de nuestro patrocinador —dijo Owen.

Kurtz rio a gusto.

—Dejarán pasar el tiempo y anunciarán que el Ripley está demostrando más resistencia al antibiótico de lo que parecía, y que han muerto algunos pacientes. Los nombres que facilitemos serán los de gente que esté muerta de verdad, o por el Ripley o por esa porquería de implantes que les meten. ¿Sabes cómo han empezado a llamarlos?

—Sí, bichos caca. ¿El presidente dirá algo de eso?

—Qué va. Según los mandamases, afectaría demasiado al ciudadano medio. No hace falta que te diga que es la misma razón de que tampoco faciliten datos sobre la solución que le hemos dado aquí al problema, en el marco rústico e incomparable del colmado de Gosselin.

—Se podría llamar la solución final —dijo Owen.

Ya se había fumado el cigarrillo hasta el filtro. Lo aplastó en el borde de su taza de café vacía.

Kurtz miró a Owen a los ojos sin pestañear.

—Sí, se podría llamar así. Vamos a cargarnos aproximadamente a trescientas cincuenta personas; casi todos hombres, algo es algo, aunque no puedo asegurar que en la limpieza no caigan unas cuantas mujeres y niños. La contrapartida es que protegeremos a la humanidad de una pandemia, y casi seguro que de la esclavitud. No es poco.

El pensamiento de Owen (seguro que a Hitler le habría gustado el enfoque) era imparable, pero lo tapó lo mejor que pudo y no observó ningún indicio de que Kurtz lo hubiera oído o percibido. Claro que nunca se podía saber, porque Kurtz era astuto.

—¿Ahora cuántos prisioneros hay? —preguntó Kurtz.

—Unos setenta, y vienen el doble de Kineo. Si no empeora el tiempo, llegarán hacia las nueve.

Estaba previsto que empeorase, pero no antes de medianoche.

Kurtz asentía con la cabeza.

—Ya. Hay que sumar cincuenta de la zona más al norte, unos setenta de St. Cap y los pueblecitos del sur… y nuestros hombres. Que no se te olviden. Parece que las mascarillas funcionan, pero los exámenes médicos ya han detectado cuatro casos de Ripley. Sin decírselo, claro.

—¿Y seguro que no lo saben?

—Digámoslo así —contestó Kurtz—: basándose en su comportamiento, no tengo ninguna razón para pensar que lo sepan. ¿Te vale?

Owen se encogió de hombros.

—La versión oficial —prosiguió Kurtz— será que estamos trasladando a los detenidos en avión a una instalación médica de alto secreto para someterles a más pruebas, y, si se tercia, a un tratamiento a largo plazo. Será el último comunicado oficial que se emita sobre ellos, suponiendo que salga todo como está planeado, pero durante dos años habrá un goteo de filtraciones programadas: resistencia de la infección a los esfuerzos médicos… locura… cambios físicos grotescos que mejor no describirlos… y al final la muerte, que estando así es lo mejor. No solo la gente no se indignará, sino que lo verá como un alivio.

—¿Y en realidad…?

Quería oírselo decir a Kurtz. Vana esperanza, porque a pesar de que no hubiera micros (salvo entre las orejas de Kurtz, quizá), la prudencia, en el jefe, era consustancial. Kurtz levantó una mano, formó una pistola con el pulgar y el índice y bajó tres veces el primero. En ningún momento desvió la mirada de Owen. Ojos de cocodrilo, pensó este.

—¿Todos? —preguntó—. ¿Tanto los que dan positivo del Ripley como los que no? Entonces ¿nosotros qué? ¿Qué les pasará a los soldados que también dan negativo?

—Los chavales que ahora están sanos seguirán estándolo —dijo Kurtz—. Los que dan positivo es porque han tenido algún descuido. Hay uno que… Resulta que tenemos a una niña de unos cuatro años que es más mona que un demonio. Solo le falta hacer claqué en el suelo del establo y cantar a lo Shirley Temple.

Se notaba que Kurtz creía estar siendo ingenioso, y Owen supuso que en cierto modo lo era, pero sucumbió a una oleada de terror intenso. Hay una niña de cuatro años, pensó. Cuatro añitos de nada.

—Mona y peligrosa —dijo Kurtz—. Tiene el Ripley en una muñeca, en el nacimiento del pelo y en el rabillo de un ojo; los típicos sitios, vaya, y se le ve. Pues va el soldado que digo y le da una barrita de caramelo, como si fuera cualquier cría kosovar, y ella a él un beso. Muy tierno, muy de foto, pero ahora el tío tiene en la mejilla una marca como de pintalabios, pero que no es de pintalabios. —Kurtz hizo una mueca—. Se había cortado al afeitarse, tan poco que casi no se veía, pero nada, que se le ha acabado el cuento. Los otros casos son parecidos. Las reglas, Owen son las mismas de siempre: los descuidos se pagan con la vida. Duras más o menos, según la suerte que tengas, pero al final nunca falla. Los descuidos se pagan con la vida. La mayoría de nuestros chicos sobrevivirán. Me alegro de poder decirlo. Nos espera toda una vida de exámenes médicos programados, y alguna que otra sorpresa, pero tómatelo por el lado bueno: el cáncer de culo te lo detectarán enseguida.

—¿Y los civiles que den negativo? ¿Qué les pasará?

Kurtz, que enseñaba su cara más amable, cuerda y persuasiva, se inclinó un poco. Se suponía que había que considerarse halagado, que ver a Kurtz sin su máscara («dos de Patton, una de Rasputín, añadir agua, remover y servir») era un privilegio reservado a poca gente. Owen había caído alguna vez en la trampa, pero ya estaba vacunado. La máscara era aquello, no el Rasputín.

Y sin embargo, qué bemoles tendría la cosa que ni siquiera ahora estaba seguro del todo.

—¡Owen, Owen, Owen! ¡Usa ese cerebro que te ha dado Dios! A los nuestros podemos controlarles sin levantar sospechas, ni abrir la puerta a un pánico mundial; y eso que pánico, después de que el presidente mate al caballo phooka, no faltará. Con trescientos civiles sería imposible. Entonces ¿qué? ¿Los llevamos a México de verdad y los metemos cincuenta o sesenta años en un pueblo hecho adrede, pagando los contribuyentes? ¿Y si se escapa uno, o más? ¿Y si resulta, que creo que es de lo que tienen más miedo los cerebrines, que muta el Ripley? Imagínate que en vez de extinguirse por sí solo se convierte en algo mucho más contagioso y mucho menos vulnerable a los factores medioambientales que lo están matando aquí en Maine. Si el Ripley es inteligente, es que es peligroso, y, aunque no lo sea, ¿y si los grises lo utilizan como una especie de faro, o de baliza intergaláctica para identificar a nuestro mundo? Ñam, ñam, venid a comer, que estos tíos están la mar de ricos… y hay a montones.

—Quieres decir que más vale prevenir que curar.

Kurtz se reclinó en la mecedora y sonrió efusivamente.

—Exacto. Yendo al grano, vendría a ser eso.

Será el grano, pensó Owen, pero el resto de la planta lo pasamos por alto. Protegemos a los nuestros. Podemos ser todo lo despiadados que haga falta, pero hasta Kurtz protege a sus chavales. Por otro lado, los civiles solo son civiles. Si hay que quemarlos, prenden enseguida.

—Si dudas que haya un Dios, y que dedique siquiera una fracción de su tiempo a cuidar al bueno del homo sapiens, te aconsejo que te fijes en cómo está saliendo todo —dijo Kurtz—. Las luces aparecieron pronto, y había testigos. Uno de los que avisaron fue el propio dueño de la tienda, Reginald Gosselin. Luego resulta que llegan los grises durante la única época del año en que hay presencia humana en estos bosques de mala muerte, y que la caída de la nave la vieron dos personas.

—¡Qué suerte!

—No, suerte no: la gracia de Dios. Se les estrella la nave, se divulga su presencia, y el frío les mata tanto a ellos como a la caspa galáctica que traían. —Enumeró con rapidez los puntos sucesivos con sus largos dedos, moviendo las blancas pestañas—. Y no para ahí la cosa. Hacen una serie de implantes, y los muy jodidos no funcionan: ya no es que no establezcan una relación armónica con sus huéspedes, es que se vuelven caníbales y les matan.

»La matanza de animales ha salido bien. Hemos contado como unos cien mil bichejos, y en la frontera del condado de Castle ya están haciendo una barbacoa de la hostia. En primavera o verano habríamos tenido que preocuparnos de que algún animalejo transportara el Ripley fuera de la zona, pero ahora, en noviembre, no.

—Se habrá escapado alguno.

—Se supone que sí, tanto animales como personas, pero el Ripley es lento en propagarse. Nos saldrá bien porque hemos pescado a la gran mayoría de los huéspedes infectados, porque se ha destruido la nave y porque lo que nos han traído, más que un incendio, es una brasa. Les hemos dado un mensaje sencillo: venid como queráis, o en son de paz o con las pistolitas de rayos, pero no volváis a intentar lo de esta vez, porque no funciona. No creemos que vuelvan, al menos a corto y medio plazo. Antes de atreverse a lo de ahora se han pasado medio siglo que si sí que si no. La única lástima es no haber conservado la nave para los científicos, pero bueno, corríamos el riesgo de que dentro también hubiera Ripley. ¿Sabes de qué teníamos más miedo? De que los grises, o el Ripley, encontraran un agente portador capaz de extenderlo sin contagiarse él.

—¿Estáis seguros de que no existe esa persona?

—Casi seguros. Si existe… pues nada, para eso está el cordón. —Kurtz sonrió—. Chico, nos ha tocado el gordo. Hay pocas posibilidades de que exista el agente inmune, los grises están muertos y la totalidad del Ripley está aislado en Jefferson Tract. Suerte o Dios. Tú eliges.

Kurtz inclinó la cabeza y se pellizcó la parte más alta del puente de la nariz, como cuando se tiene sinusitis. Cuando volvió a levantarla tenía los ojos llorosos. Lágrimas de cocodrilo, pensó Owen, pero a decir verdad no estaba seguro. Tampoco tenía acceso al cerebro de Kurtz. Una de dos: o ya se había alejado demasiado la ola telepática, o Kurtz había encontrado la manera de darle con la puerta en las narices. Sin embargo, cuando su superior retomó la palabra, Owen casi habría jurado que oía al Kurtz de verdad, a un ser humano, no a un cocodrilo.

—Me retiro, Owen. Al final de esto me doy de baja. Aquí calculo que hay faena para cuatro días más, máximo una semana, si es tan fuerte la tormenta como dicen; y mala lo será, aunque la pesadilla no es hasta mañana por la mañana. Supongo que haré lo que me toca, pero después… Nada, que ya estoy para retirarme del todo, y les dejaré que escojan: o pagarme o matarme. Yo creo que pagarán, porque sé dónde están enterrados demasiados cadáveres (lo aprendí de J. Edgar Hoover), pero casi he llegado al punto de pasar de todo. Tampoco habrá sido lo peor de mi carrera. En Haití despachamos a ochocientos en media hora (aún tengo pesadillas, y eso que fue en 1989), pero como esto… Ni de lejos. Porque los desgraciaditos de allá fuera, los del establo, el cercado y el corral… son americanos. Gente que va en Chevrolet, compra en Kmart y nunca se pierde ¿Quiere ser millonario? La idea de matar americanos, de hacer una masacre de americanos… eso me revuelve el estómago. Solo lo haré porque es la única manera de dar el carpetazo a esta cuestión, y porque la mayoría se moriría igualmente, y de manera mucho más horrible. Capisci?

Owen Underhill no dijo nada. Creía estar poniendo una cara desprovista de cualquier expresión, como correspondía, pero cualquier palabra amenazaría con delatar el espanto que se le estaba metiendo hasta el tuétano. Se esperaba algo así, pero oírselo decir a alguien…

Visualizó a los soldados yendo hacia la alambrada con la nieve en contra, y oyó convocar a los presos del establo a través de los altavoces. No había estado en Haití ni en ninguna otra operación de sus características, pero adivinaba su desarrollo. Su inminente desarrollo.

Kurtz le observaba con atención.

—No voy a salirte con que la tontería de esta tarde esté del todo perdonada, porque es agua pasada, pero me debes una, chaval. No me hace falta ninguna percepción extrasensorial para saber cómo te sienta lo que he dicho, ni derrocharé saliva aconsejándote que crezcas y aceptes las cosas como son. Lo único que puedo decirte es que te necesito. En esto tienes que ayudarme.

Los ojos llorosos. El tic casi invisible de la comisura de los labios. Era fácil olvidarse de que diez minutos antes Kurtz le había destrozado a alguien el pie.

Owen pensó: como le ayude, dará lo mismo que apriete o no el gatillo, porque estaré tan condenado como los que llevaron a los judíos a las duchas de Bergen-Belsen.

—Si empezamos a las once, a y media podremos haber acabado —dijo Kurtz—. Como mucho a las doce. Luego habrá pasado.

—Menos en sueños.

—Eso, menos en sueños. ¿Me ayudarás, Owen?

Owen asintió. Quizá se condenase, pero ya no era momento de soltar la cuerda. En el peor de los casos podría contribuir a que fuera menos cruel, en la medida en que pudiera dejar de serlo un asesinato en masa. Más tarde se daría cuenta de la absurdidad mortal de aquella idea, pero con Kurtz cerca, mirada contra mirada, la perspectiva era un chiste. La locura de Kurtz, a fin de cuentas, probablemente fuera mucho más contagiosa que el Ripley.

—Muy bien. —Kurtz volvió a apoyarse en el respaldo de la mecedora, poniendo cara de alivio y cansancio. Volvió a sacar los cigarrillos, miró el interior del paquete y se lo ofreció a Owen—. Quedan dos. ¿Los compartimos?

Owen sacudió la cabeza.

—Esta vez no, jefe.

—Pues sal, y si te hace falta pásate por la enfermería y que te den un somnífero.

—No creo que lo necesite —dijo Owen.

En realidad, no solo le haría falta sino que ya se la hacía, pero no pensaba tomarlo. Mejor pasar insomnio.

—Bueno, pues ya te puedes ir. —Kurtz dejó que llegara hasta la puerta—. Oye, Owen…

Owen dio media vuelta abrochándose la parka. Ahora oía el viento de fuera; empezaba a cobrar fuerza, la que no había tenido durante la zona de bajas presiones relativamente inofensiva de por la mañana.

—Gracias —dijo Kurtz. Le rebosó del ojo izquierdo una lágrima grande y absurda que le rodó por la mejilla. Parecía que no se hubiera dado cuenta. En ese momento, Owen le tuvo afecto y compasión. A pesar de todo, a pesar incluso de saber que era un error—. Gracias, chavalín.

7

Bajo el arreciar de la nieve, y ofreciendo la espalda a las peores ráfagas de viento, Henry miraba el remolque por encima del hombro izquierdo en espera de que saliese Underhill. Se había quedado solo. Debido a la tormenta, los demás se habían metido en el establo, donde había un calefactor. Supuso que con el calor ya estarían disparándose los rumores. Mejor ellos que la verdad que se les venía encima.

Se rascó la pierna, tomó conciencia de ello y miró alrededor, dando una vuelta completa. Nada, ni prisioneros ni vigilantes. Pese a lo mucho que nevaba, seguía habiendo tanta luz como si fuera mediodía, por lo cual tenía buena visión en todas las direcciones. De momento estaba solo.

Se agachó y deshizo el nudo de la camiseta, que cubría la zona donde se había cortado con la varilla del intermitente. A continuación separó el corte del vaquero. Era el mismo examen que le habían hecho sus captores en la parte trasera del camión donde ya tenían metidos a cinco refugiados más. (De camino a las propiedades de Gosselin habían apresado a otros tres.) Entonces estaba limpio.

Ahora ya no. En medio de la herida, sobre la costra, crecía una hebra muy delicada de encaje rojo. De no haber sabido qué buscaba, quizá la hubiera confundido con un poco de hemorragia.

Byrus, pensó. La jodimos.

En lo alto de su campo de visión parpadeó una luz. Henry se incorporó y vio que Underhill acababa de cerrar por fuera la puerta del remolque. Después de volver a taparse el agujero de los pantalones con la camiseta, cosa que hizo con la mayor prontitud, se acercó a la alambrada. Dentro de su cabeza, le preguntó una voz qué haría si Underhill no se daba por aludido. La voz también quería saber si era verdad que Henry pensaba delatar a Jonesy.

Vio acercarse a Underhill bajo el resplandor de las luces de seguridad, cabizbajo contra la nieve y el viento que arreciaba.

8

La puerta se cerró. Kurtz se quedó sentado, mirándola, fumando y meciéndose con lentitud. ¿Qué porcentaje del discurso se había tragado Owen? Era listo, un superviviente a quien no le faltaba cierto idealismo… y Kurtz pensó que se lo había tragado todo de pe a pa. Por regla general, la gente se creía lo que quería creerse. John Dillinger también era un superviviente, el más astuto de los forajidos de los años treinta, pero eso no le había impedido ir al Biograph Theater con Anna Sage. Ponían Manhattan Melodrama, y al final de la obra los federales le habían cosido a balazos como al perro que era. Anna Sage también creía lo que quería creer, pero no le había servido para que no la deportaran a Polonia.

Mañana no saldría nadie de la tienda de Gosselin aparte de su cuadro escogido: los doce hombres y las dos mujeres que integraban Imperial Valley. Owen Underhill no estaría entre ellos, aunque pudiera haberlo estado. Antes de la difusión de los grises por el canal común, Kurtz había estado seguro de incluirle. Pero las cosas cambiaban. Lo había dicho Buda, y en eso, como mínimo, había acertado el chinarro infiel.

—Me has fallado, chaval —dijo Kurtz. Con el movimiento de la garganta, de pelillos grises, se le movía la mascarilla, porque se la había bajado para fumar—. Me has fallado.

Kurtz había dejado impune el primer fallo de Owen Underhill. ¿Y el segundo?

—Jamás —dijo Kurtz—. Jamás de la vida.