XII
Jonesy en el hospital

1

Era un sueño.

No lo parecía, pero tenía que serlo. Para empezar, ya había vivido un 15 de marzo, y consideraba una injusticia monstruosa tener que vivir otro. Segunda prueba: los ocho meses entre mediados de marzo y mediados de noviembre le habían dejado muchos recuerdos. Ayudar a los niños a hacer los deberes, oír a Carla hablando por teléfono con sus amigos (muchos del programa de Drogadictos Anónimos), dar una conferencia en Harvard… y, por supuesto, los meses de rehabilitación física. Las flexiones interminables, la fatiga de gritar cada vez que volvían a estirársele las articulaciones, pero con aquella resistencia que… Él diciéndole a Jeannie Morin, su terapeuta, que no podía, y ella a él que sí. Él llorando y ella sonriendo de oreja a oreja (aquella sonrisa odiosa e inexpugnable), y al final había tenido razón ella: podía, en efecto, pero ¡a qué precio!

Se acordaba de todo eso y de más cosas: de levantarse por primera vez de la cama, de limpiarse por primera vez el culo, de la noche de principios de mayo en que se había acostado pensando «voy a superarlo» por primera vez, de la noche de finales de mayo en que él y Carla habían hecho el amor por primera vez desde el accidente, y del chiste que le había contado al acabar (¿Cómo follan los puercoespines? Con mucho cuidado)… Se acordaba de haber presenciado los fuegos artificiales del 30 de mayo, día de los caídos en la guerra, con un dolor horroroso en la cadera y la parte de arriba del muslo. Se acordaba de haber comido sandía el 4 de Julio, fiesta nacional, escupir las pepitas en la hierba y ver a Carla y sus hermanas jugando a bádminton, con un poco menos de dolor de cadera y de muslo. Se acordaba de haber hablado por teléfono con Henry en septiembre, y de haberle dicho «iré seguro» sin prever lo poco que le gustaría la sensación de tener la Garand en la mano. Habían hablado del trabajo (Jonesy había dado clases las tres últimas semanas antes de las vacaciones de verano, hecho un chaval con la muleta), de sus familias respectivas, de los libros que habían leído y las películas que habían visto… Henry había hecho el mismo comentario que en enero, que Pete bebía demasiado, y Jonesy, que con su mujer ya había librado una guerra contra la adicción, no había querido hablar del tema. En cambio había acogido con verdadero entusiasmo la idea, original de Beaver, de que al final de la semana de caza pasaran por Derry para visitar a Duddits Cavell. Ya hacía demasiado tiempo que no se veían, y nada como un poco de Duddits Cavell para levantarle a alguien los ánimos. Además…

—Oye, Henry —había preguntado—, ¿verdad que ya habíamos hecho planes de ir a ver a Duddits? Pensábamos ir para San Patricio. No me acordaba, pero lo tengo escrito en el calendario del despacho.

—Sí —había contestado Henry—, la verdad es que sí.

—Para que hablen de la suerte de los irlandeses.

El resultado de esos recuerdos era que Jonesy estaba convencido de que el 15 de marzo ya había pasado. Se trataba de una tesis abonada por toda clase de pruebas, empezando por el calendario del despacho; y sin embargo volvían a fastidiarle los idus de marras, y ahora… ¡Ay! Hablando de injusticias, ahora el quince parecía más quince que nunca.

Hasta entonces, sus recuerdos de la fecha nunca habían ido más allá de alrededor de las diez de la mañana. Había estado en su despacho tomando café y amontonando libros para llevarlos al departamento de historia, donde había una mesa de GRATIS CON CARNET DE ESTUDIANTE. Por motivos que se le escapaban, esa mañana no estaba contento. Según el mismo calendario que le había recordado la visita fallida a Duddits del 17 de marzo, el 15 tenía hora con un alumno que se llamaba David Defuniak. Jonesy no tenía presente el motivo de la cita, pero más tarde encontró un mensaje de uno de sus ayudantes sobre un trabajo del tal Defuniak para recuperar nota (consecuencias a corto plazo de la conquista normanda), o sea, que debían de haber hablado de eso. De acuerdo, pero ¿en qué podía incomodar al profesor adjunto Gary Jones un trabajo para recuperar nota?

Al margen de su estado de ánimo, se acordaba de haber cantado una canción, primero tarareándola y después con el texto, que casi no tenía sentido: «Yes we can, yes we can-can, great gosh a’mighty yes we can-can». A partir de entonces solo quedaban una serie de retazos (desearle buen día de San Patricio a Colleen, la secretaria pelirroja del departamento, comprar el Boston Phoenix en el quiosco de delante de la facultad, dejar una moneda de veinticinco centavos en la funda del saxo de un tío rapado justo después de cruzar el puente, en el lado de Cambridge, compadecerse de él porque llevaba jersey fino y soplaba mucho viento del río Charles), pero, desde que había preparado los libros para donarlos, tenía casi toda la memoria en blanco. Había recuperado la conciencia en el hospital, con aquella letanía procedente de una de las habitaciones de al lado: «Basta, por favor, que no lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está Marcy? ¡Que venga Marcy!». A menos que fuera: «¿Dónde está Jonesy? ¡Que venga Jonesy!». La muerte con sus artimañas de siempre. La muerte haciéndose pasar por un paciente. La muerte fingiendo dolor. La muerte le había perdido la pista. ¿Imposible? No en un hospital tan grande, tan repleto de sufrimiento, tan a reventar de sudores agónicos… Ahora la muerte, la vieja y sigilosa muerte, intentaba volver a encontrarle. Intentaba engañarle. Intentaba que se delatase.

Con la diferencia de que ahora ya no había ningún vacío en la memoria para consolarle. Ahora, además de desearle feliz día de San Patricio a Colleen, le cuenta un chiste. Luego sale, llevando en la cabeza a su futuro yo (el de noviembre) como si fuera un polizón. Su futuro yo decide hacer a pie el camino hacia su cita en Cambridge, oyendo pensar a su yo de marzo: al final se ha arreglado el día. Intenta decirle a su yo de marzo que es mala idea, una idea fatal, y que se ahorrará varios meses de sufrimiento solo con coger un taxi o el metro, pero le resulta imposible comunicarse. Quizá tuvieran razón todos los relatos de ciencia ficción sobre viajes en el tiempo que leyó en la adolescencia: no se puede cambiar el pasado de ninguna manera.

Cruza el puente, y, si bien hace un viento un poco frío, disfruta de tener el sol de cara, y verlo quebrarse en el Charles en mil astillas de luz. Canta un fragmento de Here Comes the Sun y vuelve a las Pointer Sisters: «Yes we can-can, great gosh a’mighty». Marcando el ritmo con el maletín. Dentro lleva el bocadillo. Huevo y lechuga. Ñam, ha dicho Henry. MMDD, ha dicho Henry.

He aquí al saxofonista, y sorpresa: no está al final del puente de Massachusetts Avenue, sino un poco más adelante, al lado del campus del MIT, delante de uno de los restaurantitos indios para gente enrollada. Tirita de frío y es calvo, con unos cortes en el cuero cabelludo que indican que no tiene madera de barbero. Su manera de tocar These Foolish Things indica que tampoco tiene madera de saxofonista, y Jonesy siente ganas de decirle que se haga carpintero, actor, terrorista o cualquier cosa menos músico. No solo no lo hace, sino que le da ánimos, pero no dejándole en la funda (forrada de terciopelo morado con repelones) la moneda de veinticinco centavos que recordaba, sino un buen puñado de calderilla. Lo achaca al primer sol que calienta tras un invierno largo y frío. Lo achaca a lo bien que le ha acabado yendo con Defuniak.

El saxofonista se lo agradece con un movimiento de los ojos, pero no deja de tocar. Jonesy se acuerda de otro chiste: ¿Qué es un saxofonista con tarjeta de crédito? Un optimista.

Sigue caminando y moviendo el maletín sin escuchar al Jonesy de dentro, el que ha venido de noviembre nadando contra la corriente como un salmón. «Para un rato, Jonesy. Solo hacen falta unos segundos. Átate un zapato, o lo que sea.» (No sirve, porque lleva mocasines. Pronto también llevará un yeso.) «El cruce de ahí delante es donde te pasa todo, el de la parada del metro, Massachusetts Avenue con Prospect. Viene un viejo chocho, un profesor de derecho conduciendo un Lincoln azul marino que va a dejarte como papel de fumar.»

Pero no sirve de nada. Por mucho que grite no sirve de nada. Está cortada la línea telefónica. No se puede volver; nadie puede matar a su propio abuelo, ni pegarle un tiro a Lee Harvey Oswald en el momento en que se pone de rodillas junto a una ventana del tercer piso del Texas Book Depository y apunta a Kennedy con una escopeta comprada por correo, mientras se le enfría el pollo frito que tiene al lado en un plato de cartón; no se pueden detener los propios pasos por el cruce de Massachusetts Avenue y Prospect Street con el maletín en una mano y el Boston Phoenix (que acabará sin leer) en la otra. «Perdone, pero es que se ha cortado la línea por Jefferson Tract; la cosa está muy jodida y no puedo pasarle la llamada…»

Pero entonces… ¡Esto es nuevo! ¡El mensaje, al fin y al cabo, alcanza su destino! Al llegar a la esquina y quedarse parado en el bordillo, a punto de bajar al paso de cebra, ¡lo recibe!

—¿Qué? —pregunta.

El hombre que se le ha detenido al lado, el primero en socorrerle en un pasado que, felizmente, parece que se va a poder borrar, le mira con recelo y, como si hubiera con ellos alguien más, dice:

—Yo no he dicho nada.

Jonesy apenas le oye, porque en realidad hay alguien: una voz interior que guarda un parecido sospechoso con la suya, y que le grita que se quede en la acera, que no baje a la calzada…

Entonces oye llorar a alguien, mira al otro lado de Prospect Street y… ¡Por todos los santos! ¡Es Duddits, Duddits Cavell en calzoncillos de Scooby-Doo y con la boca manchada de algo marrón! Parece chocolate, pero Jonesy sabe que no, que es caca de perro. Richie, a pesar de todo, le obligó a comérsela, y los peatones circulan sin fijarse en él, como si Duddits no estuviera.

—¡Duddits! —le llama Jonesy—. ¡Espera, tío, que ahora vengo!

Y salta a la calzada sin mirar; y el pasajero, impotente, no tiene más remedio que dejarse llevar. Acaba de entender exactamente el cómo y el porqué del accidente: es cierto que el viejo tiene síntomas de Alzheimer, y que no tendría ni que conducir, pero solo es un factor. El otro, escondido en la negrura que durante meses ha rodeado al atropello, es el siguiente: había visto a Duddits y se había lanzado a la calle sin acordarse de mirar.

También entrevé otra cosa: una especie de trama vastísima, como un atrapasueños que une todos los años desde que conocieron a Duddits Cavell, en 1978; algo que también ata el futuro.

El sol se refleja en un parabrisas. Lo ve con el rabillo del ojo. Viene un coche, y demasiado deprisa. El hombre que estaba con él en la acera, el de «yo no he dicho nada», da un grito:

—¡Cuidado!

Jonesy, sin embargo, casi no le oye. Porque en la acera, detrás de Duddits, hay un ciervo, un hermoso ejemplar casi tan grande como un hombre. Después, justo antes de que le atropelle el coche, ve que de hecho el ciervo es un hombre, alguien con gorro naranja y chaleco naranja. Lleva en el hombro una especie de mascota repugnante, un bicho sin patas que recuerda a una marmota y tiene enormes ojos negros. La cola (que podría ser un tentáculo) se ha enroscado en el cuello del hombre. Pero bueno, piensa Jonesy, ¿cómo puedo haberle confundido con un ciervo? Entonces el Lincoln choca con él y le derriba. Oye el chasquido en sordina con que se le rompe la cadera.

2

No hay oscuridad. Esta vez no. Para bien o para mal han instalado fluorescentes en la calle de la Memoria. A pesar de ello, la película es incoherente, como si el montador hubiera regado la comida con unas copas de más y se le hubiera olvidado el argumento. En parte tiene que ver con la deformación extraña que ha sufrido el tiempo: tiene la sensación de vivir a la vez en el pasado, el presente y el futuro.

«Es la manera que tenemos de viajar —dice una voz, y Jonesy se da cuenta de que es la que pedía que viniera Marcy y que le dieran una inyección—. Cuando llega a cierto punto la aceleración, todos los viajes se convierten en viajes en el tiempo. Todos tienen como base la memoria.»

El hombre de la esquina, el de «yo no he dicho nada», se agacha al lado de Jonesy, le pregunta si está bien, ve que no, alza la vista y dice:

—¿Quién tiene un móvil? Este hombre necesita una ambulancia.

Cuando levanta la cabeza, Jonesy ve que tiene un cortecito debajo de la barbilla. Debe de habérselo hecho durante el afeitado matinal, sin darse ni cuenta. Qué entrañable, piensa Jonesy. Entonces salta la película, y aparece alguien con abrigo rojizo y sombrero de fieltro. A este vejete descerebrado le pondremos el nombre de «señor Qué he hecho», porque es lo que se dedica a preguntar a todo el mundo. Dice que se ha despistado un segundo, y que ha notado un golpe. ¿Qué he hecho? Dice que nunca le han gustado los coches grandes. ¿Qué he hecho? Dice que no se acuerda del nombre de su compañía de seguros. ¿Qué he hecho? Tiene una mancha en la entrepierna. Jonesy, tirado en la calle, no puede evitar que el carcamal le inspire una especie de compasión exasperada. Tiene ganas de poder decirle: «¿Quieres saber qué has hecho? Pues mírate los pantalones. Te has hecho pipí encima».

Otro salto en la película. Ahora se ha congregado todavía más gente alrededor. Parecen muy altos, y Jonesy piensa que es como ver un entierro desde el ataúd. La idea le recuerda un cuento de Ray Bradbury, titulado, cree, «La multitud», en el que la gente que acude a los accidentes (siempre la misma) decide el destino del accidentado con sus comentarios. Si murmuran que no ha sido tan grave, que qué suerte que el coche se haya desviado en el último segundo, la víctima sobrevivirá. En cambio, si los integrantes del corro empiezan a decir cosas como «tiene mal aspecto», o «yo creo que de esta no sale», la víctima muere. Siempre es la misma gente, con las mismas caras vacuas de fascinación; los cotillas que, si no ven la sangre y no oyen quejarse al herido, no viven.

En el grupo apretado de gente rodeándole, justo detrás del de «yo no he dicho nada», Jonesy ve a Duddits Cavell, que ahora va vestido y tiene aspecto normal; vaya, que ya no lleva bigotes de caca. También está McCarthy, el de «mira que estoy a la puerta y llamo», piensa Jonesy. Y alguien más. Un hombre gris. Aunque en realidad no es un hombre, sino el extraterrestre que había aparecido a sus espaldas estando Beaver en la puerta del lavabo. Dos ojos negros muy grandes dominan una cara que por lo demás apenas tiene rasgos. La piel de elefante ya no presenta la misma flaccidez. ET todavía no ha empezado a sucumbir al entorno. Todo llegará. Al final, este mundo lo disolverá como ácido.

«Te explotó la cabeza», intenta decirle Jonesy al hombre gris, pero no le sale ninguna palabra de la boca, que de hecho ni siquiera se abre. Aun así parece que le ha oído, porque inclina ligeramente la cabeza gris.

—Se está desmayando —dice alguien.

Y, entre lamentos del señor Qué he hecho, vuelve a saltar la película.

3

Está inconsciente en la parte de atrás de una ambulancia, pero viéndose a sí mismo desde arriba. He aquí otra novedad, algo que después preferirán no contarle: mientras le cortan los pantalones, dejando a la vista una cadera que está como si le hubieran cosido debajo dos pomos de puerta grandes y mal hechos, sufre un paro cardíaco. Lo reconoce perfectamente porque con Carla nunca se pierden ni un episodio de Urgencias; hasta ven las reposiciones. Uno de los de la ambulancia lleva en el cuello un crucifijo de oro, y al inclinarse sobre Jonesy le roza la nariz. El cuerpo que examina está más muerto que vivo. ¡Joder, que se murió en la ambulancia! ¿Por qué no le había dicho nadie que se murió en la puta ambulancia? ¿Qué se creían, que no le interesaría? ¿Que reaccionaría como viniendo de vuelta de todo?

—¡Dale! —vocifera el colega del crucifijo.

Justo antes de la sacudida, el conductor gira la cabeza y Jonesy ve que es la madre de Duddits. Luego le dan con el potingue y le salta todo el cuerpo, todas las carnes, que habría dicho Beaver. Aunque el Jonesy que mira no tenga cuerpo, no deja de acusar la electricidad, un impacto fortísimo que ilumina el árbol de su sistema nervioso como un cohete.

La parte de él que ocupa la camilla salta como un pez fuera del agua. A continuación se queda quieta. El técnico que está de cuclillas detrás de Roberta Cavell mira el monitor y dice:

—Nada, tío, que no. Dale otra vez.

Justo cuando el otro le hace caso, salta la película y Jonesy está en un quirófano.

No, no es del todo verdad. Está en el quirófano una parte de él, pero el resto observa desde detrás de un cristal. Hay dos médicos más, pero no parece que les interesen los esfuerzos del equipo quirúrgico por recomponer a Jonesito. Juegan a cartas, y tienen encima el atrapasueños de Hole in the Wall moviéndose con el chorro del aire acondicionado.

Jonesy no tiene muchas ganas de ver qué ocurre al otro lado del cristal. No le gusta el cráter sangriento de donde había tenido la cadera, ni el hueso roto que se adivina debajo. A pesar de que en su estado incorpóreo no tenga estómago con que marearse, se marea.

Uno de los médicos que juegan a cartas dice detrás:

—Duddits fue nuestra manera de definirnos. Fue el mejor momento del grupo.

Y contesta el otro:

—¿Tú crees?

Entonces Jonesy se da cuenta de que los médicos son Henry y Pete.

Se vuelve hacia ellos, y por lo visto no es tan incorpóreo como creía, porque se ve reflejado vagamente en la ventana que da al quirófano. Tiene la piel gris, la cara sin nariz y unos ojos negros y bulbosos. Se ha convertido en uno de ellos, en uno de los…

Uno de los grises, piensa. Es como nos llaman: los grises. Algunos también nos llaman negros del espacio.

Abre la boca para decirlo, o para pedir a sus amigos de infancia que le ayuden (siempre que han podido se han echado una mano), pero justo entonces vuelve a saltar la película (maldito montador, yendo borracho al trabajo) y está en la cama de una habitación de hospital, y dice alguien:

—¿Dónde está Jonesy? ¡Que venga Jonesy!

¿Ves?, piensa con satisfacción, dentro de la angustia. Ya sabía yo que decía Jonesy y no Marcy. Es la muerte, o la Muerte, llamándome, y para esquivarla tengo que moverme lo mínimo; con tanta gente no ha podido cogerme, en la ambulancia casi me echa la mano encima, y ahora está aquí en el hospital, disfrazada de paciente.

—Basta, por favor, que no lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está Jonesy? ¡Que venga Jonesy!

La cuestión es quedarse estirado hasta que se calle, piensa Jonesy. De hecho, aunque quisiera no podría levantarme, porque acaban de ponerme un kilo de metal en la cadera y tardaré varios días en poder estar de pie, o toda una semana.

Para horror suyo, sin embargo, se da cuenta de que se está levantando, de que aparta la sábana y baja de la cama; nota que está forzando los puntos que tiene en la cadera y la barriga, nota que se le abren y le empapan la pierna y el pelo púbico con lo que debe de ser sangre de donante, y a pesar de todo camina por la habitación sin asomo de cojera, cruzando una mancha de sol que proyecta en el suelo una sombra corta pero muy humana (ahora ya no es un gris; es de lo poco bueno que le ocurre, porque los grises están pasándolas canutas), y llega a la puerta. Sin nadie que le vea, recorre un pasillo, pasa al lado de una camilla con ruedas y una cuña, de dos enfermeras que miran fotos, hablan y se ríen, y se acerca a la voz. No puede parar. Comprende que está dentro de la nube, aunque no sea una nube rojinegra, como la percibieron tanto Pete como Henry, sino gris, una nube en cuyo interior flota él como partícula diferenciada a la que la nube no modifica, y Jonesy piensa: Soy lo que buscaban. No sé cómo es posible, pero soy justo lo que buscaban. Porque… ¿porque la nube no me cambia?

Sí, más o menos.

Pasa por tres puertas abiertas. La cuarta está cerrada, y lleva un letrero donde pone: ADELANTE, AQUÍ NO HAY INFECCIÓN, IL N’Y A PAS D’INFECTION ICI.

Mentira, piensa Jonesy. Cruise, o Curtis, o como se llame, estará como una cabra, pero tiene razón en algo: en que infección sí que hay.

Le corre la sangre a chorros por las piernas, con el resultado de que ahora tiene la mitad inferior de la bata roja como un tomate («Ahora sí que corre el clarete», decían en las retransmisiones de boxeo de antes), pero no siente ningún dolor. Tampoco miedo a la infección. Es diferente, único, y la nube solo puede transportarle, pero no cambiarle. Abre la puerta y entra.

4

¿Le sorprende ver al gris de grandes ojos negros en la cama de hospital? En absoluto. En Hole in the Wall, al dar media vuelta y toparse con él, al muy hijo de puta le había explotado la cabeza. Con un dolor de cabeza así, acaba cualquiera ingresado, la verdad, pero ahora la cabeza está donde tiene que estar. La medicina moderna es una maravilla.

La habitación es un verdadero pulular de hongos, una profusión de rojos y dorados. Crecen en el suelo, en el alféizar y en los listones de la persiana. Han conseguido enturbiar la superficie del interruptor y de la botella de glucosa que hay en la repisa de al lado de la cama (al menos Jonesy da por hecho que es glucosa). El pomo de la puerta del cuarto de baño tiene filamentos rojizos colgando, al igual que la manivela de al pie de la cama.

Al acercarse a la cosa gris que tiene la sábana hasta el pecho (estrecho y sin pelo), Jonesy ve que en la mesita de noche hay una tarjeta, solo una, donde pone ¡QUE TE MEJORES PRONTO!, encima de una tortuga de cara triste, salida de algún dibujo animado, en cuyo caparazón figura una tirita. Debajo del dibujo pone: DE PARTE DE STEVEN SPIELBERG Y TUS AMIGOS DE HOLLYWOOD.

Estoy soñando, piensa Jonesy; son las típicas metáforas y chistes de los sueños. Pero sabe que no. Su cerebro mezcla cosas y las reduce a puré para poder tragarlas con mayor facilidad. Es como funcionan los sueños. También es propia del fenómeno onírico la ausencia de cualquier distinción entre pasado, presente y futuro. Jonesy, a pesar de todo, sabe que sería un error tomar lo que vive por simples fantasías fragmentadas del subconsciente. Una parte, como mínimo, ocurre.

Los ojos negros bulbosos le están mirando. De repente se forma un bulto en la sábana, al lado de la cosa que hay en la cama, y se retuerce. Luego sale de debajo la especie de comadreja rojiza que se cargó a Beav y mira a Jonesy con los mismos ojos vidriosos y negros, mientras emplea la cola para llegar hasta la almohada y se enrosca al lado de la estrecha cabeza gris. Jonesy no se extraña de que McCarthy se sintiera un poco indispuesto.

Las piernas de Jonesy siguen chorreando una sangre pegajosa como la miel, y caliente como la fiebre, que gota a gota cae al suelo. Lo lógico sería que tardase muy poco en alimentar su propia colonia de moho, hongo o lo que sea, que formara auténticas alfombras, pero Jonesy sabe que no. Es único. La nube puede transportarle, pero no puede cambiarle.

Ni rebotes ni partidos, piensa; e inmediatamente después: Shh, shh, eso guárdatelo.

El ser de color gris levanta la mano con pocas fuerzas, como saludando. Tiene tres dedos largos con uñas rosadas en la punta, dedos que por debajo supuran un pus pastoso y amarillo, la misma sustancia que brilla en los pliegues de la piel y las comisuras de los ojos del… ¿ser?, ¿cosa?

—Pues sí que es verdad que te iría bien una inyección —dice Jonesy—. De Drano, de Lysol o de algo así. Al menos no estarías…

Justo entonces se le ocurre algo espantoso, y al principio es una idea de tanta intensidad que consigue resistir la fuerza que le empuja hacia la cama. Después vuelven a movérsele los pies, dejando un rastro rojo muy ancho.

—¡No pensarás chuparme la sangre como un vampiro!

La cosa de la cama sonríe sin sonreír.

«Somos lo que en vuestro lenguaje se llama vegetarianos, aunque no sea la palabra exacta.»

—Sí, ya. ¿Y el chucho? —Jonesy señala la comadreja sin patas, que abre la boca de manera grotesca, enseñando una boca llena de dientes como alfileres—. ¿También es vegetariano?

«Ya sabes que no —dice lo gris, sin que se mueva la raja de su boca. Hay que reconocer que es un ventrílocuo de la hostia—. Pero también sabes que no tienes que tenerle miedo.»

—¿Por qué? ¿En qué me diferencio?

La cosa gris moribunda (¿cómo no va a estarlo si se le pudre el cuerpo por dentro?) no contesta, y Jonesy vuelve a pensar: Ni rebotes ni partidos. Intuye que es una idea que al tío gris le encantaría poder leer, pero que no se haga ilusiones, porque otro aspecto que diferencia a Jonesy, que le vuelve único, es la facultad de proteger sus pensamientos. Solo puede decir una cosa (aunque no la diga de verdad): Vive la différence.

—¿En qué me diferencio?

«¿Quién es Duddits? —pregunta la cosa gris. Ante la falta de respuesta de Jonesy, vuelve a sonreír sin mover la boca—. ¿Ves? Los dos tenemos dudas que el otro no quiere resolver. ¿Te parece bien si las apartamos? Boca abajo. Son… ¿qué palabra usáis? ¿Cómo se dice en el juego?»

—La reserva —dice Jonesy.

Ahora huele la podredumbre de la cosa. Es el mismo olor que trajo McCarthy al campamento, el de éter. Vuelve a pensar que debería haberle pegado un tiro, al muy repipi y cabrón, y no dejar que entrara donde hacía más calor. Así, a medida que se enfriase el cuerpo, se habría muerto lo de dentro al lado del observatorio del arce viejo.

«Eso, la reserva —dice lo gris. Ahora el atrapasueños está en la habitación, colgado del techo y girando lentamente sobre la cabeza de la cosa gris—. Todo lo que no queramos que sepa el otro, lo apartamos para el recuento final.»

—¿Qué queréis de mí?

El ser gris mira a Jonesy sin pestañear. Jonesy, de hecho, no ve que pueda, porque no tiene párpados ni pestañas.

«Ni lo uno ni lo otro —dice la cosa; pero la voz que oye Jonesy es la de Pete—. ¿Quién es Duddits?»

Oyendo la voz de Pete, Jonesy se lleva una sorpresa tan grande que está a punto de decírselo. Claro, era la intención: descolocarle. La cosa, por muy moribunda que esté, es astuta. Conviene estar en guardia. Jonesy le envía al tío gris la imagen de una vaca grande marrón con un letrero al cuello que pone: LA VACA DUDDITS.

El gris vuelve a sonreír sin sonreír de verdad, porque lo hace en la cabeza de Jonesy.

«La vaca Duddits —dice—. Me parece que no es eso.»

—¿De dónde venís? —pregunta Jonesy.

«Del planeta X. Venimos de un planeta moribundo, para comer pizzas, comprar cómodamente a plazos y aprender italiano sin esfuerzo con Berlitz.»

Esta vez es la voz de Henry. A continuación, ET recupera su voz propia; al menos lo parece, hasta que Jonesy se da cuenta, con fatiga y sin sorpresa, de que no, de que es la suya. Es la voz de Jonesy. Ya sabe qué diría Henry: que, a consecuencia de la muerte de Beaver, le ha dado un ataque de alucinaciones y está flipando por un tubo.

No, ahora ya no lo diría, piensa Jonesy.

«¿Henry? Da igual, porque no durará mucho», dice con indiferencia el tío gris.

Su mano se desliza por el cubrecama, y el trío de dedos largos y grises envuelve la mano de Jonesy. Tiene la piel caliente y seca.

—¿Cómo que no durará? —pregunta Jonesy, asustado por Henry.

Pero lo que se muere en la cama no contesta. Una carta más para el recuento. Jonesy saca otra:

—¿Para qué me has llamado?

El ser gris expresa sorpresa, a pesar de que siga sin movérsele la cara.

«Nadie quiere morirse solo —dice—. Me apetecía estar acompañado. Ya sé: vamos a mirar la tele.»

—No quiero ver na…

«Hay una película que me encantaría. A ti también te gustará. Se llama Sympathy for the Grayboys[9]. ¡Chucho, el mando!»

El chucho obsequia a Jonesy con una mirada que se diría más hostil que de costumbre, si cabe, y baja reptando de la almohada. Su cola flexible hace un ruido como de serpiente yendo por una superficie de piedra. En la mesa hay un mando a distancia que también está cubierto de hongos. El chucho lo coge, da media vuelta y repta de nuevo hacia el ser gris con el mando entre los dientes. El gris suelta la mano de Jonesy (lo cual no deja de ser un alivio, aunque el contacto de su piel no sea repugnante), coge el aparatito, lo dirige hacia la tele y pulsa ON. La imagen que aparece (un poco borrosa por culpa de la pelusa que crece en la pantalla) corresponde al cobertizo de detrás de la cabaña. En medio hay una forma oculta por una lona verde; y no hace falta esperar a que se abra la puerta y entre el propio Jonesy para que este comprenda que lo que se ve ya ha ocurrido. El protagonista de Sympathy for the Grayboys es Gary Jones.

«¡Hombre —dice el ser moribundo de la cama, hablando desde su cómoda posición central en el cerebro de Jonesy—, nos hemos perdido los créditos! Pero bueno, acaba de empezar.»

Es lo que teme Jonesy.

5

Se abre la puerta del cobertizo y entra Jonesy hecho un personaje la mar de pintoresco: la chaqueta que lleva es suya, los guantes de Beaver, y el gorro, que es naranja, de los del viejo Lamar. El Jonesy-espectador de la habitación de hospital (que ha cogido la silla para las visitas y se ha sentado al lado del señor Gray) piensa que el Jonesy del cobertizo de Hole in the Wall está, a pesar de todo, infectado, y que tiene pelusilla roja por todo el cuerpo. Eso hasta que se acuerda de que el señor Gray (o su cabeza, en todo caso) le explotó en las narices, y que lleva encima los restos.

—Aunque de hecho no explotó —dice—. Más bien… ¿Cómo habría que decirlo? ¿Que granó?

«¡Shhh! —dice el señor Gray, y el chucho enseña su temible dentadura como diciéndole a Jonesy que no sea tan maleducado—. ¿A ti no te encanta esta canción?»

La banda sonora es Sympathy for the Devil, de los Rolling Stones; buena elección, puesto que casi es el título de la película (mi debut en la pantalla, piensa Jonesy; anda, que cuando la vean Carla y los chavales…), pero lo cierto es que a Jonesy no solo no le gusta sino que, por algún motivo, le entristece.

—¿Cómo le puede gustar tanto? —pregunta sin hacerles caso a los dientes del chucho, porque sabe tan bien como el gris que para él no entraña ningún peligro—. No lo entiendo. Es lo que tocaban cuando les masacraron.

«Siempre nos masacran —dice el señor Gray—. Pero calla y mira la película, que esta parte es lenta, pero después mejora mucho.»

Jonesy junta las manos en su regazo rojo (parece que por fin ha cesado la hemorragia) y mira Sympathy for the Grayboys, con el inimitable Gary Jones.

6

El inimitable Gary Jones retira la lona de la motonieve, ve la batería en la mesa de trabajo, dentro de una caja de cartón, y la conecta procurando no equivocarse de cables. Sus conocimientos de mecánica no van mucho más lejos, puesto que en definitiva es profesor de historia y, por mejoras en el hogar, entiende conseguir que los críos vean un documental, aunque solo sea muy de vez en cuando. Está puesta la llave, y al girarla se encienden las luces del salpicadero (a pesar de todo, ha puesto bien la batería), pero no arranca el motor. Ni siquiera hace ruido. Solo se oye una especie de pitido.

—Jolines rediez mecachis en la mar —dice, encadenando las palabras de manera inexpresiva.

De hecho no está seguro de poder expresar muchas emociones, aunque quiera. Como gran aficionado a las pelis de terror, que ha visto veintipico veces La invasión de los ladrones de cuerpos (y hasta el desastre de remake con Donald Sutherland), sabe qué ocurre. Le han robado el cuerpo, literal y completamente, aunque no vaya a haber ningún ejército de zombis, ni vayan a tomar ninguna población. Él es único; intuye que Pete, Henry y Beav también son únicos (en el caso de Beav, era), pero el más único de los cuatro es él. En principio estaría mal dicho, puesto que se supone que único quiere decir que solo hay uno, pero se trata de uno de los pocos casos en que no se aplica la regla. Pete y Beaver eran únicos, Henry aún más único, y él, Jonesy, el más único de todos. ¡Hasta es protagonista de su propia película!

El tío gris de la cama de hospital deja de mirar la tele donde Jonesy I está montado en el Arctic Cat y se fija en la silla donde está sentado Jonesy II con su bata empapada de sangre.

«¿Qué escondes?», pregunta el señor Gray.

—Nada.

«¿Por qué ves una pared de ladrillo? ¿Qué es 19 aparte de un número primo? ¿Quién dijo “Los Tigers son una puta mierda”? ¿Qué significa? ¿Y la pared de ladrillo? ¿Qué es? ¿De cuándo? ¿Qué significa, y por qué la ves constantemente?»

Constata la intromisión del señor Gray, pero de momento, como mínimo, hay un núcleo a salvo. Le pueden transportar, pero no pueden modificarle. Por lo visto tampoco pueden abrirle del todo. Al menos de momento.

Jonesy se pone un dedo en los labios y le devuelve al gris sus propias palabras.

—Calle y mire la película.

La cosa le escruta con las bolas negras que tiene por ojos (Jonesy piensa que son ojos de insecto, de mantis religiosa), y Jonesy siente que su intromisión se prolonga un poco más. Después disminuye la sensación. No hay prisa: tarde o temprano, la cosa disolverá el caparazón del último núcleo de Jonesy puro y sin invadir, y entonces sabrá cuanto quiera saber.

Mientras tanto, miran la película. Y cuando el chucho (con sus dientes afilados y su olor a éter y anticongelante), repta reptando, se le pone a Jonesy en el regazo, este apenas se da cuenta.

Jonesy I, el Jonesy del cobertizo (o mejor dicho el señor Gray), busca. Hay muchos cerebros con los que conectar; están por doquier, como transmisiones radiofónicas de madrugada, y le cuesta muy poco encontrar uno que contenga la información que le interesa. Es como abrir un archivo en el ordenador personal y no encontrar palabras, sino una película en tres dimensiones y con una resolución fabulosa.

La fuente de información del señor Gray es Emil Brodsky, de Menlo Park, Nueva Jersey, sargentillo de la fuerza aérea a cargo de la división motorizada, aunque ahora, como integrante del equipo táctico de Kurtz, no tenga rango. Ni él ni nadie. A sus superiores les llama «jefe», y a los que están por debajo (que en esta merienda de negros son más bien pocos), «tú». Para los casos en que no sepa quién es quién, basta con un simple «colega».

Sobrevuelan la zona unos cuantos cazas, pero no demasiados (si consiguen que se despejen las nubes podrán hacer todas las fotos que necesiten por satélite), ni es cosa de Brodsky. Los cazas salen de la base aérea de Bangor, y él está en Jefferson Tract. Se encarga de los helicópteros y los camiones, que cada vez son más. (Desde mediodía están cerradas todas las carreteras de aquella parte del estado, y el único tráfico es de camiones verdes con el distintivo tapado.) También dirige la operación de instalar como mínimo cuatro generadores, a fin de suministrar electricidad a los barracones que proliferan alrededor del colmado de Gosselin. Se necesitan, entre otras cosas, sensores de movimiento, focos, luces perimetrales y el quirófano improvisado que está siendo montado a toda prisa en una caravana WindStar.

Kurtz ha dejado clara la importancia de las luces: quiere que esté todo iluminado a tope las veinticuatro horas. La mayor concentración de focos se sitúa alrededor del cobertizo, así como detrás, donde había un corral para caballos y un cercado. En el prado donde solían pasarse la vida pastando las cuarenta vacas lecheras del carcamal de Reggie Gosselin, se han instalado dos tiendas, la mayor de las cuales lleva algo escrito en el techo verde: ECONOMATO. La otra tienda es blanca y sin letras. Dentro, a diferencia de la grande, no hay estufas de queroseno, ni falta que hace. Jonesy comprende que es el depósito provisional de cadáveres. De momento solo contiene tres muertos (uno de ellos el tonto de un banquero que ha querido escaparse), pero pronto habrá muchos más. A menos que algún accidente vuelva difícil o imposible la recogida de cadáveres. Para Kurtz, el jefe, dicho accidente sería la solución de muchos problemas.

Son detalles al margen. El interés de Jonesy I se centra en Emil Brodsky, de Menlo Park.

Pisando barro y nieve sucia, Brodsky recorre a grandes zancadas la distancia entre la zona de aterrizaje para helicópteros y el cercado donde hay que confinar a los que tienen el Ripley (ahora ya hay bastantes, paseándose con la misma cara de perplejidad de todos los prisioneros recién internados del mundo, llamando a los guardias, pidiendo cigarrillos e información y formulando vanas amenazas). Emil Brodsky es fortachón, lleva el pelo a cepillo y tiene una cara de bulldog que ni pintada para el tabaco barato (en realidad, como sabe Jonesy, se trata de un católico devoto que no ha fumado en su vida). Ahora mismo está más ocupado que un empapelador manco. Lleva auriculares y micro de recepcionista a la altura de la boca. Ha entablado contacto radiofónico con el convoy de suministro de combustible que viene por la interestatal 95 (la situación es crítica, porque los helicópteros que han salido de misión volverán muy bajos), pero al mismo tiempo habla con Cambry, la persona que camina al lado de él. Hablan del centro de control y vigilancia que quiere hecho Kurtz para las nueve de la noche, máximo las doce. Se rumorea que la misión no durará más de cuarenta y ocho horas, pero a ver quién es el listo que se atreve a asegurarlo. Los rumores también dicen que ya se ha alcanzado el objetivo principal, Blue Boy, aunque Brodsky no se lo creerá hasta que vuelvan los helicópteros grandes de combate. Pero bueno, lo de ellos es fácil: tenerlo todo montado para las once.

Y hete aquí que de repente hay tres Jonesys, tres: el que mira la tele en la habitación de hospital que está hecha un criadero de hongos, el del cobertizo de la motonieve… y Jonesy III, que aparece sin avisar en la cabeza católica y con el pelo a cepillo de Emil Brodsky. Brodsky interrumpe sus pasos y mira el cielo blanco.

Cambry da tres o cuatro pasos por su cuenta hasta que ve que Brodsky se ha quedado parado en medio del barro. A pesar de todo el ajetreo (hombres que corren, helicópteros volando, motores en marcha), está parado como un robot sin pilas.

—Jefe —dice—, ¿le pasa algo?

Brodsky no contesta, al menos a Cambry. Le dice a Jonesy I (el del cobertizo):

«Abre la tapa del motor y enséñame las bujías».

A Jonesy le cuesta un poco encontrar el cierre de la tapa, pero le dirige Brodsky. Una vez que está el motorcito a la vista, Jonesy se agacha, pero no mira, sino que convierte sus ojos en dos cámaras de alta resolución y envía la imagen a Brodsky.

—¡Jefe! —dice Cambry, que empieza a estar preocupado—. ¿Qué pasa, jefe?

—Nada, no pasa nada —dice Brodsky con lentitud y claridad, quitándose los auriculares porque le distrae el parloteo—. Déjame que piense un minuto.

Y a Jonesy:

«Han quitado las bujías. Busca un poco… Ah, sí, ya las veo. Al borde de la mesa».

Al borde de la mesa de trabajo hay un pote de mayonesa con gasolina hasta la mitad, al que se le han hecho dos agujeros con la punta de un destornillador para que no se acumulen los vapores. Dentro hay dos bujías Champion como dos bichos en formol.

Brodsky dice en voz alta:

—Sécalas bien.

Y cuando Cambry le pregunta:

—¿Que seque qué?

Brodsky, ausente, le dice que no hable.

Jonesy saca las bujías de la gasolina, las seca, se sienta y las conecta, siguiendo instrucciones de Brodsky.

«Ahora a ver si van —dice Brodsky, pero sin mover los labios. La motonieve hace ruido de arrancar—. Comprueba que haya gasolina.»

Jonesy lo hace y le da las gracias.

—No, hombre, no hay de qué —dice Brodsky.

Vuelve a dar zancadas, y tan deprisa que Cambry casi tiene que correr para no quedarse rezagado. Al mismo tiempo, se percata de la cara de sorpresa de Brodsky al darse cuenta de que tiene los auriculares en el cuello.

—¿Qué coño te ha pasado? —pregunta Cambry.

—Nada —dice Brodsky.

Algo, sin embargo, le ha pasado. ¡Coño que no! Hablaba con alguien. ¿Una… consulta? Sí, eso. Lo que ocurre es que no se acuerda bien del tema. De lo que se acuerda es de las instrucciones que han recibido por la mañana, antes de amanecer. Una de ellas, directa de Kurtz, consistía en informar de cualquier cosa rara que ocurriese. ¿Lo que acaba de ocurrir era raro? ¿Qué ha sido, exactamente?

—Debo de haber tenido un calambre cerebral —dice Brodsky—. Con tanto que hacer, y en tan poco tiempo… Venga, sígueme.

Cambry le sigue, y Brodsky reanuda su conversación dividida (por un lado el convoy, por el otro Cambry), pero se acuerda de algo más, de otra conversación (la número tres) que ya ha terminado. ¿Es raro o no? Concluye que probablemente no lo sea. Lo que está claro es que al cabrón incompetente de Perlmutter no podría contárselo, porque para él lo que no esté apuntado en la tablilla no existe. ¿Y a Kurtz? Jamás. Brodsky le tiene aún más miedo que respeto. Como todos. Kurtz es listo, y es valiente, pero también es el mono más chalado de la selva. Por donde ha pasado la sombra de Kurtz, Brodsky prefiere no poner ni el pie.

¿Underhill? ¿Podría contárselo a Owen Underhill?

Quizá… y quizá no. Tal como están las cosas, ni te enteras y ya la has cagado. Durante uno o dos minutos ha oído voces (de hecho solo una), pero ahora se encuentra bien.

En Hole in the Wall, Jonesy sale a todo trapo del cobertizo y se mete por Deep Cut Road. Al pasar cerca de Henry nota su presencia (está escondido detrás de un árbol, y para no gritar hasta muerde la corteza), pero consigue esconder lo que sabe a la nube que circunda su último núcleo de conciencia. Casi seguro que es la última vez que está cerca de su amigo de infancia, que no logrará salir vivo de aquel bosque.

Jonesy piensa que ojalá hubiera podido despedirse.

7

No sé quién ha hecho esta película, piensa Jonesy, pero para mí que no hace falta que se planchen el esmoquin para los Oscar. De hecho…

Mira en derredor y solo ve árboles nevados. Vuelve a mirar hacia adelante y solo encuentra Deep Cut Road, y la vibración de la motonieve entre sus muslos. El hospital, el señor Gray, no existen. Ha sido un sueño.

Falso. Y habitación la hay, aunque no sea de hospital ni contenga cama, tele y bolsa de suero. Lo cierto es que no contiene casi nada aparte de un tablón con dos cosas enganchadas con chinchetas: un mapa del norte de Nueva Inglaterra con algunas rutas de transporte marcadas (las de los hermanos Tracker) y una foto Polaroid de una adolescente con la falda levantada, enseñando la pelambrera rubia. Jonesy ve Deep Cut Road por la ventana. Está casi seguro de que es la que había en la habitación de hospital. Pero la habitación de hospital no le servía. Ha tenido que salir, porque…

La habitación de hospital no era segura, piensa Jonesy. ¿Segura? ¿Lo es aquella? ¿Lo es algún lugar? Y sin embargo… es posible que esta lo sea más. Es su último refugio, y lo ha adornado con la foto que, a su entender, esperaban ver todos al meterse por el camino de entrada, allá en 1978. Tina Jean Sloppinger, o como se llamase.

Piensa: una parte de lo que he visto era real; recuerdos válidos recuperados, que diría Henry. Es cierto que aquel día me pareció ver a Duddits. Por eso bajé a la calzada sin mirar. En cuanto al señor Gray… ahora soy yo, ¿verdad? Excepto la parte de mí que está en esta habitación polvorienta, vacía y sin ningún interés, con el suelo lleno de condones usados y la foto de la chica en el tablón, todo yo soy el señor Gray. ¿Verdad?

No hay respuesta. De hecho es la única que necesita.

Pero ¿cómo ha pasado? ¿Cómo he venido? Y ¿por qué? ¿Para qué?

Sigue sin recibir respuestas, ni las tiene él de su cosecha para las preguntas que acaba de formular. Solo se alegra de disponer de un lugar donde poder seguir siendo él mismo, y le consterna la facilidad con que le han secuestrado el resto de su vida. De nuevo, con una sinceridad amarga y sin límites, se arrepiente de no haberle pegado un tiro a McCarthy.

8

Una explosión descomunal desgarró el día, y, si bien el punto de origen tenía que estar forzosamente a varios kilómetros, conservaba la potencia necesaria para sacudir la nieve de muchos árboles. El conductor de la motonieve ni siquiera movió la cabeza. Era la nave. La habían volado los soldados. Ya no quedaban byrum.

A los pocos minutos apareció ante su mirada el cobertizo con el tejado caído. Delante, tirado en la nieve y sin haber sacado la bota de debajo de la chapa de cinc, estaba Pete. Parecía muerto, pero no. En aquel juego, hacerse el muerto no figuraba entre las opciones. El ocupante de la motonieve oía pensar a Pete. Frenó y dejó el motor en punto muerto. Entonces Pete levantó la cabeza y enseñó los dientes que le quedaban sin ninguna jovialidad. Por lo visto solo conservaba un dedo en buen estado en la mano derecha. Toda su piel visible estaba cubierta de byrus.

—Tú no eres Jonesy —dijo—. ¿Qué le has hecho?

—Sube, Pete —dijo el señor Gray.

—Contigo no quiero ir a ninguna parte. —Pete levantó la mano derecha (con sus dedos destrozados y grumos rojizos de byrus) y la usó para limpiarse la frente—. Venga, arreando. Que te vayas, coño.

El señor Gray bajó la cabeza que había pertenecido a Jonesy (quien lo observaba todo por la ventana de su refugio en el garaje abandonado de Tracker Hermanos, sin poder ayudar ni intervenir) y miró a Pete fijamente. Pete rompió a gritar, mientras el byrus que le crecía por todo el cuerpo se tensaba y le clavaba las raíces en los músculos y los nervios. La bota que estaba presa debajo del tejado de cinc quedó libre, y Pete, gritando, adoptó una postura fetal. Le salía sangre por la boca y la nariz. Cuando volvió a gritar le saltaron dos dientes más de la boca.

—Sube, Pete.

Llorando, y con la mano destrozada en el pecho, Pete intentó ponerse en pie. El primer intento se saldó en fracaso, y volvió a quedarse tumbado en la nieve. El señor Gray siguió mirándole sin hacer comentarios desde el sillín del Arctic Cat.

Jonesy sentía el dolor de Pete, su desesperación, su miedo abyecto. El miedo era de lejos lo peor. Se decidió a arriesgarse.

«Pete.»

Solo era un susurro, pero Pete lo oyó y miró hacia arriba con la cara demacrada y manchada de moho (lo que llamaba el señor Gray «el byrus»). Cuando se lamió los labios, Jonesy vio que también le crecía en la lengua. Una vez se había enfrentado con chicos mayores que él para defender a alguien más pequeño y más débil. Se merecía algo mejor.

«Ni rebotes ni partidos.»

Pete casi sonrió. Era al mismo tiempo bonito y estremecedor. Esta vez consiguió levantarse y caminó con lentitud hacia la motonieve.

En el despacho abandonado de su exilio, Jonesy vio que se movía el pomo de la puerta.

«¿Qué significa? —preguntó el señor Gray—. ¿Qué es “ni rebotes ni partidos”? ¿Qué haces dentro? ¿Por qué no vuelves al hospital y miras conmigo la tele? Para empezar, ¿cómo has entrado?»

Ahora le tocaba a Jonesy no contestar. Fue un gran placer.

«Voy a entrar —dijo el señor Gray—. Cuando sea el momento, entraré. Si crees que puedes cerrarme la puerta, te equivocas.»

Jonesy permaneció callado (puesto que no servía de nada provocar a la criatura que gobernaba su cuerpo), pero no consideraba que se equivocase. Por otro lado, tampoco se atrevía a salir, porque le absorberían. Solo era un grano en una nube, un poco de comida sin digerir en la tripa de un extraterrestre.

Más valía no llamar la atención.

9

Pete se colocó detrás del señor Gray y enlazó la cintura de Jonesy. Transcurridos diez minutos pasaron junto al Scout volcado, y Jonesy comprendió el motivo de que Pete y Henry hubieran tardado tanto en volver de la tienda. Habían sobrevivido de milagro, tanto el uno como el otro. Le habría gustado prolongar un poco más el examen, pero el señor Gray mantuvo el Arctic Cat a la misma velocidad, dando botes con los esquíes y yendo por el centro de la carretera entre los dos surcos colmados de nieve.

Cuando se hubieron alejado unos cinco kilómetros del Scout, superaron un cambio de rasante y Jonesy vio una bola de luz blanca amarillenta flotando a menos de treinta centímetros de la carretera. Les esperaba, y parecía que ardiera a la temperatura de un soplete, pero estaba claro que no, porque, teniendo nieve a pocos centímetros, no la derretía. Casi seguro que era una de las luces que habían visto moverse él y Beaver debajo de las nubes, sobre los animales que salían huyendo del barranco.

«Exacto —dijo el señor Gray—. Es de las pocas que quedan. Puede que sea la última.»

Jonesy, callado, se limitó a mirar por la ventana de su despacho-celda. Sentía en la cintura los brazos de Pete, que ahora se le cogía más que nada por instinto, como el boxeador casi vencido a su oponente, para no besar la lona. La cabeza que tenía apoyada en la espalda pesaba como una piedra. Ahora Pete era un medio de cultivo para el byrus, y el byrus estaba encantado, porque el mundo era frío y Pete caliente. Por lo visto el señor Gray le quería para algo, aunque Jonesy no tenía ni idea de para qué.

La bola luminosa siguió guiándoles por la carretera entre dos y tres kilómetros, hasta que se metió entre dos pinos muy altos y les esperó dando vueltas, casi a ras de nieve. Jonesy oyó al señor Gray dando instrucciones a Pete de que se sujetase con todas sus fuerzas.

El Arctic Cat dio un brinco y descendió a toda velocidad por una pendiente muy poco pronunciada, clavando los esquíes en la nieve y apartándola. Cuando acabó de cubrirles la bóveda del bosque, no solo la capa era más fina sino que en algunos puntos desaparecía del todo. En aquellas zonas el perfil de las ruedas de la motonieve chirriaba duramente en el suelo congelado, que en su mayor parte se componía de roca bajo una capa delgada de tierra y pinaza. Ahora se dirigían hacia el norte.

A los diez minutos se interpuso una afloración de granito que les hizo saltar, y a Pete caerse rodando con un grito ronco. El señor Gray volvió a poner la motonieve en punto muerto. La luz también se quedó parada, girando encima de la nieve. Jonesy tuvo la impresión de que brillaba menos.

—Levántate —dijo el señor Gray, que se había girado en el sillín para mirar a Pete.

—No puedo —dijo este—. Tío, que ya no puedo más. Me…

Pete volvió a chillar y a retorcerse en el suelo, dando patadas y sacudiendo las manos (una quemada y la otra destrozada).

«¡Para —dijo Jonesy a pleno pulmón—, que le vas a matar!»

El señor Gray se quedó donde estaba sin hacerle el menor caso, observando a Pete con una paciencia mortífera e impasible. El byrus, mientras tanto, se volvía tirante y estrujaba la carne de Pete. Después de un rato, Jonesy notó que el señor Gray aflojaba la presión, y Pete, atolondrado, se levantó. Tenía un corte nuevo en la mejilla, y ya se le había infestado de byrus. Sus ojos, de mirada aturdida y exhausta, estaban anegados en lágrimas. Volvió a subirse a la motonieve, y una vez más deslizó ambas manos por la cintura de Jonesy.

«Cógete a mi chaqueta —susurró este. Cuando el señor Gray se giró y volvió a poner el vehículo en marcha, Jonesy notó que Pete se le ceñía—. ¿Vale?»

«Vale», contestó Pete, pero con pocas fuerzas.

Esta vez el señor Gray no les prestó atención. La luz flotante, que había perdido brillo pero no velocidad, reemprendió el camino hacia el norte… o en una dirección que Jonesy supuso que era el norte. Después de un rato sorteando árboles, matas espesas y rocas, perdió del todo el sentido de la orientación. Detrás de ellos se oía una sucesión de disparos que no decaía ni un solo momento. Alguien, al parecer, se estaba despachando a gusto con la caza, sin encontrar resistencia.

10

Como una hora después, Jonesy acabó por descubrir la razón de que al señor Gray le interesase tanto Pete. Fue cuando la luz, que se había debilitado tanto que era una sombra de la de antes, se apagó del todo. Desapareció con un ruidito oclusivo, como de alguien reventando una bolsa de papel, y solo dejó una especie de pequeño detrito que cayó al suelo.

Se hallaban en una cresta con árboles, en pleno centro de las quimbambas, y tenían delante un valle de bosques nevados. Al fondo había colinas erosionadas y zonas de espeso matorral donde no había ni brizna de luz. Para redondear el panorama, anochecía.

Ya ha vuelto a meternos en un follón de padre y señor mío, pensó Jonesy; pero no percibía ninguna contrariedad en el señor Gray. Este detuvo la motonieve, volvió a dejarla en punto muerto y se limitó a quedarse sentado.

«Al norte», dijo el señor Gray. Y no era a Jonesy.

Pete contestó en voz alta, con cansancio y lentitud.

—¿Cómo quieres que sepa dónde está? ¡Si no veo ni por dónde se pone el sol, caray! Y encima tengo un ojo hecho una mierda.

El señor Gray giró la cabeza de Jonesy, que vio que a Pete le faltaba el ojo izquierdo. Tenía el párpado tan levantado que se le había quedado cara de sorpresa, y de tonto. La órbita estaba ocupada por una jungla pequeña de byrus cuyos filamentos más largos colgaban hasta rozar la mejilla sin afeitar. También había otros filamentos que se le enredaban en el pelo ralo, veteándolo de un color entre dorado y rojizo.

«Sí que lo sabes.»

—Puede —dijo Pete—, y puede que no quiera orientarte.

«¿Por qué no?»

—Coño, pedazo de mamón, porque dudo que al resto nos convengan tus intenciones —dijo Pete, llenando a Jonesy de un orgullo absurdo.

Jonesy vio temblar la pelusa de la órbita de Pete, que chilló y se llevó las manos a la cara. Por un momento (corto pero demasiado largo) Jonesy se imaginó perfectamente los zarcillos rojizos metiéndose desde el ojo muerto en el cerebro de Pete, donde se separaban como dedos fuertes ciñendo una esponja gris.

«¡Venga, díselo, Pete! —exclamó—. ¡Díselo, por Dios!»

El byrus volvió a inmovilizarse. La mano de Pete se separó de su cara, que ahora, en las zonas que no estaban rojas, presentaba una palidez mortuoria.

—¿Dónde estás, Jonesy? —preguntó—. ¿Hay sitio para dos?

Por supuesto que la respuesta era un conciso no. Jonesy no entendía lo que le había ocurrido, pero sabía que su supervivencia (el último núcleo de autonomía), de una manera u otra, dependía de que se quedara donde estaba. El simple gesto de entreabrir la puerta entrañaría su pérdida.

Pete asintió con la cabeza.

—Ya me parecía a mí —dijo. Después se dirigió al otro—: Mira, tío, solo te pido que no me hagas más daño.

El señor Gray siguió sentado en el sillón mirando a Pete con los ojos de Jonesy, y sin hacer promesas.

Pete suspiró, levantó la mano derecha, la quemada, y desplegó un dedo. A continuación cerró los ojos y empezó a moverlo hacia adelante y atrás. Al verlo, Jonesy lo comprendió todo. ¿Cómo se llamaba la niña? Rinkenhauer, ¿no? Sí. No se acordaba del nombre de pila, pero Rinkenhauer era de los apellidos que se te grababan en la memoria. También iba al Mary M. Snowe, alias cole de los subnormales, aunque entonces Duddits ya había entrado en el profesional. ¿Y Pete? Pete siempre había tenido más memoria de lo normal, pero después de Duddits…

Arrodillado en su celda pequeña y sucia, mirando el mundo que le habían robado, Jonesy se acordó de las palabras; aunque en realidad no lo eran, sino formaciones silábicas de extraña belleza:

«¿Bela liña, Pi?» «¿Ves la línea, Pete?»

Pete, con cara de sorpresa y placidez, había dicho que sí, que la veía. Entonces ya hacía lo del dedo, el mismo tictac de ahora.

El dedo dejó de moverse y se quedó temblando un poco en la punta, como una vara de zahorí al borde de un acuífero. Entonces Pete señaló la cresta en una línea ligeramente a estribor de la dirección que había estado siguiendo la motonieve.

—El norte es allá —dijo, bajando la mano—. Hay que guiarse por la pared de roca que tiene un pino en medio. ¿La ves?

«Sí.»

El señor Gray desplazó la vista hacia adelante y volvió a poner en marcha la motonieve. Jonesy se formuló la vaga pregunta de cuánta gasolina quedaba en el depósito.

—¿Ya puedo bajar?

Quería decir, naturalmente, si ya podía morirse.

«No.»

Y de nuevo en camino, con Pete cogiéndose a la chaqueta de Jonesy con las pocas fuerzas que tenía.

11

Bordearon la pared de roca y subieron a la cumbre de la colina más alta de detrás, que fue donde el señor Gray hizo otro alto para que pudiera redirigirles su sucedáneo de luz flotante. Así lo hizo Pete, y enfilaron un sendero que se desviaba un poco hacia el oeste respecto al norte estricto. Seguía oscureciendo. En un momento dado oyeron acercarse entre dos y cuatro helicópteros, y el señor Gray emboscó la motonieve en un matorral muy tupido, sin importarle que las ramas azotaran la cara de Jonesy y le ensangrentasen las mejillas y la frente. Pete volvió a caerse y se quedó gimiendo en el suelo, al borde del desmayo. El señor Gray apagó el motor y llevó a Pete a rastras al grupo más prieto de arbustos, donde aguardaron el paso de los helicópteros. Jonesy notó que el señor Gray entablaba contacto con uno de los tripulantes y le sometía a un rápido examen. Quizá cotejara sus conocimientos con lo que le había dicho Pete. Una vez que el ruido de aspas se alejó hacia el sudoeste (señal de que debían de volver a la base), el señor Gray volvió a arrancar y reemprendieron su camino. Volvía a nevar.

Una hora más tarde se detuvieron en otro montículo, y Pete volvió a caerse del Arctic Cat, esta vez de costado. Levantó la cara, pero había desaparecido casi por entero bajo una barba de vegetación. Quiso decir algo y no pudo: tenía la boca amordazada, y la lengua cubierta por una alfombra lozana de byrus.

«Tío, que no puedo. Ya no puedo más. Déjame, por favor.»

«Sí —dijo el señor Gray—, creo que ya has cumplido tu función.»

«¡Pete! —exclamó Jonesy; y, dirigiéndose al señor Gray—: ¡No, no lo hagas!»

Como era de prever, el señor Gray no le hizo caso. Por un instante, Jonesy vio muda comprensión en el ojo que le quedaba a Pete. Y alivio. Fue un instante en que mantuvo el contacto con la mente de Pete, su amigo de infancia, el que siempre esperaba a la entrada del cole con una mano delante de la boca, escondiendo un cigarrillo inexistente; Pete, que quería ser astronauta y ver el mundo entero desde la órbita terrestre. Uno de los cuatro que habían contribuido a salvar a Duddits de los grandullones.

Por un instante. Después notó que salía algo de la mente del señor Gray, y lo que crecía en Pete hizo algo más que moverse: apretó. Un sonido lúgubre acompañó la rotura del cráneo de Pete por una docena de sitios. Su cara (lo que de ella quedaba) se hundió como si la estirasen desde dentro, envejeciéndole de golpe. Por último cayó de bruces, y empezó a nevar sobre la espalda de su parka.

«Hijo de puta.»

El señor Gray, indiferente al insulto de Jonesy y a su ira, no contestó. Volvió a mirar hacia adelante. El viento, que arreciaba, amainó unos segundos, y se abrió un agujero en la cortina de nieve. Unos ocho kilómetros al noroeste de la posición que ocupaban, Jonesy vio movimiento de luces, pero no eran luces extraterrestres, sino faros. En gran cantidad. Un convoy de camiones por la autopista. Supuso que no había ningún otro vehículo. Aquella parte de Maine había pasado a manos del ejército.

«Y todos te buscan, cabrón», escupió al volver a ponerse en marcha la motonieve.

La nieve volvió a tupirse, cortando la visión momentánea de los camiones, pero Jonesy ya sabía que el señor Gray no tendría la menor dificultad en encontrar la autopista. Pete le había guiado hasta una parte de la zona en cuarentena que, supuso Jonesy, se tenía por poco conflictiva. Para el resto del camino contaba con Jonesy, porque era diferente. Para empezar, se había librado del byrus. Al byrus, por alguna razón, no le gustaba.

«De aquí no sale», dijo Jonesy.

«Sí —dijo el señor Gray—. Siempre morimos, y siempre vivimos. Siempre perdemos y siempre ganamos. Somos el futuro, Jonesy, aunque no te guste.»

«Pues si es verdad, es la mejor razón que conozco para vivir en el pasado», repuso Jonesy.

Del señor Gray, sin embargo, no llegó ninguna respuesta. El señor Gray como entidad, como conciencia, ya no existía, porque había vuelto a mezclarse con la nube. Quedaba lo justo para gobernar las facultades de conducción de Jonesy y asegurarse de que la motonieve siguiera orientada hacia la autopista. Arrastrado sin remedio en la misión de la cosa, Jonesy obtuvo un parco consuelo de dos factores. Uno era que el señor Gray no supiera cómo llegar hasta el último componente de su persona, la parte minúscula que existía en su recuerdo del despacho de los hermanos Tracker. El otro era que el señor Gray tampoco supiera nada de Duddits.

Jonesy pensaba hacer lo necesario para que el señor Gray no se enterase.

Al menos de momento.