XI
El viaje de Henry

1

Henry había descubierto que el suicidio tenía voz, y que quería explicarse. La pega era que no dominaba el inglés; solía conformarse con cuatro palabras mal combinadas, pero bueno, por lo visto era suficiente con que hablara. Desde que Henry le concedía uso de voz al suicidio, su vida había experimentado mejoras enormes. Había noches, incluso, en que conseguía volver a dormir (no muchas, pero suficientes); en cuanto a los días, malos, lo que se decía malos, no había tenido ninguno.

Hasta el de hoy.

El cuerpo que conducía el Arctic Cat era de Jonesy, pero lo que se le había metido dentro estaba lleno de imágenes e intenciones ajenas. Existía la posibilidad de que Jonesy siguiera dentro (Henry tendía a pensar que sí), pero demasiado al fondo, demasiado pequeño y con demasiadas pocas fuerzas para influir. Pronto Jonesy habría desaparecido por completo. Seguro que era lo mejor que podía ocurrirle.

Henry había tenido miedo de ser detectado por la cosa que gobernaba a Jonesy, pero pasó de largo sin frenar. Hacia Pete. ¿Y luego? ¿Luego adónde? Henry no quería pensar ni preocuparse.

Al final reemprendió el camino al campamento, pero no porque en Hole in the Wall quedara algo, sino porque no tenía ningún otro lugar a donde ir. Al llegar a la verja, con su escueto letrero donde ponía CLARENDON, se escupió otro diente en el guante, lo miró y lo tiró al suelo. Ya no nevaba, pero el cielo seguía oscuro, y le pareció que el viento recobraba fuerzas. ¿No habían comentado algo por la radio sobre una tormenta en dos tandas? Ni se acordaba ni estaba seguro de que tuviera importancia.

Oyó a su izquierda una explosión descomunal que lo sacudió todo. Reaccionó con una mirada apagada en aquella dirección, pero no vio nada. Se había estrellado algo, o había explotado. Justo en aquel momento dejaron de molestarle algunas de las voces. Ignoraba si estaban relacionadas las dos cosas, y si a él le afectaba en algo. Franqueó la verja abierta, pisando la nieve prensada del surco que había dejado el Arctic Cat, y se acercó a Hole in the Wall.

Seguía oyéndose el zumbido del generador, y sobre la losa de granito que les servía de felpudo estaba abierta la puerta. Henry permaneció un rato fuera, examinando la losa. Primero le pareció que había sangre, pero ni fresca ni seca tenía la sangre aquel lustre rojizo tan peculiar. No, lo que veía era una especie de sustancia orgánica, como musgo o alguna clase de hongo. Y algo más…

Levantó la cabeza, dilató la nariz y olfateó, despertando en su mente el recuerdo tan claro como absurdo de estar en Maurice’s hacía un mes, con su exmujer, de oler el vino que acababa de servir el sommelier, ver a Rhonda al otro lado de la mesa y pensar: nosotros olemos el vino, los perros se huelen mutuamente el culo, y en el fondo viene a ser lo mismo. Después se le encendió el recuerdo de su padre con leche en la barbilla. Con Rhonda habían intercambiado sonrisas, y Henry había pensado que sería un alivio indescriptible acabar con todo, y que, ya que había que hacerlo, más valía que fuera deprisa.

Ahora el olor no era de vino, sino de algo húmedo y sulfuroso. Tardó un poco, pero al final lo identificó: la mujer que les había hecho volcar. Era el mismo olor de descomposición intestinal.

Pisó la losa sabiendo que era la última vez que entraba, y sintió el peso de muchísimos años: risas, conversaciones, cervezas, alguna que otra sesión de porros, el día de 1996 en que habían hecho una guerra de comida (¿o de 1997?), disparos, aquel olor amargo, mezcla de pólvora y sangre, que identificaba la temporada del ciervo, olor a muerte y amistad, a todo el fulgor de la niñez…

Volvió a dilatar la nariz. Ahora el olor era más fuerte, y más químico que orgánico, quizá por su abundancia. Miró hacia adentro. En el suelo volvía a haber la misma especie de moho peludo, pero no tapaba del todo la madera. En cambio en la alfombra navajo había proliferado tanto que costaba distinguir el dibujo. Era evidente que le sentaba bien el calor, pero no dejaba de ser inquietante que se extendiera tan aprisa.

Henry estuvo a punto de entrar, pero se lo pensó mejor y prefirió retroceder dos o tres pasos de la puerta, quedándose en la nieve y pensando en la hemorragia nasal y los agujeros que tenía en las encías, donde por la mañana, al despertarse, había tenido dientes. Lo más probable, en caso de que el moho generara alguna clase de virus de transmisión aérea como el Ébola o el Hanta, era que no tardara en pringarla, y que cualquier medida equivaliera a atrancar la puerta del establo después del robo del caballo, pero tampoco tenía sentido correr riesgos innecesarios.

Dio media vuelta y rodeó Hole in the Wall hacia el lado del Barranco. Seguía caminando por el rastro prensado del Arctic Cat, para no hundirse en la nieve fresca.

2

También estaba abierta la puerta del cobertizo, y Henry vio a Jonesy como si le tuviera delante. Le vio detenerse en el umbral antes de entrar por la motonieve, apoyar una mano en el marco de la puerta y escuchar… ¿Escuchar qué?

Escuchar nada. Ni graznido de cuervos, ni chirrido de arrendajos, ni golpes de pájaros carpinteros, ni pasos de ardillas. Solo se oía el viento, y de vez en cuando el ruido amortiguado de una masa de nieve resbalando de un pino o un abeto y chocando con la nieve fresca de debajo. La fauna local se había marchado corriendo, como en un dibujo animado.

Se quedó un rato donde estaba, procurando acordarse de cómo era por dentro el cobertizo. Pete lo habría hecho mejor (primero habría cerrado los ojos y habría movido el dedo, y a continuación habría dicho dónde estaba todo, hasta la última cajita de tornillos), pero Henry consideró que en aquel caso no le hacía falta el talento especial de su amigo. Solo había transcurrido un día desde su última visita al cobertizo, en busca de algún accesorio para abrir la puerta de un armario de cocina que se había dilatado. Entonces había visto lo que le hacía falta ahora.

Respiró varias veces con rapidez, a fin de limpiarse los pulmones. A continuación se aplicó una mano enguantada a la nariz y la boca, la apretó con fuerza y entró. Se quedó parado unos segundos, esperando a que se le acostumbrara la vista a la poca luz. Prefería no exponerse a sorpresas innecesarias.

Realizado el ajuste, cruzó el espacio vacío donde había estado la motonieve. Ahora en el suelo no había nada aparte de un dibujo de manchas de aceite, pero la lona verde que había servido para tapar el vehículo, y que estaba arrugada en un rincón, presentaba más placas de la misma sustancia rojiza de antes.

La mesa de trabajo estaba revuelta, y tumbados dos potes, uno de clavos y otro de tornillos, con el resultado de que lo que siempre había estado ordenado ahora estaba mezclado. En el suelo había un estante viejo para pipas que había pertenecido a Lamar Clarendon, y que se había roto con la caída. Los cajones de la mesa estaban abiertos en su totalidad. Uno de los dos, Beaver o Jonesy, había pasado como un huracán en busca de algo.

Ha sido Jonesy, pensó Henry.

Sí. Quizá Henry no llegara a averiguar cuál era el objeto de su búsqueda, pero estaba seguro de que había sido Jonesy, y saltaba a la vista que o él o los dos le otorgaban una importancia vital. Se preguntó si lo había encontrado. Lo más probable era que tampoco llegara a averiguarlo. En cuanto a lo que buscaba él, estaba a la vista en un rincón del fondo, colgado en un clavo sobre un amasijo de latas de pintura y pistolas pulverizadoras.

Atravesó el interior del cobertizo cubriéndose la boca y la nariz, y sin respirar. Había un mínimo de cuatro mascarillas de pintor, colgadas de unas gomas que casi habían perdido toda su elasticidad. Las cogió y se volvió justo a tiempo para ver que se movía algo detrás de la puerta. Contuvo una exclamación, pero se le aceleró el pulso y de repente le pareció demasiado caliente y pesado el aire que le llenaba los pulmones, y que le había permitido llegar hasta allí. No, no había nada; eran imaginaciones suyas. Después vio que sí, que algo había. Por la puerta abierta entraba luz, y un poco más por la ventana sucia de encima de la mesa, que era la única. Henry, literalmente, se había asustado de su sombra.

Abandonó el cobertizo con cuatro zancadas, colgándole las mascarillas de pintor de la mano derecha, pero siguió aguantando la respiración hasta haber dado otros cuatro pasos por el surco de nieve prensada, y solo entonces expulsó el aire enrarecido. Luego se inclinó con las manos en los muslos, justo encima de las rodillas, y fueron disolviéndose los puntitos negros que le ensuciaban la vista.

Llegó del este una ráfaga lejana, demasiado fuerte y rápida para ser de escopetas. Eran armas de fuego automáticas. En el cerebro de Henry apareció una visión igual de nítida que la imagen de su padre con leche en la barbilla o la de Barry Newman huyendo de la consulta como alma que llevara el diablo. Vio ciervos, mapaches, perros salvajes y conejos segados a decenas, a centenares, cuando intentaban escapar de lo que se había convertido en zona de epidemia; vio enrojecerse la nieve con su sangre inocente (pero posiblemente contaminada). La visión le dolió de una manera inesperada, clavándose en una región que no estaba muerta, sino en letargo. Era donde había reverberado con tanta fuerza el llanto de Duddits, generando un tono armónico que daba una sensación de tener la cabeza a punto de explotar.

Henry se incorporó, vio sangre fresca en la palma de su guante izquierdo y clamó al cielo con una mezcla de enfado y risa:

—¡Mierda!

Tanto taparse la boca y la nariz, tanto coger las mascarillas y tantos planes de ponerse como mínimo dos antes de entrar en Hole in the Wall, y se le había olvidado por completo el corte del muslo, el que se había hecho al volcar el Scout. Si en el cobertizo había algún agente de contagio, algo que soltara el hongo, las posibilidades de que se le hubiera metido en el cuerpo eran inmejorables. Tampoco podía decirse que las precauciones que había tomado fueran gran cosa. Henry se imaginó un letrero donde pusiera en letras grandes y rojas: ¡ZONA DE RIESGO BIOLÓGICO! ¡AGUANTE LA RESPIRACIÓN Y TÁPESE CON LA MANO CUALQUIER HERIDA QUE TENGA!

Soltó un gruñido de risa y volvió a encaminarse a la cabaña. Total, tampoco tenía pensado vivir eternamente.

Al este seguían los disparos.

3

Henry volvió a plantarse en la puerta abierta de Hole in the Wall y se metió la mano en el bolsillo para ver si tenía pañuelo, aunque lo dudaba. Con razón: no llevaba. Dos atractivos poco comentados de ir al bosque eran orinar donde se quisiera y, cuando se tenían mocos, agacharse y soplar por la nariz. Dejar salir libremente el pipí y los mocos procuraba una especie de satisfacción primitiva… al menos a los hombres. Bien pensado, no dejaba de ser un milagro que las mujeres fueran capaces de enamorarse, no ya de los mejores, que también, sino del resto.

Se quitó la chaqueta, la camisa y la camiseta térmica que llevaba debajo. La última capa era otra camiseta, esta de los Red Sox de Boston, descolorida y con la leyenda GARCIAPARRA 5 en la espalda. Henry también se la quitó, la enrolló y se la puso como venda alrededor del corte que tenía en la pernera izquierda del vaquero, con grumos de sangre. Mientras lo hacía, volvió a pensar que cerraba la puerta del establo después del robo del caballo; pero bueno, la cuestión era llenar las casillas, ¿no? Sí, y escribir claramente y en mayúsculas. Tales eran los conceptos en que se basaba la vida. Hasta cuando quedaba poca, como parecía ser el caso.

Volvió a ponerse el resto de la ropa en el torso, donde se le había puesto la piel de gallina, y se colocó dos de las mascarillas de pintor con forma de lágrima. Pensó en ponerse dos más, una en cada oreja, pero al imaginarse las gomas cruzándole el cogote se le escapó la risa. ¿Y qué más? ¿Usar la que quedaba para taparse un ojo? ¡Hay que joderse!

—Si lo cojo, lo cojo —dijo, no sin recordarse que las precauciones nunca estaban de más. Hombre precavido vale por dos, decía el viejo Lamar.

Dentro de Hole in the Wall, el hongo (o moho, o lo que fuera) había hecho progresos muy vistosos, y eso que la ausencia de Henry había sido corta. La alfombra navajo estaba cubierta en toda su superficie, sin que se trasluciera parte alguna del dibujo. También había manchas en el sofá, la barra que separaba la cocina de la zona de comedor y los asientos de dos de los tres taburetes que la complementaban del lado de esta última. En una pata de la mesa del comedor había un hilo torcido de pelusilla rojiza, como si siguiera el reguero de algo derramado, y Henry se acordó de la manera que tienen las hormigas de acudir en grupo a cualquier rastro de azúcar. Lo más inquietante quizá fuera la especie de telaraña de pelusa dorada-rojiza que colgaba muy por encima de la alfombra navajo. Henry la miró fijamente por espacio de varios segundos antes de entender de qué se trataba: del atrapasueños de Lamar Clarendon. Henry no tenía muchas esperanzas de llegar a comprender la naturaleza exacta de lo sucedido, pero de algo estaba seguro: de que esta vez el atrapasueños había cazado una pesadilla de verdad.

¡No pretenderás seguir entrando!, se dijo. ¿Ahora que has visto lo deprisa que crece? Jonesy, al pasar, tenía un aspecto normal, pero era pura apariencia. Ya lo sabes, porque lo has notado. ¿Y sabiéndolo te atreverías a dar un paso más?

—Me parece que sí —dijo Henry. Al hablar se le movía la doble capa de mascarilla—. Si me coge… pues nada, tendré que suicidarme.

Riéndose como Stubb en Moby Dick, Henry se adentró más en la cabaña.

4

Con una excepción, el hongo formaba placas delgadas y grumos. La excepción se hallaba delante de la puerta del lavabo, donde había una verdadera montaña de hongos de textura apelmazada y crecimiento vertical, cubriendo de pelusa las dos jambas hasta una altura de más de un metro. La proliferación en forma de montaña parecía nutrirse de una sustancia grisácea y esponjosa. En el lado que daba al salón, lo gris se bifurcaba en dos, formando una uve que a Henry le recordó algo muy desagradable: un par de piernas, como si se hubiera muerto alguien en la puerta y el hongo hubiera tapado el cadáver. Henry se acordó de una separata de la facultad de medicina, un artículo leído por encima cuando buscaba otra cosa. Una de las fotos que contenía, tomada por un forense, era tan truculenta que se le había quedado marcada. Aparecía la víctima de un asesinato que había aparecido desnuda en el bosque al término de unos cuatro días. En la nuca, las corvas y la raja del culo crecían setas.

De acuerdo, cuatro días, pero la cabaña, por la mañana, estaba limpia, y solo habían pasado…

Henry echó un vistazo a su reloj y vio que se le había parado a las doce menos veinte.

Se volvió para mirar detrás de la puerta, porque de repente estaba convencido de que le acechaba alguien.

Qué va. Lo único que había era la Garand de Jonesy apoyada en la pared.

Empezó a volverse hacia la puerta del lavabo, y otra vez hacia atrás. La Garand parecía limpia de potingues. La cogió. Estaba cargada, con el seguro puesto y una bala en la recámara. Muy bien. Se la colgó en el hombro y volvió a encarar el bulto rojo y repulsivo que crecía fuera del lavabo. En aquella zona era muy fuerte el olor a éter, mezclado con algo todavía más repugnante, como azufre. Caminó con lentitud hacia el cuarto de baño, y, mientras hacía un esfuerzo de voluntad para dar un paso y luego otro, fue convenciéndose de que el bulto rojo con protuberancias como piernas era lo único que quedaba de su amigo Beaver. Dentro de poco vería los restos enredados de la melena negra de Beav, o sus Doc Martens, a las que se refería Beaver como su «afirmación de solidaridad lesbiana». Le había dado por pensar que las Doc Martens eran una señal secreta que tenían las lesbianas para reconocerse, y no había manera de quitárselo de la cabeza. Otra idea fija que tenía era que el mundo estaba gobernado por gente que se llamaba Rothschild y Goldfarb, quizá desde un búnker enterrado a gran profundidad en Colorado.

Sin embargo, no existía ningún medio para cerciorarse de que el bulto de la puerta hubiera sido Beav u otra persona. El único indicio era la forma. En la masa esponjosa relucía algo. Henry se agachó un poco con la duda de si ya le crecerían trocitos microscópicos de hongo en la superficie húmeda y desprotegida de los ojos. Lo que había visto resultó ser el pomo de la puerta del lavabo. Al lado del bulto había otro más pequeño que se alimentaba de un rollo de cinta aislante. Se acordó de lo desordenada que había encontrado la mesa de trabajo del cobertizo, y de los cajones abiertos. ¿Era lo que buscaba Jonesy? ¿Un rollo miserable de cinta aislante? En su cabeza lo afirmaba algo, algo que podía ser el clic o podía no serlo. Pero ¿por qué? ¿Por qué?

Desde hacía unos cinco meses, a medida que aumentaba la frecuencia y duración de las ideas de suicidio, con su extraña jerigonza, a Henry se le había ido agotando la curiosidad. Ahora estaba desatada, como si se hubiera despertado con hambre, y Henry no tenía nada con que alimentarla. ¿La cinta aislante era para cerrar la puerta? En ese caso, ¿contra qué? Seguro que Jonesy y Beaver ya sabían que contra el hongo no surtiría efecto, puesto que infiltraría sus dedos por debajo de la puerta.

Miró en el lavabo y profirió un sonido gutural. El horror, la locura que había tenido por escenario la cabaña, y cuya naturaleza ignoraba, solo podía haber empezado allí. Las paredes del lavabo delimitaban una especie de cueva roja donde las placas de moho casi tapaban todas las baldosas azules del suelo. También había subido por el pedestal de la pila y el del váter. La tapa del váter estaba apoyada en la cisterna, y, aunque la cantidad de pelusa impedía asegurarlo, Henry pensó que el anillo se había roto hacia adentro. La cortina de la ducha ya no era azul, sino rojiza y rígida; estaba arrancada casi por entero de las anillas (que lucían sus propias barbas vegetales) y yacía en la bañera.

Del borde de la bañera, otro criadero de hongos, sobresalía un pie calzado con bota. Henry no tuvo la menor duda de que era una Doc Martens. Por lo visto había acabado por encontrar a Beaver. De repente le asaltaron recuerdos del día en que habían rescatado a Duddits, tan nítidos y luminosos que parecía ayer. Beaver con su chaqueta de cuero ridícula, Beaver cogiendo la fiambrera de Duddits y diciendo: «¿Qué, te gusta la serie? ¡Pero si nunca se cambian de ropa!». Y diciendo…

—Hay que joderse —dijo Henry a la cabaña invadida—. Siempre lo decía.

Con lágrimas resbalando por las mejillas. Si el hongo solo quería humedad (y a juzgar por la selva que desbordaba la taza del váter, le encantaba), que se subiera a Henry y se daría un festín.

Pensó que le importaba bastante poco. Tenía la escopeta de Jonesy. Podía contagiársele el hongo, pero él tenía los medios para asegurarse de estar muerto antes de que hubiera llegado al postre. Si se daba el caso.

Lo cual era probable.

5

Estaba seguro de haber visto algunos restos de alfombra apilados en un rincón de la cabaña. Pensó en salir a buscarlos. Podía distribuirlos por el suelo del lavabo, caminar sobre ellos y ver mejor el interior de la bañera. Aunque ¿para qué? Ya sabía que era Beaver, y, la verdad, no le apetecía ver a su amigo de infancia, autor de perlas como tócame los perendengues, cubierto de hongos como el cadáver blanquecino de la vieja separata médica, con su colonia de setas. Como manera de despejar sus dudas sobre lo ocurrido, quizá sí, pero Henry no lo consideraba probable.

De lo que más ganas tenía era de salir. El hongo no era lo único que daba repelús. Henry tenía la escalofriante sensación de no estar solo.

Retrocedió de la puerta del lavabo. En la mesa del salón comedor había un libro de bolsillo cuyo dibujo de portada era un baile de demonios con horcas en las manos. Seguro que era de Jonesy. Ya alimentaba su propia colonia de pasta rojiza.

Se percató de un ruido procedente del oeste, ruido que no tardó en adquirir intensidad atronadora. Eran helicópteros, y esta vez había más de uno. Eran muchos, y grandes. A juzgar por el ruido, volaban a ras de tejado, y Henry obedeció al impulso de agacharse. Se le llenó la cabeza de imágenes salidas de una decena de películas sobre Vietnam, junto con la seguridad de que abrirían fuego con sus ametralladoras y dejarían la casa como un queso. Eso si no la rociaban de napalm.

Pasaron de largo sin hacer ni lo uno ni lo otro, pero bastante cerca para hacer temblar la vajilla en las alacenas de la cocina. Oyendo que el ruido se alejaba, convertido primero en tableteo y después en zumbido inofensivo, Henry recuperó su posición erguida. Quizá se dirigieran al extremo oriental de Jefferson Tract, para sumarse a la matanza de animales. Allá ellos. Él pensaba darse el piro y…

¿Y qué? ¿Exactamente qué?

Mientras se lo pensaba, oyó ruido en uno de los dormitorios de la planta baja. Ruido de algo deslizándose. Siguió un momento de silencio, con la duración justa para que Henry echara la culpa del ruido a su imaginación. Después sonó una serie de clics y pitidos, casi como un juguete mecánico (quizá un mono o un loro de hojalata) a punto de quedarse sin cuerda. A Henry se le puso la piel de gallina por todo el cuerpo, se le secó la boca y se le erizó el vello de la nuca.

¡Tío, sal corriendo!

Antes de que la voz pudiera adueñarse de sus actos, dio varias zancadas hacia la puerta del dormitorio y se descolgó del hombro la Garand. La descarga de adrenalina en la sangre aguzó los contornos de cuanto le rodeaba. Se suspendió la percepción selectiva, regalo jamás agradecido a las personas que se sienten seguras y a gusto, y vio todos los detalles: el reguero de sangre que iba del dormitorio al cuarto de baño, una zapatilla tirada por el suelo, una mancha de moho rojo en la pared con forma de mano…

Lo que fuera estaba encima de la cama. A Henry le pareció una comadreja o una marmota con las patas amputadas y una cola larga y ensangrentada, prolongándose como placenta. Sin embargo, con la posible excepción de la morena del acuario de Boston, nunca había visto ningún animal con unos ojos negros tan desproporcionados. No era la única similitud: cuando el bicho abrió de par en par la raya rudimentaria que tenía por boca, apareció un nido de dientes largos y finos como alfileres.

Detrás, sobre la sábana empapada de sangre, latían como mínimo cien huevos naranjas y marrones. Eran del tamaño de canicas grandes, y estaban cubiertos por una especie de mucosidad. Henry vio que dentro de cada uno se movía una sombra que parecía un cabello.

El bicho con aspecto de comadreja se irguió como una serpiente saliendo de la cesta del encantador y dirigió a Henry una especie de chirrido. Culebreaba en la cama (la de Jonesy), pero no daba la sensación de poder moverse mucho. Sus ojos, negros y brillantes, rebosaban ira. Su cola (aunque a Henry, más que cola, le pareció una especie de tentáculo prensil) dio varios latigazos. Después cubrió todos los huevos que pudo, como protegiéndolos.

Henry se dio cuenta de que repetía sin descanso la misma palabra, «no», con la monotonía de un caso perdido de neurosis con dosis doble de Thorazine. Se apoyó la escopeta en el hombro, apuntó y siguió por la mira la repelente cabeza en forma de cuña, que no se estaba quieta. Sabe qué es, pensó con frialdad. A eso llega. Apretó el gatillo.

El bicho estaba a pocos metros, y en baja forma para emprender la huida. O estaba agotado de poner los huevos, o le sentaba mal el frío (y había que reconocer que Hole in the Wall, con la puerta principal abierta, era una nevera). La detonación, entre las cuatro paredes, fue brutal. La cabeza levantada de la cosa se desintegró en salpicaduras e hilos que mancharon la pared del fondo. Tenía la sangre del mismo color que el hongo, de un dorado rojizo. El cuerpo decapitado cayó de la cama y fue a parar a un montón de ropa que Henry no reconoció: una chaqueta marrón, un chaleco naranja y unos vaqueros con dobladillo. (Henry y sus amigos nunca los habían llevado de aquella clase; en octavo y noveno, ponérselos significaba granjearse el calificativo de paleto.) Con el cuerpo cayeron rodando varios huevos, la mayoría de los cuales aterrizaron en la ropa o en el montón de libros desordenados de Jonesy y permanecieron íntegros, aunque hubo unos cuantos que se rompieron contra el suelo. Se derramó de ellos algo turbio, como clara de huevo en mal estado, cerca de una cucharada grande por huevo. Los cabellos de dentro se retorcían y, con sus ojos negros del tamaño de una cabeza de alfiler, parecía que miraran a Henry con cara de odio. Verlos le daba ganas de gritar.

Dio media vuelta y salió del dormitorio con paso inestable. Tenía las piernas tan insensibles que parecían patas de mesa. Se sentía como una marioneta manipulada por alguien con buena intención, pero que solo hiciera sus primeros pinitos. Hasta llegar a la cocina, e inclinarse hacia el armario de debajo del fregadero, no supo adónde iba.

«I am the eggman, I am the eggman, I am the walrus! Goo-goo-joob!»[7]

No lo cantó: lo declamó en voz muy alta y con un tono como de sermón, que no se había dado cuenta de tener en su repertorio. Era una voz de histrión decimonónico. La idea, a saber por qué, evocó la imagen del célebre actor shakespeareano Edwin Booth vestido de D’Artagnan, con pluma en el sombrero incluida, recitando la letra de John Lennon, y profirió dos fuertes sílabas de risa:

—¡Ja! ¡Ja!

Me estoy volviendo loco, pensó… pero en fin, mejor D’Artagnan recitando I am the Walrus que la imagen de la sangre de la cosa salpicando la pared, o de la Doc Martens cubierta de moho saliendo de la bañera, o lo peor de todo: los huevos abriéndose y soltando un cargamento de pelos movedizos con ojos de cabeza de alfiler. Todos mirándole a él.

Apartó el lavavajillas y el cubo, y apareció lo que buscaba: la lata amarilla de líquido Sparx para encender la barbacoa. El marionetista inepto que le gobernaba adelantó el brazo de Henry con movimientos torpes y cerró sus dedos en la lata de Sparx. Con ella en la mano, Henry volvió a cruzar el salón, pasando al lado de la chimenea para coger la caja de cerillas de madera de la repisa, mientras seguía declamando I am the Walrus.

Se dio prisa en volver a entrar en el dormitorio de Jonesy antes de que pudiera tomar el control la persona aterrorizada que había dentro de su cabeza, haciéndole dar media vuelta y huir. Lo que quería esa persona era hacerle correr hasta caer inconsciente. O muerto.

Los huevos de encima de la cama también se estaban abriendo. Por la sábana empapada de sangre, y en la almohada de Jonesy, pululaban como mínimo dos docenas de cosas con forma de cabello. Una levantó su mínima cabeza y le lanzó un sonido tan débil y agudo que apenas se oía.

Henry, que seguía sin permitirse ninguna pausa (puesto que detenerse significaba no volver a caminar, como no fuera hacia la puerta), dio dos pasos hacia el pie de la cama. Uno de los cabellos se deslizó hacia él por el suelo, impulsándose con la cola como un espermatozoide en el microscopio.

Henry lo pisó, al tiempo que retiraba la tapa de plástico rojo del pitorro de la lata. Lo orientó hacia la cama y roció generosamente tanto esta como el suelo con movimientos de la muñeca. Cuando el líquido mojaba las cosas con forma de cabello, soltaban grititos agudos como de gato recién nacido.

Eggman… eggman… walrus!

Pisó otro par de cabellos y vio que se le había enganchado uno a la pernera del vaquero, cogiéndose con su cola minúscula e intentando traspasar la tela con los dientes, que aún eran blandos.

Eggman —murmuró Henry, quitándoselo de encima con la otra bota y, al ver que quería escapar, pisándolo.

De repente se notó empapado de sudor de la cabeza a los pies. Salir, con el frío que hacía (y no tenía más remedio, porque dentro no podía quedarse), era una muerte casi segura.

Abrió la caja de cerillas, pero le temblaban tanto las manos que se le cayó al suelo la mitad. Ahora reptaban hacia él más gusanos en forma de cabello. Quizá no se enteraran de mucho, pero algo sabían: que era su enemigo.

Consiguió sujetar una cerilla, la levantó y aplicó el pulgar a la punta. Un truco que le había enseñado Pete hacía muchos años. En el fondo, lo mejor siempre te lo enseñan los amigos. Como hacerle un funeral vikingo al amigo Beaver, y de paso cargarse a aquella porquería de serpientes en miniatura.

Eggman!

Rascó la punta de la cerilla, que prendió. El olor a azufre quemándose se parecía al que había encontrado al entrar en la cabaña, y al de los pedos de la mujer gorda.

Walrus!

Arrojó la cerilla al pie de la cama, donde había un edredón arrugado que ahora estaba empapado del líquido. Al principio la llama se puso azul alrededor del palito de madera, y Henry tuvo miedo de que se apagara. Después se oyó una especie de ¡fum!, y el edredón se rodeó de una modesta corona de llamas amarillas.

Goo-goo-joob!

Las llamas treparon por la sábana (ennegreciendo su baño de sangre), llegaron a la acumulación de huevos con cobertura gelatinosa, los probaron y les cogieron gusto. Al encenderse, los huevos chisporrotearon. Más maullidos de gusanos quemándose. Una especie de hervor al resquebrajarse la cáscara y salir el líquido.

Henry retrocedió hacia la puerta rociando el suelo con la lata, que solo se le vació hacia la mitad de la alfombra navajo. Entonces la tiró al suelo, encendió otra cerilla y la arrojó. Esta vez el ¡fum! fue inmediato, y las llamas que se levantaron, de color naranja. Le ardía la cara sudada, y experimentó el impulso, fuerte y gozoso, de quitarse las mascarillas de pintor y penetrar en la hoguera. Hola, calor, hola, verano, hola, amiga oscuridad.

Lo que le detuvo era tan simple como poderoso. Tirar la toalla, en ese momento, era haber sufrido inútilmente el despertar molesto de todas sus emociones aletargadas. Nunca averiguaría en detalle lo ocurrido en la cabaña, pero quizá los que pilotaban los helicópteros y mataban animales pudieran darle algunas respuestas. Eso si no le pegaban un tiro.

Al llegar a la puerta, Henry tuvo un recuerdo tan claro que le gritó por dentro el corazón: Beaver de rodillas delante de Duddits, que intenta ponerse las zapatillas al revés. «Deja, que te lo arreglo», dice Beaver; y Duddits, mirándole con los ojos muy abiertos y una cara de perplejidad que no puede inspirar otra cosa que no sea ternura, contesta: «¿Adegla tatilla?».

Henry volvía a llorar.

—Hasta otra, Beav —dijo—. Te quiero, tío. Te lo digo con toda el alma.

Y se adentró en el frío.

6

Caminó hacia el fondo de Hole in the Wall, donde estaba la leña. Al lado había otra lona, esta vieja, y que de negra se estaba poniendo gris. Se había pegado con la escarcha, y tuvo que usar las dos manos para arrancarla del suelo. Debajo había una mezcolanza de raquetas, patines y esquíes. También había una barrena de nieve antediluviana.

De repente, mientras miraba aquel amasijo poco llamativo de accesorios invernales salidos de un extenso letargo, Henry se dio cuenta de lo cansado que estaba, aunque decir «cansado» era quedarse corto. Acababa de recorrer quince kilómetros a pie, casi todos corriendo. También había sufrido un accidente de coche, y había descubierto el cadáver de uno de sus tres amigos de infancia. En cuanto a los otros dos, también estaba seguro de haberlos perdido.

Llego a no querer suicidarme y ahora estaría como una puta cabra, pensó; y rio. Le sentó bien reírse, pero no en el sentido de atenuar su sensación de cansancio. A pesar de ella, debía marcharse. Tenía que encontrar a algún representante de las autoridades y contarle lo que había pasado. Quizá ya lo supieran (a juzgar por los ruidos, algo debían de saber, aunque a Henry no acabaran de cuadrarle los métodos con que reaccionaban), pero tal vez no estuvieran al corriente de las comadrejas. Ni de los huevos. Se lo diría él, Henry Devlin.

Las cuerdas de las raquetas, que eran de piel sin curtir, estaban tan roídas por los ratones que casi solo quedaba el bastidor. Henry, sin embargo, siguió buscando hasta que encontró un par de esquíes cortos para esquí de fondo con toda la pinta de ser la última tendencia de 1954. Las fijaciones estaban oxidadas, pero al empujarlas con los dos pulgares logró moverlas bastante para que le sujetaran más o menos las botas.

Ahora, dentro de la cabaña todo eran chasquidos. Henry tocó la madera con una mano y notó el calor. Debajo del alero había varios bastones de esquí apoyados, con los puños metidos en un cúmulo de telarañas sucias. A Henry no le apetecía nada tocarlos (tenía demasiado fresco en la memoria lo de los huevos y la prole pululante de la comadreja sin patas), pero al menos llevaba guantes. Apartó las telarañas y hurgó entre los bastones con movimientos rápidos. Ya veía saltar chispas detrás de la ventana que tenía al lado de la cabeza.

Encontró un par de bastones que solo le iban un poco cortos, y esquió con poca gracia hacia la esquina del edificio. Con los esquíes viejos y la escopeta de Jonesy colgada en el hombro, se sentía como un soldado nazi en una película de Alistair MacLean. Justo al doblar la esquina, la ventana que había tenido más cerca explotó hacia afuera con una detonación de fuerza inusitada, como si alguien hubiera tirado una fuente grande de vidrio desde un segundo piso. Henry encogió los hombros y sintió en la chaqueta el impacto de varios trozos de cristal. Le cayeron algunos en el pelo. Pensó que, si se hubiera quedado otros veinte o treinta segundos eligiendo esquíes y bastones, la explosión del cristal le habría destrozado la cara.

Levantó la mirada hacia el cielo, enseñó las dos palmas a la altura de la cara, a lo Al Jolson, y dijo:

—¡Yupi! ¡Me protegen desde arriba!

Ahora salían llamas por la ventana y lamían el alero. Henry oyó que el brusco aumento del gradiente de calor hacía que dentro se rompieran más cosas. El campamento del padre de Lamar Clarendon, que había empezado a construirse justo después de la Primera Guerra Mundial, era un infierno. Seguro que lo soñaba.

Esquió alrededor de la casa, dando un amplio rodeo, mientras la chimenea escupía un torbellino de chispas que se elevaba hacia las nubes. Al este seguía oyéndose el tableteo incesante de las ametralladoras. Estaban cazando el límite de piezas. El límite y más. Lo siguiente, al oeste, fue la explosión. ¡Dios! ¿Qué había sido eso? Imposible saberlo. Si conseguía llegar entero a donde hubiera gente, quizá se lo explicaran.

—Eso si no deciden cazarme a mí —dijo.

Le salió una voz tan estridente que le hizo comprender que se moría de sed. Entonces se agachó con cuidado (porque hacía al menos diez años que no se ponía ninguna clase de esquíes), recogió dos puñados de nieve y se llenó la boca. Dejó fundirse la nieve y bajarle por la garganta. ¡Qué gusto! Henry Devlin, psiquiatra y autor de un viejo artículo sobre la Solución Hemingway, el Henry Devlin que de niño virginal se había convertido en alguien alto y desgarbado a quien siempre le resbalaban las gafas por el puente de la nariz, alguien con bastantes canas y cuyos amigos estaban muertos, se habían escapado o habían cambiado, Henry Devlin, pues, se había detenido al lado de la verja abierta de un lugar adonde jamás regresaría, y, calzado con esquíes, comía nieve como un niño chupando un cornete en el circo, mientras veía quemarse el último escenario positivo de su vida. Las llamas ya atravesaban las tejas de madera de cedro. Se fundía la nieve y, convertida en agua hirviente, corría siseando por los canalones oxidados. Aparecían brazos de fuego por la puerta abierta, como anfitriones entusiastas animando a los recién llegados a darse prisa, caramba, a entrar de una vez antes de que se acabara de quemar todo. A consecuencia del tueste, la alfombra de pelusa rojiza que crecía en la losa de granito había pasado de dorada a gris.

—Así, así —murmuró entre dientes Henry, que sin darse cuenta abría y cerraba los puños alrededor de los bastones de esquí—. Así me gusta.

Siguió mirando otro cuarto de hora, y cuando ya no pudo soportarlo dio la espalda a las llamas y reemprendió en sentido inverso el camino por el que había venido.

7

Ya no le quedaban fuerzas. Tenía ante sí más de treinta kilómetros (para ser exactos, se dijo, treinta y cinco coma siete), y como no cogiera el ritmo jamás llegaría. Se mantuvo en el rastro endurecido de la motonieve e hizo más paradas de descanso que en el camino de ida.

Es que entonces era más joven, pensó con una pizca, solo una pizca, de ironía.

Se miró dos veces el reloj, sin acordarse de que en Jefferson Tract se había detenido el tiempo. Con aquella capa de nubes que no había manera de que se moviera, solo estaba seguro de que era de día; y por la tarde, claro, pero no tenía ni idea de si faltaba poco o mucho para el anochecer. En cualquier otra tarde le habría servido de indicio el hambre, pero ahora, con aquella cosa en la cama de Jonesy, y los huevos, y los cabellos con ojos negros y protuberantes… No, imposible. Y menos con el pie en el borde de la bañera. Tenía la sensación de que no podría volver a comer nada en toda su vida, y de que si comía sería algo que no contuviera nada rojo. ¿Setas? Tampoco, gracias.

Descubrió que esquiar era un poco como montar en bicicleta, al menos en desplazamientos así, a campo traviesa: no se olvidaba. En la primera cuesta se cayó una vez y le resbalaron los esquíes, pero la bajada, aparte de un poco de mareo y algunos vaivenes, fue una seda. Supuso que los esquíes no se enceraban desde la presidencia del plantador de cacahuetes, pero, mientras siguiera el rastro prensado de la motonieve, no tenía por qué sufrir ningún percance. Le asombró la cantidad de huellas de animales que punteaban Deep Cut Road. Nunca había visto siquiera una décima parte. Algunos bichos habían seguido la carretera, pero la mayoría de los rastros se limitaban a cruzarla de oeste a este. El parsimonioso trazado de Deep Cut Road estaba orientado al noroeste, y saltaba a la vista que el oeste era un punto cardinal que prefería evitar la fauna de la zona.

Estoy de viaje, se dijo Henry. Puede que un día escriba alguien un poema épico que se llame El viaje de Henry.

Rio, y en su garganta reseca la risa se hizo tos de perro. Orientó los esquíes hacia el borde del surco del vehículo, cogió otro par de puñados de nieve y se los comió.

—¡Rica y sana! —proclamó—. ¡Nieve! ¡Algo más que un desayuno!

Miró el cielo, y fue un error. Al principio le rodó de tal modo la cabeza que temió caer de espaldas. Después de un rato se le pasó el vértigo. Las nubes parecían un poco más oscuras. ¿Iba a nevar? ¿O a hacerse de noche? ¿O las dos cosas a la vez? Le dolían las rodillas y los tobillos de tanto arrastrar los esquíes, y más le dolían los brazos de ejercer fuerza en los bastones, pero lo más resentido eran los pectorales. Para entonces ya se había resignado a no llegar a Gosselin antes de que se hubiera hecho de noche. Ahora, mientras comía más nieve, se le ocurrió la posibilidad de que pudiera no llegar.

Se aflojó la camiseta de los Red Sox que se había enroscado en la pierna, y al ver en el vaquero una raya muy roja le entró un miedo cerval. Le latía tan deprisa el corazón que en su campo visual aparecieron manchas blancas y pulsátiles. Acercó a lo rojo unos dedos que temblaban.

¿Qué pretendes hacer?, se preguntó con sorna. ¿Quitarlo como si solo fuera un hilo o un poco de pelusa?

Fue exactamente lo que hizo, porque de eso se trataba, de un hilo que se había desprendido del logo de la camiseta. Lo soltó y lo vio flotar hacia la nieve. A continuación volvió a atarse la camiseta alrededor del corte del pantalón. Para ser alguien que menos de cuatro horas antes se planteaba todas las opciones finales (la soga, la bañera, la bolsa de plástico, la caída de un puente y, clásico entre clásicos, la Solución Hemingway, que en algunos ambientes también se conocía por Despedida del Policía), había pasado uno o dos segundos cagándose de miedo.

Porque así no quiero acabar, se dijo. No quiero que me coman vivo unas…

—Unas setas del planeta X —dijo.

Volvió a ponerse en camino.

8

El mundo se encogía, como es habitual cuando se pierden las últimas fuerzas sin haber acabado lo que se quería hacer ni estar cerca de la conclusión. La vida de Henry se reducía a cuatro movimientos sencillos y repetitivos: la presión de los brazos en los bastones y el arrastre de los esquíes por la nieve. Era como penetrar en otra zona. Se le marcharon los dolores, al menos de momento. Solo se acordaba de haber tenido una sensación un poco parecida: en el instituto, jugando en el equipo de baloncesto de los Tigers de Derry. En el transcurso de una final importantísima, se había dado la coincidencia de que expulsaran por faltas a tres de los mejores cuatro jugadores del equipo cuando no habían pasado ni tres minutos del tercer cuarto. El entrenador había dejado que Henry jugara hasta el final. Lo había conseguido, pero, al pitarse el final del partido (perdiendo los Tigers con holgura), flotaba en una especie de nube feliz. Yendo al vestuario de los chicos, se le habían doblado las piernas a mitad del pasillo y se había derrumbado sin que se le borrara la sonrisa tonta, mientras sus compañeros de equipo, con el uniforme rojo de viaje, se reían, le animaban, aplaudían y silbaban.

Ahora no había nadie que aplaudiera ni silbara. El único ruido era el de ametralladoras al este, que quizá se hubiera vuelto un poco más lento, pero seguía dando guerra.

Lo de peor agüero, sin embargo, eran los disparos sueltos que se oían delante. ¿En la tienda de Gosselin? No se podía saber.

Henry se oyó cantar la canción de los Rolling Stones que menos le gustaba, Sympathy for the Devil («Made damn sure that Pilate washed his hands and sealed His fate», gracias, muchas gracias, sois un público fabuloso, buenas noches), y se obligó a interrumpirla al darse cuenta de que se le mezclaba la canción con recuerdos de Jonesy en el hospital, el Jonesy de marzo de aquel año, que más que demacrado estaba como encogido, como si le hubiera salido toda la esencia para formar un escudo protector en torno a su cuerpo sorprendido y ultrajado. En Jonesy, Henry había visto a una persona con muchas posibilidades de morir, y, si bien había acabado por salvarse, se percató de que la visita al hospital coincidía con el momento en que él había empezado a plantearse el suicidio como algo serio. La galería de imágenes truculentas que atormentaba sus noches (leche azulada en la barbilla de su padre, el bamboleo de las nalgas gigantescas de Barry Newman al huir de la consulta, Richie Grenadeau con una caca en la mano y diciéndole a Duddits Cavell, casi desnudo y llorando, que se la comiera, que tenía que comérsela) tenía una nueva incorporación: la cara chupada y la mirada de desquicio de Jonesy, víctima de un absurdo atropello; un Jonesy con aspecto de estar pidiendo pista para el último vuelo. Decían que estaba estable, pero Henry, en los ojos de su amigo de infancia, había leído otra palabra: crítico. ¿Simpatía por el diablo? Por favor. No había dios, diablo, ni simpatía; y darse cuenta de ello significaba meterse en un berenjenal. Tener contados los días de cliente viable y de pago en el gran parque de atracciones que era América del Norte.

Volvió a oírse cantar («But what’s puzzling you is the nature of my game») y se impuso silencio. Pues ¿qué cantaba? Algo de encefalograma plano. Una tontería sin ningún contenido, pero jugosa, que chorreara América por los cuatro costados. ¿Qué tal aquella de las Pointer Sisters? Era muy buena.

Miró los esquíes en movimiento y la huella del perfil de los neumáticos de la motonieve, mientras entonaba la canción. En poco tiempo, repetida hasta la saciedad, se había convertido en un susurro monótono y desprovisto de melodía, que Henry recitaba mientras se le empapaba la ropa de sudor y se le helaba en el labio superior el moco líquido que le salía por la nariz:

I know we can make it, I know we can, we can work it out, yes we can-can yes we can yes we can…[8]

Mejor, mucho mejor. Aquella sucesión de yes we can era tan americana como una camioneta Ford en el aparcamiento de una bolera, o una estrella del rock muerta en la bañera.

9

Y así, acabó volviendo al refugio donde había dejado a Pete y la mujer. Pete ya no estaba. Había desaparecido sin dejar rastro.

El tejado oxidado del cobertizo se había desplomado. Henry lo levantó para cerciorarse de que no estuviera Pete, como si se tratara de una sábana metálica. La que estaba era la mujer, pero no en el mismo sitio que al marcharse Henry. O bien se había arrastrado, o la habían movido, pero a medio camino había caído víctima de un caso agudo de muerte. Tenía cubiertas la ropa y la cara del moho con color de herrumbre que había invadido la cabaña, pero Henry tomó nota de algo interesante: así como la pelusa que se cebaba en ella estaba en buena forma (sobre todo en los agujeros de la nariz y el ojo que quedaba a la vista, centro de una verdadera selva), la que se había apartado un poco del cadáver, rodeándolo de una especie de corona de pinchos desiguales, pasaba un mal trance. Detrás de la mujer, en el lado opuesto a la hoguera, el hongo se había vuelto gris y ya no crecía. El de la parte de delante no lo pasaba tan mal, gracias a haber dispuesto de calor y de una extensión de suelo donde se había derretido la nieve, pero las puntas de los filamentos estaban poniéndose de un gris como de ceniza volcánica.

Henry estaba casi convencido de que agonizaba.

Y, como el hongo, la luz del día. Ahora ya era indiscutible. Henry soltó la lámina oxidada de cinc, dejándola caer sobre el cadáver de Becky Shue y las últimas brasas de la hoguera. Acto seguido volvió a mirar el rastro de la motonieve y se lamentó de lo mismo que en la cabaña: de no tener consigo al amiguito de Jonesy, Hércules Poirot, para descifrar lo que veía.

El rastro se acercaba al tejado caído del cobertizo y volvía a alejarse en dirección noroeste, hacia la tienda de Gosselin. En la nieve había una zona deprimida que casi dibujaba el contorno de un cuerpo humano, y a cada lado, terrones redondos.

—¿Tú qué dices, Hércules? —preguntó Henry—. ¿Qué quiere decir, mon ami?

Hércules, sin embargo, nada dijo.

Henry volvió a cantar en sordina, mientras se acercaba a uno de los terrones redondos sin haberse dado cuenta de que las Pointer Sisters habían vuelto a dar paso a los Rolling Stones.

Quedaba bastante luz para ver que los tres hoyitos situados a la derecha de la forma humana llevaban impresa una trama, y se acordó de la codera que llevaba Pete en el brazo derecho de su trenca. Pete, con cierto (y peculiar) orgullo, le había contado que se la había cosido su novia, diciendo que cómo iba a ir de caza con la chaqueta rota. Henry recordó que el hecho de que Pete erigiera fantasías de un futuro feliz a partir de un solo gesto de amabilidad le había parecido al mismo tiempo gracioso y triste; gesto, además, que al fin y al cabo podía tener más que ver con la educación que había recibido la mujer en cuestión que con los sentimientos que albergara hacia el borracho de su novio.

En fin, poco importaba. Ahora la cuestión era que Henry consideraba que ya tenía fundamento para una deducción sólida. Pete había salido de debajo del tejado caído. Entonces había llegado Jonesy (o lo que gobernara a Jonesy, la nube), había dado un rodeo hacia los restos del cobertizo y había recogido a Pete.

¿Por qué?

Henry no lo sabía.

Las manchas que crecían en la huella del cuerpo de su amigo, que había conseguido salir de debajo de la chapa apoyándose en los dos codos, no eran exclusivamente de moho. Había algunas de sangre seca. Pete estaba herido. ¿Un corte al caérsele el techo? ¿Solo eso?

Henry vio un reguero errático con forma de gusano que partía del molde del cuerpo de Pete y se detenía en algo que al principio le pareció un palo chamuscado, pero que, mejor observado, resultó ser otra especie de comadreja. Esta estaba muerta, quemada y, donde no la había achicharrado el fuego, en proceso de volverse gris. Henry la apartó con la punta de la bota. Tenía debajo una masa congelada. Más huevos. Debía de haberlos puesto en plena agonía.

Henry, de una serie de patadas, cubrió de nieve tanto los huevos como el cadáver del pequeño monstruo. Después, tiritando, se deshizo la venda improvisada para echar otro vistazo a la herida de la pierna. Entonces se dio cuenta de cuál era la canción que le salía de la boca, y la cortó en seco. Poco a poco, caían los primeros copos sueltos de otra nevada.

—¿Se puede saber por qué lo canto? —preguntó—. ¿Por qué me viene todo el rato a la cabeza esta mierda de canción?

No esperaba ninguna respuesta. Más que nada, se lo preguntaba en voz alta para oírse hablar. (Era un lugar muerto, y quizá hasta encantado.) Con todo, recibió una.

«Porque es la nuestra. Es el himno del escuadrón, el que ponemos para entrar a saco.»

Ahora al este se oía bastante menos ruido de ametralladoras. Casi había terminado la matanza de animales, pero había hombres, una fila larga de cazadores que en vez de ir de naranja iban de verde o de negro, y que trabajaban oyendo repetirse la misma canción, mientras acumulaban una cantidad increíble de carne muerta: «I rode a tank, held a general’s rank, when the blitzkrieg raged and the bodies stank… Pleased to meet you, hope you guess my name».

¿Qué ocurría, exactamente? No en el salvaje, inverosímil, prodigioso Mundo Exterior, sino en el interior de su cabeza. Henry siempre había tenido destellos de comprensión (al menos desde Duddits), pero lo de ahora no se parecía en nada. ¿De qué se trataba? ¿Había llegado el momento de examinar aquella manera nueva y poderosa de ver la línea?

No. No, no y no.

Y seguía la canción en su cabeza, como burlándose de él: «general’s rank, bodies stank».

—¡Duddits! —exclamó en la tarde gris, que tocaba a su fin.

Copos perezosos, como plumón saliendo de una almohada rota. Había un pensamiento luchando por nacer, pero era demasiado grande, demasiado.

—¡Duddits! —volvió a exclamar con su voz exhortatoria.

Algo entendía: que le había sido denegado el lujo del suicidio. Era lo más horrible, porque aquellos pensamientos tan extraños («I shouted out who killed the Kennedys») le estaban destrozando. Rompió de nuevo a llorar, desconcertado y asustado, solo en el bosque. Se le habían muerto todos sus amigos menos Jonesy, y Jonesy estaba en el hospital. Una estrella de cine en el hospital con el señor Gray.

—¿Qué quiere decir eso? —gimió. Se dio una palmada en cada sien (tenía la sensación de que se le hinchaba la cabeza), y sus bastones de esquí, oxidados y viejos, colgaron inútiles de las anillas para las manos, como hélices rotas—. ¡Dios! ¿Qué quiere decir eso?

La única respuesta fue la canción: «Pleased to meet you! Hope you guess my name!».

Nada, solo nieve: enrojecida con sangre de animales muertos, animales muertos por doquier, todo un Dachau de ciervos, mapaches, conejos, comadrejas, osos, marmotas y…

Henry chilló, se sujetó la cabeza y chilló con tanta fuerza, desgañitándose tanto, que hubo un momento en que estuvo seguro de desmayarse. Después se le pasó la sensación de mareo y le pareció que se le despejaba la cabeza, al menos un rato. Le quedó una imagen luminosa de Duddits tal como era al conocerlo, bajo una luz que no era la del tema de los Stones, luz de blitzkrieg invernal, sino una luz cuerda de tarde de octubre. Duddits mirándoles con sus ojos rasgados, como de chino sabio. Duddits fue nuestro mejor momento, le había dicho Henry a Pete.

—¿Qué adegla? —dijo Henry—. ¿Adegla tatilla?

Eso, adegla tatilla. Dale la vuelta, póntela bien, adegla tatilla.

Henry, que ahora sonreía un poco (a pesar de que seguía teniendo mojadas las mejillas con lágrimas que empezaban a congelarse), reemprendió su camino por el rastro rugoso de la motonieve.

10

A los diez minutos de esquiar llegó al emplazamiento del accidente, donde estaba volcado el Scout, y de repente se dio cuenta de dos cosas: de que en el fondo sí estaba muerto de hambre, y de que dentro había comida. Había visto huellas tanto de ida como de vuelta, y no le había hecho falta ningún Poirot para deducir que Pete había dejado sola a la mujer para volver al Scout. Tampoco tuvo que consultar al amigo Hércules para saber que la comida que habían comprado en el súper seguiría en el vehículo, o la mayor parte de ella. Ya sabía qué había venido a buscar Pete.

Rodeó el Scout siguiendo las huellas de Pete y, cuando estuvo en el lado del copiloto, se desató los esquíes, casi a riesgo de quedarse congelado. Como era el lado protegido del viento, apenas se habían borrado las palabras escritas en la nieve por Pete mientras se bebía sus dos cervezas: varios DUDDITS. Al ver el nombre en la nieve, Henry tuvo escalofríos. Era como visitar la tumba de un ser querido y oír una voz saliendo de la tierra.

11

Dentro del Scout había trozos de cristal. Y sangre. Dado que la mayoría de las manchas estaban en el asiento de atrás, Henry tuvo la seguridad de que no se había derramado durante el accidente. Pete se había cortado en el viaje de regreso. Lo que le pareció interesante fue que no hubiera ni rastro de moho rojizo. Puesto que crecía con rapidez, la única conclusión lógica era que al venir a por cerveza Pete no estaba infectado. Después quizá sí, pero no entonces.

Cogió el pan, la mantequilla de cacahuete, la leche y el brick de zumo de naranja. A continuación salió de culo del Scout y se sentó con la espalda en la parte trasera volcada, mientras veía descender una gasa de nieve y engullía a dos carrillos pan con mantequilla de cacahuete, usando de cuchillo el dedo índice y chupándoselo antes de volver a hundirlo en el tarro. La mantequilla de cacahuete estaba buena, y el zumo de naranja le duró dos tragos largos, pero no era suficiente.

—Lo que piensas es grotesco —anunció a la tarde casi oscura—. Y encima es rojo. Comida roja.

Sería todo lo rojo que se quisiera, pero lo había pensado, y tan grotesco tampoco debía de ser. Sobre todo por parte de alguien que había dedicado largas noches de insomnio a meditar sobre escopetas, sogas y bolsas de plástico. Ahora mismo parecía todo un poco infantil, pero se trataba de la misma persona, de la preciada identidad de Henry Devlin. Por lo tanto…

—Por lo tanto, damas y caballeros, me permitirán que concluya citando a Joseph Beaver Clarendon, que en paz descanse: «Dije “a la puta mierda” y metí diez centavos en el cepillo del Ejército de Salvación. Y, si no te gusta, cógeme la polla y me la chupas». Muchas gracias.

Finalizado su discurso al Colegio de Psiquiatras, Henry volvió a meterse en el Scout, esquivando por segunda vez los trozos de cristal, y se apoderó de un envoltorio de carnicería donde la mano temblorosa del viejo Gosselin había escrito «$ 2,79». Una vez que se lo hubo metido en el bolsillo, volvió a salir a gatas, lo sacó y partió el cordel. Dentro había nueve salchichas bien gordas. De las rojas.

Durante breves instantes, su cerebro intentó visualizar al reptil sin patas, o lo que fuera, retorciéndose en la cama de Jonesy y mirándole con ojos negros y vacíos, pero Henry lo hizo desaparecer con la rapidez y la facilidad de alguien cuyo instinto de supervivencia siempre había estado a salvo de indecisiones.

A pesar de que las salchichas ya estaban cocidas, las calentó pasándoles la llama de su mechero. En cuanto tenía una más o menos caliente, se la tragaba envuelta en pan. Lo hacía sonriendo, porque se daba cuenta de que era un espectáculo ridículo. En fin, ¿no decían que los psiquiatras acababan igual de mochales o más que sus pacientes?

Haber conseguido tener el estómago lleno: he ahí lo importante, aunque no tanto como que se le hubiera borrado de la cabeza cualquier rastro de ideas inconexas o imágenes fragmentarias. Y que se hubiera callado la canción. Confió en que no volvieran, ni las unas ni las otras. ¡Nunca más, por favor!

Se acordó de lo que había dicho Pete sobre la tertulia de Gosselin (cazadores desaparecidos y luces en el cielo), y de lo a gusto que se había quedado el Gran Psiquiatra Americano despachándolo con un rollo macabeo sobre satanismo en Washington, malos tratos en Delaware e histeria colectiva. Con la boca y la mitad del cerebro, dándoselas de listo y gran experto, y con la otra mitad jugando a suicidarse, como un bebé que acaba de descubrirse los dedos del pie en la bañera. Era un discurso la mar de razonable, digno de cualquier debate televisivo con bastantes ánimos para dedicar una hora al tema de las relaciones entre el subconsciente y lo desconocido, pero ahora había cambiado la situación. Ahora se había convertido él en cazador desaparecido, y había visto cosas que no se podían encontrar en Internet, ni siquiera usando el buscador más potente del mercado.

Se quedó con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados y la barriga llena. La Garand de Jonesy estaba apoyada en un neumático del Scout. La nieve se posaba en sus mejillas y frente como almohadillas de gato, muy ligeramente.

—Pues nada, ya está aquí lo que esperaban todos los pirados —dijo—. Encuentros en la tercera fase. O en la cuarta, o en la quinta… ¡No te jode! Pete, perdona que me riera de ti. Tenías razón tú, no yo. Qué va, mucho peor. El que tenía razón era el carcamal de Gosselin. ¡Para eso no hacía falta ir a Harvard!

Fue decirlo en voz alta y que empezaran a cuadrarle las cuentas. Había aterrizado algo, o se había estrellado, y se había producido una respuesta armada del gobierno de Estados Unidos. ¿Le estaban contando lo ocurrido al mundo exterior? Ni era probable ni era su estilo, pero Henry tenía la sensación de que no podrían retrasarlo mucho.

¿Sabía algo más? Quizá, y acaso fuera un poco más que lo que sabían los tripulantes de los helicópteros y los pelotones armados. Era obvio que creían hacer frente a un contagio, pero a Henry no le parecía tan peligroso como a ellos. El moho, ciertamente, se asentaba y crecía, pero después se moría. Hasta se había muerto el parásito de dentro de la mujer. Si se trataba de un hongo interestelar, mala época del año y mal lugar había elegido. Otros tantos argumentos a favor de la hipótesis de la nave estrellada, aunque… ¿verdad que los griegos habían tomado el caballo de madera por un regalo? Y ¿qué decir de las luces del cielo? ¿Y de los implantes? Ya hacía muchos años que las mismas personas que se proclamaban víctimas de un rapto extraterrestre aseguraban, además, haber sido desnudadas… examinadas… obligadas a recibir implantes… Ideas, todas ellas, tan freudianas que casi daban risa…

Dándose cuenta de que divagaba, Henry despertó a la realidad de una manera tan brusca que se le cayó de las rodillas el paquete abierto de salchichas, y acabó en la nieve. Más que divagar, cabeceaba. El día había perdido bastante más luz, pintando el mundo de un color mate de pizarra. Henry tenía manchitas de nieve por los pantalones. Le había faltado poco para roncar.

Se limpió los copos, y al levantarse le dolieron tanto los músculos que hizo una mueca. Miró las salchichas tiradas por la nieve con algo bastante parecido al asco, pero luego se agachó, volvió a envolverlas y se las guardó en un bolsillo de la chaqueta. Tal vez más tarde recuperaran su atractivo. Esperaba sinceramente que no, pero nunca se sabía.

—Jonesy está en el hospital —dijo bruscamente, sin encontrarle sentido a sus palabras—. Jonesy está en el hospital con el señor Gray. Tiene que quedarse en la UCI.

Palabras de loco. Volvió a ceñirse los esquíes a las botas, rezando por que al agacharse no se le agarrotara la espalda, y regresó al camino bajo una nevada cada vez más espesa y un cielo casi nocturno.

Cuando se percató de que se había acordado de coger las salchichas, pero no la escopeta de Jonesy (por no hablar de la suya), estaba demasiado lejos para volver.

12

Pasados, calculaba, unos tres cuartos de hora, se detuvo y miró el rastro del Arctic Cat con cara de tonto. La luz del día, ahora, era un simple rescoldo, pero bastaba para ver que el rastro (lo que de él quedaba) torcía repentinamente a la derecha y se internaba en el bosque.

¡Coño! ¿Cómo que en el bosque? ¿Para qué se había metido Jonesy en el bosque (y Pete, si estaban juntos)? ¿Qué sentido tenía, si con Deep Cut Road no había pérdida, si era un camino blanco entre unos árboles cada vez más oscuros?

—Deep Cut va hacia el noroeste —dijo, con las puntas de los esquíes tocándose y las salchichas mal envueltas asomando por el bolsillo de la chaqueta—. La carretera que se acaba en lo de Gosselin, la asfaltada, no puede estar a más de cinco kilómetros. Jonesy ya lo sabe. Pete también. En cambio, la motonieve… va hacia… —Sostuvo en alto los brazos como manecillas de reloj, calculando—. La motonieve va casi directa hacia el norte. ¿Por qué?

Quizá supiera la razón. Hacia Gosselin el cielo estaba más claro, como si hubieran instalado baterías de luces. Se oía un ruido de helicópteros de intensidad variable, pero que siempre tendía hacia aquella dirección. Al acercarse, le pareció oír más maquinaria pesada: vehículos de carga, y quizá generadores. Al este persistía alguna ráfaga esporádica de ametralladora, pero se notaba que lo gordo estaba en la dirección que seguía él.

—Han montado un campamento en lo de Gosselin —dijo Henry—. Y Jonesy no quiere tener nada que ver.

Tuvo la sensación de haber dado en el clavo, aunque… ¿no había quedado en que ya no existía ningún Jonesy? Solo la nube rojinegra.

—No, mentira —dijo—. Jonesy aún existe. Jonesy está en el hospital con el señor Gray. La nube es eso: el señor Gray. —Y luego, sin venir a cuento (al menos que supiera)—: ¿Qué adegla? ¿Adegla tatilla? —Elevó su mirada hacia la cortina de nieve (de momento era mucho menos gruesa que la nevada de antes, pero empezaba a espesarse), como si tuviera fe en que arriba había un Dios que le escrutaba con la curiosidad, pero también con la frialdad, de un científico observando las evoluciones de un paramecio—. ¿De qué coño hablo? ¿Me puedes dar alguna pista?

En lugar de respuesta, un recuerdo suelto. En marzo pasado, él, Pete, Beaver y Carla, la mujer de Jonesy, habían compartido un secreto. Carla era de la opinión de que Jonesy no tenía por qué enterarse de que se le hubiera parado dos veces el corazón, una justo después de llegar la ambulancia al lugar del accidente y otra poco después de ingresar en el hospital. Jonesy ya sabía que le había faltado poco para decir adiós al mundo cruel, pero no hasta aquel punto (al menos que supiera Henry). Por otro lado, si Jonesy había vivido alguna experiencia de verse bañado en luz, a lo Kübler-Ross, se la había guardado o se la habían borrado de la memoria las diversas dosis de anestesia y los calmantes a discreción.

Llegó del sur un ruido tremendo que aumentó a velocidad aterradora. Henry se agachó y se tapó las orejas, mientras pasaba por encima lo que, a juzgar por el sonido, debía de ser todo un escuadrón de cazas. No vio nada, pero al alejarse el fragor de los aviones, tan deprisa como había llegado, se incorporó con el corazón a cien. ¡Caray! ¡Uf! Se le ocurrió que debía de ser el mismo ruido que se había escuchado en las bases aéreas de alrededor de Irak durante los días previos a la operación Tormenta del Desierto.

¿Quería decir que Estados Unidos acababa de entrar en guerra con seres de otro mundo? ¿Que Henry vivía en una novela de Robert Heinlein? Experimentó una palpitación muy intensa que le presionaba la boca del estómago. En ese caso, quizá el enemigo, a la hora de devolverle el golpe al Tío Sam, contara con algo más que algunos centenares de Scuds soviéticos hechos polvo.

No te comas el coco, que no depende de ti. Aquí lo que interesa es decidir el paso siguiente. ¿Qué piensas hacer?

El rugido de los cazas ya se había diluido en un murmullo, pero supuso que volverían, y quizá con amigos.

Sin embargo, la opción de seguir el rastro de la motonieve se descartaba sola. Oscurecería del todo dentro de media hora, lo que tardaría en perder la pista, aparte de que la borraría la nueva nevada. Acabaría yendo sin rumbo por el bosque, tan desorientado como en ese momento debía de estarlo el propio Jonesy, según todas las probabilidades.

Suspirando, se apartó del rastro de la motonieve y siguió por la carretera.

13

Al acercarse a la confluencia de Deep Cut Road y la carretera asfaltada de dos carriles que recibía el nombre de Swanny Pond Road, Henry estaba tan cansado que casi no podía sino tenerse en pie. Se notaba los músculos de los muslos como bolsitas de té mojadas. No había ningún bálsamo para su fatiga, ni siquiera las luces al noroeste del horizonte, que ahora brillaban con mucha más fuerza, ni el ruido de motores y helicópteros. Tenía delante la última cuesta, larga y empinada. Al otro lado acababa Deep Cut Road y empezaba Swanny Pond Road. En la segunda podía haber incluso tráfico, máxime si estaban llegando tropas.

—Venga —dijo—. Venga, venga, venga.

Sin embargo, se quedó un poco más donde estaba. No quería subir a la colina. Se agachó y cogió más nieve. En la oscuridad, la montañita que tenía en las dos manos parecía una almohada pequeña. Le dio unos mordisquitos, no porque le apeteciera, sino porque no tenía ningunas ganas de seguir adelante. Las luces procedentes de Gosselin eran más comprensibles que las que habían visto él y Pete moviéndose en el cielo («¡Han vuelto!», había exclamado Becky, como la niña que está delante de la tele en la peli de Spielberg), pero tenían algo que a Henry le gustaba todavía menos. Los motores y generadores hacían un ruido como de… hambre.

A continuación, como era verdad que no había otro camino, empezó a subir por la última colina que le separaba de una carretera auténtica.

14

Al llegar a la cima tomó aliento y se apoyó en los bastones. Arriba hacía más viento, y se metía por la ropa. Notó que le dolía la pierna izquierda en el corte de la varilla del intermitente, y volvió a preguntarse si debajo de la venda improvisada no estaría incubando una pequeña colonia de moho. Era demasiado de noche para verlo. Mejor, porque lo único bueno que podía pasarle era que siguiera todo igual.

Emprendió la bajada hacia el final de Deep Cut Road.

Aquella ladera era más empinada que la otra, y en poco tiempo, más que caminar, esquiaba. Fue acelerando sin saber si lo que sentía era miedo, euforia o una mezcla malsana de ambas cosas. Lo seguro era que iba demasiado deprisa para la visibilidad, que casi era nula, y para sus dotes de esquiador, que estaban tan oxidadas como las fijaciones de los esquíes. Corría tanto que ni siquiera veía los árboles, y de repente se dio cuenta de que podían solucionársele de golpe todos sus problemas.

Se le fue volando la gorra y, con el gesto automático de querer cogerla, levantó del suelo uno de los dos bastones. Lo entrevió colgando en la penumbra, y de repente ya no tenía equilibrio. Estaba a punto de caer rodando. Mientras no se rompiera la puta pierna, hasta podía ser bueno. Al menos era una manera de detenerse. Solo tendría que levantarse y…

Fogonazo de luz al encenderse, de focos grandes montados en camiones. Antes de que el brillo le cegara del todo, Henry distinguió lo que parecía un camión de plataforma, uno de los que llevaban pasta de papel, atravesado al final de Deep Cut Road. No cabía duda de que eran luces con sensor de movimiento. Delante había una hilera de hombres en pie.

—¡ALTO! —le ordenó por amplificación una voz aterradora que parecía la de Dios—. ¡ALTO O DISPARAMOS!

Henry sufrió una caída aparatosa y le salieron despedidos los esquíes. Se le torció un tobillo, gritó de dolor, perdió un bastón y se le partió el otro por la mitad, mientras expulsaba todo el aire que le quedaba en los pulmones, llenando el aire de vaho. Después de mucho resbalar, acumulando nieve entre las piernas abiertas, se detuvo con los brazos y las piernas torcidas, un poco en forma de esvástica.

Mientras recuperaba la visión, oyó ruido de pasos haciendo crujir la nieve. A duras penas consiguió sentarse. Aún no sabía si se había roto algo.

A unos tres metros colina abajo había seis hombres cuyas sombras, proyectadas en el polvillo de diamantes de la nieve fresca, parecían más largas y recortadas de lo normal. Los seis llevaban parka, y mascarillas de plástico transparente en la boca y la nariz. Tenían estas un aspecto de mayor eficacia que las que había encontrado Henry en el cobertizo de la motonieve, pero sospechó que la intención era la misma.

Otra cosa que llevaban eran armas automáticas, todas apuntándole. Ahora Henry consideraba una suerte haberse dejado en el Scout tanto la Garand de Jonesy como su Winchester. Armado, quizá a esas alturas ya tuviera una docena o más de agujeros en el cuerpo.

—Me parece que no lo tengo —dijo con voz ronca—. No sé qué les preocupa, pero me parece que no…

—¡EN PIE!

Volvía a ser la voz de Dios, saliendo del camión. Los hombres de delante de Henry obstaculizaban cierta cantidad de luz, permitiéndole ver que al pie de la colina, donde se juntaban las dos carreteras, había más efectivos. Aparte del encargado del megáfono, iban todos armados.

—No sé si voy a poder lev…

—¡EN PIE AHORA MISMO! —ordenó Dios.

Uno de los hombres que estaban cerca de Henry le hizo un gesto significativo con el cañón de la escopeta.

Henry consiguió levantarse, aunque le temblaban las piernas y le dolía mucho el tobillo que se había torcido. De momento, sin embargo, todo cumplía su función. Aquí acaba el viaje de Henry, pensó, y se echó a reír. Los hombres de delante se miraron con desasosiego y, si bien volvían a apuntarle, para Henry fue un consuelo comprobar que tenían emociones humanas.

Bajo el intenso resplandor de los focos instalados en la plataforma del camión, Henry vio algo tirado en la nieve. Se le había caído del bolsillo durante la caída. Poco a poco, consciente del riesgo de que le pegaran un tiro, se agachó.

—¡NO TOQUE NADA! —exclamó Dios por su altavoz, que estaba sobre la cabina del camión.

Los hombres de abajo también levantaron las armas, y en cada boca de cañón había un poco de hola, amiga oscuridad.

—Jódete y baila —dijo Henry (de lo más logrado de Beav), recogiendo el paquete. Después se lo enseñó sonriendo a los hombres armados y enmascarados de delante—. Vengo en son de paz para toda la humanidad —dijo—. ¿A alguien le apetece una salchicha?