1
En la zona de operaciones solo había una tiendecita que llevaba el nombre de Supermercado Gosselin. Los primeros miembros de la brigada de limpieza de Kurtz llegaron poco después de que empezara a nevar. Cuando llegó el propio Kurtz, lo cual ocurrió a las diez y media, ya acudían refuerzos. La situación empezaba a estar controlada.
La tienda se bautizó como Blue Base One. El cobertizo, el establo contiguo (en mal estado, pero en pie) y el corral llevaban el nombre conjunto de Blue Holding. Era donde ya estaban confinados los primeros detenidos.
Archie Perlmutter, el nuevo ayudante de campo de Kurtz (el de antes, Calvert, había tenido la poca oportunidad de morirse de un infarto hacía menos de dos semanas), tenía una tablilla de clip con una docena de nombres. Perlmutter viajaba con un ordenador portátil y un Palm Pilot, pero resultaba que en Jefferson Tract, de momento, el equipamiento electrónico estaba ESR: Escacharrado Sin Remedio. Los primeros dos apellidos de la hoja eran Gosselin: el viejo que llevaba la tienda y su mujer.
—Están a punto de traer a más —dijo Perlmutter.
Kurtz echó un simple vistazo a los nombres que tenía Pearly en la tablilla y se la devolvió. Detrás de donde estaban había varias caravanas aparcadas, más una serie de remolques en proceso de nivelación. Los operarios también estaban montando postes con focos. Cuando se hiciera de noche, estaría todo tan iluminado que parecería el estadio de los Yankees en una final.
—Se nos han escapado dos por esto —dijo Perlmutter, enseñando la mano derecha y separando un centímetro el pulgar y el índice—. Venían a comprar, más que nada cerveza y salchichas.
Perlmutter tenía la cara blanca, y en cada mejilla una rosita silvestre. Tuvo que hablar muy alto, porque el nivel de ruido aumentaba por momentos. Llegaban helicópteros de dos en dos y aterrizaban en la carretera asfaltada de un carril que iba hasta la interestatal 95, desde donde había dos alternativas: ir hacia el norte hasta un poblacho (Presque Isle) o ir hacia el sur y pasar por varios poblachos (empezando por Bangor y Derry). En sí los helicópteros no tenían ninguna pega. En la medida en que los pilotos no tuvieran que recurrir al sofisticado instrumental electrónico que llevaban instalado, y que también estaba ESR, servirían.
—¿Y han vuelto a entrar o se han marchado? —preguntó Kurtz.
—Han vuelto a entrar —dijo Perlmutter con la mirada huidiza. No conseguía enfrentarse con la de Kurtz—. En el bosque hay una especie de carreterita. Dice Gosselin que se llama Deep Cut Road. En los mapas normales no aparece, pero tengo uno especial que…
—Perfecto. O vuelven o se quedan dentro. Nos van bien las dos cosas.
Más helicópteros, algunos de los cuales, ya a salvo de miradas indiscretas, descargaban las ametralladoras. Podía acabar siendo tan gordo como Tormenta del Desierto. O más.
—Tú entiendes tu misión, ¿verdad, Pearly?
Perlmutter la tenía clarísima. Como era nuevo y quería quedar bien, casi daba brincos. Como un cocker spaniel oliendo comida, pensó Kurtz. Y todo sin mirar a los ojos.
—Señor, mi trabajo es de naturaleza trina.
Trina, pensó Kurt. Trina. Anda que no.
—Debo: a, interceptar, b, poner en manos del equipo médico a las personas interceptadas, y c, contener y aislar hasta nueva orden.
—Exacto. Es lo…
—Pero señor… Perdone, señor, pero es que aquí aún no hay ningún médico, solo unos cuantos sanitarios, y…
—Cállate —contestó Kurtz.
Aunque no lo dijo en voz muy alta, cinco o seis hombres que pasaban deprisa para uno u otro menester (todos con mono verde sin nada escrito) aminoraron el paso y giraron la cabeza hacia donde estaban Kurtz y Perlmutter. Después reanudaron su camino a mayor velocidad. En cuanto a Perlmutter, se le marchitaron enseguida las rosas de las mejillas, y retrocedió hasta aumentar en unos treinta centímetros la distancia entre él y Kurtz.
—Como vuelvas a interrumpirme, Pearly, te pego un guantazo, y a la segunda interrupción te mando al hospital. ¿Está claro?
Perlmutter, delatando un grandísimo esfuerzo, desplazó su mirada hacia la cara de Kurtz, concretamente hacia sus ojos, y se cuadró con tanto ímpetu que el gesto casi chisporroteaba de electricidad estática.
—¡Señor, sí, señor!
—Eso también puedes ahorrártelo, que tan tonto no eres. —Y cuando empezaron a bajar los ojos de Perlmutter—: Mírame a los ojos cuando te hablo.
Perlmutter obedeció a regañadientes. Ahora tenía la cara gris. A pesar de la cacofonía de los helicópteros poniéndose en fila al lado de la carretera, imperaba una sensación de estricto silencio, como si Kurtz llevara consigo una especie de burbuja de aire. Perlmutter estaba convencido de que él y Kurtz eran el centro de atención, y de que se daba cuenta todo el mundo del miedo que pasaba. En parte se debía a los ojos de su nuevo superior, a su vacío radical, como si detrás no hubiera cerebro.
Logró, con todo, no desviar la mirada de los ojos de Kurtz, sino clavarla en el vacío. Había empezado con mal pie, y era importante (perentorio) poner coto al desliz antes de que se convirtiera en avalancha.
—Así me gusta más. —Kurtz hablaba en voz baja, pero el ruido de hélices no restó claridad a sus palabras—. No pienso repetírtelo, y solo te lo digo porque acabas de ponerte a mis órdenes y se te nota que no sabes hacer la o con un canuto. Me han encargado que dirija una operación phooka. ¿Sabes qué es?
—No —dijo Perlmutter.
Casi le dolía físicamente no poder decir «sí, señor».
—Según los irlandeses, que como raza no han acabado de salir de la bañera de superstición donde les meten sus mamás, un phooka es un caballo fantasma que secuestra a los viajeros y se los lleva en el lomo. Uso la palabra en el sentido de que la operación es a la vez secreta y pública. ¡Paradoja, Perlmutter! La parte buena es que este tipo de merienda de negros ya está previsto desde 1947, que es cuando la fuerza aérea recuperó el primer artefacto extraterrestre. La parte mala es que se ha acabado la cuenta atrás, y que ahora tengo que encargarme yo con el apoyo de gente como tú. ¿Captas, chavalote?
—Sí, s… Sí.
—Eso espero. Aquí, Perlmutter, la cuestión es entrar deprisa y a saco, totalmente a lo phooka. Haremos todo el trabajo sucio que haga falta, y saldremos todo lo limpios que podamos. Eso, limpios. Y sonriendo.
Kurtz enseñó los dientes con una sonrisa de intensidad satírica tan brutal que Perlmutter casi tuvo ganas de gritar. Kurtz era alto y tenía los hombros caídos, pero su físico de burócrata escondía algo amedrentador. Se le adivinaba en los ojos, y en la afectación con que enseñaba las manos, pero la razón de que diera tanto miedo, lo que le había valido el sobrenombre de Kurt el Escalofriante, era otra cosa. Perlmutter no tenía claro el origen de aquella sensación de repelús, pero tampoco quería saberlo. En aquel momento, de lo único que tenía ganas era de acabar la conversación sin haberla cagado. ¿Qué falta hacía recorrer treinta o cuarenta kilómetros hacia el oeste para entablar contacto con una especie alienígena? Perlmutter tenía a uno justo delante.
Los labios de Kurtz se cerraron sobre sus dientes.
—Estamos en el mismo barco, ¿no?
—Sí.
—¿Hemos jurado la misma bandera? ¿Meamos en la misma letrina?
—Sí.
—¿De esta cómo saldremos, Pearly?
—¿Limpios?
—¡Premio para el nene! ¿Y qué más?
Perlmutter vivió un segundo horrible de no saberlo, hasta que le vino a la cabeza.
—Sonriendo, señor.
—Como vuelvas a llamarme señor te pego un guantazo.
—Lo siento —susurró Perlmutter. Y era verdad.
Estaba llegando un autobús escolar. A fin de no chocar con la batería de helicópteros, iba muy lento, con las ruedas izquierdas en la zanja y tan inclinado que amenazaba con volcar. A un lado, en letras grandes y negras sobre fondo amarillo, ponía: DEPARTAMENTO ESCOLAR DE MILLINOCKET. Era un autobús requisado. Dentro iban Owen Underhill y sus hombres. El equipo A. Para Perlmutter fue un alivio verlo. Los dos habían trabajado con Underhill, aunque en momentos diferentes.
—Cuando anochezca podrás disponer de médicos —dijo Kurtz—. Todos los que te hagan falta. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
A medio camino del autobús, que frenó delante del único surtidor de gasolina que tenía Gosselin, Kurtz se miró el reloj. (Era de los de cuerda, porque en la zona no funcionaban los de pilas.) Casi las once. ¡Caramba, qué deprisa pasaba el tiempo al divertirse! Le acompañaba Perlmutter, pero en sus pasos ya no quedaba ningún entusiasmo de cocker spaniel.
—De momento, Archie, míralos bien, huélelos, escucha las mentiras que te cuenten y documenta cualquier Ripley que veas. Porque me imagino que sabes lo del Ripley…
—Sí.
—Mejor. No lo toques.
—¡Ni muerto! —exclamó Perlmutter, y enrojeció.
Kurtz esbozó una sonrisa, igual de falsa que la mueca anterior de tiburón.
—¡Muy buena idea, Perlmutter! ¿Tienes máscaras respiratorias?
—Acaban de llegar doce cajas, y han enviado…
—Perfecto. Necesitamos fotos polaroid del Ripley. Y mucha documentación. Prueba A, Prueba B y todo el rollo. ¿Me entiendes?
—Sí.
—Y que no se escape ninguno de los… invitados, ¿eh?
—No, claro.
Se notaba que Perlmutter estaba escandalizado por la idea. Kurtz tensó los labios, haciendo que el esbozo de sonrisa volviera a convertirse en mueca de tiburón. Los ojos vacíos taladraron a Perlmutter, que tuvo la impresión de que alcanzaban hasta el centro de la Tierra. Se le ocurrió la pregunta de si al final de la operación saldría alguien de la base. Aparte de Kurtz, por descontado.
—Prosiga, ciudadano Perlmutter. En nombre del gobierno le ordeno que prosiga.
Archie Perlmutter vio caminar a Kurtz en dirección al autocar, de donde se estaba apeando un personaje achaparrado: Underhill. Nunca se había alegrado tanto de verle a alguien la espalda.
2
—Hola, jefe —dijo Underhill.
Iba igual que los demás, con mono completamente verde, pero coincidía con Kurtz en llevar arma al cinto. El autobús estaba ocupado por unas dos docenas de hombres, la mayoría de los cuales daba los últimos bocados a su temprano almuerzo.
—Oye, ¿qué comen? —preguntó Kurtz.
Su metro noventa y cinco de estatura le daba gran ventaja sobre Underhill, que a su vez debía de sacarle unos treinta kilos.
—Burger King. Nos cogía de paso. Yo tenía miedo de que no cupiéramos, pero ha dicho Yoder que podríamos entrar, y tenía razón. ¿Quieres un Whopper? Ahora ya deben de haberse enfriado un poco, pero seguro que hay un microondas en alguna parte.
Underhill señaló la tienda con la cabeza.
—Paso. Llevo una temporada con el colesterol un poco alto.
—¿Y la ingle?
Seis años antes, jugando a raquetball, Kurtz había sufrido una hernia grave que había sido el catalizador de la única discusión entre él y Underhill; nada serio, a juicio de este último, pero con Kurtz nunca se sabía. Tras el rostro público de Kurtz, tan peculiar, pasaban las ideas casi a la velocidad de la luz, el orden del día estaba en permanente reescritura y las emociones se jugaban a cara o cruz. Para algunos (muchos, a decir verdad), estaba loco. Owen Underhill no lo tenía tan claro, pero era consciente de que con un individuo así convenía andarse con pies de plomo.
—Bien, bien —dijo Kurtz.
Se colocó una mano entre las piernas, dio a sus partes un estirón en broma y obsequió a Owen con el panorama de su dentadura.
—Me alegro.
—¿Y tú? ¿Cómo te va la vida?
—¿Yo? A tope —dijo Owen.
Por la carretera, ahora se acercaba con la misma lentitud que el autobús (pero sin tantas dificultades) un Lincoln Navigator recién estrenado en cuyo interior viajaban tres cazadores vestidos de naranja. Los tres eran fornidos, y el espectáculo de los helicópteros y el tráfago de soldados con mono verde les tenía boquiabiertos. Sobre todo los fusiles. ¡Ha llegado Vietnam al norte de Maine! Tardarían muy poco en reunirse con el resto en la zona de confinamiento.
Cuando el Navigator frenó detrás del autobús, se le acercaron seis hombres. Los de dentro eran tres abogados o banqueros con problemas de colesterol (como Kurtz) y un buen fajo de acciones en bolsa; abogados o banqueros haciéndose pasar por ciudadanos medios bajo la impresión (de la que no tardarían en desengañarles) de que aún estaban en un país en paz. Pronto estarían en el establo (o, si preferían aire fresco, en el corral), donde no se podía pagar con Visa. Se les concedería permiso para conservar los teléfonos móviles; no había cobertura, porque estaban en el quinto pino, pero quizá se entretuvieran dándole al botón de rellamada.
—Oye, Owen, ¿en total cuánta gente hay en la zona azul?
—Calculamos que ochocientos. En las zonas Prioritaria A y Prioritaria B, como máximo cien.
Buena noticia, siempre que no se colara nadie. En términos de riesgo de contaminación poco importaban unos cuantos intrusos. En aquel aspecto la situación era positiva. No lo era, por el contrario, en términos de gestión informativa. Corrían malos tiempos para montar caballos phooka. Demasiada gente con cámaras de vídeo. Demasiados helicópteros de cadenas de televisión. Demasiados ojos.
Dijo Kurtz:
—Ven, vamos a la tienda. Me están instalando un remolque, pero aún no ha llegado.
—Un momento —dijo Underhill, y subió deprisa al autobús.
Volvió a bajar con una bolsa de Burger King manchada de grasa, y en el hombro una grabadora. Kurtz hizo un gesto con la cabeza, refiriéndose a la primera.
—La acabarás palmando.
—¿Hacemos de protagonistas de La guerra de los mundos y tú te preocupas por el colesterol?
Tras ellos, uno de los valientes cazadores que acababan de llegar exponía su voluntad de llamar a su abogado, lo cual debía de significar que era banquero. Kurtz acompañó a Underhill al interior de la tienda. Volvía a haber luces en el cielo, luces corriendo por debajo de las nubes, saltando y bailando como dibujos animados de Walt Disney.
3
El despacho de Gosselin olía a salchichón, puros, cerveza y azufre: o pedos o huevos podridos, consideró Kurtz. Quizá ambas cosas. También flotaba un olor casi imperceptible a alcohol etílico. El de «ellos». Ahora lo impregnaba todo. Quizá otra persona hubiera tenido la tentación de atribuir el olor a una combinación de nervios y demasiada imaginación, pero a Kurtz nunca le había sobrado ninguna de las dos cosas. Al margen de ello, como ecosistema viable, los doscientos o trescientos kilómetros cuadrados forestales cuyo centro era la tienda le parecían tener poco futuro. A veces no había más remedio que decapar un mueble hasta la madera y empezar desde cero.
Kurtz se sentó al escritorio y abrió uno de los cajones. Dentro había una caja de cartón donde ponía QUIM. / 10 UNIDADES. Un punto a favor de Perlmutter. La cogió y la abrió. Contenía varias mascarillas de plástico transparente, de las que tapaban la boca y la nariz. Le lanzó una a Underhill y él se puso otra, ajustando las cintas elásticas con rapidez.
—¿Hay que ponérselas? —preguntó Owen.
—No lo sabemos. Y no te sientas privilegiado, ¿eh?, que dentro de una hora las llevará todo el mundo. Menos los de la zona de confinamiento, se entiende.
Underhill se colocó la mascarilla y ajustó las correas sin añadir más comentarios. Kurtz se quedó sentado y apoyó la cabeza en un cartel de la OSHA, la administración de sanidad y seguridad laboral, el de la enésima campaña.
—¿Funcionan?
La voz de Underhill apenas acusó la mediación del plástico, ni lo empañó. No parecía que tuviera poros ni filtros, pero Owen descubrió que podía respirar sin dificultades.
—Funciona con Ébola, con ántrax y con el nuevo supercólera. ¿Que si sirve de algo con el Ripley? Supongo. Si no, la joderemos, chavalín. Hasta puede que ya la hayamos jodido, pero está en marcha el cronómetro y ya ha empezado el partido. ¿Qué, tengo que oír la cinta que debes de llevar en el trasto que te cuelga del hombro?
—No hace falta que la oigas entera, pero sería conveniente que te pusiera una muestra.
Kurtz asintió con la cabeza, dibujó un círculo en el aire con el índice y se reclinó en la silla de Gosselin.
Underhill se descolgó la grabadora del hombro, la dejó encima de la mesa delante de Kurtz y apretó el PLAY. Se oyó una voz de robot: «Intercepción radiofónica multibanda. 62914A44. Este material posee el calificativo de reservado. Hora de la intercepción 06266, catorce de noviembre, dos cero cero uno. La grabación del mensaje se inicia después de la señal. Por favor, si carece usted de autorización, pulse STOP inmediatamente».
—Por favor —dijo Kurtz, asintiendo—. Está bien. ¿A que es buena manera de disuadir al personal no autorizado?
Se produjo una pausa, seguida por un pitido de dos segundos y una voz de mujer joven: «Uno. Dos. Tres. No nos hagáis daño, por favor. Ne nous blessez pas». Dos segundos de silencio, y luego una voz de hombre joven diciendo: «Cinco. Siete. Once. Estamos indefensos. Nous sommes sans défense. No nos hagáis daño, por favor, que estamos indefensos. Ne nous faites…».
—¡Jo, parece una clase de idiomas de la Berlitz desde el más allá! —dijo Kurtz.
—¿Reconoces las voces? —preguntó Underhill.
Kurtz negó con la cabeza y se puso un dedo en los labios.
La siguiente voz era la de Bill Clinton, con su acento de Arkansas. «Trece. Diecisiete. Diecinueve. Aquí no hay infección. Il n’y a pas d’infection ici». Otros dos segundos de pausa, y luego la voz de un famoso. «Veintitrés. Veintisiete. Veintinueve. Nos estamos muriendo. On se meurt, on crève. Nos estamos muriendo.»
Underhill pulsó el STOP.
—La primera voz, por si quieres saberlo, es la de Sarah Jessica Parker, una actriz. El segundo es Brad Pitt.
—¿Quién es?
—Un actor.
—Ah.
—Después de cada pausa hay otra voz. Todas tienen en común que en esta zona hay una parte importante de la población que las reconoce o podría reconocerlas. Sale Alfred Hitchcock, Paul Harvey, Garth Brooks, Tim Sample (un humorista muy famoso, de los que gustan en Maine), y así hasta varios centenares. Algunos no los hemos identificado.
—¿Cómo que centenares? ¿Cuánto dura la intercepción?
—En rigor no es ninguna intercepción, sino una transmisión en banda abierta que llevamos interfiriendo desde las ocho cero cero; o sea, que han podido emitir un fragmento, pero, si lo ha captado alguien, dudamos que haya entendido gran cosa. Y si resulta que sí… —Underhill se encogió un poco de hombros, como diciendo «qué se le va a hacer»—. Todavía sigue. Parece que son voces de verdad. Se han hecho algunas comparaciones y han salido idénticas. No sé qué son, pero con gente así los imitadores se quedarían en paro.
El zum zum zum de los helicópteros se dejaba oír con claridad al otro lado de las paredes. Kurtz, además de oírlo, lo sentía: atravesando los tabiques, el póster de la OSHA y la carne gris que era casi toda agua, y diciéndole: ven, ven, ven, corre, corre, corre. Su sangre reaccionó, pero él se quedó sentado y miró a Owen Underhill sin traicionar ninguna alteración. Le miró y pensó en él. Apresurarse lentamente: buen consejo, sobre todo para tratar con gente como Owen. Conque la ingle, ¿eh?
Tú una vez ya me tocaste los huevos, chavalín, pensó Kurtz. No es que te pasaras, pero te faltó poco. ¿A que sí? Conque ahora más vale tenerte vigilado.
—Repiten constantemente los mismos cuatro mensajes —dijo Underhill, enumerándolos con los dedos de la mano izquierda—: No nos hagan daño, estamos indefensos, aquí no hay infección, y el último…
—No hay infección —dijo Kurtz, pensativo—. Ya. Vaya jeta.
Había visto fotos de una especie de pelusa entre dorada y rojiza que crecía en todos los árboles de la zona. Y en gente. Sobre todo cadáveres, al menos de momento. Los técnicos lo habían bautizado «hongo de Ripley», por el correoso personaje interpretado por Sigourney Weaver en varias películas del espacio. La mayoría eran demasiado jóvenes para acordarse del otro Ripley, el periodista de sucesos que escribía la sección Aunque parezca mentira. Ya hacía tiempo que no se publicaba, porque el siglo XXI, con su corrección política, no estaba para delirios así, pero Kurtz pensó que se ajustaba a la situación, y además como un guante. En comparación, los gemelos siameses y las vacas bicéfalas de Ripley parecían lo más normal del mundo.
—El último es «Nos estamos muriendo» —dijo Underhill—. Lo que tiene de interesante es que la versión inglesa está emparejada con dos versiones diferentes en francés. La primera está en lenguaje estándar. La segunda (on crève) es tirando a coloquial, algo así como «La estamos pringando». —Miró a Kurtz a los ojos, y este deseó que estuviera presente Perlmutter para ver que era posible—. ¿Es verdad que vayan a pringarla? Digo si no les ayudamos.
—Owen, ¿por qué en francés?
Underhill se encogió de hombros.
—Sigue siendo el otro idioma que se habla aquí arriba.
—Ya. ¿Y los números primos? ¿Solo para demostrar que tratamos con seres inteligentes? ¡Como si los que no lo fueran pudieran llegar hasta aquí desde otro sistema estelar, otra dimensión o de donde vengan!
—Supongo. ¿Y con las luces qué pasa, jefe?
—Ya se han caído casi todas al bosque. Cuando se quedan sin combustible se desintegran bastante deprisa. Las que hemos podido encontrar parecen latas de sopa con la etiqueta arrancada. Para ser tan pequeñas la arman buena, ¿eh? La gente de aquí está cagada de miedo.
Al desintegrarse, las luces dejaban manchas de moho, hongos o lo que fuera aquella porquería. Al parecer también era el caso de los propios extraterrestres. Los supervivientes se limitaban a rodear la nave como usuarios del transporte público alrededor de un autobús estropeado, dando la lata con que no eran infecciosas, il n’y a pas d’infection ici. Y cuando tenías encima el pringue, lo más probable era que estuvieras… ¿Qué había dicho Owen? ¡Ah, sí! A punto de pringarla, y nunca mejor empleado. Claro que aún no estaban seguros, que todavía era pronto, pero había que usarlo de premisa.
—¿Cuántos etés quedan por bajar? —preguntó Owen.
—Que sepamos, puede que unos cien.
—¿Y que no sepamos? ¿Lo ha calculado alguien?
Kurtz se desentendió con un gesto. Lo suyo no era saber. Competía a otro departamento, cuyos miembros no habían sido invitados a aquella fiesta.
—¿Los supervivientes son tripulación? —insistió Underhill.
—No lo sé, pero lo dudo. Para tripulantes son demasiados, y para colonos demasiado pocos. Para tropas de choque ya no te digo lo cortos que se quedan.
—¿Y qué más, jefe? Porque seguro que pasa algo más.
—¿Tan claro lo tienes?
—Sí.
—¿Por qué?
Underhill se encogió de hombros.
—¿Por intuición?
—No, no es intuición —dijo Kurtz, casi con dulzura—. Es telepatía.
—¿Mande?
—De bajo nivel, pero no cabe la menor duda. La gente nota algo, pero aún no le han puesto nombre. Es cuestión de horas. Nuestros amigos grises son telépatas, y parece que lo propagan igual que el hongo.
—Jodeeer —susurró Owen Underhill.
Kurtz permaneció sentado y sereno, viéndole pensar. Le gustaba ver pensar a la gente que tenía un poco de cerebro, y ahora al gusto se sumaba otra cosa: que oía vagamente el pensamiento de Owen, como el ruido del mar en una concha vacía.
—En este medio, el hongo se debilita —dijo Owen—. Ellos también. ¿Y la percepción extrasensorial?
—Aún no se puede decir, pero si resulta que dura, y si sale de esta zona, donde aparte de pinos solo hay cuatro gatos mal contados, cambia todo. Te das cuenta, ¿no?
Sí, Underhill se daba cuenta.
—No me lo puedo creer.
—Estoy pensando en un coche —dijo Kurtz—. ¿En cuál?
Owen le miró con cara de estar pensando si lo decía en serio. Al ver que sí sacudió la cabeza.
—¿Cómo quieres que…? —Hizo una pausa—. Un Fiat.
—No, pero casi: un Ferrari. Ahora pienso en un sabor de helado. ¿Cuál?
—Pistacho —dijo Owen.
—Te toca.
Owen hizo otra pausa, al término de la cual, vacilante, le preguntó a Kurtz si sabía cómo se llamaba su hermano.
—Kellogg —contestó Kurtz—. Pero hombre, Owen, ¿a quién se le ocurre ponerle eso a un niño?
—Es el apellido de soltera de mi madre. ¡Joder! ¡Telepatía!
—Te digo una cosa: con esto la audiencia de ¿Quiere ser millonario? se les va al garete —dijo Kurtz, y repitió—: Eso si sale de aquí.
Se oyó un disparo y un grito fuera del edificio.
—¡No hace falta que dispare! —exclamó alguien con una mezcla de indignación y miedo—. ¡No hace falta que dispare!
Esperaron, pero no se oyó nada más.
—El recuento confirmado de cadáveres de grises es de ochenta y uno —dijo Kurtz—. Lo más probable es que haya más. Después de caerse se descomponen bastante deprisa. Solo queda un potingue… y luego el hongo.
—¿Por toda la zona?
Kurtz negó con la cabeza.
—Imagínate una cuña con la punta hacia el este. La base es Blue Boy; nosotros estamos en medio, y al este se pasean unos cuantos inmigrantes ilegales de la facción gris. La mayoría de las luces se han quedado por encima de la zona de la cuña.
—Se irá todo al carajo, ¿no? —preguntó Owen—. No solo los grises, la nave y las luces, sino toda la puta geografía.
—Sobre eso, de momento, no puedo hacer comentarios —dijo Kurtz.
No, claro, pensó Owen, y acto seguido se preguntó si Kurtz le leía el pensamiento. No se podía saber, y menos notárselo en sus ojos azules.
—Lo que te puedo decir es que sacaremos al resto de los grises. En los helicópteros solo irán hombres tuyos. Eres Blue Boy Leader. ¿Está claro?
—Sí, señor.
Kurtz no le corrigió. En aquel contexto, y dada la aversión manifiesta de Underhill a la misión, bien estaba «señor».
—Y yo soy Blue One.
Owen asintió con la cabeza.
Kurtz se levantó y miró su reloj. Ya eran las doce pasadas.
—Se correrá la voz —dijo Underhill—. En la zona hay muchos ciudadanos estadounidenses. Será imposible que no se entere nadie. ¿Cuántos hay que tengan los… los implantes?
Kurtz estuvo a punto de sonreír. Ah, sí, las comadrejas. Había muchas, a las que en años sucesivos habría que sumar unas cuantas más. Underhill no lo sabía, pero Kurtz sí. Menudos bicharracos. Era una de las ventajas de mandar: que nadie te obligaba a contestar preguntas que no fueran de tu agrado.
—Lo que pase luego ya dependerá de los expertos —dijo—. Nosotros lo que tenemos que hacer es reaccionar a lo que han decidido una serie de personas (la voz de una de las cuales debe de salir en tu cinta) que es un peligro claro e inmediato para la población de Estados Unidos. ¿Me explico?
Underhill sostuvo la mirada de sus ojos claros, pero al final sucumbió.
—Y otra cosa —dijo Kurtz—. ¿Te acuerdas del phooka?
—El caballo fantasma irlandés.
—Caliente, caliente. En cuestión de caballos es mi favorito. De siempre. ¿Verdad que en Bosnia te vieron algunos montando en mi phooka?
Owen no se arriesgó a contestar. No pareció que Kurtz se molestara, pero se notaba que estaba concentrado.
—No pienso repetirme, Owen. El silencio es oro. Cuando montemos en el caballo phooka, tendremos que ser invisibles. ¿Está claro?
—Sí.
—¿Del todo?
—Sí —dijo Owen.
Volvió a preguntarse hasta qué punto le leía Kurtz el pensamiento. Él, en todo caso, leía el nombre que ocupaba el primer plano en los de Kurtz, y supuso que era voluntario. Bosanski Novi.
4
Estaban a punto de salir: cuatro tripulaciones de helicópteros de combate, con hombres de Owen Underhill sustituyendo al personal de la ANG que había traído los CH-47. Ya temblaba el aire con el estruendo de las hélices. Entonces llegó la orden de Kurtz anulando el despegue.
Owen la pasó y movió la cabeza a la izquierda. Ahora estaba en el canal privado de Kurtz.
—¿Qué coño pasa, con perdón? —preguntó.
Ya que había que hacerlo, prefería que fuera deprisa. Era peor, mucho peor que lo de Bosanski Novi. Restarle importancia diciendo que los grises no eran seres humanos no colaba, al menos para él. Unos seres capaces de construir algo como el Blue Boy (o como mínimo pilotarlo) eran más que humanos.
—Oye, que no es culpa mía —dijo Kurtz—. Dicen los meteorólogos de Bangor que esto dentro de nada se despeja. Es lo que se llama un Alberta Clipper. En media hora salimos. Máximo tres cuartos. Ya que se nos ha jodido todo el instrumental de navegación, y que podemos esperar (porque podemos), más vale dejarlo para dentro de un rato. A la larga me lo agradecerás.
Eso lo dudo mucho.
—Recibido. —Owen giró la cabeza a la derecha—. Conklin —dijo.
En aquella misión no había que llamar a nadie por su rango, y menos por radio.
—Sí, s… Le recibo.
—Diles a los hombres que esperamos de treinta a cuarenta y cinco minutos. Repito: de treinta a cuarenta y cinco.
—Recibido. De treinta a cuarenta y cinco.
—Pon un poco de marcha.
—Recibido. ¿Algo en concreto?
—Lo que te guste. Mientras no sea el himno del escuadrón…
—Recibido. No poner el himno del escuadrón.
A Conk no se le animó la voz, señal de que Owen no estaba solo en su rechazo a la misión. Claro que Conklin también había participado en la de Bosanski Novi del 95. Empezó a sonar Pearl Jam en los cascos de Owen, que se los quitó y se los dejó colgando del cuello como un collar de caballo. No le gustaba Pearl Jam, pero estaba en minoría.
Archie Perlmutter y sus hombres iban y venían con tanta prisa que parecían gallinas decapitadas. Algunos esbozaban un saludo con la mano, pero lo dejaban a medias, ponían cara de a ver si me ha visto y miraban de reojo el helicóptero verde de reconocimiento donde estaba sentado Kurtz con los cascos bien ceñidos y el Derry News delante de la cara. Parecía enfrascado en la lectura del periódico, pero Owen sospechaba que se estaba fijando en todos y cada uno de los saludos abortados, y tomando nota de todos los soldados que sucumbían al automatismo en detrimento de las instrucciones. El otro asiento, el de la izquierda de Kurtz, estaba ocupado por Freddy Johnson, subordinado suyo desde los tiempos en que el arca de Noé encallaba en el monte Ararat. Johnson era otro de los que habían estado en Bosanski, y cabía suponer que hubiera dado el parte a su superior, en vista de que Kurtz no había podido montar en su querido caballo phooka por culpa de la hernia.
En junio del 95, la fuerza aérea estadounidense había perdido un piloto de reconocimiento cerca de la frontera croata. Los serbios dieron mucho bombo al avión del capitán Tommy Callahan, y más bombo le habrían dado al propio capitán, en caso de encontrarle; los jefazos, que tenían presente el recuerdo de los vietnamitas del norte enseñando (¡y con qué felicidad!) pilotos enemigos a la prensa internacional (previo lavado de cerebro), dieron prioridad al asunto Tommy Callahan.
Justo cuando la expedición de búsqueda se disponía a tirar la toalla, Callahan les envió por radio una señal de baja frecuencia. Su novia del instituto les facilitó un detalle que sirvió para identificar al capitán: este confirmó que sus amigos le llamaban «el Vomitón» desde tercero de instituto, después de una borrachera descomunal.
Los chicos de Kurtz salieron en busca de Callahan en dos helicópteros mucho menores que cualquiera de los que aguardaban el despegue en la base. Estaba al mando Owen Underhill, a quien consideraban ya todos (incluido él mismo, suponía el propio Owen) como el sucesor de Kurtz. Callahan tenía órdenes de avisarles por humo en cuanto les viera pasar, y esperar a que le recogieran. La tarea de Underhill (la parte phooka de su misión) era llevarse a Callahan sin ser visto. En el fondo no le parecía imprescindible, pero era como le gustaba hacer las cosas a Kurtz: sus hombres eran invisibles. Iban montados en el caballo irlandés.
La extracción había ido como una seda. Se dispararon algunos misiles tierra-aire, pero con nula puntería, porque Milosevic, en general, solo tenía chatarra. Los únicos bosnios que había visto Owen, al subir a bordo a Callahan, eran cinco o seis niños mirándoles muy serios, el mayor de los cuales no pasaría de diez años. Ni se le había pasado por la cabeza que las instrucciones de Kurtz sobre que no hubiera testigos pudieran aplicarse a un grupo de niños con la cara sucia.
Hasta hoy.
Que Kurtz fuera un hombre despiadado, eso Owen lo tenía clarísimo, aunque ni mucho menos se tratara del único, puesto que el ejército estaba plagado de seres implacables, y muchos estaban enamorados de todo lo secreto. Lo que ya no habría sabido decir Owen era en qué se diferenciaba Kurtz, aquel hombre larguirucho y melancólico, de pestañas blancas y ojos quietos. Costaba mirarlos, porque no contenían nada: ni amor, ni risa, ni una migaja de curiosidad. En el fondo, lo peor era la falta de curiosidad.
Frenó delante de la tienda un Subaru hecho polvo del que se apearon dos hombres mayores con movimientos cautos. La mano de uno, agrietada por la edad, asía un bastón negro. Los dos llevaban ropa de cazador a cuadros rojos y negros, y gorros descoloridos. Viéndose abordados por un contingente militar, pusieron cara de sorpresa. ¿Soldados en la tienda de Gosselin? ¿Qué leches…? Tenían aspecto de pasar de los ochenta años, pero tenían la curiosidad que le faltaba a Kurtz. Se les notaba en el ademán del cuerpo y el ángulo de la cabeza.
Todas las preguntas que no había hecho Kurtz. ¿Qué pretenden? ¿Es verdad que quieran hacernos daño? ¿Lo desencadenará esta operación? ¿Será el viento que, sembrado, germina en tempestades? ¿Qué tenían todos los encuentros anteriores (las luces, las lluvias de cabello de ángel y polvo rojo, las abducciones a partir de los años sesenta) para dar tanto miedo a las autoridades? ¿Se ha hecho algún esfuerzo real de comunicación con esos seres?
Y la última pregunta, la más importante: ¿los grises son como nosotros? ¿Es posible calificarlos de humanos? Lo que estaban a punto de cometer, ¿era un asesinato sin paliativos?
En los ojos de Kurtz tampoco había ninguna pregunta en ese sentido.
5
Empezó a nevar menos, se despejó el día y, a los treinta y tres minutos exactos de que se ordenara el compás de espera, Kurtz dio la señal de despegue. Owen se la transmitió a Conklin, y volvieron a ponerse en marcha los rotores, levantando gasas de nieve y convirtiéndose en fantasmas. Después se pusieron a la altura de las copas de los árboles, se alinearon por detrás de Underhill (Blue Boy Leader) y volaron hacia el oeste, en la dirección de Kineo. El Kiowa 58 de Kurtz volaba por debajo y un poco a estribor, y Owen, de manera fugaz, se acordó de una escena de una película de John Wayne, donde aparecía un destacamento de soldados y, al lado, un explorador indio montado a pelo en un poni. Supuso, sin verlo, que Kurtz aún leía el periódico. Quizá el horóscopo. «Piscis. Quédate en la cama o cometerás una infamia.»
Debajo aparecían y desaparecían los pinos y los abetos, entre vapores blancos. La nieve giraba, chocaba en las dos ventanillas delanteras del Chinook y desaparecía. Estaba siendo un vuelo muy accidentado (como estar dentro de una lavadora), pero Owen lo prefería así. Volvió a ponerse los cascos. Otro grupo, quizá Matchbox Twenty. Nada del otro mundo, pero mejores que Pearl Jam. Lo que temía Owen era el himno del escuadrón. Pero lo escucharía. Vaya si lo escucharía.
Debajo de los claros, entre las nubes bajas, vislumbres vaporosas de un bosque que parecía infinito. Oeste oeste oeste.
—Blue Boy Leader, aquí Blue Two.
—Recibido, Two.
—Tengo contacto visual con Blue Boy. ¿Confirmado?
Al principio Owen no podía confirmarlo, hasta que pudo, y lo que vio le dejó sin aliento. Una cosa era una foto, una imagen delimitada, algo que se podía coger con la mano, y otra completamente distinta aquello.
—Confirmado, Two. Blue Group, al habla Blue Boy Leader. Mantengan las posiciones actuales. Repito, mantengan las posiciones actuales.
Fueron llegando una a una las respuestas de cada helicóptero. Solo faltaba la de Kurtz, que sin embargo no se movió. Los Chinooks y el Kiowa se habían detenido en pleno vuelo a lo que debía de ser poco más de un kilómetro de la nave espacial derribada. Los separaba de ella una franja enorme de árboles medio tumbados, como por una podadora gigante. Al final de aquella especie de camino había una zona empantanada, con árboles muertos que arañaban el cielo blanco como si quisieran reventar las nubes. Había zigzags de nieve derritiéndose, parte de la cual, al mezclarse con el suelo mojado, se había puesto amarilla. En otras zonas había venas y capilares de agua negra.
La nave, un platillo enorme de casi medio kilómetro de diámetro, había arrasado los árboles muertos del centro de la ciénaga, haciéndolos pedazos y diseminando los restos por todo el perímetro. El Blue Boy (que de azul no tenía nada) había encallado al final de la ciénaga, que estaba limitada por un farallón. Parte considerable de su borde curvo estaba enterrada en el barro. La tersa superficie del casco había quedado sembrada de grumos de tierra y trozos de árboles.
Los grises que seguían con vida se repartían alrededor, casi todos en montículos cubiertos de nieve, bajo el borde inclinado de su nave. Con sol habrían estado a la sombra de la nave accidentada; aunque era evidente que para una persona, más que nave accidentada, era un caballo de Troya. Desnudos e inermes, sin embargo, los grises supervivientes no parecían muy peligrosos. «Unos cien», había dicho Kurtz, pero ahora quedaban menos. Owen hizo cálculos y lo dejó en sesenta. Vio un mínimo de doce cadáveres en estado variable de descomposición y enrojecimiento, todos en montículos nevados. Había unos cuantos que tenían hundida la cara en la lámina superficial de agua negra. También había varias manchas rojizas del llamado hongo de Ripley, que contrastaban mucho con la nieve. Sin embargo, al llevarse a los ojos los prismáticos y mirar por ellos, Owen se dio cuenta de que no tenían todas el mismo color vivo. Algunas se habían apagado por efecto del frío, la atmósfera o ambas cosas. No, no les era propicio el ambiente; ni a los grises ni al hongo que habían traído.
¿Propagarse eso? Le pareció imposible.
—¿Blue Boy Leader? —preguntó Conk—. ¿Me oyes?
—Sí, pero calla un momento.
Owen se inclinó, metió la mano debajo del codo del piloto (Tony Edwards, buen elemento) y cambió el botón de la radio al canal común. No se le pasó por la cabeza la mención de Kurtz a Bosanski Novi. Tampoco se le pasó por la cabeza que pudiera estar cometiendo una equivocación gravísima, ni que pudiera haber subestimado en grado sumo la locura de Kurtz. Lo cierto fue que hizo lo que hizo casi sin pensar. Más tarde, en todo caso, al repasar los hechos y analizar el incidente no una sino repetidas veces, se lo pareció. Un simple botón. Por lo visto no hacía falta nada más para cambiarle la vida a una persona.
Era una voz fuerte y nítida, una voz que no reconocería ninguno de los chavalotes de Kurtz. Walter Cronkite pertenecía a otra época. «… fección. Il n’y a pas d’infection ici.» Dos segundos, y después una voz que podía ser perfectamente la de la propia Barbra Streisand. «Ciento trece. Ciento diecisiete. Ciento diecinueve.»
En un momento dado, Owen se fijó en que habían empezado a contar otra vez los números primos desde el uno. En el autobús, yendo hacia el súper de Gosselin, las voces habían llegado a números primos muy altos de cuatro cifras.
«Nos estamos muriendo —dijo la voz de Barbra Streisand—. On se meurt, on crève.» Pausa, y luego la voz de David Letterman: «Ciento veintisiete. Ciento…».
—¡Ya vale! —exclamó Kurtz. Se conocían desde hacía muchos años, pero era la primera vez que Owen le oía enfadado de verdad, casi ultrajado—. Owen, ¿qué ganas tienes de meterles a mis chicos esta porquería por las orejas? Vuelve ahora mismo para explicármelo.
—Solo quería oír si había cambiado, jefe —dijo Owen.
Era mentira, y por supuesto que Kurtz no solo lo sabía sino que acabaría por hacérselo pagar. Owen no lo había hecho porque fuera a repetirse la masacre de los niños, o algo peor. Eso le daba igual. Que se fuera al carajo el caballo phooka. Ya que iban a hacerlo, quería que los chavales de Kurtz (en Bosnia Skyhook, esta vez Blue Group, y la siguiente cualquier otro nombre, pero siempre eran las mismas caras jóvenes y duras) oyeran a los grises una vez más, la última. Viajeros de otro sistema estelar, quizá de otro universo o corriente temporal, con conocimientos que nunca tendrían sus anfitriones (aunque eso a Kurtz le importaba un pito). Que oyeran otra vez a los grises en vez de a Pearl Jam, Jar of Flies o Rage Against the Machine: los grises haciendo un llamamiento a una condición que habían tenido la imprudencia de juzgar más clemente.
—¿Y ha cambiado? —chisporroteó en respuesta la voz de Kurtz. El Kiowa verde seguía por debajo, a escasa distancia de la hilera de helicópteros de combate, y sus rotores batían la copa seccionada de un pino grande y viejo, despeinándolo y haciendo que se balanceara—. Di, Owen, ¿ha cambiado?
—No —dijo Underhill—. Está igual, jefe.
—Pues córtales el rollo, hombre de Dios, que se nos va la luz.
Owen hizo una pausa y pronunció con sumo cuidado:
—Sí, señor.
6
Kurtz se irguió en el asiento del Kiowa. El día era gris, con poca luminosidad, pero él se había puesto las gafas de sol. Aun así, Freddy, el piloto, seguía sin atreverse a mirarle más que de reojo. Eran gafas curvadas, de modernillo, gafas que una vez puestas impedían ver dónde miraba el jefe. Del ángulo de su cabeza mejor no fiarse.
En las rodillas de Kurtz estaba el Derry News (con el titular PÁNICO EN JEFFERSON TRACT POR UNA SERIE DE LUCES MISTERIOSAS Y CAZADORES DESAPARECIDOS). Kurtz lo cogió y lo dobló con cuidado. Se le daba muy bien la papiroflexia, y en breve el Derry News tomaría la forma de un sombrero. Seguro que Underhill preveía enfrentarse con alguna medida disciplinaria (impuesta por el propio Kurtz, puesto que se trataba de una operación secreta, al menos en lo que iba de misión), después de lo cual se le daría otra oportunidad. Por lo visto no se daba cuenta de que acababa de desperdiciar la segunda. (Quizá fuera preferible, porque así no estaría sobre aviso ni a la defensiva.) Kurtz nunca le daba dos oportunidades a nadie, y se arrepintió de haber hecho una excepción con Owen. Se arrepintió como de pocas cosas en la vida. Eso de que Owen le saliera con semejante jugadita después de la conversación en el despacho de la tienda… Habiéndole avisado explícitamente…
—¿Quién da la orden? —dijo la voz de Underhill por el canal privado de Kurtz, entre chisporroteos de estática.
Kurtz estaba sorprendido y un poco consternado por la intensidad de su ira. Nacía esta, en primer lugar, de la mera sorpresa, la emoción más sencilla, la que experimentan los bebés antes que cualquier otra. Lo de poner a los grises por el canal del escuadrón había sido un golpe inesperado. Owen solo quería saber si seguían diciendo lo mismo de antes. ¡Y un cuerno! Que se metiera el cuento por el culo. Owen tenía muchos puntos para ser el mejor segundo que había tenido Kurtz en toda su carrera, una carrera larga y complicada que se remontaba a Camboya y los años setenta, pero daba igual, porque Kurtz se lo iba a cargar. ¿Por qué? Por la jugarreta de la radio. Porque Owen no aprendía. Ni en Bosanski Novi había sido cuestión de niños, ni ahora de voces. No se trataba de seguir órdenes, ni de cuestión de principios. Se trataba de la línea. La suya, la de Kurtz.
Sin olvidar el «señor».
Aquel «señor» engolado de mierda.
—¿Jefe? —Ahora la voz de Owen traicionaba una pizca de nerviosismo, y con razón—. ¿Quién da…?
—Freddy, ponme por el canal común —dijo Kurtz.
Una ráfaga de viento imprimió una sacudida al Kiowa, que era mucho más ligero que los helicópteros de combate. Kurtz y Freddy no se inmutaron. Freddy efectuó la conexión.
—A ver, a ver, un poco de atención —dijo Kurtz, mirando la hilera de cuatro helicópteros que parecían cuatro libélulas sobrevolando los árboles.
Tenían delante el pantano y el platillo, enorme, inclinado y de color de perla, bajo cuyo borde de popa se resguardaban los supervivientes de la tripulación.
—Escuchad, que papaíto os va a echar un sermón. ¿Me oís? Contestad.
«Sí, sí, afirmativo, recibido» (con algún que otro «señor», pero no pasaba nada, porque no era lo mismo despiste que insolencia).
—Yo, chicos, no soy orador, ni me gano la vida hablando, pero os aviso de que aquí no hay que fiarse para nada, repito, para nada, de lo que se ve con los ojos. Lo que veis son unas seis docenas de humanoides grises, sin distinción de sexos, al menos que se vea, y en pelotas, como Dios los trajo al mundo. No sé si todos, pero algunos seguro que decís: «¡Pobre gente, desnudos y sin armas, sin pollas ni chochos para pasar el rato, y pidiendo clemencia al lado de su trasto intergaláctico, que se les ha estrellado! ¿Qué perro, qué monstruo sería capaz de oírles suplicando y atacar igualmente?». Pues para que lo sepáis: el monstruo soy yo; yo, Abraham Peter Kurtz, oficial retirado de la fuerza aérea, número de serie 241771699, por si le interesa a alguien, y estoy al frente de este ataque. En esta escabechina, el que manda soy yo.
Respiró hondo con la mirada fija en los helicópteros, que no se movían.
—Ahora, chicos, que os digo una cosa: los grises llevan dándonos la lata desde finales de los cuarenta, yo a ellos desde finales de los setenta, y os puedo decir que cuando te viene alguien con las manos levantadas diciendo que se rinde, no tienes ninguna garantía de que no lleve medio litro de nitroglicerina escondido en el culo. Otra cosa: casi todos los cerebrines que estudian estos temas, los grandes asesores, los expertos, dicen que los grises llegaron después de que empezáramos a tirar bombas atómicas y de hidrógeno, como insectos a una bombilla encendida. Yo no lo sé, porque no me dedico a pensar (eso se lo dejo a los sabelotodos), pero tengo buena vista, y os digo yo que los cabrones de los grises tienen tanto de inofensivos como un lobo en un corral. Con tantos años hemos ido cogiendo algunos, pero no han sobrevivido. Al morirse se les descompone deprisa todo el cuerpo y se convierte en lo mismo que veis allí abajo, lo que llamáis el hongo de Ripley. A veces explotan, literalmente, y el hongo que llevan (a menos que sea al revés, que lo principal, lo que mande, sea el hongo, que es lo que creen algunos cerebrines) se muere enseguida. Eso si no encuentra un ser vivo, repito, un ser vivo, y parece que su preferido es el homo sapiens, no sé si os suena. Como se te pegue algo, aunque sea un poquito en la uña del meñique, la has pringado.
No era del todo cierto (de hecho ni se acercaba a la verdad), pero el soldado más encarnizado es el que tiene miedo. Kurtz lo sabía por experiencia.
—Resulta, chicos, que esta gente tan simpática, estos grises, tienen telepatía, y se ve que nos la contagian por el aire. Se pega sola, sin depender del hongo. Así, a primera vista, parece cachondo leer un poco el pensamiento, la manera perfecta de triunfar en los guateques, pero que sepáis que por ese camino se llega a lo siguiente: esquizofrenia, paranoia, separación de la realidad y acabar como una puta cabra, para que nos entendamos. Según los cerebrines, de momento la telepatía tiene efectos muy limitados, pero no hace falta que os explique en qué podría acabar si dejamos que se instalen los grises, y que estén a gusto en este planeta. Ahora os diré algo que quiero que escuchéis muy atentamente, como si os fuera la vida, ¿vale? Cuando se nos llevan, digo bien, cuando se nos llevan ellos a nosotros (y ya sabéis que ha habido abducciones, porque los que dicen que los han raptado extraterrestres suelen ser unos comidos de coco y unos neuróticos de la hostia, pero no todos), a algunos les sueltan, pero antes les ponen implantes. En algunos casos solo son instrumentos (puede que transmisores, o algún tipo de monitores), pero también hay implantes que son seres vivos, que empiezan comiéndose a la persona y después, cuando engordan, la destrozan. Los implantes de que hablo los han puesto seres como los que veis abajo, tan desnuditos e inocentes. Ellos dicen que no hay ninguna infección, pero tenemos clarísimo que están infectados hasta el culo, tíos, hasta las orejas. Yo, que llevo veinticinco años viendo lo que hacen, os digo que ha llegado el gran momento. Esto es la invasión, la superliga de campeones, y vosotros la defensa. No son como ET, no son seres indefensos que lo único que quieren es una tarjeta telefónica para llamar a casa; no, chicos, son una enfermedad. Son un cáncer, un puñetero cáncer, y nosotros un chorro radiactivo de quimioterapia. ¿Lo entendéis?
Esta vez no hubo expresiones de aquiescencia, sino una aclamación salvaje, gritos nerviosos y neuróticos donde reverberaba una nota de impaciencia. Casi reventaron el canal de transmisión.
—Cáncer, chicos. Son un cáncer. Es la mejor palabra que se me ocurre, aunque ya sabéis que lo mío no es hablar. ¿Qué, Owen, lo has oído?
—Sí, jefe.
¡Qué sereno, el muy cabrón! Bueno, pues que no se alterara; allá él, porque Owen Underhill la había pringado. Kurtz levantó el sombrero de papel de periódico y lo admiró. Owen Underhill la había pringado.
—A ver, Owen, ¿lo de abajo qué es? ¿Qué hay alrededor de la nave? ¿Qué son esas cosas que han salido de casa sin acordarse de ponerse los pantalones y los zapatos?
—Cáncer, jefe.
—Exacto. Ahora da la orden y adelante. Venga, Owen, abre esa boquita.
Acto seguido, sin ninguna prisa, sabiéndose observado por los tripulantes de los helicópteros de combate (nunca había largado un sermón así, jamás de los jamases, como no fuera soñando), se puso la gorra al revés.
7
Owen vio que Tony Edwards se giraba la gorra para ponerse la visera en la nuca. Oyó que Bryson y Bertinelli preparaban las ametralladoras y comprendió lo que ocurría. Se les estaban encendiendo los ánimos. Él, Owen, podía hacer dos cosas: subirse al coche o quedarse en la carretera y que le atropellaran. Eran las únicas opciones que le había dejado Kurtz.
También había otra cosa, un recuerdo del pasado remoto, de cuando tenía… ¿ocho años? ¿Siete? Quizá hasta menos. Jugaba en el césped de su casa, la de Paducah, y ni su padre había vuelto del trabajo ni estaba su madre, que debía de haber ido a la iglesia baptista para preparar la sempiterna venta de pasteles. Entonces había llegado una ambulancia y había frenado delante de la casa de al lado, la de los Rapeloew. No llevaba puesta la sirena, pero sí la tira de intermitentes. Dos hombres con un mono muy parecido al que llevaba ahora Owen se habían puesto a correr hacia la casa, desplegando una camilla que brillaba. Y todo mientras corrían. Parecía un truco de magia.
Pasados menos de diez minutos, volvían a salir con la señora Rapeloew en la camilla. Tenía los ojos cerrados. El señor Rapeloew salió después de ella y ni siquiera se molestó en cerrar la puerta. Tenía la misma edad que el padre de Owen, pero de repente parecía igual de viejo que su abuelo. Otro truco de magia. Mientras los hombres cargaban en la ambulancia a la señora Rapeloew, su marido miró a la derecha, vio a Owen de rodillas en el césped, con pantalones cortos y jugando a pelota, y se dirigió a él: «¡Vamos al St. Mary’s Memorial! ¡Díselo a tu madre, Owen!». Después subió a la parte trasera de la ambulancia, que se alejó. Owen siguió jugando unos cinco minutos a tirar la pelota y recogerla, pero entre una cosa y otra no dejaba de mirar la puerta que había dejado abierta el señor Rapeloew, ni de pensar que debía cerrarla. Sería lo que llamaba su madre un acto de caridad cristiana.
Acabó levantándose y yendo del césped de su casa al de la de los Rapeloew. Los vecinos siempre le habían tratado bien; nada del otro jueves (nada para tirar cohetes a las dos de la madrugada, que decía su madre), pero la señora Rapeloew hacía cantidades industriales de galletas y siempre se acordaba de guardarle algunas. Eran muchos los cacharros de masa de pastel que había rascado Owen hasta el último grumo en la cocina de la señora Rapeloew, que era gordita y siempre sonreía. El señor Rapeloew, por su lado, le había enseñado a hacer aviones que volaban de verdad. De tres clases. En resumen, que los Rapeloew se merecían caridad cristiana, pero Owen, al entrar en casa de los vecinos por la puerta abierta, ya sabía que no iba por caridad cristiana. Practicar la caridad cristiana no te ponía duro el pito.
Durante cinco minutos (claro que podían haber sido quince, e incluso media hora, porque el tiempo pasaba como en sueños) Owen no hizo nada que no fuera pasearse por la casa de los Rapeloew, pero durante todo ese tiempo tenía el pito como una piedra, tanto que latía como otro corazón; parecía que tuviera que doler, pero qué va, daba gusto, y ahora, después de tantos años, se dio cuenta de en qué había consistido el paseo silencioso: en un juego erótico. El hecho de que no solo no tuviera nada contra los Rapeloew, sino que le cayeran bien, de alguna manera lo mejoraba. Si le cogían (que no lo hicieron) y le preguntaban por qué, siempre podía contestar «no sé» sin necesidad de mentir.
Tampoco es que hiciera gran cosa. En el cuarto de baño de la planta baja encontró un cepillo de dientes donde ponía DICK[5]. Era el nombre de pila del señor Rapeloew. Owen intentó mearse en las cerdas del cepillo de dientes del señor Rapeloew, que era lo que le apetecía, pero tenía demasiado duro el pito y no salía ni gota de pipí. Optó por escupir encima de ellas, frotar la saliva en el cepillo y devolverlo al vaso. En la cocina derramó un vaso de agua sobre el fogón eléctrico. A continuación sacó del armario una fuente grande de porcelana, la levantó encima de la cabeza y la arrojó a un rincón, donde se hizo mil añicos, momento en que salió corriendo de la casa. Lo que tenía hasta entonces en la cabeza, lo que le había puesto duro el pito y le había dado la sensación de que no le cabían los ojos en las órbitas, se rompió con el ruido del plato; se reventó como un grano, y seguro que sus padres, de no haber estado tan preocupados por la señora Rapeloew, se habrían dado cuenta de que le ocurría algo. Dadas las circunstancias, debieron de suponer que también se había llevado un susto con lo de la vecina. Pasó una semana durmiendo poco y teniendo pesadillas. Owen estaba atormentado por la sensación de culpa y la vergüenza (aunque no tanto como para confesar, porque a ver qué decía si le preguntaba su madre baptista qué mosca le había picado), pero no se le olvidaba el placer ciego de estar de pie en el cuarto de baño con los pantalones cortos a la altura de las rodillas, intentando hacer pipí en el cepillo de dientes del señor Rapeloew, ni el escalofrío de emoción al romperse la fuente. Supuso que con unos años más se habría corrido en los pantalones. La pureza estaba en la falta de sentido, el gozo en el ruido de la porcelana, y la satisfacción posterior, en regodearse lentamente en el remordimiento de haberlo hecho y el miedo de que le pillaran.
Ahora le volvía todo de golpe a la cabeza.
Esta vez puede que me corra, pensó. Lo que está claro es que será bastante más espectacular que intentar mearse en el cepillo de dientes del señor Rapeloew. A continuación, mientras se ponía la gorra al revés, pensó: aunque en el fondo es la misma idea.
—¿Owen? —La voz de Kurtz—. ¿No me oyes? Como no contestes ahora mismo, me lo tomaré como que no puedes o no…
—Estoy aquí, jefe. —Ni un temblor en la voz. Se le apareció un niño sudoroso con una fuente de porcelana encima de la cabeza—. ¿Qué, chavales, estáis preparados para repartir hostias intergalácticas?
Clamor afirmativo, con un «¡Joder que no!» y un «A reventarlos».
—¿Os apetece algo antes de empezar?
«¡El himno del escuadrón!», «¡Himno!», y «¡Venga, coño, que pongan a los Stones!».
—Si hay alguien que quiera rajarse, que avise.
Silencio total en la radio. En otra frecuencia que Owen no volvería a sintonizar, los grises suplicaban con voces famosas. Abajo y a estribor volaba, pequeño, el Kiowa OH-58. A Owen no le hacían falta prismáticos para ver a Kurtz con la gorra al revés, mirándole. Seguía teniendo en las rodillas el periódico, que por alguna razón formaba un triángulo. Por espacio de seis años, Owen Underhill no había necesitado segundas oportunidades; tanto mejor, porque Kurtz no las concedía. Adivinó que en el fondo siempre lo había sabido, pero ya tendría tiempo de pensarlo. Eso si no había más remedio. Se le encendió en la cabeza la chispa de una idea coherente, la última («El cáncer eres tú, Kurtz»), pero se apagó enseguida, tragada por una oscuridad perfecta.
—Blue Group, aquí Blue Boy Leader. Seguidme y abrid fuego a doscientos metros. Intentad no darle al Blue Boy, pero que no quede ni uno de los hijoputas. Pon el himno, Conk.
Gene Conklin accionó un interruptor e introdujo un CD en el discman que había en el suelo del Blue Boy Two. En el Blue Boy Leader, Owen, que ya estaba fuera de sí, estiró el brazo y subió el volumen.
Se le llenaron los cascos de Mick Jagger, la voz de los Rolling Stones. Owen levantó la mano, vio que Kurtz le devolvía el saludo (poco le importó si en serio o de manera sarcástica) y bajó el brazo. Mientras Jagger cantaba el himno, el que tocaban cada vez que entraban a saco, los helicópteros inclinaron el morro, apretaron filas y volaron hacia el blanco.
8
Los grises (los que quedaban) estaban a la sombra de su nave, que a su vez se hallaba al final de la franja de bosque talada por su último descenso. Al principio, ni emprendieron la huida ni intentaron esconderse; de hecho, la mitad dio unos pasos por la nieve derretida, el cieno y las manchas de musgo rojizo, chapoteando con los pies descalzos y sin dedos, y fue al encuentro de la hilera de helicópteros que se acercaba a ellos. Iban con las manos en alto, para demostrar que no tenían nada entre sus largos dedos. La poca luz que le quedaba al día se reflejaba en sus ojos, grandes y negros.
Los helicópteros de combate mantuvieron su velocidad, a pesar de que hubo un momento en que todos los hombres oyeron en la cabeza las últimas palabras transmitidas: «No nos hagáis daño, por favor, que estamos indefensos, nos estamos muriendo». La voz de Mick Jagger empezó a trenzarse por ellas: «Please allow me to introduce myself, I’m a man of wealth and taste; I’ve been around for many a long year, stolen many man’s soul and faith…»[6].
Los helicópteros de combate efectuaron una maniobra de cuarenta y cinco grados con la misma eficacia que una banda militar, y abrieron fuego las ametralladoras. Las balas se hundían en la nieve, partían ramas de árboles que ya estaban medio muertos y hacían saltar chispas insignificantes en el borde de la nave. Las balas desgarraban a los grises que estaban de pie y con los brazos en alto, y los reventaban. Cuando los cuerpos rudimentarios perdían un brazo, soltaban un chorro que parecía savia rosa. Las cabezas estallaban como calabazas, salpicando la nave y a los otros seres con una lluvia rojiza; no era sangre, sino aquella sustancia que parecía moho, como si las cabezas, llenas de ella, no fueran verdaderas cabezas, sino cestas truculentas de verdura. Varios grises se partieron por la mitad y cayeron sin bajar los brazos en señal de rendición. Al desplomarse, los cuerpos grises adquirían un color blanco sucio y parecía que hirvieran.
Revelaba Mick Jagger: «I was around when Jesus Christ had His moment of doubt and pain…».
Algunos grises que seguían debajo del ala de la nave dieron media vuelta como queriendo correr, pero no tenían a donde ir. La mayoría sufrió un derribo inmediato. Los últimos supervivientes, que en total debían de ser unos cuatro, se retiraron a las estrechas sombras. Parecía que hicieran algo, que manipularan algo, y Owen tuvo un horrible presentimiento.
«¡No los tengo a tiro!», se oyó por la radio.
Era Deforest en el Blue Boy Four, tan entusiasmado que casi le costaba respirar. Adelantándose a la orden de Owen de ir a por ellos, el Chinook bajó casi a ras de suelo y levantó un remolino de nieve y agua sucia con las aspas, aplastando el sotobosque.
—¡No, negativo! ¡Detente y recupera la posición de más cincuenta! —exclamó Owen, dándole a Tony un golpe en el hombro.
Tony, que con la mascarilla transparente tapándole la boca y la nariz presentaba un aspecto ligeramente extraño, dio un tirón a la palanca de mando, y el Blue Boy Leader ascendió en el aire inestable. La música (con sus bongós enloquecidos y el coro haciendo «Hoohoo»; Sympathy for the Devil aún no había sonado del todo ni la primera vez, pero tiempo al tiempo) no impidió que Owen oyera rezongar a su tripulación. Vio que la distancia ya empequeñecía al Kiowa. Kurtz, al margen de sus peculiaridades mentales, no era tonto. Y poseía un instinto de primera.
—Pero jefe…
Era Deforest, que más que decepcionado estaba hecho una fiera.
—Repito, repito, recupera la posición anterior, Blue Group, recupera…
La explosión le clavó al respaldo del asiento y lanzó al Chinook hacia arriba como si fuera un juguete. En pleno estallido, Owen oyó las palabrotas de Tony Edwards, que forcejeaba con la palanca. Detrás se oían gritos, pero, si bien estaba herida casi toda la tripulación, la única baja fue Pinky Bryson, que se había asomado para tener mejor visión y se había caído por culpa de la onda expansiva.
—Ya lo tengo, ya lo tengo, ya lo tengo —repetía Tony; pero a Owen le pareció que tardaba como mínimo treinta segundos en dominar el aparato, y parecían horas. El himno ya no sonaba por los altavoces: mal presagio para Conk y los del Blue Two.
Tony hizo dar media vuelta al Blue Boy Leader, y Owen vio que el plexiglás estaba agrietado por dos puntos. Detrás seguía chillando alguien. Resultó que Mac Cavenaugh se las había arreglado para quedarse sin dos dedos.
—¡La madre que me parió! —murmuró Tony—. Jefe, nos ha salvado el cuello. Gracias.
Owen apenas le oyó. Miraba hacia atrás, hacia los restos de la nave, que se había partido como mínimo en tres trozos. No se podía ver con claridad, porque se había levantado toda la porquería y el aire estaba turbio y de color naranja. Los restos del helicóptero de Deforest se veían un poco mejor. El aparato estaba tumbado en el barro, rodeado de burbujas que explotaban. En el lado de babor, un pedazo largo de hélice rota flotaba en el agua como un remo gigante de canoa. A unos cincuenta metros había más hélices negras y torcidas sobresaliendo de una bola de fuego blancuzco. Eran Conklin y Blue Boy Two.
En la radio, crepitaciones y pitidos. Blakey, en el Blue Boy Three.
—¡Eh, jefe, jefe, que veo…!
—Tres, aquí Leader. Orden de…
—Leader, aquí Tres. Veo supervivientes, repito, veo supervivientes. Veo supervivientes de Blue Boy Four, como mínimo tres… no, cuatro… voy a bajar y…
—Negativo, Blue Boy Three. Ni hablar. Recupera la posición más cincuenta; no, orden anulada, posición más ciento cincuenta, uno cinco cero. ¡Ahora mismo!
—Señor… digo jefe, es que… veo a Friedman, y ¡coño, que se está quemando…!
—Atento, Joe Blakey.
La voz rasposa de Kurtz era inconfundible. Se había apartado de la porquería roja con bastante antelación. Casi como si supiera lo que iba a pasar, pensó Owen.
—O te piras ahora mismo o te garantizo que la semana que viene estarás limpiando caca de camello en un país donde haga cincuenta grados a la sombra y esté prohibido beber alcohol. Corto.
No hubo más mensajes del Blue Boy Three. Los dos helicópteros de combate que se habían salvado retrocedieron a su punto original de reunión, más ciento cincuenta metros. Owen contemplaba la furiosa vorágine ascendente del hongo de Ripley, preguntándose si Kurtz lo sabía o solo lo había intuido, y si él y Blakey se habían alejado a tiempo de la zona; y es que, dijeran lo que dijeran los grises, era infeccioso. Owen no sabía si esto último justificaba lo que acababan de hacer, pero consideró probable que los supervivientes del Blue Boy de Ray Deforest fueran muertos vivientes. O peor: hombres vivos transformándose. A saber en qué.
«Owen.»
La radio.
Tony le miró con las cejas arqueadas.
«Owen.»
Owen, suspirando, cambió al canal de Kurtz con un movimiento de la barbilla.
—Estoy aquí, jefe.
9
Kurtz estaba sentado en el Kiowa, y seguía teniendo en las rodillas el periódico doblado en forma de sombrero. Tanto él como Freddy llevaban mascarilla, al igual que los muchachos del grupo de ataque. Incluso los que ahora estaban en tierra, pobres, debían de seguir llevándola. Probablemente fueran innecesarias, pero Kurtz, que no tenía la menor intención de contraer el Ripley, era el gran jefe, y entre otras cosas tenía la obligación de dar ejemplo. De nada servía arriesgarse. En cuanto a Freddy Johnson… para Freddy tenía planes.
—Estoy aquí, jefe —dijo Underhill por los auriculares.
—Muy bien los disparos, el vuelo mejor, y los reflejos, superior. Has salvado unas cuantas vidas. Tú y yo volvemos a estar donde antes, en la primera casilla. ¿Me explico?
—Sí, jefe, y se lo agradezco.
Y si te lo crees, pensó Kurtz, es que eres aún más tonto de lo que pareces.
10
Detrás de Owen, Cavenaugh seguía haciendo ruidos, pero el volumen decrecía. Nada se oía de Joe Blakey; quizá empezara a comprender las consecuencias de la turbia vorágine rojiza que quizá hubieran esquivado y quizá no.
—¿Todo bien, chavalín? —preguntó Kurtz.
—Hay algunos heridos —repuso Owen—, pero en general perfecto. Lo que hay es trabajo para los barrenderos, porque ¡caray! ¡Cómo ha quedado el patio!
La risa estridente de Kurtz hizo vibrar los auriculares de Owen.
11
—Freddy.
—Diga, jefe.
—Tenemos que vigilar a Owen Underhill.
—De acuerdo.
—Si hay que salir huyendo (operación Imperial Valley), Underhill se queda.
Freddy Johnson se limitó a asentir con la cabeza mientras pilotaba el helicóptero. Buen chico. Sabía en qué lado de la línea estaba, a diferencia de otros.
Kurtz se volvió de nuevo hacia él.
—Venga, Freddy, media vuelta y a la tiendecita de mala muerte de donde hemos salido. Y que sea a toda mecha, que quiero llegar como mínimo un cuarto de hora antes que Owen y Joe Blakey. Lo ideal serían veinte minutos.
—Sí, jefe.
Kurtz se apoyó en el respaldo y vio deslizarse el bosque de pinos debajo del helicóptero. Bosque y fauna, los que se quisiera, y seres humanos, un buen puñado (en aquella época del año la gente iba de naranja). En una semana (quizá setenta y dos horas), estaría todo tan muerto como las montañas de la luna. Lástima, pero bueno, en Maine no faltaban bosques.
Cogió el sombrero de papel y lo hizo girar con un dedo. Dentro de lo posible, tenía intención de vérselo puesto a Owen Underhill cuando ya no respirara.
—El tío solo quería saber si había cambiado algo —dijo quedamente.
Freddy Johnson, que tenía claro su bando, no dijo nada.
12
A medio camino de la tienda de Gosselin, cuando el Kiowa de Kurtz, pequeño y veloz, se hubo reducido como máximo a un punto, los ojos de Owen se fijaron en la mano derecha de Tony Edwards, ceñida a un cuerno de la palanca de mando en forma de i griega del Chinook. La uña del pulgar tenía en la base una línea curva y finísima de color entre rojizo y dorado. Owen se miró las dos manos y se las examinó con la misma escrupulosidad que la señora Jankowski en la clase de higiene personal, en la época remota en que tenían como vecinos a los Rapeloew. De momento no se veía nada, pero Tony tenía su marca, y Owen supuso que la suya tampoco tardaría.
Dada la filiación baptista de la familia Underhill, Owen era buen conocedor de la historia de Caín y Abel. «La sangre de tu hermano clama a mí desde el suelo», había dicho Dios; y había expulsado a Caín al país de Nod, al este del Edén. Sin embargo, antes de dejar errante a Caín, Dios le había puesto una señal para que le reconocieran por lo que era hasta los habitantes de Nod. Ahora que había visto aquel hilo rojizo en la uña del pulgar de Eddie, y que buscaba otro igual en sus propias manos y muñecas, Owen creyó adivinar de qué color había sido la señal de Caín.