1
Pete permaneció en el surco colmado de nieve donde se había caído, chillando hasta que no pudo más; a continuación se quedó callado y sin moverse, mientras procuraba aguantar el dolor o llegar con él a algún acuerdo. Imposible. Era un dolor intransigente, un sufrimiento de guerra relámpago. No tenía ni idea de que en el mundo hubiera dolores así; si lo hubiera sabido, seguro que se habría quedado junto a la mujer. Con Marcy, aunque no se llamara Marcy. Casi sabía su nombre, pero ¿qué más daba? El que estaba en apuros era él: le subía el dolor de la rodilla en espasmos abrasadores y atroces.
Se quedó temblando en la carretera, al lado de la bolsa de plástico. GRACIAS POR HABERNOS ELEGIDO. Pete la cogió para ver si dentro había alguna botella que no se hubiera roto, y el cambio de postura de la pierna hizo nacer de la rodilla una descarga brutal. Al lado de ella, las demás parecían meros pinchazos. Pete volvió a gritar y se desmayó.
2
Volvió en sí sin saber cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Por la luz parecía que poco, pero tenía los pies insensibles, y las manos casi igual de dormidas, a pesar de los guantes.
Se quedó entre de espaldas y de lado junto a la bolsa de las cervezas, sumida en un charco dorado en proceso de congelación. Ahora le dolía un poco menos la rodilla (también debía de ser efecto del frío), y descubrió que había recuperado la capacidad de pensar. Menos mal, porque se había metido en un lío del copón. Tenía que volver al cobertizo, a la hoguera, y por sus propios medios. Si se limitaba a esperar que pasara Henry con la motonieve, se arriesgaba a quedarse hecho un carámbano; un polo de Pete al lado de una bolsa de botellas rotas de cerveza, gracias por habernos elegido, alcohólico de mierda, muchísimas gracias. Por otro lado, había que pensar en la mujer. También podía morirse, y solo porque Pete Moore no podía vivir sin sus birritas.
Dirigió a la bolsa una mirada de asco. No podía tirarla al bosque; no podía arriesgarse a que se le volviera a despertar la rodilla. Optó por cubrirla de nieve, como un perro enterrando su propia caca. Luego empezó a arrastrarse.
La rodilla, por lo visto, no estaba tan insensible como parecía. Pete se apoyó en los dos codos y usó el pie sano para empujar, apretando los dientes y con el pelo en los ojos. Ahora ya no había animales. Se había acabado la estampida, y Pete estaba solo; solo con sus resuellos, y los gemidos sordos de dolor a cada nueva sacudida en la rodilla. Se notaba los brazos y la espalda sudados, pero seguía faltándole sensibilidad tanto en los pies como en las manos.
Estuvo a punto de rendirse, pero cuando llegó a la mitad del tramo recto de camino divisó la hoguera que habían encendido entre él y Henry. Empezaba a consumirse, pero aún se veía. Empezó a arrastrarse hacia ella, y, cada vez que le chocaba la rodilla y se le repetían los calambres de dolor, intentaba proyectarlos en la chispa naranja de la hoguera. Quería llegar. Moverse le costaba un dolor infernal al cuadrado, pero ¡qué ganas tenía de llegar! No quería morirse congelado en la nieve.
—Voy a conseguirlo, Becky —murmuró—. Voy a conseguirlo, Becky.
Pronunció su nombre media docena de veces antes de oír que lo empleaba.
Cuando le faltaba poco para llegar a la hoguera, se detuvo para mirar su reloj y frunció el entrecejo. Indicaba las 11.40, lo cual era una locura; se acordaba de haberlo consultado antes de emprender el regreso hacia el Scout, y entonces ponía las doce y veinte. Volvió a mirarlo con mayor detenimiento y descubrió el origen de la confusión. Le funcionaba el reloj al revés: la manecilla de los segundos retrocedía a saltos irregulares y espasmódicos. Pete observó el fenómeno con moderada sorpresa. Había perdido la facultad de valorar algo tan sutil como una mera peculiaridad. Ahora, su principal inquietud ni siquiera era la pierna. Tenía mucho frío, y, a medida que avanzaba a codazos, impulsándose con la pierna sana (que se le cansaba deprisa), empezaron a recorrerle el cuerpo unos escalofríos muy intensos. Faltaban menos de cincuenta metros para llegar a la hoguera medio extinta.
La mujer ya no estaba encima de la lona, sino tendida al otro lado del fuego, como si hubiera querido arrastrarse hasta la leña sobrante y a medio camino se hubiera derrumbado.
—Hola, guapa. Ya he vuelto —jadeó Pete—. Me ha molestado un poco la rodilla, pero aquí me tienes. Y no te quejes, Becky, que lo de la rodilla de los cojones es culpa tuya, ¿vale? ¿Te llamas así? ¿Becky?
Quizá, pero la mujer no contestó. Seguía de espaldas, mirando fijamente hacia arriba. Pete solo le veía uno de los dos ojos, sin saber si era el mismo de antes. Ya no le parecía que diera tanto repelús, pero quizá se debiera a que ahora tenía otras preocupaciones. Por ejemplo el fuego. Empezaba a parpadear, pero tenía un buen lecho de brasas, y Pete pensó que aún estaba a tiempo. Un poco de leña, dar caña a la hoguerita, y luego a descansar con su novieta, Becky (pero no contra el viento, por favor, que los pedos de la tía eran para morirse). Y a esperar que apareciera Henry. No sería la primera vez que Henry le sacara las castañas del fuego.
Pete fue a rastras hacia la mujer y el montoncito de leña que tenía detrás, y al acercarse (bastante para volver a captar el olor químico a éter) comprendió el motivo de que ya no le diera repelús el ojo. Se había quedado sin vida. El ojo y toda ella. Se había muerto mientras daba la vuelta a la hoguera. La costra de nieve que tenía alrededor de la cintura y las caderas se había puesto granate.
Se incorporó en sus brazos doloridos y la observó unos instantes, pero su interés por ella, viva o muerta, no era muy superior a la curiosidad pasajera que le había inspirado el funcionamiento inverso de su reloj. Lo que quería era coger un poco de leña y calentarse. Quizá dentro de un mes, cuando estuviera sentado en el salón de su casa con la rodilla enyesada y una taza de café bien caliente en la mano.
Logró llegar hasta la leña. Solo quedaban cuatro troncos, pero eran grandes. Quizá Henry volviera antes de que se hubieran consumido, y fuera a recoger algunos más antes de salir en busca de ayuda. El bueno de Henry. En la época de las lentillas y la cirugía láser, él seguía con sus gafotas de concha, pero se podía contar con él.
El cerebro de Pete quiso volver al Scout, meterse a gatas en el Scout y oler la colonia que Henry, de hecho, no llevaba, pero Pete se lo prohibió. Por ahí no paso, que decía la gente, como si la memoria fuera un espacio geográfico. Basta de colonias fantasmas y de recuerdos de Duddits. Bastantes problemas tenía.
Alimentó la hoguera rama por rama hasta agotar la leña. La arrojaba de lado, con cierta rigidez. Pese al dolor de rodilla, disfrutó del espectáculo de las nubes de chispas subiendo hasta el tejado de cinc del cobertizo y formando remolinos antes de apagarse, como luciérnagas locas.
Pronto volvería Henry. Había que aferrarse a la idea. Contemplar las llamas y quedarse con ella.
Mentira, pensó. No volverá, porque en Hole in the Wall ha pasado algo grave. Algo relacionado con…
—Rick —dijo, frente al espectáculo de las llamas alimentándose de leña fresca. Pronto se elevarían.
Se quitó los guantes con ayuda de los dientes y aproximó ambas manos al calor de la hoguera. El corte que tenía en la base de la mano derecha, el que se había hecho con la botella rota, era largo y profundo. Dejaría cicatriz, pero ¿qué más daba? Entre amigos, ¿qué importaban una o dos cicatrices? Porque eran amigos, ¿verdad? Sí, claro. La pandilla de Kansas Street, los piratas, con sus sables de plástico y sus pistolas a pilas de La guerra de las galaxias. Una vez habían hecho algo heroico; una o dos, contando lo de la hija de los Rinkenhauer. Hasta habían salido fotos de los cuatro en el periódico, conque ¿qué más daba que tuviera un par de cicatrices? Y ¿qué más daba que pudieran haber matado a alguien (no era seguro)? Porque si alguien merecía que le matasen, era…
No, por ahí tampoco pasaba. No, señor.
Vio la línea. Le gustase o no, hacía años que no se le aparecía tan claramente. Sobre todo veía a Beaver. Y le oía. Le oía justo en medio de su cabeza.
«¡Jonesy! ¿Estás ahí?»
—Beav, no te levantes —dijo Pete, viendo chisporrotear el fuego y crecer las llamas. Ahora eran grandes, y le daban tanto calor en la cara que empezaba a entrarle sueño—. Quédate como estás. Que no te vea yo levantarte.
¿De qué se trataba, exactamente? «¿De qué va el chinchirrinchi?», que decía de niño el propio Beav: una expresión carente de significado, pero que les daba risa tonta. La línea era tan nítida que Pete notó que estaba en su mano averiguarlo. Entrevió baldosas azules, una cortina azul de ducha, un gorro naranja chillón (el de Rick, el de McCarthy), y notó que ver el resto era simple cuestión de voluntad. No sabía si era el futuro, el pasado o el estricto presente, pero estaba en su mano averiguarlo. Bastaba…
—No quiero —dijo, rechazándolo en bloque.
En el suelo quedaban ramas pequeñas. Pete las arrojó al fuego y miró a la mujer. Ahora el ojo abierto no tenía nada de amenazador. Estaba empañado, como cuando se le pega un tiro a un ciervo. En cuanto a que el cadáver estuviera rodeado de sangre… Lo atribuyó a una hemorragia. Se le había reventado algo por dentro. ¡Y menudo reventón! Pete supuso que la mujer lo había notado, y que se había sentado al borde de la carretera para estar segura de que la vieran si pasaba alguien. Alguien había pasado, pero a ella de poco le había servido. Pobre, qué mala suerte.
Pete se giró poco a poco hacia la izquierda hasta tener la lona a tiro. Después recuperó la postura inicial. Había servido de trineo, y ahora podría servir de mortaja.
—Perdona —dijo—. Lo siento mucho, Becky, o como te llames, pero bueno, tampoco te habría servido de mucho que me quedara. ¡Soy vendedor de coches, no médico, joder! Y tú ya no tenías…
Quería decir «remedio», pero se le secó la palabra en la boca al verle la espalda a la muerta. Antes de acercarse no se la podía ver, porque había muerto de cara a la hoguera. Tenía destrozado el culo de los vaqueros, como si después de tantos gases hubiera prendido la dinamita. La brisa agitaba pedazos de tela azul. También se movían fragmentos de las prendas de debajo, como mínimo dos calzoncillos largos (uno blanco, de algodón, y el otro de seda rosa). Y tanto en las perneras de los pantalones como en la parte de atrás de la parka crecía algo. Parecía moho, o algún hongo. Tenía un color dorado tirando a rojo, a menos que fuera el reflejo de las llamas.
Le había salido algo de dentro. Algo…
Sí, algo que ahora me vigila.
Pete miró el bosque. Nada. Ya habían pasado los últimos animales. Estaba solo.
No del todo, pensó.
Y era verdad. Había algo cerca, algo mal adaptado al frío, algo que prefería los lugares calientes y húmedos. Pero…
Pero ha crecido demasiado, pensó Pete, y se ha quedado sin comida.
—¿Dónde estás?
Previó que se sentiría tonto preguntándolo, pero no fue así. El único resultado fue tener más miedo.
Se fijó en que el moho dibujaba una especie de rastro. Salía de Becky (sí, seguro que se llamaba así; no podía tener ningún otro nombre) y desaparecía por una esquina del cobertizo. Poco después, Pete oyó un sonido como de escamas, como de algo deslizándose por el tejado de cinc. Levantó la cabeza y siguió el ruido con la mirada.
—Vete —susurró—. Vete y déjame en paz, que estoy… que estoy muy jodido.
La cosa subió un poco más por la chapa, haciendo el mismo ruido de antes. Sí que estaba jodido, sí. Por desgracia también era comestible. La cosa del tejado volvió a deslizarse, y Pete previó que no esperaría mucho tiempo. Quizá no pudiera, a riesgo de sufrir el mismo destino que un lagarto en una nevera. Seguro que optaba por tirársele encima a Pete. Entonces se dio cuenta de algo espantoso: se había obsesionado tanto con las cervezas de mierda que se le habían olvidado las escopetas.
Su primer impulso fue internarse más en el cobertizo, pero podía ser peligroso, como huir por una calle sin salida. Prefirió apoderarse de la punta de una de las ramas con que había alimentado el fuego. De momento no quería sacarla, sino tenerla bien a mano. La otra punta ardía deprisa.
—Venga, baja —dijo a la cosa del tejado—. ¿No te gusta el calor? Pues aquí tengo algo que te encantará. Ven y cógelo, cabrón, que está de rechupete…
Nada. Al menos en el tejado. Las ramas bajas de uno de los pinos de detrás se desprendieron de una masa de nieve, que al caer hizo un ruido esponjoso. Pete apretó los dedos alrededor de su antorcha improvisada y empezó a levantarla del fuego. Después la devolvió a su lugar, desprendiendo algunas chispas.
—Venga, mamón, que aquí me tienes, bien calentito y sabroso.
Nada; pero seguía arriba, y Pete estaba seguro de que no esperaría mucho más. Bajaría pronto.
3
Pasó el tiempo. Pete no supo cuánto, porque el reloj se le había estropeado del todo. A ratos parecía que se le intensificara el pensamiento, como cuando estaban los cuatro con Duddits (aunque a medida que se hacían mayores, y que Duddits se conservaba igual, había bajado la frecuencia de esos episodios, como si los cerebros y cuerpos de los cuatro, al cambiar, hubieran olvidado el truco de captar las extrañas señales de Duddits). Parecía, pero no era del todo lo mismo. Quizá se tratara de algo nuevo. Hasta podía estar relacionado con las luces del cielo. Pete era consciente de que había muerto Beaver, y de que a Jonesy podía haberle ocurrido algo espantoso, pero no sabía qué.
Pensó que también debía de saberlo Henry, aunque de manera confusa. Henry estaba enfrascado en sus propios pensamientos, repitiendo «Banbury Cross, Banbury Cross, Banbury Cross».
La rama siguió ardiendo. Viendo que le quedaba cada vez menos espacio para empuñarla, Pete se preguntó qué haría si se quemaba demasiado y si resultaba que la cosa de arriba podía esperar. Entonces le asaltó una idea nueva, con intensa luz propia y el color rojo del pánico. La idea le llenó la cabeza, y Pete la tradujo en fuertes exclamaciones que ensordecieron el ruido con que la cosa del tejado resbalaba deprisa por la pendiente de la chapa de cinc.
—¡No nos hagáis daño, por favor! Ne nous blessez pas!
Pero era inútil: atacarían, porque… ¿Porque qué?
«Porque no son como ET, no son seres indefensos que lo único que quieren es una tarjeta telefónica para llamar a casa; no, chicos, son una enfermedad. Son un cáncer, un puñetero cáncer, y nosotros un chorro radiactivo de quimioterapia. ¿Lo entendéis?»
Pete no sabía si los chicos de quienes hablaba la voz lo oían, pero él sí. Ya venían; venían los piratas, y no se detendrían ni por todas las rogativas del mundo. Rogaban, sin embargo, y Pete con ellos.
«¡No nos hagáis daño, por favor! ¡Por favor! S’il vous plaît! Ne nous blessez pas, nous sommes sans défense!» Ahora lloraban. «¡Por favor! ¡Por amor de Dios, que estamos indefensos!»
Vio en su mente la mano, la caca de perro y al niño medio desnudo llorando. Y la cosa del tejado, durante todo aquel rato, seguía deslizándose, moribunda pero no indefensa, estúpida pero no del todo; seguía deslizándose hasta acercarse a Pete por detrás, mientras Pete gritaba, se tumbaba al lado de la muerta y oía los primeros compases de una masacre apocalíptica.
«Cáncer», dijo el hombre de las pestañas blancas.
—¡Por favor! —exclamó—. ¡Por favor, que estamos indefensos!
Pero, al margen de que fuera verdad o mentira, ya era demasiado tarde.
4
La motonieve había pasado de largo sin frenar, y ahora el ruido se alejaba hacia el oeste. Henry habría podido salir de su escondrijo sin ningún peligro, pero no lo hizo. Era incapaz. La inteligencia que había ocupado el lugar de Jonesy no le había detectado, bien porque estaba distraída, bien porque Jonesy, de alguna manera… Quizá Jonesy aún…
No. La idea de que en aquella nube horrible, rojinegra, quedara algo de Jonesy era una ilusión sin fundamento.
Y ahora que ya no estaba la cosa, o que se alejaba, había voces. Henry las notaba por toda la cabeza, parloteando de tal manera que creía haberse vuelto medio loco, como le pasaba con el llanto de Duddits (al menos hasta la pubertad, que casi había marcado el final de aquellas chorradas). Una de las voces era la de un hombre diciendo algo de un hongo
(«muere enseguida, eso si no encuentra un ser vivo»)
y luego algo de una tarjeta telefónica, y de… ¿quimioterapia? Sí, un chorro radiactivo. Henry pensó que era una voz de loco. De eso él sabía un rato.
Eran las otras voces las que le hacían cuestionarse su propia cordura. No las reconocía a todas, pero sí a algunas: Walter Cronkite, Bugs Bunny, Jimmy Carter y una mujer que le pareció Margaret Thatcher. A veces hablaban en inglés, y otras en francés.
—Il n’y a pas d’infection ici —dijo Henry, y rompió a llorar. El descubrimiento de que en su corazón, vacío (creía) de llanto y risa, quedaban lágrimas, fue una sorpresa que le llenó de júbilo. Lágrimas de miedo, lágrimas de compasión, lágrimas que perforaban el suelo pétreo de la obsesión egocéntrica y resquebrajaban la roca por dentro—. Aquí no hay infección. Basta, Dios mío, por favor, nous sommes sans défense, NOUS SOMMES SANS…
Justo entonces, al oeste, se desencadenó el trueno humano, y Henry se llevó las manos a la cabeza porque tenía la impresión de que los gritos y el dolor la harían estallar. Los muy cerdos estaban…
5
Los muy cerdos estaban haciendo una carnicería.
Pete estaba sentado al lado de la hoguera, sin darse cuenta ni del dolor atroz que le subía de la rodilla ni de que había levantado la rama del fuego y ahora la tenía a la altura de la sien. Dentro de su cabeza, los gritos no llegaban a ahogar por completo el ruido de ametralladoras al oeste, de ametralladoras de mucho calibre. Los gritos (no nos hagáis daño, por favor, que estamos indefensos; aquí no hay infección) fueron cediendo al pánico. No servía de nada. Todo era inútil. Estaba decidido.
Notó que se movía algo, y justo cuando se giraba le cayó encima lo que había estado en el tejado. Vio la imagen borrosa de un cuerpo alargado, como de comadreja, pero que no se propulsaba con patas, sino con una cola musculosa. Luego se le clavaron en el tobillo los dientes de la cosa. Pete chilló y sacudió la pierna sana con tanta fuerza que estuvo a punto de darse un golpe de rodilla en el mentón. La cosa se quedó pegada como una sanguijuela, acompañando el movimiento. ¿Los que pedían clemencia eran esos bichos? Pues que se jodiesen. ¡A la mierda!
Entonces, sin pensarlo, intentó coger a su agresor con la mano derecha, la que tenía el corte de la botella de Bud; la izquierda, mientras tanto, que no estaba herida, seguía sosteniendo la antorcha a la altura de la cabeza. Tocó algo frío que parecía gelatina peluda. La cosa le soltó enseguida el tobillo, y Pete captó fugazmente la imagen de unos ojos negros e inexpresivos (de tiburón, de águila). Fue justo antes de que la cosa le clavara en la mano su nido de dientes, abriéndosela por la perforación del corte anterior.
Fue un dolor como de acabarse el mundo. La cabeza de la cosa (si tenía) se le había enterrado en la mano, y profundizaba en la carne arrancándosela a trozos. Pete, en su esfuerzo por sacudírsela de encima, roció de sangre la nieve, la lona cubierta de serrín y la parka de la mujer. Cayeron gotas al fuego, haciendo ruido como de manteca en la sartén. Ahora la cosa emitía un sonido feroz como de pájaro. Su cola, que tenía el grosor de una morena, se le enroscó a Pete en el brazo e intentó detener sus manoteos.
El uso de la antorcha no surgió de ninguna decisión consciente, porque Pete se había olvidado de que la tuviera. Solo pensaba en arrancarse de la mano derecha aquella cosa horrible que la devoraba; de ahí que, cuando vio la cosa envuelta en llamas (tan inmediatas y vivas como si fuera un rollo de papel de periódico), su reacción inicial fuera de incomprensión. Después soltó un grito, medio de dolor medio de victoria, se levantó de un salto (ya no le dolía nada la rodilla hinchada, al menos de momento) y echó todo el peso de su cuerpo en el brazo derecho, haciéndolo chocar con uno de los postes del cobertizo. Se oyó ruido de algo aplastándose, y los trinos dejaron paso a un chillido en sordina. Por espacio de un momento que parecía eterno, el cúmulo de dientes que se le había hincado a Pete en la mano profundizó con más ímpetu que antes. Después se soltó, y el ser en llamas, desprendido, aterrizó en el suelo helado. Pete lo pisoteó, lo sintió retorcerse en el tacón y le embargó un instante de triunfo puro y salvaje, antes de que cediera del todo su rodilla y se le torciera la pierna hacia afuera por la rotura de los tendones.
Cayó pesadamente de costado y quedó cara a cara con la mortífera autoestopista de Becky, sin darse cuenta de que el cobertizo empezaba a torcerse, ni de que, poco a poco, el poste que había recibido el impacto del brazo se doblaba hacia afuera. Durante unos instantes, la faz rudimentaria del bicho que parecía una comadreja quedó a menos de diez centímetros de la cara de Pete. El cuerpo inflamado le dio un coletazo en la chaqueta. Sus ojos negros eran dos ascuas. No poseía nada tan sofisticado como una boca, pero cuando se escindió el bulto que tenía al final del cuerpo, mostrando los dientes, Pete le gritó («¡No! ¡No! ¡No!») y la arrojó de un golpe a la hoguera, donde se retorció entre chirridos frenéticos de mono.
Mediante un arco breve del pie izquierdo, la metió más en las llamas. La punta de su bota chocó con el poste torcido, justo después de que este hubiera decidido sostener un poco más el cobertizo. Ya eran demasiadas ofensas: el poste se partió, dejando sin sostén la mitad del tejado de cinc. Pasados uno o dos segundos también se partió el otro poste, y el resto del tejado se hundió sobre la hoguera, levantando un remolino de chispas.
Parecía el punto final, hasta que la lámina de cinc oxidado empezó a subir y bajar en el suelo, como si respirara, y al poco rato salió Pete. Tenía los ojos vidriosos y la piel blancuzca por la impresión. Se le estaba quemando el puño izquierdo de la chaqueta. Lo contempló unos instantes, sin haber sacado la parte inferior de las piernas de debajo de la chapa. Después se puso el brazo delante de la cara, respiró hondo y apagó soplando las llamas que le quemaban la chaqueta, como si fuera un pastel de cumpleaños gigante.
Oyó acercarse el zumbido de un motor de motonieve por el oeste. Jonesy… o lo que quedara de él. La nube. Pete no esperó beneficiarse de ninguna compasión, virtud que en Jefferson Tract estaba pasando muy mala racha. Tenía que esconderse. Pero la voz que se lo aconsejaba era lejana, irrelevante. Un punto a favor: Pete intuyó que se le había pasado el alcoholismo.
Levantó la mano derecha, la destrozada, y se la puso delante de los ojos. Faltaba un dedo, que debía de estar en la tripa del bicho. Otros dos eran masas de tendones cortados. Vio que en los cortes más profundos (los que le había infligido el monstruo, y el que se había hecho él metiéndose en el Scout para coger la cerveza) ya proliferaba aquella especie de moho amarillo rojizo. Notaba una especie de efervescencia, debida a que la cosa se alimentaba de su carne y su sangre.
De repente Pete tuvo mucha prisa por morirse.
Al oeste ya no se oía ruido de ametralladoras, pero no porque se hubiera acabado, ni mucho menos. De hecho, justo entonces (como si lo concitara la propia idea), el día sufrió el martillazo de una explosión brutal que lo silenció todo, hasta el zumbido de avispa de la motonieve acercándose; todo menos el burbujeo de la mano. Las ronchas hacían un festín de la mano de Pete; en eso se parecían al cáncer que había matado a su padre, comiéndosele el estómago y los pulmones.
Se pasó la lengua por los dientes, tocando los huecos de los que se le habían caído.
Cerró los ojos y aguardó.