VIII
Roberta

A sus cincuenta y ocho años, viuda y con todo el pelo gris (aunque conservaba su aspecto de pajarillo; en eso no había cambiado, ni en su predilección por los estampados de flores), la madre de Duddits estaba sentada delante de la tele en el piso donde vivían ella y su hijo, una planta baja en West Derry Acres. La casa de Maple Street la había vendido a la muerte de Alfie, su marido; no porque no pudiera mantenerla, puesto que Alfie le había dejado mucho dinero, y para mayor holgura tenía una participación en la empresa importadora de componentes automovilísticos creada por su marido en 1975, sino porque era demasiado grande, y la sala de estar donde ella y Duddits pasaban la mayor parte del día estaba rodeada por demasiados recuerdos. Arriba estaba el dormitorio donde ella y Alfie dormían, hablaban, proyectaban el futuro y hacían el amor. Abajo estaba el cuarto de jugar donde tanto tiempo habían pasado Duddits y sus amigos. Para Roberta, los amigos de su hijo habían sido un regalo del cielo, cuatro ángeles de corazón bondadoso, cuatro ángeles malhablados y lo bastante ingenuos para esperar convencerla de que cuando Duddits decía «oño» intentaba decir Toño, nombre (decían muy en serio) del nuevo cachorro de Pete. Ella, como era natural, había fingido creérselo.

Demasiados recuerdos, demasiados fantasmas de días más felices, sobre todo desde que se había puesto enfermo Duddits. Ya hacía dos años que lo estaba, aunque no lo supieran sus amigos. Por dos motivos: que ya no venían a verle y que Roberta no se había atrevido a coger el teléfono y llamar a Beaver, el cual se lo habría contado a los demás.

Ahora estaba sentada delante de la tele, donde el equipo local de informativos, cansado de interrumpir cada dos por tres el serial de la tarde, se había decidido a invadir del todo la programación. Roberta escuchaba las noticias con una mezcla de miedo y fascinación por lo que pudiera estar ocurriendo arriba, en el norte. Lo más angustioso era que no acabara de saberse ni el contenido ni el alcance real del problema. En una zona apartada de Maine, unos doscientos cincuenta kilómetros al norte de Derry, habían desaparecido varios cazadores, quizá hasta doce. Hasta ahí, todo claro. Roberta no habría puesto la mano en el fuego, pero estaba casi segura de que los reporteros se referían a Jefferson Tract, que era donde iban a cazar los chicos, y de donde volvían con historias sangrientas que a Duddits le fascinaban tanto como le asustaban.

¿Era posible que a los cazadores se los hubiera llevado el paso de una zona de bajas presiones, la misma que había dejado quince o veinte centímetros de nieve en la región? Tal vez. Nadie se atrevía a asegurarlo, si bien estaba comprobado que en la zona de Kineo había desaparecido una partida de cuatro cazadores. Aparecieron brevemente sus rostros en pantalla, mientras se recitaban sus apellidos con solemnidad: Otis, Roper, McCarthy, Shue. La última era una mujer.

La desaparición de algunos cazadores no justificaba interrumpir los seriales de la tarde, pero había algo más. Se habían visto luces raras de colores en el cielo. Dos cazadores de Millinocket, que dos días antes habían estado por la zona de Kineo, decían haber visto un objeto con forma de puro flotando sobre el bosque, justo encima de un tendido eléctrico. Sostenían que la nave no tenía hélices ni medios visibles de propulsión; que flotaba a unos siete metros de los cables, emitiendo un zumbido muy grave que hacía vibrar los huesos. Por lo visto los dientes también. Ambos cazadores decían haber perdido varios, aunque Roberta, al verles abrir la boca para enseñar los huecos, había pensado que el resto de sus dentaduras también parecía a punto de caerse. Viajaban en una camioneta vieja de marca Chevrolet, y se les había parado el motor al intentar acercarse para ver mejor el artefacto. Uno de los dos cazadores tenía un reloj de pulsera alimentado con pilas que, después de la aventura, se había pasado tres horas girando al revés. Después se había estropeado del todo. (El reloj del otro cazador, que era de los clásicos de cuerda, no había visto alterado su funcionamiento.) Según el reportero, ya hacía una semana que varios cazadores y vecinos de la zona veían objetos volantes no identificados, algunos con forma de puro y otros de platillo, más tradicionales.

Cazadores desaparecidos y ovnis. Jugosa noticia, perfecta para el titular de las noticias de las seis, pero ahora había ocurrido algo más, algo peor. De momento solo se trataba de rumores, y Roberta rezó por que acabaran siendo falsos, pero eran inquietantes, lo suficiente para haberla tenido pegada casi dos horas al televisor, bebiendo demasiado café y acumulando nervios.

Los rumores más inquietantes partían de los testimonios sobre que algo se había estrellado en el bosque, cerca de donde situaban los dos cazadores la aparición de la nave en forma de puro sobre el tendido eléctrico. Había otras noticias casi igual de inquietantes: el aislamiento preventivo a que había quedado sometido, decían, un sector bastante grande del condado de Aroostook, unos quinientos kilómetros cuadrados cuya propiedad se dividía casi por entero entre las compañías papeleras y el gobierno.

Un hombre alto, pálido y con los ojos hundidos formulaba unas declaraciones breves desde la base aérea de la Guardia Nacional Aérea de Bangor, diciendo que todos los rumores eran falsos, pero que se estaban investigando «varios informes que no coinciden entre sí». El subtítulo le acreditaba lacónicamente como Abraham Kurtz. Roberta no vio qué rango tenía, ni si era un militar de verdad. Llevaba un mono verde muy sencillo que solo tenía una cremallera. Yendo tan poco abrigado debía de tener frío, pero no se le notaba. Roberta le vio algo raro en los ojos que no le gustó. Eran muy grandes, con pestañas blancas, y parecían de mentiroso.

—¿Al menos podría confirmar que el aparato accidentado no es extranjero ni… de origen extraterrestre? —preguntó un periodista, que por la voz parecía joven.

—ET, teléfono, mi casa —dijo Kurtz, echándose a reír.

Entre los demás enviados también cundió la risa, y aparte de Roberta, que lo veía por la tele en su piso de West Derry Acres, no parecía que se hubiera dado nadie cuenta de que no era ninguna respuesta.

—¿Puede confirmar que no hay cuarentena en la zona de Jefferson Tract? —preguntó otro reportero.

—De momento no estoy en situación de confirmarlo ni de desmentirlo —dijo Kurtz—. Estamos investigando el tema muy en serio. Que sepan los espectadores que hoy sus impuestos se están usando a fondo.

Dicho lo cual, el hombre del mono se marchó hacia un helicóptero con letras blancas y grandes en un lateral (ANG), cuyas hélices giraban lentamente.

Según el presentador de las noticias, la entrevista se había grabado a las 9.45 de la mañana. Las siguientes imágenes (que se movían mucho porque estaban filmadas con una videocámara de mano) estaban rodadas desde una avioneta Cessna que sobrevolaba Jefferson Tract por encargo del informativo de Channel Nine. Se notaba que hacía viento, y nevaba en abundancia, pero no tanto como para que no se vieran los dos helicópteros que habían rodeado al Cessna, como libélulas marrones gigantes. A continuación se oía un comunicado por radio, pero tan mal que Roberta tuvo que leer los subtítulos amarillos que aparecieron en la base de la pantalla: «En esta zona está prohibido el paso. Se les ordena volver al punto de despegue. Repetimos: en esta zona está prohibido el paso. Vuelvan».

Se veían claramente las siglas de los helicópteros: ANG. Quizá uno de los dos fuera el que había llevado a Kurtz hacia el norte.

Piloto del Cessna: «¿Quién está al frente de la operación?».

Radio: «Vuelva, Cessna, o se le obligará a hacerlo».

El Cessna había vuelto. El presentador informó de que de todos modos tenía poco combustible, como si con eso lo explicara todo. Desde entonces solo emitían refritos, calificándolos de actualizaciones. Por lo visto las grandes cadenas habían enviado corresponsales.

Justo cuando Roberta se levantaba para apagar la tele, porque empezaba a ponerse nerviosa, gritó Duddits. Primero a Roberta se le paró el corazón, y después le latió al doble de velocidad. Hizo un giro tan brusco que chocó con la mesa y volcó la taza de café, empapando la revista de la programación y sumiendo al reparto de Los Soprano en un charco marrón.

El grito dio paso a un lloriqueo de niño, agudo e histérico. Era lo peculiar de Duddits: ya era treintañero, pero se moriría siendo un niño, y mucho antes de cumplir los cuarenta.

Al principio su madre no podía dar un paso. Cuando lo consiguió, pensó que ojalá estuviera Alfie… o mejor alguno de los chicos. Por supuesto que ya no tenían edad para que les llamara así. El único que seguía siendo un chico era Duddits: el síndrome de Down le había convertido en Peter Pan, y pronto moriría en el país de Nunca Jamás.

—¡Ya voy, Duddie! —gritó Roberta.

Era verdad, iba deprisa por el pasillo que llevaba al dormitorio de atrás, pero se notaba vieja, con el corazón dando brincos contra las costillas como si tuviera escapes, y la artritis asestándole pinchazos en las caderas. Para ella no había país de Nunca Jamás que valiera.

—¡Ya voy! ¡Ya viene mamá!

Lloraba, lloraba como si le hubieran desgarrado el corazón. El primer grito de dolor lo había dado al cepillarse los dientes y ver que le sangraban las encías, pero nunca había chillado así, y ya hacía años que no lloraba de aquella manera tan desesperante, que taladraba los tímpanos y se clavaba en el cerebro.

—¿Qué pasa, Duddie?

Roberta irrumpió en la habitación y le miró con los ojos muy abiertos, tan convencida de que era una hemorragia que al principio hasta vio sangre; pero Duddits solo se balanceaba en su cama reclinable de hospital, con las mejillas empapadas de lágrimas. Sus ojos verdes tenían el mismo brillo de antes, pero era el único color que le quedaba. Tampoco le quedaba pelo, aquel pelo rubio tan bonito que a Roberta siempre le había recordado a Art Garfunkel de joven. La floja luz de invierno que entraba por la ventana le hacía brillar la calva, hacía brillar la hilera de frascos de la mesita de noche (pastillas para la infección, pastillas para el dolor, pero ninguna que evitara lo que le estaba pasando, o que lo retrasara) y hacía brillar el poste del gota a gota, que ahora no se usaba, pero que poco tardaría en volver a funcionar.

Sin embargo, no se observaba ningún cambio a peor, nada que justificase la expresión de dolor casi grotesca de la cara de Duddits.

Roberta se sentó al lado de su hijo, le sujetó la cabeza para que no la sacudiera y se la apoyó en el pecho. No se le calentaba la piel de ninguna manera, ni estando tan nervioso; su sangre, exhausta y moribunda, era incapaz de infundir calor a su cara. Roberta se acordó de haber leído Drácula en el instituto; se acordó de cuando se acostaba, apagaba la luz y se le llenaba la habitación de sombras, haciendo que el miedo, tan agradable durante la lectura, lo fuera bastante menos. También se acordó de su alivio por que en el mundo real no hubiera vampiros, aunque ahora matizase esa opinión. Como mínimo había uno, y bastante más terrorífico que cualquier conde transilvano; no se llamaba Drácula, sino leucemia, y no se le podía clavar ninguna estaca en el corazón.

—Duddits, Duddits, cielo, ¿qué te pasa?

Y Duddits, apoyado en su pecho, lo dijo con un grito, haciéndole olvidar los enigmas de Jefferson Tract, helándole el cuero cabelludo y provocándole un hormigueo de pavor en todo el cuerpo.

—¡Za mueto Bibe! ¡Za mueto Bibe! ¡Amá, za mueto Bibe!

No hacía falta pedirle que lo repitiera ni que pronunciara mejor. Roberta le había escuchado toda la vida, y lo entendió a la perfección: «¡Se ha muerto Beaver! ¡Se ha muerto Beaver! ¡Mamá, se ha muerto Beaver!».