VII
Jonesy y Beav

1

Beaver volvió a decirlo. Esta vez nada de beaverismos, solo las dos sílabas desnudas de estar apoyado contra la pared, sin ninguna otra manera de expresar el terror que se veía.

—¡Hostia!

A McCarthy el dolor no le había impedido detenerse para apretar los dos interruptores contiguos a la puerta, encendiendo los fluorescentes que había a ambos lados del espejo del botiquín, así como el del techo, que era redondo. La luz homogénea y fortísima que arrojaban entre los tres hacía que el lavabo pareciera la foto del lugar de un crimen, aunque también estaba imbuido de una especie de surrealismo, porque no era una luz del todo fija, sino dotada de cierto parpadeo, justo el necesario para saber que estaba alimentada por generador, no por un tendido de la Derry and Bangor Hydroelectric.

Las baldosas del suelo eran azul celeste. Al lado de la puerta solo había gotitas de sangre, pero a medida que se acercaban las manchas a la taza del váter, que estaba al lado de la bañera, se juntaban y se convertían en una serpiente roja. De ella se habían derivado capilares de un rojo encendido. Las baldosas estaban tatuadas con las huellas de las botas de Beaver y Jonesy, ninguno de los cuales se las había quitado. La cortina azul de vinilo de la ducha presentaba huellas dactilares borrosas, y Jonesy pensó: al dar media vuelta, para sentarse, debe de haber estirado los brazos y haberse cogido a la cortina.

Sí, pero no era lo peor. Lo peor era la escena que veía Jonesy en su cabeza: McCarthy caminando deprisa por las baldosas azules, con una mano detrás y presionando para evitar que saliera algo.

—¡Hostia! —volvió a decir Beaver, casi lloriqueando—. Yo esto no quiero verlo, Jonesy. Tío, que no, que no puedo.

—No hay más remedio. —Jonesy se oyó hablar como de muy lejos—. Podemos, Beav. Si pudimos plantarles cara a Richie Grenadeau y sus amigos, también podemos enfrentarnos con esto.

—No sé, tío, no sé…

En el fondo Jonesy tampoco lo sabía, pero le cogió la mano a Beaver. Los dedos de Beav se cerraron con la fuerza del pánico, y avanzaron juntos otro paso por el cuarto de baño. Jonesy procuró esquivar la sangre, pero era difícil, porque estaba por todas partes. Y no todo era sangre.

—Jonesy —dijo Beaver, casi susurrando y con la boca seca—, ¿ves la porquería que hay en la cortina de la ducha?

—Sí, tío.

En las huellas dactilares borrosas crecían grumitos de una especie de moho entre rojo y dorado. En el suelo había más, pero no en la serpiente de sangre, sino entre las baldosas.

—¿Qué es?

—No lo sé —dijo Jonesy—. Supongo que lo mismo que tenía él en la cara. Quédate callado. —Y añadió—: Señor McCarthy… Rick…

McCarthy, que estaba sentado en el váter, no contestó. Por algún motivo se había vuelto a poner el gorro naranja, con la visera un poco torcida. Por lo demás estaba desnudo. Tenía apoyada la barbilla en la clavícula, como una parodia de meditación (aunque también podía no ser una parodia). Los ojos estaban casi cerrados, y las manos juntas, tapando el vello púbico con mojigatería. A un lado de la taza había sangre corriendo, como un brochazo de pintura, pero, que viera Jonesy, el propio McCarthy no tenía sangre encima.

En cambio vio lo siguiente: McCarthy tenía la piel de la barriga fláccida, colgando en dos mitades. Le recordó algo, pero tardó unos segundos en saber el qué. Era como le había quedado la barriga a Carla después de haber dado a luz a cada uno de sus cuatro hijos. La piel de encima de la cadera de McCarthy, donde se insinuaba un michelín (y cierta flojura de carnes), solo estaba roja, mientras que delante, en la barriga, presentaba pequeños verdugones en carne viva. Pero en la sangre vertida crecía algo, y ¿qué había dicho al estirarse en la cama de Jonesy, subiéndose la manta hasta la barbilla? «Mira que estoy a la puerta y llamo.» Esa llamada, en concreto, Jonesy preferiría no haberla contestado. De hecho, se arrepentía de no haberle pegado un tiro. Sí. Ahora lo tenía más claro. Sentía la lucidez exaltada que acompaña a ciertos estados de miedo cerval, y, preso de ella, se arrepintió de no haberle pegado un tiro a McCarthy antes de ver la gorra y el chaleco naranjas. No habría sido peor. Quizá mejor.

—Llama a tu puta madre —murmuró Jonesy.

—¿Aún está vivo, Jonesy?

—No lo sé.

Jonesy dio otro paso y notó que le soltaban los dedos de Beaver. Por lo visto su amigo no era capaz de acercarse más a McCarthy.

—Rick… —dijo Jonesy en voz baja. Voz de no despertar al bebé. Voz de velatorio—. Rick, ¿estás…?

Debajo del hombre sentado en la taza se oyó un pedo de gran intensidad, un pedo que sonaba a mojado, y enseguida después se llenó la habitación de un olor a excrementos y pega de avión que escocía en los ojos. Jonesy se extrañó de que no se fundiera la cortina de la ducha.

Se oyó el ruido de algo cayendo al agua de la taza. No era el típico ruido de cagarro. Al menos a Jonesy no se lo pareció. Se asemejaba más al de un pez saltando en un estanque.

—¡Dios, pero qué peste! —exclamó Beaver. Hablaba en sordina, porque se había tapado la boca y la nariz con la base de la mano—. Aunque si puede tirarse pedos es que aún está vivo. ¿No, Jonesy? Aún debe de…

—Calla —dijo Jonesy en voz baja, con una firmeza que hasta a él le sorprendió—. No digas nada, ¿vale?

Beav se calló.

Jonesy se agachó hasta tenerlo todo a la vista: los puntitos de sangre en el párpado derecho de McCarthy, la mancha roja que tenía en la mejilla, la sangre de la cortina de plástico azul, el letrero chusco de cuando el váter todavía era de la variedad química y para ducharse había que darle a la bomba (SILENCIO: GENIO TRABAJANDO)… Vio un brillo gélido entre los párpados de McCarthy, y que tenía los labios agrietados, además de morados, al menos con aquella luz. Percibió el olor tóxico de la flatulencia, y casi lo vio ascender en cintas sucias de color amarillo oscuro, como gas mostaza.

—McCarthy… Rick… ¿Me oyes?

Hizo chasquear los dedos delante de aquellos ojos casi cerrados. Nada. Se lamió el dorso de la mano y la acercó a McCarthy, primero debajo de la nariz y a continuación delante de la boca. Nada.

—Está muerto, Beav —dijo, retrocediendo.

—Y una mierda —replicó Beaver con tono brusco y, por absurdo que pareciera, ofendido, como si McCarthy hubiera infringido todas las reglas de la hospitalidad—. ¡Si acaba de echar un zurullo, tío! Lo he oído yo.

—No creo que fuera…

Beav apartó a Jonesy, haciendo que se diera un golpe doloroso en la cadera con la pila.

—¡Ya vale, tío! —exclamó Beaver. Cogió el hombro de McCarthy, redondo, pecoso y con poco músculo, y lo zarandeó—. ¡Despierta, coño! ¡Despier…!

McCarthy, poco a poco, se escoró hacia la bañera, y hubo un momento en que Jonesy pensó que tenía razón Beaver, que aún estaba vivo e intentaba levantarse. Luego McCarthy se cayó de la taza a la bañera, abombando la fina membrana de la cortina azul de la ducha. Se le cayó la gorra naranja. Le chocó el cráneo con la porcelana, haciendo ruido de hueso. Entonces Jonesy y Beaver, abrazados, se echaron a gritar, con el resultado de que, entre lo reducido del espacio y las baldosas, el lavabo se llenó de un ruido ensordecedor. El culo de McCarthy era una luna llena en posición oblicua, con un cráter en medio; un cráter gigantesco, ensangrentado, que parecía el emplazamiento de un impacto brutal. Jonesy solo lo vio un segundo, justo antes de que McCarthy cayera de bruces en la bañera y quedara oculto por la cortina, que recuperó flotando su posición original; pero durante ese segundo le pareció que el agujero tenía treinta centímetros de diámetro. ¿Podía ser? ¿Treinta centímetros? Parecía difícil.

En la taza del váter volvió a moverse el agua, con energía suficiente para salpicar el anillo (que también era azul) con gotitas de agua mezclada con sangre. Beaver empezó a agacharse para mirar el interior, pero Jonesy, sin pensarlo, cerró la tapa con todas sus fuerzas.

—No —dijo.

—¿No?

—No.

Beaver quiso extraer un palillo del bolsillo delantero del mono, pero sacó media docena y se le cayeron al suelo, rodando por las baldosas azules manchadas de sangre como palitos chinos. Beav miró los palillos, y luego a Jonesy. Tenía lágrimas en los ojos.

—Como Duddits, tío —dijo.

—¿Se puede saber a qué viene eso?

—¿No te acuerdas? También estaba medio desnudo. Aquellos capullos le quitaron la camiseta y los pantalones, y le dejaron en calzoncillos. Pero le salvamos.

Beaver asintió con vigor, como si Jonesy (o una parte profunda y dudosa de sí mismo) hubiera puesto objeciones a la idea.

Jonesy no puso ninguna, a pesar de que McCarthy no le recordaba a Duddits en nada. Tenía grabada la imagen de McCarthy ladeándose hacia la bañera, mientras se le caía el gorro naranja y le temblaban los depósitos de grasa del pecho («las tetas de vivir bien», como decía Henry al vérselas a alguien debajo del polo). Después su culo expuesto a la luz, la del fluorescente, tan cruda que no dejaba espacio para ningún secreto, sino que lo narraba todo con monotonía. Un culo perfecto de hombre blanco, sin pelos, y que empezaba a ponerse un poco fofo en la unión con la parte trasera de los muslos. Jonesy los había visto a millares en los diversos vestuarios donde se había vestido y duchado, y hasta se le estaba poniendo así el suyo (al menos hasta que lo habían atropellado, cambiando, quizá para siempre, la configuración física de sus posaderas), pero nunca como lo tenía ahora McCarthy, como si dentro hubieran hecho explotar algo, un cartucho de escopeta, para… ¿para qué?

Volvió a oírse un chapoteo dentro del váter, y se movió la tapa. No cabía mejor respuesta. Para salir, claro.

Para salir.

—Siéntate encima —dijo Jonesy a Beaver.

—¿Eh?

—¡Que te sientes encima! —dijo Jonesy, esta vez casi gritando.

Beaver, sorprendido, se apresuró a sentarse en la tapa del váter. A la luz sin secretos ni contrastes de los fluorescentes, la piel de Beaver tenía la blancura de la arcilla recién modelada, y cada pelito negro de la barba parecía un lunar. Tenía los labios morados, y encima de la cabeza el letrero del chiste: SILENCIO: GENIO TRABAJANDO. Los ojos azules de Beav estaban muy abiertos de miedo.

—Ya me he sentado, Jonesy.

—Sí, ya lo veo. Perdona, Beav. Pero quédate sentado, ¿eh? Lo que estaba dentro de McCarthy ahora está encerrado. Solo puede ir al pozo séptico. Ahora vuelvo…

—¿Adónde vas? ¡Solo falta que me dejes aquí, sentado en el váter al lado de un muerto! Si salimos los dos corriendo…

—De salir corriendo nada —dijo Jonesy muy seriamente—. La cabaña es nuestra, y nos quedamos.

Nobles palabras, pero que como mínimo obviaban un aspecto de la situación: que lo que más tenía Jonesy era miedo de que lo que había dentro del váter pudiera correr más deprisa que ellos. O deslizarse, o lo que fuera. Le pasaron por la cabeza escenas aceleradas de cien películas de terror (Parasite, Alien, Vinieron de dentro de…). Cuando en cartelera había una así, Carla se negaba a ir con él al cine, y si las alquilaba en vídeo le obligaba a bajar al sótano y ponerlas en la tele del estudio. Ahora, sin embargo, podía ser que les salvara la vida una de esas películas (algo que había visto Jonesy en ella). Echó un vistazo a la especie de moho rojizo que proliferaba en la huella sangrienta de la mano de McCarthy. Salvarles la vida o, en todo caso, protegerles de lo que había en el váter. Aquella especie de moho… ¿Cómo saberlo?

Lo de dentro de la taza dio otro salto, golpeando la tapa por el interior, pero Beaver no tuvo ninguna dificultad en mantenerla cerrada. Mejor. Quizá lo de dentro se ahogara, aunque a Jonesy no le pareció que se pudiera contar con ello, porque ¿verdad que había vivido dentro de McCarthy? Sí, había sobrevivido bastante tiempo en el interior de don Miraqueestoyalapuertayllamo, quizá los cuatro días enteros de extravío por el bosque. Por lo visto había reducido el crecimiento de la barba de McCarthy, y había hecho que se le cayeran unos cuantos dientes; también había provocado que McCarthy se tirara unos pedos imposibles de ignorar en ningún ambiente social, ni siquiera en el de educación más exquisita: pedos, hablando en plata, como de gas tóxico. Aunque la cosa en sí, al parecer, había gozado de buena salud… había crecido…

De repente, como si lo viera, se le apareció una solitaria blanca saliendo de un montón de carne cruda. Tuvo arcadas, e hizo un ruido como de gárgaras.

—¡Jonesy!

Beaver empezó a levantarse, poniendo cara de estar más asustado que nunca.

—¡Vuelve a sentarte, Beaver!

Obedeció, y justo a tiempo. La cosa del váter saltó y dio un golpe sordo en la tapa. «Mira que estoy a la puerta y llamo.»

—¿Te acuerdas de Arma letal, cuando el colega de Mel Gibson no se atreve a levantarse del cagadero? —dijo Beaver. Sonreía, pero tenía la boca seca y ojos de miedo—. ¿A que es como ahora?

—No —dijo Jonesy—, porque aquí no va a explotar nada. Además, yo no soy Mel Gibson y tú eres demasiado blanco para ser Danny Glover, ¿vale? Ahora escucha: voy a salir al cobertizo…

—Y una mierda. Tú aquí no me dejas.

—Calla y déjame acabar. ¿Verdad que fuera hay cinta aislante?

—Sí, creo que está colgada de un clavo, aunque…

—Exacto. Creo que al lado de los botes de pintura. Es un rollo grande. Pues voy a buscarlo y la enrollamos en el váter. Luego…

Volvió a saltar con mucha fuerza, como si les oyera y entendiera. ¿Y cómo sabemos que no?, pensó Jonesy. En el momento en que la cosa chocaba con la tapa, infligiéndole un golpe durísimo, Beav se estremeció.

—Luego nos vamos —concluyó Jonesy.

—¿En la motonieve?

Jonesy asintió con la cabeza, si bien a decir verdad se le había olvidado la existencia del Arctic Cat.

—Exacto. Vamos a buscar a Henry y a Pete…

Beav sacudía la cabeza.

—El del helicóptero ha dicho algo de una cuarentena. No habrán vuelto por eso. Deben de haberles cerrado el paso por la…

¡Pum!

Beaver se estremeció. Jonesy también.

—… por la cuarentena.

—Es posible —dijo Jonesy—, pero te digo una cosa, Beav: prefiero estar en cuarentena con Pete y Henry que aquí con… que aquí. ¿Tú no?

—Oye, ¿y si tiramos de la cadena y santas pascuas? —dijo Beaver.

Jonesy negó con la cabeza.

—¿Por qué no?

—Porque he visto el agujero que ha hecho al salir —dijo Jonesy—. Lo hemos visto los dos. No sé qué es, pero no nos lo cargaremos tirando de una cadenita. Es demasiado grande.

—Mierda.

Beaver se dio un golpe en la frente con la base de la mano. Jonesy asintió.

—Vale, Jonesy, pues ve a buscar la cinta.

Jonesy se detuvo en la puerta y miró hacia atrás.

—Ah, oye, Beaver…

Beav arqueó las cejas.

—Que no te vea levantarte, ¿eh?

A Beaver le dio risa. A Jonesy también. Entre risas convulsas se miraron, Jonesy al lado de la puerta, Beav sentado en la tapa del váter. Después Jonesy cruzó deprisa la sala grande en dirección a la puerta de la cocina. Cuanto más lo pensaba más gracia le hacía. Se sentía caliente, febril, con una mezcla de pavor e hilaridad. Cágate lorito.

2

Beav oyó a Jonesy cruzar la sala riendo, y seguir riendo al salir por la puerta. A pesar de los pesares, se alegró. Entre el atropello y las secuelas, Jonesy había pasado un año fatal. Al principio hasta habían tenido miedo de que la palmara. ¡Pobre, qué horror, con treinta y ocho años no cumplidos! Mal año para Pete, que llevaba una temporada de beber demasiado, mal año para Henry, que a veces se quedaba raro, como ausente, cosa que Beaver no entendía, y que no le gustaba… y ahora, por lo visto, también podría decirse que había sido mal año para Beaver Clarendon. Claro que solo era un día entre trescientos sesenta y cinco, pero nadie se levanta pensando que por la tarde tendrá un muerto en la bañera y estará sentado en la tapa de un váter para evitar que algo que ni siquiera ha visto…

—No, tío —dijo Beaver—. Eso ni pensarlo.

No tenía por qué. Jonesy tardaría uno o dos minutos en volver con la cinta. Como máximo tres. La cuestión era saber qué quería pensar hasta que volviera Jonesy. ¿En qué podía pensar para estar más a gusto?

Pues en qué iba a ser, en Duddits. Pensar en Duddits siempre le daba buen rollo. Y en Roberta. También iba bien pensar en Roberta. Clarísimamente.

Pensando en aquel día, en la mujer bajita y con vestido amarillo que esperaba a la entrada de su casa de Maple Lane, Beav sonrió; y al acordarse de cuando les había visto a ellos, se le ensanchó la sonrisa. Había llamado a su hijo de la misma manera. Le había llamado.

3

—¡Duddits! —exclama.

La mujer, menuda, con canas y vestido estampado de flores, corre a su encuentro por la acera como un pajarito.

Duddits ha estado caminando con sus nuevos amigos, más contento que un ocho: hablando por los codos, con la fiambrera de Scooby-Doo en la mano derecha, la izquierda cogiendo la de Jonesy y columpiándola con alegría. En el galimatías que sale de su boca parece que se confundan todas las letras. Para Beaver, la gran sorpresa es que se le entienda casi todo.

Ahora que ha visto a la mujer del pelo gris, Duddits suelta la mano de Jonesy y corre hacia ella; corren los dos, y Beaver se acuerda de un musical sobre unos cantantes, los Von Cripp, o Von Crapp, o algo así.

—¡Amáa, amáa! —vocifera Duddits. «¡Mamá! ¡Mamá!»

—¿Dónde has estado? ¿De dónde sales, Duddits de mi alma? ¡Desastre, que eres un desastre!

Se juntan, y es tal la diferencia de peso y estatura (como seis o siete centímetros a favor de Duddits) que Beaver se lleva un susto, temiendo que aquel pajarito de mujer acabe aplastada como el coyote en los dibujos animados de Correcaminos. Nada más lejos: la madre de Duddits levanta a su hijo y le hace girar con una sonrisa de éxtasis de oreja a oreja.

—Estaba a punto de entrar y llamar a la policía. Malo, más que malo, que siempre me llegas tarde, Dud…

Ve a Beaver y sus amigos y deja a su hijo en el suelo. Se le ha borrado la sonrisa de alivio; ahora está muy seria, yendo hacia ellos y pisando la cuadrícula de un juego de rayuela; un juego, piensa Beav, que no podría ser más fácil, y que aun así le está vetado a Duddits. A su madre siguen viéndosele lágrimas en las mejillas; ahora ha salido el sol, que las hace brillar.

—Uy, uy, uy —dice Pete—, que nos la vamos a cargar…

—Tranquilos —dice Henry, hablando en voz baja y deprisa—. Que se desahogue, y luego se lo explicamos.

Pero han juzgado mal a Roberta Cavell, aplicando el rasero de tantos adultos que a los chicos de su edad no les conceden ni la presunción de inocencia. No es el caso de Roberta Cavell, ni de su marido Alfie. Los Cavell son otra cosa. Les ha convertido Duddits en otra cosa.

—Chicos —dice ella—, ¿qué hacía? ¿Se había perdido? Me da mucho miedo dejar que vaya solo, pero tiene tantas ganas de ser como los demás…

Una de sus manos estrecha con fuerza los dedos de Beaver, y la otra los de Pete. A continuación les suelta, coge las de Jonesy y Henry y les da el mismo apretón.

—Señora… —empieza a decir Henry.

La señora Cavell se concentra en mirarle fijamente, como si quisiera leerle el pensamiento.

—Perdido y algo más —dice.

—Señora… —Al segundo intento, Henry renuncia a disimular. La mirada verde que sostiene es igual que la de Duddits, pero en inteligente, en alerta, en aguda e inquisitiva—. Sí, señora. —Suspira—. Perdido y algo más.

—Sí, porque en general viene directamente a casa. Dice que no puede perderse, porque ve la línea. ¿Cuántos eran?

—Pocos —dice Jonesy. Luego mira a Henry de reojo. Duddits está al lado, boca abajo; ha encontrado los últimos dientes de león del césped del vecino, y se dedica a soplarlos y ver cómo se los lleva la brisa—. Le molestaban unos chicos, señora.

—Mayores —dice Pete.

La mirada escrutadora de la señora Cavell vuelve a desplazarse de Jonesy a Pete, de Pete a Beaver y de Beaver a Henry.

—Acompañadnos dentro —dice—, que quiero que me lo contéis todo. Duddits se toma cada tarde un vaso grande de Za-Rex, que es su bebida favorita, pero supongo que vosotros preferiréis té helado.

Miran los tres a Henry, que se lo piensa y asiente.

—Sí, señora, encantados.

La señora Cavell, por consiguiente, les lleva a la casa donde en años sucesivos pasarán tanto tiempo, la del 19 de Maple Lane. En realidad les lleva Duddits, que abre el camino haciendo cabriolas; de vez en cuando se pone la fiambrera amarilla de Scooby-Doo encima de la cabeza, pero Beaver se fija en que prácticamente no se aparta de una zona concreta de la acera, a unos treinta centímetros de la hierba que separa la acera de la calle. Algunos años más tarde, cuando lo de la hija de los Rinkenhauer, se acordará de las palabras de la señora Cavell. Él y todos. «Ve la línea.»

4

—¿Jonesy? —dijo Beaver.

No hubo respuesta. ¡Caray, ya se le hacía larga la ausencia de Jonesy! Debía de ser una falsa impresión, pero Beaver no podía comprobarlo, porque por la mañana se había olvidado de ponerse el reloj. ¡Qué burro! En fin, siempre lo había sido. Como para haberse acostumbrado. En comparación con Jonesy y Henry, tanto él como Pete eran un par de burros. Lo bueno que tenían Jonesy y Henry, entre otras cosas, era que no se lo hacían notar.

—¡Jonesy!

Nada. Seguro que no acababa de encontrar la cinta aislante. No había que darle más vueltas.

Al fondo, muy al fondo de la cabeza de Beaver, una vocecita pérfida le decía que la cinta no tenía nada que ver, que Jonesy había tomado las de Villadiego y le había dejado sentado en el váter, como Danny Glover en la peli; pero Beaver se negaba a escucharla, porque Jonesy no era capaz. Entre ellos, lo primero siempre había sido la amistad.

Exacto, convino la malvada vocecita: «había sido». Ya no es.

—¡Jonesy, tío! ¿Dónde estás?

Siguió sin contestar. Quizá la cinta aislante se hubiera caído del clavo.

Debajo tampoco se oía nada. A propósito, ¿a que era imposible que McCarthy hubiera cagado un monstruo en el váter? ¡La Bestia de la Taza! ¡Temblad, mortales! Sonaba a cuando en los programas de humor de la tele hacían parodias del cine de terror. Además, aunque fuera verdad, para entonces la Bestia de la Taza ya debía de haberse ahogado a base de bien, o haberse metido más. De repente le volvió a la cabeza una frase de un cuento que le leían a Duddits; se lo leían por turnos, y menos mal que eran cuatro, porque cuando a Duddits le gustaba algo no había manera de que se cansara.

«¡Leé maguiyot!», vociferaba Duddits, corriendo hacia uno de los cuatro con el libro en alto, encima de la cabeza, como el primer día con la fiambrera. «¡Leé maguiyot, leé maguiyot!» Quería decir «¡Leer McGilligot!». Era un libro que se llamaba El estanque de McGilligot, y que empezaba con dos versos: «Muy tonto, jovencito, me pareces / si crees que en el estanque de McGilligot hay peces». Y sin embargo los había, al menos en la imaginación del niño del cuento. Muchos, muchos peces. Y gordos.

Dentro del váter, en cambio, no se oía movimiento. Tampoco había golpes en la tapa. Ya hacía rato que no. Quizá pudiera arriesgarse a mirar muy deprisa, levantar la tapa y volver a cerrarla en cuanto…

Pero lo último que le había dicho Jonesy era «que no te vea levantarte», y más valía obedecer.

«Seguro que Jonesy ya ha recorrido dos kilómetros de carretera —calculó la voz pérfida—. Dos kilómetros, y aún acelera.»

—Mentira —dijo Beaver—. ¿Jonesy? Nunca.

Cambió un poco de postura, previendo que saltaría el bicho de dentro, pero no fue así. A esas horas quizá estuviera a cincuenta metros, nadando entre cagarros por la fosa séptica. Jonesy había dicho que era demasiado grande para bajar, pero, como no lo había visto ninguno de los dos, era imposible afirmarlo con rotundidad. A pesar de todo, monsieur Beaver Clarendon se quedaría sentadito. Porque lo había dicho. Porque cuando estás preocupado, o tienes miedo, siempre cuesta más que pase el tiempo. Y porque se fiaba de Jonesy. Jonesy y Henry nunca le habían hecho nada malo. Nunca se habían reído ni de él ni de Pete. Tampoco le habían hecho nada malo a Duddits, ni se habían reído de él.

Beav rio por la nariz. Duddits con la fiambrera de Scooby-Doo. Duddits boca abajo, soplando las semillas de diente de león. Duddits corriendo por el patio trasero, más feliz que un pájaro en un árbol. Los que llamaban «especiales» a aquella clase de niños no se enteraban de nada. Aunque para ellos cuatro había sido especial: un regalo de una mierda de mundo que no suele regalarle nada a nadie. Para ellos, Duddits había sido algo muy especial, alguien muy querido.

5

Están sentados en el rincón de la cocina donde da el sol (se han ido las nubes como por ensalmo), bebiendo té helado y mirando a Duddits, que después de acabarse el Za-Rex (un mejunje naranja que da grima) en tres o cuatro tragos enormes y ruidosos, ha salido a jugar al patio de atrás.

Henry, que actúa un poco como portavoz, le cuenta a la señora Cavell que los mayores solo «le empujaban de un lado para otro». Dice que se han puesto un poco brutos y le han roto la camiseta, y que por eso Duddits, asustado, se ha puesto a llorar. No menciona que Richie Grenadeau y sus amigos le hayan quitado los pantalones, ni aparece en su explicación la merienda tan asquerosa que le querían hacer comer a Duddits. Cuando les pregunta la señora Cavell si saben quiénes eran, Henry duda un poco y contesta que no, que un grupete de mayores del instituto a quienes no conoce de nombre. Ella mira a Beaver, Jonesy y Pete, pero todos niegan con la cabeza. Quizá esté mal hecho (además de ser un peligro a largo plazo para Duddits), pero no pueden apartarse tanto de las reglas que gobiernan sus vidas. Beaver, para entonces, ya no entiende que hayan tenido las narices de intervenir. Más tarde, los demás dirán lo mismo. Les sorprende su propia valentía. También les sorprende no haber acabado en el hospital.

La señora Cavell les mira con tristeza, y Beaver se da cuenta de que sabe bastante de lo que no cuentan, quizá lo suficiente para pasar la noche en vela. Después, la señora Cavell sonríe. Sonríe directamente a Beaver, haciendo que le cosquillee todo el cuerpo desde la cabeza a los dedos de los pies.

—¡Cuántas cremalleras tienes en la chaqueta! —dice.

Beaver sonríe.

—Sí, muchas. Antes era de mi hermano. Estos se ríen, pero a mí me gusta. Es como la que lleva Fonzie.

—El de la serie Happy Days —dice ella—. A nosotros también nos gusta. Y a Duddits. Si te apetece, ven una noche y la miramos juntos. Con él.

Se le entristece un poco la sonrisa, como si ya supiera que la invitación es en balde.

—Ah, pues estaría bien —dice Beav.

—La verdad es que sí —confirma Pete.

Se quedan un rato callados, mirando cómo juega en el patio de atrás. Hay un columpio con dos asientos. Duddits corre tras ellos y los empuja, haciendo que se columpien solos. De vez en cuando se detiene, cruza los brazos, orienta al cielo la esfera sin agujas de su cara y se ríe.

—Parece contento —dice Jonesy; y, tras acabarse el té—: Ya debe de habérsele olvidado.

La señora Cavell se estaba levantando, pero vuelve a sentarse y le mira casi con asombro.

—No, no, en absoluto —dice—. Se acuerda. No digo que como tú y yo, pero tiene memoria. Seguro que esta noche tiene pesadillas, y cuando entremos en su cuarto, yo y su padre, no podrá explicarlas. Es lo que le afecta más: no poder contar lo que ve, lo que piensa y lo que siente. Le falta vocabulario.

Suspira.

—En todo caso, los que no se olvidarán son los que se han metido con él. ¿Y si le esperan? ¿Y si os esperan a vosotros?

—Sabemos cuidarnos —dice Jonesy con voz firme pero mirada huidiza.

—No lo niego —contesta ella—, pero ¿y Duddits? Claro que siempre tengo la posibilidad de acompañarle al colegio, como antes. Supongo que tendré que volver a hacerlo, al menos una temporada, pero ¡le gusta tanto volver a casa solo!

—Porque se siente mayor —dice Pete.

Ella estira el brazo por encima de la mesa y le toca la mano, haciendo que se ruborice.

—Exacto. Porque se siente mayor.

—¿Sabe qué le digo? —interviene Henry—. Que podríamos acompañarle nosotros. Vamos todos al mismo colegio, al medio, y desde Kansas Street solo es un salto.

Roberta Cavell, la menuda Roberta, con su aspecto de pájaro y su vestido estampado, se queda sentada y mira a Henry atentamente, como esperando la gracia del chiste.

—¿Le parece bien, señora Cavell? —le pregunta Beaver—. Por nosotros perfecto, aunque si no quiere…

La cara de la señora Cavell experimenta un proceso complicado, con profusión de temblores, sobre todo debajo de la piel. Casi guiña un ojo, y luego el otro, sin casi. Se saca un pañuelo del bolsillo y se suena. Piensa Beaver: está haciendo un esfuerzo para no reírsenos en la cara. Cuando se lo diga a Henry de camino a casa (después de separarse de Jonesy y Pete), Henry le mirará con la mayor de las sorpresas y dirá: «El esfuerzo lo hacía para no llorar». Luego añadirá, pero con tono afectuoso: «Tarugo».

—¿Lo decís en serio? —pregunta ella; y, viendo asentir a Henry en representación de los cuatro, añade otra pregunta—: ¿Por qué?

Henry mira alrededor, como queriendo decir: «Esto que lo conteste otro».

Pete dice:

—Es que nos cae bien, señora.

Jonesy asiente.

—A mí me gusta la manera que tiene de ponerse la fiambrera encima de la cabeza…

—Sí, es la hostia —dice Pete.

Henry le da una patada debajo de la mesa. Pete se repite a sí mismo lo que ha dicho (se le nota en la cara) y empieza a ponerse rojo como un tomate.

No parece que la señora Cavell se dé cuenta. Mira a Henry fijamente, con intensidad.

—Tiene que salir de casa a las ocho menos cuarto —dice.

—A esa hora siempre estamos cerca de aquí —contesta Henry—. ¿A que sí, chicos?

Y, si bien la verdad es que las siete cuarenta y cinco les pilla a todos un poco temprano, asienten los tres con la cabeza y dicen que sí.

—¿Lo decís en serio? —vuelve a preguntar ella, y esta vez Beaver no tiene ninguna dificultad en interpretar su tono: es de incre… incre lo que sea, la palabreja que quiere decir que no te lo crees.

—Que sí, de verdad —dice Henry—. A menos que usted crea que Duddits no… que no le…

—Que no le gustaría —se encarga Jonesy de acabar.

—¿Estáis locos? —pregunta ella. Beaver sospecha que habla consigo misma, intentando convencerse de que es verdad que tiene a cuatro chicos en la cocina, que no es ninguna alucinación—. ¿Ir al cole caminando con los mayores? ¿Con los que van a lo que llama Duddits «el cole de verdad»? Para él sería el paraíso.

—Pues hecho —dice Henry—. Pasaremos a las ocho menos cuarto y le acompañaremos al colegio. También iremos a buscarle a la salida.

—Sale a las…

—Sí, ya sabemos a qué hora acaban las clases del cole de los subnormales —dice alegremente Beaver.

Un segundo antes de ver las caras de susto de los demás, ya se da cuenta de que ha dicho algo mucho peor que «la hostia», y se tapa la boca con las dos manos. Los ojos están abiertos como platos. Jonesy le da una patada tan fuerte en la espinilla, debajo de la mesa, que Beav casi se cae de espaldas.

—No le haga caso, señora —dice Henry hablando deprisa, cosa que solo hace cuando pasa vergüenza—. Solo…

—No, si no me ofendo —dice ella—. Ya sabía que lo llamaban así. A veces lo decimos hasta Alfie y yo. —Aunque parezca mentira, no da muestras de que le interese mucho el tema—. ¿Por qué? —vuelve a preguntar.

Y, a pesar de que a quien mira es a Henry, el que contesta, con o sin sonrojo, es Beaver.

—Porque es un tío guay —dice.

Los demás asienten.

Durante cinco años, aproximadamente, acompañarán a Duddits de casa al colegio y del colegio a casa, menos cuando esté enfermo o se hayan ido los cuatro a Hole in the Wall. Al final de esos años Duddits ya no irá al Mary M. Snowe, también conocido como «el cole de los subnormales», sino a un centro de formación profesional donde aprenderá a hacer galletas, cambiar baterías de coche, dar cambio y hacerse el nudo de la corbata (siempre perfecto, aunque a veces lo plante a media camisa). Para entonces ya habrá pasado lo de Josie Rinkenhauer, un milagro que se le habrá olvidado a todo el mundo menos a los padres de Josie, que siempre lo tendrán grabado en la memoria. Durante los años en que le acompañen de casa al cole y del cole a casa, Duddits pegará tal estirón que se convertirá en el más alto de los cinco, en un adolescente larguirucho con una cara de niño de peculiar hermosura. Entonces ya le habrán enseñado a jugar al parchís y a una versión simplificada del Monopoly. También se habrán inventado el «juego de Duddits», y lo habrán jugado sin descanso, con unos ataques de risa tan monumentales que Alfie Cavell (el alto del matrimonio, aunque con la misma pinta de pájaro) se asomará varias veces desde el pie de la escalera de la cocina (la que baja al cuarto de jugar) y, con voz de energúmeno, querrá saber qué pasa, qué tiene tanta gracia, a ver si se lo explican. De vez en cuando intentarán explicarle que Duddits le ha contado catorce a Henry en una carta, o quince a Pete al revés, pero Alfie, por lo visto, no acaba de captarlo; se queda al pie de la escalera con una parte del periódico en la mano, sonriendo con perplejidad, y al final siempre dice lo mismo: «A ver si os troncháis con un poco más de discreción». Después cierra la puerta, dejando a los cinco con sus diversiones… de las cuales la mejor era el juego de Duddits, la hostia, que habría dicho Pete. Hubo veces en que Beaver tuvo hasta miedo de explotar de risa, y Duddits, mientras tanto, sentado en la alfombra, al lado del tablero viejo de cribbage, con las piernas dobladas y sonriendo como un Buda. ¡Qué pasada! Todo eso les espera, pero de momento solo hay una cocina, un sol inesperado y Duddits fuera empujando los columpios. Duddits, que les ha hecho un favor tan grande apareciendo en sus vidas. Duddits, que (se dan cuenta enseguida) no se parece en nada a las demás personas que conocen.

—No sé cómo han podido —dice Pete de repente—. ¡Con la manera que tenía de llorar! No sé cómo han sido capaces de seguir molestándole.

Roberta Cavell le mira con tristeza.

—Los mayores no le oyen igual —dice—. Espero que no lleguéis a entenderlo.

6

—¡Jonesyyy! —se desgañitó Beaver—. ¡Jonesyyy!

Esta vez hubo respuesta; apenas se oía, pero era inconfundible. El cobertizo de la motonieve formaba una especie de altillo a ras de suelo, y entre su contenido figuraba una bocina vieja de perilla, de las que montaban los repartidores de los años veinte o treinta en el manillar de la bicicleta. Beaver la oyó: ¡Uuua! ¡Uuua! Seguro que a Duddits el ruido le habría hecho llorar de risa. ¡Con su afición a los sonidos escandalosos…!

La cortina azul de la ducha hizo un poco de ruido, poniéndole a Beav la carne de gallina en los dos brazos. Estuvo a punto de saltar, pensando que era McCarthy, pero se dio cuenta de que la había rozado él con el codo (¡qué estrechito se estaba!) y recuperó su postura. Debajo, sin embargo, seguía sin moverse nada. Lo de dentro, o se había ido o estaba muerto. Seguro.

Bueno, casi.

Beav retrasó la mano, toqueteó la palanca del váter y la soltó. Jonesy le había dicho que no se levantara, y obedecería. Pero coño, ¿por qué tardaba tanto? Si no encontraba la cinta, ¿por qué no volvía? No podían haber transcurrido menos de diez minutos. Seguro, aunque parecer parecía una hora. ¡Joder! Y él sentado en el váter con un muerto justo al lado, dentro de la bañera; un muerto con un culo que ni con dinamita, tío. ¡Ganas de cagar! ¡Anda que no!

—Tío, al menos da otro bocinazo, ¿no? —musitó Beaver—. Que sepa que aún estás.

Pero Jonesy no lo hizo.

7

Jonesy no encontraba la cinta.

Había buscado por todas partes, pero no aparecía. Estaba seguro de que tenía que haber un rollo, pero no estaba colgado en ningún clavo, ni entre las herramientas de la mesa de trabajo. Tampoco estaba detrás de los botes de pintura, ni en el gancho de las mascarillas de pintar, tan viejas que la goma elástica se había puesto amarilla. Miró debajo de la mesa, en el montón de cajas de la pared del fondo y en el compartimiento de debajo del asiento trasero de la motonieve. Este último contenía un faro de recambio sin desempaquetar y media cajetilla de Lucky Strike del año de la pera, pero ni rastro de cinta. Sentía pasar los minutos. Tuvo la clara impresión, en un momento dado, de que le llamaba Beav, pero, como no quería volver sin la cinta, usó la bocina vieja que había en el suelo, apretando la perilla de caucho agrietado y haciendo un ruido que seguro que a Duddits le habría encantado.

Cuanto más tardaba en encontrar la cinta, más imprescindible le parecía. Había un rollo de cordel, pero ¿cordel para atar la tapa al váter? No, hombre, no. Jonesy estaba casi seguro de que en un cajón de la cocina había celo, pero lo del váter, a juzgar por el ruido, era algo fuerte, como un pez grande. El celo no daba para tanto.

Se quedó detrás del Arctic Cat con los ojos muy abiertos, mirando alrededor mientras se tocaba el pelo (no había vuelto a ponerse los guantes, y llevaba fuera bastante tiempo para tener los dedos medio insensibles) y exhalaba nubes de vaho blanco.

—¿Dónde coño…? —preguntó en voz alta.

Dio un puñetazo en la mesa, tumbando una pila de cajitas de clavos y tornillos. La cinta aislante, un rollo enorme, estaba detrás. Seguro que la había tenido delante diez o doce veces.

La cogió, se la metió en el bolsillo de la chaqueta (al menos se había acordado de ponérsela, aunque sin molestarse en subir la cremallera) y dio media vuelta, dispuesto a salir. Fue cuando empezó a gritar Beaver. Antes, cuando llamaba, Jonesy casi no le oía la voz, pero no tuvo la menor dificultad en oír sus gritos. Eran verdaderos alaridos de dolor.

Corrió hacia la puerta.

8

La madre de Beaver siempre le había dicho que se moriría por culpa de los palillos, pero jamás había imaginado nada así.

Mientras estaba sentado en la tapa del váter, Beaver quiso entretenerse mordiendo un palillo, y lo buscó en el bolsillo de la pechera del mono, pero no había ninguno: estaban desperdigados por el suelo. Dos o tres no estaban manchados de sangre, pero para cogerlos había que levantarse un poco de la taza. Levantarse e inclinarse.

Beaver se lo pensó. Jonesy le había dicho que no se levantara, pero seguro que la cosa del váter ya se había marchado. «¡Inmersión!», decían en las películas de submarinos. Y, aunque siguiera dentro, solo había que levantar el culo uno o dos segundos. Si saltaba lo de dentro, Beaver volvería a ejercer todo su peso, y de paso quizá le partiera su cuellecito viscoso (suponiendo que tuviera, por descontado).

Dirigió a los palillos una mirada anhelante. Había tres o cuatro cerca, tanto que bastaba con estirar el brazo, pero Beaver no pensaba meterse en la boca palillos con sangre, y menos teniendo en cuenta de dónde procedía. También había algo más: aquella especie de pelusa rara que crecía en la sangre y entre las baldosas. Ahora la veía más clara que antes. En algunos palillos también había… pero no en los que se habían caído sin mancharse de sangre. Estos últimos estaban limpios y blancos, y Beaver nunca había sentido una necesidad tan imperiosa de procurarse el consuelo de algo en la boca, de un trocito de madera que roer.

—¡Qué coño! —murmuró, inclinándose y tendiendo los brazos.

Estiró los dedos al máximo, pero se quedó a unos centímetros del mondadientes que estaba más cerca. Entonces flexionó la musculatura de los muslos, y se le separó el culo de la tapa del váter. Justo cuando se cerraban los dedos sobre el palillo (¡ya te tengo!), la tapa del váter sufrió un golpe, un fortísimo impacto que la estampó contra los huevos de Beaver, vulnerables a causa de la postura, y transmitió el empujón a todo el cuerpo. Beaver se cogió a la cortina, como último intento para conservar el equilibrio, pero la barra se desprendió con un ruido metálico de anillas entrechocando. Le resbalaron las botas en la sangre, y cayó de bruces como si se hubiera desencadenado el mecanismo de un asiento de eyección. Oyó que a sus espaldas la tapa del váter giraba en sus goznes con tal brutalidad que resquebrajó la cisterna de porcelana.

En la espalda de Beaver cayó algo húmedo y pesado. Se le enroscó entre las piernas algo cuyo tacto se parecía al de una cola, un gusano o un tentáculo segmentado y con músculos, y que sometió a sus huevos, que ya le dolían de antes, a un abrazo de pitón, cada vez más estrecho. Beaver, levantando la barbilla de las baldosas manchadas de sangre (que le dejaron la marca de su entramado), chilló con los ojos desorbitados. Sentía el peso de la cosa desde la nuca a la base de la espalda, húmeda, fría y pesada, como una alfombra enrollada y dotada de respiración. De repente la cosa comenzó a emitir un ruido agudo y febril como de pájaro, aunque se parecía más al de un mono rabioso.

Beaver volvió a gritar, se arrastró boca abajo hacia la puerta y se colocó a cuatro patas, intentando sacudírsela de encima. Entonces volvió a contraerse la cuerda de músculos que le ceñía las piernas, y en la bruma de dolor en que se había convertido su entrepierna se oyó un ruido sordo, como de reventarse algo.

¡Ay, Dios mío!, pensó Beav. Me parece que ha sido un cojón.

Chillando, sudando y humedeciéndose los labios, Beaver hizo lo único que se le ocurría: rodar con todo el cuerpo para ver si aplastaba al engendro entre la espalda y las baldosas. La cosa le trinó en plena oreja, dejándole medio sordo, y empezó a retorcerse como loca. Beaver se apoderó de la cola que tenía enroscada entre las piernas, y que en su extremo era lisa y sin pelos, aunque debajo tenía pinchos, como si estuviera recubierta de ganchos de pelos amazacotados. Estaba mojada. ¿De agua? ¿De sangre? ¿De ambas cosas?

—¡Ahhh! ¡Ahhh! ¡Suelta! ¡Suelta, bicho de mierda! ¡Mis huevos, joder! ¡Me cago en…!

No tuvo tiempo de coger la base de la cola con ninguna mano, porque una boca llena de agujas le mordió un lado del cuello. Beaver se incorporó con un bramido, y de repente la cosa ya no estaba. Beaver intentó levantarse. Tuvo que ayudarse con las manos, porque en las piernas no tenía fuerza, pero le resbalaban constantemente. Ahora, en las baldosas, además de la sangre de McCarthy, corría el agua turbia de la cisterna rota del váter, con el resultado de que el suelo era una pista de patinaje.

Al final consiguió ponerse de pie, y entonces vio algo pegado al marco de la puerta, a media altura. Parecía una especie de comadreja rarísima, sin patas pero con una cola gruesa y de color entre rojizo y dorado. No tenía cabeza de verdad, sino una especie de bulto de aspecto viscoso con dos ojos negros de mirada enloquecida.

La parte inferior del bulto se dividió en dos, dejando a la vista un nido de dientes. La cosa se lanzó sobre Beaver como una serpiente, dándole un latigazo con el bulto, mientras la cola sin pelos se quedaba enroscada en el marco de la puerta. Beaver chilló y se protegió la cara con la mano. Tres de los cuatro dedos (todos menos el meñique) desaparecieron. No dolía, a menos que lo enmascarara el dolor del testículo reventado. Beaver intentó apartarse, pero le chocaron las corvas con la taza del váter roto. No había escapatoria.

¿McCarthy tenía eso dentro?, pensó Beaver. Tuvo el tiempo justo de hacerse la pregunta. ¿Lo tenía dentro?

Entonces la cosa desenroscó la cola, o tentáculo, o lo que fuera, y saltó sobre él. La mitad superior de su cabeza rudimentaria era toda ojos negros, rabiosos y necios, y la inferior un manojo de agujas de hueso. Muy lejos, como en otro universo donde quedara vida cuerda, le llamaba Jonesy por su nombre, pero llegaba tarde, demasiado tarde.

La cosa que había estado dentro de McCarthy aterrizó en el pecho de Beaver con un ruido de bofetada. Olía igual que los pedos de McCarthy: a éter y metano. La parte baja de su cuerpo, un látigo de músculos, se enroscó en la cintura de Beaver. Le echó la cabeza a la cara y le hincó los dientes en la nariz.

Gritando, aporreándola, Beaver cayó de espaldas sobre el váter. La cosa, al salir, había hecho chocar el anillo y la tapa con la cisterna. La tapa se había quedado en posición vertical, pero el anillo había rebotado. Beav cayó sobre él, lo partió y se embutió en la taza por el culo, con aquella especie de comadreja apretándole la cintura y royéndole la cara.

—¡Beaver! ¡Beav! ¿Qué…?

Beaver notó que alrededor de él la cosa se endurecía, que se ponía literalmente tiesa como una polla en erección. Primero aumentó la presión del tentáculo en la cintura, y luego se aflojó. La voz de Jonesy hizo que se girara la estúpida cara del bicho, orientando hacia el recién llegado sus dos ojos negros. Beav, entonces, vio a su viejo amigo como a través de un velo de sangre, y con la vista cada vez más débil: Jonesy estaba en el umbral con la boca abierta, las dos manos colgando y en una de ellas un rollo de cinta aislante (tío, que ya no hace falta, pensó Beaver). El susto, el miedo, le habían dejado indefenso. Segundo plato para el bicho.

—¡Sal, Jonesy! —dijo Beaver con todas sus fuerzas. Le salió un ruido como de hacer gárgaras, porque tenía la boca llena de sangre. Notó que la cosa se preparaba para saltar, y rodeó su cuerpo con los brazos, como si fueran amantes—. ¡Sal! ¡Cierra la puerta! ¡Qué…!

«¡Quémala! —había querido decir—. ¡Enciérrala conmigo y quémala, quémala viva! Yo me quedo aquí con el culo metido en el puto váter, la aguanto con los dos brazos, y si al morirme huelo cómo se achicharra, moriré contento.» Pero la cosa se debatía demasiado, y el capullo de Jonesy no sabía hacer otra cosa que quedarse mirando con el rollo de cinta en una mano y la boca abierta. ¡Joder con el tío! Parecía Duddits: más tonto que la madre que lo parió, y sin posibilidades de mejora. Entonces la cosa volvió a fijarse en Beaver, echando hacia atrás el bulto sin orejas ni nariz de su cabeza, y antes de que se le tirara encima, y de que el mundo explotara por última vez, Beaver tuvo tiempo de pensar algo a medias: ¡La hostia con los palillos! Mamá siempre decía…

Una explosión de rojo, una invasión de negro y, a lo lejos, el sonido de sus propios gritos, los últimos.

9

Jonesy vio a Beaver sentado en el váter con algo enroscado, algo que parecía un gusano gigante entre dorado y rojo. Dijo algo, y la cosa se giró hacia él, aunque no tenía cabeza digna de ese nombre, sino un par de ojos de tiburón y una boca con muchos dientes. En los dientes había algo; no podía ser la nariz de Beaver Clarendon reducida a pulpa, aunque bien pensado…

¡Corre!, se dijo. Y luego: ¡Sálvale! ¡Salva a Beaver!

Los dos imperativos tenían la misma fuerza, y el resultado fue que se quedó paralizado en la puerta con la sensación de pesar cien kilos. Lo que tenía Beaver cogido con los brazos hacía un ruido agudo e histérico que a Jonesy le taladró los tímpanos, despertando el recuerdo de algo perteneciente a un pasado muy remoto, algo que no acababa de saber qué era…

Luego Beaver, despatarrado en el váter, le dijo a gritos que saliera, que cerrara la puerta, y la cosa, oyendo su voz, volvió a girar la cabeza, como si le hubieran recordado una tarea pendiente. Esta vez fue por los ojos de Beaver, ni más ni menos que los ojos, la muy hija de puta. Beaver se retorcía y, entre chillidos, intentaba no soltarla, mientras la cosa chirriaba y mordía contrayendo la cola o lo que fuera, apretándole a Beaver la cintura, sacándole la camisa de los pantalones y, a continuación, deslizándose entre ellos y la piel. Los pies de Beaver pateaban las baldosas, los tacones de sus botas salpicaban agua manchada de sangre, su sombra se agitaba en la pared, y ahora el moho, o lo que fuera aquella mierda, estaba por todas partes, creciendo a una velocidad de mil demonios…

Jonesy vio que Beaver sufría la convulsión final, y que la cosa se desprendía de él y saltaba al suelo, justo en el momento en que Beav se caía de la taza y la mitad superior de su cuerpo se desplomaba en la bañera encima de McCarthy, el de «mira que estoy a la puerta y llamo». El bicho tocó las baldosas, hizo eses de serpiente (¡pero qué rápida, coño!) y se dirigió hacia Jonesy. Este retrocedió un paso y dio un portazo justo antes de que tocara el bicho la hoja de la puerta, con un golpe casi idéntico al de cuando había chocado con la tapa cerrada del váter. El impacto fue tan violento que hizo temblar la puerta. Después el bicho se deslizó por las baldosas a gran velocidad, creando intermitencias de luz en la rendija del suelo, y golpeó la puerta por segunda vez. Lo primero que se le ocurrió a Jonesy fue ir corriendo en busca de una silla, para trabarla con el pomo, pero era una memez, una idea de descerebrado: la puerta se abría hacia adentro, no hacia afuera. Lo fundamental era saber si el bicho entendía la función del pomo, y si era capaz de alcanzarlo.

Fue como si la cosa le hubiera leído el pensamiento (y ¿quién podía asegurar que no fuese así?), porque justo entonces se oyó ruido de algo deslizándose por el otro lado de la puerta, y Jonesy notó que el pomo se movía. La cosa tenía una fuerza increíble, eso no se podía discutir. Hasta entonces Jonesy había sujetado el pomo con una mano, pero añadió la otra. Hubo un momento difícil en que aumentó la presión sobre el pomo, y en que estuvo seguro de que la cosa de dentro conseguiría vencer la resistencia de sus dos manos unidas. En ese momento, Jonesy estuvo a punto de dejarse vencer por el pánico, dar media vuelta y salir corriendo.

Le retuvo acordarse de lo rápida que era. Me tumbaría antes de haber llegado a la mitad de la sala, pensó (no sin preguntarse, medio inconscientemente, a quién coño se le había ocurrido hacerla tan grande). Me tumbaría, me subiría por la pierna y luego se me metería por…

Redobló la presión sobre el pomo, tanto que se le marcaban los tendones de los antebrazos y el cuello, y que se le contraían los labios hasta las encías. Para colmo le dolía la cadera. ¡Maldito hueso! Si decidía correr, la cadera se encargaría de que fuera todavía más lento, gracias al profesor jubilado. A esa edad, ni carnet. ¡Carcamal de mierda! Gracias, profe, muchas gracias, so cabrón. Y si no podía aguantar la puerta ni correr, ¿qué le pasaría?

Pues qué iba a ser: lo mismo que a Beaver. La cosa tenía en los dientes la nariz de Beav, como un kebab.

Jonesy sujetó el pomo entre gemidos. La presión siguió aumentando, hasta que de repente cesó. Detrás de la hoja fina de madera de la puerta del lavabo, la cosa, enfadada, chilló. Jonesy percibió olor a éter y anticongelante.

¿Cómo se aguantaba a la puerta? Jonesy no había visto que tuviera patas, solo aquella especie de cola rojiza. ¿Cómo…?

Al otro lado oyó un ruido casi imperceptible de madera astillada, un cric cric cric cuya fuente parecía estar justo delante de su cara, y supo la respuesta. Se aguantaba con los dientes. La idea le produjo un terror irracional. La cosa había estado dentro de McCarthy, de eso estaba seguro al cien por cien; dentro de McCarthy y creciendo como un gusano gigante de película de terror. Como un cáncer, pero con dientes. Y, cuando ya había crecido bastante, cuando había llegado el momento de pasar a más altos objetivos (por decirlo de alguna manera), había hecho algo tan sencillo como abrirse camino a dentelladas.

—No, tío, no —dijo Jonesy con voz temblorosa, casi llorando.

El pomo de la puerta del lavabo quiso girar en sentido contrario. Jonesy se imaginó al bicho al otro lado, pegado con los dientes como una sanguijuela, y con su cola, o su único tentáculo, enroscado al pomo como un dogal, ejerciendo presión…

—No, no, no —dijo jadeando, mientras aplicaba todas sus fuerzas al pomo.

Estaba a punto de escapársele. Jonesy tenía la cara y las manos sudadas.

Frente a sus ojos, desorbitados de miedo, apareció en la madera una constelación de bultos. Era donde tenía clavados los dientes el bicho, cada vez más hondo. Pronto asomarían las puntas (suponiendo que antes no le resbalara el pomo de las manos), y Jonesy no tendría más remedio que ver los colmillos que le habían arrancado a su amigo la nariz de la cara.

Fue lo que le hizo asimilarlo del todo: Beaver estaba muerto. Su amigo de infancia.

—¡Le has matado! —espetó a la cosa que había al otro lado de la puerta. Le temblaba la voz de pena y miedo—. ¡Has matado a Beav!

Le ardían las mejillas, pero no tanto como las lágrimas que empezaban a correr por ellas. Beaver con su chaqueta negra de cuero («¡Cuántas cremalleras!», había dicho la madre de Duddits al conocerles), Beaver en el baile de fin de curso del instituto, con un cebollón de cuidado y bailando a lo cosaco, con los brazos cruzados y dando puntapiés, Beaver en la boda de Jonesy y Carla, abrazándole y susurrándole al oído con vehemencia: «Tío, que tienes que ser feliz. Tienes que serlo por los cuatro». Había sido el primer indicio de que él tampoco lo era. En el caso de Henry y Peter siempre había estado clarísimo, pero ¿Beav? Imposible. Y ahora estaba muerto. Beaver estaba medio caído en la bañera y sin nariz sobre Richard McCarthy, con su «Mira que estoy a la puerta y llamo» de los huevos.

—¡Le has matado, cabrón de mierda! —gritó con todas sus fuerzas a los bultos de la madera (antes eran seis y ahora nueve; no, coño, doce).

Se habría dicho que la furia de Jonesy sorprendió a la cosa, porque la presión sobre el pomo volvió a reducirse. Jonesy miró alrededor con ojos de desquiciado, buscando algo que pudiera servirle, pero no encontró nada. Entonces miró hacia abajo y vio el rollo de cinta aislante. Quizá pudiera agacharse y cogerlo, pero ¿y luego? Para desenrollarla le harían falta las dos manos, más los dientes para cortarla, y suponiendo que el bicho le diera tiempo, que ya era suponer, ¿de qué serviría, si la presión era tan fuerte que a Jonesy le costaba sujetar el pomo?

Que volvía a girar. Jonesy, gimiendo, lo retuvo de su lado, pero empezaba a cansarse; la adrenalina, en sus músculos, perdía vigor y se volvía plomo; tenía las palmas más resbaladizas que antes, y el olor a éter se destacaba más, era como más puro, menos contaminado por los residuos y gases del cuerpo de McCarthy. ¿Cómo podía ser tan fuerte en aquel lado de la puerta? ¿Cómo, a menos que…?

En el medio segundo que debió de transcurrir antes de que se partiera la varilla que conectaba los pomos interno y externo de la puerta del lavabo, Jonesy se fijó en que había menos luz: solo un poco menos, como si alguien se le hubiera colocado detrás, interponiéndose entre él y la luz, entre él y la puerta trasera…

La varilla se partió. El pomo que tenía Jonesy en la mano se soltó, y la puerta cedió un poco movida por el peso de aquella especie de anguila que se le había pegado. Jonesy pegó un grito y soltó el pomo, que chocó con el rollo de cinta y rebotó.

Se volvió para salir corriendo, y vio al hombre gris.

No le conocía de nada, y sin embargo le era familiar. Jonesy había visto representaciones suyas en centenares de programas televisivos sobre «misterios sin explicar», en mil portadas de periódicos sensacionalistas (de los que, cuando estabas prisionero en el supermercado, haciendo cola en la caja, te agredían la vista con titulares terroríficos, pero tan exagerados que daban risa), en películas como E. T. y Encuentros en la tercera fase… El señor Gray[4], presencia fija en Expediente X.

En algo acertaban todas las versiones: en los ojos, unos ojos negros y muy grandes, idénticos a los de la cosa que había salido a mordiscos por el culo de McCarthy. Tampoco se equivocaban mucho en la boca, mera ranura, mientras que la piel gris formaba pliegues flácidos, como la de un elefante a punto de morirse de viejo. Los pliegues supuraban chorros lentos de una sustancia amarillenta que parecía pus, y que era la misma que salía como lágrimas de las comisuras de los ojos, completamente inexpresivos. En el suelo de la sala principal había manchas y pequeños charcos del mismo líquido, formando un reguero que cruzaba la alfombra navajo, debajo del atrapasueños, y llegaba hasta la puerta de la cocina, que era por donde había entrado el ser. ¿Cuándo había llegado? ¿Había esperado fuera, viendo correr a Jonesy desde el cobertizo de la motonieve a la puerta trasera con el rollo inútil de cinta aislante en la mano?

Jonesy no lo sabía. Solo sabía que el señor Gray estaba muriéndose, y que era necesario pasar al lado de él, porque el bicho del lavabo acababa de caerse al suelo con un impacto sordo. Ahora intentaría darle caza.

—Marcy —dijo el señor Gray.

Lo pronunció de manera impecable, aunque no se moviera el rudimento de boca. Jonesy oyó el nombre en medio de la cabeza, justo donde siempre había oído llorar a Duddits.

—¿Qué quiere?

La cosa del lavabo serpenteó entre sus pies, pero Jonesy le prestó muy poca atención. Tampoco le hizo caso cuando se enroscó entre los pies del hombre gris, descalzos y sin dedos.

«Basta, por favor», dijo el señor Gray dentro de la cabeza de Jonesy.

Era el clic. No, más: la línea. A veces se veía y otras se oía, como cuando había oído los pensamientos de culpabilidad de Defuniak. «No lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está Marcy?»

Aquel día me buscaba la Muerte, pensó Jonesy; falló en la calle y falló en el hospital, aunque solo fuera por una o dos habitaciones, y desde entonces me busca. Al final me ha encontrado.

Entonces explotó la cabeza de la cosa, se abrió entera y soltó una nube anaranjada de partículas con olor a éter.

Jonesy las respiró.