VI
Duddits, segunda parte

1

Henry emprendió el regreso al campamento a buen paso, pero, a medida que la nieve moría en rachas esporádicas, y que amainaba el viento, aceleró el ritmo de la caminata hasta que casi corría. Como llevaba muchos años haciendo jogging, no le supuso un gran esfuerzo. Quizá se viera obligado a hacer una parada, caminar un trecho o hasta descansar, pero lo dudaba. Tenía experiencia en carreras de fondo de más de quince kilómetros, a pesar de que ya hubieran pasado un par de años desde la última, y de que en ninguna hubiera tenido que lidiar con diez centímetros de nieve. De todos modos, ¿qué miedo tenía? ¿De caerse y romperse la cadera? ¿De sufrir un infarto? A los treinta y siete años parecía improbable, pero, aunque Henry reuniera todas las condiciones, habría sido cómico preocuparse, ¿no? Teniendo en cuenta lo que planeaba… Así pues, ¿de qué preocuparse?

Muy sencillo: de Jonesy y de Beaver. A primera vista parecía igual de risible que el temor a sufrir un infarto en aquel páramo. Los problemas los tenía detrás, con Pete y aquella mujer rara y medio en coma, no delante, en Hole in the Wall. Pero no: en Hole in the Wall había problemas, y graves. Henry no sabía cómo lo sabía, pero era un hecho, y lo aceptaba. Lo supo antes de empezar a ver animales corriendo en dirección contraria a la suya, animales que no le miraban, o apenas.

En una o dos ocasiones echó un vistazo al cielo por si había más luces misteriosas, pero no vio ninguna. A partir de entonces mantuvo la vista al frente, teniendo que esquivar a algún que otro animal. No era una estampida, o no acababa de serlo, pero en los ojos de los animales había una mirada rara, inquietante y, para Henry, desconocida. En una ocasión se vio obligado a poner a prueba su agilidad con un salto, para que no le tumbaran dos zorros.

Trece kilómetros más, se dijo. Lo convirtió en una especie de mantra, diferente de los que solían pasarle por la cabeza cuando hacía jogging (los más habituales eran canciones de niños), pero no del todo. En el fondo participaban de la misma idea. «Trece kilómetros más, trece kilómetros más para Banbury Cross.»[2] Pero aquí no había Banbury Cross, solo el antiguo campamento del señor Clarendon (ahora de Beaver). ¿Qué carajo estaba pasando? Las luces, la estampida al ralentí… (¡Ay, ay, ay! Ahora pasa algo a la izquierda del bosque que… ¡Coño, a ver si es un oso!) La mujer sentada en medio de la carretera, con media dentadura y como máximo medio cerebro… ¿Y los pedos? ¡Mecachis, qué pedos! Lo más parecido que recordaba Henry era el aliento de un paciente de hacía varios años, un esquizofrénico con cáncer de intestino. «Siempre huelen igual —le había dicho un amigo internista al oír la descripción—. Pueden cepillarse los dientes diez veces al día y siempre se les nota la peste. Es el olor del cuerpo comiéndose a sí mismo, que es lo que son todos los cánceres, aunque lo disimulen con diagnósticos: autocanibalismo.»

Trece kilómetros, pensó, trece kilómetros más, y todos los bichos corriendo, todos juntos a Disneylandia.

El ritmo sordo de sus botas en la nieve. La sensación de las gafas rebotándole en el puente de la nariz. El aliento saliendo en bolas de vapor frío. Ahora, sin embargo, había entrado en calor. Las endorfinas le estaban dando buen rollo. Si le pasaba algo no era por falta de ellas. Sería suicida, pero no distímico.

Eso lo tenía claro: que su problema (un vacío físico y emocional, como en una tormenta de nieve que no deja ver nada) era físico, al menos en parte. Que pudiera corregirse, o como mínimo paliarse, con las mismas pastillas que recetaba él mismo a granel… Eso tampoco lo dudaba. Sin embargo, como Pete (que debía de tener claro que el horizonte probable de su vida era una cura de desintoxicación, y varios años de reuniones de Alcohólicos Anónimos), Henry no deseaba curarse. Tenía la clara sensación de que la cura sería un engaño, algo que le dejaría menguado.

Se preguntó si Pete había vuelto a por cerveza, y supo que la respuesta más probable era que sí. De haberse acordado, el propio Henry habría propuesto que se la llevaran, para que no fuera necesario un trayecto de vuelta tan arriesgado (tanto para la mujer como para el propio Pete), pero el accidente le había dejado medio flipado, y no se le había ocurrido pensar en cerveza.

Supuso que a Pete sí. ¿Conseguiría ir y volver con la rodilla medio tiesa? Era posible, pero Henry no habría puesto la mano en el fuego.

«¡Han vuelto! —había gritado la mujer, mirando el cielo—. ¡Han vuelto! ¡Han vuelto!»

Henry bajó la cabeza y corrió más deprisa.

2

Diez kilómetros más para Banbury Cross. ¿Solo quedaban diez o le traicionaba el optimismo? ¿Era posible que les diera demasiado juego a las endorfinas? ¿Y qué? En un momento así, el optimismo no podía ser perjudicial. Casi no nevaba, y la avalancha de animales había perdido densidad. Dos puntos a su favor, y uno en contra: los pensamientos que tenía en la cabeza, algunos de los cuales le parecían cada vez más ajenos. Por ejemplo, Becky. ¿Quién era? El nombre había empezado a sonar en su cabeza, integrándose en el mantra. Pensó que debía de ser la mujer a quien había estado a punto de atropellar.

Aunque de bonita no tenía nada. Era una mujerona apestosa, y ahora estaba al cuidado de Pete Moore. Como para fiarse.

Diez. Diez. Diez kilómetros más para Banbury Cross.

Paso regular (hasta donde se lo permitía la naturaleza del terreno), y voces raras en la cabeza. Aunque rara, rara de verdad, solo lo era una; y no se trataba de ninguna voz, sino de una especie de zumbido con frecuencia rítmica. El resto eran voces conocidas, o por él o por sus amigos. Entre ellas, la que le había descrito Jonesy, la que oía después del accidente, vinculada al dolor: «Basta, por favor, que no lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está Marcy?».

Oyó la voz de Beaver: «Ve a mirar el orinal».

Y a Jonesy contestando: «¿No sería más fácil llamar a la puerta del lavabo y preguntarle si se encuentra bien?».

Una voz desconocida diciendo que si conseguía hacer de vientre estaría bien…

… pero no, desconocido no: era Rick, el amigo de Becky. ¿Rick qué? ¿McCarthy? ¿McKinley? ¿McKeen? Henry no estaba seguro, pero se inclinaba por McCarthy, como el Kevin McCarthy de aquella película antigua de terror sobre unas vainas del espacio que adoptaban apariencia humana. Una de las preferidas de Jonesy. Bastaba con mencionársela, y, si llevaba unas copas encima, siempre recitaba la frase más importante: «¡Están aquí! ¡Están aquí!».

Y la mujer mirando el cielo, chillando: «¡Han vuelto! ¡Han vuelto!».

¡Caray, no había vuelto a pasarles tan fuerte desde la adolescencia! Y ahora era peor, como meter el dedo en un cable que no condujera electricidad, sino voces.

Tantos pacientes quejándose de que oían voces, y Henry, el gran psiquiatra («Dios junior», como le había llamado un paciente de hospital público), asintiendo con la cabeza, como si supiera a qué se referían. Es más: había creído saberlo. Pero quizá solo empezara a saberlo ahora.

Voces. A fuerza de prestarles atención, se le pasó por alto el zum zum zum del helicóptero, forma oscura de tiburón velada por las nubes más bajas. Después empezaron a apagarse las voces, como se pierden las señales de radio de lugares remotos cuando se hace de día y vuelve a cargarse la atmósfera. Al final solo quedó la voz de sus propios pensamientos, insistiendo en que en Hole in the Wall había ocurrido o estaba a punto de ocurrir algo horrible; igual de horrible que lo que estaba a punto de ocurrir, o ya había ocurrido, en el Scout o el refugio de los leñadores.

Ocho kilómetros más. Ocho kilómetros más.

Haciendo un esfuerzo por no seguir pensando en el amigo a quien había dejado detrás, ni en los dos que tenía delante, y menos en lo que pudiera estar ocurriendo por toda aquella zona, encarriló sus pensamientos por la misma senda que habían tomado, como sabía, los de Pete: la que llevaba a 1978, a Tracker Hermanos y a Duddits. Henry no entendía que Duddits Cavell pudiera tener algo que ver con todo aquel follón, pero todos coincidían en pensar en él, y a Henry ni siquiera le hacía falta la conexión mental de siempre para saberlo. Pete había mencionado a Duds de camino al refugio de leñadores, cuando arrastraban a la mujer en la lona. Días antes, yendo con Henry por el bosque (el día en que Henry había cazado su ciervo), Beaver también había hecho varios comentarios sobre Duddits, acordándose del año en que se lo habían llevado los cuatro a Bangor para hacer las compras de Navidad. (Jonesy, entonces, acababa de sacarse el permiso de conducir, y habría llevado a quien fuera a cualquier parte.) ¡Qué risa la de Beaver, al acordarse del miedo de Duddits de que no existiera Santa Claus, y del esfuerzo conjunto de los cuatro (convertidos en chicarrones de instituto, con ganas de comerse el mundo) para convencerle de que sí! Con éxito, claro. Por otro lado, solo hacía un mes que Jonesy había llamado a Henry por teléfono desde Boston, borracho (las borracheras eran mucho menos frecuentes en Jonesy que en Pete, sobre todo desde el accidente, y era la única llamada llorona que le conocía Henry en toda su amistad) y diciendo que nunca había hecho nada tan bueno, tan simple y llanamente genial, como lo que habían hecho en 1978 por el pobre Duddits. Fue el mejor momento del grupo, había dicho Jonesy por teléfono. Henry, con un desagradable sobresalto, cayó en la cuenta de haberle dicho exactamente lo mismo a Pete. Caray con Duddits. Qué cabrón.

Ocho kilómetros más… o puede que siete. Ocho kilómetros más… o puede que siete.

La intención era ver la foto del coño de una chica, la que, supuestamente, estaba clavada en el tablón de un despacho abandonado. A Henry, después de tantos años, se le había olvidado el nombre de la chica; solo se acordaba de que era la novia de aquel gilipollas de Grenadeau, y reina de la fiesta para exalumnos de 1978 en el instituto de Derry. Ambas cosas añadían un interés especial a la perspectiva de verle el coño. Y entonces, justo cuando se metían por el camino de entrada, habían visto en el suelo una camiseta de los Tigers de Derry. Y en el camino, más adelante, había otra cosa.

«A mí esos dibujos me revientan. Nunca se cambian de ropa», había dicho Pete; y Henry había abierto la boca para contestar, pero no había tenido tiempo, porque…

—Porque gritó el niño —dijo Henry.

Resbaló en la nieve, se tambaleó un poco y volvió a correr, acordándose de aquel día de octubre con cielo blanco. Corrió acordándose de Duddits. De que Duddits había gritado, cambiándoles la vida. Siempre habían dado por supuesto que a mejor, pero ahora Henry tenía sus dudas.

Ahora Henry tenía muchas dudas.

3

Cuando se meten por el camino de entrada (aunque de camino tiene poco, porque ahora crecen malas hierbas hasta en los surcos de las ruedas, entre la gravilla), el que va delante es Beaver. La verdad es que casi echa espuma por la boca. Henry adivina que Pete está casi igual de salido, pero lo disimula mejor, aunque tenga un año menos. Beaver está… ¿Cómo se dice? Anhelante. La palabra le describe tan bien que Henry casi se ríe. Luego Beaver se queda parado, tan de repente que Pete está a punto de chocar con él.

—¡Eh! —dice Beaver—. ¡Una camiseta! ¡Fóllame, Freddy!

En efecto: roja y blanca, y ni vieja ni sucia, como lo habría estado en caso de llevar mil años tirada en el mismo sitio. De hecho casi parece nueva.

—Anda, tío, pasa de camisetas y a lo que vamos —dice Jonesy.

—No corras tanto —dice Beav—, que esta camiseta es buena.

La recoge y ven que no es cierto. Solo es nueva: se trata de una camiseta recién estrenada de los Tigers de Derry, con el número 19 en la espalda. A Pete el béisbol le importa un carajo, pero los demás reconocen el número de Richie Grenadeau. Lo de que sea buena… Ya no, porque está muy rota en la parte de atrás del cuello, como si la persona que la llevaba hubiera intentado escapar y le hubieran retenido por ahí.

—Retiro lo que he dicho —añade Beav con tristeza, y suelta la prenda—. Venga.

Después de pocos pasos, sin embargo, encuentran otra cosa. Esta vez no es roja, sino amarilla, de aquel plástico amarillo chillón que solo les gusta a los niños. Henry se adelanta a sus amigos y lo recoge. Es una fiambrera con una imagen de Scooby-Doo y sus amigos saliendo de lo que parece una casa encantada. Como en el caso de la camiseta, parece nueva, no un objeto que lleve mucho tiempo tirado. Henry, de repente, tiene un mal presentimiento, y se arrepiente de la incursión por aquel camino solitario, junto a aquel edificio solitario… Preferiría habérselo ahorrado, o haberlo dejado para otro día. Después se da cuenta de que es una chorrada, aunque solo tenga catorce años. Piensa que, con chochos de por medio, o se va o no se va. Nada de dejarlo para otro día.

—A mí esos dibujos me revientan —dice Pete, mirando la fiambrera por encima del hombro de Henry—. Nunca se cambian de ropa. ¿Os habéis fijado? En cada capítulo llevan lo mismo, los muy cerdos.

Jonesy le quita a Henry la fiambrera de Scooby-Doo y le da la vuelta para leer la etiqueta que ha visto en un lado. Ahora ya no pone cara de salido; frunce un poco el entrecejo, y Henry intuye que Jonesy también se arrepiente de no haber ido directamente a jugar un dos contra dos.

En la etiqueta pone: PERTENEZCO A DOUGLAS CAVELL, 19 MAPLE LANE, DERRY, MAINE. SI SE HA PERDIDO MI DUEÑO, LLAMAR AL 949-1864. ¡GRACIAS!

Henry abre la boca para decir que seguro que tanto la fiambrera como la camiseta son de un alumno del cole de los subnormales (le ha bastado con mirar la etiqueta, que casi es idéntica a la que lleva su perro), pero no tiene tiempo, porque justo entonces grita alguien al otro lado del garaje, donde juegan los mayores en verano. El grito expresa un gran dolor, pero lo que hace que Henry salga corriendo sin pensárselo es su componente de sorpresa, la horrible sorpresa de alguien que sufre o tiene miedo (o ambas cosas) por primera vez.

Los demás le siguen por las malas hierbas. Corren por el surco derecho del camino de entrada, el más pegado al edificio, en fila india: Henry, Jonesy, Beav y Pete.

Se oye una risa masculina, satisfecha.

—Venga, come —dice alguien—. Si te la comes te dejamos que te marches. Hasta puede que Duncan te devuelva los pantalones.

—Eso. Si… —empieza a decir otro chico, sin duda el tal Duncan, pero se queda a media frase mirando a Henry y sus amigos.

—¡Vale ya, tíos! —exclama Beaver—. ¡Dejadle en paz, joder!

Los amigos de Duncan (que son dos, ambos con chaquetas del instituto de Derry) reparan en que su diversión ya tiene público, y se giran. Entre ellos hay un niño que solo lleva calzoncillos y una zapatilla deportiva, y que tiene la cara manchada de sangre, tierra, mocos y lágrimas. Henry no sabe calcularle la edad; no es un niño pequeño, como demuestra el vello incipiente del pecho, pero lo parece. Sus ojos son achinados, de color verde claro y anegados en lágrimas.

La pared roja de ladrillos que hay detrás del grupito lleva impreso el siguiente mensaje, en letras grandes, blancas y un poco borradas, pero que siguen siendo legibles: NI REBOTES NI PARTIDOS. Debe de significar que está prohibido jugar a pelota cerca del edificio, que hay que hacerlo en la antigua zona de camiones, donde siguen viéndose los surcos profundos de las bases y el montículo truncado del lanzador. NI REBOTES NI PARTIDOS. En años sucesivos lo dirán a menudo; pasará a ser una de las muletillas de su juventud, sin poseer un significado exacto. Quizá el más ajustado sea «así es la vida». La mejor manera de decirlo siempre es encogiendo los hombros, sonriendo y con las palmas extendidas.

—¿Y tú de dónde sales, caraculo? —le dice a Beaver uno de los mayores.

Lleva en la mano izquierda algo que parece un guante de béisbol, o de golf… En todo caso de deporte. Lo usa para sujetar la caca seca de perro que quería hacerle comer al niño casi desnudo.

—Pero ¿qué hacéis? —pregunta Jonesy, escandalizado—. ¿Queréis obligarle a que se la coma? ¿Qué os pasa, que estáis mal de la cabeza?

El chico de la caca de perro tiene pegada una tira blanca en el puente de la nariz. Henry, al darse cuenta, suelta un ruido medio de reconocimiento medio de risa. ¡Qué casualidad! ¡Parece mentira! Han venido a verle el coño a la reina de la fiesta de exalumnos, y ¿a quién encuentran? ¡Ni más ni menos que al rey, que por lo visto ha interrumpido su temporada por una simple rotura de nariz, y se entretiene así mientras el resto del equipo entrena para el partido de la semana!

Richie Grenadeau no ha observado la expresión de Henry, y no sabe que le ha reconocido. Mira fijamente a Jonesy. Al principio, el sobresalto y la sinceridad del tono de asco de Jonesy hacen que retroceda un paso. Después se da cuenta de que el chico que se ha atrevido a dirigirse a él con aquel tono recriminatorio tiene como mínimo tres años y cuarenta kilos menos. La mano recupera su firmeza.

—Voy a hacerle comer esta mierda —dice—, y luego, si quiere, que se vaya. Tú ya puedes abrirte, mocosete, o te doy a ti la mitad.

—Eso, fuera —dice el tercero de la banda. Richie Grenadeau es corpulento, pero este le supera: mide metro noventa y pico, y tiene toda la cara roja de granos—. Fuera o…

—Ya sé quiénes sois —dice Henry.

La mirada de Richie se desplaza hacia él, llenándose de dos cosas: duda y cabreo.

—Vete, niñato. Lo digo en serio.

—Eres Richie Grenadeau. Salía tu foto en el periódico. ¿Qué te crees que dirá la gente cuando le contemos lo que te hemos visto hacer?

—No podrás contarle nada a nadie, porque estarás muerto —dice el tal Duncan, cuyo pelo, sucio y rubio, le llega hasta los hombros—. Venga, abríos. Arreando.

Henry le ignora y sigue mirando a Richie Grenadeau. No se siente asustado, y eso que seguro que los tres mayores podrían machacarles. Le hierve por dentro tal indignación que no sabía que pudiera sentirla. No cabe duda de que el niño arrodillado en la grava es retrasado, pero no tanto como para no entender que los tres mayores querían hacerle daño, que le han arrancado la camiseta y que luego…

Henry nunca ha estado tan cerca de recibir una paliza, y nunca le ha importado tan poco. Da un paso adelante apretando los puños. El niño solloza con la cabeza inclinada; es una nota sostenida en el cerebro de Henry, una nota que alimenta su ira.

—Pues yo pienso contarlo —dice. Es una amenaza de niño, pero a él no le suena como tal. A Richie, por lo que parece, tampoco, porque retrocede un paso y vuelve a aflojar los músculos de la mano donde lleva la caca de perro. Por primera vez se le ve inquieto—. Tres contra uno. ¡Y encima subnormal! ¡Joder! Esto lo cuento. ¡Y encima te conozco!

Duncan y el grandullón (el único que no lleva chaqueta del instituto) se colocan a la altura de Richie, cada uno en un lado. El niño en calzoncillos se queda detrás, pero Henry sigue oyendo su monótono sollozo, como un martilleo en la cabeza que le está poniendo nervioso de la hostia.

—Nada, tíos, que os lo habéis buscado —dice el más corpulento, enseñando una dentadura con muchos huecos—. De esta no salís vivos.

Pete interviene con poca voz, pero sin miedo.

—Bien dicho, Henry.

—Y cuanto más nos peguéis, peor para vosotros —dice Jonesy. A Henry le suena, pero para Jonesy es una revelación, y casi se ríe—. Aunque nos matéis de verdad, ¿de qué os serviría? Porque Pete corre mucho, y se lo contará él a la gente.

—Yo también corro mucho —dice Richie fríamente—. No se me escapará.

Henry se vuelve hacia Jonesy, y después hacia Beav. Los dos defienden su terreno, y en el caso de Beaver algo más: se agacha, coge un par de piedras (grandes como huevos, pero con filo) y las hace entrechocar, mientras sus ojos, de expresión hostil, miran alternativamente a Richie Grenadeau y al grandullón, el bruto. El palillo que tiene en la boca se agita en vertical con agresividad.

—Cuando vengan, nosotros a por Grenadeau —dice Henry—. Los otros dos no corren ni la mitad que Pete. —Mira a este último, que está pálido pero no tiene miedo: le brillan los ojos, y tiene tanta prisa por salir corriendo que casi se le disparan los pies—. Cuéntaselo a tu madre. Dile dónde estamos y que avise a la poli. Y sobre todo no te olvides de cómo se llama este cabrón.

Señala al aludido con gesto de fiscal. Grenadeau vuelve a traicionar sus dudas, aunque esta vez se trata de algo más. Esta vez parece que tenga miedo.

—Richie Grenadeau —dice Pete, que, ahora sí, empieza a dar saltitos—. Me acordaré.

—¡Venga, pichacorta! —dice Beaver. Hay que reconocer que tiene una retentiva especial para los mejores insultos—. ¡Que te vuelvo a partir la nariz! ¡Hay que ser cobardica para salirse del equipo por una nariz rota!

Grenadeau no dice nada (quizá porque ya no sabe a cuál de los tres contestar), mientras ocurre un verdadero prodigio: el otro que lleva chaqueta del instituto, Duncan, también empieza a titubear. Se le están poniendo un poco rojas las mejillas y la frente. Se moja los labios y mira a Richie con inseguridad. El único que sigue pareciendo dispuesto a zurrarse es el grandullón, y Henry casi tiene ganas de que ataquen, porque entre él, Jonesy y Beav les partirán la cara. ¡Coño con el lloriqueo! ¡Qué manera de meterse en la cabeza, como un martillo, pum pum pum!

—Oye, Rich, que igual… —empieza a decir Duncan.

—Venga, coño, a matarles —masculla el bruto—. Que no los reconozca ni su madre.

El segundo da un paso hacia adelante, y casi la arma. Henry sabe que si al bruto le dejan dar otro paso, aunque solo sea uno más, Richie Grenadeau ya no podrá retenerle. Es como un pitbull enfurecido que rompe la correa y se abalanza sobre su presa, una flecha de carne.

Richie, sin embargo, no le deja dar el segundo paso, el que se habría convertido en verdadera carga. Sujeta el antebrazo del bruto, que es más grueso que el bíceps de Henry y está erizado de pelos un poco rojizos.

—No, Scotty —dice—, espera un segundo.

—Sí, tío, espera —dice Duncan, casi con tono de pánico.

Acompaña sus palabras con una mirada que hasta Henry (su destinatario), con trece años, encuentra grotesca. Es una mirada de reproche, como si los culpables de algo fueran Henry y sus amigos.

—¿Qué queréis? —pregunta Richie a Henry—. Que nos vayamos, ¿no?

Henry asiente.

—Si nos vamos, ¿qué haréis? ¿A quién se lo contaréis?

Henry descubre algo sorprendente: que tiene tantas ganas de dar guerra como el bruto, Scotty. De hecho, hay una parte de él que arde en deseos de pelearse, de gritar «¡Coño, tío, a todo el mundo!», sabiendo que le apoyarán sus amigos, y que ni recibiendo una paliza, ni acabando en el hospital, se quejarían.

Pero el niño. El pobre niño retrasado que llora. Después de haberles partido la cara a Henry, Beaver y Jonesy (y a Pete, si consiguieran darle alcance), los mayores se meterían con el niño retrasado, y seguro que no se conformarían con que se comiera una caca seca de perro.

—A nadie —dice—. No se lo contaremos a nadie.

—¡Y una puta mierda! —dice Scotty—. No te lo creas, Richie. ¡Mira con qué cara lo dice!

Scotty vuelve a dar un paso, pero Richie aumenta la presión sobre el robusto antebrazo de su compañero.

—Si nadie le hace daño a nadie —dice Jonesy con un tono tan sensato que da gusto—, nadie tendrá nada que contar.

Grenadeau le mira fugazmente, y luego a Henry.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro —dice Henry.

—¿Me lo juráis todos? —pregunta Grenadeau.

Jonesy, Beav y Pete juran escrupulosamente.

Grenadeau lo medita un rato (que se hace eterno) y asiente con la cabeza.

—Vale. Venga, tíos, que nos las piramos.

—Si vienen, da la vuelta al edificio —le dice Henry a Pete, hablando muy deprisa porque los mayores ya caminan.

Grenadeau, sin embargo, sigue teniendo bien sujeto a Scotty por el antebrazo, cosa que a Henry le parece buena señal.

—Sería una pérdida de tiempo —dice Richie Grenadeau con una altivez que a Henry le da ganas de reír, aunque hace el esfuerzo de quedarse serio. Reírse sería mala idea, y más ahora, estando casi todo arreglado. A una parte de Henry le da rabia que lo esté, pero el resto casi tiembla de alivio.

—Oye, y ¿a ti qué te importa? —le pregunta Richie Grenadeau—. ¿Por qué te lo tomas así?

Henry tiene ganas de contestar con otra pregunta. Le gustaría preguntarle a Richie Grenadeau cómo ha sido capaz, y no sería una pregunta retórica. ¡Qué manera de llorar! ¡Dios mío! Pero se queda callado, porque sabe que el muy gilipollas podría tomarse cualquier cosa como una provocación, y entonces la habrían cagado.

Es una especie de baile. Casi parece los que se aprenden en primer y segundo curso. Mientras Richie, Duncan y Scott van hacia el camino de entrada (con tranquilidad, queriendo demostrar que se marchan porque quieren, no porque le tengan miedo a una pandilla de maricones que no van ni al instituto), Henry y sus amigos empiezan por plantarles cara, y después retroceden en fila para interponerse entre los mayores y el niño, que sigue de rodillas y en calzoncillos.

Al llegar a la esquina del edificio, Richie se detiene y les mira por última vez.

—Nos volveremos a ver —dice—. Uno a uno o todos juntos.

—Eso —asiente Duncan.

—¡Veréis el mundo por una cámara de oxígeno! —añade Scott.

Henry vuelve a acercarse peligrosamente a la risa. Reza por que no diga nada ninguno de sus amigos, y ninguno habla. Casi es un milagro.

Tras la última mirada de amenaza de Richie, desaparecen los tres por la esquina. Henry, Jonesy y Beaver se quedan solos con el niño, que se balancea sobre las rodillas sucias y orienta al cielo blanco su cara manchada, ensangrentada y llorosa, su cara de incomprensión. Se preguntan los cuatro qué hacer. ¿Hablar con él? ¿Decirle que está a salvo, que se han marchado los malos y que ya no corre peligro? No lo entendería. ¡Y qué extraña manera de llorar! Parece mentira que los mayores fueran capaces de oírlo y seguir, aunque fueran tan malos y estúpidos. Más tarde Henry llegará a comprenderlo (más o menos), pero de momento es un misterio.

—Voy a intentar una cosa —dice Beaver.

—Lo que quieras —dice Jonesy con voz temblorosa.

Beaver avanza unos pasos y mira a sus amigos. Es una mirada peculiar, mezcla de vergüenza, desafío y (sí, Henry juraría que sí) esperanza.

—Como se lo contéis a alguien —dice—, no vuelvo a dirigiros la palabra.

—Menos rollo —dice Pete, cuya voz también tiembla—. ¡Si sabes hacer que se calle, adelante!

Beaver se queda un rato de pie donde había estado Richie cuando quería obligar al niño a comerse la caca de perro. A continuación se arrodilla. Henry observa que en los calzoncillos del niño, que son de tipo short, también hay personajes de Scooby-Doo, igual que en la fiambrera.

Entonces Beaver coge en brazos al niño gemebundo y medio desnudo, y se pone a cantar.

4

Siete kilómetros más para Banbury Cross… o puede que solo sean cinco o seis. Siete kilómetros más para Banbury Cross… o puede que solo…

Los pies de Henry volvieron a resbalar, y esta vez no tuvo la oportunidad de recuperar el equilibrio. Iba absorto en sus recuerdos, y sin salir de ellos ya volaba por los aires.

Cayó pesadamente de espaldas, con un impacto bastante fuerte para vaciarle los pulmones con un jadeo de dolor. La nieve se levantó perezosamente, como una nube de azúcar en polvo. Henry se dio un golpe en la nuca y vio las estrellas.

Permaneció un rato estirado, dando tiempo más que suficiente para que se declarara cualquier posible fractura. A falta de noticias en ese sentido, se palpó la espalda a la altura de los riñones. Le dolía, pero no era insoportable. Peores golpes se había dado a los diez y once años, cuando parecían pasarse todo el invierno yendo en trineo por el parque Strawford, y siempre se había levantado riendo. Una vez, con el burro de Pete Moore al mando de su Flexible Flyer y él detrás, habían chocado de morro con el pino grande del pie de la colina, el que llamaban todos los niños Árbol de la Muerte, y solo les había costado unos cuantos morados y algunos dientes sueltos. La pega era que hacía bastantes años que no tenía diez ni once años.

—Levanta, nene, que no te ha pasado nada —dijo, incorporándose con cuidado.

El dolor no pasó de unas punzadas en la espalda. Estaba un poco aturdido, pero nada más. Herido, pero solo en el orgullo, que decía la gente. A pesar de ello, pensó que era mejor quedarse sentado un par de minutos. Corría a un ritmo excelente, y se merecía un descanso. Por otro lado, los recuerdos le habían afectado. Richie Grenadeau, el muy cabrón de Richie Grenadeau. Resultaba que su salida del equipo no tenía nada que ver con la nariz rota, sino que le habían expulsado. «Nos volveremos a ver», les había dicho, y a Henry no le parecía que hablara por hablar, pero la amenaza no había llegado a cumplirse. El futuro no les deparaba ningún encuentro con los tres matones, sino algo muy distinto.

Desde entonces había pasado tiempo. Ahora la meta era Banbury Cross (mejor dicho Hole in the Wall), y Henry no tenía caballo que le llevara, como en la canción; solo el coche de los pobres, el de san Fernando. Se puso en pie y, mientras se quitaba la nieve del culo, chilló alguien en su cabeza.

—¡Ay, ay, ay! —gritó.

Era como oírlo por un walkman cuyo volumen se pudiera subir hasta niveles de concierto, como un disparo de escopeta justo detrás de los ojos. Tropezó hacia atrás, moviendo los brazos para no perder del todo el equilibrio, y solo se salvó de otra caída gracias al choque con las ramas rígidas y horizontales de un pino que crecía a la izquierda del camino.

Se soltó del árbol con las orejas zumbando (las orejas y toda la cabeza) y dio un paso casi sin creerse que siguiera vivo. Después se llevó una mano a la nariz, y se le mojó la palma de sangre. En la boca también había algo suelto. Se puso una mano debajo, escupió un diente, lo observó con sorpresa y lo tiró, haciendo caso omiso de su primer impulso, que había sido metérselo en el bolsillo de la chaqueta. Que él supiera no se hacían implantes quirúrgicos de dientes, y dudaba mucho que el ratoncito Pérez llegara hasta aquellos andurriales.

No estaba seguro de quién había gritado, pero sospechaba que Pete Moore podía haberse metido en un lío gordísimo.

Quedó a la escucha de otras voces, otros pensamientos, pero no oyó ninguno más. Mejor. Eso sí: con o sin voces, tenía que admitir que aquello se había convertido en la cacería del siglo.

—Venga, machote, que ya falta menos —dijo, reemprendiendo la marcha hacia Hole in the Wall.

La sensación de que había pasado algo grave en la cabaña era más fuerte que nunca, y le costó un esfuerzo de voluntad mantener un ritmo fuerte de jogging.

«Ve a mirar el orinal.»

«¿No sería más fácil llamar a la puerta del lavabo y preguntarle si se encuentra bien?»

¿Había oído voces o se lo imaginaba? No, las voces eran reales, aunque ya no sonaran; tan reales como el grito de agonía. ¿De Pete? ¿O había sido la mujer, Becky?

—Pete —dijo, convirtiendo la palabra en una nube de vaho—. Ha sido Pete.

Aún no estaba del todo seguro, pero casi.

Al principio tuvo miedo de no poder volver al ritmo de antes, pero lo recuperó de manera automática, en plenas aprensiones: su respiración rápida se sincronizó con el ruido de los pasos, creando un efecto de hermosa sencillez.

Cinco kilómetros más para Banbury Cross, pensó. A casa. Como aquel día, cuando llevamos a Duddits a la suya.

«Como se lo contéis a alguien, no vuelvo a dirigiros la palabra.»

Henry volvió a aquel día de octubre como se vuelve a un sueño profundo. Bajó tanto por el pozo de la memoria, y tan deprisa, que al principio no se percató de la nube que se abalanzaba sobre él, una nube que no eran palabras, pensamientos ni gritos, sino algo rojinegro con lugares adonde ir y cosas que hacer.

5

Beaver da un paso, duda un poco y se arrodilla. El retrasado no le ve, sino que sigue gimiendo con los ojos apretados, entre convulsiones de su estrecha caja torácica. Los calzoncillos de Scooby-Doo y la chaqueta vieja de motorista de Beaver, llena de cremalleras, son dos cosas igual de cómicas, pero ninguno de los otros chicos se ríe. Henry solo quiere que deje de llorar el retrasado. Su llanto le destroza.

Beaver avanza un poco de rodillas y coge en brazos al niño que llora.

El barco de mi niño es un sueño de plata…

Es la primera vez que Henry oye cantar a Beaver, como no sea con la radio puesta (no se puede decir que los Clarendon se dejen caer mucho por la iglesia), y queda asombrado por la dulzura de su voz de tenor. Un año más, aproximadamente, y a Beaver le cambiará la voz, perdiendo sus virtudes, pero ahora, en el solar vacío de al lado del edificio en desuso, entre las malas hierbas, a todos les traspasa y asombra su sonido. El niño retrasado también reacciona: deja de llorar y mira a Beaver con cara de sorpresa.

—… que lleva de su cuna a la estrella más alta. Navega, niño mío, navega hacia mis brazos por los mares y ríos.

La última nota se queda flotando en el aire, y ante tanta belleza, por unos momentos, el mundo se aguanta la respiración. Henry nota que tiene ganas de llorar. El niño retrasado mira a Beaver, que le ha estado acunando al compás de la canción. Su cara, mojada por el llanto, contiene una expresión de perplejidad extática. Se le ha olvidado el labio partido, el morado de la mejilla, la ropa que le falta, la fiambrera perdida. Le dice a Beaver «maaa», una sílaba que podría no tener sentido, pero Henry la entiende, y ve que Beaver también.

—No puedo —dice Beaver.

Se da cuenta de que sigue teniendo el brazo alrededor de los hombros desnudos del niño, y lo aparta.

El resultado es que el niño pone mala cara, pero esta vez no es de miedo, ni de mal humor por que le lleven la contraria, sino de pura tristeza. Sus ojos, increíblemente verdes, se llenan de lágrimas, que ruedan por los regueros limpios de sus mejillas sucias. Le coge a Beaver la mano y vuelve a colocársela alrededor de sus hombros, diciendo:

—¡Maaa! ¡Maaa!

Beaver, presa del pánico, los mira.

—Mi madre nunca me cantaba nada más —dice—. Me dormía enseguida.

Henry y Jonesy se miran y estallan en carcajadas. No es que sea muy buena idea, porque seguro que el niño se asusta y vuelve a berrear como un poseso, pero no puede evitarlo ninguno de los dos. Resulta que el niño no llora, sino que sonríe a Henry y Jonesy con gran efusión, enseñando una dentadura muy junta y blanca, y vuelve a mirar a Beaver, mientras sigue sujetándole el brazo alrededor de los hombros.

—¡Maaa! —ordena.

—¡Coño, tío, pues vuelve a cantar lo mismo! —dice Pete—. La parte que sabes.

Beaver acaba por cantarlo tres veces más antes de que el niño se dé por satisfecho y permita que le pongan los pantalones y la camiseta rota, la que lleva el número de Richie Grenadeau. A Henry no se le olvidará jamás el fragmento de nana, ni su embrujo. Acudirá a su memoria en los momentos más inesperados: después de perder la virginidad en una fiesta universitaria, con Smoke on the Water retumbando en los amplios del piso de abajo; tras abrir el periódico por la página de necrológicas y ver la sonrisa (encantadora, todo hay que decirlo) de Barry Newman, sobre sus múltiples papadas; dando de comer a su padre, víctima del Alzheimer a una edad tan, tan injusta como cincuenta y tres años, mientras insiste, el pobre hombre, en que Henry es un tal Sam. «Sammy, los hombres de verdad pagan sus deudas», había dicho su padre; y, al aceptar la siguiente cucharada de cereales, le goteaba leche por la barbilla. En momentos así le vendrá a la memoria lo que ha quedado para él como «la nana de Beaver», y le procurará momentos de consuelo.

Ya tienen vestido al niño, a excepción de una zapatilla deportiva roja. Intenta ponérsela él mismo, pero la coge al revés. ¡Pobre! A Henry no le entra en la cabeza que los tres mayores hayan sido capaces de tomarla con él. Ya no es cuestión de su manera de llorar, que no se parece a ninguna otra que conozca. ¿Cómo se puede ser tan mala persona?

—Deja, que te lo arreglo —dice Beaver.

—¿Qué adegla? —pregunta el niño, con una perplejidad tan cómica que vuelven a reírse los tres, Henry, Jonesy y Pete. Henry ya sabe que no hay que reírse de los retrasados, pero no puede evitarlo. El niño tiene una de esas caras que hacen reír, como un personaje de dibujos animados.

Beaver solo sonríe.

—¡La zapatilla, hombre!

—¿Adegla tatilla?

—Eso. Así no se puede. Imposible, chaval.

Beaver le coge la zapatilla, y el niño, muy interesado, le ve ponérsela en el pie, apretar los cordones contra la lengüeta y formar el lazo. Cuando ya está hecho, el niño mira el lazo y mira a Beaver. Por último, le echa los brazos al cuello y le planta un besote ruidoso en la mejilla.

—Como le contéis a alguien lo que me ha hecho… —empieza a decir Beaver; pero se nota que le ha gustado, porque sonríe.

—¡Que sí, joder, que sí, que no volverás a dirigirnos la palabra! —dice Jonesy con una sonrisa burlona. Es quien tiene la fiambrera. Se pone de cuclillas delante del niño y se la enseña—. ¿Es tuya, tío?

El niño, satisfecho, enseña los dientes, como si se hubiera encontrado a un amigo de toda la vida, y la coge.

—Cubidú, dondetá…

—Eso, eso —dice Jonesy—. Tenemos trabajo, concretamente llevarte a casita[3]. Te llamas Douglas Cavell, ¿no?

El niño se aprieta la fiambrera contra el pecho con las dos manos sucias y le da un beso fuerte, como el que le ha estampado a Beaver en el moflete.

—¡Zoy Dudi! —exclama.

—Muy bien —dice Henry. Coge una mano del niño, Jonesy la otra, y le ayudan a levantarse. Maple Lane solo está a tres calles, y pueden llegar en diez minutos, suponiendo que no anden al acecho Richie y sus amigos, esperando el momento de que caigan en la trampa—. Venga, Duddits, a casita, que seguro que tu mami ya está preocupada.

Primero, sin embargo, Henry envía a Pete a la esquina de la nave para ver si está libre el camino. Cuando vuelve Pete e informa de que no hay moros en la costa, Henry deja que cubran ese tramo. Una vez que hayan llegado a la acera y pueda verles la gente, estarán a salvo. Hasta entonces no piensa correr riesgos. Por lo tanto, vuelve a enviar a Pete con instrucciones de reconocer el terreno hasta la calle y, si va todo bien, silbar.

—Yanotán —dice Duddits.

—No te digo que no —dice Henry—, pero estaré más tranquilo si va a verlo Pete.

Duddits permanece serenamente entre ellos, mirando los dibujos de la fiambrera, mientras Pete va a echar un vistazo. Henry se fía de él. No ha exagerado las dotes de corredor de Pete: si intentan caer sobre él Richie y sus amigos, pondrá el turbo y les dejará con un palmo de narices.

—¿Qué, tío, te gusta la serie? —dice Beaver, cogiendo la fiambrera.

Lo dice con tranquilidad. Henry observa la escena con cierto interés, movido por la curiosidad de ver si el niño retrasado llora porque le hayan quitado la fiambrera. No lo hace.

—¡Ubidús! —dice el niño retrasado.

Tiene el pelo rubio y rizado. Henry sigue sin adivinarle la edad.

—Ya, ya sé cómo se llaman —dice Beav con paciencia—, pero nunca se cambian de ropa. Tiene razón Pete. ¡Si es que…! Hay que joderse, ¿no?

—¡Zí!

El niño tiende las manos para que le devuelvan la fiambrera, y Beaver se la da. El crío la abraza y les sonríe a todos. Es una sonrisa muy bonita, piensa Henry, sonriendo a su vez. Le recuerda cuando has estado nadando mucho rato en el mar, sales muerto de frío y con la piel de gallina, te envuelves los hombros con una toalla y entras enseguida en calor.

Jonesy también sonríe.

—Duddits —dice—, ¿cuál es el perro?

El niño retrasado le mira sin dejar de sonreír, pero con cara de extrañeza.

—El perro —dice Henry—. ¿Cuál es el perro?

Ahora el niño mira a Henry con más cara de sorpresa que antes.

—¿Cuál es Scooby, Duddits? —pregunta Beaver.

Duddits pone cara de entender y señala con el dedo.

—¡Ubi! ¡Ubiubidú! ¡E perdro!

Se parten todos de risa, incluido Duddits. Entonces silba Pete, y se ponen en marcha. Cuando han recorrido tres cuartos del camino de entrada, dice Jonesy:

—¡Esperad, esperad!

Corre hacia una de las ventanas sucias de los despachos y se asoma, poniendo una mano a cada lado de la cara para que no le moleste la luz. De repente Henry se acuerda de a qué habían venido. Por el coño de Tina Jean como se llame. Parece que hayan pasado mil años.

Después de unos diez segundos, Jonesy les llama:

—¡Henry! ¡Beav! ¡Venid! ¡El niño que se quede!

Duddits le mira con los ojos brillantes y la fiambrera apretada contra el pecho. Después de un rato asiente con la cabeza, y Henry corre para reunirse con sus amigos al lado de la ventana. Tienen que ponerse muy juntos, y Beaver se queja de que le está pisando alguien, pero se arreglan. Más o menos al minuto llega Pete, que se extrañaba de esperarles tanto rato en la acera, y mete la cara entre los hombros de Henry y Jonesy. He aquí la escena: cuatro chicos mirando por la ventana sucia de una oficina, tres de ellos haciendo pantalla con las manos, y otro, el quinto, que se ha quedado detrás, entre las malas hierbas del camino de entrada, sujetando su fiambrera contra un pecho menudo y mirando el cielo blanco, donde hace esfuerzos por aparecer el sol. Detrás del cristal sucio (donde sus frentes apoyadas dejarán señales en forma de media luna) hay una habitación vacía. El suelo está lleno de polvo, y de varios renacuajos deshinchados que Henry reconoce como condones. En una pared, la de delante de la ventana, hay un tablón de anuncios con un mapa del norte de Nueva Inglaterra y una foto Polaroid de una mujer levantándose la falda, pero no se le ve el chocho, solo las bragas blancas. Tampoco es una chica de instituto. Es vieja. Como mínimo tiene treinta años.

—¡Pero bueno! —acaba diciendo Pete, que mira a Jonesy con cara de indignación—. ¿Para esto hemos venido?

Primero Jonesy se pone a la defensiva, pero después sonríe y mueve el pulgar por encima del hombro.

—No —dice—, por él.

6

Los recuerdos de Henry se interrumpieron de golpe al darse cuenta de algo sorprendente e inesperado: tenía un miedo atroz, y desde hacía bastante rato. Hasta entonces se había cernido en el umbral de su conciencia, porque lo retenía el recuerdo nítido del día en que habían conocido a Duddits, pero ahora le saltaba a la cara con un grito de terror, insistiendo en ser tomado en cuenta.

Se detuvo bruscamente, patinó y se quedó en medio de la carretera, agitando los brazos para no volver a caerse en la nieve. Jadeante, con los ojos muy abiertos, se preguntó: ¿Y ahora qué? Solo faltaban cuatro kilómetros para Hole in the Wall. Casi había llegado. ¿Ahora qué carajo hacía?

Hay una nube, pensó. No tengo claro qué es, pero lo noto. Es la sensación más clara que he tenido en toda mi vida, al menos desde que soy adulto. Tengo que apartarme de la carretera. Tengo que apartarme de la película. En la nube hay una película. De las que le gustan a Jonesy. Una de miedo.

—¡Qué tontería! —murmuró, sabiendo que no lo era.

Oyó acercarse un ruido de motor. Procedía de la dirección de Hole in the Wall e iba muy deprisa: un motor de motonieve, casi seguro que el Arctic Cat que tenían guardado en el campamento… pero también era la nube rojinegra con la película dentro, una energía negra, tremenda, corriendo a su encuentro. Esta vez se trataba de algo más que un simple clic en la cabeza. Era como un puño de enterrado en vida dando golpes en la tapa de su ataúd.

Henry permaneció sin moverse, asaltado por un centenar de temores de infancia, de cosas debajo de la cama, en ataúdes, de hormigueos de insectos al levantar las piedras, de la pasta peluda que quedaba de una rata muerta, una rata asada, al retirar su padre la estufa de la pared para arreglar el enchufe. Y de temores que nada tenían de infantiles: su padre, perdido en su propio dormitorio y tan asustado que gritaba; Barry Newman huyendo de la consulta con cara de pavor, porque le habían pedido que investigara algo que no quería o no podía reconocer; el propio Henry sentado a las cuatro de la madrugada con un vaso de whisky, y el mundo un vacío sin vida, su propio cerebro un vacío sin vida, el alba a mil años de distancia y ni rastro de nanas. Todo ello lo contenía la nube rojinegra que corría hacia él como el caballo blanco del Apocalipsis. Todo ello y más. Se acercaba hacia Henry cuanto de malo pudiera haber sospechado, y no en un caballo blanco, sino en una motonieve vieja con el chasis oxidado. No era la muerte, sino algo peor: el señor Gray.

¡Sal de la carretera!, le ordenó su mente. ¡Sal de la carretera y escóndete!

Al principio no podía moverse. Tenía la sensación de que le pesaban cada vez más los pies. El corte del muslo, el que se había hecho con el intermitente, le quemaba como si le hubieran marcado con un hierro candente. Ahora entendía la sensación de un ciervo sorprendido por los faros de un coche, o de una ardilla dando saltos tontamente al echársele encima un cortacésped. La nube le había robado la facultad de ayudarse a sí mismo. Estaba paralizado en su camino.

El empujón, curiosamente, se lo dieron sus ideas de suicidio. ¿Una decisión tan costosa, pagada al precio de agonía de quinientas noches de insomnio, solo para que una especie de reacción de ciervo le quitara su poder de decisión? No, imposible. Ya era bastante duro sufrir, pero dejar que su cuerpo, atenazado por el miedo, se burlara de aquel sufrimiento negándose a obedecer, que esperase pasivamente la colisión con un demonio… no, eso no podía permitirlo.

De modo que se movió, pero era como moverse en una pesadilla, por un aire que parecía vuelto de caramelo. Le subían y bajaban las piernas con la lentitud de un ballet submarino. ¿Era la misma carretera por la que había corrido? Ahora la idea le parecía imposible, aunque lo tuviera tan fresco en la memoria.

A pesar de todo, siguió moviéndose mientras se acercaba el quejido del motor, convertido en un ruido cada vez más sordo y entrecortado, y llegó un momento en que logró internarse entre los árboles del lado sur de la carretera. Avanzó unos cinco metros, bastante para que no hubiera manto de nieve, solo un polvillo blanco sobre una alfombra de agujas aromáticas de color anaranjado. Entonces cayó de rodillas, sollozó de terror y se tapó la boca con los guantes para ahogar el sonido, porque ¿y si le oían? Era el señor Gray, la nube era el señor Gray. ¿Y si le oía?

Se arrastró detrás del tronco musgoso de un abeto, lo abrazó y se asomó al otro lado, mirando a través de la cortina de su pelo enredado y sudado. Vio una chispa de luz en la oscuridad de la tarde. Era una luz nerviosa y vacilante que fue ganando en anchura hasta convertirse en faro.

A medida que se acercaba lo negro, Henry perdió el control de sus gemidos. La nube parecía flotar sobre su mente como un eclipse, borrando el pensamiento y reemplazándolo por imágenes espantosas: leche en la barbilla de su padre, pánico en los ojos de Barry Newman, cuerpos esqueléticos y miradas fijas detrás de alambradas, mujeres desolladas, hombres ahorcados… Hubo un momento en que pareció que se le girara su comprensión del mundo como un calcetín, y se dio cuenta de que estaba todo infectado… o podía estarlo. Todo. Delante de lo que se avecinaba, sus motivos para pensar en el suicidio eran triviales.

Apretó la boca contra el tronco para no gritar, y sintió que sus labios tatuaban un beso en el musgo elástico hasta alcanzar lo mojado, lo que sabía a corteza. Justo entonces pasó de largo el Arctic Cat, y Henry reconoció la forma que lo montaba, reconoció a la persona que generaba la nube rojinegra que ahora llenaba la cabeza de Henry como una fiebre seca.

Mordió el musgo, gritó contra el árbol (inhalando trozos de musgo sin darse cuenta) y volvió a gritar. Después se quedó de rodillas, aferrándose al árbol y temblando, mientras disminuía hacia el este el sonido del Arctic Cat. El ruido volvió a quedar reducido a un zumbido molesto, y Henry seguía en la misma postura. Se perdió por completo, y Henry seguía en la misma postura.

Por ahí anda Pete, pensó. Les encontrará a él y a la mujer.

Caminó tropezando hasta la carretera, sin darse cuenta de que volvía a sangrarle la nariz, ni de que lloraba. Reemprendió enseguida el camino hacia Hole in the Wall, aunque ahora cojeaba. Quizá no importase, porque en el campamento ya había ocurrido todo.

Lo horrible, lo ignoto que había sentido avecinarse, ya había ocurrido. De sus amigos, uno estaba muerto, el otro agonizaba y el otro, pobre, se había convertido en estrella de cine.