V
Duddits, primera parte

1

—Señora —dijo Pete.

La mujer del abrigo de lana no dijo nada. Seguía en la lona, sucia de serrín, y no decía nada. Pete distinguió un ojo mirándole a él fijamente, o detrás de él, o al centro del puto universo, a saber. Daba repelús. Entre ellos chisporroteaba el fuego, que ahora empezaba a dar calor. Henry llevaba unos quince minutos ausente. Pete calculó que tardaría tres horas en volver. Como mínimo. Mucho tiempo para pasarlo bajo la mirada lúgubre de aquel ojo.

—Señora —volvió a decir—. ¿Me oye?

Nada, y eso que la mujer había bostezado una vez, y Pete había visto que le faltaba media dentadura. ¿Cómo coño se le había caído? ¿De veras quería saberlo? Pete había descubierto que la respuesta era que sí y que no. Tenía curiosidad (suponía que inevitable), pero al mismo tiempo prefería no saber nada: ni quién era ella, ni quién era Rick, ni qué le había pasado al tal Rick, ni a quién se refería ella con la tercera personal del plural. «¡Han vuelto!», había gritado al ver las luces en el cielo. «¡Han vuelto!»

—Señora —dijo por tercera vez.

Nada.

Ella había dicho que el único que quedaba era Rick, y después que «han vuelto». Debía de referirse a las luces del cielo. Desde entonces se había reducido todo a eructos y pedos… el bostezo, dejando a la vista los huecos de la dentadura… y el ojo. Aquel ojo que daba repelús. Henry solo llevaba quince minutos ausente (se había marchado a las doce y cinco, y ahora el reloj de Pete indicaba las doce y veinte), y ya parecía hora y media. El día se adivinaba muy largo, y, si Pete pretendía pasarlo sin que le traicionaran los nervios, necesitaba algo. (No se le iba de la cabeza un cuento que habían leído en octavo; no recordaba al autor, solo que el protagonista había matado a un viejo por el simple motivo de que no aguantaba su manera de mirarle. Entonces Pete no lo había entendido, pero ahora… joder, ahora sí.)

—¿Me oye, señora?

Nada. Solo el ojo que daba repelús.

—Tengo que volver al coche. Es que se me ha olvidado algo, pero bueno, aquí está bien, ¿verdad?

Respuesta cero. La mujer soltó otro de sus pedos de sierra mecánica, contrayendo la cara como si le doliera; y debía de dolerle, porque con semejante ruido… Pete había tomado la precaución de colocarse el primero de cara al viento, pero le llegó un rebufo, un rebufo caliente y rancio pero que no acababa de ser humano. Tampoco olía a pedo de vaca. Pete, de niño, había trabajado para Lionel Sylvester, ordeñando a cantidad de vacas, y a veces, cuando estaba en el taburete, le echaban una ventosidad en plena cara. Era un olor denso y verde, como a tierra encharcada. Los de la mujer no se parecían en nada. Eran… eran como cuando de niño te regalan el primer juego de química, y después de unos días te cansas de los experimentitos para maricas que trae el libro, se te va la olla y mezclas todos los potingues, solo para ver si explota. Pete se dio cuenta de que era una de las causas de que estuviera tan preocupado y con los nervios de punta; y eso que era una chorrada, porque la gente no explota porque sí. A pesar de ello, necesitaba una ayudita. Porque la buena señora lo estaba poniendo nervioso cosa seria.

Cogió dos de los trozos de leña que había recogido Henry, los añadió al fuego, se lo pensó y puso otro. Saltó un torbellino de chispas, que se apagaron en la lámina oblicua del techo.

—Volveré antes de que se haya consumido, pero bueno, si quiere poner otro, usted misma. ¿De acuerdo?

Nada. De repente le entraron ganas de zarandearla, pero entre la ida y la vuelta le esperaba una caminata de más de dos kilómetros, y convenía ahorrar fuerzas. Además, seguro que se tiraba otro pedo o le eructaba en la cara.

—Pues nada —dijo—, el que calla otorga. Es lo que decía en cuarto la señora White.

Se levantó sujetándose la rodilla, y entre muecas, resbalones y amagos de caída, consiguió ponerse en pie, porque necesitaba la cerveza y no había nadie más que pudiera ir a buscarla. ¡Joder si la necesitaba! Probablemente fuera alcohólico. Ni probablemente ni hostias: seguro. Preveía que en algún momento tendría que tomar una decisión, pero de momento estaba solo, ¿no? Sí, porque aquella mamona era como si no estuviera. Su único acto de presencia eran flatulencias apestosas y un ojo que daba repelús. ¿Que necesitaba echar más leña al fuego? Que lo hiciera ella. Pero no, no haría falta, porque Pete volvería mucho antes. Solo eran dos kilómetros y pico. Seguro que la pierna los soportaba.

—Ahora vuelvo —dijo. Se agachó para darse un masaje en la rodilla. Estaba rígida, pero en estado aceptable. Sí, la verdad era que sí. No tardaría casi nada. Cuestión de meter la cerveza en una bolsa y, ya que estaba, coger una caja de galletas saladas para la mujer—. ¿Seguro que se encuentra bien?

Nada, solo el ojo.

—El que calla otorga —repitió, y emprendió la caminata por Deep Cut Road, siguiendo el surco ancho que había dejado la lona y las huellas de él y Henry, que casi se habían borrado con la nieve. Caminaba a tramos cortos, deteniéndose cada diez o doce pasos para descansar… y masajearse la rodilla. En una ocasión se giró para mirar el fuego. A la luz de aquel mediodía gris, ya parecía pequeño e insignificante—. Esto es una locura —dijo, pero siguió caminando.

2

Cubrió el tramo recto sin percances. La primera mitad de la cuesta tampoco le puso pegas. Justo cuando apretaba un poco el paso, fiándose más de la rodilla… ¡Ajá! ¡Te pillé, gilipuertas! La muy cabrona volvió a quedársele tiesa, como si fuera de hierro. Pete se cayó, mascullando toda clase de barbaridades.

Fue así, sentado en la nieve y cagándose en todo, como se dio cuenta de que sucedía algo rarísimo. Le pasó por la izquierda un ciervo macho de tamaño respetable, dispensando una mirada fugaz al ser humano que en circunstancias normales debería haberle hecho huir a grandes saltos elásticos. Entre las patas del ciervo, o casi, corría una ardilla roja.

Pete se quedó sentado bajo la nevada (que, ya en su fase final, se apelmazaba en copos enormes, creando una especie de sábana de encaje en movimiento), con la pierna estirada hacia delante y la boca abierta. Venían más ciervos por la carretera, y otros animales que trotaban y saltaban como si huyeran de una calamidad. En el bosque todavía eran más numerosos, ola viva desplazándose al este.

—¿Adónde vais? —le preguntó Pete a un conejo que se bamboleaba con las orejas paralelas al lomo—. ¿A un casting para la nueva película de la Disney? ¿A…?

Se quedó callado y se le secó la saliva de la boca. A su izquierda, detrás de la pantalla de árboles jóvenes (sucesores de la tala), se paseaba un oso negro rechonchete, listo para hibernar. Caminaba con la cabeza hacia abajo, balanceando los cuartos traseros y, si bien no prestó la menor atención a Pete, las ilusiones de este respecto a su papel en los grandes bosques del norte sufrieron su primer correctivo en plena regla. Solo era un trozo de carne blanca y sabrosa que, por casualidades de la vida, aún respiraba. Sin escopeta estaba tan indefenso como la ardilla que había visto corretear entre las patas del ciervo, con la diferencia de que, si se fijaba en ella el oso, la ardilla podía trepar a las ramas más altas del primer árbol que encontrara, donde no pudiera seguirla ninguna bestia de ese tamaño. El hecho de que aquel oso, en concreto, ni siquiera le mirara, no fue de gran consuelo para Pete. Si había uno, podía haber más, y quizá el siguiente no estuviera tan distraído.

Una vez que se hubo cerciorado de que el oso estaba lejos, volvió a levantarse con dificultad y el corazón a cien. A la tonta de los pedos la había dejado sola, pero bueno, ¿hasta qué punto habría podido protegerla del ataque de un oso? Conclusión: era necesario ir a buscar la escopeta. Y si podía cargar con la de Henry, mejor que mejor. Durante los cinco minutos siguientes (hasta llegar a la cima de la colina), los pensamientos de Pete dieron prioridad a las armas de fuego, relegando al alcohol al segundo puesto. Sin embargo, cuando emprendió el cauteloso descenso del otro lado, volvía a estar obsesionado con la cerveza. La metería en una bolsa y se la colgaría en el hombro. Y ni hablar de beberse una a medio camino. Sería su premio por volver. ¿Qué mejor premio que una cerveza?

Eres un alcohólico. Lo sabes, ¿no? Un alcohólico de mierda.

Sí, y ¿qué quería decir? Que había que extremar las precauciones. No podía enterarse nadie de que había dejado sola en el bosque a una mujer medio en coma para ir a por unas birras, por poner un ejemplo. Y, cuando volviera al refugio, tendría que acordarse de tirar las latas vacías muy dentro del bosque; aunque eso no garantizaba que no se enterara Henry, porque cuando estaban juntos siempre resultaba que sabían cosas el uno del otro sin habérselas dicho. Por otro lado, y al margen de que se leyeran el pensamiento, mucho había que madrugar para engatusar a Henry Devlin.

A pesar de todo, Pete juzgó poco probable que Henry le diera la vara con el tema de la cerveza, a menos que él, Pete, decidiera que había llegado el momento de comentárselo. Y de pedirle ayuda a Henry, quizá. Era una posibilidad, pero cada cosa a su tiempo. Lo único claro era que a Pete le había quedado mal sabor de boca. Dejar sola a aquella mujer daba una imagen bien poco agradable de Peter Moore. Aunque Henry… a Henry, aquel noviembre, también le pasaba algo raro. Pete no sabía si Beaver también lo notaba, pero estaba casi seguro de que Jonesy sí. Henry estaba jodidillo. Quizá hasta…

Oyó un gruñido a sus espaldas, gritó y dio media vuelta. Se le había vuelto a poner tiesa la rodilla, y esta vez a lo bestia, pero tenía tanto miedo que no se dio ni cuenta. Era el oso. O había vuelto el de antes, o era otro, pero…

No era ningún oso, sino un alce que pasó de largo con displicente mirada. Pete volvió a caerse en medio del camino, diciendo palabrotas con voz gutural y cogiéndose la pierna. Mientras veía caer la nieve, se llamó tonto. Tonto alcohólico.

Pasó un momento de miedo, porque parecía que esta vez no fuera a desatascársele la rodilla. Se le había roto algo por dentro, y se quedaría tumbado en medio del éxodo animal hasta que volviera Henry con la motonieve. Entonces Henry le diría: «¿Qué coño haces tú aquí? ¿Por qué la dejas sola? No sé ni por qué lo pregunto, porque ya lo sé».

Después de un rato, sin embargo, consiguió levantarse. A lo máximo que llegaba era a dar pasitos cortos, cojeando, pero era mejor que quedarse en la nieve a pocos metros de una montañita de caca fresca de alce. Ahora veía el Scout volcado, con las ruedas y la parte de abajo del chasis cubiertos de nieve fresca. Se dijo que, si la última caída le hubiera pillado en la subida, habría vuelto junto a la mujer y el fuego, pero que ahora, con el Scout a la vista, era preferible seguir. Que su objetivo principal eran las escopetas, y las botellas de Bud un simple aliciente secundario. Y casi se lo creyó. En cuanto al regreso… Bueno, de alguna manera se las arreglaría. ¿No había llegado hasta ahí? Pues eso.

Cuando faltaban menos de cincuenta metros para alcanzar el Scout, oyó acercarse a gran velocidad un ruido de hélices, el ruido inconfundible de un helicóptero. Ansioso, levantó la vista y se dispuso a permanecer derecho el tiempo suficiente para hacer señas con los brazos (si alguien necesitaba una ayudita del cielo, era él), pero el helicóptero no llegó a perforar las nubes bajas. Por breves instantes vio una forma oscura casi encima de su cabeza, y el tenue resplandor intermitente de sus luces, pero a continuación el ruido de helicóptero se alejó hacia el este, en la misma dirección que los animales. Pete quedó consternado al experimentar un alivio mezquino debajo de su decepción: si hubiera aterrizado el helicóptero, él no habría llegado a la cerveza. ¡Joder, con lo que había caminado!

3

A los cinco minutos estaba de rodillas, extremando las precauciones para introducirse en el Scout volcado. No tardó en comprender que la rodilla mala le sustentaría poco tiempo (ahora la tenía hinchada por dentro del vaquero, como una hogaza dolorosa de pan), y lo que hizo, más o menos, fue nadar por el interior nevado. No le gustaba; le parecían demasiado fuertes todos los olores, y demasiado cerrado el espacio. Casi era como entrar a rastras en una tumba, pero que oliera a la colonia de Henry.

La compra estaba desperdigada por toda la parte de atrás, pero Pete apenas se fijó en el pan, las latas, la mostaza y el paquete de salchichas rojas (casi la única carne que vendía el viejo Gosselin). A él le interesaba la cerveza, y por lo visto solo se había roto una botella al volcar el Scout. La suerte del borracho. Olía mucho (como era de esperar, también se había derramado la que estaba bebiendo Pete en el momento del accidente), pero le gustaba el olor a cerveza. En cambio la colonia de Henry… ¡Puaj! A su manera apestaba tanto como las flatulencias de la mujer. Desconocía el motivo de que el olor a colonia le hiciera pensar en ataúdes, tumbas y coronas fúnebres, pero así era.

—Además, ¿qué sentido tiene ponerse colonia en el bosque? —preguntó, cada palabra una nubecilla blanca de vapor.

La respuesta era lógica: que de hecho Henry no llevaba. En realidad solo olía a cerveza. Por primera vez en mucho tiempo, Pete se acordó de aquella comercial de inmobiliaria tan guapa que había perdido las llaves del coche delante de la farmacia de Bridgton, y de cuando él había adivinado que ni acudiría a la cita ni quería estar a menos de quince o veinte kilómetros de él. ¿Se parecía en algo el episodio a oler una colonia inexistente? Pete no lo sabía. Solo sabía que no le gustaba que se le mezclaran en la cabeza el olor y la idea de la muerte.

No seas burro y no le des más vueltas. Lo único que pasa es que te sugestionas. Hay una diferencia muy grande entre ver la línea, verla de verdad, y sugestionarse. Menos chorradas y coge lo que has venido a buscar.

—¡Coño, qué buena idea! —dijo Pete.

Las bolsas del súper no eran de papel, sino de plástico y con asas. En eso, al menos, estaba al día Gosselin. Pete le echó mano a una, y al hacerlo sintió un dolor agudo en el índice izquierdo. Claro, como solo había una botella rota, tenía que cortarse. ¡Cagüen…! A juzgar por la sensación, el corte era profundo. Quizá fuera el castigo por dejar sola a la mujer. En ese caso, lo aguantaría como un macho y se consideraría afortunado.

Hizo acopio de ocho botellas y empezó a salir del Scout, pero le asaltó una duda. ¿Todo ese camino cojeando, solo por ocho míseras cervezas?

—No —murmuró.

Y cogió las otras siete, esmerándose en no dejar ni una a pesar del mal rollo que le daba el Scout. A continuación retrocedió, procurando no obsesionarse con la idea de que se había refugiado en el vehículo uno de los animales que huían (uno pequeño pero con dientes muy grandes), y que enseguida le saltaría encima, arrancándole un trozo de testículo. Castigo de Pete, segunda parte.

No podía decirse que le hubiera entrado pánico, pero salió con pies y manos del Scout más deprisa que al entrar, y justo cuando llegaba al final volvió a ponérsele tiesa la rodilla. Se dejó caer gimiendo de espaldas y, mientras veía caer la nieve (los últimos copos, enormes y con tanto encaje como la ropa interior femenina de lujo), se frotó la rodilla diciéndole venga, guapa, sé buena, suelta de una vez, hija de puta. Justo cuando empezaba a temer que esta vez no le hiciera caso, respondió. Pete apretó los dientes, se incorporó y miró la bolsa con la leyenda roja GRACIAS POR HABERNOS ELEGIDO.

—¿Dónde coño querías que fuera a comprar? —preguntó.

Decidió darse el lujo de una cervecita antes de emprender el camino de vuelta hacia donde estaba la mujer. Así se le haría menos pesado.

Sacó una, abrió la tapa de rosca y, en cuatro tragos generosos, se echó al coleto la mitad. Hacía frío, y más fría era la nieve que le servía de asiento, pero se sintió mejor. Era lo que tenía de mágico la cerveza; y el whisky, el vodka, la ginebra… Aunque, en temas de alcohol, Pete era partidario de la cerveza.

Mirando la bolsa, volvió a pensar en el chaval pelirrojo del súper: su sonrisa de perplejidad, y aquellos ojos achinados que estaban en el origen de que a esa gente se la llamara «mongólica» (como en el insulto, mongólico). La imagen le llevó a acordarse de Duddits, o Douglas Cavell, para quien quisiera ceñirse a las formas. Pete desconocía el motivo de que últimamente se acordara tanto de Duddits, pero así era, y se prometió algo: cuando acabara todo, pasaría por Derry y le haría una visita al bueno de Duddits. Convencería a los demás de que le acompañaran. Tenía la sensación de que no le costaría mucho. Seguramente fuera Duddits la razón de que siguieran siendo amigos después de tantos años. ¡Si la mayoría de la gente no volvía a acordarse de los compañeros de clase, y menos de los de séptimo u octavo! (Ahora lo llamaban escuela media, aunque Pete tenía claro que debía de ser la misma selva triste de inseguridades, confusión, sobacos apestosos, modas locas de un día e ideas precipitadas.) Por descontado que a Duddits no le conocían del cole, porque no iba al de Derry, sino al Centro de Educación Especial Mary M. Snowe («el cole de los subnormales», como lo llamaban los niños del barrio, o más sencillamente «de los tontos»). Lo normal habría sido que no llegaran a conocerse, pero intervino el solar vacío de Kansas Street, y el edificio de ladrillo adosado. Al otro lado de la calle aún se podía leer TRACKER HERMANOS. TRANSPORTE Y ALMACENAMIENTO en letras de un blanco desleído sobre los ladrillos rojos. Y detrás, en el espacio grande donde antes aparcaban los camiones para descargar… había escrito algo más.

Pete estaba sentado en la nieve, pero ya no notaba que se le deshiciera debajo del culo. Bebía su segunda cerveza, sin darse cuenta ni de que la hubiera abierto. (La primera botella vacía la había arrojado al bosque, donde seguía viendo animales que se desplazaban hacia el este.) Y se acordó de cuando habían conocido a Duds. Se acordó de la ridícula chaqueta que llevaba Beaver, la que tanto le gustaba; se acordó de su voz, algo atiplada pero con autoridad, anunciando el final de algo y el principio de otra cosa; anunciando de una manera difícil de entender, pero real y perceptible, que el curso de sus vidas había cambiado un martes por la tarde en que solo tenían pensado jugar un dos contra dos en el porche de Jonesy y luego, quizá, un parchís delante de la tele. Ahora que estaba sentado en el bosque, al lado del Scout volcado, ahora que seguía oliendo la colonia que no se había puesto Henry, y que bebía el veneno feliz de su vida con una mano con manchas de sangre en el guante, el vendedor de coches se acordó del niño que no había renunciado por completo a sus sueños de hacerse astronauta, pese a sus dificultades con las matemáticas. (Primero lo ayudaba Jonesy, y luego Henry, hasta que en décimo curso ya no tenía remedio.) También se acordó del resto de los chavales, sobre todo de Beaver, que le había dado a todo la vuelta con una exclamación de su voz todavía infantil, pero por poco tiempo: «¡Vale ya, tíos! ¡Dejadle en paz, joder!».

—Beaver —dijo Pete, con la espalda apoyada en el capó del Scout volcado, y brindó con la tarde oscura—. Estuviste genial.

Todos, ¿no?

¿A que habían estado todos geniales?

4

Como va a octavo, y la última clase del día es la de música, en la planta baja, Pete siempre sale antes que sus tres mejores amigos, que acaban las clases en el piso de arriba: Jonesy y Henry en narrativa americana, que es una clase de lectura para niños listos, y Beaver en el aula contigua, haciendo matemáticas aplicadas (en realidad, Matemáticas para Niños y Niñas Tontos). Pete está haciendo un gran esfuerzo para no tener que cursarla el año que viene, pero tiene la impresión de que es una batalla perdida. Sabe sumar, restar, multiplicar y dividir; también sabe hacer fracciones, aunque tarde demasiado, pero ahora hay algo nuevo: ha aparecido la equis. Pete no la entiende, y le da miedo.

Sale del cole y se queda al lado de la valla de tela metálica, viendo pasar al resto de los de octavo y a los criajos de séptimo. Finge fumar ahuecando una mano en la boca y escondiendo la otra detrás, la que sujeta el presunto cigarrillo escondido.

Ahora salen los de noveno, que estudian en el primer piso, y entre ellos, como si fuera la realeza (casi como reyes sin corona, aunque una cursilada así nunca la diría Pete en voz alta), van sus amigos, Jonesy, Beaver y Henry. Si existe un rey de reyes, es Henry, que tiene coladas a todas las niñas, aunque lleve gafas. Pete es consciente de que es una suerte tener amigos así. Hasta puede que sea el alumno de octavo más afortunado de todo Derry, por mucho que le agobien las equis. Lo que menos cuenta es que la amistad con chicos de noveno le evite puñetazos por parte de algún animal de los de octavo.

—¡Pete! —dice Henry cuando salen los tres tranquilamente por la verja. Pone la misma cara de siempre, como si fuera una sorpresa encontrarse con Pete, pero buenísima—. ¿Qué cuentas, tío?

—Poca cosa —responde Pete, como siempre—. ¿Y tú?

—MMDD —dice Henry, limpiando las gafas y sacándoles brillo.

Si hubieran formado un club, lo más probable es que hubieran elegido como lema «MMDD». Con el tiempo, hasta le enseñarán a Duddits a decirlo: en duddités suena como «mima mirda difendia», y es de lo poco que dice Duddits sin que le entiendan sus padres. A Pete y sus amigos, como es lógico, les parecerá genial esto último.

La cuestión es que ahora, faltando media hora para que entre Duddits en el futuro de los cuatro, Pete se limita a repetir la respuesta de Henry.

—Eso, tío, MMDD.

En el fondo, sin embargo, los cuatro solo creen en la segunda mitad, porque en el fondo creen que siempre es el mismo día, día tras día. Es Derry, es 1978 y siempre será 1978. Hablan del futuro, dicen que verán el siglo XXI (Henry será abogado, Jonesy escritor, Beaver camionero y Pete astronauta, con distintivo de la NASA en el hombro), pero es hablar por hablar, de la misma manera que en la iglesia entonan el credo sin una idea clara de lo que sale por su boca. A ellos lo que les interesa es la falda de Maureen Chessman, que de por sí ya es corta, pero que ha subido hasta medio muslo al girarse ella. En el fondo creen que un día la falda de Maureen subirá bastante para que le vean el color de las bragas, como creen que Derry es eterno, y que ellos también son eternos. Siempre irán a este colegio, siempre serán las tres menos cuarto, siempre caminarán juntos por Kansas Street para jugar a baloncesto en el jardín de Jonesy (Pete, delante de casa, también tiene aro, pero prefieren el de Jonesy porque su padre lo ha puesto bastante bajo para hacer mates), y siempre hablarán de lo mismo: de clases, de profesores, de quién ha hecho la última barbaridad… (De momento, en lo que va de año, las preferencias de los cuatro se decantan por un alumno de séptimo que se llama Norm Parmeleau, pero que ha pasado a ser conocido como Macarrones Parmeleau, un apodo que le perseguirá muchos años, hasta en el nuevo siglo del que hablan los cuatro sin creer en su existencia. Un día, en el bar, para ganar una apuesta de veinticinco centavos, Norm Parmeleau se metió macarrones y queso en los dos agujeros de la nariz, los aspiró como si fueran mocos y se los tragó. Como tantos alumnos de entre séptimo y noveno, Macarrones Parmeleau ha confundido la fama con la mala fama.) Siempre hablarán de quién sale con quién (si se ve volver juntos del cole a una chica y un chico, se supone que pueden salir juntos; si se les ve haciendo manitas o morreando, es que seguro), y de quién ganará la Superbowl (los Patriots, coño, los Patriots de Boston, aunque luego resulta que nunca la ganan, y que tener que ser de los Patriots es un marrón). Siempre son los mismos temas, eternamente fascinantes para quienes salen del mismo colegio («creo en Dios todopoderoso») y caminan por la misma calle («creador del cielo y la tierra»), bajo el mismo cielo blanco de octubre y con los mismos amigos («amén»). El mismo día y el mismo rollo: en el fondo creen eso, y, como K. C. and the Sunshine Band (aunque ellos siempre te dirán que el rock es la hostia y la música disco una puta mierda), dicen That’s the way I like it: así es como me gusta. El cambio, cuando ocurra, será repentino y no anunciado, como para todos los niños de su edad. Si el cambio tuviera que pedir permiso a los alumnos de entre séptimo y noveno, dejaría de existir.

Hoy se añade a la lista otro tema de conversación: la caza, porque el señor Clarendon, por primera vez, va a llevárselos a Hole in the Wall. Pasarán tres días fuera, dos de ellos lectivos. (El colegio no pondrá ninguna pega al viaje, ni hará falta mentir sobre el objetivo de la excursión; el sur de Maine puede haberse urbanizado, pero arriba, en el norte, la caza sigue siendo considerada como parte integrante de la educación de los jóvenes, sobre todo varones.) La idea de caminar sigilosamente por el bosque con la escopeta cargada, mientras sus amigos se mueren de asco en el cole, les parece la rehostia, tanto que pasan por la acera de enfrente del cole de los subnormales y ni se fijan. Los retrasados salen a la misma hora que los de la escuela intermedia, pero a la mayoría les acompaña su madre en el autocar especial, que en vez de amarillo es azul. A la hora en que Henry, Beaver, Jonesy y Pete pasan por la acera de enfrente del Mary M. Snowe, coinciden con algunos de los alumnos menos retrasados, los que tienen permiso para volver solos a casa y lo miran todo riendo, con aquella expresión tan peculiar de sorpresa continua. Para Pete y sus amigos es como si no existieran. Solo son otro dibujo en el papel de pared del mundo.

Henry, Jonesy y Pete escuchan atentamente a Beav, que les está contando que al llegar a Hole in the Wall tendrán que bajar al Barranco, porque es donde suelen ir los ciervos grandes. Abajo hay arbustos que les gustan.

—Yo y papá, abajo, hemos visto como mil millones de ciervos —dice. Los cierres de las cremalleras de su chaqueta gastada de motorista hacen ruido de estar de acuerdo.

Discuten sobre quién cazará el ciervo más grande y cuál es el mejor sitio para matar uno de un solo tiro, para que no sufra. («Aunque dice mi padre que los animales, cuando están heridos, no sufren como las personas —les cuenta Jonesy—. Dice que Dios los hizo diferentes para que esté bien que los cacemos.») Se ríen, se pelean y discuten sobre cuál de los cuatro tiene más posibilidades de vomitar la comida llegado el momento de destripar las piezas, y va quedando más y más lejos el cole de los subnormales. Delante, por la acera que recorren, se agiganta el edificio rojo de ladrillo donde estaba la oficina de Tracker Hermanos.

—Yo seguro que no vomito —se jacta Beaver—. He visto tripas de ciervo mil veces, y no me afectan. Me acuerdo de que una vez…

—¡Tíos, tíos! —interviene Jonesy, que de repente está muy agitado—. ¿Queréis verle el chocho a Tina Jean Schlossinger?

—¿Quién es Tina Jean Sloppinger? —pregunta Pete.

Pero ya está intrigado. Le parece buenísima idea verle el coño a alguien, sea quien sea; se pasa el día mirando los Penthouse y Playboy de su padre, los que guarda en el taller detrás de la caja de herramientas grande. Los coños son muy interesantes. No se la levantan ni le ponen cachondo como ver tetas, pero debe de ser porque aún es muy joven.

Sí, los coños son interesantes.

—Schlossinger —dice Jonesy entre risas—. Schlossinger, Petesky. Los Schlossinger viven a dos manzanas de mi casa, y… —De repente se queda callado, por efecto de una importante cuestión que debe responderse de inmediato. Se vuelve hacia Henry—. ¿Los Schlossinger son judíos o republicanos?

Ahora el que ríe es Henry; se ríe de Jonesy, pero sin mala intención.

—Técnicamente, creo que es posible ser las dos cosas a la vez… o ni lo uno ni lo otro.

Pete queda impresionado por lo bien que habla Henry. «Ni lo uno ni lo otro.» Queda de un inteligente que te cagas. En adelante, piensa, cuidará su lenguaje; aunque intuye que no sabrá hacerlo, que es de los que están condenados a hablar mal toda la vida.

—Tío, no me vengas con religión y política —dice Henry, aún riendo—. Si tienes una foto de Tina Jean Schlossinger enseñando el chocho, quiero verla.

Beav, entretanto, se ha excitado de manera visible: tiene rojas las mejillas, los ojos brillantes, y se mete otro palillo en la boca teniendo a medias el anterior. Las cremalleras de su chaqueta, la misma que llevó su hermano durante cuatro o cinco años, tintinean más deprisa.

—¿Es rubia? —pregunta—. ¿Es una rubia que va al instituto? ¿Una que está buenísima? Y con… —Pone las manos delante del pecho, y al ver que Jonesy asiente sonriendo, se gira hacia Pete y dice—: ¡Sí, burro, la reina de este año para la fiesta de exalumnos! ¡Salió su foto en el periódico! ¡En la carroza, con Richie Grenadeau!

—Sí, pero luego, en el partido, perdieron los Tigers, y Grenadeau se partió la nariz —dice Henry—. La primera vez que juega el equipo del insti de Derry contra otro de primera, uno del sur de Maine, y van los muy capullos…

—Los Tigers son una puta mierda —interviene Pete.

El béisbol de instituto le interesa un poco más que la temida equis, pero no mucho. En fin, ya sabe quién es la tal Tina Jean, y se acuerda de la foto del periódico: ella en un camión tapado con flores y al lado el quarterback de los Tigers, los dos con coronas de papel de aluminio, sonriendo y saludando al público. Ella tenía una melena ondulada, tipo Farrah Fawcett, y llevaba un vestido sin tirantes, enseñando la parte de arriba de las tetas.

Por primera vez en su vida, Pete siente deseo de verdad. Es una sensación carnal, roja y espesa, que le pone dura la polla, le seca la saliva y hace que le cueste pensar. Los coños son interesantes, pero la idea de verle el coño a alguien del pueblo, a la reina de la fiesta de exalumnos… eso ya excita mucho más. Es, como dice la crítica de cine del Derry News de las películas que más le han gustado, «de visión imprescindible».

—¿Dónde? —pregunta a Jonesy, sin aliento. Se imagina a la tal Tina Jean Schlossinger esperando el autobús en la esquina, riendo con las amigas y sin sospechar que el niño que pasa al lado de ella ha visto lo que hay dentro de su falda o sus vaqueros, que sabe si tiene el pelo del coño del mismo color que el de la cabeza. De repente Pete está como una moto—. ¿Dónde está?

—Allá —dice Jonesy, señalando la nave roja de ladrillo que servía de garaje a los hermanos Tracker.

Tiene hiedra en los muros laterales, pero el otoño ha sido frío, y la mayoría de las hojas ya están muertas y negras. Hay algunas ventanas rotas, y el resto están sucias. El edificio, a Pete, le da un poco de miedo. En parte porque los mayores, los del instituto, y hasta algunos que ya han acabado, juegan a baloncesto en el solar vacío de detrás de la nave, y a los mayores les encanta zurrar a los pequeños. ¿Por qué? A saber. Debe de ser una manera de romper la monotonía. Lo peor, sin embargo, no es eso, porque ya no es temporada de baloncesto y seguro que los mayores se han ido al parque Strawford, para jugar a otra cosa hasta que nieve. (Cuando empiece a nevar se partirán la cara jugando a hockey con palos viejos, de los que llevan cinta aislante.) Lo peor es que en Derry a veces desaparecen niños. Cosas del pueblo. Y muchos, antes de desaparecer, son vistos por última vez en lugares solitarios como el garaje en desuso de Tracker Hermanos. Es un tema del que no habla nadie, por desagradable, pero que nadie ignora.

Aunque un coño… No un coño ficticio del Penthouse, sino el auténtico felpudo de una chica del pueblo. Eso sí valdría la pena verlo. Sería la rehostia.

—¿En Tracker Hermanos? —dice Henry sin esconder su escepticismo. Ahora ya no caminan. Forman un grupito apretado a poca distancia del edificio, mientras pasan los últimos subnormales por la acera de enfrente, gimiendo y con los ojos desorbitados—. Yo a ti te tengo en muy buen concepto, Jonesy, a ver si me entiendes; para mí eres lo mejor, pero ¿qué pinta una foto del coño de Tina Jean en una nave industrial?

—No sé —dice Jonesy—, pero lo vio Davey Trask y decía que era ella.

—Tíos, que yo lo de entrar no lo veo muy claro —dice Beaver—. No es que no quiera verle el coño a Tina Jean Slophanger, ¿eh?, pero…

—Schlossinger.

—… pero es que esto ha estado vacío desde que íbamos a quinto…

—Beav…

—… y seguro que está lleno de ratas.

—Beav…

Beaver, sin embargo, está decidido a decir la suya.

—Las ratas cogen la rabia —dice—. Les entra por el culo.

—No hace falta que entremos —dice Jonesy, suscitando miradas de interés en sus amigos. Eso ya es otro cantar.

Viendo que le escuchan, Jonesy asiente con la cabeza y continúa.

—Dice Davey que solo hay que ir al lado por donde entraban los camiones y mirar por la tercera o la cuarta ventana. Era el despacho de Phil y Tony Tracker, y queda un tablón en la pared. Dice Davey que solo hay dos cosas clavadas: un mapa de Nueva Inglaterra con todas las rutas de camioneros y una foto de Tina Jean Schlossinger enseñando todo el coño.

Quedan todos en suspenso, mirándole con gran interés, y Pete formula la pregunta que se les ha ocurrido a los tres.

—¿Está en pelotas?

—No —reconoce Jonesy—. Dice Davey que no se le ven ni las tetas, pero que levanta la falda y, como no lleva bragas, se le ve todo.

Para Pete es decepcionante que no esté en pelotas la reina de este año para la fiesta en honor de los Tigers, pero a los cuatro les pone a cien el detalle de que se levante la falda, alimentando una noción primitiva y medio secreta de cómo funciona de verdad el sexo. A fin de cuentas, las chicas pueden subirse la falda. Cualquiera de ellas.

Ni el propio Henry tiene más preguntas. La única duda la expresa Beav, inquiriendo si Jonesy está seguro de que no haya que entrar para verlo. Ya van hacia el acceso para camiones, el que bordea la nave y lleva al solar vacío; su manera de andar, casi inconsciente, tiene la fuerza de una marea.

5

Pete se acabó la segunda cerveza y arrojó la botella a las profundidades del bosque. Sintiéndose mejor, se levantó sin forzar la pierna y se sacudió la nieve del fondillo. ¿Tenía la rodilla un poco más suelta? Parecía que sí. De aspecto estaba fatal, como una bola enorme embutida en el pantalón, pero le dolía menos. A pesar de ello, caminó con prudencia, haciendo oscilar en arcos pequeños la bolsa de plástico donde llevaba las cervezas. Ahora que ya se había callado la vocecita irresistible que insistía en que le hacía falta una cerveza, diciendo y repitiendo que sí, joder, que le hacía falta, resucitó en su mente la preocupación por la mujer, y la esperanza de que no se hubiera dado cuenta de su ausencia. Caminaría poco a poco, haría paradas cada cinco minutos para masajearse la rodilla (quizá hasta hablar con ella; parecería una locura, pero estaba solo y no perjudicaba a nadie), y volvería a reunirse con la mujer. Entonces se tomaría otra cerveza. No se giró para mirar el Scout volcado; no vio que había escrito varias veces DUDDITS en la nieve, mientras pensaba en aquel día de 1978.

Henry había sido el único en preguntar qué pintaba la foto de la hija de los Schlossinger en el despacho vacío de un almacén de transportistas en desuso. Pete pensó que solo lo había hecho para cumplir con su papel de escéptico del grupo. Lo que estaba claro era que solo lo había preguntado una vez. En cuanto a los demás, se habían limitado a creérselo. Y ¿por qué no? A los trece años, Pete seguía habiendo pasado la mitad de su vida creyendo en Santa Claus. Además…

Se detuvo en la colina, no porque tuviera que tomar aliento o por calambres en la pierna, sino porque de repente oía en su cabeza un zumbido de baja intensidad, un poco como de transformador eléctrico pero con cierta naturaleza cíclica: zum zum zum. En el fondo no era «de repente», porque Pete tenía la sensación de que el sonido ya había durado cierto tiempo, infiltrándose en su percepción. También había empezado a pensar cosas raras. Lo de la colonia de Henry, por ejemplo… y Marcy. Alguien que se llamaba Marcy. No le sonaba ningún conocido que se llamara así, pero de pronto tenía el nombre en la cabeza, con frases como: «Te necesito, Marcy», o «Ven, Marcy», o «Marcy, jolines, trae el gasógeno».

Siguió inmóvil, mojándose los labios resecos; ahora la bolsa de las cervezas le colgaba de la mano sin la trayectoria pendular de antes. Levantó la vista al cielo con la seguridad repentina de que estarían las luces… y estaban, en efecto, aunque solo eran dos, y muy poco intensas.

—Dile a Marcy que les pida que me pongan una inyección —dijo Pete, articulando con esmero cada palabra en el silencio; y supo que eran las palabras exactas. No sabía por qué ni cómo, pero eran las palabras que tenía en la cabeza. ¿Se trataría del clic, o eran pensamientos debidos a las luces? Pete no tenía clara la respuesta.

—Quizá ni lo uno ni lo otro.

Vio que habían caído los últimos copos. Le rodeaba un mundo en solo tres colores: el gris oscuro del cielo, el verde oscuro de los abetos y el blanco perfecto, inmaculado, de la nieve recién caída. Un mundo de silencio.

Ladeó la cabeza, primero en una dirección y luego en otra. Silencio, en efecto. Nada. Ni un solo ruido en todo el mundo, y el zumbido había terminado por completo, como la nieve. Al mirar hacia arriba, vio que también había desaparecido el pálido fulgor de las luces.

—¿Marcy? —dijo, como llamando a alguien.

Se le ocurrió que podía ser el nombre de la causante del accidente, pero rechazó la idea. Se llamaba Becky. Estaba tan seguro de su nombre como del de la comercial de la inmobiliaria. Ahora Marcy solo era una palabra que no le sonaba de nada. Debía de tratarse de un simple calambre cerebral. No sería el primero.

Llegó a la cima de la colina y emprendió el descenso de la otra ladera, mientras volvía a pensar en aquel día de otoño de 1978, el día en que habían conocido a Duddits.

De repente, faltándole poco para llegar al punto donde volvía a nivelarse la carretera, le falló la rodilla. Esta vez no se le puso tiesa; pareció estallarle como una piña en el fuego.

Cayó de bruces en la nieve y no oyó romperse las botellas de Bud dentro de la bolsa, todas menos dos. Gritaba demasiado.