IV
McCarthy va al lavabo

1

Jonesy y Beaver estaban sentados en la cocina jugando a cribbage[1], o simplemente «jugando», como decían ellos. Lamar, el padre de Beaver, siempre lo había dicho así, como si no hubiera ningún otro juego. Para Lamar Clarendon, cuya vida giraba en torno a su constructora del centro de Maine, probablemente no lo hubiera. Era el típico juego de campamentos de leñadores, barracones de ferroviarios y, cómo no, remolques de albañiles. Un tablero con ciento veinte agujeros, cuatro clavijas y una baraja gastada. No hacía falta nada más. Era un juego para los ratos muertos, un juego de esperar: a que pasara la lluvia, a que llegara un pedido o a que volvieran los amigos de la tienda, para discutir qué se hacía con aquel hombre tan extraño que descansaba en un dormitorio con la puerta cerrada.

Lo que ocurre, pensó Jonesy, es que al que esperamos es a Henry. Pete solo le acompaña. Tenía razón Beaver: el que sabe lo que hay que hacer es Henry.

Henry y Pete, sin embargo, tardaban mucho en volver, aunque aún era temprano para concluir que les hubiera pasado algo. Quizá solo les retrasara la nieve. Jonesy, con todo, empezaba a sospechar que ocurría algo más, e intuía que Beav compartía sus temores. De momento no había dicho nada ninguno de los dos. Aún no eran las doce, y quizá acabara por solucionarse todo. La idea, sin embargo, estaba ahí, flotando muda entre ellos.

A ratos Jonesy se concentraba en el tablero y las cartas, y a ratos miraba la puerta cerrada del dormitorio, detrás de la cual se hallaba McCarthy. Probablemente durmiera, aunque ¡qué mal color le habían visto al despedirse! Dos o tres veces sorprendió a Beav mirando de reojo en la misma dirección.

Jonesy barajó las cartas viejas, se repartió dos a sí mismo y apartó el resto, después de que Beaver deslizara otro par hacia su lado de la mesa. Cortó Beav, poniendo fin a los preparativos. Ya se podía puntuar. «Se puede puntuar y perder —les decía Lamar, con su eterno Chesterfield al borde de la boca y su gorra de Construcciones Clarendon tapándole el ojo izquierdo, como si supiera un secreto pero solo estuviera dispuesto a contarlo por el precio justo. Lamar Clarendon, el padre que nunca estaba en casa; el padre muerto de un infarto a los cuarenta y ocho años—. Pero seguro que no te dan una paliza.»

Jonesy volvió a oír la voz trémula del hospital, la horrible voz de aquel día: «Basta, por favor, que no lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está Marcy? ¡Que venga Marcy!». ¿Por qué, por qué era tan dura la vida? ¿Por qué había tantos radios hambrientos de dedos, y tantos engranajes ansiosos por triturarte las vísceras?

—¿Jonesy?

—¿Qué?

—¿Estás bien?

—Sí, ¿por qué?

—Es que has temblado.

—¿Yo?

Como si no lo supiera.

—Sí.

—Será que hay corriente. ¿Hueles algo?

—¿A qué? ¿A… él?

—No me refería a los sobacos de Meg Ryan. Sí, a él.

—No —dijo Beaver—. Un par de veces me ha parecido que… pero me lo imaginaba. Porque los pedos…

—… olían fatal.

—¡Anda que no! Y los eructos. Yo ya pensaba que iba a echar las papas. Fijo.

Jonesy asintió, pensando: Tengo miedo. Aquí en medio de una tormenta de nieve, y más cagado que la hostia. ¡Que venga Henry, joder!

—Jonesy…

—¿Qué? ¿Jugamos o no?

—Sí, hombre, sí, pero es que… ¿Tú crees que a Henry y Pete no les ha pasado nada?

—¿Cómo coño quieres que lo sepa?

—¿No lo… no lo notas? ¿No ves…?

—Lo único que veo es tu cara.

Beav suspiró.

—Pero ¿tú crees que están bien?

—Pues sí. —A pesar de lo dicho, miró de reojo el reloj (ahora eran las once y media) y la puerta cerrada del dormitorio que ocupaba McCarthy. En medio de la sala oscilaba el atrapasueños, girando lentamente a merced de alguna corriente de aire—. Lo que pasa es que van lentos. Deben de estar al caer. Venga, juega.

—Vale. Ocho.

—Quince por dos.

—Me cago en… —Beaver se puso un palillo en la boca—. Veinticinco.

—Treinta.

—¡Voy!

—Uno por dos.

—¡Qué uno por dos ni qué hostias en vinagre! —Beaver profirió una risita exasperada, mientras Jonesy doblaba la esquina de la tercera calle—. Cada vez que repartes me metes las clavijas por el culo.

—Como cuando repartes tú —dijo Jonesy—. La verdad duele. Venga, que te toca.

—Nueve.

—Dieciséis.

—Y uno por la última carta —dijo Beav, como si hubiera obtenido una victoria moral. Se levantó—. Salgo un rato a mear.

—¿Por qué? ¡Si aquí tenemos un váter en perfectas condiciones! ¿No lo sabías?

—Sí, sí que lo sé, pero es que quiero ver si escribo mi nombre en la nieve.

Jonesy se rio.

—¿No piensas crecer?

—Si puedo evitarlo, no. Y no hables tan alto, que puedes despertarle.

Jonesy recogió las cartas y empezó a barajarlas, mientras Beaver iba a la puerta de atrás. Le volvió a la memoria una versión del juego que practicaban de niños. Lo llamaban «el juego de Duddits», y tenían por costumbre escenificarlo en el cuarto de jugar de los Cavell. La única diferencia con el cribbage normal era que dejaban mover las clavijas a Duddits. «Yo tengo diez —decía Henry—. Ponme diez, Duddits.» Y Duddits, enseñando los dientes con aquella sonrisa de loco que siempre ponía de buen humor a Jonesy, era capaz de puntuar cuatro, seis, diez e incluso dos docenas, el muy jodido. En el «juego de Duddits» la regla era no quejarse nunca, no decir «Duddits, que son demasiados», ni «Duddits, que faltan». ¡Y cómo se reían! El señor y la señora Cavell, cuando estaban en la sala de estar, también se reían. Jonesy se acordaba de que un día, cuando debían de tener unos quince o dieciséis años (y Duddits los que fuera, porque la edad de Duddits Cavell jamás cambiaría; era lo bonito de él, bonito pero que daba un poco de miedo), Alfie Cavell se había echado a llorar diciendo: «Chicos, si supierais lo que significa esto para mí y mi mujer, si pudierais llegar a imaginaros lo que es para Douglas…».

—Jonesy.

La voz de Beaver, extrañamente monótona. Entraba aire frío por la puerta abierta de la cocina, poniendo carne de gallina a los brazos de Jonesy.

—Cierra la puerta, Beav. ¡Ni que hubieras nacido en un establo!

—Ven, que esto hay que verlo.

Jonesy se levantó, caminó hacia la puerta, abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla. El patio de atrás estaba lleno de animales, bastantes para montar un zoo infantil. Sobre todo eran ciervos, unas dos docenas entre machos y hembras, pero les corrían entre las patas varios mapaches, marmotas torpes y un contingente de ardillas que daba la impresión de moverse sin esfuerzo por la superficie de la nieve. Por el lateral del cobertizo donde estaban guardados el Arctic Cat y varias herramientas y piezas de motor, aparecieron tres cánidos grandes que Jonesy, al principio, confundió con lobos, hasta que vio una tira de tela vieja y descolorida colgando del cuello de uno y comprendió que eran perros, probablemente asilvestrados. Todos iban hacia el este, viniendo del Barranco por la cuesta. Jonesy vio una pareja de linces moviéndose entre dos grupitos de ciervos y tuvo, literalmente, que frotarse los ojos, como para ahuyentar un espejismo. Los linces no desaparecieron. Tampoco los ciervos, las marmotas, los mapaches ni las ardillas. Avanzaban a paso regular, sin prestar atención a los dos hombres de la puerta, pero no a la manera de un grupo de animales huyendo de un incendio. Tampoco olía a humo. Los animales se trasladaban al este, despoblando la zona.

—¡Dios mío! —dijo Jonesy con voz grave, sobrecogido.

Beaver miraba el cielo. Al oír las palabras de su amigo, dedicó a los animales una sucinta ojeada y volvió a levantar la cabeza.

—Sí. Ahora mira arriba.

Jonesy le hizo caso y vio una docena de luces deslumbrantes moviéndose por el cielo, algunas rojas y otras de un blanco azulado. Iluminaban las nubes, y de repente Jonesy comprendió que eran lo que había visto McCarthy cuando estaba perdido. Se movían de manera errática y esquivándose, aunque a veces se fundían en un breve estallido de luz que obligaba a entrecerrar los ojos.

—¿Qué son? —preguntó Jonesy.

—Ni idea —dijo Beaver sin dejar de observarlas. Estaba tan blanco que se le veía el pelo de la barba con una nitidez casi inquietante—. Pero a los animales no les gusta. Es de lo que huyen.

2

Siguieron observando diez o quince minutos, en el transcurso de los cuales Jonesy percibió una especie de zumbido parecido al de un transformador eléctrico. Le preguntó a Beaver si lo oía, y Beav se limitó a asentir con la cabeza sin apartar la mirada de las luces que evolucionaban por el cielo; luces, a juicio de Jonesy, del tamaño de una tapa de pozo. Se le ocurrió que quizá los animales huyeran del ruido, no de las luces, pero no dijo nada. De repente le parecía difícil hablar. Se sentía a merced de un miedo que le debilitaba, algo febril y constante, como una gripe larvada.

Las luces acabaron por menguar de intensidad, y parecía haber menos, aunque Jonesy no había visto apagarse ninguna. También había menos animales, y decrecía el molesto zumbido.

Beaver dio un respingo, como despertando de un sueño profundo.

—Quiero hacer fotos antes de que desaparezcan.

—Dudo que puedas…

—¡Tengo que intentarlo! —dijo Beaver casi gritando, y añadió en voz más baja—: Tengo que intentarlo. Al menos me dará tiempo de pillar a algunos ciervos y bichos antes de que…

Ya había empezado a dar media vuelta y cruzar la cocina. Seguro que intentaba acordarse de qué montón de ropa sucia había sido depositado encima de su cámara hecha polvo. De repente se detuvo y dijo con un tono inexpresivo, impropio de él:

—Oye, Jonesy, que creo que tenemos un problema.

Jonesy echó el último vistazo a las luces que quedaban, cada vez menos fuertes (y más pequeñas), y se giró. Beaver estaba al lado del fregadero y miraba por encima del mármol, hacia la sala.

—¿Ahora qué pasa?

Aquella voz de agobio, aquel tono de mal genio… ¿De veras eran suyos?

Beaver señaló. La puerta de la habitación donde habían dejado a McCarthy (la de Jonesy) estaba abierta. La puerta del cuarto de baño, la que habían dejado abierta para garantizar que McCarthy no tuviera trabas para hacer sus necesidades, estaba cerrada.

Beaver volvió hacia Jonesy su cara con barba de un día, muy seria.

—¿Lo hueles?

Lo olía, sí, a pesar del aire fresco que entraba por la puerta. Seguía habiendo un rastro de éter o alcohol etílico, pero mezclado con otra cosa. Heces, seguro. Algo que podía ser sangre. Y también otra cosa, como un gas recién liberado después de un millón de años en el subsuelo. Dicho de otro modo, que no era el típico olor a pedo que hacía reírse a los niños en los campamentos, sino algo más complejo y mucho más repugnante. La única razón de compararlo con un pedo era la falta de cualquier otro referente, por remoto que fuera. En el fondo, pensó Jonesy, era un olor de algo contaminado, de una fea agonía.

—Y mira aquí.

Beaver señaló el suelo de madera. Había sangre, un reguero de gotitas muy rojas que iba desde la puerta abierta a la cerrada. Como si McCarthy hubiera salido corriendo con una hemorragia nasal.

Con la salvedad de que Jonesy no creía que lo que sangraba fuera la nariz.

3

De todas las cosas de su vida que no había querido hacer (llamar por teléfono a su hermano Mike para decirle que su madre se había muerto de un infarto, decirle a Carla que o tomaba medidas contra su afición a la bebida y los medicamentos o se separaba de ella, contarle a Lou, su monitor de campamentos, que se había hecho pipí en la cama), ninguna tan difícil como cruzar la sala de Hole in the Wall en dirección a la puerta cerrada del lavabo. Era como una pesadilla en que, al caminar, siempre se avanzaba a la misma velocidad, como debajo del agua, con independencia del ritmo al que se movieran las piernas.

En las pesadillas nunca se llega a donde se quiere ir; en cambio ellos dos llegaron al otro lado de la sala, señal, supuso Jonesy, de que no era ningún sueño. Observaron las salpicaduras de sangre. No eran muy grandes. La mayor tenía el tamaño de una moneda de diez centavos.

—Debe de habérsele caído otro diente —dijo Jonesy, que seguía susurrando—. Sí, seguro.

Beaver le miró arqueando una ceja y entró en el dormitorio para inspeccionarlo. Al cabo de un rato se volvió hacia Jonesy, dobló un dedo y le hizo señas de que viniera. Jonesy se reunió con él caminando un poco de lado, porque no quería perder de vista la puerta cerrada del lavabo.

En el dormitorio, la manta y la sábana estaban caídas en el suelo, como si McCarthy se hubiera levantado con urgencia. La almohada conservaba la forma de su cabeza, y la sábana bajera, la de su cuerpo. No era lo único que tenía impreso: también había una mancha grande de sangre a media altura. Como la sábana era azul, parecía violeta.

—Qué sitio más raro para caérsete un diente —susurró Beaver. Mordió el palillo que tenía en la boca, y la mitad saliente cayó en el umbral—. Igual quería un regalito del ratoncito Pérez de los culos.

En vez de contestar, Jonesy señaló a la izquierda de la puerta, donde estaban hechos una bola los calzoncillos largos de McCarthy y el slip de algodón que había llevado puesto por debajo. Estaban los dos manchados de sangre. La peor parte se la había llevado el slip; de no ser por la goma y la parte superior de delante, habrían parecido de color rojo chillón, como los calzoncillos que se habría puesto un lector asiduo de las cartas al director de Penthouse previendo un polvo para después de la siguiente cita.

—Ve a mirar el orinal —susurró Beaver.

—¿No sería más fácil llamar a la puerta del lavabo y preguntarle si se encuentra bien?

—¡No, joder, que quiero saber lo que nos espera! —replicó Beaver con vehemencia, pero sin levantar la voz. Se dio una palmada en el pecho y escupió los restos mordisqueados del último palillo—. Jo, tío, tengo el corazón a mil.

A Jonesy también se le había acelerado el pulso, y notaba que le sudaba la cara. A pesar de ello, entró. El aire fresco de la puerta trasera había ventilado bastante la sala principal, pero en el dormitorio hacía una peste espantosa, mezcla de caca, metano y éter. Jonesy sintió que se le revolvía en el estómago lo poco que había comido, y le dio la orden de estarse quieto. Al principio, cuando tuvo a sus pies el orinal, se resistió a mirarlo. Le bailaban en la cabeza imágenes de películas de terror: vísceras flotando en sangre, dientes, una cabeza cortada…

—¡Venga! —susurró Beaver.

Jonesy apretó los párpados, bajó la cabeza, retuvo el aliento y volvió a abrir los ojos. Lo único que vio fue porcelana limpia brillando a la luz de la lámpara del techo. El orinal estaba vacío. Dejó salir el aire de los pulmones, con un suspiro y los dientes apretados, y volvió junto a Beaver esquivando las manchas de sangre del suelo.

—Nada —dijo—. Venga, ya está bien de hacer el payaso.

Pasaron al lado de la puerta cerrada del armario de la ropa y examinaron la del váter, que era de pino. Beaver miró a Jonesy. Jonesy negó con la cabeza.

—Ahora te toca a ti —susurró—. Yo ya he mirado el orinal.

—Lo has encontrado tú —contestó Beaver, adelantando la mandíbula con tozudez—. Es cosa tuya.

Ahora Jonesy oía otra cosa; para ser exactos, lo oía sin oírlo, en parte porque era un ruido más familiar, pero sobre todo por lo obsesionado que estaba con McCarthy, a quien había estado a punto de pegar un tiro. Zum, zum, zum… Un ruido como de ventilador, tenue pero creciendo. Y acercándose.

—A la mierda —dijo. Usó su tono de voz normal, pero fue suficiente para sobresaltarles un poco a los dos. Dio un golpe en la puerta con los nudillos—. ¡Señor McCarthy! ¡Rick! ¿Te encuentras bien?

No contestará, pensó Jonesy. No contestará porque está muerto.

McCarthy, sin embargo, no estaba muerto. Gimió y dijo:

—Es que estoy un poco mareado. Tengo que hacer de vientre. Si consigo hacer de vientre, estaré… —Otro gemido y otro pedo, esta vez grave y casi líquido, cuyo sonido arrancó una mueca a Jonesy—… estaré bien —dijo, acabando la frase.

La voz, a Jonesy, le pareció indicativa de cualquier cosa menos de encontrarse bien. Parecía que McCarthy respirara con dificultad, y que le doliera mucho algo. Lo confirmó otro gemido más fuerte, seguido por otro ruido líquido, como una especie de desgarrón, y por último de un grito.

—¡McCarthy! —Beaver intentó girar el pomo, pero se resistía. McCarthy, el regalito del bosque, había cerrado por dentro—. ¡Rick! —Beaver sacudió el pomo—. ¡Abre, hombre!

Simulaba, o quería simular, desenfado, como si fuera una broma, una travesura de campamento, pero solo conseguía parecer más asustado.

—Estoy bien —dijo McCarthy, que ahora jadeaba—. Es que… Nada, tíos, que esto hay que aligerarlo un poco.

Se oyeron más flatulencias. Calificar lo que oían de «gases» habría sido una ridiculez. La palabra sugería algo etéreo, amerengado, mientras que el ruido que se oía detrás de la puerta cerrada era brutal y carnoso, como de carne desgarrada.

—¡McCarthy! —dijo Jonesy. Llamó a la puerta—. ¡Déjanos entrar! —Pero ¿quería entrar? No. Habría preferido que McCarthy siguiera extraviado, o que le encontrara otro. Todavía peor: el núcleo amigdaloide que tenía en la base del cráneo, aquel reptil sin escrúpulos, deseaba haberle pegado un tiro a McCarthy, para ahorrarse complicaciones—. ¡McCarthy!

—¡Marchaos! —exclamó McCarthy con vehemencia, pero sin fuerzas—. ¿Tanto os cuesta dejar… dejarle a alguien que haga aguas mayores? ¡Jolín!

Zum, zum, zum… El ruido de ventilador era más fuerte, y se acercaba.

—¡Rick, chaval! —Ahora era Beaver, que se aferraba al tono despreocupado con una especie de desesperación, como un escalador en peligro cogiéndose a la cuerda—. ¿Por dónde sangras?

—¿Sangrar? —McCarthy parecía sincero en su sorpresa—. Si no sangro.

Jonesy y Beaver intercambiaron miradas de susto.

ZUM ZUM ZUM.

El ruido, esta vez, acaparó la atención de Jonesy, que experimentó un alivio enorme.

—Ruido de helicóptero —dijo—. Seguro que le buscan.

—¿Tú crees?

La expresión de Beaver era de estar oyendo algo demasiado bueno para ser verdad.

—Sí. —Jonesy consideró posible que los del helicóptero hubieran salido a investigar las luces del cielo, o a averiguar qué les pasaba a los animales, pero ni quería pensarlo ni le interesaba. Solo le importaba una cosa: tener a McCarthy fuera del váter, fuera de su alcance y en un hospital de Machias o Derry—. Sal y hazles señales de que bajen.

—¿Y si…?

¡ZUM ZUM ZUM! Y detrás de la puerta se repitió el ruido líquido de desgarrón, seguido por otro grito de McCarthy.

—¡Sal, coño! —exclamó Jonesy—. ¡Diles que aterricen! ¡Por mí como si tienes que bajarte los pantalones y bailarles la danza del vientre! ¡Pero que bajen!

—Vale, vale…

Beaver había empezado a darse la vuelta. De repente hizo gestos espasmódicos y empezó a pegar gritos.

De repente, una serie de cosas que Jonesy había conseguido no pensar salieron del armario y corrieron hacia su conciencia haciendo cabriolas y muecas. A pesar de ello, al girarse, lo único que vio fue una cierva en la cocina, con la cabeza por encima del mármol y observándoles con sus ojos marrones y dulces. Jonesy respiró hondo, entrecortadamente, y se recostó contra la pared.

—La madre que la parió —musitó Beaver. Luego avanzó hacia el ciervo dando palmadas—. ¡Arreando, guapa! ¿No sabes en qué época del año estamos? ¡Venga, media vuelta y sal, pero cagando leches! ¡O te meto un petardo en el culo!

El ciervo se quedó un rato en el mismo sitio, abriendo los ojos con una expresión de alarma casi humana. A continuación dio media vuelta, rozando con la cabeza la batería de ollas, cazos y pinzas que había encima de los fogones. Entrechocaron, y alguno, para mayor estrépito, se cayó del gancho. Luego el ciervo salió por la puerta, moviendo su colita blanca.

Beaver lo siguió, y a medio camino dispensó una mirada hostil a las caquitas que habían quedado en el linóleo.

4

La migración mixta de animales se había reducido a los últimos rezagados. La cierva que acababa de ahuyentar Beaver de la cocina saltó por encima de un zorro que cojeaba, a causa, parecía, de haber perdido una pata en un cepo, y desapareció en el bosque. A continuación, justo detrás del cobertizo de la motonieve, apareció entre las nubes bajas un helicóptero del tamaño de un autobús urbano. Era marrón, con las letras blancas ANG escritas en un lado.

¿Ang?, pensó Beaver. ¿Qué coño es Ang? Hasta que cayó en la cuenta: «Air National Guard». Debían de venir de Bangor.

El helicóptero inclinó el morro y emprendió el descenso con pesadez. Beaver se metió en el patio trasero, moviendo los brazos por encima de la cabeza.

—¡Eh! —dijo con todas sus fuerzas—. ¡Eh, venid a ayudarnos! ¡Bajad a ayudarnos!

El helicóptero siguió acercándose hasta quedarse a veinticinco metros del suelo, o menos; bastante poco para levantar un ciclón de nieve fresca. Después se dirigió hacia Beaver, arrastrando el ciclón.

—¡Eh, que tenemos un herido! ¡Un herido!

Ahora Beaver daba saltitos, aunque tuviera la impresión de hacer el gilipollas. El helicóptero se acercó a él pero sin bajar más, ni dar señales de querer aterrizar. Viéndolo, Beaver tuvo una idea horrible. Ignoraba si procedía de los del helicóptero, o si era simple paranoia. De lo único que estaba seguro era de que de repente se sentía como clavado al anillo central de un blanco de tiro: dale al Beaver y te regalamos una radio con despertador.

Se abrió la puerta corredera del helicóptero, y un hombre con megáfono sacó medio cuerpo. Beaver nunca había visto una parka tan voluminosa, pero no fue ese el motivo de su inquietud, ni tampoco el megáfono, sino la máscara de oxígeno que llevaba aquel hombre en la boca y la nariz. No tenía noticia de que a veinticinco metros de altura hiciera falta ponerse máscaras de oxígeno. A menos que le pasara algo al aire, claro.

El de la parka habló por el megáfono. Sus palabras se oían con total nitidez por encima del zumbido de la hélice, pero tenían una sonoridad extraña, en parte por la amplificación, pero sobre todo, pensó Beaver, por la máscara. Era como oírse interpelar por un extraño diosrobot.

¿CUÁNTOS SON? —preguntó la voz del dios—. ENSÉÑEMELO CON LOS DEDOS.

Al principio, con la confusión y el susto, Beaver solo se contó a sí mismo y a Jonesy. De hecho Henry y Pete aún no habían vuelto de hacer las compras. Levantó dos dedos, como si hiciera la señal de la paz.

¡QUÉDENSE AQUÍ! —tronó con voz de dios-robot el hombre que se había asomado del helicóptero—. ¡ESTA ZONA ESTÁ TEMPORALMENTE EN CUARENTENA! ¡REPITO: ESTA ZONA ESTÁ TEMPORALMENTE EN CUARENTENA! ¡QUÉDENSE AQUÍ!

Empezaba a nevar menos, pero una ráfaga de viento arrojó a la cara de Beaver, en forma de cortina, parte de la nieve que habían absorbido los rotores del helicóptero. Beaver entrecerró los ojos para protegerse y agitó los brazos. Le entró nieve helada por la boca. Escupió el mondadientes para no atragantarse (siempre decía su madre que se moriría así, atragantándose con un palillo) y exclamó:

—¿Cómo que cuarentena? Aquí dentro hay un enfermo. ¡Tienen que venir a buscarle!

Él no tenía ningún megáfono que le amplificara la voz, y sabía que el jodido zum zum de las hélices les impedía oírle, pero igualmente se desgañitó. Al formar la palabra «enfermo» con los labios, se dio cuenta de que no había enseñado bien los dedos al del helicóptero. Eran tres, no dos. Empezó a extender la cantidad correspondiente de dedos, pero luego pensó en Henry y Pete. Aún no estaban, pero volverían, a menos que les hubiera pasado algo. Conque ¿cuántos eran en realidad? Decir que dos era equivocarse, pero ¿y tres? ¿No sería cinco la respuesta acertada? Como solía ocurrirle en situaciones así, Beaver se quedó en blanco. En el colegio tenía a Henry sentado al lado, o a Jonesy detrás, y uno de los dos le soplaba la respuesta. Allí fuera no había nadie para ayudarle, solo el zum zum rompiéndole el tímpano y el remolino de nieve metiéndosele en la garganta y los pulmones, haciéndole toser.

¡QUÉDENSE AQUÍ! ¡LA SITUACIÓN TARDARÁ ENTRE VEINTICUATRO HORAS Y CUARENTA Y OCHO HORAS EN SOLUCIONARSE! ¡SI NECESITAN COMIDA, JUNTE LOS BRAZOS ENCIMA DE LA CABEZA!

—¡Somos más! —dijo Beaver al que se había asomado fuera del helicóptero. Gritaba tanto que veía puntitos rojos—. ¡Tenemos un enfermo! ¡Tenemos… UN ENFERMO!

El imbécil del helicóptero arrojó el megáfono al interior de la cabina y, en atención a Beaver, dibujó un círculo con el pulgar y el índice, como diciendo: «¡Vale, ya te he entendido!». Beaver se puso histérico del chasco, pero levantó un brazo en vertical con la mano abierta: un dedo para cada uno de los cuatro, más el pulgar para McCarthy. El del helicóptero lo vio y contestó con una sonrisa. Durante un momento de auténtica euforia, Beaver creyó haberse hecho entender por el memo de la mascarilla, hasta que el muy animal le devolvió lo que creía que había sido un saludo con la mano, dijo algo al piloto que tenía detrás y el helicóptero inició el ascenso. Beaver Clarendon, mientras tanto, medio cubierto de nieve, seguía berreando:

—¡Somos cinco y necesitamos ayuda! ¡Somos cinco y necesitamos AYUDA, joder!

El helicóptero desapareció entre las nubes.

5

Jonesy oyó una parte de lo que ocurría fuera (como mínimo la voz amplificada saliendo del helicóptero Thunderbolt), pero asimiló muy poco. Estaba demasiado preocupado por McCarthy, el cual, tras una serie de gritos agudos y sin aliento, se había quedado callado. La peste que salía por debajo de la puerta seguía empeorando.

—¡McCarthy! —vociferó, al mismo tiempo que volvía a entrar Beaver—. ¡Abre la puerta o la echamos abajo!

—¡Dejadme en paz! —contestó McCarthy con una vocecita angustiada—. ¡Solo tengo que cagar! ¡TENGO QUE CAGAR! ¡Si cago estaré bien!

Viniendo de alguien para quien «jolín» o «caray» ya parecían palabrotas, la franqueza del vocabulario asustó a Jonesy todavía más que la sábana y la ropa interior ensangrentadas. Se giró hacia Beaver, casi sin darse cuenta de que tenía toda la ropa nevada.

—Ven, ayúdame a tirarla. Tenemos que intentar ayudarle.

Beaver parecía asustado y preocupado. Tenía nieve deshaciéndose en las mejillas.

—No sé. El del helicóptero ha dicho algo de una cuarentena. ¿Y si tiene algo contagioso? ¿Y si lo rojo que tiene en la cara…?

A pesar de la escasa generosidad de sus propios pensamientos acerca de McCarthy, Jonesy tuvo ganas de pegar a su amigo. En marzo había sido él quien sangraba en una calle de Cambridge. ¿Y si no hubiera querido tocarle nadie por miedo a que tuviera el sida? ¿Y si se hubieran negado a ayudarle? ¿Y si hubieran dejado que se desangrara por no tener a mano guantes de goma?

—Beav, que le hemos tenido casi pegado. Si tiene algo infeccioso, lo más seguro es que ya nos haya contagiado. ¿Qué, qué dices?

Beaver, al principio, no dijo nada. Luego Jonesy sintió en la cabeza el clic de siempre, y hubo un momento, unos segundos, en que vio al Beaver con quien había pasado la infancia: el chico con chaqueta gastada de motorista que había dicho: «¡Vale ya, tíos! ¡Dejadle en paz, joder!», y supo que se arreglaría todo.

Beaver dio un paso al frente.

—Oye, Rick, ¿y si abrieras? Solo queremos ayudar.

Detrás de la puerta no se oía nada, ni gritos ni respiración. Ni siquiera el roce de la tela. El único ruido era el ronroneo constante del generador, y el zumbido del helicóptero alejándose.

—Pues nada —dijo Beaver, santiguándose—, a tirar abajo a esta cabrona.

Retrocedieron juntos un paso y orientaron un hombro hacia la puerta, sin ser del todo conscientes de que imitaban a los polis de cientos de películas.

—A la de tres —dijo Jonesy.

—¿Puedes, con la pierna?

El hecho era que a Jonesy le dolían horrores tanto la pierna como la cadera, pero no había pensado en ello hasta oírle sacar el tema a Beaver.

—Estoy bien —dijo.

—Sí, y yo soy el Papa de Roma.

—A la de tres. ¿Listo? —Y, cuando Beaver asintió—: Uno… dos… ¡tres!

Arremetieron a la vez contra la puerta y la sometieron a la brusca presión de casi doscientos kilos. Cedió con una facilidad absurda, que les arrojó al cuarto de baño tropezando y sujetándose entre sí. Les resbalaban los pies en la sangre de las baldosas.

—¡Hostia! —dijo Beaver. Su mano derecha se trasladó a la boca, que por una vez no tenía palillo, y la cubrió. Los ojos, encima, estaban muy abiertos y empañados—. ¡Me cago en la puta!

Jonesy fue incapaz de decir nada.