III
El Scout de Henry

1

Con la mirada en la cortina de nieve, siguiendo los faros del Scout (que iba hacia Hole in the Wall como si Deep Cut Road, en vez de carretera, fuera un túnel), Henry se había puesto a pensar en las maneras de hacerlo.

Estaba, por supuesto, la Solución Hemingway, que era como la había llamado en un trabajo de antes de licenciarse en la Wesleyan University: señal de que entonces quizá ya se la planteara de manera personal, no como simple trámite para sacarse una asignatura. La Solución Hemingway era una bala de escopeta, y ahora Henry tenía una. Claro que esperaría a no estar con sus amigos. Habría sido una mala pasada elegir como escenario Hole in the Wall, donde tantos buenos ratos habían compartido. Significaría corromper el campamento a ojos de Pete y Jonesy. Y de Beaver. Quizá el que más. No estaría bien. De lo que se daba cuenta era de que no tardaría. Era como sentir la proximidad de un estornudo. ¡Valiente idea, comparar el final de la vida a un estornudo! Pero en el fondo quizá se redujera a lo mismo. «¡Achús!», y a decirle hola a su amiga la oscuridad.

La puesta en práctica de la Solución Hemingway requería quitarse un zapato y un calcetín. La culata se apoyaba en el suelo. El cañón se metía por la boca. El dedo gordo del pie se aplicaba al gatillo. Nota a mí mismo, pensó Henry, mientras la parte trasera del Scout derrapaba un poco con la nieve fresca y él corregía la desviación con ayuda de las rodadas (en el fondo la carretera se reducía a eso, a las rodadas que dejaban en verano los tractores de la madera): si lo haces así, tómate un laxante y espera a haber cagado por última vez. No hay necesidad de que se lo encuentren todo más guarro de lo inevitable.

—¿Y si no corrieras tanto? —dijo Pete.

Tenía una cerveza entre las piernas, y ya estaba medio vacía, pero con una no había bastante para amodorrarle. En cambio, con tres o cuatro más, Henry podría jugarse el cuello a cien por hora en aquella porquería de carretera y lo único que haría Pete sería quedarse tan tranquilo en el asiento del copiloto, acompañando con la voz un disco de Pink Floyd (¡joder, menudo bodrio!). Lo más probable, además, era que se pudiera acelerar hasta cien y, como máximo, abollar un poco más el parachoques. Ir por los surcos de Deep Cut Road, hasta cubiertos de nieve, era como conducir sobre raíles. Con más nieve quizá fuera otro cantar, pero de momento iba todo de perlas.

—Tranquilo, Pete, que esto va como una seda.

—¿Quieres una cerveza?

—No, conduciendo no.

—¿Ni aquí, en la quinta hostia?

—Luego.

Pete volvió a arrellanarse, dejando a Henry la tarea de rastrear los agujeros de los faros y enhebrar su camino por aquella senda blanca entre árboles. Dejando a Henry con sus pensamientos, que era lo que le apetecía. Era como pasarse la lengua por una llaga, hurgando y hurgando con la punta, pero le apetecía.

También estaba la opción de las pastillas. Y otro clásico: meterse en la bañera con una bolsa en la cabeza. O ahogarse. O saltar desde muy alto. La pistola en la oreja comportaba el riesgo de acabar paralizado, pero vivo. Cortarse las venas tampoco era fiable. Eso Henry se lo dejaba a los que solo ensayaban. Los japoneses, en cambio, practicaban una modalidad que le interesaba mucho: atarse una cuerda alrededor del cuello, anudar la otra punta a una piedra grande, poner la piedra encima de una silla y sentarse apoyando la espalda, para que no puedas caerte hacia atrás. Luego inclinas la silla y se cae la piedra. Tardas entre tres y cinco minutos en morirte, y la asfixia te va embotando la cabeza. El gris se va volviendo negro: hola, amiga oscuridad. Henry conocía el método gracias, ni más ni menos, que a una de las novelas policíacas de Kinsey Milhone que le gustaban tanto a Jonesy. Novelas policíacas y películas de terror: de eso vivía Jonesy.

Haciendo balance general, Henry se inclinaba más por la Solución Hemingway.

Pete terminó su primera cerveza y abrió la segunda con bastante mejor cara.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Pete.

Henry se sintió interpelado desde el otro universo, el de los vivos que querían vivir, y, como iba siendo norma, le impacientó. Era importante, sin embargo, no levantar sospechas en ninguno de los tres, y tenía la sensación de que Jonesy empezaba a olerse algo. Beaver quizá también. Eran los que a veces veían por dentro. Pete no sospechaba nada, pero existía el peligro de que les contara algo inoportuno a los demás, como que Henry no era el de antes, que estaba muy serio, como si tuviera alguna preocupación muy gorda. Eso Henry no lo deseaba. Era el último viaje que hacían a Hole in the Wall los cuatro juntos, la antigua pandilla de Kansas Street, los piratas de tercer y cuarto curso, y Henry quería que se divirtieran. Quería que la noticia fuera una sorpresa para los tres, incluido Jonesy, que siempre había sido el más capaz de verle por dentro. Quería que dijeran que no se lo esperaban. Mejor que estuvieran los tres sentados y contemplando el suelo, eludiendo las caras de los demás o cruzando miradas huidizas, pensando que deberían haberlo previsto, que habían visto los síntomas y deberían haber hecho algo. Por eso regresó al otro universo, fingiendo interés como un actor consumado. ¿Quién mejor que un psiquiatra?

—¿Que qué me parece qué?

Pete puso los ojos en blanco.

—¡Lo de la tienda, atontado! Lo que contaba el viejo, Gosselin.

—Oye, Pete, que si le llaman «el viejo» es por algo. De ochenta años no baja, y a los viejos, tanto mujeres como hombres, lo que les sobra es histeria. —El Scout (que también estaba granadillo: catorce años había cumplido, y no le faltaba mucho para completar la segunda vuelta del cuentakilómetros) se salió de los surcos y derrapó justo después, a pesar de ser un cuatro por cuatro. Henry volvió a encarrilarlo, y poco le faltó para reírse al ver que a Pete se le caía al suelo la cerveza y oírle berrear—: ¡Hostia! ¡Ten cuidado, cabrón!

Henry redujo la velocidad hasta que el Scout se enderezó. A continuación volvió a pisar el acelerador demasiado deprisa y con demasiada fuerza, pero a propósito. El Scout sufrió otro derrape en sentido contrario al anterior, y Pete volvió a desgañitarse. Entonces Henry aflojó de nuevo, y el Scout recayó en las rodadas para otro trecho suave, como sobre raíles. Por lo visto, la decisión de no seguir viviendo tenía su lado bueno: que ya no te ponías nervioso por pequeñeces. Los faros horadaban un día blanco que se movía con millones de copos de nieve, todos diferentes entre sí, de acuerdo con la sabiduría popular.

Pete recogió la cerveza (que solo se había derramado un poco) y se dio unos golpes en el pecho.

—¿No vas un poco demasiado deprisa?

—En absoluto —dijo Henry, y añadió como si no se hubiera producido ningún derrape (falso) ni hubiera interrumpido el curso de sus ideas (cierto)—: La histeria de grupo afecta sobre todo a la gente muy mayor y muy joven. Es un fenómeno muy documentado, tanto en mi campo como en el de los sociólogos, nuestros vecinos infieles.

Henry miró hacia abajo y vio que iban a cincuenta y cinco por hora. Sí, en condiciones así era un poco demasiado. Redujo la velocidad.

—¿Así te gusta más?

Pete asintió con la cabeza.

—No te ofendas, ¿eh? Conduces muy bien, pero es que nieva, y encima llevamos la comida. —Movió el pulgar por encima del hombro, señalando las dos bolsas y las dos cajas que llevaban en el asiento trasero—. Aparte de las salchichas, hemos cogido las últimas tres latas de macarrones con queso Kraft, y ya sabes que Beaver, sin eso, no vive.

—Ya lo sé —dijo Henry—, y me parece muy bien. ¿Te acuerdas de lo que contaban sobre sectas satánicas en el estado de Washington? Salió en la prensa a mediados de los noventa. Las investigaciones apuntaban a una serie de gente mayor que vivía con hijos, y en un caso con nietos, en dos pueblos al sur de Seattle. Parece que la avalancha de denuncias de abusos sexuales en guarderías se originó en una de Delaware y otra de California, donde trabajaban dos adolescentes a media jornada. Se quejaron las dos al mismo tiempo, y era mentira en los dos casos. Puede que fuera coincidencia, o que de repente hubiera ganas de dar credibilidad a esas historias y lo notaran las chicas en el ambiente.

¡Con qué facilidad le salían las palabras, casi como si tuvieran alguna importancia! Henry hablaba, su acompañante escuchaba con muda admiración, y nadie (Pete menos que nadie) podría haber sospechado que pensara en el disparo, la cuerda, el tubo de escape y las pastillas. La explicación era sencillísima: Henry tenía la cabeza llena de cintas grabadas, y el reproductor era su lengua.

—En Salem —continuó— se combinaron la histeria de los viejos y la de las chicas jóvenes, y voilà: ya tienes explicados los juicios contra las brujas de Salem.

—Vi la película con Jonesy —dijo Pete—. Actuaba Vincent Price, y casi me muero de miedo.

—No me extraña —dijo Henry, echándose a reír. Al principio había sufrido el lapsus de creer que Pete se refería a El crisol—. Y ¿cuándo hay más posibilidades de que la gente se crea ideas histéricas? Evidente: después de la cosecha, cuando empieza el mal tiempo. Es cuando toca contar historias y meter cizaña. En Wenatchee, en el estado de Washington, son sectas satánicas y sacrificio de niños en el bosque. En Salem eran brujas, y en Jefferson Tract, cuna del incomparable colmado de Gosselin, son luces raras en el cielo, cazadores desaparecidos y maniobras militares. Por no hablar de eso rojo que crece en los árboles.

—Los helicópteros y los soldados, a saber, pero las luces las ha visto bastante gente para que en el pueblo hayan convocado una asamblea especial. Me lo ha dicho Gosselin mientras cogías las latas. Lo de que se haya perdido gente por Kineo también es verdad. Eso no es histeria.

—Solo te digo cuatro cosas —contestó Henry—: primero, que en Jefferson Tract no puede haber asambleas porque no hay pueblo. Segundo, que la reunión será alrededor de la estufa de Gosselin, y la mitad de los que asistan se habrán puesto ciegos de aguardiente o carajillos.

Pete rio entre dientes.

—Tercero, ¿qué otras diversiones tienen? El cuarto punto se refiere a los cazadores: lo más probable es que se cansaran y volvieran a casa, o que se emborracharan todos a la vez y decidieran hacerse ricos en el casino.

—¿Tú crees?

Pete lo dijo con tristeza, y Henry experimentó un gran impulso de ternura. Alargó el brazo y dio una palmadita en la rodilla de su amigo.

—No temas —dijo—, que el mundo está lleno de cosas raras.

Pensó que en ese caso no tendría tantas ganas de abandonarlo, pero a un psiquiatra, aparte de recetar Prozac y Paxil Ambien, lo que mejor se le daba era decir mentiras.

—Pues a mí ya me parece muy raro que desaparezcan cuatro cazadores a la vez.

—Qué va —dijo Henry, y rio—. Lo raro sería uno, o dos, pero cuatro… Te digo yo que se marcharon juntos de parranda.

—Oye, Henry, ¿a cuánto estamos de Hole in the Wall?

Traducido, quería decir: «¿Tengo tiempo para otra cerveza?».

En la tienda de Gosselin, Henry había puesto el cuentakilómetros a cero, vieja costumbre que se remontaba a cuando trabajaba para el estado de Massachusetts y le pagaban por kilómetros y sanatorios visitados. La distancia entre la tienda y Hole in the Wall era de 35,7 kilómetros. En ese momento, el cuentakilómetros indicaba 20,4, o sea que…

—¡Cuidado! —exclamó Pete.

La mirada de Henry se disparó hacia el parabrisas. El Scout acababa de llegar al final de una cuesta muy empinada y con muchos árboles. La capa de nieve era más gruesa que nunca, pero Henry tenía puestas las largas y divisó con claridad a la persona que estaba sentada en el camino a unos treinta metros del vehículo. Llevaba una trenca, un chaleco naranja que se movía hacia atrás como la capa de Superman, a causa de que cada vez hacía más viento, y un gorro de piel a lo ruso. En este último llevaba enganchadas una serie de cintas naranjas, que también se movían con el viento. Estaba sentada en medio del camino como un indio aprestándose a fumar la pipa de la paz, y al recibir la luz de los faros no se movió. Hubo un momento en que Henry le vio los ojos, muy abiertos pero sumamente inmóviles: ojos brillantes, inexpresivos. Entonces pensó: Es como mirarían los míos si no los protegiera tanto.

No estaban a tiempo de frenar, y menos con nieve. Henry dio un golpe de volante hacia la derecha y acusó el topetazo con que el Scout volvía a salirse de los surcos. Entreviendo de nuevo aquella cara blanca y quieta, tuvo tiempo de pensar: ¡Coño, si es una mujer!

El Scout volvió a derrapar en cuanto estuvo fuera de los surcos. Esta vez Henry maniobró a la contra para intensificar el derrape, consciente, pero sin pensarlo (no había tiempo de pensar), de que era la única oportunidad de no atropellar a la mujer. Única, pero a su juicio remota.

Pete chilló, y Henry, de reojo, le vio hacer el gesto protector de ponerse las manos delante de la cara con las palmas hacia fuera. El Scout intentó avanzar en sentido lateral, y esta vez Henry giró el volante en sentido contrario, intentando controlar el derrape lo suficiente para no estampar la parte trasera contra la cara de la mujer. Bajo sus guantes, el volante respondió con una suavidad vertiginosa. Por espacio de lo que quizá fueran tres segundos, el Scout se deslizó como una bala por la capa de nieve de Deep Cut Road, oponiendo un ángulo de cuarenta y cinco grados; lo manejaban a medias Henry Devlin y la tormenta. La nieve, envolviéndolo, era un delgado remolino, y los faros dos círculos inquietos, pintando los pinos encorvados bajo el peso. Tres segundos: poco, pero suficiente. Henry vio pasar la silueta de la mujer como si se moviera ella, no el coche; lo cierto, sin embargo, era que no se movía, ni lo hizo en el momento en que el borde oxidado del parachoques del Scout dejó entre su cara y el metal no más, quizá, de dos o tres centímetros de nieve y aire.

¡Te he esquivado!, pensó eufórico Henry. ¡Te he esquivado, hija de la gran puta! Entonces se rompió el último y precario hilo de control sobre el Scout, que dio un embate lateral. Con fuerte vibración, las ruedas volvieron a encontrar los surcos, pero esta vez transversalmente. El vehículo seguía intentando dar un giro de ciento ochenta grados, hasta que, con un golpe tremendo, chocó con una roca enterrada o un árbol pequeño arrancado, volcó por el lado del copiloto (cuya ventanilla se deshizo en migas brillantes) y se quedó al revés. A Henry se le partió un lado del cinturón de seguridad, y chocó con el hombro izquierdo contra el techo del coche. Sus huevos impactaron contra el cambio de marchas, produciendo un dolor instantáneo y plúmbeo. La varilla del intermitente se le partió en el muslo, y enseguida notó que le salía sangre y le mojaba los vaqueros. «El clarete», como lo llamaban los locutores deportivos de la radio de antes, hablando de boxeo: «¡Atención, que ha empezado a correr el clarete!». Pete chillaba, gritaba o ambas cosas.

El motor del Scout siguió funcionando invertido durante varios segundos, hasta que surtió efecto la gravedad y lo detuvo. El vehículo quedó reducido a una simple carrocería volcada en una carretera; seguían girando las ruedas, y los faros iluminaban los árboles nevados del lado izquierdo del camino. Se apagó uno, pero el otro permaneció encendido.

2

Henry había hablado mucho con Jonesy sobre su accidente (más que hablado, escuchado, puesto que su oficio consistía en escuchar creativamente), y sabía que su amigo no guardaba recuerdos del impacto. No fue su caso. Él no tenía constancia de haber perdido la lucidez después de volcar el Scout. Conservaba intacta, por lo tanto, la cadena de los recuerdos. Se acordaba de haber buscado la hebilla con la mano, para librarse de una puta vez del cinturón de seguridad, mientras Pete, cagándose en todo, vociferaba que se había roto la pierna. Tenía presente el ruido rítmico del limpiaparabrisas, y el resplandor de las luces del salpicadero, que ahora no estaban abajo, sino arriba. Encontró el cierre del cinturón, lo perdió, volvió a encontrarlo y lo apretó. Entonces se soltó la correa, y Henry cayó torpemente en el techo, rompiendo la tapa de plástico de la lamparita.

Tanteó con la mano y encontró la manilla de la puerta, pero no pudo moverla.

—¡Mi pierna! ¡La madre que me parió! ¡Mi pierna!

—¡Calla, hombre —dijo Henry—, que no le ha pasado nada!

Ni que lo supiera. Volvió a encontrar la manilla y a estirarla sin ningún resultado. Entonces comprendió el motivo: estaba al revés, y estiraba en el sentido equivocado. Lo intentó en dirección contraria, con la bombilla desnuda de la lámpara del techo calentándole un ojo, y se abrió la puerta con un clic. Henry la empujó con el dorso de la mano, previendo que no serviría de nada; seguro que estaba abollada la plancha, y tendría suerte con que cediera quince centímetros.

La puerta, sin embargo, chirrió, y de repente Henry notó que le caían copos de nieve en la cara y el cuello. Empujó con más fuerza, aplicando el hombro, y solo se dio cuenta de que había tenido las piernas colgadas cuando se le soltaron del cambio de marchas. Después de ejecutar media voltereta, se encontró con los ojos a pocos centímetros de la entrepierna de sus pantalones vaqueros, como si se hubiera propuesto darse un beso en los cojones, a fin de aliviar su intenso dolor. Se le dobló el diafragma, y le costó respirar.

—¡Ayúdame, Henry, estoy atascado! ¡Me cago en la leche!

—Espera.

Casi no reconoció su propia voz, de tan forzada y aguda. Ahora veía la parte del muslo de sus pantalones, con una mancha cada vez más grande de sangre oscura. El ruido del viento en los pinos parecía la aspiradora del mismísimo Dios.

Cogió la puerta con las dos manos, dando gracias por haberse dejado puestos los guantes para conducir, y le infligió un tirón descomunal. Tenía que salir y desdoblarse el diafragma para poder respirar.

Al principio no pasó nada. Luego Henry salió del Scout como un corcho de una botella y aterrizó en el suelo, jadeando y viendo caer una cortina de nieve como tamizada. En ese momento no había nada raro en el cielo. Se lo habría jurado a cualquier juez sobre un montón de biblias. Solo las panzas grises de las nubes bajas, y la caída psicodélica de la nieve.

Pete volvía a repetir su nombre, cada vez con más pánico.

Henry rodó sobre sí, se apoyó en las rodillas y, comprobando que le sostuvieran, se levantó con más o menos gracia. Solo se quedó parado unos segundos, tambaleándose al viento y esperando a ver si se le doblaba la pierna izquierda, la herida, y provocaba otra caída. No fue así. Cojeando, circundó el Scout invertido con la intención de acudir en ayuda de Pete. De paso miró fugazmente a la mujer que tenía la culpa del desaguisado. Estaba en la misma postura que antes, con las piernas cruzadas en medio del camino y una capita de nieve en los muslos y la parte frontal de la parka. El chaleco se abombaba y restallaba al viento, al igual que las cintas que llevaba en la gorra. No se había girado a mirarlos, no; mantenía fija la vista en dirección a Gosselin, como cuando Henry y Pete habían llegado al final de la cuesta y la habían visto. La nieve tenía impresa una marca de neumático que pasaba a treinta centímetros de la pierna izquierda doblada de la mujer. Henry estaba alucinado. No se explicaba que hubiera podido esquivarla.

—¡Henry! ¡Ayúdame, Henry!

Siguió caminando sin perder más tiempo, y en el rodeo hacia el lado del copiloto resbaló con la nieve fresca. La puerta de Pete estaba encallada, pero Henry se puso de rodillas y logró abrirla hasta la mitad. Luego metió los brazos, cogió el hombro de Pete y estiró. Nada.

—Desabróchate el cinturón, Pete.

Pete buscó a tientas el cierre, pero no lo encontró, a pesar de que lo tenía delante. Henry, cuidadoso y sin la menor impaciencia (lo atribuyó a un posible shock), desabrochó la hebilla, y Pete se cayó al techo de cabeza, torciéndosela. Gritó con una mezcla de sorpresa y dolor, y consiguió salir a trancas y barrancas por la puerta medio abierta. Henry le cogió por debajo de los brazos y estiró. Entonces se desplomaron los dos en la nieve, y Henry tuvo tal sensación de que ya lo había vivido que temió desmayarse. ¿De niños no jugaban así? Por supuesto. Sin ir más lejos, el día en que habían enseñado a Duddits a dejar en la nieve la huella de su cuerpo. Entonces se puso a reír alguien, dándole un susto de muerte. Se dio cuenta de que era él.

Pete se incorporó con una mirada furibunda y nieve por toda la espalda.

—¿De qué carajo te ríes? ¡Casi nos mata, el muy cabrón! ¡Yo lo estrangulo! ¡Qué hijo de puta!

—Es puta, no hijo —dijo Henry.

Como reía más que antes, y hacía tanto viento, pensó que Pete no debía de haberle entendido, pero le dio igual. Una euforia así la había experimentado muy pocas veces en la vida.

Pete se levantó con la misma dificultad que su amigo. Henry estuvo a punto de decir una gracia de las suyas, algo de que para tener la pierna rota caminaba bastante bien, pero justo entonces Pete se derrumbó con un grito de dolor. Henry se acercó y le palpó la pierna, que estaba estirada; parecía intacta, pero con dos capas de ropa era difícil cerciorarse.

—No, no está rota —dijo Pete, aunque jadeaba de dolor—. Solo se me ha quedado atascada, como cuando jugaba a fútbol. ¡Será cabrona! ¿Y la tía? ¿Seguro que es tía?

—Sí.

Pete se levantó y dio unos pasos delante del coche, sujetándose la rodilla. El faro que se había quedado encendido seguía iluminando la nieve, impertérrito.

—Pues ¿sabes qué te digo? Que más le vale estar paralítica o ciega —dijo a Henry—, porque si no le iré dando patadas en el culo hasta la tienda de Gosselin.

Henry sufrió otro ataque de risa. Lo había desencadenado la imagen mental de Pete cojeando… y luego dando patadas.

—¡Oye, Peter, no te pases con ella! —exclamó, sospechando que cualquier asomo de severidad quedaría borrado por las carcajadas que encuadraban la advertencia.

—Solo si se pone descarada —dijo Pete.

Las palabras, que llevó el viento hasta Henry, sonaban un poco a vieja ofendida, y redoblaron sus risas. Se bajó los vaqueros y los calzoncillos largos y se quedó en slip para ver si se había hecho mucho daño con la varilla del intermitente.

Era un corte superficial de unos siete centímetros en el interior del muslo. Había sangrado copiosamente, y seguía supurando, pero Henry no creyó que fuera profundo.

—¿De qué coño va? —le espetó Pete a la mujer desde el otro lado del Scout volcado, cuyo limpiaparabrisas seguía marcando el ritmo. A pesar de que la diatriba de Pete no andaba escasa de palabrotas (muchas de clara ascendencia beaveriana), Henry siguió apreciándole maneras de maestra de la vieja guardia, lo cual alimentó sus risas mientras se subía el pantalón—. ¿Qué leches hace en medio de la puta carretera, nevando así? ¿Está borracha? ¿No tiene nada en la cabeza? ¡Oiga, que le estoy hablando! Por su culpa casi nos matamos mi colega y yo. Al menos podría… Pero… ¡Fóllame, Freddy!

Henry llegó al otro lado del Scout justo a tiempo para ver a Pete cayéndose al lado de aquella especie de Buda. Debía de habérsele vuelto a atascar la pierna. Ella ni siquiera le miró. Las cintas naranjas del gorro se le movían hacia atrás. Tenía la cabeza levantada y, a pesar de que se le metían copos de nieve en los ojos, fundiéndose con el calor de las lentes vivas, no pestañeaba. A pesar de los pesares, Henry sintió avivarse su interés profesional. ¿Con qué habían topado?

3

—¡Aaay! ¡Cagüen la hostia! ¡Rediós, lo que duele!

—¿Te encuentras bien? —preguntó Henry.

Volvió a troncharse de risa. ¡Qué pregunta más tonta!

—¿Tú crees que si estuviera bien pegaría estos gritos, pedazo de animal? —dijo Pete con mordacidad; pero, cuando Henry se inclinó hacia él, levantó una mano e hizo gestos de apartarle—. Deja, deja, que ya se me pasa. Ve a ver a la tarada esa, que solo sabe quedarse sentada.

Henry se arrodilló delante de la mujer, y aunque hizo una mueca de dolor (por las piernas, pero también se había hecho daño en la espalda al chocar con el techo, y le estaba cogiendo tortícolis) siguió riendo por lo bajo.

No se trataba de ninguna doncella desamparada. No bajaba de los cuarenta años, y era fortota. Pese al grosor de su parka, y a la cantidad indeterminada de prendas que llevaba debajo, la protuberancia frontal delataba un melonar de los que justifican las operaciones de reducción de pecho. El pelo que salía de las orejeras, expuesto al viento, no atestiguaba ningún corte especial. Llevaba vaqueros, como Henry y Pete, pero uno de sus muslos habría dado para dos como los de Henry. La primera definición que se le ocurrió fue «de pueblo»: respondía a esa clase de mujeres a las que se ve colgar la ropa en un patio lleno de juguetes, al lado de una caravana doble, mientras, por la ventana abierta, suena a todo volumen una radio con Garth Brooks o Shania Twain. También, por qué no, podía ser la típica clienta de Gosselin. El equipo naranja indicaba que podía ser cazadora, pero entonces ¿dónde estaba su escopeta? ¿Sepultada en la nieve? ¿Tan deprisa? Sus ojos, muy abiertos, eran de color azul oscuro, y carecían de expresión. Henry buscó sus huellas, pero no las vio. Seguro que las había borrado el viento, pero no dejaba de resultar inquietante, como si hubiera caído del cielo.

Henry se quitó un guante e hizo chasquear los dedos delante de aquellos ojos ausentes. Parpadearon. No era mucho, pero, teniendo en cuenta que acababa de esquivarla por pocos centímetros un vehículo de varias toneladas, y ella tan pancha, tampoco esperaba más.

—¡Eh! ¡Despierte! ¡Despierte!

Repitió el chasquido, y notó que casi no tenía sensibilidad en los dedos. ¿Desde cuándo hacía tanto frío? En buena nos hemos metido, pensó.

La mujer eructó. Fue un eructo más fuerte de lo normal, que se oyó más que el viento en los árboles. Antes de que el movimiento del aire se llevara el rebufo, Henry captó una vaharada acre y al mismo tiempo picante. Olía como a alcohol de farmacia. La mujer se movió un poco e hizo una mueca. Luego se tiró un pedo largo y vibrante que parecía ruido de romper tela. Quizá sea el saludo de la zona, pensó Henry. La idea volvió a darle risa.

—¡Anda que no! —le dijo Pete casi al oído—. Ha hecho un ruido como de rompérsele el fondillo de los pantalones. ¿Qué ha bebido, señora? —Y a Henry—: Fijo que algo ha bebido; o anticongelante, o soy un mono.

Henry también lo olía.

De repente los ojos de la mujer se movieron hacia los de Henry, sorprendiéndole con el dolor que expresaban.

—¿Y Rick? —preguntó—. Tengo que encontrar a Rick. Es el único que queda.

Hizo una mueca, y al levantársele los labios Henry vio que le faltaba la mitad de la dentadura. Las piezas que quedaban parecían estacas de una valla rota. Soltó otro eructo, de olor tan fuerte que hizo saltársele las lágrimas a Henry.

—¡Dios! —dijo Pete, casi gritando—. Pero ¿qué le pasa a esta mujer?

—No lo sé —dijo Henry.

De lo único que estaba seguro era de que la mujer volvía a presentar la misma mirada ausente de antes, y de que en buena se habían metido. Si hubiera estado solo, quizá se hubiera planteado sentarse al lado de ella y pasarle un brazo por la espalda, lo cual, como respuesta al problema final, aventajaba en interés y originalidad a la Solución Hemingway, pero había que pensar en Pete. Pete ni siquiera se había sometido a la primera cura de desintoxicación alcohólica, aunque se viera venir.

Además, tenía curiosidad.

4

Pete estaba sentado en la nieve, masajeándose de nuevo la rodilla y mirando a Henry en espera de que hiciera algo. Razones no le faltaban, porque dentro del grupo solía ser Henry el encargado de tener ideas. Entre los cuatro no había liderazgo, pero si alguien podía arrogárselo, desde la época de instituto, era Henry. Entretanto, la mujer volvía a tener la mirada perdida en la nieve.

Relájate, se dijo Henry. Respira hondo y relájate.

Respiró, contuvo el aliento y lo expulsó de nuevo. Mejor. Un poco mejor. A ver, ¿qué le pasaba a la mujer? No se trataba de saber de dónde había venido, qué hacía en el camino o por qué le olían los eructos a anticongelante. ¿Qué le pasaba justo en ese momento?

Que había sufrido un shock, evidentemente. Un shock tan profundo que era como una modalidad de catatonia. Prueba de ello, que ni se hubiera inmutado al pasarle casi rozando el Scout. Sin embargo, no se había replegado tanto en sí misma como para que solo pudiera hacerle reaccionar una inyección de estimulante. Había reaccionado al chasquido de los dedos de Henry, y había hablado. Había preguntado por un tal Rick.

—Henry…

—Calla.

Henry volvió a quitarse los guantes, puso las manos delante de la cara de la mujer y dio una enérgica palmada. Le pareció un ruido muy débil en comparación con el soplo constante del viento en los árboles, pero la mujer volvió a pestañear.

—¡Arriba!

Henry le cogió las manos, llevaba guantes, y se alegró de que hiciera el movimiento reflejo de cerrarlas. Se inclinó hacia su cara y percibió el olor a éter. Oliendo así no podía estar muy sana.

—¡Arriba! ¡Venga, al mismo tiempo que yo! A la una, a las dos y a laaas… ¡tres!

Se levantó sin soltarle las manos. Ella también se puso en pie con un crujir de rodillas y soltó otro eructo, acompañado de otro pedo. Con el movimiento se le ladeó el gorro, tapándole un ojo. Como no hacía ningún gesto para remediarlo, Henry dijo:

—Ponle bien el gorro.

—¿Eh?

Pete también se había levantado, aunque no parecía en muy buen equilibrio.

—No quiero soltarla. Ponle bien el gorro. Destápale el ojo.

Pete alargó el brazo con cautela y arregló el gorro. La mujer se inclinó un poco, hizo una mueca y se tiró otro pedo.

—Muchas gracias —dijo Pete con acritud—. Han sido un público magnífico. Buenas noches.

Henry notó que se caía y la cogió con más fuerza.

—¡Camine! —exclamó, volviendo a acercarle la boca a la cara—. ¡Camine conmigo a la una, a las dos y a laaas… tres!

Empezó a retroceder en dirección a la parte frontal del Scout. Ahora ella le miraba, y Henry, que no rehuía su cara, dijo a Pete (sin mirarle, porque no quería arriesgarse a que se distrajera la mujer):

—Cógeme por el cinturón y guíame.

—¿Adónde?

—Al otro lado del Scout.

—No sé si podré…

—Pues tienes que poder, Pete. Venga.

Tras unos instantes de inactividad, notó que Pete le metía la mano por debajo de la chaqueta, buscaba a tientas el cinturón y lo encontraba. A continuación, como torpes bailarines de conga, avanzaron por la cinta estrecha del camino y cortaron el haz amarillo del faro del Scout que seguía encendido. El lado opuesto del vehículo volcado tenía la ventaja de estar a resguardo del viento, al menos parcialmente.

De repente la mujer desprendió sus manos de las de Henry y se inclinó con la boca abierta. Henry, que no quería que le salpicase, se apartó… pero lo que salió no fue vómito, sino un eructo más sonoro que todos los anteriores. Mientras estaba inclinada, volvió a tirarse un pedo. Henry nunca había oído nada igual, y eso que en los hospitales del oeste de Massachusetts creía haber oído absolutamente de todo. Ella, sin embargo, conservó el equilibrio, respirando por la nariz con bufidos de caballo.

—Henry —dijo Pete. Tenía la voz ronca por el miedo, la sorpresa o ambas cosas—. ¡Mira!

Tenía la vista fija en el cielo, la mandíbula fofa y la boca abierta. Henry siguió su mirada y apenas dio crédito a sus ojos. Una serie de círculos luminosos, nueve o diez en total, recorría lentamente las nubes bajas. Para verlos, Henry tuvo que forzar la vista. Les encontró un parecido con los focos que horadaban el cielo nocturno en los estrenos de Hollywood, pero en el bosque no había focos, y tampoco se veían los haces en la nieve. Lo que proyectaba aquellas luces tenía que estar encima de las nubes o dentro de ellas. Daban la impresión de moverse al azar, sin dirección, y de repente Henry se sintió invadido por un terror atávico. Lo cierto era que parecía brotar de muy dentro, de las profundidades de su ser. De pronto, se notaba la columna vertebral como una columna de hielo.

—¿Qué son? —preguntó Pete casi en un gemido—. ¡Dímelo, por favor!

—No lo…

La mujer miró hacia arriba, vio el movimiento de luces y se puso a gritar. Eran chillidos de una intensidad fuera de lo común, y expresaban tanto miedo que Henry tuvo ganas de imitarla.

—¡Han vuelto! —chilló ella—. ¡Han vuelto! ¡Han vuelto!

Se tapó los ojos y apoyó la cara en la rueda de delante del Scout volcado. Ahora ya no gritaba, solo gemía, como algo que cae en un cepo del que no puede escapar.

5

Durante cierto tiempo (que no excedería los cinco minutos, aunque pareciera más) observaron la trayectoria de las luces por el cielo. Dibujaban círculos, salían disparadas en direcciones aleatorias, saltaban por encima de las otras… Henry, en un momento dado, reparó en que de la docena inicial, o casi, solo quedaban cinco, y después tres. La mujer, que seguía de cara al neumático, volvió a tirarse un pedo, y Henry, que estaba al lado de ella, comprendió que se encontraban en un lugar dejado de la mano de Dios, espectadores atónitos de algún fenómeno celeste vinculado a la tormenta; fenómeno que tenía su interés, pero que no contribuiría en nada a que se refugiasen en un lugar seco y caliente. Se acordaba perfectamente de la última lectura del cuentakilómetros: 20,4. Faltaban más de quince kilómetros para llegar a Hole in the Wall. En el mejor de los casos sería un largo paseo, y les había pillado una nevada a punto de convertirse en violenta tempestad. Encima, pensó, soy el único que puede caminar.

—Pete.

—Es increíble —musitó Pete—. Son ovnis, coño, como en la serie de Scully y Mulder. ¿Tú qué crees que…?

—Pete. —Henry le cogió la barbilla y le obligó a apartar la mirada del cielo y ponerla en él. Arriba estaban borrándose las últimas dos luces—. Solo es un fenómeno eléctrico.

—¿Tú crees?

Se le leía, aunque absurda, la decepción en la cara.

—Sí, algo relacionado con la tormenta. Además, la cuestión es no quedarse congelados, aunque fuera la primera oleada de platillos voladores del planeta Alnitak. Necesito que me ayudes. Necesito que hagas tu especialidad. ¿Podrás?

—No lo sé —dijo Pete, mirando el firmamento por última vez. Ahora solo quedaba una luz, y tan tenue que había que fijarse—. ¡Señora! Señora, casi se han marchado. Haga el favor de calmarse.

Ella, sin contestar, se quedó con la cara en el neumático. Chasqueaban al viento las cintas de la gorra. Pete suspiró y se volvió hacia Henry.

—¿Qué quieres?

—¿Conoces los refugios para leñadores que hay en este camino?

Henry calculaba que había ocho o nueve, simples construcciones de cuatro postes y tejado de cinc oxidado. Los usaban los taladores para guardar troncos o maquinaria hasta la primavera.

—Sí —dijo Pete.

—¿Cuál nos cae más cerca? ¿Lo sabes?

Pete cerró los ojos, levantó un dedo y lo hizo oscilar. Al mismo tiempo creó un sonido rítmico aplicando la punta de la lengua al paladar. Lo hacía desde el instituto. No era un rasgo definidor tan antiguo como los lápices y palillos mordisqueados de Beaver, ni como la afición de Jonesy al cine de terror y la novela negra, pero se remontaba muy atrás. Y solía ser fiable. Henry esperó que funcionara.

Quizá los oídos de la mujer hubieran captado el tic tic debajo del estrépito del viento, porque levantó la cabeza y miró alrededor. El neumático le había dejado una mancha grande y negra en la frente.

Pete abrió los ojos.

—Allí —dijo, señalando hacia Hole in the Wall—. Pasas la curva y encuentras una colina. Bajas por el otro lado y luego hay un tramo recto. Al final hay un refugio. Queda a mano izquierda. Tiene hundida una parte del techo. Una vez, estando dentro, le sangró la nariz a alguien que se llamaba Stevenson.

—¿Ah, sí?

—¡Yo qué sé, tío!

Pete desvió la mirada, como si le diera vergüenza.

Henry se acordaba vagamente del refugio. Lo de que estuviera hundida una parte del techo era o podía ser beneficioso. Dependiendo de cómo se hubiera desplomado, quizá el refugio, que no tenía paredes, hubiera quedado convertido en cobertizo.

—¿A qué distancia?

—Un kilómetro o menos.

—Y estás seguro.

—Sí.

—¿Puedes caminar tanto, con la rodilla?

—Yo creo que sí, pero ¿y ella?

—Más le vale —dijo Henry.

Puso las manos en los hombros de la mujer, giró hacia sí su cara de ojos muy abiertos y acercó la suya hasta que faltó poco para que se tocaran las dos narices. A ella le olía fatal el aliento (a anticongelante con un toque de algo aceitoso y orgánico), pero Henry mantuvo la proximidad y no hizo ningún amago de retroceder.

—¡Tenemos que caminar! —le dijo, levantando la voz y con tono autoritario, aunque sin llegar a gritar—. ¡Camine conmigo a la una, a las dos y a las… tres!

Le cogió la mano, la condujo hacia la parte trasera del Scout y salió con ella al camino. Tras cierta resistencia inicial, la mujer se dejó llevar con una docilidad absoluta, como si no notara los embates del viento. Caminaron unos cinco minutos unidos por la mano izquierda de Henry y la derecha de la mujer, que llevaba guantes. Después Pete tropezó.

—Espera —dijo—, que esta mierda de rodilla ya se me quiere volver a atascar.

Mientras Pete, agachado, se daba un masaje, Henry miró el cielo. Ya no había luces.

—¿Cómo estás? ¿Puedes seguir?

—Descuida —dijo Pete—. Venga.

6

Hasta la curva no hubo problemas. Subieron a buen paso hasta media colina, y entonces Pete se cayó al suelo gimiendo, diciendo palabrotas y cogiéndose la rodilla. Reparando en la mirada de Henry, hizo un ruido peculiar, entre risa y gruñido.

—No te preocupes —dijo—, que o lo consigo o no me llamo Pete.

—¿Seguro?

—Seguro.

Para alarma de Henry (y una pizca de diversión, aquella oscura diversión que ya no le abandonaba), Pete cerró los puños y empezó a darse golpes en la rodilla.

—Pete…

—¡Suelta, maricona! ¡Suelta! —exclamó Pete sin hacerle caso.

La mujer, mientras tanto, estaba caída de hombros, con el viento en la espalda y las cintas naranjas del gorro flotando hacia adelante, silenciosa como una máquina apagada.

—¿Pete?

—Ya estoy bien —dijo. Miró a Henry con ojos de cansancio… pero que tampoco carecían de humor—. Qué tocada de cojones, ¿eh?

—Sí.

—No creo que pueda caminar hasta Derry, pero al refugio llegaré. —Tendió la mano—. Ayúdame, jefe.

Henry cogió la mano de su viejo amigo y estiró. Pete se levantó con las piernas rectas, como después de una reverencia, se quedó un rato quieto y dijo:

—Venga, que ya tengo ganas de que no me dé tanto aire. —Hizo una pausa y añadió—: Deberíamos habernos llevado unas cervezas.

Llegaron al otro lado de la colina, donde hacía menos viento. Cuando iniciaron el tramo recto de la base, Henry ya albergaba la esperanza de que en aquella fase no tuvieran percances. A media recta, teniendo delante una forma que solo podía ser el refugio de leñadores, se cayó la mujer, primero de rodillas y luego de cara. Se quedó un momento tumbada y con la cabeza de lado, respirando por la boca abierta como única señal de vida (anda que no sería más fácil que se hubiera muerto, pensó Henry). Después se puso de costado y soltó otro eructo, largo y sonoro.

—¡Será plasta la tía! —dijo Pete, no con tono de enfado, sino de cansancio. Miró a Henry—. ¿Ahora qué?

Henry se arrodilló al lado de la mujer, le dijo con todas sus fuerzas que se levantara, hizo chasquear los dedos, dio una palmada y contó varias veces hasta tres, pero no le sirvió de nada.

—Quédate con ella, a ver si encuentro algo para llevarla.

—Que tengas suerte.

—¿Tienes alguna idea mejor?

Pete se sentó en la nieve haciendo una mueca y estirando la pierna.

—No —dijo—, ninguna. Me he quedado sin ideas.

7

Henry tardó cinco minutos en llegar caminando al refugio. A él también se le estaba entumeciendo la pierna herida por la varilla del intermitente, pero no consideró que revistiera gravedad. Si conseguía llevar al refugio a Pete y la mujer, y si en Hole in the Wall arrancaba el Arctic Cat (la motonieve), veía bastantes posibilidades de llevar la situación a buen puerto. ¡Y que era interesante, caramba! Las luces del cielo…

El tejado de cinc del refugio se había caído de manera perfecta: estaba abierta la parte de delante, la que daba al camino, pero el fondo había quedado prácticamente clausurado. En la gasa de nieve que se había metido dentro sobresalía algo: un recorte sucio de lona gris con una capa de serrín y astillas viejas.

—Bingo —dijo Henry, cogiéndolo. Al principio se resistía, porque estaba pegado al suelo, pero, cuando se puso de espaldas, se soltó con un ruido que le recordó el pedo de la mujer.

Arrastró la lona por el arduo camino de regreso hacia donde estaba sentado Pete en la nieve, todavía con la pierna estirada, y la mujer a su lado, boca abajo.

8

Henry no se había atrevido a esperar que fuera tan fácil. De hecho, en cuanto la tuvieron a ella encima de la lona, fue coser y cantar. Era una mujer robusta, pero se deslizaba por la nieve como aceite. Henry se alegró de que no hubiera tres o cuatro grados más de temperatura, porque la nieve pegajosa habría cambiado mucho la situación. Otra ventaja evidente era hallarse en un tramo recto de camino.

Ahora les llegaba la nieve hasta el tobillo, y caía más que antes, pero también eran mayores los copos. Ya para, se decían de niños al ver así los copos, desilusionados.

—Oye, Henry…

A juzgar por la voz, Pete estaba casi sin aliento, pero daba igual, porque tenían el refugio justo delante. Pete caminaba con rigidez, para que no volviera a fastidiársele la rodilla.

—¿Qué?

—Últimamente pienso mucho en Duddits. ¿Es raro?

—Entonces seríamos raros los dos —dijo Henry.

—¿Por qué lo dices?

—Porque yo también pienso mucho en Duddits, y desde hace bastante tiempo. Al menos desde marzo. Pensábamos ir a verle Jonesy y yo…

—¿Sí?

—Sí, pero fue cuando Jonesy tuvo el accidente…

—No sé ni cómo le habían dado el carnet al cabrón del viejo que le atropelló —dijo Pete, sombrío y ceñudo—. Jonesy tiene suerte de estar vivo.

—Clarísimo —dijo Henry—. En la ambulancia se le paró el corazón. Tuvieron que hacerle un electroshock.

Pete se quedó pasmado y abrió muchos los ojos.

—¿En serio? ¿Tan mal estaba? ¿Le faltó tan poco?

Henry temió haber sido indiscreto.

—Sí, pero te aconsejo que no se lo digas. A mí me lo contó Carla, pero dudo que lo sepa Jonesy. Yo nunca…

Hizo un gesto vago con el brazo, y Pete asintió con perfecta comprensión. «Yo nunca le he notado que lo sepa», había querido decir Henry.

—Pues no abriré la boca —dijo Pete.

—Mejor para todos.

—O sea, que no llegasteis a visitar a Duds.

Henry negó con la cabeza.

—Con todo el follón de Jonesy se me fue de la cabeza. Luego ya era verano, y bueno, lo típico…

Pete asintió.

—Pero ¿sabes qué? Que hace un rato, estando en la tienda, he vuelto a acordarme.

—¿Por el chico con la camiseta de Beavis y Butthead? —preguntó Pete.

La salían las palabras en bocanadas de vapor blanco.

Henry asintió. El «chico» en cuestión quizá tuviera veinte o veinticinco años: con síndrome de Down es difícil calcularlo. Era pelirrojo, y caminaba por el pasillito oscuro de la tienda en compañía de un hombre que solo podía ser su padre. Llevaban la misma cazadora a cuadros verdes y negros, pero lo decisivo era la coincidencia de color de cabello, aunque al supuesto padre se le hubiera caído tanto que ya le traslucía el cuero cabelludo. Les había mirado como diciendo: «De mi hijo ni mu, porque tendríais problemas». Henry y Pete, naturalmente, no habían hecho ningún comentario. Venían de Hole in the Wall, a treinta y pico kilómetros, en busca de cerveza, pan y salchichas, no de bronca. Además habían sido amigos de Duddits, y a su modo mantenían la amistad, mandándole regalos navideños y felicitaciones. Duddits, que a su manera especial, en otros tiempos, había sido del grupo. Lo que mal podía confiarle Henry a Pete era que los pensamientos recurrentes sobre Duds arrancasen de dieciséis meses atrás, de cuando se había dado cuenta de que quería quitarse la vida y de que lo hacía todo para dar largas a ese momento o prepararlo. A veces hasta soñaba con Duddits, y con Beav diciendo «Deja, que te lo arreglo», y Duddits contestando: «¿Qué adegla?».

—No tiene nada de malo que pienses en Duddits —dijo Henry, metiéndose en el refugio con el trineo improvisado donde llevaba a la mujer. Él también jadeaba—. Duddits fue nuestra manera de definirnos. Fue el mejor momento del grupo.

—¿Tú crees?

—Sí.

Henry se dejó caer pesadamente para, antes de pasar a otra cosa, recuperar el aliento. Miró su reloj. Casi mediodía. A esa hora, Jonesy y Beaver ya debían de temer que les hubiera retrasado la nieve. Casi estarían convencidos de que les había pasado algo. Quizá uno de los dos encendiera la motonieve. (Eso si funciona, se recordó de nuevo Henry, que igual se pone farruca.) Quizá vinieran a buscarlos. Sería facilitarles las cosas.

Miró a la mujer, tendida en la lona. Se le había caído el pelo sobre un ojo, ocultándolo. El otro miraba a Henry (y más allá) con una indiferencia gélida.

Henry era de la opinión de que a todos los niños, en la primera fase de la adolescencia, se les presentaban momentos de definirse a sí mismos, y de que en grupo tenían más posibilidades que solos de reaccionar con decisión. A menudo se portaban mal, respondiendo a la tensión con crueldad. Henry y sus amigos, por algún motivo, se habían portado bien. No es que en el balance final pesara más que otras cosas, pero a nadie le hacía daño acordarse de que una vez, contra todo pronóstico, se había portado bien. No hacía daño, no, y menos con oscuridad en el alma.

Expuso sus planes y la parte que le correspondería a Pete. Después se levantó para poner manos a la obra, porque quería que estuvieran los tres a salvo dentro de Hole in the Wall antes de que cayera la noche. Un lugar limpio y bien iluminado: título de un cuento de Hemingway. Volvió a pensar en la solución homónima.

—Vale —dijo Pete, aunque parecía nervioso—. Solo espero que no se me muera encima, y que no vuelvan las luces. —Levantó la cabeza para mirar el cielo, donde ahora solo había nubes oscuras y bajas—. ¿Tú qué crees que eran? ¿Alguna especie de relámpago?

—Supongo. —Henry se puso en pie—. Empieza a recoger las astillas. No hace falta ni que te levantes.

—Para hacer fuego, ¿no?

—Exacto —dijo Henry.

A continuación pasó por encima de la mujer y fue a la entrada del bosque, en cuyo suelo nevado abundaba la leña de mayor calibre. Más o menos quince kilómetros: era la caminata que le esperaba. Primero, sin embargo, encenderían una hoguera. Una hoguera bien grande.