1
—Como se imaginará, no puedo llamar a nadie —dijo Jonesy—. Por aquí cerca no pasa ninguna línea de teléfono. Lo único que tenemos es un generador para la electricidad.
McCarthy, que solo asomaba la cabeza del edredón, asintió con ella.
—Sí, lo he oído, aunque al perderse se oyen cosas muy raras. Qué le voy a decir. A ratos parece que tengas el ruido a la izquierda o la derecha, luego estás seguro de que viene de detrás, piensas que es mejor volver…
Jonesy asintió, si bien, a decir verdad, lo ignoraba. Nunca se había perdido, a menos que se contara como tal la semana de después del accidente, pasada en una bruma de medicamentos y dolor.
—Estoy pensando qué es lo mejor —dijo Jonesy—. Supongo que llevarle en coche cuando vengan Pete y Henry. ¿Cuántos eran en el grupo?
McCarthy, por lo visto, tenía que pensárselo. Ello, sumado a su andar inestable, fortaleció la impresión de Jonesy de que estaba en estado de shock. Le extrañó que bastara una noche de extravío en el bosque. Se preguntó si a él también le habría afectado tanto.
—Cuatro —dijo McCarthy después de ese minuto de reflexión—. Como ustedes. Cazábamos en parejas. Yo iba con un amigo mío, Steve Otis. Somos los dos abogados, de Skowhegan. Los cuatro somos de Skowhegan, y a esta semana… le damos mucha importancia.
Jonesy asintió sonriendo.
—Sí, nosotros también.
—Debí de despistarme. —El hombre sacudió la cabeza—. No sé. Oía a Steve a la derecha, de vez en cuando veía su chaqueta entre los árboles, y de repente… No sé. Debió de írseme el santo al cielo. El bosque es ideal para pensar. El caso es que me quedé solo. Debí de intentar retroceder por el mismo camino, pero se hizo de noche… —Volvió a sacudir la cabeza—. Se me mezcla todo en la cabeza, pero tengo claro que éramos cuatro: yo, Steve, Nat Roper y la hermana de Nat, Becky.
—Deben de estar con los nervios de punta.
Al principio McCarthy puso cara de sorpresa, y luego de aprensión. Se notaba que aún no lo había pensado.
—Sí, claro. Seguro. ¡Ay, Dios mío! ¡Seré…!
Oyéndole, Jonesy tuvo que aguantarse una sonrisa. McCarthy parecía un personaje de la película Fargo.
—Vaya, que lo mejor sería llevarle. Eso si no…
—Tampoco quiero molestar…
—Si podemos, le llevamos. Lo digo porque ha cambiado el tiempo tan de repente…
—¡Usted dirá! —dijo McCarthy con amargura—. Con tanto satélite, tanto radar y tantos trastos podrían acertar un poco más, ¿no? «Buen tiempo y frío moderado, propio de esta época del año.» ¡Ríete tú!
Jonesy miró al hombre, o lo que dejaba a la vista el edredón (que solo era la cara roja y el pelo castaño de calvo incipiente), con cierta perplejidad. Las previsiones que había oído él (y Pete, y Henry, y Beaver) llevaban dos días hablando de nieve. Algunos hombres del tiempo se cubrían las espaldas diciendo que la nieve podía cambiar a lluvia, pero el de la emisora de Castle Rock, por la mañana (era la única radio que se cogía en la cabaña, y mal, con mucha estática), había mencionado una zona de bajas presiones (lo que se llamaba un Alberta Clipper) moviéndose muy deprisa, quince o veinte centímetros, y a continuación, si seguían bajas las temperaturas y no se alejaban las bajas presiones hacia el mar, quizá una borrasca del nordeste. Jonesy no sabía de dónde sacaba McCarthy los pronósticos del tiempo, pero de la misma emisora seguro que no. Lo más probable era que sufriera una confusión. Motivos no le faltaban.
—Oiga, si quiere pongo a calentar un poco de sopa. ¿Le apetece, señor McCarthy?
McCarthy sonrió, agradecido.
—Me parece muy bien —dijo—. Ayer por la noche me dolía la barriga, y esta mañana no se podía aguantar, pero ahora me encuentro bastante mejor.
—Los nervios —dijo Jonesy—. Yo lo habría vomitado todo. Seguro que hasta me habría cagado encima.
—No, vomitar no vomité —dijo McCarthy—. Estoy casi seguro de que no, aunque… —Volvió a sacudir la cabeza. Era como un tic—. No sé. Lo tengo todo tan confuso que parece que haya tenido una pesadilla.
—Pues ya se ha acabado —dijo Jonesy.
Le pareció un poco tonto decirlo, pero era evidente que aquel hombre necesitaba que le dieran ánimos.
—Menos mal —dijo McCarthy—. Gracias. Y sí que me apetece un poco de sopa.
—Hay de tomate y de pollo. ¿Cuál le apetece?
—La de pollo —dijo McCarthy—. Mi madre siempre decía que cuando estás pachucho lo mejor es sopa de pollo.
Lo dijo con una mueca de burla, y Jonesy intentó disimular la impresión. Los dientes de McCarthy eran blancos y regulares, tanto que en un hombre de su edad (rondaría los cuarenta y cinco) solo podían ser fundas. La contrapartida era que le faltaban como mínimo cuatro: los colmillos de arriba y, abajo, los dos de delante, que no sabía Jonesy cómo se llamaban. Lo que sí sabía era que McCarthy no se daba cuenta de haberlos perdido. Nadie que fuera consciente de tener unos huecos así en la dentadura los habría expuesto con tanta naturalidad, ni siquiera en aquellas circunstancias. Jonesy, al menos, era de esa opinión. Experimentó un ligero escalofrío en la barriga. Después se giró hacia la cocina, antes de que McCarthy detectara su cambio de expresión y sospechara algo raro. O preguntara qué ocurría.
—Marchando una de sopa de pollo. ¿Y si la acompañamos con queso caliente?
—Si no es demasiada molestia… Y llámame Richard, por favor. O mejor Rick. Cuando me salva alguien la vida, prefiero que me tutee lo antes posible.
—Pues nada, Rick.
Más vale que te arregles los dientes antes del próximo juicio, pensó Jonesy.
La sensación de que pasaba algo raro era muy pronunciada. Se trataba del clic, el mismo de antes, cuando Jonesy había estado a punto de adivinar el apellido de McCarthy. Aún estaba lejos de arrepentirse de no haberle pegado un tiro, pero ya empezaba a tener ganas de que McCarthy no se hubiera acercado a su árbol, ni a su vida.
2
Mientras Jonesy, que ya había puesto la sopa a calentar, preparaba los sándwiches de queso, llegó la primera ráfaga de viento, que hizo crujir la cabaña y levantó una gran cortina de nieve. Por unos instantes se borraron hasta los garabatos negros de los árboles del Barranco, y detrás del ventanal quedó todo blanco, como si hubieran montado una pantalla de autocine. Jonesy sintió la primera punzada de inquietud, no ya por Pete y Henry, que a esas alturas debían de estar volviendo de Gosselin en el Scout de Henry, sino por Beaver. Lo lógico era que Beaver conociera aquel bosque como la palma de su mano, pero con tormenta de nieve nadie conoce nada. «Nunca se sabe»: otro dicho del fracasado de su padre, menos bueno, quizá, que «la suerte se tiene o no se tiene», pero bueno. Quizá Beaver lograra guiarse por el ruido del generador, pero tenía razón McCarthy en que los ruidos son traicioneros. Sobre todo si empezaba a armar jaleo el viento, que parecía decidido a ello.
La madre de Jonesy le había enseñado los diez o doce principios básicos de la cocina, uno de los cuales tenía que ver con el arte de hacer bocadillos de queso caliente. «Primero —decía—, echas unas caquitas de ratón (como llamaba Janet Jones a la mostaza), y después untas el pan de mantequilla. ¡Ojo! El pan, no la sartén. Como hagas la chorrada de untar la sartén, acabarás con pan frito y un poco de queso.» Jonesy nunca había entendido que fuera tan decisiva la diferencia entre poner la mantequilla en el pan o la sartén, pero siempre seguía las indicaciones de su madre, aunque fuera una lata untar la rebanada de arriba mientras se calentaba la de abajo. Tampoco se le habría ocurrido entrar en casa sin quitarse las botas de goma, porque su madre siempre le había dicho que «te deforman los pies». No acababa de explicárselo, pero ahora que era adulto, ahora que se acercaba a los cuarenta, seguía quitándose las botas justo al pasar por la puerta, para que no le deformaran los pies.
—Me parece que también me haré uno —dijo Jonesy, colocando el pan en la sartén con el lado de la mantequilla para abajo. La sopa había roto a hervir y olía bien. Era un olor reconfortante.
—Buena idea. ¡Oye, espero que no les pase nada a tus amigos!
—Y yo —dijo Jonesy. Removió un poco la sopa—. ¿Vosotros dónde os instaláis?
—Pues… Antes cazábamos en Mars Hill, en un sitio que era de un tío de Nat y Becky, pero lo quemó hace dos veranos algún anormal. Beben, y luego tiran las colillas sin fijarse. Al menos es lo que dijeron los bomberos.
Jonesy asintió con la cabeza.
—No es la primera vez que pasa.
—El seguro pagó el valor de la cabaña, pero nos quedamos sin campamento. Yo ya me esperaba que no siguiéramos cazando, pero Steve encontró un sitio precioso por la zona de Kineo. ¿Sabes dónde digo?
—Sí, lo conozco —dijo Jonesy, con una insensibilidad extraña en los labios.
Volvía a tener una extraña sensación. Hole in the Wall se encontraba unos treinta kilómetros al este de Gosselin. Kineo caía a unos cuarenta y cinco al oeste de la tienda. Sumaban ochenta y cinco. ¿Y tenía que creerse que aquel hombre, la persona que estaba sentada en el sofá con la cabeza fuera del edredón, había caminado ochenta y cinco kilómetros antes de perderse? Era absurdo. Imposible.
—Huele bien —dijo McCarthy.
Cierto, pero a Jonesy se le había pasado el hambre.
3
Al llevar la comida hacia el salón, oyó patadas en el suelo, al otro lado de la entrada. Poco después se abrió la puerta y entró Beaver con un remolino de nieve alrededor de las piernas.
—Cágate lorito —dijo. Pete, en una ocasión, había confeccionado una lista de beaverismos, y cágate lorito ocupaba uno de los primeros puestos, junto con clásicos como hostias en vinagre y tócame los perendengues. Eran exclamaciones entre zen y groseras—. Ya pensaba que tendría que pasar la noche fuera, hasta que he visto la luz. —Beaver levantó la mano hacia el techo con los dedos separados—. ¡Aleluya, he visto la luz! —entonó a la manera de un cantante de gospel. Simultáneamente empezaron a desempañársele las gafas, momento en que vio al desconocido del sofá. Bajó las manos lentamente y sonrió. Era una de las razones de que Jonesy le hubiera cogido afición desde el colegio, aunque Beaver pudiera ponerse pesado y no fuera una lumbrera, ni mucho menos: delante de los imprevistos, su primera reacción no era poner mala cara sino sonreír.
—Hola —dijo—. Soy Joe Clarendon. ¿Y usted?
—Rick McCarthy —dijo el otro, levantándose.
Se le cayó el edredón de plumas, y Jonesy se fijó en que debajo del jersey había un barrigón muy respetable. Hombre, pensó, es lo más normal; la enfermedad del hombre maduro. En los veinte años que vienen nos matará como moscas.
McCarthy tendió la mano, dio un paso adelante y estuvo a punto de tropezar con el edredón, que se había caído al suelo. De no ser por Jonesy, que llegó a tiempo de sujetarle por un hombro, habría tenido muchas posibilidades de caerse de bruces, casi las mismas que de tumbar la mesita de centro donde estaba la comida. Jonesy volvió a sorprenderse de que fuera tan patoso, un poco como él durante la primavera anterior, cuando aprendía a caminar desde cero. Examinó de más cerca la mancha que tenía McCarthy en la mejilla, y se arrepintió enseguida. No se debía a la congelación. En absoluto. Parecía una especie de tumor en la piel, o una mancha de color vinoso donde crecía pelusilla.
—Venga esa mano —dijo Beaver, adelantándose.
Asió la mano de McCarthy y la estrechó hasta que Jonesy tuvo miedo de que a la segunda fuera la vencida, y McCarthy acabara por verse arrojado a la mesita. Fue un alivio ver que Beaver (con su metro noventa y cinco de estatura, y los últimos restos de nieve fundiéndose en su pelo negro a lo hippy) retrocedía. Conservaba la sonrisa, y más efusiva que antes. Su melena hasta los hombros y sus gafas de culo de vaso le prestaban aspecto de genio de las matemáticas, o de psicópata. De hecho era carpintero.
—Rick las ha pasado canutas —dijo Jonesy—. Ha estado perdido desde ayer. Toda la noche en el bosque.
La sonrisa de Beaver se mantuvo, pero ahora era de preocupación. Jonesy, intuyendo lo que se avecinaba, deseó poder hacer callar a su amigo. Tenía la impresión de que McCarthy era bastante religioso, y de que podían molestarle las palabrotas. Claro que pedirle a Beaver que no fuera malhablado era como pedirle al viento que no soplara.
—¡Joder! —exclamó Beaver—. ¡Qué putada! ¡Pues hombre, siéntese y coma! Tú también, Jonesy.
—No, cómetelo tú —dijo Jonesy—, que vienes de la nieve.
—¿Seguro?
—Seguro. Me apetece hacerme unos huevos revueltos, mientras te explica Rick lo que le ha pasado.
Quizá le veas más lógica que yo, pensó.
—Vale. —Beaver se quitó su chaqueta (roja) y su chaleco (naranja, por supuesto), y estuvo a punto de arrojar ambas cosas en el montón de la leña, pero se lo pensó mejor—. Espera, espera, que llevo algo que puede interesarte.
Hundió la mano en un bolsillo de la chaqueta de plumón, hurgó un poco y sacó un libro de bolsillo cuyo único defecto era estar un poco doblado. La portada representaba a varios diablillos con sus horcas: Small Vices, de Robert Parker. Era el libro que leía Jonesy en la plataforma.
Beaver, sonriente, se lo tendió.
—No he cogido el saco de dormir, pero he pensado que si no te enterabas de quién era el asesino no podrías dormir en toda la noche.
—No hacía falta que subieras —dijo Jonesy; pero estaba conmovido, como solo podía conmoverle Beaver. Su amigo había vuelto en plena ventisca y, al pasar por el observatorio del árbol, no había podido ver con claridad si estaba Jonesy. Podría haberle llamado, pero eso a Beaver no le bastaba. Tenía que ver las cosas por sí mismo.
—No ha sido molestia —dijo Beaver.
Tomó asiento al lado de McCarthy, que le miraba como se mira a un animal pequeño, novedoso y ligeramente exótico.
—Bueno, pues gracias —dijo Jonesy—. Y ahora a por los sándwiches. Yo voy a hacerme huevos. —Empezó a alejarse y dio media vuelta—. ¿Y Pete y Henry? ¿Tú crees que volverán sin problemas?
Beaver abrió la boca, pero se adelantó el viento a su respuesta, haciendo crujir las paredes y arrancando a los aleros un silbido lúgubre.
—¡Solo es un poco de nieve! —dijo Beaver en cuanto amainó—. No te preocupes, que vendrán. Lo que ya es otro asunto, si es verdad que viene una borrasca seria, será volver a salir.
Y le hincó el diente al bocadillo de queso. Jonesy fue a la cocina para hacerse unos huevos revueltos y calentar otra lata de sopa. Ahora que estaba Beaver ya no le inquietaba tanto McCarthy. A decir verdad, con Beaver cerca siempre estaba más tranquilo. Extraño pero cierto.
4
Para cuando estuvieron hechos los huevos revueltos, y la sopa caliente, McCarthy hablaba con Beaver como si fueran amigos desde hacía diez años. La molestia que pudiera haberle ocasionado el rosario de palabrotas de Beaver, en su mayoría cómicas, quedaba compensada por una gran simpatía personal. En palabras de Henry a Jonesy, «No se puede explicar. No puedes evitar que te caiga bien. Por eso nunca se acuesta solo. Te aseguro que a las mujeres no les gusta por guapo».
Jonesy llevó los huevos y la sopa a la sala, esforzándose por no cojear (parecía mentira que con mal tiempo se le agravara tanto el dolor de cadera; siempre le había parecido un cuento de viejas, pero estaba visto que no), y se sentó en una de las butacas que había al final del sofá. McCarthy, por lo que se veía, había hablado más que comido. Casi no había probado la sopa, y aún le quedaba la mitad del bocadillo de queso caliente.
—¿Qué, qué tal? —preguntó Jonesy.
Sazonó los huevos con pimienta y se abalanzó sobre ellos con voracidad. Se notaba que le había vuelto del todo el apetito.
—De coña —dijo Beaver con su alegría de siempre, aunque a Jonesy le pareció preocupado, y quizá hasta alarmado—. Rick me ha estado contando sus aventuras, y oye, ni en las revistas que tenía mi barbero cuando era pequeño. —Se volvió hacia McCarthy sin perder la sonrisa (rasgo definitorio de su personalidad) y, con un gesto rápido, se apartó la melena, negra y recia—. Entonces, en nuestro barrio de Derry, el barbero era un viejo que se llamaba Castonguay. ¡Fíjate si me daba miedo con las tijeras, que desde entonces no he vuelto!
McCarthy sonrió con poca convicción, pero no dijo nada. Cogió la mitad restante del sándwich de queso, la miró y volvió a dejarla en el mismo sitio. La marca roja de la mejilla le brillaba como si estuviera marcada a fuego. Mientras tanto, Beaver seguía con su cháchara, como si no quisiera dejarle hablar por miedo a lo que pudiera decir. Fuera nevaba más que nunca; también hacía viento, y Jonesy pensó en Henry y Pete, que para entonces ya debían de estar por Deep Cut Road en el Scout viejo de Henry.
—Encima de que a Rick, esta noche, casi se lo come crudo algún bicho (él dice que podía ser un oso), perdió la escopeta. Una Remington nueva que te cagas. ¡Ahora a ver quién la encuentra! No hay ni un cero coma cero cero uno por ciento de posibilidades.
—Ya lo sé —dijo McCarthy. Volvía a borrársele el rubor de las mejillas, que recuperaban su color ceniciento—. No me acuerdo ni de cuándo la dejé, y menos…
De pronto se oyó un ruido grave y vibrante, como de langosta. Jonesy lo atribuyó a que se había metido algo en la chimenea, y notó que se le erizaba el vello de la nuca. Luego se dio cuenta de que había sido McCarthy. Jonesy había oído pedos fuertes, y algunos largos, pero ninguno que pudiera compararse. Parecía interminable, aunque solo debían de haber pasado unos segundos. A continuación lo olió.
McCarthy, que había cogido la cuchara, la dejó caer en la sopa, que estaba casi sin probar, y se llevó la mano derecha a la mejilla donde tenía la mancha, con un gesto de vergüenza casi femenino.
—¡Ay, perdón! —dijo.
—No, por favor. Fuera hay más espacio que dentro —dijo Beaver.
Pero lo que accionaba su lengua solo era el instinto y la fuerza de la costumbre. Jonesy vio que el olor les había impactado por igual a ambos. No era la peste a huevo podrido que se recibe con risas, ojos en blanco, gestos de abanicarse y gritos de «¡Coño! ¿Quién ha abierto el queso?». Tampoco era un pedo de los que huelen a metano. Se trataba del mismo olor que había detectado Jonesy en el aliento de McCarthy, pero más intenso: una mezcla de éter y plátanos demasiado maduros, como el líquido que se echa en el carburador cuando amanece el día bajo cero.
—¡Jo, qué vergüenza! —dijo McCarthy—. No tiene perdón de Dios.
—Oye, que no pasa nada —dijo Jonesy; pero se le había encogido el estómago, como queriendo protegerse de alguna agresión. Ahora los huevos revueltos no se los acababa ni Cristo. Jonesy, en regla general, no era maniático con los pedos, pero aquel no se podía aguantar.
Beaver se levantó del sofá y abrió una ventana, dejando entrar un remolino de nieve y un soplo de aire fresco que se agradeció.
—No te preocupes, colega; aunque sí que huele fuerte, sí. ¡Joder! ¿Se puede saber qué has comido? ¿Cacas de marmota?
—Arbustos, musgo… No sé, cosas —dijo McCarthy—. Es que me entró un hambre… Tenía que comer algo, lo que fuera, y como de eso no sé mucho, ni he leído manuales de supervivencia… Además era de noche.
Pronunció la última frase como si hubiera tenido una inspiración. Entonces Jonesy miró a Beaver a los ojos, para ver si sabía lo mismo que él: que McCarthy mentía. McCarthy no sabía qué había comido en el bosque; de hecho, no sabía ni si había comido algo. Solo quería justificar la inesperada, y horrible, pedorreta. Y la peste a que había dado lugar.
Volvió a soplar el viento, con una ráfaga impetuosa y convulsa que lanzó otra bandada de copos por la ventana abierta. Al menos purificaba el ambiente, lo cual no era poco.
McCarthy se inclinó de una manera tan repentina que parecía que le hubiera impulsado un muelle, y cuando metió la cabeza entre las rodillas, Jonesy intuyó por dónde irían los tiros: adiós, alfombra de los navajos. Mucho gusto en conocerte. Se veía que Beaver pensaba lo mismo, porque encogió las piernas para no salpicarse.
Sin embargo, lo que salió de McCarthy no fue vómito, sino un zumbido prolongado y grave, el ruido que haría una máquina industrial después de forzarla demasiado. Los ojos de McCarthy sobresalían de sus órbitas como canicas de vidrio, y tenía las mejillas tan chupadas que se le marcaron unos semicírculos oscuros y pequeños en las comisuras de los párpados. La vibración gutural se prolongó una eternidad, y al cesar dejó la impresión de que el generador de fuera hacía un ruido exagerado.
—He oído eructos de concurso, pero este se lleva la palma —dijo Beaver.
Lo dijo con un respeto contenido y sincero.
McCarthy volvió a recostarse en el sofá con los ojos cerrados, y en la boca una mueca donde Jonesy leyó vergüenza, dolor o ambas cosas. Volvía a percibirse el olor a plátanos y éter, un olor activo de fermentación, como algo que empezara a echarse a perder.
—¡Ay, Dios mío! Lo siento mucho —dijo McCarthy sin abrir los ojos—. Llevo así todo el día, desde que ha amanecido. Y vuelve a dolerme la barriga.
Jonesy y Beaver compartieron miradas silenciosas de preocupación.
—¿Sabes qué te digo? —dijo Beaver—. Que te iría bien estirarte y dormir un poco. Debes de haber pasado en vela toda la puta noche, escuchando al pelma del oso y qué sé yo qué bichos. Estás agotado, estresado y algún ado más que ahora no se me ocurre. Lo que te hace falta es planchar la oreja unas horas, y te despertarás nuevecito.
McCarthy dirigió a Beaver una mirada de tanta gratitud, tan lastimosa, que a Jonesy le dio un poco de vergüenza presenciarla. Aunque la piel de McCarthy siguiera igual de grisácea, había empezado a sudar; se le formaban gotas grandes en el entrecejo y las sienes, y le corrían por las mejillas como una sustancia aceitosa. Todo ello a pesar del aire frío que había empezado a circular por la sala.
—Me parece que tienes razón —dijo—. Lo único que tengo es cansancio. Me duele la barriga, pero es de nervios; además de que comía de todo, empezando por arbustos y siguiendo por… ¡Yo qué sé! Cualquier cosa. —Se rascó la mejilla—. ¿Lo que tengo en la cara tiene muy mala pinta? ¿Sangra?
—No —dijo Jonesy—, solo está rojo.
—Es una especie de alergia —dijo McCarthy, apesadumbrado—. También me sale cuando como cacahuetes. Voy a estirarme. Será lo mejor.
Cuando estuvo levantado, vaciló. Quisieron sostenerle tanto Beaver como Jonesy, pero McCarthy recuperó el equilibrio sin darles tiempo de ponerle la mano encima. Jonesy habría jurado que casi no quedaba ni rastro del presunto barrigón de hombre maduro. ¿Podía ser? ¿Tanto gas había dentro? No lo sabía. De lo único que estaba seguro era de que el pedo había sido descomunal, y el eructo aún más. Era la anécdota perfecta para contarla durante veinte años o más. Empezaría así: «Antes íbamos cada año a la cabaña de Beaver Clarendon para la primera semana de la temporada de caza, y en noviembre de 2001, aquel otoño en que nevó tanto, llegó al campamento un tío que se había perdido…». Sí, daría para una buena historia; la gente se moriría de risa con el pedo gigante y el megaeructo. Las anécdotas de pedos y eructos tenían la carcajada garantizada. Lo que se saltaría Jonesy sería la parte en que solo le faltaban doscientos gramos de presión en el gatillo de una Garand para matar a McCarthy. No, aquella parte no la contaría.
Como Pete y Henry dormían juntos, Beaver llevó a McCarthy a la otra habitación de la planta baja, la que estaba ocupada por Jonesy. Beaver le pidió perdón con la mirada, y Jonesy se encogió de hombros. A fin de cuentas era el lugar más lógico. Por una noche, Jonesy se instalaría en el dormitorio de Beaver (bastantes veces lo habían hecho de niños). Lo cierto, además, era que no estaba seguro de que McCarthy estuviera en condiciones de subir escaleras. Cada vez le gustaba menos el aspecto sudoroso y macilento de aquel hombre.
Jonesy era de los que se hacen la cama y a continuación la saturan de libros, periódicos, ropa, bolsas, productos de higiene… Lo retiró todo lo más deprisa que pudo y abatió la esquina superior del edredón.
—¿No tienes que hacer una meadita, socio? —preguntó Beaver.
McCarthy negó con la cabeza. Casi parecía hipnotizado por la sábana azul y limpia que había destapado Jonesy. Este volvió a reparar con sorpresa en que tenía los ojos muy vidriosos, como de trofeo de caza disecado. De pronto, sin querer, se le apareció el salón de su casa de Brookline, una ciudad residencial al lado de Boston. Alfombras, muebles coloniales… y la cabeza de McCarthy puesta encima de la chimenea. «Este lo cacé en Maine», les diría a sus invitados en las fiestas que organizara.
Cerró los ojos, y al abrirlos descubrió que le miraba Beaver con una sombra de inquietud.
—Un pinchazo en la cadera —dijo—. Perdón. Señor McCarthy… Rick, supongo que querrás quitarte el jersey y los pantalones. Y las botas, evidentemente.
McCarthy miró alrededor como si soñara y le hubieran despertado.
—Sí, claro —dijo.
—¿Te ayudamos? —preguntó Beaver.
—¡Uy, no! —McCarthy puso cara de asustado, divertido o ambas cosas a la vez—. Tan mal no estoy.
—Pues nada, dejo a Jonesy vigilando.
Beaver salió del dormitorio y McCarthy comenzó a desvestirse, empezando por quitarse el jersey por la cabeza. Llevaba debajo una camisa de cazador roja y negra, y entre ella y la piel, una camiseta térmica. Jonesy comprobó que la camisa estaba menos abombada en la zona de la barriga. Seguro.
O casi seguro. Se recordó que solo hacía una hora que había tenido la certeza absoluta de que la chaqueta de McCarthy era la cabeza de un ciervo.
Para quitarse los zapatos, McCarthy se sentó en la silla que había al lado de la ventana, y al hacerlo se tiró otro pedo, menos largo que el primero pero igual de ruidoso. No lo comentaron ni él ni Jonesy, como no comentaron el olor resultante, que en el espacio reducido del dormitorio era tan fuerte que a Jonesy estuvieron a punto de saltársele las lágrimas.
McCarthy se quitó las botas con sendos puntapiés, dejándolas chocar sordamente con el suelo de madera. Luego se levantó y se desabrochó el cinturón. En el momento en que se bajaba los pantalones, dejando a la vista la parte inferior de la ropa interior térmica, volvió a entrar Beaver con un recipiente de cerámica del piso de arriba y lo dejó junto a la cabecera de la cama.
—Por si tuvieras que… que echar las papas, vaya. O si recibes una llamada a cobro revertido de las que no pueden esperar.
McCarthy le miró con una inexpresividad que Jonesy consideró inquietante: un desconocido en la habitación donde dormía él, un desconocido con calzoncillos largos y abolsados que le prestaban cierto aspecto fantasmal. Un hombre enfermo. La cuestión era hasta qué punto.
—Por si no tienes tiempo de ir al lavabo —explicó Beaver—. Que está aquí cerca, ya que hablamos del tema. Es fácil: sales y giras a la izquierda; pero acuérdate de que es la segunda puerta, ¿eh? Si te olvidas y te metes por la primera, cagarás en el armario de la ropa.
Jonesy, tomado por sorpresa, soltó una carcajada, sin importarle cómo sonaba: aguda y un poco histérica.
—Ahora estoy mejor —dijo McCarthy, pero Jonesy no apreció sinceridad en su voz. Plantado como un pasmarote con su ropa interior, parecía un androide con tres cuartas partes de los circuitos de memoria borrados. Antes se le había notado un poco de vida; no animación, pero sí algo de vida. Ahora no quedaba ni gota, como en el color de sus mejillas.
—Venga, Rick —dijo Beaver con afabilidad—, acuéstate y echa una cabezadita. Ve recuperando fuerzas.
—Vale. —McCarthy se sentó en la cama recién deshecha y miró por la ventana. Tenía los ojos muy abiertos, pero sin expresión. A Jonesy le pareció que apestaba menos, pero también podía ser que se estuviera acostumbrando; la gente, con el tiempo, se acostumbra a todo, hasta al olor de la jaula de los monos en el zoo—. ¡Anda, cómo nieva!
—Sí —dijo Jonesy—. ¿Qué tal la barriga?
—Mejor. —La mirada de McCarthy se desplazó hacia el rostro de Jonesy. Sus ojos eran ojos serios de niño asustado—. Perdonad por los gases. Nunca me había pasado, ni haciendo la mili, y eso que entonces parecía que comiéramos judías a diario. Pero bueno, ya estoy mejor.
—¿Tienes que echar una meadita antes de acostarte?
Jonesy tenía cuatro hijos, y la pregunta casi era un automatismo.
—No. Lo he hecho en el bosque, justo antes de que me encontraras. Gracias por haberme dejado entrar. Gracias a los dos.
—Ni gracias ni hostias —dijo Beaver, nervioso y moviendo los pies—, lo habría hecho cualquiera.
—Puede que sí, puede que no —dijo McCarthy—. Reza la Biblia: «Mira que estoy a la puerta y llamo».
Fuera redoblaba la fuerza del viento, haciendo temblar Hole in the Wall. Jonesy aguardó a que terminara McCarthy (parecía que fuera a decir algo más), pero este se limitó a levantar los pies del suelo y taparse con las mantas.
En lo más hondo de la cama de Jonesy sonó otro pedo largo y vibrante, y Jonesy decidió que no podía más. Una cosa era acoger a alguien extraviado y que llegaba a tu casa con una tormenta en ciernes, y otra quedarse con él mientras arrojaba una serie de bombas de gas.
Beaver fue tras él y cerró la puerta con suavidad.
5
Cuando Jonesy empezó a hablar, Beaver sacudió la cabeza, se llevó un dedo a los labios y le condujo a la cocina, cruzando la sala principal. Era lo más lejos que podían estar de McCarthy sin salir al cobertizo trasero.
—¡Joder con el tío, qué crudo lo tiene! —dijo Beaver.
A la luz hiriente de los fluorescentes de la cocina, Jonesy vio que su amigo de infancia estaba muy preocupado. Beaver hurgó en el bolsillo delantero del mono, encontró un mondadientes y empezó a mordisquearlo. En tres minutos (el intervalo de tiempo que le hace falta a un fumador compulsivo para acabarse un cigarrillo) lo habría reducido a un montoncito de astillas finas como hebras de lino. Jonesy no acababa de explicarse que resistiera tanto la dentadura de Beaver (ni su estómago), pero lo había hecho toda la vida.
—Ojalá te equivoques, pero… —Jonesy negó con la cabeza—. ¿Tú habías olido alguna vez un pedo así?
—No —dijo Beaver—, pero este tío tiene algo más que dolor de barriga.
—¿Qué quieres decir?
—Pues mira, para empezar se cree que estamos a once de noviembre.
Jonesy no tenía ni idea de a qué se refería Beaver. El once de noviembre era la fecha en que habían llegado ellos a cazar, apretados en el Scout de Henry, como de costumbre.
—Oye, Beav, que hoy es miércoles. Miércoles catorce.
Beaver asintió con la cabeza, y a su pesar sonrió un poco. El palillo, que ya se veía bastante torcido, pasaba de un lado de la boca al otro.
—Ya lo sé. Tú también lo sabes, pero Rick no. Él cree que es domingo.
—¿Qué te ha dicho, Beaver?
No podía haberle explicado gran cosa, porque para hacer unos huevos revueltos y calentar una lata de sopa no se tardaba una eternidad. La idea despertó otras en secuencia, y, mientras hablaba Beaver, Jonesy abrió el grifo para lavar los pocos platos sucios que había. No tenía nada en contra de ir de acampada, pero si a algo no estaba dispuesto era a vivir en una pocilga, cosa que a la mayoría de los hombres, cuando salían de casa para ir al bosque, no parecía molestarles.
—Ha dicho que llegaron el sábado para cazar un poco, y que el domingo se lo pasaron arreglando el tejado, porque tenía agujeros. Entonces va y dice: «Al menos no he tenido que infringir el mandamiento de no trabajar el día del Señor. Cuando te pierdes en el bosque, el único trabajo que tienes es no volverte loco».
—Ya —dijo Jonesy.
—No me atrevería a declarar en un tribunal que cree que hoy es once, pero la única alternativa es retroceder otra semana, hasta el cuatro, porque lo que está claro es que para él estamos a domingo. Y no me creo que lleve diez días fuera.
Jonesy tampoco lo creía, pero ¿tres? Eso sí podía creérselo.
—Así se explicaría una cosa que me ha dicho —dijo Jonesy—. Me…
Crujió el suelo, y se sobresaltaron un poco los dos, mirando hacia el fondo de la sala, hacia la puerta cerrada del dormitorio, pero no había nada que ver. Por lo demás, en aquella cabaña siempre crujían el suelo y las paredes, aunque no hiciera mucho viento. Se miraron un poco avergonzados.
—Sí, estoy nerviosillo —dijo Beaver, bien por haber leído la expresión de Jonesy, bien por seguirle el pensamiento—. ¡Hombre, reconocerás que da un poco de repelús eso de que de repente aparezca alguien saliendo del bosque!
—Sí.
—El pedo ha sonado como si tuviera algo metido en el culo, muriéndose por inhalación de humo.
Beaver quedó un poco sorprendido por sus propias palabras, como siempre que decía algo gracioso. Rompieron a reír los dos al mismo tiempo, sujetándose uno al otro; reían con la boca abierta, profiriendo una especie de resuellos para que no los oyera el pobre hombre, suponiendo que aún no durmiera. Jonesy fue quien tuvo mayores dificultades en reprimir las carcajadas, porque anhelaba su efecto liberador. Las risas contenidas tenían una especie de severidad histérica, y le hicieron doblarse entre bufidos y jadeos, con lágrimas en los ojos.
Al final Beaver le cogió y le empujó por la puerta. Se quedaron fuera sin chaqueta, con los pies en una capa de nieve que no dejaba de crecer. Por fin podían reír a gusto, gracias a que el viento silenciaba sus expansiones.
6
Cuando volvieron a entrar, Jonesy tenía las manos tan congeladas que las metió en agua caliente y casi no notó nada, pero el desahogo lo valía. Volvió a pensar en Pete y Henry, en cómo estarían y si podrían volver sin percances.
—Decías que se explicaba algo —dijo Beaver, que ya atacaba otro palillo—. ¿El qué?
—Que no sabía que fuera a nevar —dijo Jonesy. Hablaba con lentitud, esforzándose por recordar las palabras exactas de McCarthy—. Creo que ha dicho: «“Buen tiempo y frío moderado, propio de esta época del año”. ¡Ríete tú!». Solo tendría sentido si las últimas previsiones que había oído fueran para el once o el doce. Porque hasta ayer por la tarde hacía buen tiempo, ¿no?
—Sí, y frío moderado —asintió Beaver. Abrió el cajón de al lado del fregadero, sacó un trapo de cocina desteñido con dibujo de mariquitas y empezó a secar la vajilla, mientras lanzaba una mirada a la puerta cerrada del dormitorio—. Hay que joderse. ¿Qué más ha dicho?
—Que tienen el campamento en Kineo.
—¿Qué? ¿En Kineo? ¡Si eso está a más de ochenta kilómetros! No puede… —Beaver se sacó el mondadientes de la boca, examinó las marcas de los dientes y volvió a introducirlo por el otro extremo—. Ah, ya capto.
—Exacto. En una noche no ha podido andar tanto, pero si lleva perdido tres días…
—… y cuatro noches. Si contamos que se perdió el sábado por la tarde, suman cuatro noches.
—Eso, cuatro noches. O sea, que suponiendo que caminara siempre hacia el este… —Jonesy calculó veinticinco kilómetros al día—. Parece posible.
—Pero ¿cómo puede ser que no se congelase? —Beaver había bajado tanto la voz que casi susurraba, aunque bien podía ser que no se diera cuenta—. Su chaqueta abriga mucho, y lleva calzoncillos largos, pero desde Todos los Santos en el condado han hecho noches de seis o siete bajo cero. Explícame tú que haya pasado cuatro noches a la intemperie sin quedarse congelado. Ni siquiera tiene manchas, aparte de lo de la mejilla.
—No sé. Ah, y otra cosa —dijo Jonesy—, ¿cómo puede ser que no le haya crecido casi nada de barba?
—¿Eh? —Beaver abrió la boca, y se le quedó colgando el palillo en el labio inferior. Luego asintió con lentitud—. Es verdad. Tiene poquísima.
—Como máximo de un día, para mí.
—¿Se afeitaría?
—Sí, seguro —dijo Jonesy, imaginándose a McCarthy en pleno bosque, con miedo, frío y hambre (aunque también había que decir que no tenía aspecto de haberse saltado muchas comidas) y, a pesar de todo, arrodillándose cada mañana al lado de un arroyo, partiendo el hielo con las botas para llegar al agua, sacándose su fiel Gillette de… ¿De dónde? ¿Del bolsillo de la chaqueta?
—Hasta esta mañana, que es cuando ha perdido la maquinilla. Por eso tiene barba de un día —dijo Beaver.
Volvía a sonreír, pero era una sonrisa sin mucha alegría.
—Claro, al mismo tiempo que la escopeta. ¿Le has visto los dientes?
Beaver hizo una mueca de «¿y ahora qué?».
—Le faltan cuatro, dos de arriba y dos de abajo. Parece el chico que siempre sale en la portada de la revista Mad.
—¿Y qué, tío? Hasta yo tengo un par de caídos en combate. —Beaver contrajo un lado de la boca, dejando a la vista la encía izquierda con una media mueca que a juicio de Jonesy podría haberse ahorrado—. ¿Lo fes? Aquí dechrás.
Jonesy sacudió la cabeza. No era lo mismo.
—No, Beav, que es abogado. Se gana la vida dando la cara, y en su caso le faltan varios de delante. Ni siquiera sabe que se le han caído. Pondría la mano en el fuego.
—Entonces ¿qué quieres decir, que ha estado expuesto a alguna radiación? —preguntó Beaver, nervioso—. Las radiaciones peligrosas hacen que se te caigan los dientes. Lo vi una vez en una peli de las que te encantan a ti, de las de monstruitos. Como no sea eso… Y la mancha roja sería de lo mismo.
—Sí, seguro que está afectado de cuando explotó la central nuclear de Mars Hill —dijo Jonesy, pero se arrepintió del chiste al ver la cara de extrañeza de su amigo—. Me parece, Beav, que con las radiaciones nocivas también se te cae el pelo.
Los rasgos de Beaver se relajaron.
—Es verdad. El de la peli acababa igual de calvo que aquel tío que hacía de poli por la tele, Telly no sé qué. —Hizo una pausa—. Luego se muere. Digo el de la peli, ¿eh?, no el Telly de los huevos, aunque ahora que lo pienso…
—Pues a este, lo que es pelo no le falta —le interrumpió Jonesy.
Como Beaver se saliera por la tangente, seguro que tardaban siglos en recuperar el hilo. Se fijó en que la presencia de McCarthy provocaba que ninguno de los dos le llamara por su nombre o su apellido, señal, quizá, de que el subconsciente les pedía convertirlo en un ser puramente genérico, como si así importara menos que… que…
—Es verdad —dijo Beaver—. Tiene bastante, ¿no? Pelo, digo.
—Seguro que tiene amnesia.
—No te digo que no, pero se acuerda de quién es y de con quién iba. Oye, y cambiando de tema, vaya pedito, ¿eh? ¡Y qué pestazo! ¡Parecía éter!
—Sí —dijo Jonesy—. A mí me ha recordado el anticongelante para coches.
Se quedaron callados, mirándose y escuchando el viento. Jonesy tuvo la idea de preguntarle a Beaver por el relámpago que aseguraba haber visto McCarthy, pero tampoco hacía falta entrar en tantos detalles.
—Yo, al verlo agacharse, pensaba que iba a echar las papas —dijo Beaver—. ¿Tú no?
Jonesy asintió con la cabeza.
—Y no es que tenga buena cara, precisamente.
—No.
Beaver suspiró, tiró el palillo a la basura y miró por la ventana. Seguía arreciando la nevada. Se tocó el pelo con un gesto rápido.
—¡Jo, tío, ojalá estuvieran Henry y Pete! Sobre todo Henry.
—Beav, que Henry es psiquiatra.
—Ya lo sé, pero es lo más parecido a un médico que tenemos, y me parece que a ese le hace falta uno.
Lo cierto era que Henry sí era médico, porque era la única manera de sacarse el título de comecocos, pero, que Jonesy supiera, solo había ejercido de psiquiatra. Aun así comprendió las palabras de Beaver.
—¿Aún crees que podrán volver, Beav?
Beaver suspiró.
—Hace media hora te habría dicho que seguro, pero la verdad es que está cayendo algo gordo… Yo creo que sí. —Se puso muy serio y dirigió a su amigo una mirada donde apenas se reconocía al Beaver Clarendon de siempre, despreocupado y feliz—. Espero —dijo.