1
Jonesy estuvo a punto de matarle cuando salía del bosque. ¿Cuánto faltó? Otro medio kilo de presión en el gatillo de la Garand, o solo un cuarto. Más tarde, con el subidón de lucidez que en ocasiones acompaña al horror, deseó haber disparado antes de ver la gorra naranja y el chaleco naranja. Matar a Richard McCarthy no habría perjudicado a nadie, y quizá hubiera servido de algo. Matar a McCarthy podría haberles salvado a todos.
2
Pete y Henry habían ido a Gosselin, la tienda que caía más cerca, para abastecerse de pan, comida enlatada y lo más importante: cerveza. Tenían de sobra para dos días más, pero en la radio habían dicho que quizá nevara. Henry ya había cazado su ciervo, una hembra de tamaño respetable. En cuanto a Pete, Jonesy tenía la impresión de que le interesaba mucho más asegurar el suministro de cerveza que cazar su pieza: Pete Moore se tomaba la caza como un hobby, y la cerveza como una religión. Beaver había salido, pero Jonesy, basándose en la falta de disparos en menos de siete u ocho kilómetros a la redonda, supuso que estaba como él, a la espera.
A unos sesenta metros de la cabaña, dentro de un arce viejo, había un observatorio. Era donde estaba Jonesy, tomando café y leyendo una novela de misterio de Robert Parker, cuando oyó acercarse algo y dejó el libro y el termo. En años anteriores el entusiasmo podría haberle hecho derramar el café. En esta ocasión, no solo no fue así sino que dedicó unos segundos a enroscar la tapa roja del termo.
Hacía veintiséis años que iban los cuatro de caza cada primera semana de noviembre (contando las veces en que les había llevado el padre de Beaver). En todos esos años, Jonesy nunca había utilizado el observatorio del árbol. Los demás tampoco, porque les parecía demasiado claustrofóbico. Era el primer año que se lo adjudicaba Jonesy. Los demás creían conocer el motivo, pero solo lo adivinaban parcialmente.
A mediados de marzo de 2001, cruzando una calle de Cambridge (cerca del Emerson College, donde impartía clases), Jonesy había sido arrollado por un coche. El accidente se había saldado con fractura de cráneo, dos costillas rotas y fractura múltiple de la cadera, hueso que le habían cambiado por una combinación exótica de teflón y metal. El conductor que le había atropellado era un profesor jubilado de la Universidad de Boston, más merecedor de lástima que de castigo, puesto que se hallaba en la primera fase de un proceso de Alzheimer (al menos a decir de su abogado). Cuántas veces, pensaba Jonesy, no queda nadie a quien culpar de las desgracias. Y aunque lo hubiera, ¿de qué serviría? Al fin y al cabo, no quedaba más remedio que acostumbrarse a las secuelas y consolarse con que podría haber sido peor, como le decía la gente a diario (mientras se acordasen, claro).
Y en efecto, podría haber sido peor. Jonesy tenía la cabeza dura, y se le soldó bien la grieta. De la hora anterior al accidente cerca de Harvard Square no conservaba ningún recuerdo, pero el resto de su equipo mental estaba en buen estado. En un mes se le curaron las costillas. Lo peor fue la cadera, pero en octubre ya no tenía que llevar muletas, y ahora solo se le notaba la cojera a última hora del día.
Pete, Henry y Beaver creían que la cadera era el único motivo de que su amigo prefiriera el observatorio del árbol a la humedad y el frío del bosque, y en algo influía la cadera, sí, pero no era la única razón. Lo que separaba a Jonesy de sus tres amigos era una falta de interés casi total por cazar ciervos. A ellos les habría sentado fatal saberlo, y lo cierto era que a Jonesy también le afectaba, pero era un hecho innegable. Se trataba de algo nuevo en su vida, algo que, antes de llegar al campamento el 11 de noviembre y sacar la Garand de la funda, ni sospechaba. No le repugnaba la idea de cazar, ni mucho menos, pero no sentía el impulso. En marzo, un día de sol, le había rozado la muerte, y no tenía ningunas ganas de volver a invocarla, aunque fuera como dispensador, no como receptor.
3
Lo que le sorprendió fue que todavía le gustara estar en la cabaña, y en ciertos aspectos más que antes. Las conversaciones nocturnas sobre libros, política, las gamberradas de la juventud, sus respectivos planes de futuro… Todos eran treintañeros, una edad en que aún se pueden hacer planes, muchos planes, y los lazos de amistad se mantenían sólidos.
Además eran días felices, incluidas sus horas de soledad en el observatorio. Jonesy se llevaba un saco de dormir, y si tenía frío se lo ponía hasta la cintura. También se llevaba un libro y un walkman. El walkman dejó de escucharlo al segundo día, al darse cuenta de que le gustaba más la música del bosque: la seda del viento en los pinos, la herrumbre de los cuervos… Leía un poco, tomaba café, seguía leyendo y a veces salía del saco de dormir (rojo como un semáforo en rojo) para mear al borde de la plataforma. Era un hombre dotado de familia numerosa y un círculo nutrido de colegas, una persona gregaria que disfrutaba con todas las modalidades de relación concitadas por la familia y los colegas de trabajo (y los alumnos, claro, el flujo interminable de alumnos), y que sabía equilibrarlas. Solo encima del árbol, comprobaba que seguía existiendo la atracción del silencio, y que se conservaba poderosa. Era como volver a ver a un viejo amigo tras una larga ausencia.
—Oye, ¿seguro que te apetece subir? —le había preguntado Henry la mañana anterior—. Lo digo porque, si quieres acompañarme, por mí perfecto. Te prometo que no abusaremos de tu pierna.
—Déjale —dijo Pete—. Le gusta estar arriba. ¿A que sí, Jonesito?
—Si tú lo dices… —contestó él, porque no le apetecía explayarse más (diciendo, por ejemplo, hasta qué punto era verdad que disfrutara). Hay cosas que cuesta decirlas, hasta a los amigos, y hay veces, además, en que ellos ya las saben.
—¿Sabes qué? —intervino Beaver. Cogió un lápiz y empezó a mordisquearlo. Era el más viejo y querido de sus tics, que se remontaba a primero de básica—. Que me gusta volver y verte arriba, como el vigía en los libros de aventuras en el mar. Por si hay moros en la costa.
—¡Leven anclas! —dijo Jonesy; y todos rieron, pero Jonesy comprendía las palabras de Beaver. Las sentía. Moros en la costa. Él pensando en lo suyo, y vigilando por si aparecían otros barcos, tiburones o lo que fuera. Al volver a bajar le dolía la cadera, y le pesaba en la espalda toda la quincalla de la mochila; descender uno a uno los peldaños de madera clavados en el tronco del arce le daba la sensación de ser lento y patoso, pero no era grave. Al contrario. Las cosas cambian, pero el que crea que siempre cambian a peor es tonto.
Eso creía entonces.
4
Cuando oyó moverse los arbustos y romperse las ramas (sonidos que asociaba automáticamente a la proximidad de un ciervo), Jonesy se acordó de unas palabras de su padre: «La suerte se tiene o no se tiene». Lindsay Jones pertenecía al género de los perdedores, y había dicho pocas cosas que valiera la pena memorizar, pero la citada sentencia era una, y para demostración (la enésima), aquello: a los pocos días de haber decidido que ya no cazaría más ciervos, acudía uno a él, y a juzgar por el ruido era grande. Macho, casi seguro. Quizá del tamaño de un hombre.
A Jonesy no se le pasó por la cabeza la posibilidad de que fuera eso, un hombre. Estaban a ochenta kilómetros de Rangely, y los cazadores más cercanos quedaban a dos horas de camino. La carretera asfaltada que les pillaba más cerca, la que llevaba a la tienda de Gosselin (CERVEZA CEBOS BEBIDAS LOTERÍA), caía como mínimo a veinticinco kilómetros.
Bueno, pensó, tampoco es que haya hecho ninguna promesa.
No, no había hecho ninguna promesa. Quizá en noviembre del año siguiente llevara una Nikon en lugar de escopeta, pero eso sería el año siguiente. Ahora tenía la escopeta a mano, y ninguna intención de mirarle el diente a un ciervo regalado.
Enroscó la tapa del termo de café y lo dejó en la plataforma. A continuación retiró el saco de dormir de la parte inferior de su cuerpo, como un calcetín gigante a cuadros (no sin estremecerse por la rigidez de la cadera), y cogió la escopeta. No hacía falta cargarla, con el consiguiente ruido y riesgo de ahuyentar al ciervo; las costumbres no se pierden así como así, y en cuanto retiró el seguro tuvo la escopeta lista para disparar. Solo realizó la operación cuando estuvo de pie, equilibrado. Había perdido el entusiasmo salvaje de otros tiempos, la adrenalina, pero quedaba un residuo. Agradeció que se le hubiera acelerado el pulso. Desde su accidente, aquella clase de reacciones siempre eran bienvenidas. Ahora tenía la sensación de ser dos personas, la de antes de ser atropellado y otra de mayor edad: la que se había despertado en el hospital general de Massachusetts, si a esa conciencia lenta y drogada podía llamársela estar despierto. A veces seguía oyendo una voz (no sabía de quién, pero no suya) gritando: «Basta, por favor, que no lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está Marcy? ¡Que venga Marcy!». La concebía como la voz de la muerte: la muerte, que, no habiendo podido llevársele en la calle, venía al hospital para acabar su trabajo; la muerte disfrazada de hombre que sufría (o de mujer, eso no estaba claro), de alguien que decía Marcy pero quería decir Jonesy.
Con el tiempo se le había pasado la idea, al igual que todas las obsesiones raras que había tenido en el hospital, pero quedaba un residuo, y ese residuo era la cautela. Jonesy no se acordaba de haber hablado por teléfono con Henry y haberle oído decir que se cuidara (ni se lo había recordado Henry), pero desde entonces se cuidaba. Era prudente. Porque es posible que aceche la muerte, y es posible, alguna vez, que ande tu nombre en su boca.
En fin: lo pasado, pasado. Había sobrevivido al roce de la muerte, y aquella mañana, en aquel bosque, lo único a punto de morir era un ciervo (esperaba que macho) que había tomado el rumbo equivocado.
El ruido de follaje y ramas rotas se acercaba a Jonesy por el sudoeste, es decir, que no tendría que disparar alrededor del tronco del arce (muy bien), y tenía el viento de cara. Todavía mejor. El arce había perdido casi todas sus hojas, y Jonesy, por el entrelazo de las ramas, disfrutaba de buena visión, que no perfecta. Levantó la Garand, se acomodó la culata en el hueco del hombro y se dispuso a cazar algo que daría que hablar.
Lo que salvó a McCarthy (al menos entonces) fue que Jonesy le hubiera perdido el gusto a la caza. Lo que estuvo a punto de matarle fue un fenómeno que George Kilroy, amigo del padre de Jonesy, llamaba «fiebre ocular». Según Kilroy, la fiebre ocular era una modalidad de la llamada «fiebre del ciervo» (el arrebatamiento del novato al divisar su primera pieza), además, probablemente, de la segunda causa más frecuente de muerte en accidentes de caza. «La primera es el alcohol», decía George Kilroy, y algo sabían del tema tanto él como el padre de Jonesy. «La primera siempre es el alcohol.»
Decía Kilroy que las víctimas de la fiebre ocular siempre se sorprendían de haber disparado contra un poste, un coche en movimiento, el lateral de un cobertizo o su propio compañero de caza (que en muchos casos también era cónyuge, hermano o hijo). «¡Pero si lo he visto!», protestaban; y, a decir de Kilroy, la mayoría habría pasado con éxito la prueba del detector de mentiras. Habían visto al ciervo, oso, lobo o, más humildemente, al urogallo batiendo sus alas entre las hierbas altas del otoño. Lo habían visto.
Según Kilroy, la explicación era que los cazadores sucumbían a la impaciencia de disparar, de hacer algo para bien o para mal. Su nerviosismo llegaba a tal extremo que, para aliviar la tensión, el cerebro convencía al ojo de estar viendo lo que todavía no era visible. Era la fiebre ocular. Y aunque Jonesy no tuviera la impresión de estar nervioso (había enroscado la tapa roja en el cuello del termo con un pulso impecable), más tarde, en su fuero interno, reconoció que sí, que quizá hubiera sido víctima de aquella dolencia.
Hubo unos segundos en que vio al ciervo con claridad, al final del túnel formado por las ramas entrelazadas; la misma claridad con que había visto a los otros dieciséis de su historial de cazador en Hole in the Wall (seis machos y diez hembras). Vio su cabeza marrón, un ojo tan negro que parecía de azabache y hasta una parte del lomo.
¡Dispara!, exclamó una parte de él: el Jonesy de antes del accidente, el Jonesy entero. Hacía cerca de un mes que se le oía hablar con más frecuencia, a medida que Jonesy se aproximaba a un estado mítico al que la gente que no había sido atropellada se refería como «recuperado del todo», pero nunca había elevado tanto la voz como en aquel momento. Era una orden, casi un grito.
Y se tensó, se tensó el dedo en el gatillo. No llegó a aplicar el último medio kilo de presión (a menos que hubiera bastado con un cuarto, doscientos cincuenta gramitos de miseria), pero se tensó. La voz que lo detuvo fue la del segundo Jonesy, el que se había despertado en el hospital de Massachusetts drogado, desorientado y dolorido, perdidas todas las certezas salvo la de que alguien quería que parara algo, de que alguien no aguantaba más (no sin una inyección), de que alguien quería que viniera Marcy.
Todavía no, había dicho el nuevo Jonesy, el cauteloso; espera y observa. Y, entre las dos voces, había hecho caso a la segunda. Permaneció completamente inmóvil, aguantando casi todo el peso de su cuerpo con la pierna izquierda, la sana, y con el cañón en un ángulo de treinta y cinco grados por el túnel de luz y ramas.
Justo entonces, el cielo blanco soltó los primeros copos de nieve. Fue cuando Jonesy vio una raya vertical de color naranja chillón detrás de la cabeza del ciervo. Parecía que la hubiera conjurado la nieve. Por unos instantes, la percepción se rindió, y lo que veía Jonesy encima del cañón de la escopeta se convirtió en mero e inconexo revoltijo, como una paleta de pintor con todos los colores mezclados. No había ciervo ni hombre; ni siquiera había bosque, solo una mezcla enigmática de negro, marrón y naranja sin orden ni concierto.
Después apareció más naranja, dibujando una forma que tenía sentido: era un gorro de los de orejeras abatibles. Los compraban los turistas en L. L. Bean, a cuarenta y cuatro dólares y con una etiquetita interior donde ponía HECHO EN USA CON ORGULLO POR TRABAJADORES SINDICADOS. En la tienda de Gosselin también los vendían, pero por siete dólares. En las etiquetas de los gorros de Gosselin solo ponía MADE IN BANGLADESH.
El gorro confirió nitidez a la espantosa verdad: lo marrón que había tomado Jonesy por una cabeza de ciervo era la parte delantera de una chaqueta de lana, lo negro del ojo del ciervo, un botón, y las astas solo eran más ramas: las del propio árbol donde estaba sentado Jonesy. Llevar chaqueta marrón en el bosque era una imprudencia (Jonesy no se atrevía a emplear la palabra locura), pero a Jonesy seguía desorientándole haber sido capaz de un error cuyas consecuencias podrían haber sido espeluznantes. Porque el hombre, además, llevaba gorro naranja, ¿no? Y chaleco naranja encima de la chaqueta marrón (cuya imprudencia seguía sin admitir dudas). Estaba…
… estaba a medio kilo de presión digital de la muerte. O menos.
Lo comprendió de golpe, visceralmente, y el impacto le expulsó de su propio cuerpo. Por espacio de un momento terrible y luminoso, un momento que jamás olvidaría, no fue ni Jonesy Uno (el Jonesy confiado de antes del accidente) ni Jonesy Dos (el superviviente, más indeciso, que pasaba mucho tiempo en un estado agotador de incomodidad física y confusión mental). Por un momento fue otro Jonesy, una presencia invisible mirando a un hombre armado que estaba de pie encima de un árbol, en una plataforma. El hombre armado tenía el pelo corto y canoso, arrugas alrededor de la boca, sombra de barba en las mejillas y el rostro demacrado. Estaba a punto de usar el arma. En torno a su cabeza habían empezado a oscilar copos de nieve, y en su camisa de franela marrón, con los faldones fuera del pantalón, la luz; estaba a punto de pegarle un tiro a un hombre con gorro y chaleco naranjas, como los que se habría puesto él si, en vez de subir a aquel árbol, hubiera optado por ir al bosque con Beaver.
Recayó en sí con un impacto sordo, como cuando se pasa muy deprisa por un bache y choca la espalda con el asiento del coche. Entonces se dio cuenta, horrorizado, de que seguía apuntando al hombre con la Garand, como si, en lo más profundo de su cerebro, un tozudo caimán se resistiera a desechar la idea de que el de la chaqueta marrón fuera una presa. Y había algo peor: que el dedo se negara a aflojar la presión sobre el gatillo de la escopeta. De hecho, durante uno o dos segundos de tortura, llegó a creer que seguía apretando, que consumía inexorablemente los últimos gramos que se interponían entre él y el mayor error de su vida. Más tarde aceptó que esto último, al menos, había sido una ilusión, parecida a la sensación de ir en marcha atrás cuando se tiene puesto el freno y, con el rabillo del ojo, se ve pasar un coche a velocidad de tortuga.
No, solo estaba paralizado, pero ya era bastante grave. Un infierno. Piensas demasiado, Jonesy, decía Pete al sorprender a su amigo con la mirada ausente, ajeno a la conversación. Probablemente quisiera decir otra cosa: «Tienes demasiada imaginación, Jonesy». Y muy probablemente fuera verdad. Estaba claro que ahora imaginaba demasiadas cosas, ahora que estaba de pie en el árbol, expuesto a las primeras nieves de la temporada, con mechones de pelo rebelde y el dedo en el gatillo de la Garand, sin presionarlo (como temiera unos segundos) pero sin soltarlo, con el hombre tan cerca que casi estaba a sus pies, y la mira del arma en la parte superior del gorro naranja; con la vida del hombre puesta en un cable invisible entre la boca de la Garand y aquella cabeza cubierta con un gorro, la vida de alguien que quizá estuviera meditando si cambiaba de coche, engañaba a su mujer o le compraba un poni a su hija mayor (Jonesy, más tarde, dispondría de pruebas para saber que McCarthy no pensaba en ninguna de las tres cosas, pero no las tenía estando en el árbol con el índice convertido en gancho pétreo alrededor del gatillo de su escopeta). Alguien que ignoraba lo mismo que Jonesy al pisar el bordillo de la calle de Cambridge, con el maletín en una mano y en la otra un ejemplar del Phoenix de Boston, que tenía cerca a la muerte, quizá a la propia Muerte, un personaje apresurado, como salido de una de las primeras películas de Ingmar Bergman, algo con un instrumento escondido en los pliegues rasposos de la túnica. Quizá unas tijeras. O un escalpelo.
Y lo más grave era que el hombre no moriría, al menos de repente. Caería al suelo y se pondría a gritar, como Jonesy en la calle. Jonesy no recordaba haber gritado, pero seguro que sí, porque se lo habían contado y no tenía ninguna razón para dudarlo. Seguro que había chillado como un energúmeno. ¿Y si el de la chaqueta marrón y los complementos naranjas empezaba a gritar llamando a Marcy? Parecía muy difícil, pero una cosa era la verdad y otra que el cerebro de Jonesy captara gritos llamando a Marcy. Si existía la fiebre ocular, si Jonesy era capaz de mirar una chaqueta marrón de hombre y ver una cabeza de ciervo, no había ninguna razón para que no existiera su equivalente auditivo. Oír gritar a alguien, y saberse el causante. ¡No, por Dios! A pesar de todo, el dedo se negaba a soltar el gatillo.
El remedio a su parálisis llegó de manos de algo tan sencillo como inesperado: estando a unos diez pasos de la base del árbol de Jonesy, el hombre de la chaqueta marrón se cayó. Jonesy le oyó emitir un ruido de dolor y sorpresa, algo así como ¡bruf! Entonces su dedo soltó el gatillo, sin que mediara ninguna reflexión.
El hombre se había quedado a gatas, apoyando en el suelo (ya un poco blanco) los cinco dedos de sus manos, protegidas con guantes marrones. (Guantes marrones. Otra equivocación. Jonesy pensó que solo le faltaba pasearse con un letrero de ¡PEGADME UN TIRO! enganchado con celo en la espalda.) Cuando volvió a estar de pie, habló en voz alta con un tono de angustia y sorpresa. Jonesy, al principio, no se dio cuenta de que lloraba.
—¡Ay, Dios mío! —decía el hombre, mientras recuperaba su postura erecta.
Se balanceaba como si estuviera borracho. Jonesy sabía que los hombres que pasan una semana o un fin de semana en el bosque, sin sus familias, cometen toda clase de pecadillos, y que beber alcohol a las diez de la mañana figura entre los más habituales, pero no le parecía que el de la gorra estuviera borracho. Intuía que no, aunque sin basarse en nada concreto.
—¡Ay, Dios mío! —Y luego, al volver a caminar—: Nieve. Ahora nieva. ¡Ay, Dios mío, ahora nieva! ¡Señor, Señor!
Los primeros dos o tres pasos fueron titubeantes, con poco equilibrio. Jonesy empezó a pensar que le había fallado la intuición, y que aquel tío estaba como una cuba. Entonces el hombre redujo el paso y empezó a caminar con mayor regularidad, rascándose la mejilla derecha.
Pasó justo debajo del observatorio. Por unos instantes ya no fue un hombre, sino el círculo naranja de una gorra, y a cada lado un hombro marrón. Subía su voz, líquida y con lágrimas. Predominaba el «Ay, Dios mío», sazonado con algún «Señor, Señor» o «Ahora nieva».
Jonesy se quedó donde estaba, viendo desaparecer al hombre debajo de la plataforma y reaparecer al otro lado. Sin darse cuenta, giró sobre sí para poder seguir viendo al quejumbroso individuo. Tampoco se había dado cuenta de haber bajado la escopeta y habérsela apoyado en un lado del cuerpo, tomándose la molestia de poner otra vez el seguro.
No se dio a conocer. Creía saber por qué: por simple sentimiento de culpa. Tenía miedo de que al hombre de abajo le bastara con mirarle a los ojos para adivinar la verdad; que, a pesar de su llanto y de que nevara más que antes, el hombre viera que Jonesy le había apuntado desde arriba con la escopeta, y que había estado a punto de pegarle un tiro.
Veinte pasos después del árbol, el hombre se detuvo y se quedó con la mano derecha en la frente, protegiéndose la vista de la nieve. Jonesy comprendió que había visto la cabaña. Debía de haberse dado cuenta de que estaba en un camino de verdad. Entonces cesaron los «Ay, Dios mío» y los «Señor, Señor», y el del gorro arrancó a correr hacia el sonido del generador, oscilando en sentido lateral como si estuviera en la cubierta de un barco. Jonesy oyó la respiración corta con que se precipitaba el hombre hacia la cabaña, la espaciosa cabaña con su trenza de humo perezoso saliendo de la chimenea y desapareciendo casi de inmediato entre la nieve.
Jonesy emprendió el descenso de los escalones clavados al tronco del arce, con la escopeta colgando del hombro. (Pero no porque se le hubiera ocurrido que el hombre pudiera entrañar algún peligro. Todavía no. Prefería, simplemente, no exponer a la nieve un arma de tan buena calidad como la Garand.) Se le había entumecido la cadera, y, cuando llegó al pie del árbol, el hombre a quien había estado a punto de pegar un tiro ya había cubierto casi toda la distancia hasta la puerta de la cabaña… que, lógicamente, no estaba cerrada con llave. En aquellos parajes no cerraba nadie con llave.
5
A unos diez metros de la placa de granito que servía de porche a Hole in the Wall, el hombre de la chaqueta marrón y el gorro naranja volvió a caerse. También se le cayó el gorro, cuya ausencia dejó a la vista una mata de pelo castaño, ralo y sudado. Se quedó apoyado en una rodilla y con la cabeza inclinada. Jonesy oía su respiración, rápida y jadeante.
El hombre recogió el gorro y, justo cuando volvía a ponérselo, le llamó Jonesy.
El hombre hizo el esfuerzo de levantarse y dio media vuelta con movimientos torpes. La primera impresión de Jonesy fue que tenía la cara muy larga, casi como las que suelen describirse como «de caballo», pero luego, al acercarse más (con paso un poco renqueante, pero sin llegar a cojear, lo cual era una suerte, porque el suelo que pisaba se estaba poniendo resbaladizo por momentos), vio que el rostro de aquel individuo no destacaba por ninguna longitud especial. Solo estaba muy asustado, y muy, muy pálido. Se le destacaba mucho en la mejilla la manchita roja que le había quedado de rascarse. Su alivio, al ver aproximarse a Jonesy a buen paso, fue grande e inmediato. Jonesy estuvo a punto de reírse de sí mismo, de haberse quedado en la plataforma con miedo de que el otro le leyera en los ojos lo que se había logrado evitar por los pelos. El del gorro ponía cara de querer abrazarle y cubrirle de besos babosos.
—¡Menos mal! —exclamó. A continuación tendió una mano a Jonesy y progresó en su dirección por la capa fina de nieve recién formada—. ¡Gracias a Dios que le encuentro! Me he perdido. Llevo desde ayer perdido en el bosque. Ya empezaba a tener miedo de morirme aquí. Me… me…
Le resbalaron los pies, y Jonesy le cogió por los bíceps. Era grande: más alto que Jonesy (que ya medía un metro ochenta y cinco), y más corpulento. A pesar de ello, la impresión inicial de Jonesy fue de insustancialidad, como si el miedo, de alguna manera, hubiera ahuecado a aquel individuo, dejándole ligero como una vaina de algodón.
—¡Cuidado, hombre! —dijo Jonesy—. Tranquilo, que ahora ya está a salvo. ¿Le parece que pasemos, y así entra un poco en calor? ¿Eh?
Al hombre empezaron a castañetearle los dientes, como si la palabra «calor» hubiera sido el detonante.
—Ss… sí, claro.
Intentó sonreír sin mucho éxito. Jonesy volvió a sorprenderse de su palidez extrema. La mañana era fría, con una temperatura de unos cuantos grados bajo cero, pero las mejillas del hombre conservaban un color ceniciento, plomizo. En su cara, aparte de la manchita roja, la única nota de color era el marrón de las ojeras.
Jonesy le pasó un brazo por los hombros; de repente, aunque pareciera absurdo, le había entrado una ternura ñoña por aquel desconocido, una emoción tan intensa que se parecía a su primer amor de instituto: Mary Jo Martineau, con su blusa blanca sin mangas y su falda tejana lisa hasta la rodilla. Ahora ya estaba del todo seguro de que no había alcohol de por medio. La causa de la falta de equilibrio del desconocido era el miedo, y quizá el cansancio. Con todo, le olía el aliento a algo, un olor como a plátano que a Jonesy le recordó el del éter con que en mañanas frías rociaba el carburador de su primer coche, un Ford de la época de Vietnam.
—¿Entramos?
—Vale. Te… tengo un frío… Menos mal que le encuentro. ¿Es…?
—¿Si es mía la cabaña? No, de un amigo.
Jonesy abrió la puerta de roble barnizado y le ayudó a cruzar el umbral. Al contacto del aire caliente, el hombre contuvo la respiración y las mejillas empezaron a enrojecérsele, para alivio de Joseny: algo de sangre, a fin de cuentas, le corría por las venas.
6
Para estar en bosque virgen, Hole in the Wall era una cabaña bastante lujosa. Se entraba por la sala grande de la planta baja, síntesis de cocina, comedor y salón, pero detrás había dos dormitorios, y arriba, en el altillo, otro. La sala grande estaba impregnada de aroma a pino, madera que le prestaba un color cálido, con brillos de barniz. En el suelo había una alfombra navajo, y en la pared, un tapiz de los indios micmac con una escena de cazadores con cuerpecito de palo rodeando valientemente a un oso enorme. La zona del comedor estaba definida por una mesa sencilla de roble, bastante larga para que cupiesen ocho comensales. La cocina era de leña. La zona de estar contaba con una chimenea. Cuando estaban encendidas las dos, hacía un calor que atontaba, aunque la temperatura exterior fuera de diez bajo cero. La pared oeste era una gran ventana con vistas a una ladera empinada y de gran extensión. En los años setenta había habido un incendio, y de la nieve, cada vez más tupida, despuntaban troncos negros y muertos, de retorcidas ramas. Jonesy, Pete, Henry y Beaver llamaban a aquella ladera «el Barranco», porque era el nombre que le habían puesto el padre de Beaver y sus amigos.
—¡Gracias, Dios mío! Y a usted también. Gracias —dijo a Jonesy el hombre del gorro naranja.
Viendo la mueca divertida de Jonesy (¡cuánto dar las gracias!), el hombre reaccionó con una risa estridente, como diciendo que sí, que se daba cuenta de que era un poco raro, pero que le salía del alma. Después respiró hondo varias veces, como haciendo ejercicios de yoga. A cada respiración decía algo.
—¡Jolines! En serio que ayer por la noche ya me daba por muerto… Hacía un frío… una humedad… Me acuerdo de que pensé: ¡Ay, Dios mío, solo falta que nieve! Me puse a toser y no paraba. Entonces vino algo y pensé que tenía que parar de toser, porque como fuera un oso, o a saber qué bicho… vaya, que lo provocaría, o… Pero no pude, y después de un rato… Se marchó solo.
—¿Vio un oso de noche?
Jonesy estaba tan fascinado como consternado. Ya le habían contado que allí arriba había osos (al viejo Gosselin y sus tertulianos de la tienda les encantaba contar historias de osos, sobre todo a los turistas), pero la idea de que a aquel hombre, solo y perdido en el bosque, le hubiera amenazado uno en plena noche, era de auténtico terror. Como oírle a un marinero una anécdota sobre un monstruo marino.
—No sé qué era —dijo el hombre. De repente miró a Jonesy de reojo, una mirada maliciosa que a Jonesy no le gustó, y que no supo interpretar—. No estoy seguro, porque entonces ya no había relámpagos.
—¿Relámpagos? ¡Caray!
Se notaba que la angustia del hombre era sincera. De lo contrario, Jonesy habría empezado a sospechar que le tomaban el pelo. A decir verdad, ya tenía sus dudas.
—Sí, de esos sin rayo —dijo el hombre, sin darle importancia. Se rascó la mancha roja de la mejilla, que quizá se debiera a la congelación—. En invierno es señal de que viene tormenta.
—¿Y usted lo vio? ¿Ayer por la noche?
—Me parece que sí. —El hombre volvió a mirar de reojo, pero Jonesy, esta vez, no percibió ninguna malicia, y supuso que lo de antes solo había sido una falsa impresión. Lo único que vio fue agotamiento—. Se me mezcla todo en la cabeza. Desde que me perdí me duele la barriga… Me pasa desde niño: a la que tengo miedo, me duele la tripita…
Justamente, pensó Jonesy, parecía eso: un niño, mirándolo todo con la naturalidad de la infancia. Le llevó hacia el sofá que había delante de la chimenea, y el hombre se dejó conducir.
Tripita. Hasta ha dicho tripita, como los niños pequeños.
—Deme el abrigo —dijo Jonesy.
El hombre empezó desabrochando los botones, y a continuación se dispuso a bajar la cremallera interior. Jonesy, entonces, volvió a pensar en cuando le había confundido con un ciervo, y ni más ni menos que un macho. ¡Joder! Había confundido uno de los botones con un ojo, y había estado a punto de pegarle un tiro.
El hombre se bajó la cremallera hasta la mitad, que fue donde se le quedó enganchada, con un lado de la boquita dorada mordiendo la tela. Entonces se la quedó mirando (¡y con qué asombro!), como si fuera la primera vez que veía algo así, y, cuando Jonesy avanzó la mano hacia el cursor, el otro dejó caer los brazos y permitió que lo cogiera, como un alumno de primero que se pone la bota en el pie equivocado, o la chaqueta al revés, y se queda quieto para que lo arregle la profe.
Jonesy consiguió encarrillar la boquita de oro y la bajó hasta el final. Al otro lado del ventanal iba desapareciendo el Barranco, aunque seguían viéndose los garabatos negros de los árboles. Ya hacía casi treinta años que venían a cazar, casi treinta años sin fallar ni una vez, y en todo ese tiempo no habían presenciado ninguna nevada fuerte. Por lo visto se avecinaba una, aunque a saber, porque en la radio y la tele, últimamente, hablaban de diez centímetros de nieve como si fuera la siguiente glaciación.
El hombre permaneció de pie con la chaqueta desabrochada, mientras se le fundía la nieve de las botas, mojando el suelo de madera pulida. Miraba las vigas, boquiabierto, y en efecto, parecía un niño de seis años. O Duddits. Solo le faltaba tener guantes de punto colgando con ganchitos de las mangas. Se quitó la chaqueta con el típico gesto de los niños, encoger los hombros para que se caiga sola. Si no hubiera estado Jonesy para cogerla, habría acabado en el suelo, absorbiendo los charcos de nieve derretida.
—¿Qué es? —preguntó el hombre.
Jonesy tardó un poco en saber a qué se refería, hasta que, siguiendo la mirada del desconocido, vio el artefacto textil que había en la viga central. Tenía muchos colores (rojo y verde, con algunas hebras amarillas), y parecía una telaraña.
—Un atrapasueños —dijo Jonesy—. Es un amuleto indio. Creo que sirve para ahuyentar las pesadillas.
—¿Es suyo?
Jonesy no supo si se refería a toda la cabaña (quizá no hubiera escuchado su respuesta anterior) o solo al atrapasueños, pero la contestación era la misma en ambos casos.
—No, de un amigo mío. Venimos cada año a cazar.
—¿Cuántos son?
El hombre, tiritando, con los brazos cruzados en el pecho y las manos en los codos, miró cómo colgaba Jonesy la chaqueta en el colgador de al lado de la puerta.
—Cuatro. El dueño es Beaver, que ahora está cazando. No sé si volverá por la nieve, o si se quedará. Supongo que vendrá. Pete y Henry han ido al colmado.
—¿Cuál? ¿Gosselin?
—Ese. Venga y siéntese.
Jonesy le acompañó al sofá, que era modular y de una longitud exagerada. Se trataba de un diseño con varias décadas encima, pasadísimo de moda, pero no olía demasiado mal y no lo había infestado ningún bicho. En Hole in the Wall no importaba gran cosa el estilo ni el buen gusto.
—Ahora quédese sentado —dijo.
Dejó al hombre temblando en el sofá, con las manos entre las rodillas. Sus pantalones vaqueros presentaban el aspecto asalchichado de cuando se llevan calzoncillos largos debajo, pero aun así tenía escalofríos. El calor, sin embargo, había llamado al color. El desconocido ya no parecía un cadáver, sino un enfermo de difteria.
Pete y Henry compartían el dormitorio más grande de los dos de la planta baja. Jonesy entró unos segundos para abrir el baúl de madera de cedro que había a la izquierda de la puerta y sacar uno de los dos edredones de plumas que contenía. Al caminar por el salón hacia donde estaba sentado el hombre, muerto de frío, Jonesy se dio cuenta de que no le había formulado la más elemental de las preguntas, la que habría hecho hasta un niño de seis años que no sabe bajarse solo la cremallera.
Mientras desplegaba el edredón a fin de abrigar al ocupante de aquel sofá tan desproporcionado, dijo:
—¿Cómo se llama?
Y se dio cuenta de que casi lo sabía. ¿McCoy? ¿McCann?
El hombre a quien Jonesy había estado a punto de pegar un escopetazo le miró, mientras se apresuraba a protegerse el cuello con el edredón. Las manchas marrones de debajo de los ojos empezaban a teñirse de morado.
—McCarthy —dijo—. Richard McCarthy. —Su mano, que sin guante parecía más regordeta y blanca de lo normal, salió de debajo de la colcha como un animal temeroso—. ¿Y usted?
—Gary Jones. —Jonesy estrechó su mano con la que casi había apretado el gatillo—. Casi todo el mundo me llama Jonesy.
—Pues gracias, Jonesy. —McCarthy le miró con seriedad—. Creo que me ha salvado la vida.
—Uy, no sé si tanto —dijo Jonesy.
Volvió a mirar la mancha roja. Una manchita de congelación. Sí, no podía ser nada más.