Capítulo Catorce:
LOS VILANOS

1

La polvareda que dejó la cabalgata jamás terminaría de asentarse: la persistente camanchaca que ocultaba no los objetos sino las profundidades, no estompaba nada para el ojo del observador, sugiriéndole, eso sí, que sería lícito interpretar a los demás, a la casa, a la reja, y, en fin, al universo entero como figuras bordadas en un velo blanco con la misma materia de ese velo del que sería imposible arrancarlas. No se trataba, claro, de una polvareda, que, como se sabe, finalmente cae: era más bien una emulsión que no enturbiaba, una vaharina empeñada sobre todo en demostrar su autonomía frente a la gravedad. Los pequeños vilanos, en un comienzo irreconocibles como tales porque por su abundancia semejaban polvo, dieron paso al cabo de unos minutos —o quizás fuera sólo cuestión del tiempo que tomó identificarlos como lo que eran— a vilanos mayores, esferas sin peso que jugaban en el aire. Los niños menores fueron los primeros en reconocerlos al seguir la retirada de los grandes hacia la casa, y recordando el otoño anterior, los celebraron al perseguirlos por las escaleras gritando:

—¡Los vilanos!

—¡Qué tontería! —exclamó Adelaida remontando las gradas—. Se sabe con toda certeza que esto de las borrascas de los vilanos en Marulanda es una perversa invención de los antropófagos, que con ella no sólo pretenden rebajar el valor de nuestras magníficas propiedades sino atemorizarnos para que no vengamos aquí más que en verano, dejándoles libertad durante nueve meses del año en que pueden vivir según los dictámenes de sus bárbaras leyes…

En ese momento, como una feroz palmada, sopló sobre los Ventura —parte infinitesimal de la inmensidad de gramíneas maduras que también la sufrieron— el primer golpe del cierzo. Casi derribó a las figuras que subían las escalinatas para refugiar su derrota dentro de la casa: heridos, maltrechos, no se aplicaban aún a interpretar la magnitud de la humillación recién recibida. El viento que de momento restituyó casi por completo su transparencia al aire pareció impeler a Adelaida: enarbolando su chafada sombrilla y recogiendo la cola de su vestido, siguió, impertérrita y soberana, ascendiendo hacia la casa, escoltada por un pavo real. Abrió de par en par la puerta del gabinete de los moros, y canturreando por lo bajo extendió sobre el tapete verde el solitario más complicado que en su diminuta cabeza cabía. Al cabo de un rato, el aire del gabinete hinchado de vilanos era sólo penetrado por los ojos de botón de Adelaida intentando descifrar las cartas de la mesa sin doblar el cuello, y por las constelaciones de ojos de la cola del pavo real encaramado en el respaldar de la silla más enhiesta para seguir desde allí las peripecias del juego.

Los demás Ventura permanecieron reunidos sobre las gradas apoyados unos en otros y en sus hijos, en sus sombrillas y en sus bastones quebrados, para no caer hechos escombros. Pero mientras lo consideraban —subir sería un martirio para sus voluntades y sus piernas vencidas; se necesitaba la falta de sensibilidad de Adelaida par acometer tal empresa— cayó el segundo golpe de cierzo estremeciéndolos con la densidad de la nube que trajo, y haciéndolos doblarse no tanto para resistir el embate como para descender, disminuirse, ceder, los únicos movimientos posibles para sus menguadas fuerzas. Cuando pasó el golpe y el aire recobró su transparencia, fue Anselmo quien, alzando la voz del pánico, gritó:

—¡A las caballerizas! ¡No debemos considerar que estamos perdidos! ¡A los coches, a los caballos! ¡Sería criminal, aunque es verdad que nosotros lo hicimos con nuestros hijos, que no nos hubieran dejado medios para movilizarnos! Si nos damos prisa quizás podamos, antes que arrecie la tempestad y el viento ya no aclare nada sino que, al contrario, aporte mayor condensación de vilanos, alcanzar nuestra querida laguna para encontrar refugio y solaz…

—¡A la laguna! ¡A la laguna!

—¡A los coches…!

El cierzo despejó una vez más el aire, esperanzándolos con su lozanía, aunque a esta altura ya la sabían fugaz. En tropel, como para aprovechar la claridad, volvieron a bajar, cruzando el rosedal devastado, sus hijos a la zaga tratando de convencerlos de quedarse porque dentro de la casa de campo nada definitivamente malo podía ocurrirles —ellos conocían los vilanos; los habían sufrido el año en que los abandonaron para ir a la excursión— si hacían lo que ellos les enseñarían a hacer. Los grandes no obedecieron, atropellándose en su éxodo desenfrenado rumbo a las caballerizas. Las encontraron desiertas. Ningún caballo, ningún coche, ningún burro, sólo cadáveres de animales recientemente sacrificados. Había sido perfectamente intencional —la conjura era ahora evidente— de parte de Malvina, los extranjeros y el Mayordomo dejarlos aislados en la casa de campo mientras ellos no sólo se ponían a salvo de los vilanos en las montañas azules, proyectando tal vez un dilatado descenso por la otra vertiente; se adueñarían también de sus tierras, de sus minas, y de la recoleta laguna agraciada con las cataratas y los nenúfares de ensueños.

Pero no: no se habían llevado todos los coches. Como en otra ocasión que mis lectores sin duda recordarán, dejaron en las caballerizas el inverosímil carromato del tío Adriano, cuya destartalada silueta junto con la de la mula que Juan Pérez estaba intentando enganchar divisaron en el momento en que el viento alzó un paño de la cortina de vilanos. Los Ventura corrieron en esa dirección, y sin dirigirle la palabra a Juan Pérez porque era como si estuviera cumpliendo con un deber que desde hacía mucho tiempo le hubiera sido asignado, abrieron la portezuela de barrotes del vehículo, y encogiéndose como fieras de circo para entrar, ayudándose unos a otros, comenzaron a subir al carromato enredados en levitas y crinolinas y rígidos de polainas y corsés.

Si hubieran tenido la lucidez para detenerse a pensar un instante se hubieran dado cuenta que el carromato, con tal carga no iba a poder ser arrastrado por una sola mula. Eso fue lo que les gritó sin ceremonia Juan Pérez mientras trabajaba: que bajaran al instante, que el carromato era exclusivamente para su uso, de modo que no siguieran subiendo. Su rostro chupado, amarillento, sus manos febriles lo ataban a la labor que desarrollaba para salvarse, o, más que para salvarse, para acudir a reunirse con los traidores, ya que no soportaba esta vocación suya, de pronto inconfundible, de traicionado.

Con el desbarajuste de la mañana los grandes no habían advertido entre los niños la presencia de Wenceslao, porque como estaban acostumbrados a identificarlo como la poupée diabolique y ahora llevaba atuendos viriles —junto con Balbina fue liberado de la torre por Agapito en cuanto huyó su hermano— era difícil reconocerlo sin peluca y sin falda. Ni siquiera los niños lo habían identificado. Pero cuando los vio tratar de subir al carromato en pos de sus padres, los interpeló de esta manera:

—¿No se dan cuenta, imbéciles, que la salvación en la laguna es imposible no sólo porque para empezar no existe, sino porque dentro de pocos instantes va a ser peligroso salir de la casa…, será incluso peligroso permanecer dentro de ella…, y las ráfagas de vilanos cada vez más espesas los matarán?

—¿Puede Su Merced proponer una solución más expedita? —preguntó Juan Pérez desde el lomo de la mula ya enganchada, desdeñando todo lo que no fuera puro terror.

—Sí.

—¿Cuál?

—La convivencia en Marulanda según las costumbres tradicionales que pueden enseñarnos los que conocen la región mejor que nosotros.

—¿Enseñarnos qué? ¿A practicar la antropofagia?

Wenceslao se calló un instante antes de contestar con plena certeza:

—Lo que tú, lo que ustedes llamarían antropofagia, sí. ¿No son, de una manera mucho más real, antropófagos tú y el Mayordomo, y ahora es claro, Malvina y los extranjeros además de nuestros padres instrumentalizados por los que son más poderosos que ellos? ¿No es característica de salvajes proponer la propia impunidad sólo porque se maneja el poder? Tenemos derecho a exigir que tú, o mejor aún, que quienes representas no sólo den alguna explicación, sino que reciban un castigo proporcionalmente terrible.

—Yo soy yo: no represento a nadie.

—Eso es tan imposible que parece una ingenuidad.

—¡Prefiero morir ahogado por los vilanos de la llanura que ser la sombra de otros!

Un gran alboroto, entretanto, independiente del diálogo que acabamos de escuchar, rodeaba la portezuela del carromato, como si todo fuera a definirse en esa confusión de exclusiones, amenazas, prioridades. Hermógenes intentaba imponer una autoridad que ya no contaba frente a los ruegos de los que se iban y de los que se quedaban, exacerbados por la prisa de los que ven el desenlace demasiado cerca para considerar matices. Los padres estaban obligados a bajar del carromato a los niños que se habían trepado a él, gritándoles que no había lugar en la jaula, y quedaron sólo los grandes, con Zoé, cuya furia ante el hecho de que la excluyeran del proyecto de salvación la hizo debatirse con tal violencia que resultó imposible dominarla. Juvenal, dándose cuenta, de pronto, que el entusiasmo del terror comunitario lo estaba impulsando a huir sin siquiera considerar que dejaba en la casa de campo a Celeste y a Olegario sobreviviendo para llevar a su culminación una retórica que —amor o no amor— los definía, prefirió el encierro con ellos en el seguro infierno de la casa antes que aventurarse en la llanura, y haciendo a un lado a los demás que se hacinaban junto a la portezuela, bajó de un brinco. Mientras tanto, despojada de toda sensualidad salvo de aquella que la hacía aferrarse a lo que apostaba como salvación, Eulalia cerró de un golpe la portezuela para impedir que Anselmo subiera, gritándole a Juan Pérez que partiera de una vez para verse libre por fin de ese hombre:

—¡Vamos! —gritó Hermógenes desde dentro de la jaula.

—¡Antropófago! —le gritó Juan Pérez a Wenceslao azotándole la cara con el rebenque y azotando en seguida a la mula.

Wenceslao se cubrió la cara con ambas manos como si el golpe le hubiera hecho trizas la calavera. Pero crispando sus dedos sobre su rostro para obligarse a no cubrirlo y verlo todo con la lucidez más extrema, fue retirando sus manos y era como si retirara algo que el azote de Juan Pérez había destruido dejando un antifaz de carne muerta que, quitándoselo, estaba descubriendo su verdadero rostro. En el aire que comenzó a hincharse otra vez de vilanos, a través del dolor, pudo ver que el carromato, moviéndose muy lentamente, arrastraba a algunos niños implorantes pegados aún a sus barrotes: laboriosamente, rengueando, la mula se había puesto en movimiento cabalgada por el condenado que se encogía contra la borrasca, remolcando el destartalado vehículo que una nueva racha de vilanos pronto anuló.

2

Unos momentos después, los niños que no pudieron seguir prendidos a los barrotes del carromato regresaron siguiendo a Anselmo, cuyos ruegos no lograron derretir el corazón de ninguno de los viajeros, y se reunieron con el otro grupo de niños. Aterrorizados, pero juntos, comenzaron a hendir la tempestad buscando el camino de regreso a casa. Al pie de la escalinata de la terraza del sur se encontraron con una especie de procesión, que emergiendo de las gramíneas enloquecidas se desplazaba con tal lentitud que parecía no moverse: era otro ritmo, un tiempo distinto al normal el propuesto por este desfile de seres ataviados con mantas a rayas y cascos de oro, pero portadores de tanta convicción frente a los remolinos de vilanos, que el grupo de niños que huía desatentado se unió con naturalidad a ellos, adoptando en seguida su ritmo inverosímil. Avanzaban poco. En cada escalón se detenían como para descansar. Y volvían a subir otra grada sólo al cabo de un rato, como si tuvieran que preparar o meditar cada movimiento, como obedeciendo al espaciado son de un triángulo que alguien del grupo tañía. Llevaban los labios apretados, las manos unidas sobre el pecho, los ojos cerrados dejando sólo la ranura más leve bajo las pestañas que debía bastarles para ver. Embozados en mantas para proteger sus rostros, parecían máscaras todas iguales clausuradas contra los embates de los vilanos. Incluso el rostro de Ludmila, y el de Balbina apoyaba en Agapito, que venían con ellos, semejaban ahora rostros de nativos. El que llevaba el triángulo, de cuando en cuando, entre silbidos y estruendos de los torbellinos que parecía que iban a arrebatar a estos personajes del ejercicio de la gravedad, tocaba una nota individual, diáfana en tanta opacidad, definida en tanta blandura, ordenada en una melodía muy espaciada, pero melodía al fin, que iba marcando el paso ascendente del compacto grupo. Rosamunda, Cipriano y Olimpia tomaron la mano de Ludmila. Wenceslao, la de su madre, y sin abrir la boca le preguntó a Balbina de dónde venían. Ella, también sin abrir la boca, le contestó que de enterrar el cadáver de Arabela, y abrazó a su hijo que, le dijo Agapito, aún no sabía la muerte de su prima.

Las puertas del gabinete de los moros permanecían abiertas, como las dejó al entrar la temeraria Adelaida. Zamarreadas, el viento había roto sus cristales, dando paso a vaharadas de vilanos. Adentro, éstos perdían el carácter cataclísmico que según hemos visto tenían afuera, ese atroz acontecimiento meteorológico que succionaba, devolvía, revolvía la nubada: en el gabinete, los vilanos constituían más bien una estable neblina ingrávida de separación entre las cosas y las personas, confundiendo a los moros y demás personajes decorativos de la estancia con los protagonistas de esta novela, disfrazando tanto a unos como a otros, al adherirse a ellos como una curiosa vellosidad o plumosidad que difuminaba sus contornos.

El sitio junto a la mesa de juego ocupado antes por el pavo real —sensato, había huido a buscar cobijo— estaba ocupado ahora por Celeste, que habiendo por fin bajado luminosamente vestida del más tierno color salmón ya estaba recubierta de pelambre vegetal, como un cisne recién nacido que bajo el vellón revela, al moverse, su piel rosada. Charlaba animadamente con Adelaida: para ellas era aún posible seguir estirando la credibilidad, seguir jugando a que no había pasado ni pasaría nada, seguir pensando que todo era fugaz y sin importancia y se resolvería favorablemente en cuanto bajara Olegario, a quien Celeste esperaba con impaciencia. Cuando la lenta procesión de niños y nativos entró en la sala, las hermanas suspendieron su charla para mirarlos con la misma indiferencia con que se contempla a un fenómeno natural que por serlo es imposible alterar con manifestaciones de la voluntad, y es, por lo tanto, preferible exhibirse pasivas. Al poco rato, cuando la procesión terminó su lento trayecto desde la puerta de la terraza del sur hasta la puerta del vestíbulo de la rosa de los vientos, y aprovechando que como iban embozadas era posible no verlas, Celeste no comentó el curiosísimo detalle de que confundidas en la compacta comitiva iban Ludmila y Balbina, y le dijo en cambio a Adelaida:

—Aunque hace un poquito de viento voy a salir a ver cómo están las American Beauty, que en el rosedal florecen a la derecha de la escalinata en esta época del año. Cuando baje Olegario ¿quieres decirle por favor que se encuentre conmigo allí para dar un paseo juntos?

—¿No quieres llevar algo con que abrigarte, quizás un chai…?

—No. Estoy bien así. ¿Por qué no vienes conmigo a ver las rosas que tanto le gustaban a nuestro padre? ¿Le tienes, acaso, miedo a la fresca brisa del otoño?

—¿Yo, miedo al fresco? Ni hablar…

Ambas hermanas se pusieron de pie. Adelaida titubeó pensando en la conveniencia de llevar una sombrilla quizás como apoyo, quizás como protección, pero determinó que ya que iba a hacer las cosas era mejor hacerlas bien y salir desprovista de ayuda para que nadie pudiera decir nada. Tomó del brazo a su hermana y salieron juntas a la terraza como si se tratara del más lindo día de fines de verano.

Pero en ese momento mismo, como una diástole feroz, se hinchó de vilanos el aire y una especie de emulsión hirviente, no una ráfaga esta vez, lo ennegreció todo, pavorizando a Adelaida, que no pudo dejar de verla. Pese a su temple, no resistió el terror y huyó dejando a Celeste afuera, esperando sola.

Al comenzar la redacción de esta parte final de mi novela siento un impulso, de aquellos que se suelen calificar de «casi irresistibles», de contar a mis lectores todo lo que le sucede a cada uno de mis personajes después de bajar el telón al terminar mi texto. Tanto me cuesta dejarlos, que miles de preguntas, con respuestas posibles e imposibles, se agolpan en mi fantasía efusiva por su ambición de saberlo todo y explicarlo todo y, en un desenfrenado acto de omnipotencia, repletar de información hasta el último centímetro del futuro sin permitir que nadie, ni siquiera los lectores a los cuales para empezar ofrezco esta narración, se atreva a completar a su manera lo aquí sugerido. Sabemos que Juan Pérez y los Ventura mueren ahogados en la llanura, pero ¿cómo fueron sus últimos gestos, sus manos crispadas, el terror de sus ojos, sus inútiles esfuerzos de salvación?, ¿se casó la deliciosa Melania con el extranjero joven y construyeron un palacio, más lujoso, más moderno, junto a la laguna con cascada y ninfeas si ésta resultó ser algo más que un espejismo creado por Arabela en la mente de Celeste?, ¿en qué se transformó nuestro amigo Wenceslao al hacerse hombre, en ácrata o en lacayo, o, al contrario, cumplió el destino distinto a una y otra contingencia que espero haber sugerido como su gran opción?, ¿qué sucedió con Fabio, con Casilda en su convento de clausura, con el dolor de Juvenal?, ¿logró el Mayordomo culminar su vocación senil engastándose en la máquina de los extranjeros que lo elevarían a una posición casi tan exaltada —pero nunca tanto— como la de ellos sobre la que los conjurados correrían un tupido velo para ocultar el hecho de que en el pasado habría vestido librea?, ¿compraron los extranjeros de patillas coloradas y ojos aguachentos la casa de campo, las minas, la llanura de gramíneas que se extendía de horizonte a horizonte?, ¿y los nativos, qué fue de los nativos, que quizás civilizados por los nuevos dueños repudiarían su supuesta antropofagia ancestral para acatar leyes exóticas?

Aunque yo mismo siento una curiosidad omnívora por saber todo esto y mucho más —pero me doy cuenta que para saberlo tendría que escribir por lo menos otra novela; o, como en algunas novelas del siglo pasado, agregar un epílogo insatisfactoriamente esquemático para redondear cada destino—, me veo excluido en forma dolorosa de las infinitas posibilidades narrativas que tendrá que ocultar mi silencio, y para paliar la contradictoria angustia producida por la necesidad de abandonar el campo en el momento justo sin la cual no hay arte, me digo a mí mismo que la vida real, en efecto, está constituida por anécdotas a medio terminar, por personajes inexplicables, ambiguos, desdibujados, por historias sin transición ni explicación, sin comienzo ni fin y casi siempre tan sin significado como una frase mal construida. Pero sé que justificarme de este modo es apelar a un criterio mimético de la obra de arte, que en el caso de la presente novela es totalmente ajeno a mi empeño porque esta historia hubiera sido otra si la hubiera escrito en esa tesitura. Quitado el freno a pesar mío —el freno de no confundir lo literario con lo real—, se desencadena entonces el desmedido apetito de no ser sólo mi texto, sino más, mucho más que mi texto: ser todos los textos posibles.

Es curioso, sin embargo —y es aquí donde quería llegar—, que pese a que he planteado a mis personajes como seres a-psicológicos, inverosímiles, artificiales, no he podido evitar ligarme pasionalmente a ellos y con su mundo circundante, del que es tan imposible extraerlos como es imposible separar a un cazador de Ucello, por ejemplo, de la pradera por la que transita. En otras palabras: pese a mi determinación de no confundir lo real con el arte, me está costando terriblemente esta despedida, conflicto que toma la forma literaria de no querer desprenderme de ellos sin terminar sus historias —olvidando que no tienen más historia que la que yo quiera darles— en vez de conformarme con terminar esta historia que, de alguna manera que no acabaré nunca de entender, es, sin duda, la mía.

El telón tiene ahora que caer y las luces apagarse: mis personajes se quitarán las máscaras, desmontaré los escenarios, guardaré la utilería. Ante la terrible perspectiva del adiós al quedarme sin ellos y sin su espacio después de tan largo hábito de convivencia, siento una oleada de inseguridad: dudo de la validez de todo esto y de su belleza, lo que me hace intentar aferrarme a estos trozos de mi imaginación y prolongarles la vida para hacerlos eternos y frondosos. Pero no puede ser. Tienen que terminar aquí, porque debo recordar que si los artificios poseen vida, poseen también muerte para que no lleguen a devorar como monstruos al autor; y, sean lo que sean en apariencia, son, sobre todo, hijos de la razón y tributarios de la medida. Lo que queda, entonces, en el momento de bajar el telón y apagar las luces, será cuestión de lo que mis lectores hayan sido capaces de recoger, es decir, de «creer» sin necesidad de apelar a paralelos en su experiencia; si han sido, sobre todo, capaces de establecer una relación pasional paralela a la mía entre ellos y las figuraciones de este espacio de mi fantasía del que me está costando tanto trabajo desligarme.

No termino aún. Es necesario, lectores míos, leer aún unas páginas porque la esclavizante inercia de ese espacio del que hablo me lleva —nos lleva— aún un poquito más lejos para que yo, sobre todo, que estoy hambriento de ellos, pueda conocer siquiera alguno entre tantos gestos finales que quedarán sepultados en mi silencio.

El nativo que avanzaba como núcleo de la lenta comitiva tañendo el triángulo era el más viejo de todos, investido con la autoridad de quien maneja la sobrevivencia de los demás manejando la propia. Siguiéndolo, cruzaron lentamente el salón de baile, dejándolo subir, como si supiera que ése era el sitio de los musicanti, a la tribuna para la orquesta, donde se instaló. El resto de la comitiva, salvo algunos nativos que se tendieron relajados sobre el pavimento ajedrezado, se agolpó, mundana pese a todo, en los cristales de la ventana, mirando desde la relativa transparencia del salón de baile los nubarrones insidiosos de afuera, ese caldo espeso y revuelto que agitaba el espectro de la luz ya perdida. Sin embargo, abajo, en la terraza sur, Celeste, desmelenada, empecinada, continuaba paseándose contra el viento porque hacerlo, aun en las vertiginosas condiciones que lo hacia, probaba lo que con ello se proponía probar, aun a costa de su vida. Pese a que el viento hacía rato le había arrebatado su sombrero, que iba sin abanico ni sombrilla, que llevaba revuelto el vestido de seda rosa que los vilanos adheridos convertían en una suerte de vellón, sus gestos de pájaro aterrado ante la tormenta conservaban algo de gracia pertinaz, voluntariosa, que replanteaba lo indudable, que no era más que aquí no pasaba nada y que ella, por lo pronto, no se encontraba comprometida con tarea alguna más grave que la de esperar a Olegario con el propósito de salir a pasear con él entre los rosales malheridos. Adelaida, con las palmas de sus manos extendidas sobre el vidrio como un niño, y la nariz achatada contra él, miraba a su hermana, mojando el cristal con lágrimas de rabia e incomprensión.

Come li stornei ne portan l’ali

nel freddo tempo…

Juvenal, que se encontraba con el grupo mirando a su madre desde las ventanas, fue quien se dijo esta frase al sentir que Olegario, a su lado, también miraba a Celeste con el rostro pegado al vidrio: sí, lujuriosos; pese a ser marido y mujer practicaban el amor sin amor y sí con pecado, encubriéndolo con una retórica que lo arrastraba a él a ese nivel del juego. Sonó una nota del triángulo, pero al oírla, contrarios al grupo, Juvenal y Olegario no se movieron de los cristales. Los nativos, en cambio, y Wenceslao y Agapito, salieron al medio del salón de baile y, como si fueran sultanes tendiéndose sobre almohadones, se dejaron caer laxamente sobre el suelo como si el mármol ajedrezado fuera un diván, apoyando unos las cabezas en el pecho o en las piernas de los otros en una especie de bivouac. Sostuvieron la respiración hasta que la nota del triángulo sonó otra vez, permitiéndoles una leve aspiración, ni profunda ni prolongada, pero que era como si respiraran con la conciencia de que era necesario aprovechar hasta el último átomo de la parca ración de oxígeno aspirado, sin derrochar nada ni tomar de más, sólo lo suficiente como para que el organismo funcionara, por decirlo así, a medio vapor. La densidad de los vilanos en el salón de baile, siempre inferior a la densidad de afuera, de pronto se alteraba, como dependiente de la presión de la densidad exterior ejercida insidiosamente a través de las rendijas y de los ojos de las llaves. Circuló un cuenco de agua para beber, un poco, muy poco cada vez, para aclarar la garganta. Circuló otro cuenco en que, metiendo un dedo, el que necesitara mojarse los párpados cerrados para despejarlos de vilanos, y la nariz y los labios, lo usara, haciéndolo circular de nuevo al siguiente son del triángulo. En torno a esos rostros clausurados, los vilanos quietos en el aire del salón semejaban a cada respiración una pluma fugaz, pronto disuelta, y al cabo de un rato una mínima orla como de espuma se formaba en torno a los labios y en el borde de los párpados, que pronto era despejada por el dedo mojado en el agua del cuenco.

Los niños de la casa, sin embargo, y Ludmila, Balbina, Olegario, Anselmo y Adelaida, no despegaban sus palideces de los cristales por donde observaban la frenética lucha de Celeste con el fantasma agresivo en que, afuera, se había transformado el aire. ¿Llamarla? ¿Cómo abrir la ventana sin exponerse a perecer por ahogo? ¿Cómo saber si aceptar el peligro no precipitaría para ella la muerte en forma más segura y más cruel que cualquier otra? ¿Golpear los vidrios? Pero nadie tenía la energía para hacerlo. Balbina oyó que Wenceslao la llamaba:

—Madre…

Fue entonces que Balbina se dio cuenta que casi no podía respirar. Se dio vuelta y con la vista buscó a su hijo en esa acumulación de figuras tumbadas y adormecidas como en un fumadero de opio: lo vio mojarse los labios con el dedo y hablar sin mover la boca:

—Ven a tenderte. Lenta…, lenta…, no te ahogarás…

Y Balbina, seguida de unos cuantos niños, de Ludmila, de Anselmo, de Adelaida, se desprendieron de los cristales nublados y acudieron, al oír el triángulo, a tenderse, relajados, clausurados, en un montón humano sobre el mármol donde en la penumbra de los vilanos parecía que sólo los personajes del fresco trompe l’oeil, impunes ante los fenómenos naturales por ser criaturas superiores que dependían sólo de la imaginación, condescendían a atenderlos, proporcionándoles algún almohadón para reposar más cómodos, haciendo circular platos de fruta, garrafas de vino o de agua. Sólo los rostros desangrados de Juvenal y Olegario mirando a Celeste, ahora histérica, quedaban pendientes en los cristales. Sonriéndole con desafío, Juvenal le dijo a su padre, que tenía los bigotes y las cejas de charol, y los vellos de las manos blancos de vilanos, como los de un viejo:

—Está esperándolo, padre.

Olegario no respondió.

—Si no baja usted, bajaré yo —insistió Juvenal.

Al hacer ademán de cruzar el salón de baile en dirección a la puerta, los primos, al verlo, se pusieron de pie y con peligro de ahogarse corriendo hasta él, atenazándolo para que no se moviera, para que no saliera, mientras él se debatía por ir, e intentaba gritar algo que no podía gritar porque tenía la garganta atascada de vilanos. Hasta que por fin pudo gritarle a su padre —o creyó gritarle: nadie más que Olegario lo oyó— con la voz blanda de violencia contenida por un simple fenómeno meteorológico que no lo dejaba descargar la plenitud de sus pulmones:

—¡Maricón!

Olegario le pegó una bofetada que casi lo tumbó y cruzó el resto del salón de baile para acudir a su cita con Celeste, mientras los que permanecían tendidos, respirando apenas, casi ahogados, lo agarraban de los pantalones y de la levita tratando de retenerlo. Hasta que se libró de ellos y logró salir.

Algunos se levantaron y hendiendo los nubarrones fueron a apostarse junto a los vidrios: Adelaida, Anselmo, Wenceslao, Ludmila, pegaban como niños sus rostros llorosos a la ventana, lo mismo que alguno de sus hijos: la atmósfera, sin hondura, había propuesto lo total, la nada con su presencia sin límites, mayor que la llanura, mayor que el cielo, en cuyo seno infernal se agitaba la borrasca como una pequeña bestia enfurecida en su jaula. El triángulo, acelerado, los urgía a obedecer a los que sabían, a acatar las tradiciones salvadoras que los convocaban de nuevo a sus posiciones en el suelo. Pero no se movieron de los cristales pese al ahogo: Celeste, después de una ráfaga que de pronto despejó la atmósfera ofreciendo la profundidad y la distancia como sólo una parte de la anulación, cayó derribada, debatiéndose contra una fuerza que desde la distancia del salón de baile parecía inexistente, ser pura imaginación porque era puro viento. El albo cadáver del parque y de la reja pareció sonreírle contento, como si ella pudiera verlo. ¿O lo veía, pensó Juvenal, y era todo, su amor, su ceguera, pura superchería? Celeste se llevó la mano a la boca, a la garganta, porque ya no podía más en el momento que la alcanzó Olegario, intentando ponerla de pie para hacerla entrar a la casa. Celeste se alzó, pero en vez de entrar tomó el brazo de su marido, y señalando complacida las bellezas de pronto descubiertas del parque entero y de la distancia en ruinas, y sonriéndole, lo arrastró más bien a él, hacia el centro de la borrasca: Juvenal, desde arriba, la vio sobrevenir, aunque no aceptó enunciar el grito de advertencia que se apelotonó en su garganta, y Celeste y Olegario, del brazo, se perdieron en el aire impenetrable, como un enigma carente de significado.

Pero ellos tenían que seguir viviendo. Oyeron el triángulo premioso, tañido por la figura cubierta por un manto a rayas que desde la tribuna ofrecía los ritmos apropiados para sobrevivir. Obedecieron porque no encontraron alternativas, y además les pareció lógico, apto. Pronto, en el salón de baile, quedaron tumbadas las figuras de grandes y niños y nativos confundidas, apoyadas unas en otras, en los almohadones, cubiertas por las mantas a rayas tejidas por las mujeres de los nativos, respirando apenas, con los ojos cerrados, con los labios juntos, viviendo apenas, y para que no murieran ahogados en la atmósfera de vilanos, los atendían, elegantes y eficaces, los personajes del fresco trompe l’oeil.

Calaceite-Sitges-Calaceite

18 de setiembre 1973 — 19 de junio 1978.