Capítulo Trece:
LA VISITA

1

La extranjera sufrió un desvanecimiento de sorpresa al oír el exótico sonido del primer toque de gong reverberando por la casa. Pero pronto reaccionó con el analéptico administrado por Lidia —el Mayordomo ordenó suspender los toques sucesivos, disponiendo asimismo que los niños se retiraran a sus camas sin esperarlos— y pudo preguntar de qué se trataba. Después de atender, altiva, a la explicación de Terencio, declaró que entre su gente no existían estas estridencias simplemente porque los niños bien entrenados no deben necesitar alharaca alguna para obedecer a un programa de sumisión dadas unas cuantas reglas muy simples que hacen posible convivir en paz. Después que las cuestiones referentes al adiestramiento infantil quedaron zanjadas, como corresponde entre las damas, la aceptable realidad de la fatiga borroneó los recordatorios desazonantes que podían obligarlos a hacerse cargo de ciertas emociones, y los Ventura, entonces, y sus invitados, candelabro en mano, fueron ascendiendo la gran escala del vestíbulo de la rosa de los vientos rumbo a las habitaciones donde los lacayos ya habían dispuesto todos los requisitos para disfrutar del sueño.

Sonaron aún un rato por los pasillos y antecámaras las risas un poco forzadas con que los señores pretendían mantener un ambiente festivo hasta el final. Pero en cuanto se cerraron las puertas de los dormitorios sobre las intimidades conyugales, cayó encima de cada pareja el agobio de esta casa tan grande, de tantas y tan inmanejables tierras, escenario de acontecimientos en que sus hijos no sólo habrían participado como víctimas o verdugos —poco importaba ese distingo en la presente emergencia—, sino donde presiones funestas los habrían transformado en instrumentos para precipitar el todavía inexplorado desastre del pasado que, naturalmente, conllevaría un desastre futuro que era preciso a todo costa evitar. Les quedaba poco tiempo: sólo esta noche para tomar las medidas necesarias, sobre todo la muy importante de alertar a sus esposas —en conmovedoras escenas en que apelarían a la abnegación que caracterizaba a las nobles esposas de su clase— sobre la urgencia de que sacrificaran el dulce ocio de un día haciéndose responsables de parte del salvataje.

Ellos, los hombres de la familia, habían celebrado una reunión en la capital antes de salir, para elaborar un plan —aprovechaban la oportunidad de esta paz nocturna y campestre para impartírselo a sus amadas cónyuges— que en grandes rasgos era éste: llegar a Marulanda hacia el atardecer; descansar una noche; desayunar en la terraza del sur a la mañana siguiente; dejar a sus mujeres, ayudadas por la mitad de los sirvientes, encomendadas de hacer cargar en los coches las obras de arte más valiosas y todo el oro que encontraran; ellos, entretanto, habrían partido a mediodía hacia las minas con el resto de los sirvientes y con los extranjeros, no sólo para reiterar in situ el ofrecimiento de vendérselas, sino para demostrarles cuan efectivamente el Mayordomo y sus hombres habían limpiado la región de todo peligro de un levantamiento de antropófagos, por lo que sus posesiones no podían considerarse desvalorizadas; luego, regresar esa misma tarde a la casa de campo, firmar compromisos de compraventa, descansar esa noche, y partir de regreso a la capital en la mañana, con coches, armas, oro, obras de arte, sirvientes, mujeres, niños y además con los extranjeros, para formalizar allá los documentos antes que se desencadenara el mayor de los peligros: las borrascas de vilanos. Si los extranjeros llegaban a sufrirlas, sin duda rasgarían en las narices mismas de los Ventura todo papel de compraventa de propiedades que, por la desgraciada circunstancia que las hacía de peligrosísima explotación, no valían, en buenas cuentas, nada, reduciendo a escombros el orgullo de la familia que en este valor cifraba su superioridad ante todo el mundo, salvo ante estos bastos extranjeros quizás capaces de manejar hasta las borrascas, si elegían hacerlo.

Pero el programa de escenas conyugales dignas de un sarcófago de patricios romanos no pudo cumplirse: claro, Adelaida carecía de marido que le exigiera nada y Balbina, como ya lo han visto mis lectores, fue encerrada en una torre. Lidia, por otra parte, como Berenice, ya estaba enterada de todo, así es que a estas dos sólo les quedaba refinar los pormenores de la intriga. Celeste, por su ceguera, suplantada en la charla familiar por su «sensibilidad enfermiza» de iguales prerrogativas, quedaba dispensada de todo trabajo salvo del de consultora. Eulalia, doliente del escepticismo ese año en boga, se negó a cooperar: le advirtió a Anselmo que la dejara en paz con sus idioteces, que sucediera lo que sucediera, ella pensaba pasar el otoño viajando con Isabel de Tramontana y un grupo de exquisitos por los lagos de Italia. Sólo la pobre Ludmila, anhelante y desgreñada, creyó el melodramático nudo pintado por Terencio, y compenetrándose con esta rara oportunidad que las circunstancias le brindaban para acercarse a su marido, le sometió su promesa de hacer cuanto de ella se requiriera.

A lo que sí accedieron todas las esposas, lo que sí comprendieron, fue la necesidad de engolosinar a los incautos extranjeros con la maravilla que ellos, los Ventura, tal vez podrían llegar a consentir que pasara de las manos familiares a sus toscas manos. Estos, quizás, con el ánimo de prolongar su permanencia en Marulanda, pero con más seguridad porque la compra de estas tierras carecían de prioridad entre sus designios, se levantaron tarde y soñolientos a la mañana siguiente, sin demostrar prisa por partir. Antes que bajaran, la conversación de la familia alrededor de la mesa de desayuno dispuesta entre unas cuantas gramíneas que los jardineros no habían tenido tiempo para arrancar de la terraza del sur, estuvo salpicada de silencios acusadores, como si temieran llamarse la atención unos a otros sobre lo natural que sería congregar en estos momentos a sus retoños para felicitarse por su salud o por sus nuevas gracias, condecorando a los más meritorios con la dádiva de un beso. La ausencia paternal había sido corta pero suficiente para que en la forma consabida de todos los niños, aun en el espacio de un solo día, crecieran como la mala hierba. Pero por desgracia su alto sentido del deber hacía necesario postergar esta anhelada satisfacción, ya que sería improcedente pensar en otra cosa que en lo sugerido por el espectáculo que se desplegaba afuera de la menguada reja de las lanzas, a unos pasos del rosedal: la larga hilera de coches desde el alba listos para partir, los caballos piafando inquietos, los mozos bruñendo bronces y ajustando capotas, los cocheros impacientes haciendo restallar latigazos tentativos desde el pescante, y la interminable cola de carretas, carretelas, tartanas cargadas de criados armados hasta los dientes, perdiéndose, con los movimientos autónomos de una larguísima viscera que digiere, en dirección a las cuadras.

La aparición de los cuatro extranjeros en la terraza del sur, a media mañana, para tomar desayuno en compañía de los dueños de casa fue para éstos un bendito aplazamiento de las angustias mayores, sustituyéndolas por preocupaciones de más fácil manejo. Los señores les informaron a sus visitantes que como entretenimiento se había programado para después de la colación matinal, y antes de la partida, una visita a la casa, guiada por Terencio y Anselmo, excelentes conocedores de sus bellezas algo descuidadas por tratarse de una visita en la estación menos propicia. Los extranjeros no demostraron quedar extasiados con este plan. La verdad era que todo entusiasmo parecía aletargado en ellos, y sin duda iba a resultar trabajoso despertarlo para cualquier propósito. Celeste, sentada junto al nabab de patillas coloradas y chaleco estridente, le aconsejó:

—Deben ustedes hacer alto en el camino a las minas para descansar.

—No —le contestó el nabab con un desdén que hubiera amedrentado a una interlocutora menos intrépida.

—Permítame intentar persuadirlo, señor mío. Existe un paraje privilegiado por el juego de una cascada cantarína, donde con frecuencia solemos pasar tardes de esparcimiento que devuelven la serenidad a nuestros espíritus acongojados. Todo tiene allí la delicadeza de un paisaje pintado en un plato de porcelana. Las cosas y los personajes, nimbados por la contagiosa cercanía de la cascada, son ligerísimos pero jugosos, meditativos pero alegres. ¿Cuándo volveré, ay, a contemplar los mensajes cabalísticos de la huella que dejan los cangrejos color magenta al cruzar la arena de plata, y la vibración de los helechos al dar paso a los frágiles seres que se pierden entre ellos para refugiar sus amorosos escorzos en la sombra? ¿Recuerdas, amada Eulalia, como un día cruzabas el arqueado puentecillo tendido entre nenúfar gigante y nenúfar gigante como una secuencia de crinolinas invertida, y te apoyaste en la baranda sosteniendo, a modo de sombrilla, una flor semejante a un inmenso jazmín? Ay, el registro melodioso del agua, las oquedades azules, las dulcísimas flores donde beben pájaros diminutos que por un instante se fijan con el orden de un alfabeto delicadísimo en el aire, y después se desbandan…

Melania, toda sonrisa y hoyuelos, había aparecido sobre las gradas sin atreverse a avanzar. El más joven de los extranjeros la saludó desde lejos con la mano, pero se dio cuenta que Melania no pretendía saludarlo a él sino a Olegario, que desvió la mirada, prefiriendo permanecer absorto en las suntuosas palabras de Celeste. El extranjero rubio, en cambio, que no las comprendía, se levantó discretamente para no interrumpir la fluyente retórica y fue al encuentro de Melania que le tendió la mano para guiarlo escalera abajo y perderse con él en lo que quedaba de jardín: anécdota que Hermógenes computó muy a favor de su sobrina —y de sus propios planes—, decidiendo llevar a Melania en este viaje dijera lo que dijera la tonta de Adelaida. Satisfecho, vio también que el nabab y su compañero, y la esposa —no se sabía de cuál, puesto que no pasó la noche con el que todos creían su marido— comenzaban a prestar más y más atención a las insipidísimas palabras de Celeste:

—… es un paraje recoleto, exclusivísimo —continuó la ciega—. Un paraíso al que nadie salvo nosotros…, me duele confesar que ni siquiera nuestros hijos porque su algazara puede destruir su armonía…, tiene acceso. Tememos que gente insensible, distinta a nosotros, descendientes de los nativos a los que naturalmente jamás se ha permitido contemplar la cascada aunque conocen de memoria sus mitos, descubran sus tranquilas playas, se apoderen de sus bosques, y por envidia destruyan este reducto de belleza y alegría. ¡Oh, Arcadia, Cythère, Hélade mía, con qué saña te acecha el odio de los que ansian nuestra destrucción! Tal vez nuestro celoso tatarabuelo haya sembrado estas vastas extensiones de gramíneas sin titubear en destruir con ellas toda vida, para resguardar esta maravillosa creación de ojos y manos extrañas a nuestra estirpe y por lo tanto enemigas. Esperamos que ustedes, al interesarse por nuestras tierras que les cederemos sólo con dolor, sepan apreciar la joya suprema que se llevarán envuelta en sus prácticas hectáreas, este dulcísimo reducto que les cederemos sólo a condición de ser nosotros quienes lo defendamos hasta la muerte contra todo invasor. ¡Yo quiero ir, Olegario, hoy más que nunca me apetece ir, cuando estos buenos señores codician nuestra bellísima playa! ¡Sí, sí, veo la codicia brillando en sus ojos deslavados, destellando en sus sonrisas decoradas con parches de oro! ¡Y por mucho que nos permitan igual acceso a ella cuando sea suya, ya la sutilísima sensación de seguridad total, de inaccesible superioridad, no volverá a ser la misma! ¡Llévame, Olegario! Te ruego que me dejes allí, de paso hacia las minas, atendida por una corte de sirvientes que armarán una tienda de tapices sobre la arena de la playa, y me recogerás de regreso, al atardecer.

—¡Qué idea más divina, Celeste! —exclamó Eulalia.

—¡Digna de tu prodigiosa imaginación! —la apoyó Berenice.

—¡Sí! —continuó Ludmila, olvidando sus promesas nocturnas a Terencio con este novedoso arrebato de fervor femenino—. ¡Iremos todas, para quedar para siempre nimbadas por el arcoiris…!

—Y los graves placeres del pasado se configurarán en nuestra evocación de lo mucho que allí hemos disfrutado… —dijo Adelaida.

—¿No quiere usted venir con nosotras? —preguntó Lidia a la extranjera que lo había estado escuchando todo con extrema atención—. ¿No quiere usted participar en nuestra fronda femenina contra los deberes que pretenden imponernos los hombres?

Riendo, un poco superior, la extranjera repuso:

—Esa batalla la gané hace muchos años y de otra manera.

Permaneció escudriñando a las hermanas y cuñadas, que se ponían de pie entre el revuelo de faldas y chales con el propósito de ir a prepararse para el intempestivo paseo cogiendo siquiera bolsos y guantes, sombrillas y pamelas. Al ver a Celeste del brazo de su marido perdiéndose a toda prisa rumbo a su vestuario para tener tiempo de concertar allí una de sus complicadísimas toilettes, la extranjera detuvo con un gesto de la mano al resto de las mujeres de la familia, interpelándolas:

—¿Quieren hacer el favor de explicarme cómo puedo creer que es verdad lo que la señora Celeste describe…, que el lugar mismo no es pura invención, si ella, palmariamente, es una ciega?

Las sonrisas complacientes de los Ventura tuvieron la eficacia de correr el tupido velo sobre la incomprensión de la intrusa que tildó de ceguera lo que en Celeste no pasaba de ser una sensibilidad enfermiza. Fijaron su atención más bien sobre su escepticismo respecto a la posibilidad de existencia de tan peregrino paraje de recreo, protestando su fe en la existencia de tal lugar. Pero la extranjera continuó:

—El subjetivismo con que ustedes acostumbran a juzgar todo lo que pertenece a la familia nada tiene que ver con la realidad vista desde afuera y con otra perspectiva. ¿Cómo me pueden pedir que crea lo que afirma una ciega y que toda la familia endosa, sin prueba alguna que me inste a abandonar las relativas comodidades de esta casa para aventurarme a un lugar que no sólo puede resultar peligroso, sino que me hará perder el tiempo que me queda para levantar, con las señoras, el catastro de los enseres de esta casa? Si todo lo que se dice de estas tierras y de estas minas posee una irrefutabilidad tan frágil como lo que describió la señora Celeste, me pregunto si debemos aventurarnos a comprar…

La última parte de este discurso fue casi una interpelación a los dos extranjeros que mojaban bollos en su chocolate: una actitud muy poco femenina, según juzgaron las damas de la casa que consideraban de mal tono inmiscuirse —incluso enterarse— en los asuntos varoniles. En todo caso, furioso a estas alturas con las dudas de la extranjera, Hermógenes detuvo a su parentela en desbande con la intención de hacerlos tomar conciencia de que si se ponía en duda la palabra de un miembro de la familia, por mucho que fuera mujer y de sensibilidad enfermiza por añadidura, sería cosa de llevar el asunto al campo de honor. Pero al pensarlo con más cuidado prefirió no decir nada sobre esta sangrienta opción, dando, en cambio, dos palmadas para llamar al Mayordomo, que se acercó con la ligera pero prolongada venia que exigía la etiqueta familiar, e inclinándose a este oído murmuró un par de vigorosas palabras que hicieron que el fámulo partiera a todo escape. Hermógenes carraspeó, pidiendo la atención de los comensales y rogando a los que se hallaban de pie que volvieran a sentarse para escuchar dos palabras que les quería decir:

—Existe, entre los ángeles que Dios nos ha dado por hijas —comenzó la monserga de Hermógenes— una, sobre todo, adornada con las más bellas cualidades, no sólo físicas sino espirituales. El tradicional brillo con que nuestra familia se ha desempeñado en el sector público, en política, en historia, en economía, en todo lo que se refiere al bien de la comunidad, se halla, en embrión, es cierto, en todos nuestros vástagos, pero en forma muy particular en este ángel de sabiduría procreado por nuestro Terencio en el vientre de nuestra admirable Ludmila, que, como se sabe, es espejo de madres y esposas abnegadas. El ángel bendito de que hablo, pese a sus cortos años, no sólo sabe todo lo que se puede saber sobre la historia y geografía de esta región, sino que además, robando horas a los inocentes juegos de la niñez, ha logrado reunir documentos, mapas, contratos, cartas que detallan y prueban la existencia y el valor de todo lo que nuestros distinguidos amigos los extranjeros ponen en duda. Huelga decir que estoy hablando de nuestra pequeña, de nuestra queridísima Arabela, a quién he hecho llamar por el tonto del Mayordomo, que por alguna razón que no comprendo, tarda demasiado.

Sus frases fueron acogidas con una salva de aplausos. Las madres, arremolinadas en torno a Ludmila, congratulándola por la suerte que tuvo en este retoño, sugirieron por sus actitudes displicentes que era indigno de ellas preocuparse por tardanzas: la vida les sonreía a todas en la forma de esta niña, pero la fortuna señalaba, dijeron, a su madre, Ludmila, como su favorita. La conversación pronto se diluyó en otros temas que hacían pasar el rato amenamente sin sentir que pasaba, y la amenidad, claro, era la forma más eficiente de correr el tupido velo sobre dudas y afrentas, suspendiendo sus actividades, sus risas delicadas, sus acentos que no encuentro otra manera de calificar que llamándolos «cultos», por ser el acento de los poderosos, en el tiempo infinitamente prolongado de un elegante desayuno campestre con las nubes blancas sonriendo benignas desde un cielo sin urgencias.

Cuando por fin reapareció el Mayordomo, el tiempo, con todos sus inconvenientes, comenzó a fluir de nuevo. Uno de estos inconvenientes parecía ser lo que remolcaba de la mano: un ser pálido, minúsculo, envuelto en una librea de lacayo que le arrastraba por detrás como una lujosa cola harapienta, revelando por delante unas flacas canillas de pajarito y pies desnudos, diminutos. Su rostro verdusco, sus huesos endebles, sus ojos perdidos, su temblor de fiebre, todo delataba que Arabela —a la que mis lectores ya habrán reconocido— apenas se podía tener en pie. Seguía a este par un lacayo de menor rango empujando una carretilla repleta de papelorios.

—¡La encontré…! —exclamó el Mayordomo jadeante: era claro que había tenido que correr.

—¡Por supuesto que la encontraste, Mayordomo! ¡Tú comprendes que uno de nuestros hijos difícilmente se va a perder dentro de esta propiedad que nos pertenece y donde no hay misterios! —le llamó la atención Lidia.

Desde el otro lado de la mesa, Ludmila, emocionada, le tendió los brazos a su hija, exclamando:

—¡Adoración!

La extranjera, entretanto, se había puesto de pie antes que nadie pudiera reaccionar, corriendo hacia Arabela para sostenerla antes que se derrumbara. Le pasó un brazo en torno al talle y le cogió la muñeca lacia para tomarle el pulso.

—Esta niña está muy mal —declaró—. ¿Qué le pasa a la pobre?

—No es nada, si me permite decírselo, Su Merced —explicó el Mayordomo—. Sólo está jugando a La Marquesa Salió A Las Cinco.

Mientras la extranjera desaparecía con Arabela para atenderla en uno de los salones contiguos (acoto aquí para no tener que volver sobre este tema: Arabela murió una hora más tarde en los brazos de la extranjera), Ludmila, al darse cuenta que su hija comenzaba a desfallecer con un realismo que trascendía a La Marquesa Salió A Las Cinco, se puso de pie con el ánimo de también acudir a socorrerla. Pero permaneció estática, como hechizada detrás de la mesa tan ricamente dispuesta, sus manos apoyadas sobre el mantel, presa de visiones que sus ojos cosechaban en la inmensidad del cielo o en la llanura desplegada más allá de la formación de coches repletos de hombres cargando armas. Sin darse cuenta que al hacerlo volcaba fruteros de cinco pisos y postres, Ludmila comenzó a avanzar lentamente mientras sus parientes, restándole importancia a su pintoresca actitud, la conminaban, risueños, a que por favor reaccionara, que tomara un vaso de agua, que qué iban a pensar los extranjeros, que por favor explicara qué le sucedía…

—Es que veo —murmuró Ludmila muy lenta— algo como una gran nube platinada que crece y avanza desde el horizonte.

—Esta tonta —le secreteó Eulalia al nabab tomando el asiento junto a él que Celeste dejó vacío— siempre está viendo nimbos extraños, nubes platinadas que no existen…

—Déjenla —rió Berenice—. Que vaya hasta la balaustrada y, apoyada en ella, que busque su nube platinada en el horizonte para así deshacernos de su aburrida charla doméstica y hablar de cosas más divertidas ¿no le parece, señor extranjero?

Pero la nube que contemplaba Ludmila desde la balaustrada, como esperando que descendiera de ella una aparición sobrenatural, se acercaba y acercaba, crecía y crecía, comenzando a escucharse cuernos de caza y a sentirse en la tierra el reverbero de los cascos de los caballos, hasta que los del grupo que se hallaba aún en la mesa entregado al alegro parloteo impuesto como estilo preferencial por Berenice y Eulalia, tuvieron que prestarle atención a lo que ya no era sólo una anécdota del horizonte. Enarbolando, entonces, sombrillas y calándose panamás y quevedos, se acercaron también a la balaustrada alrededor de Ludmila.

Se trataba, como mis lectores lo habrán adivinado, de otra cabalgata. ¿Pero de quién podía ser?, se devanaron los sesos los Ventura en busca de una respuesta. Naturalmente no tan larga como la de ellos, su categoría suprema era evidente por la extrema modernidad de los coches. Ni los extranjeros ni los dueños de casa dijeron nada, ni comentaron los pálidos rostros infantiles que alguien divisó pegados a los cristales de los pisos altos. ¿Cómo darse por aludidos de un acontecimiento que no estaba programado para esta mañana en que debían partir con los extranjeros a mostrarles sus minas y que esta cabalgata interrumpía con la introducción de otra serie de coordenadas que ellos ni conocían ni controlaban? Desde detrás de la fila de señores, simulando ocuparse junto a los otros lacayos de las cosas de la mesa, el Mayordomo, más alto que sus amos, de cuando en cuando echaba una ojeada con aljgo más que curiosidad a la cabalgata que se aproximaba. Ésta, precedida de dos jinetes tocando cuernos de bronce, no entró, como hizo la gran cabalgata de los Ventura, por la cancela que se alzaba aún entre las algodonosas gramíneas, sino que se dirigió directamente hacia la abertura de la nueva reja custodiada por guarniciones de jardineros: así como el hecho de que los Ventura hicieran su entrada por esa cancela señaló que se proponían adherir a la política de correr un tupido velo sobre cualquier cosa que fuera necesario correrlo, esta entrada de la nueva cabalgata, audaz y directa, significaba —pensaron con sobresalto los Ventura— una actitud diametralmente opuesta a la de la familia, que no presagiaba nada bueno.

La increíble berlina de charol color rana cerrada con cristales avanzó hasta el pie mismo de la escalinata, en lo alto de la cual se congregaron los Ventura boquiabiertos. Un mozo ataviado con los colores de la familia saltó del pescante y abrió la portezuela, dándole la mano para que bajara a una elegantísima mujer, mientras tanto otro mozo le entregaba las cadenas de cuatro borzois que tiraban de su enguantada mano. Después de ella descendió de la berlina un personaje algo perturbador, escandalosamente bien vestido, aunque llevaba las hombreras demasiado altas, juzgaron los hombres de la familia, el talle demasiado ajustado, los faldones de la levita demasiado cortos revelando la musculatura brutal de sus muslos enguantados en ante casi malva. Su rostro, observaron con horror, era el de un nativo joven, bien parecido a pesar de ser nativo, que con expresión insolente tomó el brazo de la mujer que mantenía su rostro cubierto con el clásico velo de viajera, que lo esperaba apaciguando a sus borzois, para iniciar juntos la ascensión de la escalinata hacia los Ventura que los esperaban pasmados entre las ruinas de sus ánforas y atlantes. Al llegar arriba, la mujer del velo le entregó sus perros a su acompañante, y adelantándose besó en la mejilla a Eulalia, primero, y luego a las demás mujeres de la familia. En seguida le dio la mano a cada uno de los hombres menos a Anselmo, al que le dio vuelta la espalda. Éste exclamó:

—¡Malvina!

—¿Es usted el único que me reconoce? —preguntó burlona, y acercándose a los extranjeros continuó—: ¡El desdén es siempre inconfundible para quien lo recibe! Pero no creo, en cambio, que mi identidad haya pasado inadvertida para ustedes, que además de ser más agudos han circulado conmigo por el paseo de las palmeras en mi berlina color rana.

Malvina, entonces, levantó el velo de su sombrero. Sus familiares no pudieron ahogar una exclamación admirativa: no sólo porque ya no era una niña, sino porque sus ojos, antes veloutés, se habían transformado por medio de quién sabe qué modernos trucos, en dos pozos conectados por artificios tan hondos que, más que grandes ojos negros, Malvina parecía llevar un antifaz de seda sombría en la parte superior del rostro. Toda ella, por lo demás, el dibujo de sus labios, la proporción de su cuello y su busto parecía haber sido sabiamente rectificada, reducida a puro diseño, pura estructura: al contemplar su elegancia las mujeres que la examinaban sin animarse aún a acercarse, comprendieron que sus propios atuendos, por mucho esmero que en ellos hubieran derrochado, en comparación eran baratos y prolijos.

Malvina no volvió a dirigirles la palabra. En cambio se enfrascó de inmediato en una conversación con los extranjeros en su propio lenguaje, conversación que no era la charla a que Berenice estaba acostumbrada, sino, se dieron cuenta las otras mujeres, una cosa distinta, inaccesible para ellas no por tratarse de un idioma de tan arrevesada gramática sino porque versaba sobre pasiones que ellas no sabían cómo tocar. Silvestre, que como ya he dicho hablaba el idioma de los extranjeros de maravilla y que como hombre tenía acceso a cualquier asunto, intentó acercarse al grupo para participar en su intercambio. Pero el amigo de Malvina —los Ventura ya habían corrido un tupido velo para escamotear de sus conciencias a tan insoportable figura— lograba maniobrar los perros de modo que se interpusieran entre la familia y el nuevo núcleo. El compañero de Malvina, que si los Ventura lo hubieran permitido los hubiera desconcertado con su destreza para manejar la exótica lengua, era quien llevaba la voz cantante de la conversación, haciéndole frente al nabab, que parecía defender algo con que el otro extranjero no estaba de acuerdo, discusión —amable por cierto— en que terciaba con frecuencia, y al parecer con acierto, Malvina. El Mayordomo, revoloteando alrededor de ellos, les servía, les ofrecía, desaparecía con órdenes y reaparecía para atender a los miembros de esta élite que ni siquiera parecía recordar la existencia del resto de la familia. Hermógenes, rondando a los perros que le gruñían en cuanto se acercaba demasiado para ofrecer o sugerir algo a los extranjeros por sobre sus fauces babosas y sus lomos arqueados, tuvo que quedarse al otro lado del cerco de animales, cuchicheando con Lidia, Berenice y Silvestre, y dándole órdenes al Mayordomo. Éste, que no tenía tiempo para atenderlas por encontrarse demasiado ocupado con los visitantes, las delegaba en los lacayos de menor rango para que ellos no dejaran de cumplirlas. Los Ventura que quedaron afuera de los dos grupos continuaron inmersos en el parloteo que era su elemento natural, mirando, envidiosos pero sin parecer mirarlos, a los miembros de las dos élites que no los acogían. Cuando Melania regresó desde el jardín del brazo del joven extranjero rubio, Malvina exclamó:

—¡Melania, amor mío!

Y ambas primas corrieron a fundirse una en los brazos de la otra como si siempre hubieran sido inseparables. Desde ese momento Melania pareció olvidarse de todo lo demás, incluso de Olegario y su ausencia porque Malvina ya no la soltó del brazo, ni tuvo una mirada para los ojos que la acechaban desde detrás de los cristales de los pisos más altos.

2

Mis lectores recordarán que en la primera parte de esta novela Malvina tuvo una figuración fugazmente protagónica al proporcionar a Casilda y Fabio lo que necesitaban para huir. Figuración que no fue gratuita, puesto que no sólo me serví de ella como deus ex machina para precipitar los acontecimientos narrados en ese momento, sino que la introduje con el fin de que actuara más tarde como una especie de vehículo para lo que ahora me propongo narrar. Mis lectores recordarán también que al comienzo de la segunda parte mencioné su vida de hampona en la capital y hablé de agentes suyos, unos nativos recargados de garambainas y perifollos que solían recalar en la capilla de la llanura. Recapitulo ahora, antes de seguir adelante, para poder extenderme sobre la singular carrera de esta muchachita en la ciudad y se comprenda así lo que sucedió en Marulanda el día en que los hombres de la familia organizaron la excursión a las minas, y las mujeres, el paseo a la playa, en que encarnaban sus sueños de exclusividad.

Después que Malvina abandonó a Fabio y Casilda a su triste suerte en la llanura, prosiguió hacia la capital, donde al cabo de indecibles peripecias, cuyo relato ahorraré a mis lectores, llegó extenuada y flaca, con Higinio, Pedro Crisólogo y siete de los diez nativos que tiraban el carromato del tío Adriano (tres murieron en el camino o quizás prefirieron huir), pero con el ánimo entero. El rigor de su autoridad endosada por el látigo de Pedro Crisólogo muy pronto abatió al buenazo de Higinio, dejándolo reducido a un montoncito de incomprensión ante este mundo al que con tanta soltura había ingresado, donde los riesgos no eran sólo físicos —hubiera sido fácil tolerarlos— sino morales, para los que se encontraba totalmente desprovisto de preparación. Lo que más lo agobiaba era el cambio operado en Malvina durante el trayecto: ya no era veloutée, ya no era sombría, ya no era melancólica ni misteriosa. Saliendo de esa interesante envoltura se había tornado aguda, ácida, áspera, como si al traicionarla se hubiera apropiado de la dureza de Casilda para hacer posible con ella su hazaña de llegar a destino.

Al llegar pagó, según lo acordado, un fardo de oro a cada uno de los nativos que arrastraron el carromato, mandándolos que se hicieran humo para disponer de su botín. Malvina sabía muy bien lo que estaba haciendo porque desalentados, los pobres se lo restituirían, volviendo a su servicio al no encontrar oportunidad para venderlo más que a muy bajo precio: si bien los extranjeros estarían dispuestos a darle otro nombre al robo tratándose de una hija de los Ventura, se negarían a ensuciarse las manos con el robo de un puñado de nativos. Malvina se presentó, entonces, causando gran alboroto en ese ambiente de hombres, en el bar del Café de la Parroquia, a exponer su problema ante los extranjeros y también su proyecto para el futuro, ya que no sólo le interesaba disponer de los fardos robados según hemos visto, sino de los que se proponían seguir obteniendo con miras a una explotación conjunta en gran escala. Malvina alcanzó a decir pocas frases antes que los extranjeros, comprendiendo que hiciérase lo que se hiciera en relación a lo propuesto por esta muchacha tenía que hacerse en tan estricto secreto que ni siquiera se sospechara que sus manos andaban metidas en el asunto, la escamotearon, ostensiblemente para salvarla del revuelo causado por la presencia de una pequeña dama entre tanto comerciante borracho. Después de oír la exposición de su plan le compraron su oro a un precio más elevado que el que hubiera podido obtener Hermógenes porque les convenía sellar así una especie de componenda que deslumbrara de tal modo a Malvina que la estimulara a conseguirles más y más oro, que iría bajando de precio, y finalmente, y como premio de toda la intriga, la propiedad de las tierras que lo producían. Los extranjeros no tardaron en instalar a Malvina, cambiándole de nombre, de personalidad, de rango, de estilo, en una residencia como una bombonera extravagantemente modernista, desde donde comenzó a reinar sobre sus nativos y sobre los secuaces que éstos se procuraron entre los exlacayos que pululaban sin trabajo en los cafés del puerto.

Era necesario, sin embargo —según lo vieron los extranjeros— resolver un problema delicadísimo antes de dar un solo paso más: deshacerse de Higinio. Arrinconado, descontento, sin voz ni voto ni acceso al dormitorio de raso violeta que Malvina ocupaba con Pedro Crisólogo, engordaba y palidecía, inactivo, y deprimido por ya no saber quién era, sin siquiera tener fuerza para buscar una identidad en algún quehacer o diversión. Los extranjeros —que en otros casos no hubieran titubeado en llegar al asesinato— no lo hicieron porque si bien se corría el peligro de que a Higinio se le ocurriera venderse a quien le ofreciera cualquier importancia que lo inflara, se trataba, al fin y al cabo, de un Ventura, y ellos, en general, eran lo suficientemente astutos como para preferir que no se tocara a los vástagos de los poderosos. Fue Malvina —que sentía un grado mínimo de afecto por su primo, pero afecto al fin y al cabo— la que sugirió la idea del viaje. Y ella misma lo engolosinó con noticias sobre los halagos en el país de los extranjeros, convenciéndolo que Pedro Crisólogo anhelaba el privilegio de ir, pero que por su condición de nativo le era denegado, mientras que él, en cambio, aceptando la invitación, afirmaría su superioridad. Primo y prima se despidieron con un beso en la mejilla sobre el puente del bergantín que se llevó a Higinio a otras latitudes, dejando libre el campo para que Malvina cambiara, por decirlo así, definitivamente de piel: sólo de este modo iba a poder hacer lo que quería con su propia vida y la de su familia, porque ninguna presencia de su sangre le recordaría la necesidad de justificar sus procedimientos.

Cambiar de piel, para Malvina, resultaba cómodo porque jamás se sintió a sus anchas ni completamente dueña de la piel concedida por su familia. Libre de Higinio, no tardó en borrar toda huella de su clase, de su nombre e incluso de su edad por medio de afeites y manipulaciones expertas. E instalándose en el palacete del que todos se preguntaban qué podía estar transcurriendo detrás de sus vidrieras de colores, comenzó a exhibirse junto a Pedro Crisólogo en el paseo de las palmeras, donde éste se pavoneaba con sus pantalones demasiado ceñidos y con el torso desvergonzadamente expuesto bajo sus colgandijos de oro, como un saltimbanqui, blandiendo una fusta con empuñadura de pedrería. Tanto hombres como mujeres intentaban evitar que el descaro de la mirada negra de Pedro Crisólogo interceptara sus miradas, porque, aunque nada vergonzoso las cargara, hacía subir soflamas a todos los rostros. No: por cierto que no era elegante —así como la mujer que lo acompañaba lo era, exageradamente, mitológicamente, tanto que por serlo en demasía dejaba de serlo para transformarse en otra cosa—, pero resultaba imposible impedir que la curiosidad glotona quién sabe de qué satisfacciones los siguiera al verlos pasar. ¿Quiénes podrían ser? ¿De dónde salían? ¿Qué pretendían al hacerlos avergonzarse? ¿Cómo era posible que dos seres se envolvieran en un aura de lo informulablemente prohibido como estos dos, tanto que la gente no preguntaba a los extranjeros —los únicos con acceso a ellos— quiénes eran, para así no mancillar sus reputaciones al exhibir interés por una pareja tan espectacular, tan obscena?

Escondida dentro del lujoso caparazón de su nueva identidad, Malvina comenzó, entonces, a actuar. Compró burdeles y garitos por intermedio de Pedro Crisólogo, que los administraba a punta de fusta sin que ella tuviera más trabajo que llevar las cuentas y cobrar: sus arcas, bien pronto, y además del precio del oro recibido de los extranjeros, rebosaban de coronas multiplicadas. Fletó el carromoto del tío Adriano lleno de telas y abalorios, en que mandó a dos de sus nativos a Marulanda para que se noticiaran de lo que ocurría en la casa, en las minas, en el caserío. Volvieron, y volvieron a partir y a volver, trayendo noticias y llevando promesas y amenazas, produciendo la extrañísima situación que ahora me propongo narrar.

Una tarde, poco después de la partida de los Ventura, Adriano Gomara vio pintada en el muro color arancione de la terraza del sur su propia imagen barbuda acribillada de lanzas. Al instante hizo llamar a Mauro, por conocerle inclinación a tales desmanes. Pero le informaron que esa misma tarde, él, acompañado por Valerio, Teodora, Morgana y Casimiro, habían partido al caserío, jurando que se quedarían a vivir allí sin volver a la casa de campo mientras durara el presente estado de cosas.

Esa noche, enervado en el lecho que compartía con Wenceslao, Adriano escuchó los crótalos guerreros que llegaban del caserío, y desde las ventanas del dormitorio había visto arder fogatas. Se abrió con su hijo: creía que la retirada de Mauro y sus seguidores era una reacción contra su negativa de abrir las puertas de la casa a la muchedumbre que al extenderse la noticia de la huida de los Ventura había bajado desde las montañas azules, para que la ocuparan sin discriminación ni orden, tal —según le recordaba Mauro cada vez que discutían el punto— como les fue prometido en las arengas iniciales. Su retrato en el muro era una advertencia que era preciso no desoír: en el caserío Mauro podía estar calentando al populacho para caer sobre la casa de campo. No hay cambio sin sangre, solía repetir Mauro, y esa hecatombe se avecinaba. ¿Y si los dejara, por fin, entrar? ¿Cuál sería la actitud de los del piano nobile, de aquellos que, rodeando a Colomba, controlaban las reservas de alimentos que repletaban los sótanos? Si la muchedumbre invadía la casa —se lo había advertido Colomba misma— ella era capaz de inundar esos sótanos para que todos, incluso ellos, murieran de hambre. En el tenso silencio de su padre respirando junto a él en la oscuridad, Wenceslao pensó acariciarle la mano posada sobre la sábana, pero su impulso se marchitó al nacer, porque no sintió a su padre atormentado por la deliberación inteligente y por la pasión, sino confundido por encontrarse incapaz de dirimir sobre los puntos que él mismo, para comenzar, había planteado con falta total de esa modestia que es la forma excelsa del sentido de realidad. Más que dolorido por la contradicción entre el deseo del bien y los medios para alcanzarlo, según Wenceslao, preocupaba a su padre su propia imagen mancillada ahora en retratos acusadores garrapateados en los muros de la casa. Sólo mientras lo tuvieron encerrado, mientras fue maldito, mártir, mientras permaneció constreñido por la camisa de fuerza pareció ser una inspirada fuente de soluciones: ahora, en cambio, colocado dentro de una realidad precisa, todo era titubear, exigir apoyo y simpatía, admiración y alianza, fluctuando entre alarmantes soluciones extremas de autoritarismo y debilidad.

—Usted nos metió en este berenjenal —le espetó Melania cuando a raíz del cisma de Mauro acudió a conferenciar con los del piano nobile—. Usted, entonces, debe proponernos soluciones si quiere nuestro apoyo. ¿No es usted, acaso, el caudillo?

Yo no soy un caudillo. Jamás pretendí serlo. Los nativos creen en mí porque he sido un mártir, como ellos, de la familia Ventura. Por eso soy el único que puede exigir orden e impedir el desbande. Dame las llaves de las bodegas, Colomba.

¿Para qué me las pide si me las puede hacer quitar?

¿Y para qué quiere las llaves —la secundó Juvenal— si con un puñado de forajidos puede romper las puertas para entrar en las despensas? Que las pida es una fórmula que alguien que estuviera seguro de sus intenciones y su poder no necesitaría esgrimir.

Espera —le dijo Melania a Juvenal—. No lo insultes: a pesar de su baja extracción y de su desempeño incuestionablemente deslucido, es tío nuestro. ¿Estaría usted dispuesto a mantener a raya a los nativos?

Al levantarse al alba al día siguiente para ir a conferenciar con Mauro en el caserío, Adriano vio escrito en el muro del vestíbulo de la rosa de los vientos: NO TE DAREMOS LAS LLAVES PORQUE INTENTARáS TRAICIONARNOS. Iracundo, aprovechando el público insulto, reclutó a un puñado de nativos con quienes, comenzando por encerrar con llave en el piano nobile a los que allí vivían y custodiar sus posibles salidas, recorrió los sótanos y despensas, abriendo a machetazos las puertas, a hachazos las cadenas y candados, incendiando y golpeando, dejando los alimentos a disposición —como debía ser— de quienes los necesitaran. Al terminar su tarea escribió él mismo en el muro del vestíbulo de la rosa de los vientos, frente a la otra inscripción: NO NECESITAMOS LAS LLAVES PORQUE YA TENEMOS LOS ALIMENTOS. Durante todo un espantoso día las despensas quedaron abiertas. Los nativos y los niños, en tropel, las invadieron arrebatándose mantas y telas y golosinas innecesarias, volcando el precioso aceite para las lámparas y los sacos de harina que mezclada con el vino también volcado producía una masa rosada que se adhería a los pies. Comieron hasta hartarse, hasta vomitar, y se emborracharon. Sólo en la tarde, cuando Adriano se dio cuenta del desastre que en un día había mermado en tal forma las provisiones que iba a ser necesario racionarlas, destacó en la puerta de cada una de las despensas a guerreros desnudos, empenachados, portadores de lanzas, para que sólo dejaran entrar a quien tuviera salvoconducto para hacerlo. Pero siempre le daban entrada a familiares y amigos, de modo que, aunque disminuyó el gasto sin sentido, no cesó del todo. La casa, con esto, se transformó en una especie de cuartel, con grupos de nativos armados marchando por todas partes como si estuvieran preparándose para la acción. Temerosa de que algo grave estuviera a punto de suceder, Colomba solicitó hablar con Adriano, que acudió a visitarla en el lujoso encierro del piano nobile. Ella le dijo:

—Estamos de acuerdo en compartir y en convivir, hasta cierto punto, con los nativos, a condición de que usted permita que yo, que tengo verdadera experiencia en estas cosas, administre los alimentos austeramente de modo que todos podamos sobrevivir hasta ser capaces de producir alimentos suficientes.

Adriano, en principio —después, en la noche, le confió a Wenceslao que esto era sólo para comenzar; más tarde sobrevendrían los verdaderos cambios—, aceptó la propuesta de Colomba. Las cocinas, entonces, comenzaron a funcionar de nuevo bajo sus órdenes. Pululaban nativas revolviendo enormes ollas llenas de los productos de sus huertos: con sus cuencos en la mano, sentados en fila en la tierra del patio del mercado, o en el parque donde algunas familias habían erigido chozas, esperaban que Colomba, Zoé, y Aglaée, sudorosas pero contentas de manejar el cucharón, se los llenaran.

Hasta la choza del caserío donde Mauro vivía con una muchacha nativa llegó la noticia de que los del piano nobile no sólo habían sido puestos en libertad sino que administraban los alimentos. Fue el detonador para su rebeldía, y con hordas de guerreros armados, por el momento sólo para amedrentar, seguidos de una muchedumbre vociferante, invadieron la casa de campo, instalándose en las habitaciones y las salas: cientos de familias con sus animales y sus hijos ansiosos, iluminados, hacinándose malolientes y sin saber cómo servirse de las comodidades, cocinando sobre los parquets y los mármoles del suelo, tiznando los muros con el humo y los rincones con sus heces, arrancando puertas de sándalo con el fin de hacerlas astillas para el fuego porque eso era más fácil que bajar hasta el parque para traer leña, e instalando sus industrias en las salas.

La mayoría de los primos, entretanto, seguía su vida normal en el desorden provocado por la invasión de nativos. Los tres ajedrecistas pasaban el día jugando ajedrez, como en los mejores tiempos, ahora sin fiscalizaciones, enseñando el juego a una muchacha nativa que se interesó y la incorporaron al grupo. Las niñas más pequeñas —menos Zoé, el recalcitrante Monstruo de Mongolia— aprendieron a manejar extraños juguetes autóctonos que jamás habían visto y a tocar flautas de hueso o caña, o enredaban a los trabajadores que intentaban convertir el parque en un vergel que los alimentaría a todos. Y mientras Mauro se dejaba anegar por el desorden, Adriano, abstraído por ciertos planes de los que sólo Wenceslao y Francisco de Asís, el gigantón que vivía con Cordelia, estaban enterados, desatendía los modestos quehaceres de la producción buscando resolver los problemas desde esferas más altas.

Es aquí donde mi narrativa empalma con la historia de Malvina, que antes estaba contando. Y específicamente con la anécdota de aquellos emperifollados nativos, con oro en los dientes, corbatas carmesí y diamantes en las orejas que regresaron a Marulanda en el carromato cargado de mercancías. Una noche, antes de llegar al caserío, estos buhoneros se hicieron prender por Francisco de Asís y su piquete de bravos. Después de incautarse de su inútil cargamento de abalorios, Adriano quiso saber quiénes eran. Cuando murmuraron en su oído el nombre de Malvina, él, Francisco de Asís y Wenceslao se los llevaron en el más estricto secreto al patio del mercado para conferenciar con ellos sin que nadie, ni los del piano nobile ni los exaltados que rodeaban a Mauro, se enteraran. Sí, asintió Adriano. Le convenía este contacto con Malvina. Estaba de acuerdo en establecer un nuevo comercio entre él, a través de Malvina, con el mercado mundial. Los buhoneros regresaron a la capital con el siguiente mensaje de Adriano para su querida sobrina Malvina: en Marulanda se empezaba a pasar miserias casi intolerables, si no se hacía algo las cosas iban a empeorar; las minas estaban abandonadas porque, al darse cuenta que la ausencia de los Ventura cerraba los mercados de oro, los nativos, como es natural, se negaron a trabajar, descendiendo a la llanura para implantar su hambre en esas escuálidas tierras; si él, sin embargo, podía obtener por adelantado ciertas cosas que ya faltaban para trocarlas por los fardos de oro —aceite para las lámparas, velas, harina, azúcar, mantas para el invierno, telas—, sería fácil echar a andar las minas otra vez y después pagar los productos con el oro producido. En espera de la respuesta a su solicitud de crédito los nativos regresarían para laminar el oro en las montañas azules, metal que ahora iba a pertenecerles a ellos gracias a la intervención directa de Malvina como agente de los productores.

Al cabo de un tiempo los buhoneros regresaron a Marulanda con el carromato atestado con los encargos de Adriano, y volvieron a partir con sus vehículos cargados de fardos de oro, acompañados por los fervorosos votos de toda la población para que tuvieran buen viaje. Los nativos, entusiasmados con la esperanza de que el fruto de su trabajo fuera a ser vendido a buen precio en la capital, no se preocuparon de preguntar en qué condiciones se entregó ese oro, ni averiguaron qué cambios podía hacer fluctuar estas condiciones. Sólo los del piano nobile, que refinaban, mediante su cotidiano jugar a La Marquesa Salió A Las Cinco, la vocación de intriga que animaba a ese grupo, olieron en la atmósfera algo desazonante, que sería desazonante sólo mientras ellos no lo supieran y no lo controlaran. Zoé era la espía. Con sus pies planos, sus carnes fláccidas, su boca babosa, el Monstruo de Mongolia sólo reaccionaba impulsada por su odio a los antropófagos, y como corolario, su odio a los nativos, a Adriano y a todos los que no fueran del piano nobile. Una noche, mientras después del segundo viaje los buhoneros se preparaban para partir sin cargar el oro, Zoé sorprendió una conversación entre Adriano, Wenceslao, Francisco de Asís y los dos nativos de corbatas carmesí. Quedó claro que regresaban a la capital sin los fardos porque Malvina, de acuerdo con casi todos los puntos del mensaje de Adriano, se negaba a pagar el precio solicitado, alegando que ahora, con métodos modernos, se producía lo mismo a bajo precio en otras regiones. Zoé corrió a contar lo oído en una especie de espontánea reunión de las personalidades de su grupo. Era claro, concluyeron, que Adriano se estaba haciendo el fuerte para obtener mejor precio. Malvina quedaría muy disgustada al no recibir el oro al precio que ella proponía y probablemente tendría que transar, dándole a Adriano un precio cercano al que pedía, con lo que todos sus odiosos proyectos de igualación en Marulanda podrían realizarse. Era necesario evitarlo. Era urgente impedir de aquí en adelante todo contacto entre Adriano y Malvina. Juvenal, de pronto, se irguió, encarando a Melania y Aglaée:

—La solución está en manos de ustedes, queridas primitas, que serán las heroínas de esta trágica jornada.

—¿En las nuestras, dices?

—Sí —prosiguió Juvenal—, este contubernio entre el tío Adriano y Malvina tiene que ser impedido a toda costa.

—¿Pero por qué nosotras?

—Sí. ¿Cómo?

—Que ustedes dos se entreguen a ellos. Se sabe de sobra… ¡no lo voy a saber yo, toda una Marquesa!… que una de las características de esta raza inferior es que su odio por nosotros se encarna en su codicia por nuestras mujeres. ¡Darían cualquier cosa por la sublime experiencia de hacer el amor con una de nuestra raza…!

—¡Horror! —exclamó Melania dejando caer su frente alabastrina sobre su mano crispada en la mesa.

—¡Qué sacrificio nos pides! —lloró Aglaée, desplomándose en la alfombra y ocultando su rostro lloroso en el regazo de su hermana mayor.

Al verlas, Zoé, enfurecida las arengó:

—¡Estúpidas! ¡Cobardes! ¿No se dan cuenta que todo esto no es más que una confabulación entre esos ladrones de mala cuna, el tío y esa bastarda sinvergüenza? ¡Cobardes, una y mil veces cobardes! Si yo tuviera la edad de ustedes en vez de los siete años que tengo y por lo tanto no soy apetecible para nadie salvo para un degenerado, que dudo que estos salvajes lo sean porque carecen del refinamiento necesario, yo no titubearía en entregarme no una, sino mil veces para defender lo nuestro. ¡Ah, si yo tuviera tus tetas y tus nalgas, Melania; si tuviera tus lindos brazos y tus ojos de cervatillo, Aglaée, las cosas que haría…!

No había tiempo que perder porque, según dijo Zoé, cuando los oyó, los buhoneros estaban enganchando los caballos previo a entrar a comer algo y partir.

Los demás, conduciendo a Melania y Aglaée por los pasillos oscuros hacia el despacho del tío Hermógenes, hubieran querido entonar esos salmos que entonaban los antiguos al conducir a las doncellas al sacrificio. Oyeron voces en el despacho: Adriano, Wenceslao y Francisco de Asís conferenciando. Mientras esperaban que salieran, Juvenal ocultó a su grupo en una habitación contigua y aleccionó a sus primas: promesas, muchas promesas y no separarse una de la otra para no tener que cumplirlas; seducirlos para que las siguieran hacia arriba, hacia el salón de baile donde Aglaée debía seducirlos con el arpa y Melania con una mazurca que los enardecería; pero resistir, aplazar el premio, que para eso durante generaciones se había entrenado a las mujeres de la familia, Melania con sus hoyuelos, Aglaée con sus pestañas gachas, hasta que los que se quedaran trabajando abajo, una vez cumplida la tarea, volvieran a rescatarlas. Cayendo sobre los facinerosos, los encerrarían en una de las mansardas.

Cesaron las voces en el antiguo despacho. Oyeron pasar a Adriano, a Wenceslao, a Francisco de Asís y esperaron que se alejaran sus pasos para entrar: empujaron a las dos muchachas hasta el centro de las tinieblas y ellos se ocultaron en un rincón desde el que se veía, a través de los barrotes de la ventanilla, a los dos nativos de Malvina dándole los últimos toques al carromato en el patio del mercado. Melania y Aglaée avanzaron hasta la ventanilla, corrieron los barrotes que encontraron sin candado: se abrazaron y besaron, y después de decirse que con seguridad ésta era la última vez que se abrazaban tal como habían nacido pero que estaban dispuestas a todo con tal de echar por tierra los siniestros designios de Malvina y del tío Adriano, apretando sus crinolinas para caber, salieron una en pos de la otra por la ventanilla, acercándose cimbreantes a los nativos, que al verlas abandonaron su trabajo.

Desde la oscuridad del despacho los demás se quedaron observando a Melania y a Aglaée que se contoneaban y reían allá afuera, junto a los caballos de los buhoneros. Cuando vieron acercarse a los cuatro de vuelta a la ventanilla, los otros se escondieron, dejándolos salir y perderse escaleras arriba antes de comenzar su parte del trabajo: primero que nada soltaron a los caballos, arreándolos para que se perdieran en la llanura, y la casa, de nuevo, quedara aislada, como debía ser porque sus padres así dispusieron que quedara hasta su regreso. Arrastrando el carromato a las caballerizas, donde por falta de vehículos y animales de tracción ya nadie entraba, lo sepultaron bajo montones de paja donde sería dificilísimo encontrarlo. Tardaron tanto en esta agotadora operación que cuando subieron, finalmente, al amanecer al salón de baile para rescatar a Melania y Aglaée, éstas tenían el aire de no haber sido capaces de resistir el ímpetu de los antropófagos disfrazados de buhoneros. Cayeron sobre éstos. Los maniataron y amordazaron. Los llevaron, como estaba proyectado, a encerrarlos en la mansarda más recóndita, donde nadie los podía oír, y sin buhoneros y sin huella del carromato, era como si hubieran partido llenos de mensajes a parlamentar con Malvina sobre los altos precios que exigían los productores del oro laminado a mano.

Durante la supuesta ausencia de los buhoneros comenzó un período de grandes trabajos en Marulanda en espera de las dádivas de su regreso. Los nativos que volvieron a las minas produjeron rápido y en abundancia —es preferible no extenderse sobre la calidad— con el incentivo del mercado que de nuevo se abría: las lejanías de la llanura, con esto, parecieron haber resucitado, resonando con el ulular repetido por los nativos desnudos que llegaban a la casa de campo portando fardos y más fardos de oro. En la balanza del tío Hermógenes instalada entre los desvencijados muebles de mimbre blanco de la terraza del sur, transformada ahora en lugar de trabajo, Adriano con sus ayudantes pesaba los fardos marcando con tinta violeta en su superficie no un número, como antes, sino el nombre de quien lo traía, y después de inscribir peso y nombre en un librote parecido al de Casilda sólo que recién estrenado, lo almacenaban no en secretas bóvedas sino donde todos quedaran edificados con la visión del fruto del trabajo: en la galería de las mesas de malaquita y en la biblioteca. Niños y nativos, guerreros y cocineras, músicos y artesanos circulaban atareadísimos por todas partes, como si la casa fuera una factoría.

Confundida con ellos circulaba la figura cotidiana pero señera —padre, confesor, guía, inspirador— aunque accesible a todos ellos salvo que más sabio, de Adriano Gomara. Los labradores cavaron en el parque acequias nuevas y plantaron frutales, que con el inmejorable clima de Marulanda madurarían en poco tiempo. Ya nadie pintaba letreros en los muros. No necesitaban hacerlo porque durante un tiempo la población entera —menos los del piano nobile, que rara vez salían de su guarida de modo que pronto los demás los olvidaron— comenzó a abrigar la esperanza de que todo, por fin, anduviera bien.

Wenceslao, atento, sin tarea fija más que la de observar porque la desilusión le impedía exponerse a recibir órdenes de su padre que en conciencia no podía ejecutar, se daba cuenta de que a medida que se iba extendiendo el tiempo de la ausencia de los buhoneros su padre se iba desintegrando. Y su espera histérica de ese regreso chamuscó la fe de su hijo en él como agente del cambio mediante la cordura, ya que por mucha ayuda que trajeran los buhoneros era sólo una ayuda, solución a los problemas momentáneos que no consultaba la solución al problema mayor de qué se iba a hacer cuando regresaran los Ventura con todo el poderío de sus coches y sus sirvientes. No. No. Los proyectos, las inquietudes, las esperanzas de su padre eran todo parches.

No sólo Wenceslao se inquietaba. Para Mauro todo el asunto de los buhoneros no era más que una componenda a la que él y los suyos se negaban a sumarse. Y en este compás de espera recorría el parque y la casa con sus hombres como si oliera algo, rastreando, rebelde a toda acción cuya estructura no estuviera impuesta por sus propios proyectos, preparándose para la acción que no sabía cuándo, ni contra qué, exactamente se produciría.

Una buena tarde, al subir a revisar las mansardas para tomar nota del espacio aún disponible para instalar a cierto número de familias recién llegadas, descubrió a los dos buhoneros maniatados y amordazados, a los cuales los del piano nobile traían, ellos mismos explicaron, algo de comer de cuando en cuando. Mauro, al instante, corrió con la noticia donde Adriano porque podía considerarse como un triunfo de sus posiciones ya que exhibía los nefastos métodos del piano nobile. ¿Valía la pena preguntarse o preguntarles quién lo había hecho? ¿Y para qué y por qué? ¿No echaba esto por tierra todos sus planes? ¿No significaba que jamás hubo esperanzas de nada con los tales buhoneros, que todo fue un humillante espejismo? Encontraron, también, el carromato arrumbado en el patio del mercado. Y enfrentando a Adriano Gomara con la jaula de su locura que era la misma que la jaula de sus esperanzas, le dijo de frente que si quería acción positiva tenía que ser él mismo quien viajara en el carromato con los buhoneros a la capital no sólo para parlamentar con Malvina, sino con el fin de buscar gente idónea para que lo apoyara. Adriano respondió:

—Quisiera ir pero no puedo. Estoy fuera de la ley. La justicia me considera criminal, y sólo porque la familia Ventura me disfrazó de loco para salvar su reputación hasta ahora no he caído en sus manos. Soy peligroso como uno de esos antropófagos que penan sus imaginaciones. Tengo que desarrollar mi labor oculto, aquí, en Marulanda.

Contra las órdenes de su tío Adriano, contra las argumentaciones de Wenceslao, contra las razones de Francisco de Asís y los ruegos de Cordelia que veía sobrevenir el caos justo cuando iba a dar a luz, Mauro tomó prisioneros a los del piano nobile y los encerró en la choza más miserable del caserío, obligándolos a trabajar de sol a sol en las huertas, las frentes alabastrinas ahora tan quemadas como las de los nativos, las manos roñosas y llagadas, los músculos doloridos, volviéndolos a encerrar al anochecer. Adriano ya no sabía cómo dominar a las familias que, acudiendo a solicitar amparo en la casa de campo, se hacinaban allí. ¿Cómo satisfacer sus modestas pero múltiples demandas, cómo procurarse los alimentos que escaseaban cada día más? ¿Cómo neutralizar la influencia de Mauro que, exaltado y confuso, se paseaba entre ellos predicándoles que no toleraran esta situación, que exigieran más y más, ahora mismo, porque tenían derecho a hacerlo ya que ellos y sus antepasados eran los verdaderos dueños del oro con que se construyó la mansión?

Malvina no volvió a mandar emisarios: sabía todo lo que necesitaba saber sobre la inestabilidad de la casa de campo, que siguiendo el previsto proceso de deterioro, se iría haciendo cada vez peor. Y con impaciencia esperaba el regreso de los Ventura para llevar a cabo el proyecto que no sólo la enriquecería a ella y a sus socios, sino que destruyéndola, arrebatándole la realidad de su poder y colocándolo en otras manos, se vengaría de las humillaciones infligidas por su familia.

3

Era una de las mañanas de sol más espléndidas del verano, como si los hados, siempre tan propicios para los Ventura, la hubieran montado expresamente para procurarles placer: transparente, tranquila, no demasiado calurosa pese a lo avanzado de la estación, y la llanura ya no blanca de platino sino nevada por la docilidad de los copos maduros que se extendían hasta el horizonte, según le señalaba Hermógenes con el brazo extendido a la extranjera que, no obstante la protección de sus tules y su sombrilla forrada de verde, escrudriñaba el gran espacio con los ojos fruncidos, quejándose que la resolana aquí era mucho más hiriente que en su país.

Detrás de ellos, alborozados, bajaban los demás Ventura rodeando a sus amigos, regocijándose con ellos ante la perspectiva de una jornada tal vez tan memorable como la del paseo anterior. Poco les había costado —como corresponde a personas civilizadas— ponerse de acuerdo: harían un picnic junto a la laguna de arena nacarada que Celeste —ausente con Olegario terminando su toilette; pronto bajaría a reunírseles— llamaba con tanta propiedad Cythère; y después del almuerzo, quizás incluso después de una breve siesta, los hombres partirían hacia las minas, recogiendo a sus esposas al atardecer para regresar juntos a la casa de campo.

Al aproximarse a los coches detenidos ante la reja los acogió no el desagradable olor a bestias esperándolos inmóviles desde la mañana, sino el refinado olor, tan inglés, de cuero, cuero de arneses y de asientos, porque en cuanto un corcel terminaba sus funciones orgánicas las limpiaba un caballerizo entrenado para hacerlo. Los criados habían pasado la noche en vela preparándolo todo bajo las órdenes del infatigable Mayordomo. Lidia les había impartido instrucciones para que tanto el cocaví como la utilería del paseo estuvieran dispuestos y ordenados en los coches desde el amanecer de modo que, una vez que los sirvientes ocuparan sus puestos obedeciendo las disposiciones de Anselmo y Terencio que los comprobaban retrocediendo por la fila de vehículos que se perdía detrás de las caballerizas, bastara un chasquido de los dedos de Hermógenes para que la cabalgata se pusiera en marcha y comenzara a internarse en la llanura. Piafaban, inquietos, los caballos pateando el suelo; restallaban las fustas, los rebenques, rechinaban las portezuelas. El grupo de damas, y caballeros charlaban amenamente junto a los primeros coches antes de subir. Éstos permanecían vacíos, exceptuando, claro, a los cocheros y a los mozos ya listos en casi todos los pescantes: dos amplios landaux, la berlina color rana de Malvina, un par de victorias, y una mazacotuda carroza cerrada por cristaleras y cortinillas de felpa en la que viajaría Adelaida porque temía al traicionero sol de esta época del año. Y la larga, interminable cola de coches ordenados en seguida de éstos, atestados de bultos, municiones, comida, sirvientes, donde se divisaban en primerísima y ansiosa fila los bigotitos tiritones del Chef como proclamando con su presencia que si bien en este momento su papel era deslucido frente al del Mayordomo y al del Caballerizo, a la hora de comer, dentro de poco, él sería la estrella incuestionable.

Mientras charlaba con el grupo de elegantes viajeros junto al landau de la cabeza, con una insignificante pero autoritaria señal del dedo, Hermógenes mandó al Mayordomo que subiera al pescante del primer coche. Éste obedeció, instalándose allí con los brazos cruzados sobre su recamada pechera y con la vista fija ante él. Cuando Hermógenes se dio vuelta para invitar a la extranjera, que según la etiqueta familiar debía presidir el primer coche, ésta, por timidez o tal vez por ignorancia de ciertos refinamientos del trato, se escabulló, yendo a instalarse con su hijo rubio y con Melania en el segundo coche, una estupenda victoria con al capota enarbolada como una concha. Aunque nada de esto correspondía a sus planes, Hermógenes prefirió aceptarlo antes que enredarse en explicaciones y perder el tiempo en cambios, y se dio vuelta para disponer, entonces, de las plazas del primer coche que la extranjera había dejado vacías: pero vio que no estaban vacías, que ya las ocupaban los dos extranjeros mayores y Malvina, lo que no dejaba de tener cierto sentido por ser los más importantes, junto a los que él, naturalmente, en cuanto terminara de reestructurar la política de los asientos, se acomodaría invitando tal vez a Berenice para alivianar el ambiente con su charla insulsa. Pero cuando se volvió para buscar a su cuñada, sus ojos tropezaron con el tercer coche, la berlina color rana de Malvina, ya ocupada por su obsceno, su incomprensible, su injustificable compañero —sobre el que por el momento prefería no meditar— instalado allí, durmiendo como si nada de lo que ocurría saliera en absoluto de lo previsto. Y sin necesidad de la señal de Hermógenes, con las espontaneidad brutal de lo que está dispuesto y compuesto desde hace mucho, mucho tiempo, saltó un cochero al pescante junto al Mayordomo, agarró las riendas, azotó a los bayos, y el landau arrancó a toda carrera mientras los Ventura, sólo levemente sorprendidos al principio, se retiraban un poco para dejarlo pasar sin que estropeara sus espléndidas vestiduras de excursión.

No fueron ellos, por cierto, los únicos sorprendidos: estoy seguro que mis lectores, extrañadísimos, se estarán preguntando por qué hice saltar a un cochero desconocido y no a Juan Pérez, como otras veces en mi relato, al pescante junto al Mayordomo. No lo hice porque en ese mismo momento nuestro villano, desde la ventana del dormitorio de Balbina, atenazado entre los musculosos brazos de su hermano Agapito, presenció el arranque del primer coche, pateando, mordiendo, tratando desesperadamente, innoblemente, de desasirse. La noche de Juan Pérez había sido agotadora, deambulando por cuartos y pasillos, sin proyecto ni dirección, buscando a Agapito con una vaga intención de matarlo. Al alba, finalmente, cuando la luz blanca de las gramíneas de afuera se filtraba por los intersticios transformando los volúmenes de los muebles y las aristas de las puertas en bosquejos, los dos hermanos se encontraron en la habitación de Balbina, de donde Agapito no había salido desde que llegó. No fue cuestión de pelear: Agapito, que esperaba a Juan Pérez —pero esperaba una entrada violenta, triunfadora, seguido de un piquete de forajidos, no convertido en este guiñapo solitario que se autofagocitaba sin misericordia— saltó sobre él y lo aprisionó, diciéndole que su venganza sería condenarlo a no ir al paseo de los poderosos sino hacerlo permanecer en el infierno de la casa de campo, compartiéndola con los vencidos y los acreedores de conmiseración. Así, atenazado, lo acercó a la ventana y dominándolo con una mano alzó la cortina con la otra para que viera lo que transcurría abajo: al ver arrancar el primer carruaje, comprendiendo lo que sucedía, lanzó un alarido tan salvaje como si le descuajaran ese órgano que tenía en lugar de corazón. Agapito lo soltó porque al sentirlo tan dolorido no fue capaz de completar su venganza y Juan Pérez corrió escaleras abajo aullando que no se fueran, que lo esperaran, cruzando los salones a toda carrera hasta salir a la terraza bramando que no se fueran sin él, saltando balaustradas y pavos reales, evónimos calcinados y acequias, cayendo y volviendo a levantarse hasta llegar afuera de la reja cuando ya habían pasado todos los coches nobles de la cabecera casi vacíos, y se perdían entre remolinos de tierra y vilanos en dirección a la llanura. Los señores, que ya habían tenido unos minutos para darse cuenta que traicionados por una fuerza con la que no habían sabido contar, se agarraban de los coches, chillando, desharrapados, rotos los vestidos y abandonados los sombreros, las manos sangrantes, sus rostros pateados por las botas de los sirvientes rechazándolos desde los veloces coches serviles que antes desdeñaban, sus coyunturas machacadas por las culatas de los rifles para que soltaran aquello a lo que lograban prenderse un segundo, y caían esas muñecas efímeras con los rostros manchados por contusiones y tierra y con los bucles revueltos, esos maniquíes cuyas voces arrulladoras ahora gritaban ásperas imprecaciones, Eulalia rodando por el barro, Hermógenes con la cara ensangrentada por una patada, Adelaida derribada sobre bostas tratando de reunir el detritus de la dignidad para incorporarse, mientras junto a ellos pasaban los coches estruendosos llenos de criados vociferando respuestas soeces a las imploraciones que sus gargantas, ásperas de polvo, secas de sed, atascadas de vilanos. Ya eran incapaces de formular, sólo de gemir, sólo de sollozar, sólo de rogar, hasta que pasó el último vehículo —una miserable carretela atestada de pinches de cocina absurdamente jóvenes que canturreaban, tal vez con la intención de burlarse de ellos—, y Silvestre acezando, y Hermógenes ensangrentado, y Terencio cojeando, y Berenice y Lidia corrieron en pos de la carretela implorando a los impúberes pinches de cocina que estaban enterados de algo que ellos no sabían y pertenecían a una conjura que a ellos los excluía, prometiéndoles oro, objetos, libertad, poder, que se estaban dando cuenta en ese momento mismo que acababan de perder definitivamente, hasta que la innoble silueta del último carricoche se perdió en el polvo veraniego que los estaba ahogando y que con seguridad terminaría por tragárselos también a ellos.

Al cabo de un rato, los que siguieron a los coches retornaron anonadados, como espectros, a reunirse con los derribados o los sentados en tierra, que no comprendían, como antes, cuando se sabían con derecho a comprenderlo todo y a definir al instante cualquier situación según sus propios parámetros. Pero pronto percibieron que, desde el litoral de esta marea de polvo que parecía que no iba a asentarse jamás porque se hallaba suspendida en la atmósfera por leyes autónomas, los iban cercando figuras embozadas por la polvareda: de momento no las identificaron, aunque poco a poco, lentamente, fueron avanzando hasta formar un círculo en torno a los Ventura. Estos fantasmas los rodeaban como si fueran bestias dañinas que es necesario acorralar para destruir cruelmente ahora que se encontraban débiles y desvalidos, sin siquiera comprender los castigos que los hados, siempre favorables, ahora les estaban dejando caer encima.

Pronto se dieron cuenta, sin embargo, que las figuras semiaparecidas no eran patibularias, ni traían intenciones que en esencia fueran hostiles. Para empezar, y aunque no supieran precisar qué en ellas los delataba, se trataba de figuras tan desvalidas, o más que ellos mismos: los niños de Marulanda, en silencio, se atrevían por fin a acercarse a sus padres sin necesidad de ser convocados mediante un ritual. La neblina y el polvo todavía homogeneizaba sus figuras, pero sus facciones estaban dotadas sólo de una perturbadora fijeza en los ojos, que fue lo primero que traspasó la cortina de niebla. Avanzaron hacia sus padres buscando cada cual al suyo entre los cuerpos caídos en la tierra, como después de una batalla se busca entre los rostros igualados por la muerte algún detalle que identifique a un ser querido. Inclinándose sobre ellos se atrevían a tocarles apenas un bucle para despejar un rostro, limpiar un tizne para reconocer el gesto de una boca, enjugar unas gotas de sangre para aliviar, recogiendo una sombrilla averiada para restituir con ella a su dueña cierto grado de entereza, una redecilla inútil que contenía quizás un pañuelo perfumado o sales, un bastón roto por las ruedas de un coche. La polvareda aún difuminaba la luz del sol sin hacerla menos brutal: se estrechaban tanto las pupilas, que la gran llanura, el espectro de la gran casa y de la reja de las lanzas y de los restos del parque, y las figuras cojeando o derribadas que lloriqueaban enceguecidas por las lesiones y el agotamiento producido por el desastre ocurrido en los últimos minutos, parecía todo inscrito dentro de un marco diminuto y sin profundidad.

Por último, los niños ayudaron a quien lo necesitara a ponerse en pie. Mudos, apoyando a sus progenitores, los ayudaron a moverse para salir de la horrorosa polvareda y buscar refugio en la casa donde debían encontrar alivio.