1
Supongamos que la siguiente entrevista tuvo —o hubiera podido tener— lugar:
Una mañana voy caminando muy de prisa por una calle del puerto en dirección al despacho de mi agente literario, con la versión definitiva de casa de campo finalmente bajo el brazo. Me acosan, como suele suceder en estos trances, las dudas, la inseguridad, o lo que es aún más doloroso, la esperanza. Con mi ánimo iluminado por este último sentimiento, veo avanzar por mi vereda la figura bamboleante de un caballero que reconozco: pese a su gordura —o a causa de ella—, Silvestre Ventura se acerca con el paso peligrosamente ingrávido de alguien recién salido de la penumbra de un bar donde ha pasado demasiado, y demasiado agradable tiempo, o como si le dolieran los pies demasiado delicados para sostener esa humanidad que se ha hecho gigantesca y resoplante: y sin embargo, no lo puedo negar, conserva algo de flair, de estilo, manifestado en el color desenfadadamente juvenil de su corbata, en el centímetro de más de pañuelo blanco agitándose marineramente en el bolsillo de su pecho. Sí, lo reconozco en cuanto dobla la esquina. Esto —digamos sucede, o podía haber sucedido, justo en este punto del desarrollo de esta novela; de modo que, pese a que parezca una interpolación de otro mundo, ruego a mis lectores que tengan paciencia durante unas páginas y las lean hasta el final.
—¡Hola, viejito! —exclama Silvestre Ventura, palmoteándome la espalda—. ¡Gustazo de verte después de tanto tiempo! ¿Dónde andabai que andabai perdido?
—¿Cómo estái? ¿Y la señora…? ¿Con quién fue que te casaste?… Ah, sí, los conozco, son medios parientes de la Berenice. ¿Así que te ha ido bien? ¡Qué bueno, hombre! A ver, acompáñame un rato, que uno ya no te merece y hay que celebrar. Yo iba donde mi hermano Hermógenes que me llamó, no sé qué putas querrá decirme a esta hora de la mañana. Ya, viejo, no seái tan rogao, si no tenis na mejor que hacer, asique pa qué estái con huevás, vamos no más…
—¿Quién va a estar esperando un manuscrito con urgencia? ¿Urgencia pa qué? No seái ridículo con tus huevás de manuscritos, ya, vamos, mira que más allacito hay un bar…
No comprendo por qué Silvestre insiste que lo acompañe: hasta ahora nuestras relaciones han sido estrictamente profesionales, del creador al creado, con la consabida tiranía del segundo sobre el primero, de modo que no le tengo la menor simpatía. Pero me agarra del brazo —los Ventura son capaces de hacer cambiar el rumbo a un trasatlántico en alta mar si les conviene o les divierte—, y riendo triunfal me obliga a acompañarlo. Noto que a esta hora de la mañana Silvestre ventura ya tiene el aliento ácido del alcohol, un tufo trasnochado, denso y podrido; y que pese a su elegancia —que ahora, con más tiempo para examinarla, no me parece tan admirable— su camisa está sucia y su chaqueta arrugada, como si hubiera dormido sin desvestirse. Al percibir que me he dado cuenta, explica:
—¡La farrita de anoche…! ¡A estos gringos calientes no se les ha visto el fin…! ¡Yo ya me estoy poniendo viejo para estos trotes! ¡No veo la hora que mi chiquillo mayor, Mauro, no sé si lo conoces, crezca para que se haga cargo de mis asuntos! Pero te diré que me ha salido medio raro, dice que va a estudiar ingeniería y anda como enojado todo el tiempo, como si nosotros, y sus mayores, fuéramos unos huevones. ¡Qué critica él, mocoso de mierda, que anda enamorado de la Melania, esa mosquita muerta que ya tiene hechuras de puta, no me digái que no, o por lo menos harto caliente ha de ser esa cabra!
Hemos entrado a un bar con el aserrín nuevo del piso aún sin hollar. Un inmundo gato blanco con algún antepasado de Angora dormita sobre las servilletas encima del mostrador porque no hay nadie en el recinto, ni siquiera los mozos, que no han llegado aún para servir: sólo está la patrona esperándolos furiosa detrás del bierstücke, pechugona, vestida de seda floreada y esa seda cubierta con un delantal floreado que desentona con el otro, concentrando su furia en un enigmático tejido que parece ser un chaleco destinado a un pulpo, tantos brazos tiene. Pedimos dos bocks que nosotros mismos llevamos a la mesa de madera relavada, donde nos acomodamos. Silvestre —para componer el cuerpo según me asegura— toma un prolongado sorbo de cerveza en el que se propone ingurgitar el reflejo de mi persona con mi manuscrito defensivamente apretado contra mi pecho. Luego se limpia la boca con el dorso de la mano y al comprobar que la mano le queda mojada se la seca con el pañuelo. Quedamos mirándonos: Silvestre Ventura y yo no tenemos absolutamente nada que decirnos. No comprendo su pegajosa insistencia para que lo acompañe. Por la inquietud en sus ojos amarillentos como dos botones capitonés en su cara manchada y fláccida con un colchón de hospedería, veo que él también descubre que no tiene nada que decirme: insistir que lo acompañe no es más que obedecer a un tropismo de sociabilidad que en absoluto indica ni afecto ni interés, sólo una especie de horror vacui, que es necesario llenar aunque sea con compañía indiferente y con palabras descoloridas. Como si por fin hubiera descubierto un tema que abordar conmigo, me pregunta:
—Oye, ¿y cómo te ha ido con tus libritos?
—¡Me alegro, viejo, me alegro, para que aprendan! ¿Y estái ganando harta platita?
—¡Claro! Es que ustedes escriben tanta huevá onírica difícil de entender que uno, que tiene tanto trabajo, no tiene tiempo más que para leer el diario y a veces, como gran cosa, algo entretenido…
Estoy a punto de esgrimir la idea de que la gente se entretiene sólo con aquello con que es capaz de entretenerse. Pero me doy cuenta que Silvestre no me oirá. Tararea algo residual de la fiesta de anoche y apura el resto del bock. Me doy cuenta que ahora quiere partir. Yo lo detengo: ahora soy yo el que no quiere que se vaya. Al fin y al cabo he escrito 600 folios sobre ellos, los Ventura, lo que algún derecho me da. Le cuento que el manuscrito que llevo debajo del brazo trata, justamente, temas relacionados con su familia. Esto parece interesarle; no, más bien divertirlo. Dudoso todavía, me pregunta:
—¿No te habrái metido en cuestiones de genealogía, que a nadie le importan más que a los siúticos y a los maricones?
Le aseguro que no: lo que he hecho es sólo novelar aspectos sugeridos por su familia. Silvestre se ríe. Me asegura que estoy loco, que los Ventura son gente perfectamente normal que nada tiene de novelable: él, por ejemplo, me dice, es un caballero bueno para el trago, como tantos otros, pillo pero no sinvergüenza para los negocios, que ayuda a su hermano Hermógenes a hacer otros negocios más importantes… y que la Lidia es una viaja avara y mezquina, sí, eso sí que lo puedo decir en mi libro si quiero, eso sí que es novelable porque la Lidia es el colmo, de novela, sí, sí, para contarlo y no creerlo. Lo detengo. ¿Para qué seguir? Insiste en que todo lo que me dice puede ser verdad, pero sin embargo es distinto. Le propongo, como demostración, leerle unas páginas. Da un respingo, se excusa: mira su reloj, murmura que está cansado, que otro día, que tiene mucho que hacer, que Hermógenes lo está esperando porque dentro de una semana deben partir a Marulanda con unos extranjeros que se interesan por comprar sus tierras, sus casas, sus minas, tentando a la familia con la idea de liquidarlo todo para invertir en el exterior. No: me pongo firme porque aunque no me interesa lo que Silvestre Ventura puede decir sobre su futuro, porque está en mis manos, quiero ver cómo reacciona con lo que he escrito sobre los suyos. Me escuchará aunque no tenga tiempo o me jure que no le interesa. Mientras saco mis papeles del cartapacio y elijo, él pide otro bock, para que lo ayude a resignarse, dice:
—Pero apúrate, mira que no tengo tiempo.
Yo le leo. Una, dos, tres, cuatro páginas. Noto que se amodorra en los primeros renglones y se adormece: yo sigo, él despierta, abre los ojos y después los cierra, luego los vuelve a abrir, mira su reloj y me interrumpe:
—Oye, me tengo que ir, fíjate…
Comienza a levantarse. Le pregunto si le gustó. Responde:
—No entendí na…
Me río, incómodo: alego que mis páginas no contienen nada de raro, ninguna idea ni estructura que demande gran trabajo intelectual, nada que sea difícil desde el punto de vista literario o que no se pueda absorber como relato puro. Con un suspiro de impaciencia, Silvestre deja caer su peso sobre el respaldo de su silla y se toma el resto del tercer bock. Dice:
—Es que no te creo na, viejito…
Le pregunto qué es lo que no me cree.
—Y además me da rabia porque nos conocís harto bien —responde sin dureza—. Es que todo lo que me leíste… ¿cómo te diría yo? es romántico, no tiene nada que ver con nosotros. Jamás hemos sido tan ricos, eso lo sabís, asique… Ni Marulanda es tan grande como para que hablís de «provincias enteras». Jamás hemos tenido ni sombra de esa cantidad de sirvientes… La casa: no es más que un caserón común y corriente, y lo tuyo da una impresión de refinamiento y opulencia que nunca hemos tenido, aunque no niego que a veces soñamos con tenerlo o haberlo tenido, sobre todo para que les dé rabia a los siúticos y podamos reírnos de ellos con autoridad. Y no somos ni tan injustos ni tan malos… ni tan tontos, como puedes comprobar por lo que te estoy diciendo…
Se interrumpe para reunir fuerza con el fin de preguntarme:
—¿Y qué sacái con escribir algo sobre nosotros en que ninguno de nosotros se reconocerá?
Le contesto que yo no escribo ni para su aprobación ni para su consumo. Y que el hecho de reconocerse en mis personajes y situaciones no limita mi idea de lo que puede ser la excelencia literaria: en el fondo, si escribo, es para que los que son como él no se reconozcan —o nieguen reconocerse— ni entiendan. El feísmo extremado de algunos de mis anteriores libros pudo ser absorbido por gente como los Ventura porque toda intención de ser «real», aunque caiga en lo desagradable, cae dentro de lo aprobado, ya que en último término es útil, enseña, señala, condena. Yo no he podido resistir la tentación —le explicó a Silvestre Ventura que me escucha con interés de cambiar mi registro, y utilizar en el presente relato un preciosismo también extremado como corolario de ese feísmo y ver si me sirve para inaugurar un universo también portentoso, que también, y por costados distintos y desaprobados, llegue y toque y haga prestar atención, ya que el preciosismo es pecado por ser inútil y por lo tanto inmoral, mientras que la esencia del realismo es su moralidad. Pese a la atención que Silvestre presta a mis palabras, es evidente que nada comprende de las deformaciones que aquí utilizo. Cuando callo, responde, porque los Ventura siempre entienden y tienen acceso a todo:
—Caricaturas. Claro. Eso lo entiendo. No es ninguna novedad. Pero lo tuyo no es eso… Por ejemplo, la Celeste. No es ciega. Es harto cegatona, con sus anteojos de poto de botella, y tiene la manía de hablar como profesora. ¿Por qué no exageraste en ese sentido, fácil de comprender para todos porque lo grotesco puede ser cómico, en vez de pintarnos esa señora tan seria, tan terrible que es la Celeste de tu novela? Y claro, es cierto que la Eulalia se ha puesto un poco putona con lo pesado que es el beato de Anselmo, pero todo el mundo la quiere porque es simpática, lo mismo que Cesareón, que era marica, pero era tan divertido que a nadie le importaba, y como somos ricos nadie se atreve a hablar. Ser rico y simpático es lo único que importa, y quizás, fíjate lo que te digo, ser simpático es más importante que ser rico: ser sencillo, ocurrente, sin pretensiones, bueno para el trago…, todas las puertas se te abren y jamás te morirás de hambre. Ya ves el pobre Cesareón. ¿Por qué no cuentas el cuento de Cesareón, mejor, que es harto divertido?
Un poco amoscado porque no logro imponerme replico que no sé ese cuento y que además no se trata simplemente de repetir chismes. Pero Silvestre no me oye porque está riéndose con el recuerdo de su cuñado:
—¡Tan cómico este Cesareón! ¿Sabes lo que le contestó a la pesada de su hermana cuando ella le dijo que cómo se iba a casar con una mujer tan fea como la Adelaida, la novia que sus amigos, preocupados por su pobreza y flojera, por fin le desenterraron? Mira, le contestó Cesareón: tú, date con una piedra en el pecho porque de ahora en adelante no te van a faltar los porotos en la olla, y mejor cállate, mira que ya no están los tiempos pa caritas…
Acompaño a Silvestre en sus carcajadas e intento comenzar a explicarle que…, pero no: me doy cuenta que se ha perdido en una selva de fantasmas y conceptos familiares, de cuentos y personajes y sobreentendidos que para él constituyen no sólo el universo, sino también la literatura: es imposible intentar moverlo de allí. Lo dejo seguir porque me divierte oír su crónica de los Ventura, tan distinta —y a veces contradictoria— a mi novela de los Ventura. Dice:
—Mi mamá, te acuerdas como era de acampada, lloraba porque no quería que la Adelaida se casara. No tanto porque le acomodaba tener una hija fea y solterona que la acompañara hasta sus últimos días como porque estaba cabreada de oír el cuento de que Cesareón de la Riva era maricón. Mi mamá, llorando, repetía y repetía la maldita palabra hasta enloquecer a todo el mundo. Un buen día amaneció dándose cuenta de que no tenía para qué llorar tanto porque no sabía qué significaba la palabrita, asique exigió que se lo explicaran. Oyó muy atenta al curita y al final de la explicación dijo: «Bah, qué tontería, eso no tiene nada de particular. Tiene derecho a hacer lo que quiera con sus verijas».
Al citar esa frase de su madre fue tal la risa de Silvestre que salpicó su arrugado chaleco de piqué con una rociada de cerveza que no se preocupó en limpiar. Al contrario, al continuar con su relato, sus dedos regordetes juguetearon con las manchas de cerveza en la madera de la mesa como si se regodeara con la porquería.
—Lo convidó a la casa a comer esa misma noche. Y desde entonces fue su yerno preferido, el que le llevaba todos los chismes y sabía todos los parentescos y las platas y los puteríos y se reían a gritos con mi mamá, comadreando y jugando al naipe. La muerte de Cesareón fue una tragedia porque todos lo queríamos. Y cuando a raíz de la muerte de mi mamá se abrió el testamento con el famoso codicilo en que desheredó a la Malvina, la Eulalia se enfureció, y le gritó a la Adelaida que lo había hecho por los chismes de Cesareón, el maricón de más cartel en toda la ciudad. Pálida, la Adelaida le dijo que lo sabía, pero que no entendía qué significaba la palabra. Entonces la Eulalia se rió a gritos y le dijo que para vengarse se lo iba a explicar ahí mismo con lujo de detalles, y vieras cómo gozó haciéndolo, ya sabes lo cochina que es la Eulalia para hablar. Entonces la Adelaida sonrió, se puso como tomate, y dijo delante de toda la familia: «Bueno, yo seré ahombrada entonces, porque les diré que no tengo ninguna queja de su performance». Riéndonos, todos la besamos por tomarlo a la chacota y no armar pelea. Fue por eso que nadie quiso contarle que el badulaque de Cesareón no murió —como le contaron a ella y como dijeron sus amigos para proteger su reputación— atropellado por un cochero loco, sino en una farra de marineros borrachos en uno de estos bares de mala fama que hay por aquí cerca en el puerto.
Valgan las páginas anteriores como alarde. El tono realista, siempre confortable pese a que suele revestirse de hostilidad, se me da espontáneamente. Tengo buena pupila de observador, buen oído para el diálogo, suficiente perspicacia literaria para darme cuenta que sólo el régimen de ironía se puede tolerar dentro de esas coordenadas estilísticas. Un Silvestre Ventura trabajado así, como muestrario de lo posible, como alusión a lo recónocible, podría rendir excelentes dividendos. Y mis lectores acaban de comprobar, al leer el diálogo que habría sostenido conmigo en el bar, que es justamente el estilo que Silvestre patrocina y que lo define. Comprendo, sin embargo, que si a estas alturas de mi novela yo cediera a la tentación de verosimilitud —que por momentos es grande— tendría que alterar el registro entero de mi libro. Cosa que no estoy dispuesto a hacer ya que justamente considero que el registro en que está escrito, el tono específico de la narración, es aquello que, más que mis personajes como seres psicologizables, sirve de vehículo para mis intenciones. No intento apelar a mis lectores para que «crean» en mis personajes: prefiero que los reciban como emblemas —como personajes, insisto, no como personas— que por serlo viven sólo en una atmósfera de palabras, entregándole al lector, a lo sumo, alguna sugerencia utilizable, pero guardando la parte más densa de su volumen en la sombra.
Tal vez todo lo anterior no se deba más que a cierta nostalgia por los materiales literarios de lo que nuestro hábito llama realidad —generosos, sobre todo, en puntos de apoyo— cuando se ha elegido el vértigo de lo contrario, llamémoslo como lo llamemos. En todo caso, quisiera desentenderme aquí mismo de esta nostalgia para retomar la tónica dominante de mi relato. Hacerlo no presenta grandes complicaciones: es sólo cuestión de eliminar mi presencia con este volumen debajo del brazo, volver a colocar a Silvestre Ventura en la calle donde lo encontramos, adelgazarlo unos kilos —no muchos: prefiero conservarlo rotundo—, limpiar el amarillo de sus córneas, cambiar su chaleco lleno de lamparones por uno más pulcro en que titilen los botoncitos de nácar, y rogar a mis lectores que olviden lo que dije de su tufillo. Pero no nos engañemos: una y otra historia, la con tufo y la sin él, distan mucho de ser idénticas aunque la trama parezca conducirnos por los mismos meandros.
Silvestre Ventura avanzaba por el medio de la calzada para evitar las sorpresas desagradables que podían derrumbársele encima desde los balcones de esa calle estrechísima donde los asuntos de la familia lo habían llevado. El aire otoñal, después de despejar las miasmas veraniegas, dejó al abigarrado populacho portuario persistiendo en su sociabilidad vertical, encaramado en las ventanas que jalonaban las fachadas unidimensionales como telones, las mozas tirándose un ovillo de hilo de un balcón a otro, atendiendo jaulas de tucanes y colibríes, o, inclinándose sobre las begonias carnosas como moluscos que ya se empezaban a descomponer, preguntándose cuánto durarían antes que la población vertical se redujera a camisas lavadas agitándose en la ventolera. Desembocó en la plaza abierta al puerto, donde el toldo de nubarrones sostenido por las cuatro columnas de las palmeras que se alzaban en las esquinas definía el escenario para el vocerío y el tumulto de la buhonería popular, que Silvestre, experto, rebasó, doblando un trecho hacia la izquierda por la avenida de palmeras frente al mar, y sin que los barcos enloquecidos por el presagio de tempestad tentaran su atención, subió al despacho de Hermógenes, quien, después de saludarlo al unísono con Lidia, le preguntó:
—¿Lo encontraste?
—No.
Desalentados, se dejaron caer cada uno en un sillón. Silvestre no se atrevía a mirar de frente a su cuñada ni a su hermano mayor, pero sobre todo a su feroz cuñada paridora de gemelos y coordinadora de la legión de sirvientes, porque él era responsable frente a ella en la materia que ahora los ocupaba. No necesitaba mirarla, por otra parte —conocía los gestos de su desaprobación desde hacía demasiado tiempo—, para saber que al alzar el velo de su capota descubriría su labio arriscado de desprecio con el único fin de amedrentarlo. Los ojos de Hermógenes clavaron a su hermano: encendió un puro con una llamarada tan sorpresivamente alta que casi abrasó su bigote y sus cejas igualmente tupidas que éste. Silvestre tartamudeó excusas, intentando arrullar a Lidia con el argumento de que era un error atribuirle toda la culpa a él ya que en parte lo era de la loca de Berenice que nada, salvo las diversiones, tomaba en serio, sin llegar, por supuesto, al fondo ni siquiera de éstas: anoche, en el baile de trajes del Teatro de la Ópera y disfrazada de India Galante, se había equivocado, y en lugar de seducir al dominó de moaré gris, según se convino, sedujo a un inocuo torero de bonitas pantorrillas pero sin ninguna utilidad porque no era él, sino el dominó, quien empleaba al candidato a Mayordomo que les urgía contratar para el viaje a Marulanda pasado mañana.
—¡Allumeuse…! —exclamó Lidia y bajó su velo sobre la sorna de sus ojos.
El venía ahora —continuó explicando Silvestre— de la cochambrosa habitación en que este individuo vivía, donde, muy sentado con un retoño jugueteándole sobre cada rodilla, se negó desfachatadamente a ir a Marulanda, mostrándose suspicaz ante el extemporáneo viaje. ¿Por qué lo querían contratar ahora, quiso saber, que no era la época usual de las levas de los Ventura? ¿Qué descontrol, qué anomalía, significaba esto? ¿Cómo era posible —siguió inquiriendo— que pretendían partir pasado mañana cuando hasta estos inocentes que brincaban sobre sus rodillas sabían que dentro de dos semanas iban a comenzar las tristemente famosas borrascas de vilanos producidas por las gramíneas que avanzaban devorando terreno —y que, según se decía, si el gobierno no tomaba cartas en el asunto y les prendía fuego de una vez por todas, amenazaban apoderarse de todo el terreno nacional, dejándolo empenachado pero inútil— y que impedían toda vida humana? No, él se negaba a ir, aun a costa de perder la oportunidad que un hombre de su traza tendría en el futuro para optar al codiciado puesto de Mayordomo. Si es que había veranos futuros —acotó el fámulo con impertinencia— ya que los rumores sobre los últimos acontecimientos ocurridos en Marulanda eran desasosegantes.
—¿Le ofreciste lo convenido? —preguntó Hermógenes.
—Una participación de 0,005 Por ciento en el producto de las minas cuando las compren los extranjeros y quedemos sólo nosotros, ustedes dos y yo, como socios encubiertos.
—Es más de lo que convinimos. En fin. ¿Ni siquiera con eso?
—Ni siquiera.
Lidia se puso bruscamente de pie con el imperio de las mujeres pequeñas: su piel algo venosa apretaba su cuello corto y sus abultadas facciones rojizas como en un paquete que iba a estallar de soberbia. Sus ojos lacustres eran como los de sus hijas Casilda y Colomba: sólo que los suyos, vacíos de tensión por no percibir más que lo cuantitativo, quedaban desprovistos de cambios, de sombreados, y parecían lagos pintados por niños con tiza azul.
—Pésima noticia —fue su veredicto paseándose de arriba para abajo en la helada habitación desbordante de legajos—. Será menester, entonces, partir sin él. Quería llevarme otro Mayordomo con el fin de desarticular de entrada las probables pretensiones heroicas del que quedó allá y que podrían resultar peligrosas…, pero en fin: ya no podemos perder más tiempo entrevistando otros candidatos. Los extranjeros envían emisarios a cada instante para averiguar cuándo partiremos. Celeste se lo pasa el día explayándoles a sus esposas la belleza de la cascada que cae junto a nuestra casa y del constante juego de los arcoiris, ayudándolas, además, a elegir tenidas apropiadas, debo reconocer que con poco éxito, tan desangeladas que son las pobres. Y ellos, por lo que tú me cuentas, Silvestre, que has podido recoger estos chismes en el Café de la Parroquia, están más y más entusiasmados por comprarlo todo, casa, llanura, cascada minas, y piafan por partir cuanto antes.
—Ese, precisamente, es el punto comercializable —comentó Hermógenes—: Que pese a no ignorar que se avecina el aciago tiempo de los vilanos los extranjeros insistan en partir ahora mismo, sin esperar, según indicaría el sentido común, hasta después de las borrascas. Significa sólo una cosa: que están ansiosos de efectuar la transacción cuanto antes porque creen que las leyendas negras que circulan por los mentideros de la capital respecto a Marulanda nos obligarán a bajar nuestros precios. Pero los extranjeros son ingenuos y nosotros no. Creo no equivocarme al asegurarles, queridos míos, que no dudo de obtener un elevadísimo precio.
—De acuerdo, entonces —repuso Silvestre con admiración por la sagacidad de su hermano—. Me voy donde Malvina, que me espera, para imponerla de los últimos sucesos mientras me sirve una taza de café turco y nos fumamos un cigarrillo en la salita que ha acomodado en su nueva casa para este propósito. ¿Mañana a esta misma hora aquí, entonces?
En cuanto oyeron los pasos de Silvestre alejándose escaleras abajo, la pareja se echó a reír, y recobrada la intimidad marital, el enorme señorón ventrudo de gafas sobre la frente, y su pequeña esposa regordeta, se abrazaron y besaron largamente en la boca, acción que dada la formalidad del despacho y lo convencional de los personajes resultaría, para el que la viera, de una curiosa obscenidad. Hermógenes se sentó en el sofá. Maniobrando crinolinas y refajos con una pericia que denotaba largo hábito, sentó a Lidia en su falda, acunándola un poco, acariciándola, cantándole canciones de cuando la guerra, de sus tiempos de húsar mientras ella se quitaba —riendo porque mientras más soeces las coplas de su Noni más la estimulaban— la capota, y él le desabrochaba pechera y botines. Y sobre el sofá de cuero, Hermógenes Ventura y su esposa Lidia hicieron el amor porque su uso sexual era frecuente, satisfactorio y normal, aunque hacía mucho que las circunstancias exteriores no se mostraban tan propicias a la celebración carnal como esta ocasión de la próxima venta de Marulanda a los extranjeros. Una vez terminada la ceremonia, él la ayudó a componer sus atuendos repitiendo que Silvestre era un ingenuo si creía que ellos dos, que llevaban juntos los asuntos de los Ventura, iban a permitirle participar más que muy tangencialmente en ésta, la más brillante de sus operaciones.
Lidia se despidió de su Noni, satisfecha y más colorada que de costumbre. El cerró la puerta. Paseándose desde el escupitín de oro junto a su escritorio hasta el escupitín de oro bajo el retrato de su padre apoyado en unas ruinas romanas, meditó que en mucho de lo que ahora tenía que hacer, Lidia no tomaría parte. Debía, por ejemplo, llamar al notario para poner a nombre de Juan Pérez ciertas propiedades que le prometió al salir de la capilla en la llanura: el fámulo las aceptó, según dijo, «en parte de pago», y él se las daba gustoso siempre que al llegar a Marulanda encontrara que había cumplido con su cometido, lo que era fácil de relativizar porque la situación propiciaba el regateo. Pero que no se equivocara: en el reparto final, cuando el cadáver de la fortuna de la familia quedara tirado en la llanura para que lo picotearan los cuervos, ni Juan Pérez ni nadie —ni siquiera Malvina— participarían del reparto. Tampoco Lidia, pese a que la ceremonia recién cumplida no tuvo, en los cálculos de la esposa, otro propósito que el de afianzar su propia participación en todo, estrujar a su marido hasta la última gota como siempre lo estrujaba, e introducirse hasta en el más recóndito repliegue de su vida personal para colonizarlo. Por eso y sólo por eso, él, pobre víctima acosada por el codicioso encarnizamiento de su mujer —como Hermógenes se las arreglaba para interpretar la situación— tenía que pasar su dura vida disimulando, escondiendo y engañando.
2
Era como si una hecatombe selectiva hubiera eliminado de la faz de la tierra a todos los cuerpos de color leonado, a todos los rostros cabizbajos y cejijuntos antes indígenas de estos parajes. Es verdad que todavía, de cuando en cuando, una falange maldita —residuo de los nativos convocados en otros tiempos por la voz de que todo era de todos, invitándolos a asentarse en los feraces aledaños de la casa señorial— serpenteaba llanura adentro conducida a punta de rifle y dejando un reguero de cadáveres en su camino hacia las montañas azules que teñían el horizonte. Allí, más sirviente los vigilaban para que no perdieran un minuto de trabajo: en los misérrimos caseríos donde se golpeaba el oro para reducirlo a las láminas codiciadas por los Ventura, el personal tenía orden de disparar si algún nativo hablaba. El peligro de comunicación entre ellos hacía necesario que olvidaran, suprimiéndolo de cuajo, el uso de la palabra. Pero los nativos que martillaban el oro llegaron a desarrollar un recitativo compuesto de golpes, espacios, ritmos, redobles, que los ansiosos oídos vernáculos pronto aprendieron a descifrar.
A veces algún niño de la casa de campo veía bajar por la escala —y pretendía no verla— una manada de nativos quejumbrosos conducidos por hombres armados. ¿En qué lugar de la casa habían estado? ¿Qué sucedía aún en esas profundidades que ellos ignoraban? ¿Hacia dónde…? Los niños, mirándolos sin mirarlos para no verlos salir hacia donde ellos no podían, no intercambiaban con ellos ningún signo de reconocimiento: eran demasiados los nativos para personalizar y demasiado pocos los niños, y hacía inútil la faena de enfrentarse con una tragedia de proporción abismal. Pero como esto sucedía muy de tarde en tarde, la conciencia de que a pesar de todo continuaban existiendo nativos fue atenuándose, aun en los niños mejor dispuestos, que pudieron llegar a creer que el fenómeno que habría arrasado la región los habría eliminado a todos definitivamente y sin dolor, dejándolos sólo a ellos, y a los sirvientes, propietarios del dudoso privilegio de la vida.
La casa había quedado como arrumbada en la llanura, un lujoso objeto desasosegante, descompuesto, los arriates y los rosedales arrasados, gran parte del parque quemado o talado por el hacha de los nativos que necesitaron leña. De jardín, claro, no quedaban trazas, como tampoco de la embrionaria red de regadío que se intentó establecer y luego se abandonó sin haberla usado porque todo, entonces, había sido transitorio, aproximativo, y los errores y derroches quedaban consuetudinariamente libres de sanción y remiendo. La casa misma, sus balaustradas ruinosas, sus estatuas decrépitas, las escamas saltadas del trencadís del techo, acogía a las gramíneas que se apoderaban de su arquitectura para enraizar en cualquier grieta o hendija, y crecer, espigar y agostarse allí mismo, dotando a la casa de unos curiosos copetes sumisos a los vaivenes del viento.
Como si la casa viviera sus mejores tiempos, sin embargo, Juan Pérez, manteniendo su plumerito apretado en la axila, refregaba obsesivamente todos los pasamanos de bronce de los balcones de la fachada: trabajo que no era más que una endeble excusa para no salir de la casa y atrincherarse allí, vigilando, entretanto, la llanura circundante. En los últimos días, su lasitud no le permitía otro oficio que el de bruñir y bruñir los pasamanos, vigilando sin parecer hacerlo todo cuanto transcurría sobre la gran oblea de la llanura antes que llegara al hiato definitivo del horizonte. La gran rueda de buitres circulando en el cielo usaba de eje cualquier muerte: la de un nativo tránsfuga, por ejemplo. O la de un sirviente, lo que no significaba más que rebajar un número en las listas. O la de Wenceslao. Pero los rapaces que roerían esa carroña estaban ya royendo sus propios huesos, encerrados en la casa de la que no tenía fuerza para salir, debilitado, chinándole a sus esbirros que no ensuciaran el horizonte con la ahora inútil polvareda de vilanos, agarrotado por culpas vorazmente asumidas. No. No podía salir. Y trasegando su miseria de una habitación a otra, la mirada encubierta pero fija en el horizonte, Juan Pérez pulía y pulía las barandas de bronce para que brillaran de modo que cuando volvieran los amos que no volverían jamás encontraran los bronces, por lo menos, brillando como significantes de la civilización mantenida.
La fachada más pomposa —la fachada oficial, por decirlo de algún modo— era aquella que se presentaba al camino recto perpendicular a su centro, bordeado de setos antes meticulosamente recortados en formas alternadas de obeliscos y de bolas, pero ahora, por desgracia, desdibujados de manera lastimosa y devorados casi en su totalidad por el maldito hierbajo del que los ojos de Juan Pérez estaban ahitos. Este camino conducía recto a la historiada cancela de la que me parece he hablado en otra parte, sostenida por dos pilastras de piedra guarnecidas por desbordantes fruteros tallados en el mismo material. Si bien la reja había desaparecido de su antiguo perímetro —encogido ahora hasta unos pasos de la casa y con un boquete en que montaban guardia dos lacayos armados— la cancela se mantenía en su lugar, inútil, teatral, naufragando en el océano de la llanura borroneada por la vegetación, pero firmemente clausurada por al cadena y el candado cuya llave Hermógenes se había guardado en un bolsillo de su levita cuando partió a la excursión con que inicié este relato. Si uno lo meditaba, la cancela cerrada proponía ahora su prestancia retórica como puro signo, porque quien quisiera podía ingresar directamente por el boquete previsto para estos efectos dándole el santo y seña a los guardias para que levantaran la barrera, haciendo caso omiso de la grandilocuente indicación formal ofrecida por la cancela. Desde los balcones, Juan Pérez miraba la cancela incansablemente porque encarnaba su única esperanza. Había hecho una apuesta consigo mismo a propósito de la cancela, que si él ganaba…, bueno, la verdad era que en ese caso daría todos sus quebrantos por bien empleados. Pero era una apuesta secreta que el autor no cree oportuno revelarle aún a sus lectores. Juan Pérez suspiraba mirando la cancela, elevando la vista —sin quitarla, sin embargo, de las coruscaciones de fierro del balcón que desempolvaba con su plumerito— hasta la amplitud del implacable horizonte que lo enmarcaba todo.
Como si oscuros dioses oportunistas hubieran oído su apelación, esta vez por fin ofrecieron una respuesta a sus perplejidades: en la línea que indicaba el fin de la tierra y el comienzo del cielo brotó una manchita, justo encima, por decirlo así, de la cancela, y medio a medio de ella, como calculando su propia relación de simetría respecto a las dos pilastras. La mancha creció hasta parecer, luego, una hormiga desplazándose, y de ahí adquirió el porte de una cucaracha y después el de un ratón, y del porte de un ratón aumentó al de un animal mayor y alargado. Una soflama de comprensión encendió el rostro de Juan Pérez al comprobar que esa víbora se deslizaba y prolongaba significando para él la derrota liberadora, poder claudicar de todas sus congojas porque sus obligaciones pasarían a manos de otros y él, en un segundo, se chamuscaría como una pajita bajo la lupa del escrutinio señorial, reduciéndose al pellizco de cenizas a que su incapacidad de encontrar y castigar a Wenceslao, y por lo tanto detener la propagación de la antropofagia, lo hacía acreedor. El fin, en suma: el principio, otra vez, la reanudación del tiempo que pasaba a manos de otros administradores para que él pudiera seguir apacentando sus rencores en un recoleto rincón, sin que éstos tuvieran un efecto ni positivo ni negativo sobre nadie.
Ningún habitante de la casa de campo había avistado aún la cabalgata que se acercaba; ni alcanzaban hasta la casa los ladridos ni el resonar de los cuernos. Pero era inútil preparar a nadie, pensó Juan Pérez: que a cada cual lo sorprendiera según sus actividades. Sólo él, desde su balcón, iba a tener tiempo para ordenarse y hacerle frente a los señores que llegaban como en una gran lagartija que acercaba su cabeza a la casa y perdía en el horizonte los resabios de su cola. El corazón de Juan Pérez brincó: era ahora, a la llegada, cuando se iba a jugar entero en la apuesta que lo definiría todo. Y con las dos manos apoyadas en la baranda de bronce contempló el arribo de la cabalgata como quien espera un veredicto, los coches y los jinetes y los caballos y los perros y los señores y los mozos tocando sus cuernos mientras la gente de la casa se alertaba al hecho de que éste era un crepúsculo distinto a los anteriores.
Juan Pérez tuvo que ahogar un aullido de triunfo al comprobar que ganaba su apuesta: sí, la cabalgata, en vez de enfilar hacia el boquete de la reja verdadera, en vez de detenerse paralogizada ante tantos cambios, se dirigía como si tal cosa hacia la cancela. Allí se detuvo el primer coche. Tras él, con un prolongado estertor por todo el cuerpo del lagarto hasta su invisible cola, la comitiva también se detuvo, dividiendo el mundo, como debía ser, simétricamente en dos. Del primer coche se apeó Hermógenes y abrió el candado de la cancela. Volvió a guardar su llave y a subir al landau. Dio orden de ponerse en marcha otra vez: y mientras grupos de nuevos jardineros mantenían abiertas ambas hojas de la cancela, los coches de los Ventura comenzaron a pasar entre el poste de la derecha y el poste de la izquierda —o el de la izquierda y el de la derecha, según si uno los miraba desde la casa o desde la llanura— como si entraran en el recinto de su parque siendo que en realidad no entraban a ninguna parte, y sólo después de cumplir con la magnífica formalidad de pasar por la cancela, enfilaron hacia el boquete donde los sirvientes que montaban guardia los dejaron entrar sin santo y seña porque los reconocieron. Sí, eran ellos, pese a que en los coches principales tanto los guardias como Juan Pérez —y el Mayordomo que había corrido a reunírsele en el balcón principal para presenciar la llegada— desconocieron entre las de los señores una que otra cabeza coloradota, algunos sombreros adornados con flores demasiado estrafalarias para cubrir las refinadas cabelleras familiares.
—¿Quiénes serán? —se preguntó el Mayordomo como a sí mismo.
—¿Cómo, quiénes serán? —replicó Juan Pérez con desprecio, olvidando, de momento, que el Mayordomo no escuchó las promesas recibidas a último momento en la capilla de la llanura de labios de Hermógenes—. Los extranjeros, por cierto…
—¿Cómo lo sabes?
—Basta tomar en cuenta la aspereza de sus coloridos, la bastedad de sus atuendos…
—Hay quien adolece de esos graves defectos sin ser extranjero —explicó el Mayordomo—. Pero en fin, ahora ayúdame a prepararme…
Y mirándose en el vidrio del ventanal abierto en que a su espalda se reflejaba la llegada de las carrozas en el atardecer, el Mayordomo retocó su chorrera de encajes mientras Juan Pérez, arrodillado detrás de él con el plumerito entre los dientes, le peinaba el terciopelo un tanto chafado del faldón de su librea. La entrada del cortejo de los señores por la inútil cancela, meditaba, re-establecía la simetría del mundo, asegurándole que seguirían resguardándola, apoyados, según las confidencias de Hermógenes, por estos extranjeros. Que entraran por la cancela después de cumplir con el trámite inútil pero gloriosamente significativo de que Hermógenes se hubiera apeado para abrirla él mismo con su llave, significaba ni más ni menos que los Ventura se proponían no ver nada, apelar una vez más al tupido velo familiar, no concederle rango alguno al tiempo pasado y a lo pasado en el tiempo, sino moldearlo según las reglas clásicas a las que ellos —como él, Juan Pérez— eran adeptos.
—¿Estoy bien? —preguntó el Mayordomo antes de partir a dar la bienvenida a los señores en el vestíbulo de la rosa de los vientos.
—Elegantísimo, como de costumbre —respondió el fámulo.
—Mientras los recibo, tú rodea a todos los niños, a los del piano nobile y a los otros, y enciérralos en la cocina de las columnas rechonchas en el sótano. Que no salgan hasta que yo los haga llamar. No quiero preguntas indiscretas de sus padres esta primera noche…
—Si conozco a mi ganado —repuso Juan Pérez— sus padres no harán preguntas indiscretas ni hoy ni jamás…
—¿No?
—No…
—En todo caso, enciérralos…, tengo que hacerle frente al nuevo Mayordomo, cosa que me tiene preocupado…
—Nosotros fuimos los que extirpamos la antropofagia —declaró Juan Pérez—. El otro Mayordomo y los otros sirvientes serán los nuevos sirvientes y el nuevo Mayordomo, pero nosotros seremos algo más porque como acreedores, no sólo debido a nuestro brillante desempeño sino porque nos invistieron ellos mismos con el manto de su distinción al hacernos cómplices y enviarnos aquí con órdenes explicitísimas, a otro rango, al que corresponde un tratamiento distinto…
—Tienes razón, Juan Pérez. Pero dejemos las elucubraciones para otro día y concentrémonos en la estrategia del momento. Tú, mientras yo doy la bienvenida a los señores, no encierres, mejor, a los niños: me parece un ardid más efectivo soltarlos en el césped principal para que, jugueteando allí sin subir a la terraza donde les darás terminantes órdenes de no subir, saluden desde lejos a los grandes demasiado extenuados por el viaje para otra cosa que disfrutar del piscolabis que dispondré en la terraza del sur, y llamando la atención sobre sus encantadoras figuras en la incierta luz del atardecer ni los ojos de los extranjeros ni los de los señores perciban el deterioro del parque y de la terraza… y no noten la ausencia de Wenceslao…
Lidia sintió que era su deber bajar inmediatamente a la cocina, sin siquiera quitarse los polvorientos velos del viaje, a disponer el ambigú para agasajar a los extranjeros. Pero Hermógenes, con un gesto de la ceja, le impidió hacerlo: entre todas las mujeres de la familia ella era la única apropiada para atender a la esposa del extranjero principal, ya que Adelaida era irreductiblemente orgullosa, Balbina una tonta, Ludmila una desustanciada, Celeste una pedante, Eulalia una perdida y Berenice hacía lo posible por parecerlo. Al asumir su papel, Lidia pensó con satisfacción que ella misma no era ni siquiera una mundana: perita, en cambio, en disponerlo todo para que los de su entorno redoblaran su disfrute de las cosas materiales, ella se jactaba, como de una virtud, de su propia incapacidad para sentirlo. ¡Qué fácil hubiera sido la presente situación de haberse conseguido, mediante los buenos oficios de Silvestre, un nuevo Mayordomo, al que hubiera instruido para que al llegar se hiciera cargo de todo! Ahora, el corazón de Lidia no podía abandonar la cocina, el desbarajuste de la llegada percibido como un entrevero de siluetas más bien remotas ocultas tras la realidad mucho más sustanciosa de su añoranza por el placer de impartir órdenes culinarias. Pero éste no era el momento adecuado para pensar en el placer sino en el deber, porque al mayor de los extranjeros se le había ocurrido aportar a su esposa a este empingorotado cenáculo: una mujercita insignificante pero decidida, tímida pero bárbaramente tajante en sus juicios, tan pelirroja como ellos, a todas luces desconcertada en esta atmósfera de risas insinuadas y de talles ajustadísimos pese al largo viaje, y confundida por el frívolo revoloteo de Berenice alrededor de su marido, por lo demás nada apetecible. Parecía, sin embargo, una buena mujer, con quien Lidia, en otras circunstancias, gustosa hubiera charlado de lo ineficaces que son los lacayos de todas las latitudes, y de los niños, esas pesadas alhajas tan enloquecedoramente agotadoras con que la naturaleza las obligaba a cargar…, discurrir juntas, en fin, sobre todos aquellos asuntos que para las mujeres con el corazón bien puesto resultan ser la más delectable manera de matar el tiempo, necesidad suicida que les ofusca el entendimiento.
Los extranjeros eran tres hombres y una mujer. El extranjero con empaque de principal, un ventrudo señorón de cincuenta años, calvo pero con las mejillas enmarañadas por el tremendo vigor de sus favoris de nabab, tenía el rostro pecoso, la ingenua nariz respingona, y los ojos aguachentos rodeados de pestañas de paja. Sus atuendos hacían alarde de un rebuscado desdén por la elegancia, como si ignorar ese valor señero constituyera en sí un contravalor que desafiara a aquellos propiciados por los Ventura. Utilizaba una cornetilla para oír, varios pares de gafas que cambiaba a menudo haciendo restallar unas cajitas negras en que los guardaba, tenacillas para manejar los billetes, una leontina con brújula, dos relojes que controlaba uno contra el otro, objetos que desplegaba ante el éxtasis de Berenice y luego devolvía a los innumerables bolsillos de su práctica chaqueta de viaje: era como si los aparatos artificiales que actuaban como prolongación de sus facultades lo dotaran de cierta omnipotencia, sobrenatural y sin embargo mecánica. Hermógenes casi no se despegaba de su lado. Sacaba libretas y papeles de sus bolsillos, que ofrecía a su displicente escrutinio, intentando enfrascarlo en controversias que pasaban rudamente por alto la presencia de los otros, incluso la de las damas. Este señor era el más importante, calculó sin dificultad el Mayordomo al ofrecerle la bandeja de refrescos en el gabinete de los moros, previo a salir a la terraza: sí, de este señor dependía todo. Qué, aún no sabía, pero en todo caso, frente a él los Ventura no eran libres. Era —y el Mayordomo se encogió ante tan espeluznante ocurrencia— como si en el gabinete de los moros, algo destartalado pero, en fin, aún digno marco para el fasto de los señores si uno tenía la voluntad de no reparar en detalles, los Ventura, oh prodigio, estuvieran «trabajando»: Hermógenes pujando junto al extranjero mayor, Berenice tentadora, Eulalia —predijo el Mayordomo— lánguidamente lista para cosechar lo sembrado por los ardores de su cuñada, Lidia distrayendo a la extranjera para que no percibiera nada, Terencio, Anselmo y Olegario divirtiendo como discretos saltimbanquis al segundo extranjero, que no era más que un mocetón fornido inidentificable de tan genéricamente rubio, cada uno, de pronto, haciendo su número en su propio circo. El Mayordomo se dijo que no debía perder ni un detalle de la tanda para que nada de lo que tramaban escapara a sus ojos.
Pero los ojos de Juan Pérez —escanciaba en las tulipas de cristal un refresco sangriento, producto de ciertas frutas oriundas del sur, y perfumado con gotas de ron— no necesitaba escudriñar porque lo sabía todo desde que Hermógenes le explicó su proyecto en la capilla. Vistos en sus nuevos papeles de solicitantes, los señores mostraban la misma torpe voracidad que él sentía frente a los Ventura, emoción que era, específicamente, aquella que lo enyugaba a su odiada condición de sirviente. Sí, aun la intransigencia de Adelaida concentrada en sus labores y dándole vuelta la espalda a sus invitados, sí, aun ella esperaba algo de la desdeñable operación que hasta a ella beneficiaría. O no: porque el asunto, lo vio Juan Pérez muy claro, no estaba aún zanjado. De ahí tanto festejo, tanta risa, tanto aleteo de abanico, tanto palmotazo en la espalda. Cada miembro de la familia cacareaba su especialidad: sexo, política, religión, arte, domesticidad, dándose cuenta no sin humillación que lo que ellos eran carecía de todo valor para los extranjeros —contrario a lo que ellos poseían, que comprendieron que no era lo mismo— y estaban deseando, con el mismo desespero con que Juan Pérez deseaba ser Ventura, ser estos hombres rudos, coloradotes, de hablar tentativo y apologético, incapaces de apreciar la irónica chanza familiar, tono que, de momento, nadie tenía la energía para superar con esfuerzos más deslumbradores. Tanto la mujer ataviada con el inadecuado sombrero todo de frutas, como el tercer extranjero, tío, al parecer, del segundo, salían de sus letargos para participar en la convivialidad sólo con preguntas expresadas en versiones macarrónicas —que este escriba rehúsa darse el aburrido trabajo de reproducir— de la lengua de los Ventura.
—¿Qué es lo que dice, señor Silvestre?
—¿Me lo puede explicar, por favor?
—¿Por qué razón asegura que sus botines fueron un «regalo» si acaba de decirnos que los compró en la tienda del italiano del paseo de las palmeras? Eso es una contradicción, señor Olegario, que le ruego me aclare…
Y Olegario, paciente, explicaba.
—¿Usted, señora Berenice, pretende ser una vieja y sólo tiene cinco años menos que yo? —le preguntó la mujer en voz alta al oírla murmurar en el oído de su hijo, evidentemente no tan inocentón como ella lo hubiera querido ni como su aspecto parecía pregonar.
—Es un decir, amiga mía —repuso Berenice, confundida al darse cuenta que sus maniobras eran demasiado ostensibles.
—¡Trabaja, puta, trabaja! —se decía Juan Pérez para su coleto al retirar las tulipas vacías.
—¿Cuántos hijos tiene usted y de qué edad? —le preguntó la extranjera a Berenice con el propósito de remachar su victoria ante su hijo.
—¿Hijos? ¿Quién? ¿Yo? Cuatro, todos hombres. ¡Son mis alhajas! Claro que mantener cualquier clase de trato con ellos es lo más agotador del mundo. ¡Perezco, sin embargo, por verlos! ¡Y acunarlos en mi seno! Aunque estoy demasiado extenuada después del viaje, como todas nosotras, para exponerme a ellos hasta mañana. Por suerte tengo criados que los atienden…
—¿Cómo? —exclamó la extranjera escandalizada—. ¿No se sacrifica ocupándose usted misma de sus retoños? ¡Pero si los duros cuidados maternales son la tarea más bella del mundo!
Olegario, moreno, seductor, acudió al salvataje de Berenice atusándose los bigotes acharolados al preguntarle a la extranjera:
—¿No le gustaría ver a nuestros herederos jugando en el parque?
Y Terencio:
—Sí, salgamos a la terraza del sur…
Y Anselmo:
—A esta hora suele haber una vista preciosa…
A un chasquido de los dedos de Olegario, el Mayordomo y Juan Pérez abrieron las altas puertas-ventana a la terraza del sur para dejar salir a los señores, que se acomodaron en los sillones de mimbre que los sirvientes les ofrecieron lejos de la balaustrada ruinosa para que los detalles imperfectos del parque quedaran tamizados por la distancia y el crepúsculo. Nunca fueron tan «sirvientes» Juan Pérez y el Mayordomo como en este instante, porque identificando de pronto sus intereses con los de sus amos, desearon ardientemente que los extranjeros quedaran boquiabiertos de veras ante el parque, pese a que en esta temporada no lucía sus mejores galas.
—¿No es verdad que los ocres del crepúsculo —declamó Celeste—, delicuescentes como una llovizna de oro cayendo sobre Dánae…?
—¿Es actriz esta señora? —susurró la extranjera al oído de Hermógenes, pasmada ante el inenarrable lirismo de Celeste.
—No —respondió el interpelado en voz baja para no interrumpir el estro de su hermana, pero sin agregar su sólito comentario a Lidia: es sólo tonta—. Celeste es una mujer superior, cuya sensibilidad exquisita, casi enfermiza, la conmueve ante la belleza en todas sus manifestaciones. ¿No es verdad que el parque luce magnífico desde aquí a esta hora?
—No está mal —contestó el de las favoris de nabab— para un sitio tan remoto como éste. ¡Lástima que sea tan pequeño!
—¡Pequeño! —chilló Ludmila, ofendidísima porque las posesiones de su opulenta familia política nunca habían terminado de asombrarla.
—Es uno de los parques artificiales más extensos del hemisferio —explicó Silvestre sin molestarse en ocultar su orgullo ofendido.
El nabab se quitó las gafas, las guardó en su cajita negra, se caló otras gafas y encendió su pipa al echarse atrás en su sillón para contemplar la propiedad: los niños en el césped, o más bien en lo que quedaba de él y que a esta hora podía pasar por césped, formaban con sus juegos una versátil guirnalda que serpenteaba trenzándose y destrenzándose como el más delicioso elemento decorativo, entonando las canciones de la dicha infantil. Cerca de ellos, disimuladas pero no escondidas en el espesor de los arrayanes, ardían las libreas de los lacayos —sin lucir sus pistolas dispuestas bajo el terciopelo recamado— para que los retoños cumplieran con su seductora función.
—Eso no lo dudo —replicó el nabab—. Pero el parque de mi casa, que decididamente no es uno de los parques más grandes de nuestro hemisferio, llegaría hasta el horizonte…
—El horizonte, aquí, también nos pertenece —reclamó Ludmila.
—Sí, señora Ludmila, sí —la tranquilizó la extranjera—, pero no tiene para qué sobreexcitarse de esa manera. ¿Quiere tomar esta oblea para calmar sus nervios? Para su paz, quiero explicar que jamás hubiéramos emprendido este viaje tan incómodo ni hospedarnos en esta casita casi en ruinas si no supiéramos la extensión exacta de las posesiones de su familia política.
—Por desgracia, las ruinas de esta casa son muy viejas y están algo estropeadas —declaró el muchachón rubiono nuevas como las ruinas que mi padre hizo construir en nuestro parque: ruinas griegas. Orden jónico. Siglo V antes de nuestra era. Copia exacta del templo de Artemisa.
Sólo Berenice lo escuchaba:
—¡Qué fascinante! ¡Qué maravilla! —repetía, porque la información emitida por el muchacho rubio la inquietaba, como si no supiera qué hacer con el armatoste de sus palabra—. ¡Qué maravilla! ¡Qué fascinante!
La extranjera la clavó con su mirada:
—¿Fascinante? ¿Qué quiere usted decir, fascinante? Las serpientes fascinan, Svengali fascina, pero no veo por qué unas ruinas perfectamente prácticas van a fascinar a nadie. Para fascinar se necesitan ojos, señora Berenice, y las ruinas carecen de ojos…
—En la llanura, más allá del parquecito —dijo el tercer extranjero, parecido al nabab pero en escala reducida y con el aspecto prescindible de esas reproducciones de los grandes monumentos destinados al uso doméstico, a quien parecían haber traído sólo para hacer número—, se divisa una especie de burgo o arrabal. ¿Puedo pedirles que me digan qué, exactamente, es?
—Allí —explicó Terencio— viven unos nativos que, cuando en verano pasamos tres meses aquí…
—¡Tres meses! —exclamó la extranjera horrorizada—. ¡De veras que son ustedes una raza de valientes!
—… tres meses —continuó Olegario tratando que no le escocieran las palabras de la extranjera y jurándose encontrar una ocasión para violarla sin causarle ni recibir placer con este acto, sólo como castigo, hasta que la pelirroja pidiera perdón— que por lo demás se van en un suspiro, ellos trabajan cultivando sus predios y cazando o engordando animales para nuestra mesa…
El extranjero prescindible, que resultó no ser tan prescindible puesto que acaparaba la conversación, preguntó, encendiendo también su pipa:
—¿Antropófagos, me imagino?
Las mujeres, sobresaltadas, se pusieron de pie, apretando sus acongojados pañuelos entre sus dedos y a los ángulos de sus ojos por si lagrimearan:
—¿Cómo puede usted preguntar una cosa así?
—Hay cosas que se saben y no se dicen ante las damas, señor mío…
—¡Ah! ¿Entonces se sabe?
—Señoras —intervino con tono oficial el nabab—. Nuestra intención no ha sido amedrentarlas. Son ustedes demasiado encantadoras, y las mujeres encantadoras son dignas de nuestra mayor consideración, como un soldado valiente, o como un sirviente fiel. ¿Qué sería de nuestra civilización sin estas dulces tiranías?
—Ha llegado el momento —proclamó el extranjero prescindible con una autoridad que redujo a los otros dos— que la familia Ventura se enfrente con la amarga verdad de que como en todo nativo existe un antropófago en potencia, no queda otra alternativa que eliminarlos a todos.
Hermógenes carraspeó pidiendo licencia para intervenir:
—En mi opinión, están suficientemente «eliminados» manteniéndolos, como los mantenemos, en estado de aislamiento y dependencia…
—Es evidente que su opinión no es ni informada ni rigurosa. Prueba: lo que ha sucedido aquí en la casa de campo.
—¡Pero si no ha sucedido absolutamente nada, mi querido señor extranjero! —trinó Celeste—. Las singulares floraciones que cultivamos siguen engalanando nuestras ánforas, como siempre, y los pavos reales vigilan día y noche con la infinitud de sus ojos de pluma…
El extranjero prescindible prescindió de Celeste. Se puso de pie y, pasando por alto la elemental regla de buena crianza que ordena no transformar jamás una reunión presidida por damas en una reunión de negocios, se dirigió de esta manera a los comensales sentados alrededor de la mesa donde, atareadísimos, Juan Pérez y el Mayordomo les ofrecían refrescos y golosinas:
—Si las minas de oro que visitaremos mañana son en efecto tan estupendas como creo, al transferirlas ustedes a nuestras manos nosotros eliminaremos realmente, no nominalmente como ustedes, a los antropófagos: lo mecanizaremos todo para prescindir de ellos. Con el fin de que no revivan aquí sus nefastos hábitos, al principio les daremos facilidades para que emigren a las grandes metrópolis llenas de fábricas y de humo, que darán cuenta de ellos. Los que permanezcan aquí, y siempre habrá un hato de empecinados que insistan en quedarse…
—Continúe, tío —lo azuzó el sobrino, quien, si no fuera demasiado obvio, aquí tendría que lanzar una carcajada que el autor calificaría de siniestra—. Continúe hasta el final…
Pero el extranjero prescindible, distraído por algo, había detenido su oración: paseaba su mirada por la llanura, lo que pareció endulzarlo, y cambió el tono de su charla:
—¿Cuánto falta —preguntó con acento ahora carente de admonición— para que las gramíneas comiencen a desprender los famosos vilanos?
Adelaida, autoridad familiar en lo agrícola, se dignó responderle con los labios rígidos de desprecio ante tanta ignorancia:
—Dentro de diez días estarán como yesca y comenzará la borrasca.
—Tenemos ese plazo, entonces —declaró el extranjero—. Luego, al partir de regreso, libraremos para siempre a esta región del flagelo de los vilanos.
—¿Cómo? —preguntaron todos a coro.
Con una llamarada demasiado oportuna para que su auditorio no comprendiera el comentario, encendió su pipa. Algunos se pusieron de pie, picoteando nerviosos las delicadezas del piscolabis, o consultaron sus relojes, o ponderaron la guirnalda de niños extendida en el jardín, las mujeres gorjeantes, los hombres elegantemente envarados pese al largo viaje. De reojo examinaban al extranjero del que al comienzo habían prescindido como el más anodino: repantingado en su sillón de mimbre, la cabeza calva, las mejillas colgantes como un dogo, encerraba la taza de su pipa dentro de su puño. De pronto lo relajó soltando una humareda: todos sintieron el impulso de huir, que controlaron, aunque Balbina, que era tonta, se puso de pie con un gritito y corrió hasta la balaustrada. Su familia, afectuosa, la llamó para que regresara al sitio que le correspondía. No insistieron, sin embargo, porque nada de lo que Balbina hiciera tenía importancia. Con un gesto de la cabeza el Mayordomo le indicó a Juan Pérez que se acercara a atender a Balbina que reclinaba su cabeza en una de las urnas derruidas. Le ofreció una tentadora ración de torta Pompadour para que así no siguiera escudriñando tan histéricamente el parque y se reintegrara a la fila de sus pacíficos iguales sentados en torno a los visitantes.
—¿A qué hora partiremos mañana? —preguntó el rubio.
—Lo más temprano que se pueda —repuso el extranjero que había resultado ser el único imprescindible de los tres.
—Y de paso —gorjeó Celeste— haremos un pequeño rodeo para visitar la laguna y la cascada con las ninfeas gigantescas que recuerdo como una obra maestra de la naturaleza…
—Balbina ¿por qué no vienes? —la llamó Eulalia.
Balbina no se movió. El ballet de los niños sobre el césped mullido como el terciopelo le parecía a Balbina una visión celestial, ajena a las contingencias de su persona o su familia, parte de ese continuum de espejismos que envolvían toda su experiencia. Pronto, Eulalia, solicitada por otros cálculos, olvidó la ausencia de Balbina, que permaneció aparentemente tranquila contemplando las siluetas de los niños, allá abajo, y escuchando sus exclamaciones candorosas, tan encantadoras que deseó al instante huir de la terraza, donde era imposible no someterse a las tensiones del ambiente, para ir a integrarse a sus juegos. Pero a Balbina, gorda y encorsetada, enjoyada y emplumada, le hubiera costado mucho desplazar su volumen sumado al de su crinolina con la soltura de los críos, que eran sólo reencarnaciones de ella y sus hermanos y sus primos además de ser ellos mismos, indeterminadamente ocupando sitios intercambiables del pasado y del presente, unánimes en su ensoñación. Algo faltaba, sin embargo, una voz que viniera del cielo, consuelo y guía que en otras ocasiones emitía los místicos pronunciamientos que la inspiraban. Ella no recordaba qué decía esa voz, sólo su presencia invocándola —Balbina, Balbina, Balbina mía— que la aprisionaba en una dulzura física ahora ausente de la perfección del parque y del mundo.
¿Ausente?
No. No desde la mansarda sino del césped, y mezclada con las voces de los niños, oyó la voz amada que no le decía Balbina, Balbina, sino mamá, mamá entre un revuelo de faldas y puños y libreas y patadas que de repente aglutinaron a niños y criados en el jardín. Balbina, dentro de lo que en ella cabía, se alertó, aunque nadie del resto de la familia había notado el insignificante fenómeno que interpretaron como una aglomeración sin gracia de la coreografía infantil. Pero Juan Pérez corrió a la balaustrada. Sin etiqueta le entregó la taza da café y la bandeja a Balbina. Nadie le otorgó categoría a este sorprendente gesto, ni quiso descifrar la introducción de la mano del lacayo bajo el faldón recamado de su librea para verificar la empuñadura de su pistola.
—Con el debido respeto, Su Merced —le dijo Juan Pérez—, le ruego que permanezca totalmente tranquila y no demuestre que sabe que el señor Wenceslao ha vuelto a casa.
—¿Pero de dónde va a haber vuelto mi muñeca preciosa? —preguntó Balbina. Y en seguida gritó—: ¡Wenceslao, Wenceslao, tesoro mío, ven a los brazos de tu madre!
3
Wenceslao pateaba, mordía, manoteaba, resistiendo a los lacayos que intentaban someter sus piernas frenéticas y sujetarlo del pelo y de las orejas para desvestirlo, y vestirlo de nuevo con los despojos del atavío de la poupée diabolique que ahora le quedaba pequeño. Atenazándole la cabeza con las manos musculosas lograron cubrirle el cabello con una peluca de rulos rubios robada a Ludmila, mientras le gritaba a Juan Pérez —éste, arrellanado en su sillón con el plumerito en la mano contemplaba riendo la ardua transformación— que jamás le diría dónde se hallaba Agapito, advirtiéndole que temiera a su hermano transformado en antropófago como él, que iba a caer sobre la casa con mil hombres hambrientos, la vieja crueldad reinvestida de significación porque el odio era ahora una necesidad. Peroraba con tal virulencia, que las manos de los lacayos en vez de pintarle los labios sólo lograron embadurnarle la cara de manera lamentable.
—No importa —los tranquilizó Juan Pérez—. Los señores, por lo que se desprende de su actitud frente a la cancela, están empeñados en correr el tupido velo familiar sobre cualquier detalle desazonante. También lo harán ante el maquillaje defectuoso del señor Wenceslao. Vamos.
—Espera —le dijo Wenceslao al ser empujado fuera de la habitación por los lacayos—. Te quiero advertir que recuerdes el poder que tengo sobre la pobre tonta de mi madre. En las presentes circunstancias bastará una palabra mía para que ella desencadene una tormenta en la que perecerán todos ustedes ahogados por sus propios designios.
—Es lamentable —comentó Juan Pérez a los lacayos para no interpelar directamente a quien las formas aún señalaban como amo— que un pobre niño, víctima de toda suerte de influencias maléficas, ose expresarse de modo tan irreverente de su madre que, además de ser una santa que mucho ha sufrido, lo ama con locura…
Iban marchando por el pasillo, Juan Pérez a la cabeza, dos lacayos siguiéndolo, luego Wenceslao arrepollándose por costumbre los holanes de sus refajos, y a la retaguardia cuatro lacayos con pistolas abultadas bajo sus libreas. Armas inútiles —pensó Wenceslao, decidiendo callar por el momento y seguir adelante— porque en cuanto cruzaran el vestíbulo de la rosa de los vientos, remontaran la escala y entraran al salón de baile donde los grandes se recreaban con un concierto antes de retirarse a descansar, nadie podría detener sus palabras. Pero Juan Pérez impartía órdenes con acentos tan serenos que de pronto lo acometió la enorme certeza de hallarse ante un hombre nuevo, capaz de prescindir de Agapito, el alegre, el botarate, el de la linda voz, porque ahora manejaba secretos refuerzos, para Wenceslao desconocidos. Si el nuevo Juan Pérez que avanzaba a la cabeza de la comitiva blandiendo el plumerito como una guaripola podía descartar su dependencia de Agapito desvistiéndose de su parte más vulnerable encarnada en su envidia a él, iba a menospreciar su secreto del escondite de su hermano —este escriba desea comunicar aquí a sus lectores, ajeno, por cierto, al conocimiento de los personajes de esta fábula, que Wenceslao había logrado ayudarlo a esconderse con Arabela en la isla del laghetto—, y entonces él, Wenceslao, se vería obligado a apelar a subterfugios aún indeterminados para someter al vil lacayo que lo tenía en su poder.
La extranjera, sentada al arpa, ejecutaba Biondina in Gondoletta, que no se ajustaba ni a su registro ni a sus capacidades estilísticas. En el débil reverbero de las velas —escasas por orden del Mayordomo y celebradas por un «Tiene más magia así…» de Celeste—, los Ventura y los extranjeros acomodados en la sillería de oro formaban un círculo cortés pero inatento, algunos adormecidos por la intolerable fatiga del viaje, otros despiertos pero arrobados en la propia concupiscencia o en la desasosegante sospecha de que los personajes del fresco hoy los sitiaban, ocultando bajo sus capas cortas y sus puños de encaje, no la flor habitual, ni la joya, ni el billet doux, sino pistolas, y que no reían, sino que acechaban. Pese a que la voz de la extranjera podía calificarse de cualquier cosa menos de argentina, era, además de las buenas maneras, cierto aire de sumisión lo que mantenía a la concurrencia fija en sus posiciones a pesar del agotamiento de la larguísima jornada.
Fue justamente esta sumisión de su parentela —sumisión a una fuerza aún inidentificable— lo primero que la sensibilidad de Wenceslao captó al entrar: esa ligera fetidez vergonzosa que exhalan los cuerpos aterrados difundiéndose en la penumbra de la triunfante sala. Reconoció a Balbina transformada por las sombras en un monstruoso bulto rosa que dormitaba echada como una bestia en un sitial de coruscaciones doradas, y como se dio cuenta que ésta no iba a ser la oportunidad más adecuada para el análisis, se dispuso a lanzarse a sus brazos exclamando:
—¡Mamá…!
—Shshsh…
¿Cómo identificar a esa áspera mujer que cantaba, saber de quiénes eran esas caras interpuestas entre las otras caras, familiares aun en la sombra? No pudo seguir elucubrando porque el Mayordomo había cruzado la estancia, colocándose, como debe hacerlo un sirviente, detrás de él y repitiendo con respeto la onomatopeya de los señores:
—Shshsh…
Wenceslao sintió el cañón de una pistola apretado contra su espalda. Para desconcertar al Mayordomo subió muy lentamente sus brazos como alzando una cesta de imaginarias cerezas, colocó sus pies en quinta posición, y delicadamente, siguiendo las modulaciones de la voz y el arpa, diseñó con su cuerpo un arabesque, avanzando, al hacerlo, uno, dos pasos, y del arabesque pasó a una pirouette y a un pas de bourrée que le condujeron hasta el centro del círculo admirativo, libre ahora del malvagio traditore que manoseaba su pistola al contemplar a esa alondra escapada que, burlándose de él, amenazaba perderse por las perspectivas de las logias abiertas a los insuperables cielos del arte. Los que se habían adormilado reaccionaron ante el hechizo de este niño graciosísimo haciendo monadas en el centro del salón. Balbina, sonriente, miraba ufana alrededor suyo dispuesta a participar a quien lo ignorara que este silfo era su hijo, que ésta, la poupée diabolique, le pertenecía, su existencia misma concebida para divertirla. Dándole un codazo a Celeste, que aún no se había percatado de la presencia de Wenceslao, le susurró al oído:
—¿No te parece una delicia como baila mi hijo?
—¡Es una figurita de biscuit! —asintió, puntual, Celeste.
Desde el centro del pavimento ajedrezado, mientras prolongaba su danza al son del arpa, dándose tiempo para descifrar lo que sentía y pensaba y veía, el panorama del terror que los mantenía presos cada uno dentro de sus repeticiones e imitaciones de sí mismos, le pareció de una falsedad nauseabunda. ¡Con qué fingida bonhomía Anselmo daba vueltas las páginas de la música en el atril iluminado por dos velas! ¡Qué víbora maligna se ocultaba bajo la sensibilidad anhelante de Celeste! ¡Qué inmenso animal enfangado en su autocomplacencia era su madre! ¡Qué falso el negro de las sienes de Olegario, qué hipócrita el de sus bigotazos! ¡Qué dependiente de las sombras de su galante tricornio era el ardor de las miradas que Eulalia prodigaba al más joven de los desconocidos! ¿Sabían, acaso —y temerosos exageraban sus máscaras—, que todos los lacayos que estaban atendiéndolos, sin que fuera posible descubrir ni un error en su tenue, llevaban pistolas cargadas y sin seguro metidas en sus fajas de seda?
Hermógenes, contrario a los demás, no parecía temer ni pistolas ni apariciones de sobrinos sorpresivos. De pie tras el sillón del más importante de los desconocidos explicándole que este espectáculo, aunque pareciera ensayado, representaba la candorosa inspiración de un niño de su estirpe, era todo intriga, o más exactamente, todo maniobra. Superior y distinto a ella hacía converger hacia él toda la sumisión de la familia, asumiéndola con el fin de manejarla debidamente y depositarla por medio de amables secretos en los oídos de estos señorones todos iguales que ocupaban los asientos de honor en el salón de baile. Para él —como para ellos y, como de pronto se dio cuenta Wenceslao ejecutando un entrechat más bien modesto, como para Juan Pérez— el futuro nada tenía de incierto. Y Hermógenes, satisfecho con estos prolegómenos, contaba los segundos para que, al alejarse el último trino de la soprano y la última pirouette del danzarín por las mentirosas avenidas de los frescos, los dejaran, por fin, en paz tanto a él como a los extranjeros, para tirarse agotados por la tensión del viaje en las mejores camas de la casa.
Juan Pérez no sabía vincularse con el poder más que por medio de maquinaciones clandestinas que lo tornaban vulnerable a cualquier emoción. Así, no calculó que las grandes alianzas suelen establecerse directa y fríamente, de fuerza a fuerza, prescindiendo de consideraciones ideológicas y personalistas de frágil constitución puesto que no encarnan más que la carencia de esa autoridad oficial, sorda, y ciega, que en definitiva es la única que cuenta.
Todo sucedió, por decirlo de algún modo, a espaldas de Juan Pérez, en cinco minutos. Durante la batahola producida por los niños jugando a La Marquesa Salió A Las Cinco, que irrumpieron disfrazados en el salón de baile, Cosme, con el rostro devorado por el vitriolo, se constituyó en partenaire de la poupée diabolique en un pas-de-deux que Juvenal acompañó al clavicordio: entonces, hasta Hermógenes, austero, avejentado por las preocupaciones, se anegó en los gestos de la paternidad gratificada por el retorno de sus polluelos. Fue un instante emotivo, casi gemütlicb, que el nabab de patillas coloradas, en su papel emblemático que lo facultaba para cerrar tratos en nombre de los suyos, eligió para decirle, sin necesidad de disimulo, unas cuantas palabras al Mayordomo. Éste le contestó afirmativamente, con la lucidez de quien sabe el valor de lo que da y de lo que recibe y no duda que su certidumbre está definiendo el futuro. La concurrencia reía, en todo caso —el nabab, después de despachar su misión oficial se reintegró al jolgorio—, con la petite pièce armada por la Marquesa al reencontrar a su pobre nieta, que le fuera raptada en la cuna, y que a la vuelta de la vida, y para vergüenza de tan encopetada dama, se dedicaba a las tablas. El Mayordomo no tuvo más trabajo, para cumplir con su parte del programa, que preocuparse de que los niños obedecieran la consigna: por solidaridad con el agotamiento reinante no hablarles esa noche —para no tener que hablar nunca más si las cosas salían como previstas— a sus padres; no molestarlos, sino a lo sumo divertirlos con alguna invención ligera después de los besos de rigor ya que, en buenas cuentas, no había transcurrido más que un día de ausencia y las excesivas demostraciones de apego no serían procedentes; sobre todo nada de decirles ni contarles nada, de otro modo sufrirían de esos castigos que no dejan huella. Al final de la zarabanda a la que otras parejas también se unieron —cabe destacar entre ellas a la interesante pareja formada por Melania y el extranjero más joven, que produjo el escándalo de Adelaida y el regocijo de Hermógenes que al instante incluyó a su sobrina en sus programas como cebo—, Wenceslao se detuvo en medio del salón de baile para interpelar a su prima:
—El capullo se agostaba en lo más azul de la noche, cuando la ajetreada jungla presumía su vapuleadora intransigencia con el fin de destruir la orografía imperial de mi sangre. ¿Por qué tú, jerarca de la belleza, cuyos suspiros sólo he cosechado en el ergástulo de mi abrazo…?
Melania no estaba segura —¿cómo estarlo de nada?— de interpretar correctamente las alusiones con que Wenceslao presumía de hacerle chantaje. Temiendo que los grandes fueran capaces de descodificar el idioma marquesal, se apresuró a responder echando mano al consabido lujo de su retórica:
—Banal sería, oh atribulado vástago de los eriales, el intento de arañar el cristal de la brisa para soterrar en su meliflua cadencia nuestros secretos palaciegos como una ráfaga de perfumes violados…
No, no, se dijo Wenceslao, no, porque no tenía puesto el corazón ni en la zarabanda ni en la comedia de difuso contenido a la que a estas alturas todos los primos, aun los más averiados, se habían sumado. Encubierto por la retórica que lo identificaba con la proposición bidimensional del trompe l’oeil, hacía votos para que, aprovechando el tumulto producido por su propia aparición en el césped, Agapito, acarreando a Arabela, se hubiera escabullido del escondite en que los dejó en la isla de rocaille, y sorteando a los sirvientes hubieran logrado esconderse, como convinieron, en el dormitorio de Balbina, donde en un instante, en cuanto ejecutara la reverencia final de la zarabanda, él arrastraría a su madre para que les sirviera de escudo. ¡Cómo había engordado, pensó Wenceslao al verla devorar merengues en su sitial de oro! ¡Cómo se había monstruificado! ¡Cómo se habían monstruificado todos los grandes durante su ausencia! ¿O Adelaida fue siempre este horrendo pajarraco juzgador, descontroladamente balbuceando un semirrosario y moviendo su cabeza como en un tic de desaprobación que hoy parecía hacerla presa del baile de San Vito? ¿Y la negrura del pelo de Olegario, de sus bigotes, vello, botas, era sólo tintura, pintura, pomada, fijado en el perpetuo gesto artificial de esa máscara? ¿Y los otros…, por qué en la penumbra de sus plumas Eulalia parecía un palpitante molusco de blancos brazos blandos listos para ahorcar, de garganta carnosa lista para engullir? ¿Y Silvestre era un lacayo más, resoplando, constreñido por las espirales de su propia obesidad? Sentados en rueda alrededor de los niños harapientos que ahora bailaban un minué, este círculo de caricaturas le pareció incapaz de reaccionar más que por medio de repeticiones de sus propias imágenes, hoy exageradas y difusas como las postreras reverberaciones de un eco. Al acercarse al sitial de Balbina del brazo de Cosme vio, sin embargo, que el rostro de su madre contemplaba a los niños con el pavor de quien contempla a seres grotescos, y al controvertir el horror resultaban ellos, ya no los grandes, las caricaturas. Como para alejarse de esas imágenes horrendas, Balbina se reclinó en el respaldo de su asiento. Y con la última monada suscitada por la última nota del clavecín, Wenceslao, abriendo los brazos, se lanzó a abrazar a su madre, cubriéndola de besos. Pero ella, rígida en su sitial, miraba algo, alguien que acaparaba su vista justo detrás de Wenceslao, que dio vuelta su cabeza: era Cosme, la sonrisa apenas reconocible entre las llagas de su máscara purulenta.
—Que se quite esa máscara, hijo mío, me da mucho miedo este juego de La Marquesa Salió A Las Cinco. A veces me parece que en realidad nunca lo he entendido —dijo Balbina con voz diminuta que la concurrencia entera escuchó.
—No es máscara, mamá…
—¿Qué es, entonces?
El Mayordomo interpuso una bandeja de merengues entre los ojos de Balbina y el rostro de Cosme, pero ella, de un manotón, lanzó los dulces rodando hechos trizas por el pavimento ajedrezado.
—¡Quítate esa máscara! —chilló Balbina.
Todos callaron. Hermógenes, protectivo, se colocó detrás de su hermana, palmoteándole las espalda para tranquilizarla, pero en realidad listo para amordazarla con el pañuelo empapado en agua de azahar que le entregó Lidia, por si Balbina gritaba algo que fuera inconveniente para los delicados oídos de los extranjeros, sus ilustrísimos huéspedes a los que no debían proporcionar más que agrados.
Balbina, amenazante, poniéndose de pie, encaró a Cosme:
—¿Me vas a obedecer?
—¿Cómo? —preguntó él alzándose de hombros desesperanzado.
Y Balbina se lanzó sobre Cosme intentando, con sus blandas manecitas inútiles, arrancarle la máscara de su tortura, rasgarle la piel, gritándole que obedeciera, que qué significaba esto de los niños vestidos de harapos, de su flacura y sus heridas, de su estado de miseria y enfermedad, de la casa misma hecha una pocilga, una ruina, de estos asquerosos merengues de yeso sin azúcar que sólo simulaban ser merengues, que ella quería merengues de veras, que qué sucedía, que a ella no le gustaban las cosas feas, ruinosas, viejas, ni los vestidos ajados, que le daban miedo, que le gustaban las muñecas, las rosas, las libélulas, que no quería ver otras cosas, que no las aceptaba, que le explicaran, que qué sucedía, que lo explicara el Mayordomo, que lo explicaran los niños, que dónde, por fin, estaba Adriano…
—Adriano… Adriano…
Y gritaba el nombre de su marido mientras manoteaba y pataleaba defendiéndose de los que intentaban apresarla, con Wenceslao pataleando y mordiendo junto a ella. La verdad es que Balbina dijo mucho —demasiado— en escasos minutos. Los grandes explicaron a los extranjeros que no se trataba más que de otro episodio de La Marquesa Salió A Las Cinco, juego que les tenía absorbido el seso a sus hijos inocentes —y a Balbina que, ya lo habían visto, no tenía más juicio que un niño— y que a veces, en esta ocasión por ejemplo, el exceso de fantasía los descontrolaba. Ya se tomarían las medidas necesarias para que no volviera a suceder. Hermógenes mandó traer camisas de fuerza que, explicó a los extranjeros —al parecer dispuestos a aceptar cualquier explicación—, formaban parte de la utilería del juego, como los harapos, y metiendo a Balbina que sollozaba y a Wenceslao que pateaba dentro de ellas, se los llevaron, sin más trámite que la restitución de las sonrisas en todos los rostros, a la misma torre donde tuvieron encerrado durante tantos años al pobre Adriano. Cuando desaparecieron, todos suspiraron con alivio y los caballeros pidieron permiso a las damas para encender nuevos puros. Los niños, entretanto, se habían confundido con las figuras silenciosas de los frescos, olvidados como parte del muro hasta que un acceso de tos de Cordelia volvió a llamar la atención de los grandes sobre su existencia. Más tarde los besarían. Y con un gesto de sus manos, los padres les indicaron que salieran sin hacer ruido del salón de baile para dedicarse a la ternura y hablar con ellos, quizás, mañana.
—Toca algo, Juvenal… —dijo Celeste.
—Sí, sí…
—Que toque algo…
—Para pasar el mal rato.
—¿Qué mal rato?
—Un episodio de juego no es nunca un mal rato.
—Algo alegre, en todo caso.
—No —dijo Celeste—. Opino que la melancolía posee sutilezas ausentes en cualquier manifestación de alegría.
—¿Tienen alguna preferencia musical nuestros ilustres visitantes?