1
La penumbra, por definición, tiene el carácter relativo y transitorio de los estados intermedios puesto que proviene de, o devendrá, o se define en relación a la luz y a la sombra. Las tinieblas, en cambio, poseen un implacable carácter de cosa permanente y sin matices, independiente del tiempo, parte de la eternidad y específicamente de la eternidad maldita: por esto los sirvientes de rango menor que dormían en los sótanos odiaban ese lóbrego infierno al que se sentían condenados. Y hasta el candil al que a veces tenían derecho parecía no extinguirse sino ser arrebatado por la oscuridad a que pertenecía, igual que el sueño, que no era más que una forma de tiniebla paralela a la fatiga que al final del trabajo diario se abalanzaba sobre ellos para devorarlos de un solo bocado. Por esto, despertar al día siguiente era una sorpresa cuya credibilidad se les iba definiendo sólo poco a poco al subir a través de los sucesivos niveles del sótano, de estrato en estrato de penumbra en disminución, hasta llegar a las menos densas, e ingresar, por último, en esa fina penumbra manipulada por el Mayordomo, que compartían con los niños. Los sirvientes se encontraban tan ensimismados en el destino que los tenía condenados al sótano que, debido a que desconocían otras actividades salvo las relacionadas con la sobrevivencia —y las inherentes a la mística con que los Ventura pretendían acicalarles el hambre—, no se planteaban la posibilidad de que estos sótanos poseyeran una historia previa a sus miserias y que hubieran sido construidos con otro fin que el de alojarlas, como tampoco imaginaban que pudieran extenderse más allá de los límites que su cautela establecía.
Pero los subterráneos de la casa de campo eran muchísimo más vastos y muchísimo más viejos que el espacio y el tiempo de que sus imaginaciones —y las de sus señores— podían dotarlos. No es mi intención, aunque como narrador omnisciente tendría derecho a hacerlo, contar la historia de esos sótanos pretendiendo que es independiente de mi antojo, o que existe fuera de esta página. Ni topógrafo ni espeleólogo, ni minero ni ingeniero, no voy a levantar un plano de esta mina de sal tan vasta y tan vieja como la de Wieliczka. Aspiro sólo a establecer el proscenio para mi recitación, rico, eso sí, de bastidores, bambalinas, telones y tramoyas, y complejo de utilería y vestuario, pero matizado por la reserva, de modo que mi monólogo —no nos engañemos: no pretendo que esta narración sea otra cosa— cobre proyecciones que ni mi propia intención desconoce.
Mis lectores sabrán que desde remotos tiempos y entre ciertos pueblos extendidos por el mundo entero, la sal tuvo el prestigioso carácter de símbolo de los instintos de lealtad, bondad, hospitalidad, generosidad, y afirmar que «hay sal entre nosotros» era enunciar estos sentimientos, de modo que bastaba decir que alguien «es la sal de la tierra» para señalar su excelencia. Pero no fue, seguramente, con el propósito de ilustrar estos exaltados conceptos que el remoto tatarabuelo de nuestros Ventura, después de tanta guerra y exterminio, hizo levantar la primera casa de la familia —castillo, o más bien fortaleza, no el palacio que mis lectores conocen como descendiente de aquellas construcciones heroicas— encima de la mina de sal, sino con otros dos fines: uno, para ratificar el también viejo concepto de que «sentarse o asentarse encima de la sal», en varias culturas, posee el significado de eminencia, o de hegemonía; y dos, pensando ya en las gangas, con el propósito de controlar la sal, por aquellos tiempos el único valor de cambio, una suerte de dinero que permitía a los aborígenes desarrollar su propio rudimentario comercio. Al edificar una casa encima de la mina y defender el predio reservado para el solaz de la familia por medio del cerco de lanzas, los Ventura encerraron todos los accesos a la mina, reservándose, sin embargo, los más importantes como entradas a aquella parte de los sótanos, donde establecieron algunas dependencias de la casa. Terminó así, en una generación, rápidamente, el trabajo de la sal y se olvidó su importancia, instaurándose en cambio la explotación del oro en delgadas láminas, cuyo objeto los nativos no alcanzaban a comprender, quedando de este modo reducidos al trueque, y dependientes de lo que los Ventura les quisieran dar en cambio. Fue así como la sal dejó de representar la autonomía de los nativos, y, por lo tanto, el peligro. Los Ventura, entonces, pudieron sellar definitivamente la mina con un voluntarioso olvido de los pólipos de túneles y cavernas sobre los que la mansión se alzaba, que no tardaron en quedar reducidos en sus memorias a la conocida topografía de la parte utilizada, y a un incierto «un poco más allá», también de fácil manejo. Algo después, cuando ya se olvidó del todo el motivo del emplazamiento de la casa en un paraje tan desolado, los Ventura, como para hacer gala de su ignorancia, no dejaban de preguntarse, verano tras aburrido verano, jugando al croquet o al naipe o tomando el té, qué diablos podía haber impulsado al tatarabuelo a emplazar allí su casa.
Pero de pronto, a raíz del asalto, el sótano pareció incandescer en las imaginaciones de los sirvientes que lo habitaban, quemarlas con una presencia peligrosa que antes jamás había tenido. Algunos audaces, ahora, no todos, se negaban a dormir en ese insondable laberinto de pasillos húmedos de filtraciones y moho, donde un topo, por ejemplo, o una lombriz ancha y pegajosa como una lengua podía interrumpirles el sueño con una caricia; o al revés, donde el aire empobrecido parecía carecer de densidad suficiente para alimentar la respiración de los sirvientes que dormían encorvados en sus jergones perdidos en los vericuetos. ¿Por qué, si la casa era tan grande y si los señores se encontraban ausentes y quién sabe cuándo regresarían, si es que regresaban, tenían que dormir allí habiendo sitio de sobra en otras partes? El malestar causado por esto llegaba a los oídos de los cabecillas, amenazante como una viga maestra que cruje antes de partirse y hacer desplomarse al edificio entero. Así, para que nadie pudiera seguir propagando viles historias, los cabecillas decidieron instaurar la esperanza como el gran engaño: sí, los sirvientes seguirían habitando los sótanos, pero la dedicación podía sacarlos de allí, era sólo cuestión de hacer méritos. Y como para demostrarlo desaparecieron de las cuevas uno, dos, tres, cuatro, una docena o más sirvientes —pocos, claro, si se considera el crecido número del personal; pero en fin, por algo se comienza— que dejaron de vivir en los sótanos, abandonando allí sus juguetes, el ábaco incompleto, la mandolina, la figurilla rota, la lechuza, el tarot que nadie sabía echar, y olvidando a sus compañeros de pasadizo, de celda o de jergón, entumecidos en la soledad que alrededor de ellos se iba ampliando gracias al señuelo de esta esperanza. Se encontraban con los desaparecidos durante las horas de servicio —al desempolvar con sus plumeros la colección de faisanes embalsamados dentro de sus vitrinas, por ejemplo—, quienes, alegres y tostados por el sol de la llanura, habían sido premiados, contaban, con el derecho a vivir en una choza construida por cada uno y dotada de un mínimo jardincillo adyacente, pero jardincillo propio al fin y al cabo, por haber sido quien se apoderó de Arabela en la biblioteca, o quien delató a Cosme o quien tenía en observación a Justiniano, a Valerio, a Teodora, todos a punto de caer, o estaban en connivencia con el delicioso Amadeo, un inocente silfo que parecía ocupado en las mismas tareas epigonales que sus demás amigos del piano nobile, pero que en realidad cooperaba con las fuerzas del Mayordomo para encontrar el paradero de Wenceslao. Sí, cada uno de los sirvientes podía, si se empeñaba, salir del sótano.
Así arengó el Mayordomo a todo el personal reunido. Y en seguida, para demostrarles que sus desvelos por ellos no eran pura retórica como sus enemigos alegaban, destacó a cuadrillas de albañiles armados de cal y piedra, de plomadas, paletas, cerchas, llagueros y niveles, que en un abrir y cerrar de ojos tapiaron todas las entradas de los pasadizos del sótano, las que quedaban justo más allá de las últimas puertas y jergones. Las tinieblas definitivas, así, la vieja oscuridad infernal, quedó, ahora, relegada más allá de los muros chorreados aún de cal: las dramáticas bocas cavernosas y desdentadas, los socavones que al titilar de un candil encendían una constelación de ojos de gato en la sal de las bóvedas, los hacinamientos de muebles de tantos años anteriores corrompiéndose en los pasadizos de piedra labrada con una técnica hoy perdida, los estanques tan inmóviles que parecía que jamás hubiera caído en ellos el reflejo de un rostro, todas estas cosas desapacibles quedaron para siempre relegadas detrás de los nuevos tabiques que con ese propósito hizo construir el Mayordomo.
Uno de los problemas más engorrosos que fue necesario definir antes de tapiar algunos túneles, fue si era conveniente dejar adentro, o afuera, al alcance de los cocineros, los abandonados jardines de criptógamas que, debido al descuido, proliferaban de tal manera que algunos pasillos quedaban tapiados naturalmente por estas excrecencias como por una aglomeración de monstruos ciegos. Sus tamaños y aspectos eran tan variados y aberrantes como si cada uno estuviera improvisando sus formas. A ojos vista parecían crecer, hincharse obscenamente, unir y desunir su pulpa medio animal, medio vegetal; pero al hundir en ella el dedo esas carnes no volvían a recuperar su forma porque carecían de elasticidad, como si fuera la carne de un anciano. La mayor parte de los sirvientes quería relegar a las criptógamas a la oscuridad definitiva tras los muros nuevos. Pero el Chef, a quien no le gustaba quedar disminuido ante las arengas del Mayordomo, reunió extraoficialmente al personal para explicarles:
—Las criptógamas, pese a su aspecto aterrante, son muy útiles para nuestros fines, además de ser, en mi modesta opinión, muy sabrosas. No es verdad que a los niños díscolos se les alimente con carne humana, como ellos creen, ya que ninguno de nosotros se atrevería a cometer un crimen tan atroz. Comer carne humana, hoy por hoy, es una experiencia refinadísima reservada para casos especiales, para una élite dedicada a la ciencia que, aunque la pruebe, no delinque, por el simple hecho de ser élite. Lo que les servimos a los niños es carne de criptógama, de las variedades más firmes, que semejan carne humana. Las elegimos porque tienen un nauseabundo perfume particular desconocido hasta ahora para los niños, a los que hemos convencido que es el perfume específico de la carne humana guisada, y que los hace vomitar. Es necesario, entonces, cuidarse de no tapiar todos estos jardines de criptógamas puesto que nos proporcionan la sustancia misma de nuestros castigos sin los cuales no existiría el orden que es nuestra alta misión mantener.
«¿Quién sostiene que la tiniebla es un estado absoluto? No estoy de acuerdo. Difícilmente existe tiniebla más total que ésta, y sin embargo veo, adivino, invento, recuerdo el relumbre de las ramas de oro en las bocamangas de la librea de Agapito dormido con su cabeza sobre mi vientre, y discierno el claror de su jabot, empobrecido porque rasgué los encajes par utilizar algunos como vendas. Mis ojos han aprendido a distinguir varias formas de oscuridad porque no les queda otra opción».
Hace quizás semanas que Agapito y yo vivimos aquí. Si puede llamarse vivir esta espera sin esperanza, inútil porque no sé qué espero que me libere de esta espera, ni qué haría si de pronto dejara de ser absurda la esperanza. Y permanezco aquí no tanto por la inactividad resultante de la herida que inmoviliza a Agapito, a quien no quiero abandonar, como por mi confusión ante todo lo sucedido y lo que sucederá. Acabo de despertar. Ahora no veo la caverna pero sé que es muy alta, vasta como un circo, con una laguna en el centro y una bóveda agujereada por hornacinas y panales, donde otrora vi cien cuerpos de bronce multiplicando en el agua sus teas alzadas. No, no lo he soñado, pero aún no despierto del todo. Como ha sido siempre mi primer impulso al despertar desde que estamos confinados aquí, estiro la mano para palpar el pecho de mi amigo, por si sus vendas aparecen húmedas otra vez. Tengo que permanecer junto a él, atendiéndolo porque nuestro destino es uno, y todo perdería el poco significado que le queda si nos separáramos. Agapito, en su delirio, me ruega, me grita que lo deje, que lo racional sería que al menos yo me salvara, y repite y repite que dentro de muchos, muchos años, cuando todo haya terminado y no figure más que como una pesadilla en la crónica, y nuestra amistad sea sólo otro símbolo más de la derrota, alguien quizás descubra aquí sus huesos escarchados por los restos de oro de su librea: estudiará el género de su esqueleto, su edad geológica, su raza, no las emociones que lo caracterizaron. Entretanto todas nuestras historias, dice, habrán proseguido su camino hacia sus desenlaces, cercanos o distantes pero inexorables, no afectados por la trivialidad de su muerte. Tengo que permanecer hasta el fin junto a él, sobre todo para probarle que ninguna muerte es trivial.
»¿Cuánto tiempo más durará esto? Seis panes, doce panes dirá Amadeo, que así cuenta el tiempo. Pero para mí la relación de su tiempo con el de la realidad permanece opaco. En todo caso, aquí, sin reglas que fijen la duración de los transcursos, tienen que bastarnos los panes de Amadeo, no tan asquerosos como las criptógamas, nuestro otro alimento: éstas me provocaron vómitos, no por desagradables, sino porque una dieta de hongos pude enloquecer a cualquiera, como la que comíamos antes que el buen Amadeo con su pan y su tiempo llegara hasta nosotros y ya no tuvimos que volver a probarlos. Amadeo me cuenta que condenaron todas las puertas de la casa y que pintaron todos los cristales de las ventanas de negro. Pero él inventó una técnica para no permanecer exiliado del tiempo: en el gabinete de los moros uno de los cristales negros tiene una trizadura en una esquina, un pelito de luz que recoge y refleja el día y es el agente intermediario entre la luz y la penumbra, entre el afuera y el adentro, entre la verdad y la superchería. En cuanto oscurece el pelito, Amadeo sabe que es de noche y cuenta no el paso de un día, sino cuatro panes: es decir, la cantidad mínima con que se puede saciar el hambre de dos personas, Agapito y yo. Siempre le enseñé que si yo desaparecía me buscara por el túnel oculto más allá de la puerta que queda detrás de la cocina negra en que Mignon asó a Aída en el sótano de las columnas rechonchas. Amadeo se interna un poco por ese túnel, lanza un cuchillo de plata robado en el comedor de modo que su tintineo se retransmite por el socavón de piedra, y su eco, prolongado de túnel en túnel, llega hasta nuestro silencioso escondrijo aquí en el fondo. Yo acudo a su llamado: me entrega una bolsa de pan —panes contados, que, ya que nos servirán para regularizar el hambre, será una manera de instaurar una cronología inventada, de pan en pan, una ficción, o mejor decir un «acuerdo», que es lo esencial en toda ficción, que nos permitirá entendernos—, me relata lo sucedido arriba y me trae quinina para aliviar la fiebre de Agapito. Ávido, le pregunto qué hora es en este mismo instante, y me responde, por ejemplo, que minutos antes de descender, la trizadura estaba cambiando de color como un cabello que se dora en el crepúsculo: entonces, por medio de Amadeo, de ese pelito, se reestablece mi relación con el exterior poblado por la historia a la que tengo derecho. La última vez que lo vi, Amadeo me comunicó que hoy —calculo que es hoy: él me dijo «dentro de ocho panes»— comenzarán a tapiar los accesos al sótano. El Mayordomo sostiene que los sirvientes que duermen aquí y merecen comodidades después de su heroico desempeño en la tarea de la reconstrucción, se lo han solicitado muy respetuosamente. Pero no es verdad que es por eso, me explica Amadeo: es por el miedo que les produjo la reaparición de Cosme, sí, reapareció tullido, con la mitad del rostro y un ojo quemado por el vitriolo. Permanece inclinado sobre el tablero pero es incapaz de seguir las vicisitudes de una partida de ajedrez. Que Cosme sea incapaz de jugar, que yo esté encerrado en el sótano significa que el castigo inherente a toda derrota no es tanto la humillación, que al fin y al cabo es soportable, sino el permanecer afuera de todo lo que importa.
»Por lo menos queda esto: levantar la cabeza de Agapito, posarla suavemente en el suelo, encender una cerilla que hace relumbrar las sales de las paredes y la bóveda: no las veo —las he visto antes— porque escudriño su rostro. Duerme tranquilo. No se ha vuelto a desvanecer. Sí, sí, sobre las vendas se destaca su estrella roja como una condecoración en el pecho. ¿Dónde, en qué parte, exactamente, estaría mi condecoración, si el cuchillo de mi padre hubiera terminado de caer? Camino, uno, dos, tres, cuatro pasos a mi derecha: llego al estanque que debió haber recibido mi sangre ceremonial confundida con los reflejos de las antorchas de los nativos que no aceptaron la criminal ofrenda de mi padre. Del reborde mismo en que me tuvieron tendido —alcancé a dejar de contar los segundos, iniciando mi ingreso en la eternidad— tomo los encajes que me sirvieron de vendas en la curación de ayer, cargados de ricos minerales quizás beneficiosos después de haberlos lavado en el estanque, secos, ahora, y limpios. Regreso los mismos cuatro pasos hasta el cuerpo de Agapito. Lo palpo. Prefiero hacer todo esto mientras duerme, no sólo por ahorrarle el dolor sino para que en su desesperación no me siga urgiendo que huya, huye, Wenceslao, huye, que no te atrapen, sálvate, porque salvándote tú nos salvamos todos. ¿Por qué insistes en cargarme con esa responsabilidad? Después de enfrentar a mi padre acusándole de hybris en cuanto los nativos me liberaron de su cuchillo, rechazo esa carga porque, por el momento, con mi fe en él desmoronada, no tengo más respuesta que la individual, el instinto de las viejas emociones compartidas, mi sentido común que no alumbra más que un candil, pero en fin, es todo lo que tengo. Agapito duerme. Le quito casi furtivamente la venda. Se agita un poco, pero le quito otra y otra capa de encaje: limpio la herida cuyo contorno, hoy, me parece tan preciso como el de una monedita y por eso adivino que sanará. Es cuestión de esperar, si podemos. Entonces, cuando nuestros padres regresen —regresarán: el oro se produce en estas tierras—, saldremos a la superficie y los lacayos, entonces, no podrán hacer nada contra nosotros y nosotros podremos hacer lo que queramos contra ellos: yo seré omnipotente otra vez disfrazándome de poupée diabolique, rizos, faldas, enaguas almidonadas; y convenceré a mi madre que exija los servicios de Agapito como lacayo particular, para que así esté a salvo junto a nosotros: destruiremos todo para que nada caiga, excepto lo podrido, y de este modo todo sea otra cosa, algo que aún no conozco: lo peor es haber tenido certezas y saber que ahora, de reconstruirse algo, será reconstruir cualquier cosa menos certezas, por saberlas peligrosas.
»Vuelvo a colocar la venda de encaje que corto del jabot con uno de los cuchillos de plata que me lanzó Amadeo. Me siento junto a Agapito a comer el último pan de mi lugarteniente: esto es señal de que ha llegado el momento de acercarme por el pasadizo hasta las inmediaciones de la puerta. Dejo a Agapito, la bolsa de pan junto a su mano por si despertara y no me encontrara a su lado. Sé hacia dónde tengo que caminar. Ocho pasos a la izquierda, a tientas por la pared hasta encontrar la boca del túnel en cuyas irregularidades, aun en las tinieblas, fosforecen los minerales: camino quizás media hora, puede ser que más, o menos, no importa, voy bien porque llego a la cueva invadida por las criptógamas, que cruzo como un bravo explorador, segando y amputando con mi cuchillo de plata las cabezas y los muñones que han crecido desde que pasé por aquí hace catorce panes, para llegar a otro pasadizo y por él alcanzar una escalera de caracol vertiginosamente vertical. Asciendo. Remata en una antesala donde convergen cinco túneles horizontales de piedra labrada. Palpo: penetro por el túnel del medio. Camino y camino y camino con las manos por delante como un sonámbulo para tocar el revés de la puerta de madera, al final, pero no la toco, no llego, permanezco lejos, a mucha distancia porque…, sí…, sucede algo inhabitual: picotas cavan, alguien canta, una voz ríe. Me tiro al suelo. Avanzo arrastrándome silencioso para ver y que no me vean, un resplandor en el fondo, un punto de luz que crece a medida que sigo reptando, quiero ver, no me importa el riesgo, crece el resplandor en la boca iluminada del pasadizo: una linterna, dos hombres tapiando la entrada, riendo, contando historias, colocando hilada tras hilada de piedras. Sólo veo luz desde las rodillas de los hombres. ¿Cuánto hace que están trabajando? ¿En cuánto rato más terminarán y quedaremos sepultados, Agapito y yo? Otra hilada de piedras: ahora los veo sólo de la cintura para arriba. ¿No volveré jamás a la superficie, entonces? ¿Y si los atacara sorpresivamente, a toda carrera, con los cuchillos de plata, y entrara como una tromba y subiera al piano nobile a desafiar al Mayordomo? Me mataría: sería fácil justificar mi muerte alegando que mi padre odiaba a sus hijos y los fue matando uno a uno, yo el último. ¡Qué fácil es juzgar y condenar a mi padre! ¡Y qué cerca de la verdad estarían, pero cuán errados! Pero no, Cordelia lo dijo: que a mí me maten no es mi papel. Quizás mi papel no sea más que morir emparedado aquí con Agapito porque da lo mismo morir emparedado en el vientre de una antiquísima mina de sal que bajo el cuchillo de un padre cuando los nativos congregados le pidieron este sacrificio como prueba de que era capaz de todo por ellos. Si cumplía, ellos lo apoyarían hasta la muerte. Mi padre estuvo de acuerdo en comprar su solidaridad con mi pequeña vida, pero sin siquiera solicitármelo. Yo, quizás hubiera aceptado, pero no me lo pidió. Aunque el cuchillo no llegó a bajar, todo quedó corrompido entre mi padre y yo. Debe significar algo alentador, sin embargo, que en la gran caverna del estanque, los nativos, luciendo sus joyas y sus penachos y sus lanzas, en el momento mismo en que mi padre iba a hundir su cuchillo en mi cuello, se lo impidieron con un salvaje ulular a coro. Que no, que bastaba con esa prueba, gritaron, y lanzaron sus antorchas al agua de modo que, con el breve chirrido y la repentina oscuridad y el humo, creí, de hecho, haber muerto. Una parte mía, es verdad, murió. Es como si llevara la cicatriz. Pero debo rescatar esa parte mía y reformularla jugando mi suerte con Agapito porque eso sería resucitar de otra manera.
»Ahora veo sólo dos cabezas y el cuenco invertido de luz en la pequeña bóveda. Hablan. Silban. Trabajan. ¿Cómo es posible pensar en otra cosa que en el hecho de que Agapito y yo, en unos minutos más, quedaremos enterrados vivos? Las otras entradas al sótano también estarán tapiadas. Con mi desaliento, en todo caso, y la oscuridad, yo no sabría encontrarlas, de modo que moriremos en este laberinto. Ya no veo sus cabezas: sólo una línea de resplandor curvo en la bóveda que me recuerda que existe el otro lado.
»Pero de pronto, dentro de mí, un fogonazo me dice que quizás no todo esté perdido, me recuerda que no sólo debo mirar hacia adelante, hacia adentro de la casa de mis mayores, porque puede haber salvación por el otro lado. Mientras extinguen definitivamente la luz que tenía delante y clausuran mi posibilidad de avanzar hacia ella, se enciende otra luz, distante, pequeña, en el otro extremo de mi ser por decirlo así: en el caserío. Mi esperanza de pronto exaltada, recuerda, abre sus ojos hacia el sitio imaginado o recordado de donde viene la otra luz. Sí: mi padre y mis hermanas y mi padre y yo entramos a este túnel una vez, por esta puerta recién tapiada. Y seguimos este pasadizo que conozco, y bajamos la escala interminable y seguimos por el otro túnel hasta el estanque donde mi padre me quiso matar y los nativos reunidos me salvaron. ¿Por qué no tiranizar mi recuerdo, para continuar más allá del intento criminal que me bloquea? Tendido aquí, boca abajo, mi imaginación, forzándose, da un salto feroz para recular por encima de las prohibiciones: la cámara de los vestidos y las pieles moteadas y los jarros de cerámica opalescente, sí, mi padre encendió brevemente la luz para tentar con estas cosas nuestros ojos, y al otro lado veo a dos nativos desnudos portando teas, y el largo pasadizo que nos condujo hasta el caserío: la luz, el aire vivo —no este aire exánime— lamiéndonos las mejillas, la explanada de arena blanca bajo el peñasco, las chozas, la visión de la llanura, el sacrificio de un cerdo, ceremonia más humana que disponerse a sacrificarme a mí. ¿Lo calcularía todo justo en ese momento, al ver agonizar a la bestia, cambiándome a mí por ella con el pensamiento, transformando mi pequeña vida en un proyecto suyo? Repto. Avanzo con los brazos extendidos, abarcando todo el pasadizo, casi hasta el muro recién construido. Me detengo porque mi mente inundada con estas imágenes me hace relajarme, como desmayándome, apoyando mi mejilla en el suelo, extendiendo mis brazos y mis dedos abiertos. ¿Pero qué es esto? ¿Qué toco? ¿Una bolsa? Sí, la bolsa del tiempo y del pan: en busca de ella he venido. Amadeo cumplió. Despierto. No puedo gozar de mi relajación porque mis dedos tocan la bolsa de papel y la agarran. La última bolsa de pan, quizás. El pan recién comido me indicó que Amadeo vendría ahora, después de mi último pan, el número catorce, a dejarme esta bolsa. Pese a los peligros de hoy, cumplió. ¡Mi buen, mi inútil Amadeo! Con el sobresalto del tacto del papel me pongo de pie, la bolsa en la mano. Ya no sé hacia dónde es el túnel que me llevaría a la casa, ni hacia dónde el que me llevará donde Agapito. Enciendo una cerilla: es hacia allá. Pero antes de apagarla veo que en el papel haya un mensaje: DENTRO DE DOCE PANES EN EL CASERÍO. Sin firma. Es él. Y me lanzo a correr por el pasadizo gritando: Agapito… Agapito…
2
Los niños, igual que los nativos, igual que los grandes, sabían calcular —desde hacía tantas generaciones que ya era casi un instinto— en qué momento la benigna naturaleza de Marulanda comenzaba a preparar su hostilidad y con qué aceleramiento se iban acercando la maduración de las gramíneas y el soplar del cierzo otoñal hasta producir aquel extraño fenómeno meteorológico, por cierto único en el mundo, de las borrascas de vilanos que anualmente asolaban la región. Todo comenzaba, como hemos visto, con un primer vilano atrapado en la seda negra de la corbata de Terencio. Y durante los pocos días de reposo que mediaban entre este primer aviso y la conciencia de que sería una locura no comenzar ahora mismo la preparación de los baúles para viajar, las mujeres de la familia, escotadas para aliviarse del bochorno, se acodaban en la balaustrada bajo sombrillas forradas de verde, y los hombres se instalaban en las mecedoras de los balcones con los chalecos de piqué desabotonados y los jipijapas hundidos hasta las cejas, a contemplar —no sin orgullo, ya que ellos, los Ventura, eran no sólo los propietarios, sino los autores de tan bello panorama— la prodigiosa llanura, alba y liviana de penachos enhiestos de horizonte a horizonte, benigna aún por unos días, ondeando tan ligera en la brisa que parecía que Marulanda entero navegara en una nube de la más pura blancura hacia una región donde esta gloria no fuera lo pasajero sino lo permanente.
Los sirvientes, en cambio, no eran capaces ni de captar esta belleza ni de calcular el peligro inherente en ella: la relación del personal con Marulanda era efímera, puesto que se contrataba a la gente por temporada, de año en año, de verano en verano, para ser licenciados a su regreso a la capital por razones y fechas que ni los amos sentían obligación de justificar ni los sirvientes pretendían tener derecho a cuestionar.
En el verano que tiene lugar esta segunda parte de mi fábula, los sirvientes comenzaron a sentir muy pronto un no sé qué, un ahogo, una necesidad de prisa que les causaba no sólo torpeza en el servicio sino una inestabilidad que los hacía tan susceptibles al desgano como al frenesí, presagiando la inminencia de una catástrofe en la que todos perecerían. El calor era insoportable. Las libreas de terciopelo color amaranto, pesadas de sudor, se cubrían de unos microscópicos vellos blancos inidentificables para los lacayos. Ahogados, como los niños, languidecían sin luz y sin aire en el interior de la casa clausurada. Día a día, allá en la llanura, lejos o cerca, se hinchaba más y más la nube platinada que seguía a Juan Pérez y a sus esbirros al trillar los esponjosos penachos con sus carreras en busca ya no sabían de quién ni para qué. Harto con los escrúpulos del Mayordomo, sin siquiera consultarlo porque sentía como nadie el peligro del tiempo que se abalanzaba sobre ellos, Juan Pérez dio órdenes al Jardinero Mayor que, fuera como fuera y en no más de dos días, erigiera de nuevo la reja de las lanzas, con las lanzas que encontrara y en el perímetro que resultara. Quedó un reducto de lo más modesto, definido por un cinturón de fierro que comenzaba en el medio mismo del rosedal, casi al pie de la escalinata, a pocos pasos de la casa: un recinto casi carcelario. Así, furibundo, se lo gritó el Mayordomo a Juan Pérez:
—¡… y yo no me he sacrificado como me he sacrificado para terminar viviendo en una cárcel!
—Así resultará una defensa más efectiva —trató de apaciguarlo Juan Pérez.
Ni Juan Pérez ni nadie hubiera sabido especificar, a estas alturas, defensa contra qué ni contra quién, porque hasta el Mayordomo mismo ya se daba cuenta de que era contra nada y contra todo. Inútil seguir pretendiendo que se trataba de una defensa contra los antropófagos que, perseguidos, asesinados, desarticuladas sus bandas y exilados o en prisión, los pocos restantes ya no constituían un peligro, aunque sí un pretexto para seguir sembrando el terror. Y un niño, un solo niño, Wenceslao —aún lo creían heredero de las perniciosas enseñanzas de su padre; ignoraban que la derrota y el desengaño obligan a replantearse todo de otra manera, y por eso el nuevo ataque, por llamarlo así, sería no sólo por otro flanco sino de maneras que quizás a primera vista no parecerían ataque—, no podía mantener a todos los ánimos de una población en vilo porque, en buenas cuentas, sin sus aliados, los antropófagos, nada sería capaz de hacer.
¿Y los señores, se preguntaban los cabecillas? Sí. Los señores. Ellos regresarían, tarde o temprano: aquí en Marulanda —y en esto concordaban los cabecillas con el razonamiento de Wenceslao— se producía el oro. Ellos resultarían ser el peligro definitivo. Iban a regresar escoltados por un nuevo contingente de servidores, frescos de esperanza y entusiasmo, portando armas nuevas como juguetes y cargados de municiones como de bombones —a ellos ya no les iban quedando— y por lo tanto iba a ser inútil hacerles frente: sería más elegante, para no decir necesario, sumarse a ellos y cosechar lo que se pudiera cosechar…, desalentadora forma de cuasi derrota dentro del triunfo que aún no saboreaban del todo. Sí, cosechar, siempre que los amos estuvieran de acuerdo en correr un tupido velo sobre… tantas y tantas cosas. Pero claro, en ese sentido los sirvientes, que compartían con sus amos el mismo código moral aunque diferentemente formulado, sabían que no corrían peligro: la culpa de los desastres más graves iban a cargarse a la cuenta del difunto Adriano Gomara y achacarlos al caos que produjo su locura durante ese infausto día durante el cual, por su edad y su experiencia, debió haber controlado no sólo a los niños sino todos los asuntos de Marulanda.
Los niños, en cambio, adivinaron al instante contra qué amenaza apenas delineada en la atmósfera se preparaba la inútil defensa de los sirvientes. Aunque claro, una reja de fierro no iba a ser de gran efectividad en ese sentido: justo un año antes, ellos también habían tenido que enfrentarse con la tormenta de vilanos. Pero en esa ocasión tuvieron de su lado a los nativos, que conocían el terreno. Con las viejas artes nacidas de la necesidad de sobrevivir no sólo les enseñaron a evitar la asfixia, sino que les advirtieron de antemano, para que no sintieran miedo, que al principio casi no notarían nada. Luego, explicaron, sería como si comenzaran a quedarse ciegos paulatinamente, todo difuso, los contornos de todo como estompados, hasta que un velo se extendiera entre ellos y el mundo, y entonces el maligno cierzo caería castigando a la llanura, sublevando a las esponjosas espigas maduras, arrancándoles hasta el último vilano, torturándolas durante semanas y semanas y semanas en que el aire tomaba una textura espesa, como de arena congelada irrespirable. Pero se podía respirar: eso les habían explicado los nativos. Los ojos podían no quedar heridos ni el rostro lijado…, era sólo cuestión de reducir la vida al mínimo, permanecer siempre lo más cerca posible de la tierra y con preferencia extendidos sobre ella, porque allí la densidad de vilanos era menor…, respirar apenas, en pequeños sorbos ni profundos ni frecuentes, reducir la actividad, no moverse, casi vegetar, hasta que por fin se fueran calmando los vientos, se abriera el cielo antes ennegrecido por la tempestad, y cayera el bendito hielo del invierno quemando de nuevo la tierra para que el ciclo pudiera comenzar entero otra vez.
Adriano Gomara había invitado a pasar el otoño dentro de la casa a las autoridades nativas con sus familias y sus séquitos. ¿Pero por qué sólo las autoridades tendrían este privilegio, y él el privilegio de invitar, los retó Valerio? ¿Por qué no abrir desde el principio, tal como se propuso, las puertas de la mansión a quien le apeteciera entrar? Para ganar su apoyo, Adriano aceptó que cientos de familias inundaran los aposentos y dependencias, que se vieron igualmente invadidos por los vilanos, ya que los nativos no comprendían las funciones del cristal y la ventana, creyendo que bastaba cerrar una puerta para protegerse. Wenceslao vigilaba, enseñaba inútilmente, rogaba, hasta que optó por irse a vivir en una de las casuchas del caserío, más adecuada para defenderse de los vilanos que ese caserón lleno de ventanales. Así se lo gritó a su padre que, seguido del fiel Mauro iba ascendiendo a la tribuna de la orquesta en el salón de baile con el fin de presidir una asamblea de jefes convocados para resolver los más urgentes problemas de sobrevivencia en tan adversas condiciones. Pero fue bien poco lo que entonces se pudo decir. O por lo menos, lo que se oyó, debido a las voces ablandadas, deformadas, por las ráfagas de vilanos que penetraban por los ventanales rotos, que al circular silbando por el salón ahogaban a Adriano y a su escolta mientras los jefes nativos permanecían hieráticos, envueltos en sus mantos multicolores, con los ojos cerrados, hablando casi sin abrir los labios, y los personajes renacentistas del trompe l’oeil se apresuraban a cubrir sus lujosas vestiduras con albornoces y a proteger, riendo, sus lindos rostros con máscaras, capuchas y almocelas como si se tratara sólo de una lluvia de confeti.
Ahora, todo el ciclo iba a comenzar de nuevo. El aire, por fortuna, permanecía aún tranquilo pero agobiante de calor: preferible, sin embargo, a que la brisa agitara los penachos, porque el menor movimiento los haría desgranarse. Como sabían esto, Wenceslao, Agapito, Arabela y el pequeño Amadeo avanzaban muy lentamente entre las plantas, apartando con prudencia los tallos y la cascada de sables mutiladores de sus hojas no sólo con el propósito de no hacerse daño, que bastante averiados iban, sino para que su itinerario no fuera causante de la desintegración del milagro que mantenía contra el azul del cielo, allá arriba, la unidad de cada copo, quizás aún por unos cuantos días que era urgentísimo aprovechar para la huida.
El aspecto de nuestros cuatro fugitivos al emprender su periplo por la llanura no podía ser más lastimoso: pálidos, endebles de sufrimiento y encierro, avanzaban a tropezones, como podían, como abriéndose paso a través de las dificultades insuperables de una pesadilla que, renovándose y renovándose, parecía eternizada. ¡Qué difícil movilizar a Agapito, tan alto, tan robusto! Febril aún, encorvado sobre el dolor de su herida, casi no se sostenía en pie: con las medias blancas en jirones, el jabot destrozado, la camisa sangrienta, caminaba a trastabillones apoyándose en Wenceslao, que abriéndoles paso los guiaba hacia una hipotética salvación de emplazamiento totalmente incierto si antes no los devoraban las alimañas de la llanura. Arabela avanzaba prendida del cinturón de Wenceslao, los ojos muy abiertos como para lograr ver sin sus gafas, y después de arrancarle del cuerpo los restos del vestido pegoteados con sus propias heces, cubierta sólo con la librea de Agapito, prenda más bien engorrosa en las presentes circunstancias, ya que las colas bordadas de oro dificultaban su desplazamiento, aunque la defendían de la agresión de las plantas: pero Amadeo se las iba desenredando como si él fuera el grande y el fuerte y ella la pequeña a quien debía cuidar porque él la había rescatado de la choza, sí, él, a Arabela, este pobre escombro que sobró de la tortura. El, Amadeo, en realidad los había salvado a todos: ya no era «una ricura», ni «de comérselo», sino el héroe de la jornada. Su deseo de extender este papel estelar lo llevaba a insistir con sus preguntas una y otra vez —Arabela y Agapito no tenían fuerzas para responder y Wenceslao iba demasiado preocupado de otras cosas—, a mendigar insaciablemente que le repitieran que lo querían mucho porque lo había hecho todo muy bien, pero muy, muy bien, y con su lastimera reiteración comprometía la escasa apostura heroica con que había nacido.
Pero no se podía negar que, en efecto, Amadeo se había desempeñado con sumo arte, aun, para decir la verdad, con sagacidad, con arrojo. Su primera treta fue, desde el momento mismo del asalto, dejarse identificar con los habitantes del piano nobile, tanto que los primos que no habitaban en esta exaltada región concibieron un odio ciego por Amadeo, refiriéndose a él —no al Mayordomo del año como había sido la costumbre de la casa en otros tiempos— como malvagio traditore. Controlaba apenas su miedo cuando Melania y Aglaée, cuyas mentes parecían haberse congelado alrededor de unas cuantas frases sin riesgo, besuqueándolo le repetían que estaba «de comérselo vivo», para que así, complaciendo a todo el mundo, nadie lo vigilara ni sospechara de él pese a saberlo el antiguo lugarteniente de Wenceslao. Quería circular libre por la casa para buscar a su primo, a quien seguramente encontraría en el túnel detrás de la cocina y no asolando la llanura, como lo hacía Juan Pérez. Este creía haber terminado con el asunto de los sótanos sin sospechar que los lacayos, atemorizados al calcular la extensión de ese laberinto, se negaron a seguir explorándolo y le mintieron. Contabilizando sus panes con infinita precisión, y contabilizando igualmente los que le iba entregando a Wenceslao, concertó su visita al caserío alegando que Arabela, la rebelde, la peligrosa, le confesaría todo a él, para estar allí cuando Wenceslao y Agapito emergieran de la tierra. Pese a que los niños jamás salían de casa, los hombres del Mayordomo, en la tarde preestablecida, lo fueron a buscar para llevarlo a la choza: jugueteando con él sobre sus rodillas en la calesa que los transportaba al caserío, se mofaron de él por el lenguaje de retardado mental con que hablaba. Amadeo permitió que los sirvientes se rieran porque esto lo hizo darse cuenta de que eran tan bastos que no comprendían ningún idioma salvo el propio, ni siquiera la jerigonza. ¡Qué raro —comentaron ellos— se había puesto el Mayordomo últimamente, ordenando tanto interrogatorio histérico, inútil, como si se propusiera quitarla a Juan Pérez esa prerrogativa! Con la falta de luces de este crío de escaso desarrollo físico y mental, y lo mal que quedó Arabela después de su interrogatorio, no se podía esperar gran cosa de esta entrevista. Cuando entraron en la choza, los hombres se desentendieron de los niños al oírlos hablar en su idioma de idiotas: pero claro, eso es lo que era Amadeo, y no sería imposible que después del castigo Arabela hubiera sufrido una regresión a la infancia en que esos sonidos incoherentes le quedaran como único medio de comunicación.
—Tepe vepongopo apa bupuscapar… —le dijo Amadeo.
Ella respondió:
—Nopo sepe sipi vopoy apa popoderper mopoverpermepe.
—¿Tepe sipiepentepes mapal?
—Sipi…, mupuchopo…
—Epestopos crepetipinopos hapay quepe apaburripirlopos paparapa quepe sepe apabupurrapan ypi sepe vapayapan…
—Sipi…
Amadeo dejó pasar un segundo antes de atreverse a murmurar el nombre de su primo:
—Wepencepeslapaopo nopos espepeperapa…
Arabela suspiró profundo. Se agitó sobre su fétido jergón en la choza de paredes de gramíneas secas. Amadeo no se movió de su posición, sentado con las piernas cruzadas en la tierra al pie de la cama, pese a que hubiera deseado darle a su prima un poco del pan que quedaba en la bolsa, y tocarla para compartir con ella su propio mendrugo de vitalidad. Los hombres del Mayordomo, tensos, impacientes, le preguntaron, como mofándose otra vez, si había averiguado algo de importancia: ahora arrogante, Amadeo les respondió que, como lo sabían, él era responsable de su misión secreta sólo ante al Mayordomo, de quien era persona de toda confianza, y no ante ellos que al fin y al cabo no eran más que lacayos de rango mezquino, de modo que procuraran no aburrirse, ya que el asunto que llevaba entre manos iba para largo. Los hombres del Mayordomo se fueron a buscar amigos o a beber, como se entiende que hacen los hombres, y se olvidaron de Amadeo, como con tanta frecuencia la gente parecía olvidarse de él, o no verlo, o por lo menos no darse cuenta de su presencia. Digo estas cosas porque, usando la prerrogativa del escritor que prefiere dar ciertos episodios por contados para seguir adelante con su relato, quiero que mis lectores me crean una sucesión de pequeñas peripecias sin tener que pormenorizarlas: que Amadeo perforó la pared de gramíneas de la choza con un cuchillo de plata que traía escondido en la faja, que salió por el boquete ayudando luego a salir a su prima, que la guió escondiéndose entre las primeras matas de gramíneas de la llanura por la orilla del caserío, llegando por fin a la roca negra junto al riachuelo y a la explanada de arena. Allí, escondidos en una oquedad de la roca, encontraron a Agapito y a Wenceslao esperándolos. No hablaron. No tenían nada que decirse. Sólo partir…, partir cuanto antes. En cualquier dirección. Lentamente porque no les quedaba otra forma de hacerlo, a ver si tenían la suerte harto improbable de llegar a las montañas azules que teñían el horizonte antes que se desataran los primeros vientos y murieran ahorcados por bufandas de vilanos. Pero con más seguridad morirían aquí, a unos cuantos pasos del caserío, de hambre, de sed, incapaces de proveerse de alimento, o simplemente víctimas de los disparos fortuitos de un lacayo más atemorizado que los niños mismos. En todo caso el asunto, ahora, era sobrevivir. Nada más. Sanar, si fuera posible, las heridas. Aliviar el dolor de Agapito y de Arabela. Procurarse agua, comida. Unirse a otros que como ellos emigraran sin dirección fija con la esperanza de encontrar reparo antes de que comenzara a soplar el cierzo; quizás acompañar a algún nativo huidizo que desde el momento del asalto vivía agazapado de temor entre las matas, toda gente como ellos que ya no sabían qué hacer con sus vidas, anonadados frente a catástrofes y desengaños muchísimo mayores que los que jamás soñaron, y comunicarse con gentes que se atrevían a reconocerse confundida y desesperanzada, a no saber, a ofrecer respuestas sólo tentativas, a no formular teorías porque nada era formulable en estas circunstancias en que toda acción, todo código se anulaba a sí mismo por no pertenecer a ningún contexto, y ellos, al huir, se excluían de todos.
En todo caso, que mis lectores estén tranquilos, porque Wenceslao, que en cierto sentido es mi héroe, no puede morir hasta el final de mi relato, si es que muere. Tal vez en más de un momento de esta fábula, que ya se prolonga demasiado para seguir llamándola así, los lectores que han llegado hasta aquí habrán pensado que hay pasajes en que Wenceslao se desdibuja, que pierde el relieve de su personalidad y parece a punto de extinguirse. Pero no importa. Esta no es, en esencia, la historia de Wenceslao, como tampoco la de ninguno de estos niños inverosímiles que hacen y hablan cosas inverosímiles. Tampoco propongo un análisis ni estudio de las relaciones que mantienen entre ellos, ni siquiera en el momento a que hemos llegado en mi fábula, cuando debemos imaginarnos a los cuatro ayudándose unos a otros como pueden al emprender la fuga por la vastedad tantas veces descrita del paisaje de Marulanda. Es que Wenceslao, igual que mis demás niños, es un personaje emblemático. Uno, quizás el más memorable, del grupo de niños y niñas que, como en un cuadro de Poussin, juguetean en el primer plano, inidentificables con ningún modelo porque no son retratos, porque sus rostros no están constreñidos por los estigmas de la individualidad y de las pasiones fuera de las más formales. Ellos y sus juegos son poco más que un pretexto para que el cuadro pueda llevar un nombre, porque lo expresado no reside tanto en sus juegos clásicos que sólo sirven como punto focal: tiene mayor jerarquía dentro de la tentativa del artista la interacción entre estos personajes y el paisaje de rocas y valles y árboles que se prolonga hasta el horizonte, de donde, en proporción áurea, despega del cielo, bellísimo, emocionante, intangible, que crea ese espacio aceptadamente irreal que es el protagonista del cuadro, como la narración pura es protagonista en una novela que logra triturar personajes, tiempo, espacio, psicología y sociología en una sola marea de lenguaje.
Quiero señalar la incapacidad para valérselas por sí mismos como una de las características más notables de los niños Ventura: educados para blandir el poder, quedaban ignorantes y desvalidos frente al menudeo de la vida diaria ya que sus padres estimaban como señal de acertada crianza que fueran inhábiles frente al mundo de los objetos que se estropean y es necesario componer, que se desordenan y ensucian y es necesario ordenar y limpiar; y la ocurrencia de que sus manjares poseyeran modestas biografías previas a aparecer aderezados sobre la vajilla de plata, y que el vello del terciopelo, el apresto del gro, el delineamiento de una levita obedecieran a algún concierto de inteligencia y manos antes de llegar a ellos en sus formas consumibles, no les cabía en la cabeza, porque justamente para hacerse cargo de todo esto —y no plantearse los sucios problemas de entre bambalinas que nada tenían que ver con la noble función de vivir— se contrataba a los sirvientes. Como consecuencia, los niños eran incapaces de organizar, de proyectar, de prever, de prepararse.
Así, mis lectores no se extrañarán que a ninguno de nuestros pequeños amigos que avanzaban tan dificultosamente por la llanura se le hubiera ocurrido aprovisionarse de una lanza, inútil, de acuerdo, para hacer frente a las armas de fuego, pero imprescindible para la caza: sólo concibieron esta carencia al divisar a un ciervo bordeando una de las escoriaciones que de trecho en trecho dejaban calvo el terreno, visión que los hizo darse cuenta que la fatiga casi paralizadora era proporcional al hambre. Pero incluso Wenceslao, que era más precavido que el resto, había olvidado en el fondo del sótano los cuchillos de plata que tan útiles hubieran resultado en la presente circunstancia.
—Yo traje el que usé para practicar el boquete en la pared de la choza —proclamó Amadeo—. Este cuchillo es mío y nos salvará a todos.
No era el mejor momento para aconsejarles escepticismo: Arabela se estaba desvaneciendo y era necesario descansar bajo una de las matas de mayor circunferencia. Se habían alejado lo suficiente del caserío como para no alcanzar a oír las voces, aunque todavía algún graznido, algún relincho. Tendieron a la niña en la sombra: la librea se abrió como una vaina, exponiendo su cuerpo manchado de cardenales y tachonado de minúsculos insectos puntiagudos convocados por su sangre. La voz de Arabela, flotante como un despojo salvajemente desprendido de su persona, murmuraba que quería comer algo. Agapito preguntó qué habían traído como provisiones para la fuga.
—Pan —respondió Amadeo.
—A ver —dijo Agapito—. Te queda sólo este pedazo.
Y exhausto de desaliento mientras Arabela masticaba el último mendrugo, Agapito se tendió a su lado reflexionando:
—Si no tenemos qué comer no nos podemos alejar de las chozas…
Pero se vieron obligados a hacerlo: en ese momento, en el caserío, parecieron descubrir la ausencia de Amadeo y Arabela porque de pronto se extendió el trajín de hombres poniéndose en pie de guerra: piquetes vociferantes comenzaron a trillar a caballo todo el contorno de la población, patrullando el curso del riachuelo metro por metro en busca de los fugitivos porque sin duda por allí, riachuelo arriba, intentarían escapar. El brío de las cabalgaduras, el peligro de sus patas desenfrenadas guiadas por los hombres que buscaban a los niños porque sabían que el Mayordomo se vengaría en cuanto se enterara de la fuga, pasaban muy cerca de los cuatro. Éstos, confiados en la artera protección de la casualidad, avanzaban casi arrastrándose entre las gramíneas, sin esconderse ni evitar a sus perseguidores, incapaces de tomar ninguna iniciativa fuera de la de cambiar la dirección de su marcha e internarse en la llanura perpendicularmente al peligroso curso del agua, las montañas azules que teñían un sector del horizonte como único norte. Caminando entre las hojas que les acuchillaban la cara, las manos, el cuerpo, que rasgaban lo que iba quedando de sus vestidos, veían cimbrearse allá arriba los penachos que les recordaban cuál sería su suerte si no se daban prisa. Descansaban un poco, volvían a emprender la marcha sin hablar, a veces creyendo —tan homogéneo era todo lo que sus ojos veían— que sin avanzar, hasta detenerse al borde de una de esas lacras pedregosas desde donde descubrían el horizonte, y podían así enmendar el rumbo de su huida hacia las montañas según donde éstas aparecieran. Eran tan insignificantes los cuatro frente a la furia de sus perseguidores que al cabo de poco percibieron que entre la vastedad de la geografía y su propia pequeñez se había establecido una suerte de alianza de protección. Dejaron de ver y oír y hasta de temer a sus perseguidores, y no continuaron enredándose en la atormentadora dialéctica que rechazaba y defendía la imposibilidad y la inutilidad de la empresa acometida: quedaron reducidos al hambre enloquecedora, a la sed, a la certeza de su destino de extinción. Intentaban comer algún tallo que al pasar no les parecía seco del todo, mascaban una hoja que los hacía toser y les provocaba arcadas y llanto y más fatiga, maldiciendo lo definitivo que era el triunfo de las gramíneas familiares sobre toda la vegetación. La llanura comenzó a teñirse de una acuosidad malva al atardecer, pero carente de paz, resonante de voces iracundas y agitada de carreras, como si sus enemigos estuvieran estrechando el cerco. Esperaron llegar al borde de una escoriación para hacer alto. Con el espacio libre ante ellos, no encerrados por la minuciosa repetición de las gramíneas vistas con una óptica obsesionante, por lo menos podían tener algo de perspectiva para vislumbrar a sus perseguidores apenas se acercaran. El aire fresco del crepúsculo hizo que Agapito, como velaje después de la calma chicha de los subterráneos, comenzara a desplegarse, a inquietarse, a querer hacer cosas pese a su herida. De pie desde su sitio examinó el terreno del claro.
—Hay una trampa —murmuró.
Wenceslao se incorporó, mirando el lugar señalado por Agapito.
—Rota —siguió diciendo el lacayo—. Puede haber caído un animal adentro. Dame el cuchillo, Amadeo.
—Es mi cuchillo —protestó Amadeo, escondiéndolo a su espalda—. Ya no estamos en los tiempos del tío Adriano cuando cualquiera tenía derecho a quitarte las cosas sin ningún respeto. Yo no soy como Melania y Juvenal que creen que el Mayordomo va a reestablecer el orden; pero tienes que pedirme prestado el cuchillo, Agapito, y yo decidiré si te lo presto.
—Amadeo —le dijo Agapito, sin poner en tela de juicio, por el momento, su sentido de la propiedad—. ¿Puedes hacerme el favor de prestarme tu cuchillo, que lo necesito por el bien de todos?
—No trates de justificarte diciendo que es para el bien de todos, que ya lo sabemos. Te lo presto con mucho gusto. Pero me lo tienes que devolver, porque es mío puesto que yo fui el único que se acordó de traer un cuchillo.
—Sí. Te lo devolveré. Y limpio, además.
—Así debe ser.
Agapito, encogido, con el cuchillo de plata empuñado como una daga, salió desde la vegetación al claro. Aguzando su oído al aire favorable oyó voces de gente que andaba cerca: de pronto deseó no encontrar —en vez de encontrar: el hambre, frente al peligro, pasó a segundo término— un animal dentro de la trampa porque iba a ser necesario esconderse allí. Estaba vacía. Desde el borde del agujero llamó con la mano a los otros, que transportando a Arabela comprendieron inmediatamente de qué se trataba porque ellos también habían escuchado voces cercanas, y sin decir nada se metieron en el agujero. Desde allí, Agapito cubrió la trampa como pudo, esperando que con la luz incierta del crepúsculo nada se notara.
La escena que sigue no la presenciaron los que se ocultaban dentro del agujero. Pero es breve y en un párrafo el autor puede relatar la pantomima a sus lectores: bajo los racimos de nubes que a esta hora eran como glicinas colgando del techo de una glorieta, el trozo escoriado de la llanura parecía un proscenio listo para la representación. Efectuaron su entrada tres lacayos de brillantes libreas y albos jabots, dos de ellos, que evidentemente se disponían a iniciar al más joven en alguna ceremonia, portando cada uno un manojo de penachos. Venían serios, lentos como figuras que toman posición para un pas-de-trois, guiando al lacayo joven, que sonriente, dispuesto, no traía nada en sus manos. Llegados muy cerca del agujero, los dos que portaban los manojos de gramíneas se separaron del otro que los miraba atónito, se enfrentaron, presentaron armas, tendieron sus floretes de mentira y con compases rectos y transversales, con movimientos remisos y violentos, se trenzaron en un floreo cada vez más encarnizado, al comienzo aplaudido por el espectador, pero al ver que los penachos despedían nubarrones de vilanos más y más abundantes a medida que crecía la saña de la falsa batalla, huyó a perderse porque era evidente que la polvareda vegetal, con la que no contaba, lo amedrentó. Los otros dos, entretanto, con estocadas a fondo, soltaron sus carcajadas, tiraron los despojos de sus armas y sin acobardarse con la limitada lluvia de vilanos que caía sobre ellos se sentaron en el suelo a charlar, cerca del agujero donde se escondían nuestros amigos, que pese a no verlos pudieron escuchar sus palabras.
—¡No nos creía!
—Es la primera vez que sale a la llanura porque sirve conmigo en el piano nobile y somos pocos los de allí que no vivimos en la luna de Babia.
—¡Bien merecido tiene el susto que le hemos dado con nuestra inocente demostración!
Uno de los lacayos extrajo del revés de la cola de su librea un frasco de vino que despacharon mientras charlaban. Pese al lujoso aspecto de sus atuendos, un observador que se hubiera acercado podría notar, en la menguante luz, sus uñas sucias, la barba de una semana, que demostraban que, pese al requerimiento de tenue intachable, algo fallaba de tal manera en la casa que detalles que «en los buenos tiempos», como decían Melania y Juvenal, hubieran sido inaceptables, parecían ahora envolverlos con desapacible aire de deterioro. El que más reía y bebía de los dos lacayos de pronto enmudeció:
—¿Qué te pasa? —le preguntó el otro.
—¡No puedo soportar más esta tensión! Algunos dicen que faltan sólo dos días y después ya no podremos respirar, otros que faltan dos o tres semanas: las dos proposiciones son aterradoras si no tenemos esperanza de encontrar refugio ahora que el Mayordomo hizo tapiar las entradas de los sótanos, maldito sea, ni de huir…
—¿Quién dice dos o tres días? —preguntó el otro.
—Los niños.
—No los del piano nobile, donde trabajo yo, que están muy preocupados porque la Marquesa, a su edad, espera un niño, según dicen de un caballerizo…
—¡Un caballerizo! ¡Qué escándalo! En fin, no, ésos no, ésos son los niños que no dan problemas porque se ocupan de las cosas que siempre los han ocupado. Son los otros los que hablan, los perversos epígonos de los antropófagos que nos hacen la vida insoportable. En cuanto nos acercamos a cumplir con nuestro deber de vigilar sus conversaciones se ponen a comentar las tempestades de vilanos del otoño pasado, cómo se ahogaban, cómo sufrieron al comienzo y hubieran muerto todos si don Adriano Gomara no les hubiera permitido refugiarse en los sótanos junto con los nativos. Dicen que son inmensos los sótanos. Cabríamos todos los sirvientes. Y todos los niños. Y tribus enteras de nativos. Dicen que hay algunas tribus que viven allá abajo todo el año, en la oscuridad, sin salir jamás a la superficie, casi mimetizados con las rocas, pálidos y blandos como hongos…, yo conozco un lacayo que cree haberlos visto moverse y oído hablar en la noche cerca del jergón donde él duerme. Ya no se puede comentar otra cosa que las inminentes tempestades de vilanos. Permanecemos al acecho por si oímos más detalles en las conversaciones de los niños que tampoco hablan de otra cosa y además suelen dibujar cosas incomprensibles que recogemos cuando vaciamos los papeleros para hacer la limpieza: los examinamos, como es nuestra obligación, y nos damos cuenta de que las figuras, al parecer ininteligibles, trazadas en el papel son nubarrones de vilanos, crueles ráfagas ahogando rostros horriblemente contorsionados por la angustia…, quisiéramos no oír lo que los niños dicen ni ver lo que dibujan o escriben, pero no podemos evitarlo porque es nuestra obligación. ¿Y ahora, con los sótanos cerrados, qué vamos a hacer? ¿Dónde refugiarnos? ¿No sería preferible lanzarnos a la llanura, vencerla, cruzarla, huir de Juan Pérez, del Mayordomo, de los niños alucinantes, y de los amos que cuando lleguen no querrán premiarnos sino castigarnos por la pérdida de Amadeo, esa ricura de niño, y de Arabela, y de Wenceslao, y de Mauro, y huir hacia las montañas azules que tiñen el horizonte?
Dar un grito, saltar fuera del hoyo, llamarlos, unirse a ellos al instante porque eran seres humanos aunque enemigos, acosados por las mismas angustias que ellos aunque planteadas de manera inversa: ése fue el impulso que, al oír a los borrachos; como un relámpago hizo ponerse de pie dentro de la trampa a Wenceslao y Agapito. Pero no alcanzaron a darse a conocer porque en seguida se oyeron voces:
—¡Viva el Mayordomo!
—¡Viva la familia Ventura!
—¡Abajo los antropófagos!
—¡Vivan los sirvientes!
En un minuto el claro se anegó de ajetreo, de caballos encabritándose peligrosamente cerca del agujero que cobijaba a nuestros cuatro amigos: cantos, disparos, preguntas, respuestas, carcajadas, más gritos, y desaparecieron llevándose a los dos que bebían. En otro minuto el claro quedó desmantelado de nuevo y el silencio pareció llenar hasta la última anfractuosidad de la llanura. Arabela, hecha un guiñapo en el fondo de la trampa, gemía. Amadeo lloraba pidiendo pan en jerigonza porque se le había olvidado el idioma normal. Wenceslao y Agapito, en la oscuridad, buscaron mutuamente sus miradas para preguntarse qué podían hacer para aliviar el hambre. Y la sed. Por lo pronto salir del agujero para no perecer ahogados por la llovizna de tierra que se desprendía de arriba, ni aplastados por la caída de un animal: ésta era la hora, explicaba Agapito a los niños, la pálida hora misteriosa y silenciosa suspendida entre el día y la noche en que los animales acuden a beber en los manantiales que de trecho en trecho brotan en la llanura, y estas trampas las construían los nativos en las inmediaciones de los manantiales para interceptarles el camino. Agapito trepaba hacia afuera, cuidándose, al salir, de no romper el frágil techo de gramíneas que sostenía la tierra. Desde el borde extrajo primero a Arabela, inerte, y a Amadeo, que no reaccionaba, ayudado por Wenceslao. Luego lo ayudó a salir a él.
A un extremo del claro, como si la piel de la tierra se hubiera replegado para descubrir algo como una pezuña, más relacionada con el esqueleto subyacente que con la superficie, se alzaba una roca como una mesa, no más alta que las gramíneas. Se acercaron a ella intentando confundir sus siluetas con su contorno. Después de ayudar a Agapito a disponer a Arabela y a Amadeo al pie de la roca, Wenceslao se subió, obedeciéndole a Agapito que le aconsejó tumbarse sobre ella para ver y no ser visto: allá las luces del caserío; casi en le horizonte o en lo que quedaba de él, la casa de campo envuelta en la esmeralda, ahora negra, del parque.
—Ya no se distinguen las montañas azules… —murmuró Wenceslao.
—Si dices que la casa está hacia allá y el caserío hacia allá, entonces las montañas tienen que estar en esa dirección —respondió Agapito desde el pie de la roca, señalando—. En todo caso no nos conviene movernos hasta volver a verlas y así no equivocarnos de camino.
¿Camino hacia qué?, se preguntó Wenceslao. ¡Si lo supiera! ¡Habían partido tan patéticamente y sin sentido! Y ahora no les quedaban fuerzas ni para lo mínimo, que era sobrevivir, mientras arriba se encendían unas cuantas estrellas sin que la bóveda perdiera su aspecto de cruel abstracción, como si fuera —igual que este insoportable presente— una ocurrencia suya. Pero debajo de la roca Agapito canturreaba. Estaba mejor, pensó Wenceslao. Quizás todo estuviera mejor, aunque quizás lo pensara sólo porque iban a dormir al aire libre. Ahora por lo menos, no como en el sótano, era posible conversar con Agapito.
—Agapito.
—¿Sí?
—¿Duermen?
—No se mueven y están vivos.
—¿Cómo lo sabes?
Los dos, de acuerdo, se saltaron una pregunta y una respuesta.
—¿Y lo de las trampas?
—Mi madre, que era tierna y paciente y risueña pese a las adversidades, era hija de una mujer de estas tierras que le contaba cosas…
Wenceslao se quedó en silencio un instante antes de arriesgarse a ser infantil, como Amadeo, y decir:
—Yo también sé cosas.
—¿Quieres contarme algo?
—Sí.
Y Wenceslao, tendido encima de la roca, le contó a Agapito, tendido debajo de ella, lo siguiente: que todo lo dicho por los dos borrachos junto al agujero no eran más que mentiras propagadas por sus primos para aterrorizarlos: ni ellos ni los nativos se habían refugiado jamás en el sótano. Más aún, su padre, alegando que era lo racional, había intentado obligar a los nativos a cobijarse en la mina durante la última temporada de vilanos. Pero los nativos poseían otro régimen de racionalidad frente al cual la de su padre se configuraba como una agresión, e intentaron explicarle que el sótano era un recinto sagrado al que no tenían acceso cuando volaban los vilanos porque así expiaban su vieja derrota en manos de los Ventura. Su padre había alegado que el presente estado de emergencia no era como para guiarse por tales supersticiones. Los nativos le reclamaron que no se trataba de una emergencia, ya que de generación en generación, año tras años, ellos les hacían frente a los vilanos a su manera, muy eficaz por otra parte. Si él no trataba de imponerse no existiría emergencia alguna. Fue entonces, durante una de las primeras borrascas, cuando el cierzo silbante metía pelusas por la garganta y por los ojos, que su padre, seguido por Mauro y un grupo de fieles armados con lanzas, rodearon a una tribu de nativos para meterla a la fuerza en el sótano y así «salvarla», produciendo enemistad irreconciliable entre salvadores y salvados. Los jefes anunciaron por medio de sus emisarios que ante tal insulto no les quedaba más que retirarse para siempre llevándose a sus tribus, dejando a Adriano Gomara solo con los niños, y revelándose así como lo que realmente era: un Ventura, un enemigo. Inquieto ante tal peligro convocó a una conferencia de los jefes en el salón de baile en medio de las ráfagas de vilanos. Éstos le exigieron como prueba de su lealtad incondicional que en el recinto más sagrado del sótano lo sacrificara a él, a su hijo, ante todo el pueblo reunido y de esta manera —no de otra: treinta generaciones antes de la llegada de los Ventura ya habían dejado de serlo— se revelarían como antropófagos al comerse a Wenceslao junto al estanque subterráneo. Este permaneció en silencio un instante. Agapito murmuró:
—Tal vez…
—Estás pensando lo mismo que yo.
—¿Lo digo?
—No. Todavía no. Ya llegará el momento. En todo caso fue entonces que tuvo lugar el siniestro asesinato simbólico de mi padre, real si no lo hubiera interrumpido el perdón no simbólico de los nativos gracias al cual yo nací de nuevo.
Y estamos juntos aquí, hubiera podido agregar, tú y yo para acometer una empresa por el momento desconocida. Los ojos de los dos traspasaban la oscuridad, buscando las montañas azules que no veían. Agapito entonó en voz muy baja una canción de las calientes tierras del sur que se prometió que algún día visitaría, pero ninguno de los dos resistió a la fatiga y se quedaron dormidos, como tanto les gusta hacerlo a los muchachos que son amigos, cerca el uno del otro, bajo las estrellas.
3
Lo primero que vieron a la luz del alba fue la hoja lúcida del cuchillo de plata de Amadeo, y el mango brillando enigmáticamente explícito de elegantes signos en el barro junto al agua: un boquete en la tierra no más grande que un abrazo rebalsando un líquido amarillento, que, increíblemente, reconocieron como agua. Al verla, depositaron a Arabela con escasa ceremonia en el suelo. Pese a haber adivinado al instante el historial del cuchillo, Agapito y Wenceslao se abalanzaron sobre el agua, y de bruces en el barro bebieron y bebieron el líquido salobre, y se empaparon la cara y el cuerpo y los brazos y la ropa reseca. Luego recuperaron a Arabela: sin moverla de su sitio para que no le dolieran las magulladuras que la tenían convertida en una muñeca descoyuntada, le llevaron agua en el cuenco de las manos para que antes que nada bebiera, y refrescarla después. Al revivir, Arabela preguntó con voz apenas audible:
—¿Y Amadeo?
Sólo entonces —perturbados por esa peculiar atmósfera tibia y olisca, semejante a la de una habitación encerrada donde duerme gente de cuerpo sucio y ropa añeja que suele albergarse en los sitios frecuentados por bestias que acuden a beber—, descansando en la sombra de las gramíneas, se atrevieron por fin a fijar la vista sobre el cuchillo que relucía en la tierra: sí, aportaba una respuesta a las angustiosas pesquisas de la mañana, después que al despertarse encontraron que Amadeo había desaparecido del lugar donde lo acostaron a dormir la noche anterior. Lo llamaron a gritos, hacia los cuatro puntos cardinales, sin atreverse a abandonar el cobijo de la roca para no exponerse a posibles miradas enemigas en medio del claro y para no dejar sola a Arabela. Sería necesario internarse más allá del claro: Agapito le advirtió a Wenceslao, que no hubiera podido hacer otra cosa, tan desfallecido de sed y hambre se encontraba, que permaneciera vigilante junto a Arabela: él explotaría el terreno sin entrar en los matorrales de gramíneas porque de hacerlo, en cinco minutos el gran espacio lo devoraría.
Desde su sitio, ahora bajo la roca junto a su prima, observó a Agapito examinando el terreno. Resultaba imposible conjeturar sobre lo que podía haberle sucedido a Amadeo, hacia qué lado podía haberse perdido, o hacia dónde se lo podían haber llevado sus hipotéticos raptores: era exquisito, se decía Wenceslao pensando en su lugarteniente, delicada presa para los antropófagos que se robaban a los niños malos en las historietas represivas y moralizantes que sus madres les relataban desde la infancia. Los movimientos de Agapito, ligeros, bien concertados, parecían señalar que sabía cómo y hacia dónde buscar porque aceptaba ser descendiente de antropófagos por el lado de su madre. ¿Cómo era posible que hubiera recobrado tanta fuerza después de tanta sangre perdida? ¿Era debido a las sales de la alberca subterránea que comenzaban a sanar su herida, o al aire matutino de la llanura que parecía haberlo desplegado entero como velamen pese a que aún caminaba encorvado? Wenceslao, en cambio, apenas lograba moverse. Hasta tener conciencia de ese hoyo quemante de hambre en el vientre significaba un esfuerzo.
Agapito, de pronto, como si hubiera encontrado algo en el claro, se detuvo. Regresó corriendo. Cargó a Arabela y mandó a Wenceslao que lo siguiera. Era posible cualquier cosa, explicó mientras marchaban, pero en la desconcertante homogeneidad de la llanura ¿por qué no seguir la única clave ofrecida, la única dirección marcada, que era la del sendero que cruzaba de parte a parte el claro, trazado por los animales salvajes al dirigirse al abrevadero? Una vez llegado a él, desplomados entre la vegetación, a punto de extinguirse con el calor del sol que iba montando en el cielo, divisaron sólo el cuchillo de plata relumbrante en el barro, no a Amadeo. No tocaron el cuchillo. Se quedaron mirándolo. No tenían fuerzas ni para gritar aunque sabían que Amadeo andaba cerca, sí, tan cerca que no necesitaban ni moverse ni llamarlo, sólo yacer allí, porque en un momento más Amadeo iba a aparecer a posesionarse de su cuchillo para salvarlos con él, tal como lo había prometido. No sabían si durmieron, ni cuántas horas ni cuántos minutos, pero el hecho es que, sueño o fatiga o modorra o alucinación o pesadilla, desde el fondo de ese curioso recinto definido al aire libre por frecuentes presencias animales, olor, calor, sangre, heces, sexo, les llegó un gemido. ¿Pájaro, ciervo, gato? No: Amadeo. Los tres, tambaleantes, se pusieron de pie gritando Amadeo, Amadeo, Amadeo, tan fuerte y repetidamente que sus voces histéricas cubrieron las repeticiones del gemido.
Fue Arabela quien lo encontró tumbado al otro lado de la mata bajo la cual habían reposado en el claro alrededor del manantial. Arabela no gritó. Permaneció muda junto al cuerpo ensangrentado y, ya que nada más podía hacer, se extendió como para dormir junto a él, intentando restañar con su mirada el aura de vida que flotaba aún en torno a los ojos de Amadeo. Al darse cuenta del extraño silencio de Arabela mientras ellos dos daban voces, corrieron hacia ella. Se arrodillaron junto a los dos cuerpos tendidos. Wenceslao tocó el corazón de Amadeo: latía aún y Amadeo sonrió al reconocer la mano de su primo sobre sus costillas. Agapito fue por agua, una y otra vez, refrescándolo, haciéndolo beber. Amadeo entreabrió los ojos: vio los de Arabela a menos de un palmo de los suyos. Murmuró:
—Arabela.
—Sí.
Y con un gran esfuerzo preguntó:
—¿Es verdad que soy exquisito?
—Sí, sí…
Entonces dijo:
—Perdónenme si insisto, sobre todo en este trance. Escúchenme. Acérquense porque no tengo fuerza para hablar muy alto y tengo algo un poco heterodoxo que proponerles.
Las tres cabezas se juntaron a la suya para oírlo:
—Voy a morir —dijo—. A las jabalinas no les gusta que les roben a sus pequeñuelos y yo con mi cuchillo quise matar a uno para que lo comiéramos. ¿Tienen hambre, no es verdad?
Los tres asintieron. Él continuó:
—¿Soy una ricura, no es verdad, de comerme vivo, como se lo han pasado la vida asegurándome que lo soy?
—Sí.
—¿Por qué, si les duele la barriga de hambre, y no saben cómo subsistirán para llegar a las montañas azules, no me comen a mí? No, no sean tontos, no lloren, no protesten, no estoy alucinado ni loco. ¿No fue éste —que alguien me coma— desde siempre mi destino, si soy una ricura? ¿Quién, entonces, mejor que ustedes? Querría seguir la aventura juntos y no puedo, pero ésta será otra forma de hacerlo. Y lo que sobre de mi carne, para que no se descomponga, lo podrán salar con el agua salobre del manantial y llevarla con ustedes para comer en el camino, así estaremos juntos un poco más. No lloren…, es sólo el realismo inmisericorde de los que están a punto de morir, que saben que lo perderán todo, incluso sus cuerpos, lo que me hace hablarles así…
Y después de dejarlos llorar otro poco, calculando el efecto de sus palabras, desdeñoso les preguntó:
—¿O tienen miedo, como nuestros padres, de ser antropófagos?
Ofendidos, los tres protestaron que no.
—Cualquiera que sepa pensar —continuó aún Amadeo—, y piense lo que piense, pensará siempre en la muerte, como yo, que por la muerte de mi gemelo lo he hecho desde que nací porque he vivido como si una parte mía ya estuviera muerta. No tengo miedo. Sí, por favor, esta última merced, quiero irme con ustedes, seguir con ustedes, nopo tepengapan miepedopo, sepe lopos ruepegopo, copomapanmepe popor fapavopor…
No les fue difícil darse cuenta cuándo expiró: siempre pálido, siempre transparente, de cabellos y pestañas y cejas demasiado claras y labios sin color, en la luz vegetal y en la proximidad del agua, sus facciones, de pronto, al cruzar cierta línea, se tornaron completamente limpias y su piel se tornó opaca y estática como la de un feto. Fue un poco después, cuando sus primos terminaron de llorarlo, pero no mucho después porque el tiempo urgía, que Agapito le preguntó a Wenceslao:
—¿Qué fue lo que ibas a decir a propósito de los antropófagos anoche antes de quedarnos dormidos en la roca?
—Lo sabes.
—Dilo —demandó Arabela—. Quiero saberlo.
—Esto: que sólo cuando los nativos se resuelvan a ser antropófagos de veras, no simbólicamente, se salvarán de su destino de vasallos.
Agapito dijo:
—Que lo nuestro no se simbólico, entonces: comamos cada uno lo que el cuerpo nos pide, que nos lo da quien tiene derecho a darlo.
Los buitres comenzaron a circular arriba. Wenceslao pensó que cada uno de esos pájaros se llevaría trozos del cuello, de las entrañas, del rostro de su lugarteniente. Los antropófagos creían, según las terroríficas leyendas propagadas por sus padres, que el que devora se adueña del valor y de la sabiduría del devorado. ¿Esos pájaros, después, cuando quedaran sólo los huesos de Amadeo blanqueando en la llanura junto al pozo, sabrían graznar en jerigonza? Se lo preguntó a Agapito, que rió con la ocurrencia y dijo, entregándole a Arabela el cuchillo que recién había lavado en el manantial:
—Primero tú. Tarda cuanto quieras.
La dejaron sola. Ellos dos se instalaron al otro lado del pequeño claro, más allá del manantial, quietos porque algo muy serio iba a suceder, pero no acongojados: Amadeo había sido noble y valiente, cualidades que ellos iban a adquirir. Agapito entonó suavemente una canción de las tierras del sur mientras veían moverse a Arabela entre las matas del otro lado del manantial, su espalda vuelta hacia ellos, inclinándose e irguiéndose al cortar y ensartar algo en una caña de gramínea, encendiendo el fuego y quedándose muy quieta durante largo rato en que sólo vieron su espalda encorvada, su rostro oculto tras el cuello de la librea, mientras se extendía en el aire un olor dulzón, terrible, para Wenceslao no completamente desconocido. Fue este olor que a Wenceslao le rompió el corazón al hacerlo pensar en los pobres seres de vidas mínimas que apenas se asoman a la luz y luego vuelven a hundirse, Aída, Mignon, Amadeo, los nativos que casi no tenían rostro, víctimas de los extremos de la locura y de la crueldad no templadas por la razón: él podría morir si no comía la carne de Amadeo, podía ser uno de ellos. No estaba dispuesto, sin embargo, a morir: ni la locura ni la crueldad, que en este momento concebía como curiosamente interdependientes —como dependían a su vez, y quizás en última instancia, de los falseados sentimientos de sus padres—, lo iban a arrastrar a formular una ortodoxia más concreta que su propia desilusión.
Arabela se levantó, llevó el cuchillo de plata al pozo y lo lavó, entregándoselo luego a Agapito, que repitió la operación exactamente como Arabela. Después él también lavó el cuchillo y se lo entregó a Wenceslao mientras ella dormía un sueño vigoroso.
Wenceslao fue el último y tardó más que los otros. Miraba cómo volaban más y más bajo los buitres anunciando el proceso irreversible de la carne, hasta que por fin tuvo que decidirse. Claro, era difícil: Amadeo había sido su lugarteniente prácticamente desde que quedó sin gemelo. El, Wenceslao, le había enseñado todo lo que sabía. Menos jerigonza, que Wenceslao jamás pudo aprender a hablar. Quizás ahora, por fin, aprendería.
En una versión anterior de esta novela, Wenceslao, Agapito y Arabela, después de haber devorado a Amadeo, se perdían vagamente en la llanura, rumbo a las montañas azules que teñían el horizonte y ya no los veíamos nunca más.
Es evidente —o me doy cuenta ahora que es evidente— que esto no es posible ni adecuado. En primer lugar porque, mal que mal, Wenceslao —o su presencia en las conversaciones de otros, o su influencia— ha sido centralísimo en el transcurso de esta narración, revistiendo características de héroe. A veces, es verdad, su personalidad retrocedía, pero era sólo por un momento, con el propósito de despejar el centro del escenario para otros personajes, incluso para los necesarios partiquinos y comparsas. En todo caso, trabajando en las sucesivas versiones de esta novela, me he vuelto a enamorar de este personaje, Wenceslao, a cuyo desarrollo le veo gran futuro en los tres capítulos que quedan, y no puedo, en consecuencia, deshacerme de él tan temprano y en forma tan descolorida como la que me había propuesto. Y en segundo lugar no me deshago de él porque, debido a acontecimientos posteriores a las fechas en que escribí las primeras versiones de esta fábula —perdón: novela, no me resuelvo a abandonar la palabra que espontáneamente usé para cambiarla por ésta, más convencional dada la forma de esta narración— y relacionados con la biografía de este escriba, he querido recuperar a Wenceslao, obligándolo a asumir su papel central hasta el fin para decir y hacer lo que no puede dejar de decir y hacer después de convertirse en antropófago.
Para que así sea, debo comenzar esta sección —esta coda al capítulo once que no existía en mis cuadernos de apunte ni en mis versiones anteriores— con los tres niños, vigorosos, ahítos después de su siniestro banquete, limpios después de haberse purificado en el agua del pozo, caminando llanura adentro, hacia las montañas azules que teñían el horizonte, calculando cuántos días emplearían para alcanzarlas antes que sobrevinieran las borrascas de vilanos: hasta aquí el capítulo once en mi versión anterior.
Para cambiarlo como deseo, me veo en la necesidad de introducir algo en este lugar, un acontecimiento que puede parecer un deus ex machina, aunque en el fondo no lo sea —por otra parte no tengo problemas para echar mano de este artificio, que me parece de la misma solvencia que cualquier artificio literario que puede no parecer artificio—, que cambie el rumbo del periplo de nuestros amigos. Y si es así, mejor será revestirlo del mágico esplendor que un tropo de esta categoría requiere.
Lo primero que los niños vieron fue una nube platinada en lontananza.
—Los jinetes de mi hermano —opinó Agapito.
Wenceslao se detuvo y los hizo detenerse: la nube crecía demasiado inmensa esta vez y su volumen aumentaba demasiado rápido, velando la mitad del mundo y presentándose con el empaque de un cataclismo.
—La tempestad de vilanos que comienza —murmuró Arabela sin miedo.
Pero Wenceslao se dio cuenta, por la forma de la nube, que ésta tampoco era la explicación acertada. Ayer había visto desgranándose espontáneamente un penacho en los dedos del aire, pero prefirió no decir nada porque quizás fuera una excepción, el comienzo de la catástrofe aplazado aún unas semanas. Ahora no comentó la observación de Arabela porque la nube, hinchándose, no sólo crecía sino que se desplazaba hacia ellos, como si el perverso querubín de mofletes llenos, en el ángulo de la carta geográfica, supiera exactamente en qué punto de la inmensidad se encontraban y dirigía la nube hacia ellos para arrollarlos y arrollar el caserío que quedaba a sus espaldas, y la casa de campo, que quedaba más atrás. Avanzaba tan rápido, en todo caso, que Wenceslao estimó inútil seguir caminando, y también huir, y hasta moverse. Le pidió, en cambio, a Agapito, que le permitiera subirse sobre sus hombros, lo que hizo cuidando no magullar sus heridas ya casi sanas.
Permaneció arriba un buen rato, resistiendo el pavoroso impulso de huir al ver acercarse más y más implacablemente la nube, escuchando el creciente tamboreo del miedo en su corazón, un bombo, ahora profundo, repetido, rápido, más rápido, ensordecedor, que comprometía su torrente sanguíneo y su cuerpo y su cabeza y todo el paisaje como las reiteraciones de un trueno que no era trueno porque el trueno, al acercarse, no se desgrana en pisar de cascos y rodar de ruedas, en toques de trompetas y cuernos de caza, en relinchos y ladridos y risas e interjecciones y algún disparo.
Desde los hombros de Agapito, Wenceslao, atónito, envuelto en la neblina de los vilanos que todo lo atenuaban sin ahogar nada, los vio pasar: landaux y victorias, calesas y coupés, acharolados, dorados, los cocheros fustigando desde lo alto sin misericordia y sin perder una cucarda, las damas riendo bajo toldos, sombreros, sombrillas, los señores repantingados fumando, o galopando en sus alazanes junto a la cabalgata a la cabeza de la jauría de perros controlados por pajes escarlata tocando cuernos, las carretas, las carretelas, las tartanas, la infinita procesión de coches cada vez con menos pretensiones de nobleza a medida que la cabeza de la cabalgata, como en la niebla de un sueño, se alejaba hacia la casa de campo, atestados de lacayos luciendo impecables libreas de amaranto y oro, de cocineros albos, de caballerizos pardos, de jardineros, el largo tren repleto de la complicadísima utilería que los Ventura consideraron necesaria para subsistir.
Antes que el cortejo terminara de pasar, antes de formularse ninguna de las preguntas que un personaje al que se acaba de plantear como héroe debería formularse, Wenceslao, de un salto, bajó de los hombros de Agapito, y dándole vuelta la espalda a las montañas azules que teñían el horizonte, echó a correr en dirección a la casa de campo, seguido de Agapito y Arabela, y gritando:
—¡Mamá! ¡Mamá!