Capítulo Diez:
EL MAYORDOMO

1

Quiero pedir a mis lectores que, al levantarse el telón sobre este capítulo, se imaginen un escenario repleto de desolación y de muerte: gritos, persecuciones y disparos en el parque incendiado y enfangado, y cadáveres de anónimos nativos flotando en el laghetto. Golpeados, heridos, los niños de la familia huían de habitación en habitación hasta refugiarse en la biblioteca, donde Arabela intentaba calmarlos asegurándoles que a ellos, por ser quienes eran y pese a lo que podían indicar los atropellos cometidos con la inconsciencia del primer momento, no se atreverían a tocarlos. No era sólo el temor por sus vidas, bien lo sabía Arabela, ni el dolor de los moretones y los huesos rotos lo que los acongojaba: con los ojos irritados por el humo y las lágrimas, a través de los ventanales de la biblioteca veían caer acribilladas hileras de nativos, mientras una febril figura de librea amaranto corría gritando órdenes, dirigiendo los fusilamientos, azotando a los que mostraban resistencia, su áspera vocecilla de rana reverberando en los cristales al mandar que se llevaran a los nativos más peligrosos al caserío. Juan Pérez: Arabela lo identificó. ¿Cómo no distinguir sus facciones de las de otros lacayos de rango mínimo, para acordarse después, en el momento de la venganza? Arabela les explicaba:

—Por desgracia, a más de alguno de nosotros nos tocará verlo de cerca y nunca más podremos olvidar sus facciones, aunque todo cambie y esta figura emblemática del mal caiga víctima de la destrucción que lleva adentro.

Las sílabas civilizadas de Arabela no podían, por temor a las represalias, alzarse mucho: por el momento era necesario no ser ellos mismos, sino sólo representarse. Un silencio de terror y pólvora quedó envolviendo la mansión casi en ruinas, donde parecía imposible que renaciera sistema alguno a partir de aquello que los sirvientes llamaban «el legado de ruinas de don Adriano», y los niños, en susurros, puesto que lo primero que se restableció fue la vigilancia, «el salvajismo del Mayordomo». Después del primer momento de fragor, éste decretó con un rugido:

—Aquí no ha pasado nada. La vida seguirá igual que siempre.

Mis lectores podrán medir lo absurdo de esta ordenanza si me creen, que tanto lo sucedido durante el año anterior, con sus triunfos y sus injustificables torpezas, como el dolor y la humillación del asalto, habían grabado en el corazón de todos, niños y nativos por igual, una conciencia, un rencor que ya no permitiría que nada, nunca más, fuera como había sido. Así, lo único que los vástagos de los Ventura se atrevieron a manifestar, por el momento, fue obediencia: y, como si éste fuera un verano idéntico a los anteriores, tomaban actitudes rememoradas —pero ahora vacías, como las de actores justo antes de que se alce el telón— en las estancias y en los jardines, leyendo un libro de versos o entretejiendo una guirnalda en el cenador de jazmines. Pero ni sus ojos leían la estrofa ni sus narices olían el jazmín. ¿Cómo habían de hacerlo si durante semanas enteras persistió el fétido aroma —como de carne humana chamuscada— de los pétalos multicolores del rosedal al incendiarse? ¿Si los cristales rotos de la casa quedaron nublados de humo, trepidando con las detonaciones de los ajusticiamientos que llegaban desde los confines del parque? ¿Si los sillones vomitaban crin y muelles, y las balaustradas con sus ánforas se desmoronaban, y los muros cubiertos con los insolentes graffiti de otra época se iban descascarando, y los cadáveres de los pavos reales se pudrían en las escalinatas recalentadas por el sol? A los niños no les estaba permitido ver nada de esto —aunque prefiero expresarlo así: a nadie le importaba que vieran; pero no debían mirar, y menos comentar—: Sabían que podía ser peligroso levantar la cabeza inclinada sobre el bordado cuando, desde un hato de nativos conducidos a punta de cañón por un destacamento de lacayos, Luis Gonzaga o Juana Arco le pedían socorro a su amiga Morgana, por ejemplo, que sólo osaba recoger sus piernas para que los desgraciados, al ser conducidos al castigo, a la muerte, o al exilio no se enredaran en ellas.

Llegando a este punto de mi narración, debo detenerme para corregir algo que afirmé más arriba: el asalto no significó conciencia, y mucho menos rencor, para todos los primos, ni todos se identificaron con las desvaídas figuras de la derrota. Otro grupo, más reducido, por cierto, no salía del piano nobile ni bajaba al jardín por preferir permanecer arriba disfrutando de la renovación de su arrogancia. Como será fácil adivinar, estoy hablando del brillante grupo de Melania y Juvenal, a los que, por estar habituados a manejar la fábula, nada les costó volver a arroparse en ella. Cuando en el primer momento de la victoria los cabecillas intentaron, como hemos visto en el capítulo anterior, efectuar una amistosa entrada en el gabinete chino para parlamentar con los niños recién liberados en el caserío, fueron recibidos como heraldos del desastre que invadían el coto de la fantasía. Juvenal, incorporándose en el diván donde yacía postrado por la migraine, les señaló la puerta con el brazo y el dedo majestuosamente estirado, deteniéndolos en el umbral con esta acusación:

—¡No tengan la osadía de entrar aquí con ese aire mundano que no les cuadra! ¡Fuera! ¡A cumplir con su deber! Es el colmo que dos horas después de nuestra llegada no hayan restaurado aún los estropicios cometidos por los antropófagos en el único día de la ausencia de nuestros padres. ¡Pura negligencia! Si no quieren pagar una importante multa es necesario que emprendan de inmediato el arreglo de estas estancias, de modo que seres civilizados como la Marquesa y sus iguales, corazones puros, almas sensibles que tuvimos al heroísmo de resistir a la barbarie y sus tentaciones, podamos vivir cómodamente en ellas y se borre toda huella de presencias intrusas en estos ámbitos que es nuestro derecho exclusivo, por ser quienes somos, habitar.

Los cabecillas, apabullados por la enorme verdad de las palabras de Juvenal, retrocedieron, volviendo a cerrar la puerta del gabinete chino donde no alcanzaron a entrar. Gritando sus órdenes desde lo alto de la escala, organizaron a la tropa que aún hervía en el vestíbulo de la rosa de los vientos, transformándolos momentáneamente en pintores y yeseros, tapiceros y bordadores, que efectuaron una acelerada restauración del piano nobile, destinada más tarde a extenderse, como quien corre un tupido velo, por la casa entera: entonces, las huellas de la ocupación por cientos de familias, del recinto que se concibió para una sola, quedarían borradas, y la fábula podría volver a establecerse en el decorado que le correspondía.

Es verdad que con la prisa nada quedó igual que antes: los zurcidos de los tapices se destacaban torpes; el yeso de los pechos lucidos con tanto desenfado por las cariátides que sostenían ménsulas permanecía húmedo, modelado sin pericia; el oriente de las perlas de los retratos de corte no pasaban de ser manchas aproximativas porque, al fin y al cabo, ¿quién iba a estar fijándose? ¿Quién, en las circunstancias presentes iba a cometer la chambonada de señalarlo? Hacerlo, todo el mundo estaba de acuerdo —y «todo el mundo» era, ahora, muchas menos personas que antes—, sería peligroso. El olor a cola, a trementina, a aceite, a cera, aunque penetrante y desagradable, tenía por lo menos la virtud de desterrar el olor a pólvora constantemente incrementado por los disparos que retumbaban en el fondo de remotos pasillos. Entonces, al cabo de unas horas de frenética actividad, el piano nobile, vigilante otra vez de pupilas de halcones desencapuchados en los tapices que describían los pormenores de una expedición de cetrería, quedó listo para recibir a los niños buenos, que igual a sus padres sabían que era indigno de ellos reconocer la existencia, y menos tolerarla, de personas y situaciones anormales.

El Mayordomo, al ser expulsado del piano nobile por Juvenal, eligió para instalar su cuartel privado el pequeño despacho de Terencio, discretamente lujoso con grabados ecuestres ordenados sobre paneles de encina, invitante de butacas de cuero para acoger a caballeros perfumados de buen tabaco.

—Es muy inglés —había oído decir el Mayordomo a los Ventura.

Y para justificar su elección le repetía a Juan Pérez:

—Es muy inglés.

Codiciaba este despacho menos porque al quedar en un extremo de la casa había salido intacto del asalto, que porque desde su entrada al servicio de los Ventura el Mayordomo admiraba a Terencio como el ejemplar más perfecto de su raza, no tanto por el lustre de sus botas y el ademán de su muñeca al ofrecer la pitillera —similares manierismos, al fin y al cabo, adornaban a todos los Ventura—, sino porque, a diferencia de los Ventura de mayor calibre intelectual, los modales de Terencio eran de una sola pieza, no un adorno, con su alucinada convicción de que todo ser distinto a él era un antropófago comprometido en la preparación de la hecatombe. Enseñar a los criados a usar las armas no constituía, bajo su tutela, más que el repaso diario del tema de la muerte, lección bien absorbida por el Mayordomo.

Juan Pérez, en cambio, no necesitaba absorber nada de nadie porque su rencor era previo a toda idea. Inclinado sobre la baranda de bronce del balcón que bruñía con un ante y un líquido fétido, veía contra el atardecer reflejado en los cristales de la ventana abierta, la mole purpúrea del Mayordomo paseándose por el despacho de Terencio, intentando emular la silueta de su señor, que era delgada como la de un mancebo y ligeramente curvada hacia atrás como un sable: esfuerzo que redundaba en lo grotesco como todo el que aspira a ser lo que otros son, ignorando las posibilidades creativas de su propia dosis de odio. El lastre como de piedra de sus enormes manos enguantadas de blanco se cimbreaba al extremo de sus brazos y no conseguía dotar de un balanceo adecuado a su cuerpo sostenido por canillas que no llenaban del todo sus medias de seda. Sin levantar la vista de su trabajo, Juan Pérez miró al césped, ahora gris de barro seco y descuido: el Mayordomo se proponía restaurarlo a su verdor primitivo de modo que sirviera de marco clásico a parejas de blanco jugando al croquet. Pero ese proyecto era alentado por la nostalgia, sentimiento que Juan Pérez repudiaba por ser sólo capaz de proponer restauraciones, rescates, remedos, repeticiones, nunca la arriesgada creación de una autonomía. A él, en cambio, nada en la casa ni en el parque lograba proponérsele como una meta apetitosa para su imaginación: no eran más que elementos en la etiología de la droga que reclamaban sus pasiones para funcionar con suficiente intensidad y para que así él pudiera conocerles, por fin, la cara. Con la arrogancia de los solitarios se dijo que la casa, sus escalinatas y sus personajes, no lograban invertir su anhedonía, ni definían nada dentro de él, como tampoco el parque ni su deslinde ahora inexistente. Allá abajo, a las órdenes del Jardinero Jefe, divisó diversos grupos de sirvientes buscando posibles escondrijos de lanzas, y recogiendo aquellas abandonadas por los guerreros muertos: obedecían así la orden del Mayordomo de volver a alzar la reja para definir de nuevo el perímetro de la propiedad. Pero Juan Pérez —al terminar de pulir la baranda había cerrado la ventana; ahora, con un plumerito, desempolvaba el reloj de péndulo— sabía otra cosa: que ahora, antes de la futura reconstrucción de la reja, no existía el miedo, mientras que su erección lo señalaría; significaba entonces una visión de muy escaso vuelo de las actuales circunstancias, porque un orden restablecido no es nunca verdadero orden sino un remedo de otros, siempre desfasado en el tiempo y que no tiene por qué calzar con la circunstancia presente. Era inútil explicarle a este paquidermo enjoyado que el deslinde entre presente y pasado, bien y mal, tú y yo, es, con frecuencia, de materia aparentemente más endeble a la del fierro de unas lanzas. Lo cierto era que en caso de reconstruirse la reja «tal cual —y cito aquí las palabras del Mayordomo— como existía antes de la partida de los señores» se quedarían sin armas cuando dentro de poco se agotaran las municiones prodigadas por el personal como reiteración de la retórica del poder. En todo caso ya se había concertado entre Juan Pérez y un grupo de juramentados el plan de acaparar lanzas en secreto para definir con ellas un ruedo menor y utilizar como armas las lanzas sobrantes. ¿Pero armas contra qué, contra quién? No importa, se dijo Juan Pérez, es necesario plantearlo todo en forma de lucha armada. Escondió su plumerito y limpió las manchas fétidas de sus dedos mientras miraba al Mayordomo que, al sentarse al escritorio de Terencio, agobió la delicadeza de ese mueble con su volumen, y su elegancia con la profusión de sus condecoraciones. Contra él. No, no contra él, que como todo el mundo, menos él, lo sabía, era esencialmente suplantable, sino contra levantamientos de niños perversos, contra hipotéticas insurrecciones del personal, contra los antropófagos en acecho desde el interior de todo, contra los señores, sí, sí, contra todo lo que no fuera él mismo porque al no ser él, Juan Pérez, frágil, y rencoroso por saberse frágil, todo constituía una amenaza de destrucción para su yo, toda existencia fuera de la suya era parte del peligro que comenzaba justo afuera de su piel, en su pobre camiseta caliente y sudada: por eso, la única manera de plantearse el universo era como una formulación de la violencia. Él, contrario al Mayordomo con su pesante caudal de satisfacción, necesitaba ir a la raíz misma del peligro, o más allá: transformarse en peligro para no ser su víctima.

Y el peligro, claro, no se encontraba ni en la casa de campo ni en el parque, que había hecho recorrer palmo a palmo por sus hombres. Disueltas en ese océano de espigas maceradas por el atardecer visto a través de los cristales de la ventana que había cerrado después de encender la lámpara sobre el escritorio de su jefe, huían los dos seres más distintos a él, y, por lo tanto, los más amenazantes. ¿Huían, en realidad, juntos, o era eso sólo parte de su delirio? ¿O habían muerto ya, inidentificados, víctimas del desdén de la casualidad en las primeras horas del asalto? ¿Alcanzó a existir una alianza entre ellos, el desconocido placer de la lealtad? ¿Compartieron el trabajo y las ideas cuya ponzoña irían esparciendo ahora por el mundo como evangelistas malditos? ¿Se igualaban en ese evangelio el amo y el vasallo? Esta posible igualación era el resorte del terror que mantenía a Juan Pérez vibrante desde el alba montado en su caballo, recorriendo a toda carrera la llanura, decidido a todo, hasta a prenderle fuego a las gramíneas para que ardiera el mundo de extremo a extremo. Lo seguían sus juramentados, tan desenfrenados como él, armados hasta los dientes, que se hundían en ese mar vegetal extendido de horizonte a horizonte sin más brújula que el corazón de este personaje —si mis lectores me permiten la licencia de usar esta palabra en relación a él— cuya aguja, tarde o temprano, tenía que señalar el escondite del par de facinerosos en algún punto de esa extensión sin orillas.

La llanura había llegado al apogeo de su maduración: las esponjosas espigas iban a comenzar a desprender vilanos. Si se tratara de un verano igual a todos, dentro de pocos días quizás Terencio haría alto en el croquet vespertino, y de su corbata negra extraería el primer vilano atrapado por los infinitesimales tentáculos de esa seda mate, exclamando al soltarlo al aire con sus delicadas uñas:

—Ludmila, esposa mía, mira, un vilano: es como una estrella minúscula, un livianísimo sistema de frágiles ganchos que se adhieran a todo. ¡Qué prodigiosa es nuestra Madre Naturaleza si pensamos que, dentro de una semana o dos, esta miniatura se multiplicará por cientos de millones que como nubes lo envolverán todo! Pero nuestra Madre Naturaleza, que es madre nuestra pero no de todos los hombres porque pertenece a nuestra estirpe, nos da trato de hijos predilectos: con este primer vilano tiene la gentileza de prevenirnos que ya llegó el momento de hacer nuestras maletas para regresar a la capital. Te ruego que, como espejo de esposa que eres porque sabes cumplir tus deberes con una sonrisa, te encargues de eso, ya que el papel principal de una esposa es el de regir los pormenores de una familia para que el marido pueda despreocuparse de ellos y dedicarse a tareas más altas. Tenemos que partir, en resumen, a lo sumo dentro de dos semanas si no queremos morir ahogados por los vilanos. ¡De modo que, a trabajar, y sin perder el tiempo!

En el momento de que estoy hablando, ningún vilano se había desprendido espontáneamente aún. Sin embargo, cuando Juan Pérez, solo o con una cuadrilla se internaba a todo galope entre las gramíneas, trillándolas y triturando sus copos, levantaban una nube de vilanos como una columna platinada que para los que la avistaban desde lejos señalaba el sitio asolado por los siniestros jinetes. Los nativos que tuvieron que permanecer en el caserío obligados por las armas a dedicarse a la agricultura proveedora de la casa, sabían que ver acercarse la nube anunciaba a Juan Pérez, a sus hombres y sus disparos. Y cuando el piquete ecuestre alcanzaba las primeras chozas, pocos nativos se libraban de sus acentos iracundos y de sus látigos: humillados porque pasaban días y días y no encontraban a Agapito y Wenceslao, descargaban sobre cualquiera su furia durante los interrogatorios dentro de las chozas construidas a pocos pasos del caserío, un barrio repleto de anónimos prisioneros nativos, y a veces, de un niño o de un sirviente traidor. Pero eran sobre todo nativos, porque esa raza de antropófagos confabulados, como una red, estaba ayudando a huir, a salvar a los dos malhechores. Juan Pérez, látigo en mano, pistola al cinto, envuelto en la inmensa capa platinada de una nube de vilanos, galopaba como un poseído en amplios círculos concéntricos de radio en disminución, cayendo por fin sobre un desdichado que al ver acercarse la nube rutilante no podía hacer otra cosa que aguardar su suerte en cuclillas detrás de una mata de gramíneas, sangrante el cuerpo tajeado por las hojas vertidas en la forma de un surtidor de espadas. Había algo, sin embargo, que ayudaba a los nativos: desde sus abuelos, estudiando el trayecto de las grandes piezas de caza en su ir y venir por la llanura, y carente de armas de gran alcance, lograron desarrollar complejos sistemas de trampas —fosos cubiertos de un entretejido de gramíneas disimuladas bajo una capa de tierra de modo que el gamo o el jabalí engañado, al pisarla, cayera dentro— hacia las cuales, ululando, batían a los animales. Estos sistemas, que se extendían espaciadísimos entre la casa de campo y las montañas azules que en los días claros teñían el horizonte, desconocidos por los no pertenecientes a su raza, hacían más lenta la búsqueda de Juan Pérez y sus esbirros, ya que éstos no osaban recorrer esos sectores sino a pie. En los hoyos se cobijaba algún fugitivo que esperaba que se alejara la nube para continuar su huida casi muerto de hambre, recalando de agujero en agujero. Habituados a reseñar las direcciones por el desplazamiento en los astros y conocedores de los escasos abrevaderos, unos pocos lograron llegar hasta las montañas. Cruzándolas —al resguardo de la noche para evitar los fusiles de los sirvientes encargados de volver a poner en marcha la producción de las minas— alcanzaban la otra vertiente, donde el poder de los Ventura y sus servidores era nulo o risible.

Por la tarde, después de los interrogatorios a los antropófagos que se negaban a reconocer su filiación a la espantosa secta, Juan Pérez se lavaba las manos y se refrescaba la cara. En la choza donde dormía desdeñando los halagos de la casa de campo, calzaba sus escarpines y sus medias de seda, vestía sus calzones de nankín, su jabot de encaje y su modesta librea color amaranto bordeada apenas con una trencilla de oro como correspondía a un lacayo de ínfimo rango. Subiendo al landau conducido por un cochero, blandiendo su plumero de criado cruzaba el trecho que separaba el caserío de la mansión. Al confundirse entre los lacayos laboriosos que representaban la comedia de la estabilidad de Marulanda, adivinaba la justificada inseguridad que los embargaba. Sí, era peligroso que flaqueara la mística de la cruzada contra los antropófagos: como si ésta jamás los hubiera convencido del todo, a veces los veía abatirse bajo ráfagas de un simple escepticismo visceral que no era otra cosa que el miedo de ser engañados. En la noche, los que no montaban guardia, en el sótano devorado por líquenes fantasmales como descartadas bambalinas que fingieran jirones colgados a la entrada de cavernas, y casi sin luz debido a que las velas comenzaban a escasear, los lacayos o pinches o jardineros ruidosos y pendencieros jugaban a las cartas. Apostaban no la fantasía de una docena de azafatas de plata, sino que ahora, en posesión de un fragmento de ese sueño, ofrecían una pieza auténtica recién robada. Con el fin de no perder su anonimato, Juan Pérez no llegaba a reprenderlos. Los delataba, en cambio, al Mayordomo para que él y sus hombres repartieran castigos oficiales. A veces compartía con la leva los asquerosos manjares que les servían para ahorrar las delicadezas destinadas a los del piano nobile, la escasez no fuera a hacerlos fallar en sus convicciones. Oyendo hablar a los sirvientes, roncos y descontentos, se preguntaba si resultaría verdad el persistente rumor de que los Ventura estaban a punto de regresar con otro contingente de criados de reemplazo y con un nuevo Mayordomo. Si esto llegara a suceder iba a ser necesario luchar contra los nuevos porque se pretendía pagarles a ellos los antiguos sueldos de un solo día de ausencia, no de un año entero como era justicia. Este insidioso rumor iba creciendo día a día, ganando más y más adeptos, haciendo más y más difícil controlar ciertos sectores del personal que comenzaban a mostrarse díscolos. Utilizando la exageración de este hipotético peligro, Juan Pérez había logrado someter al Primer Jardinero: más anciano que los demás cabecillas y a punto de jubilar de su agotadora profesión, la llegada de Lidia se le presentó no sólo como la probable estafa de un año de emolumentos, sino sobre todo, debido a ese año robado cuya existencia los Ventura se negarían a reconocer, la postergación en un año del ansiado retiro.

Mientras bruñía los bronces del balcón del despacho de Terencio, contestando un sí o un no a las preguntas con que el Mayordomo solicitaba su consejo, sin levantar la frente inclinada sobre sus quehaceres, Juan Pérez iba alimentando a su jefe con pequeños datos, con sospechas aparentemente insignificantes, de modo que se convenciera de que él por sí solo había llegado a la conclusión de que este peligroso rumor era propagado por los niños que no tenían el privilegio de habitar el piano nobile, sobre los que sería necesario redoblar la vigilancia y los castigos: él se reservaba carta blanca en este asunto. ¿Con qué fin, se preguntarán mis lectores? La razón no es difícil de adivinar: la fuente de estos rumores era, sin duda, Wenceslao, cuya herencia de antropofagia aún embargaba la casa…, sí, sí, él oía sus carreras por los pasillos alfombrados y su desvergonzada risa en el jardín, y veía su nombre dibujado una y otra vez pero sin voz en los labios de los primos, tal vez enlazado con el de Agapito. Y como el enigma es la materia misma de que están construidas las obsesiones, cuanto veía y oía lo veía y oía teñido por esas presencias: sí, ellos hacían llegar los rumores subversivos hasta la casa de campo por correos aún no descubiertos que interceptarían no sólo para atrapar a los culpables, sino para contraponer a la figura de Wenceslao la difusión de su propia leyenda negra que ocultaba su cara y su biografía, porque nadie era capaz de identificarlo más que como uno de tantos lacayos.

2

Este ojo, de dijo Juan Pérez —y untó su pincel en brillo glauco para pintar un foco en las pupilas del galgo que con su pata entreabría la puerta para asomarse al salón—, será mi ojo. Lo registrará todo: cuando yo no esté, permanecerá aquí vigilándolos. No es que los ojos de los personajes del fresco trompe l’oeil tuvieran oportunidad de fisgonear allí ningún secreto de trascendencia: condenados por la bidimensionalidad del muro a ser testigos sólo del ajetreo oficial con que se despachaba la administración de la casa, al lacayo no le quedó más protesta que pintar una raya de aburrimiento entre las cejas del cortesano y endurecer su boca con un pliegue de fastidio. Pero quería dejar bien claro que él no era ese cortesano, él era este galgo famélico cuyas costillas negras se disponía a acentuar con sombras. Cuanto su pincel de restaurador tocaba parecía transformarse en un engendro alucinado. Sus esbirros, suspendidos por andamios y poleas a distintas alturas sobre la faz del fresco, se encargaban de transformar imperceptiblemente a las diosas retozonas en arpías, a las nubes sonrosadas en tormentas. Este perro vería con una minuciosidad equivalente a su hambre todo aquello que él no podía ver porque se hallaba con la nariz en un palmo del muro, cercado por potes de color, su espalda vuelta hacia la sala: entre las cuatro bergères de brocato carmesí dispuestas sobre el pavimento ajedrezado, la interacción de los cabecillas debía desplegarse ante los ojos de este galgo. El Caballerizo Mayor, despaturrado, se había dormido en su asiento; el Primer Jardinero se encontraba ausente porque, inoculado con el terror de que le robaran un año entero de su vida, andaba rastreando lanzas con la concentración de un lebrel. Presentes ahora, sólo el Mayordomo y el Chef: el obeso guisandero —y pese a sus aires no era otra cosa— confundía la bella aridez sustantiva del poder con el placer, pegajoso y fangoso, que era lo fácil, lo adjetivo, y esta confusión podía acarrear problemas. El Mayordomo, por fortuna, era de entendimiento tan romo que ni los agasajos del placer lo arrastraban. Podía concentrar toda su fuerza en la tarea de incrementar la monumentalidad de su imagen que a Juan Pérez le interesaba conservar monolítica: su pincel acariciaba el lomo de los galgos, tranquilos, tranquilos, los acariciaba y acariciaba, domándolos para mantenerlos atentos a los cabecillas, no se les ocurriera saltar más allá de sus dimensiones. Afuera, un sol muy alto, bruñido como por orden de los Ventura, detallaba la superficie azul del cielo como si se tratara de una prolongación del fresco: caía desde los esbeltos ventanales de un extremo de la estancia, sobre el ajedrezado por el cual, brazo en brazo, transitaban el Mayordomo y el Chef hasta el otro extremo ocupado por la yesería de la tribuna para la orquesta, y después volvían.

—Ninguno de los niños —afirmaba el Mayordomo— ha desaparecido. Tengo que repetirle, mi dilecto amigo, que los señores los encontrarán a todos cuando hagan el recuento de sus polluelos.

—Naturalmente —lo apoyó el Chef—. Las ausencias de Fabio y Casilda, de Higinio y Malvina, corren por cuenta de ellos. ¿Tenemos otra prueba sino rumores de que Wenceslao ha desaparecido? De Mauro no sé nada. En todo caso ¿qué diremos sobre estos dos pequeños asuntos cuando regresen?

El Mayordomo se detuvo en medio de la luz sobre el pavimento. Desprendió su brazo de terciopelo del brazo de hilo del Chef, y abriendo sus manos con el repentino candor de un par de alas, le propuso lo obvio:

—Pero, amigo mío, por supuesto que les diremos la verdad.

El Chef estuvo a punto de preguntarle cuál verdad entre las múltiples que el poder maneja. Pero calló para dejar que el Mayordomo se internara en la maraña de sus elaboraciones:

—¿Por qué no refrendar la verdad que ellos supieron por boca de Fabio y Casilda en la capilla? Claro: durante su paseo, que como todos estamos de acuerdo ha durado un solo día, ocurrió el temido ataque de los antropófagos y se comieron a Mauro y a Wenceslao. El mayor para la tropa. El menor, el de carne más tierna, para los jefes, como debe ser.

En el silencio del salón de baile —un oído de tísico hubiera podido percibir la inefable caricia de los pinceles sobre la piel de un cuello adolescente para mancharlo de pústulas o sobre la silueta encorsetada de una cintura para restarle flexibilidad— restallaron como groseras respuestas a los planes del Mayordomo los ruidos intestinales del Chef. Llevándose las manos a la panza se sonrojó como una damisela, atinando sólo a murmurar:

—Le ruego encarecidamente que me excuse, señor Mayordomo. ¡Son gajes de mi oficio! Confieso que no es muy elegante lo que me acaba de suceder.

—Amigo —le dijo el Mayordomo—. Le ruego que me confié qué apetitos desencadenaron este feroz reclamo de su organismo.

El Chef, como un niño que preferiría no confesar una travesura de mediana importancia, tartamudeó:

—Le ruego que me excuse si no me atrevo a explayarme al respecto…

—Mi dilecto amigo —lo interrumpió el Mayordomo palmoteándole la espalda—. Sentémonos aquí un instante para charlar, usted y yo, en la mayor intimidad…

—Cómo no, señor Mayordomo —repuso el Chef acomodándose en la bergère que le correspondía—. Pero antes quisiera que le ordenara a Juan Pérez que se retire. Como soy un poco puritano prefiero que este fámulo no vea, en el espejo de mano que está restaurando y que sostiene con tanto donaire esa rubia deidad reclinada, que mis inocentes confesiones me producen rubores.

—Eso, jamás —replicó su interlocutor alzando la mano—. Le ruego que se muestre comprensivo conmigo, estimado Chef, si pretende que yo lo sea con usted. Quiero dejar establecido que no estoy dispuesto a prescindir ni un momento de Juan Pérez: es mi cloaca, el oscurísimo resumidero del poder. Usted debe aceptarlo en mí aunque deba combatirlo en otros.

Sin dejar de pintar, con un ligero gesto de la ceja, Juan Pérez indicó a sus juramentados que se retiraran: éstos, abandonando sus potes de pintura y sus guardapolvos, tramoyeros y maromeros se descolgaron de los andamios, y después de inclinar leve pero prolongadamente la cabeza, como lo mandaba la etiqueta familiar, salieron en hilera de la sala. Cloaca, se dijo Juan Pérez con la vista fija en el espejo de la diosa, su pincel elaborando biseles para no perder ni un reflejo de lo que iba a suceder: cloaca necesaria como todas las cloacas, encima de cuya trama se edifican las ciudades más ostentosas. Sí, estimó, en mí, sirviente de sirvientes, el poder que confiere el hecho de ser cloaca se transforma en elemento autónomo, de polivalencia destructora que va mucho más allá de individualidades e ideologías. Juan Pérez, desde afuera, desde el terreno que de acuerdo con su jefe se reservaba, se alegró de comprobar que el Mayordomo, a quien creía sólo dotado de la mecánica de la visión, no se engañaba ni respecto a sí mismo ni respecto a él: comprendió con algo parecido a una epifanía, que su propia complejidad no era la única forma de inteligencia, ya que el poder directo, simple pero supremo, está dotado de otra lucidez porque su planteo se reduce a la eficacia total equivalente a la convicción total, negada a seres como él, que planeaba en otras dimensiones.

—Muy bien, que se quede aquí si no hay más remedio —musitó el Chef en voz muy baja porque el paseo por el salón los había llevado junto al Caballerizo Mayor y prefería no despertarlo para que su palinodia no tuviera más testigos—. Se trata de lo siguiente: yo soy, como usted sabe, el gastrónomo número uno del país y ciertamente de esta casa, aunque me inclino ante la superioridad natural de los señores. Pocas personas habrán probado y conocerán más guisos que yo, de kurdos y bosquimanos, de coptos y esquimales. Tanto, que estoy terminando de compilar una enciclopedia que encierra todas las experiencias gastronómicas posibles. Existe algo, sin embargo, que no he probado nunca, y que claro, espero no comer, aunque no puedo, ni debo, ni quiero, ocultarle mi curiosidad: carne humana. Es tan grande mi ansiedad por probarla, que en cuanto se habla de ella mi tripa suena nostálgicamente. Huelga asegurarle, señor Mayordomo, que jamás osaría comerla.

Y en el silencio de sus puntos suspensivos volvió a atronar su barriga de tal modo que tuvo que esperar que cesara el ruido antes de continuar:

—Pero quisiera…, quisiera sólo oler algunos de los guisos preparados por los salvajes. ¿Cree usted, señor Mayordomo, que esta operación sería considerada como antropofagia? Me encantaría, además, conocer algunas de sus recetas y completar así mi cultura gastronómica, que sin la inclusión de ellas quizás será acusada por la crítica más acerba como demasiado académica. Dicen que en las batallas entre estos brutos, los jefes se reservan las vaginas de las vírgenes impúberes, con las que hacen un sancocho sumamente sabroso. Debe ser…, debe ser…

Y suspiró al unísono con el tercer estruendo de su barriga:

—… debe ser bocato di cardinale, como vulgarmente se dice…

La repulsiva sensualidad del Chef, se dijo el Mayordomo, lo hacía propasarse. Afabilísimo, sin embargo, mientras para su coleto concertaba la mejor estrategia con que aplastar a este antropófago en potencia, lo enredó en una ligera carcajada postiza, invitándolo a ponerse de pie para despedirlo con la deferencia que su rango requería:

—Amigo mío, sus nostalgias son comprensibles en un espíritu selecto como el suyo, más relacionadas con la ciencia que con el disolvente regalo de los sentidos. Pero quisiera aprovechar esta oportunidad para recordarle que a nosotros los jerarcas nos están permitidas ciertas libertades vedadas al vulgo. No se apure: yo mismo me ocuparé de instruir a Juan Pérez que lo ponga en contacto con los grandes cocineros aborígenes que le proporcionarán recetas, o lo que usted quiera: sobre eso correremos el tupido velo de la discreción que con tanto arte como frecuencia nos han enseñado a utilizar nuestros amos.

Los labios del Chef, tumefactos, viscerales, babeaban de expectación mientras se restregaban sus manecitas demasiado chicas, demasiado limpias. Preguntó:

—Desearía poner en su conocimiento, señor Mayordomo, que mi trabajo de enciclopedista ya está completo, esperando sólo el capítulo sobre antropofagia, de modo que corre cierta prisa que mis experiencias en este campo se lleven a cabo: mis editores me asedian. ¿Cuándo se me proporcionarán? ¿Dentro de un día, de dos, de una semana, un mes…?

Aquí, el Mayordomo se detuvo, alzándose escarpado como un cordillera de terciopelo y oro que ocupara todo el horizonte y de cuyas cumbres naciera el cataclismo de su furia, refulgentes sus ojos de seda y los alamares de su autoridad, implacable la geometría de su mandíbula, imperial el gesto de su brazo dispuesto a descargar su fuerza sobre la figura del Chef, reducido, ahora, a un temeroso temblequeo. El trueno de la voz del Mayordomo desprendió granos de yeso al retumbar en el bajorrelieve pompeyano que decoraba la tribuna cerca de la cual se había detenido y despertó al Caballerizo Mayor, que permaneció en su butaca simulando continuar su sueño para capear la borrasca.

—¡Rayos y centellas! ¿Te atreves a hablar de un mes, una semana, un día? ¿No acabas de comprender, pedazo de alcornoque, que aquí no pasa, no ha pasado ni pasará el tiempo, porque así lo ordenaron nuestros señores? El tiempo se detuvo cuando partieron de excursión. ¡Ay del que crea que continuará antes de su regreso! ¡Si tú y todos no lo comprenden de una vez habrá crujir de huesos y rechinar de dientes!

—Sí, señor Mayordomo —contestó Juan Pérez, en lugar del Chef porque comprendió que éste se encontraba demasiado apabullado para hacerlo.

—¿Por qué me contestas afirmativamente con esa voz de renacuajo si no entiendes qué estoy diciendo? Establezco ahora mismo que hablar de un mes, de una semana, de un día o muchos, o mencionar de paso o accidentalmente un minuto o un segundo, es traición.

Pausa teatral. Luego gritó:

—¡Juan Pérez!

—Sí, señor Mayordomo…

—¡Confiscarás todos los relojes y calendarios de la casa, todos los cronómetros y péndulos, clepsidras y metrónomos, relojes de sol y de arena, todos los anuarios, agendas, almanaques, lunarios, que declaro objetos sediciosos y cuyos poseedores serán relegados al caserío bajo tu terrible intendencia!

Arrebatado por su propia retórica el Mayordomo había subido los peldaños hasta la tribuna. Desde allí gesticulaba con sus grandes manos enguantadas, dirigiendo su perorata no tanto a sus subalternos, sino a las damas y caballeros del fresco, más capacitados que ellos, por su ilustración, para saborear las lindezas de su estilística:

—¡Día y noche, terminaré con vosotros! ¡Quien se refiera a vuestra cíclica autoridad, aún por circunloquios, cometerá delito y será castigado! ¡Ni pasado ni futuro, ni desarrollo ni proceso, ni historia ni ciencia, ni luz ni sombra: sólo fábula y penumbra! ¡Juan Pérez, vil atributo mío! Harás clausurar todos los postigos y pintar de negro todos los vidrios para mantener luces inalterables en todas las habitaciones, de modo que quede anulada la diferencia entre día y noche y todo transcurra en el remanso de lo que permanece afuera de la historia, porque la historia no se reanudará hasta el regreso de los amos.

Con el rostro todavía pegado al muro y el pincel en ristre, los pies rodeados de potes multicolores, Juan Pérez dejó de pintar, mirando un instante al Mayordomo reflejado en el espejo de su diosa: con un toque lívido de su pincel aquí, un verdoso acá, él podía alterar a este lacayo enaltecido hasta dotarlo de la perspicacia suficiente para que comprendiera de una vez que la meta no era atrapar a los niños dentro de esa realidad que él estaba inventando, sino a los Ventura mismos cuando regresaran. Tarea por cierto más difícil. Pero como al fin y al cabo son las leyes las que crean la realidad, y no a la inversa, y quien tiene el poder crea las leyes, era sólo cuestión de conservarlo. ¡Que el Mayordomo no lo malgastara! ¡Que fuera con cuidado para que el poder, que siempre finalmente se agota, no se agotara antes de la llegada de la presa suprema! Y para eso era necesario seguir pintando el fresco, restaurando mentirosamente, lentamente, alterando rostros y atmósferas, aire, tiempo y no tiempo. El Mayordomo se había detenido para respirar. El Chef lo aprovechó para hacerse dar un ataque de tos tras el cual tomó la palabra, interpelando a su jefe desde el pavimento cuadriculado, como un fiel:

—Quisiera felicitar al señor Mayordomo por la dimensión de sus planes recién expuestos, dignos sin duda de los mejores momentos de La Marquesa Salió A Las Cinco y no diferente, en sustancia, al contenido de ese juego: sólo puedo decir que esto prueba que les grands esprits se rencontrent, como dicen los franceses. Desearía, sin embargo, pedirle que me permitiera hacerle un pequeño reparo.

—Adelante, colega…

—¿Cómo se propone controlar el hecho de que los niños, a ciertas horas, sientan sueño, y sobre todo, a ciertas horas, sientan hambre, que al fin y al cabo es el fenómeno más natural del mundo porque hasta los animales (y hasta los antropófagos, que, todos estamos de acuerdo, son inferiores a los animales) lo sienten?

El Mayordomo se dio tiempo para rumiar esta pregunta bajando pausadamente de la tribuna. Tomando al Chef del brazo otra vez volvió a pasearse con él de arriba para abajo, de abajo para arriba por el ajedrezado pavimento, explicándole con paciencia:

—En ese sentido, mi querido señor Chef, su labor será importantísima. Puedo decir, sin temor a la exageración, que me sería imposible llevar a cabo mi tarea sin su valioso aporte, ya que en este anti tiempo que inauguraremos usted será mi principal colaborador para detener la historia donde queremos y donde debemos detenerla. Usted sabe muy bien que toda organización se altera por medio de una simple manipulación del hambre: aquí está su papel. Usted mantendrá abierto día y noche, que pronto no se distinguirán uno de la otra, el gran comedor iluminado por eternos candelabros dispuestos sobre las mesas que usted y sus hombres se encargarán de mantener siempre cubiertas de los más exquisitos manjares para que los niños, creyendo en su propia libertad y en la total disponibilidad y abundancia de la comida, acudan a comer a todas horas, cuando se les antoje. Roto así el ritmo de inveteradas costumbres, se lanzarán como cachorros hambrientos a comer a cada instante, y descontrolados, borrarán su ritmo y su comprensión del tiempo. Igual que los animales, dormirán a cada rato haciendo la digestión, sin programa general, cada cual a su aire, lo que, de nuevo, confundirán con libertad al proponerse caóticos ciclos personales que anularán el colectivo que hasta ahora les había permitido compartir, ya que el tiempo no compartido con otros no es tiempo, y llevar su cuenta…

Con algo de desdeñosa impaciencia el Chef se desprendió del brazo de quien —ya que él iba a hacer el sacrificio de comer carne humana y el Mayordomo no— ahora le resultaba difícil concebir como un superior absoluto:

—Mi opinión, que me atrevo a proponer como no del todo negligible, es que debemos analizar este asunto con más detenimiento, incluso consultar a los niños del piano nobile. En todo caso, propongo, puesto que aún no se han dado casos claros de subversión, que no es urgente llevar inmediatamente a cabo los planes de mi señor Mayordomo. Urge, me parece, en forma más perentoria, realizar mis experiencias culinarias. Me explicaré por qué: no se crea que mi interés es puramente egoísta, académico, frío. No. Dentro de poco faltará la carne en la casa de campo, ya que los malvados nativos están envenenando las aguas que los animales beben en los abrevaderos, y si no tomamos precauciones, nos quedaremos sin nada que comer. Yo quisiera no sólo estudiar la manera de cocinar carne humana del modo más variado y atractivo, sino también cómo salarla para conservarla durante los largos períodos cuando…

Aullando al oírlo, el Mayordomo, como una fiera que toma impulso para lanzarse sobre su presa, reculó hasta topar con Juan Pérez que, impertérrito, seguía pintando: reducida de nuevo la dimensión del Chef al darse cuenta que no podía competir con la ira de su superior, huyó corriendo de la habitación tapándose los oídos para no escuchar sus improperios:

—¡Antropófago! ¡Monstruo!

Aprovechando que el Mayordomo tenía el brazo estirado para tomar impulso y descargar su puño sobre la víctima, Juan Pérez le puso un pote de pintura bermellón en la mano, que voló hacia la puerta recién cerrada manchándola con un signo sangriento. Le puso, después, un pote de azul de Prusia, que el jefe también lanzó, y uno de amarillo cromo y uno de violeta de genciana que el cabecilla, gritando, manoteando, ciego, aullando contra el antropófago que se le rebelaba, lanzaba, manchando no sólo la puerta sino las perspectivas mentirosas y los arcos, las risas de las elegantes maritornes y los paisajes aptos para bailar la pavana. Para salvarse de esta hecatombe polícroma, el Caballerizo Mayor se había puesto de pie, retrocediendo hasta la puerta, donde se encontró con Juan Pérez, quien, ya que ahora la propulsión de la ira del Mayordomo se autoabastecía, estaba huyendo para dejarla agotarse por sí sola. En la puerta el Caballerizo Mayor le preguntó:

—¿Qué inopinado estruendo…?

Juan Pérez no lo dejó formular entera su pregunta:

—Un atentado contra la dignidad; y quizás contra la vida del señor Mayordomo. Como usted ve, está tomando estas justificadas represalias que lo llevarán a destruir el fresco, cuya culpa sus enemigos, seguramente, querrán cargar sobre los hombros de nuestro jefe, cuando en realidad fueron ellos los responsables del desastre…

3

Fue, como solía decirse en las novelas de antaño, un tiempo aciago.

La casa quedó sellada por la pintura negra con que los sirvientes cubrieron los cristales, por puertas y ventanas condenadas, por pasillos tapiados con muros de cal y canto. Sumergidos en la tenue penumbra de los candiles, los niños parecían flotar como peces moribundos, absortos, sin embargo, en la silenciosa tarea de sobrevivir, ya que la sobrevivencia en las actuales condiciones, era una arriesgada forma de rebeldía. Pronto —¿cuánto tiempo es pronto, se preguntarán mis lectores, si no hay manera de medirlo cuando está difuminado por el artificio de una llamita en cada cuarto?— se fueron habituando a esta realidad engañosa en que las voces y los pasos tenues, y para qué decir las emociones, no podían optar por forma alguna de desarrollo. Desde la multiplicación de sombras y rincones los lacayos no dejaban de rondar, escuchando cualquier coloquio, escudriñando cualquier papel que pudiera contener mensajes en que los primos se preguntaran por el alcance de los sucedido o de lo que sucedería, acechando los dormitorios para que la amistad o el amor o el frío o el miedo no reunieran a un par en un lecho con el fin de compartir informaciones y perplejidades. Se trataba de encontrar —mandaron las autoridades— a niños a quienes acusar de haber comido carne humana, o haber deseado comerla o haber abrigado intenciones o deseos de hacerlo, o todavía hacerlo o desear hacerlo en la insondable clandestinidad que, pese a todo, los sirvientes sentían palpitar dentro del apretado puño de su vigilancia, o mantener relaciones secretas con los antropófagos que aún rondaban la casa. Sí, sí, la rondaban, repetían los sirvientes dispuestos a todo, la rondaban, escabullándose milagrosamente entre las gramíneas y armándose, sin duda, bajo las órdenes de Wenceslao y del otro: ellos, los sirvientes, habían impuesto su orden al caos del período anterior, duramente, heroicamente. Se trataba de una conquista específicamente de ellos; no de cualquier grupo de sirvientes, porque ellos no eran suplantables. No tolerarían que nuevos sirvientes tomaran su lugar. Era necesario seguir la lucha porque cada niño era un enemigo, un antropófago en potencia. ¿No les habían enseñado acaso, sus amos, esta principalísima necesidad de cuidarse de ellos? Los salvajes seguramente permanecían en comunicación con Valerio y Teodora, que, cubiertas ahora sus vergüenzas por jirones de vestidos que les quedaban pequeños porque eran de hacía tanto tiempo y estaban en una edad en que crecían tanto, sólo aguardaban una oportunidad para volver al estado de salvajismo del que los sirvientes los rescataron con su asalto al caserío. Aislaron a estos dos en lujosos dormitorios muy distantes el uno del otro, servidos por un piquete de lacayos cada uno, que obsequiosos atendían a sus necesidades y los acompañaban de habitación en habitación escuchando sin disimulo sus conversaciones con los demás primos, pasándoles el vaso de agua pedido y ayudándolos a vestir sus sucios harapos, es verdad, pero con pistolas y cuchillos escondidos en sus fajas bajo sus libreas de terciopelo y oro.

A los niños no hubo necesidad de prohibirles volver a mencionar a los nativos, porque desde el comienzo advirtieron que podía ser peligroso hacerlo: se requería de ellos, lo sabían, buena voluntad para olvidarlos, ya que éstos representaban los elementos incontrolables del tiempo que se iba a anular. Desterrados a su mísera suerte, las circunstancias de los antropófagos ni siquiera rozarían —como en lo que Juvenal y Melania llamaban «los buenos tiempos»— la conciencia no sólo de aquellos cuyo regalado existir transcurría en los salones del piano nobile, sino también de aquellos que habitaban el ruinoso resto de la mansión donde cada uno en su agujero, por decirlo así, se ocupaba de su propio escuálido proyecto de sobrevivencia. Es verdad que, de cuando en cuando, desde afuera, se oían disparos. O quejidos inexplicables detrás de una puerta. O por conductos secretos se filtraban hasta la casa imágenes de hambre y desesperación. Pero como no se debía mencionar estos hechos, su frecuencia fue disminuyendo, o por lo menos así pareció en el prolongado presente a que los niños quedaron sometidos y que los absorbió, de modo que muchos de ellos —por cuna, con una respetable vocación para el olvido— pronto desterraron a los nativos de la memoria.

La Pérfida Marquesa que, como a estas alturas de mi narración todos mis lectores sabrán, era viuda, manifestó deseos de volver a casarse. ¿Por cuarta, por quinta vez? En fin, los primos ya habían perdido la cuenta de los numerosos enlaces que precipitaron a la muerte o a la locura a sus cónyuges, o que los impulsaron a intentar rehacer sus fortunas perdiéndose para siempre en las selvas de las Filipinas. Se sentía sola, le confiaba la Marquesa a la Amada Inmortal, su hija, su amiga del alma, su confidente comprensiva. Necesitaba un hombre que, además de ser su par en lo espiritual y en lo social, poseyera el vigor necesario para calmar sus apetitos, los cuales, a esta edad, justo antes que se extinguieran, se iban exacerbando. Al mirar a su alrededor en el piano nobile sólo vio a Abelardo, descartado porque fuera del hecho de ser su hermano —y aunque jamás se aludiera este defectillo que aquí me propongo mencionar— era, para decirlo de una vez por todas, bastante jorobado. Durante unos días consideró la posibilidad de reanudar sus relaciones con Justiniano, pese a que pertenecía al otro bando: su arma para atraerlo, además de sus encantos ahora ¡ay! un tanto otoñales, sería la promesa de trasladarlo a vivir al piano nobile, la única, la gran ambición de los envidiosos que allí no vivían. Pero Melania se opuso. Justiniano era un borrachín carente de todo estilo, que sería un lunar en un ambiente como el que ellos cultivaban. Mantuvieron una seria conferencia con el Chef, habitué del salón de la Marquesa, el cual, acariciando la mano de esa noble dama extendida sobre el vis-à-vis donde se contemplaban mutuamente el rostro, no pudo dejar de indicarle que sería una mésalliance. La Marquesa objetó:

—¿Pero qué tiene de particular, mi querido amigo, si la Virgen María, que era de lo mejor de lo mejor de Jerusalén, se casó con San José, un pobre carpintero?

El argumento de la Marquesa no convenció ni a Melania ni al Chef. Éste, aconsejado por el Mayordomo, que en el presente enredo prefirió permanecer entre bastidores, sugirió, ¿por qué no Cosme? Era guapo y fornido. Tenía bellos ojos, de un gris tan claro que su iris parecía no existir más que como el reflejo cuadriculado del tablero de ajedrez sobre el cual se hallaban perpetuamente concentrados. Es cierto que no pertenecía al piano nobile. Pero tampoco se dejaba arrastrar a las histéricas dramatizaciones del otro bando cuyos miembros malvadamente insistían en andar vestidos de harapos para manifestar quién sabe qué descontento. Al margen de ambos grupos, aparte, inclinado con Avelino y Rosamunda sobre el ajedrez, nada, salvo este juego, parecía agitar su sangre. Durante el transcurso de este relato mis lectores han visto a Cosme innumerables veces en igual posición —sobre las gradas de la terraza del sur sin alterarse ni siquiera en el momento de la culminante aparición del tío Adriano entre los dos moros; o mientras se desarrollaba la escena del balcón, aquella en que Melania y el malogrado Mauro se cubrieron de gloria; y en tantas y tantas otras ocasiones en que si no he nombrado a los ajedrecistas se debe al sobreentendido de que allí estaban, silenciosos, plenos, presentes en todo aunque sin tomar parte en nada—, sin alterar con su presencia la composición del cuadro general de las emociones. Melania alegó que introducir a uno de los primos declaradamente hostil dentro del ambiente de gentileza que tanto trabajo les había dado crearse —al desmelenado Valerio, por ejemplo, que por su violencia era quizás el más atractivo de todos— sería una locura, una falta de ese sentido de la realidad que en todos los tonos y desde la cuna no se cansaban de predicarles sus padres. Atraer a Cosme, en cambio, no resultaría difícil para la Pérfida Marquesa si le prometía el uso del ajedrez-chino-que-es-pieza-de-museo, encerrado de nuevo en su correspondiente vitrina. Zoé, la mensajera, chata y gorda y bamboleante, simiesca la mano que apretaba sus caramelos, con voz gangosa pero precisa transmitió los deseos y promesas de la Pérfida Marquesa a Cosme. Éste repuso sin levantar sus ojos del tablero:

—Dile a esa puta vieja que no me importune, que prefiero jugar con guijarros o con botones que con el aje-drez-chino-que-es-pieza-de-museo, si esto significa que tengo que someterme a sus requerimientos.

Al escuchar la repetición verbatim de la respuesta de Cosme, la Pérfida Marquesa lloró amargamente, porque la verdad es que había llegado a amar a Cosme con el amor de los primeros años. Melancólica mientras Aglaée le espolvoreaba la cabellera con henna, le preguntó al espejo que Olimpia, arrodillada ante ella, sostenía para que contemplara allí su rostro:

—Espejo, espejito. Dime: ¿quién es la más bella entre las bellas?

—La Marquesa de Belvedere y Aluvión, Condesa de C’rear-en-Laye, Vizcondesa de…

—¿Espejo, fiel espejito, dime cómo puedo vengarme del cruel desaire de Cosme?

Debo confiar a mis lectores que la voz del espejito pertenecía al Ángel de Bondad, que escondida detrás de las cortinas había sido elegida, por la normalidad de su criterio por todos admirado, para contestar a la Pérfida Marquesa y equilibrar así sus palabras que con tanta frecuencia caían en la alucinación. Cuando la voz del espejito, sin embargo, respondió a la noble dama sugiriéndole una idea para su venganza, ésta fue tan desalmada —pero de tan característica sapiencia culinaria— que prefiero dejar a mis lectores en «suspenso», como se dice ahora, sin respuesta a su curiosidad, para que se den cuenta más tarde, cuando yo vaya relatando las cosas a medida que sucedieron, cuál fue esta idea. Y el Ángel de Bondad mantuvo una secreta conferencia con el Chef, que accedió, aunque con infinitos reparos, a las proposiciones de esta niña.

La Pérfida Marquesa le hizo llegar un billet doux a Cosme, invitándolo a cenar en la intimidad de su boudoir. Cosme se dio cuenta de que si no acudía a este ren-dez-vous —que no era más que una orden disfrazada, puesto que la Pérfida Marquesa tenía la autoridad de su lado— ponía en peligro su suerte, y la de Rosamunda y de Avelino. Cosme se sentó ceremoniosamente a la mesa. Pero, hambriento debido al tono de austerity de las comidas de aquellos que no vivían en el piano nobile, comió copiosamente, entusiastamente, como el adolescente que era, en tanto que la Pérfida Marquesa, melancólica, distante, etérea, sólo desmigajó durante la cena una granada. Mientras lo hacía le propuso a Cosme unir su suerte a la de ella. Cosme levantó sus ojos, que la Marquesa encontró más enloquecedores que nunca, y le dijo:

—No.

—¿Por qué no?

—Porque sería una imposición.

—¿Qué te atreves a sugerir? ¿Por qué voy a necesitar imponerme yo, si tengo belleza, millones y apellidos, y los hombres de todo el reino andan locos por mi mano?

—Porque soy libre.

La Pérfida Marquesa se levantó de la mesa, apoyándose con una mano enguantada sobre el encaje del mantel y arreglándose con la otra las perlas que resbalaban sobre sus hombros ebúrneos.

—¡Estúpido! —le gritó.

—¿Porque prefiero permanecer libre?

—¡Porque prefieres creerlo! Querido mío, no hay nadie que sea libre, ya eres grande, está bueno que te enteres… —replicó ella, acompañando sus palabras con una carcajada de final de segundo acto. Después, bruscamente seria, clavando en él sus ojos pesados de kohl, le espetó:

—¡Desdichado! ¿No te fijaste que yo sólo probé un poco de fruta durante nuestro ágape? Te quiero explicar por qué: te hice servir carne humana, sí, sí, carne humana en venganza por no quererme, hice preparar para ti guisos de antropófago para transformarte en antropófago, sí, sí, eso es lo que eres, un antropófago que ha devorado la carne de algún asqueroso nativo traidor y ajusticiado…, más, si quieres saber la verdad, te diré que todos ustedes son alimentados diariamente con carne humana y en consecuencia se puede decir con plena justicia que todos los que no viven en el piano nobile son antropófagos…

Y mientras la Pérfida Marquesa salía de la estancia derramando joyas con una mano crispada en su escote y recogida la cola de su vestido con la otra, Cosme, doblado en dos con un repentino calambre de pavor que le rasgó las entrañas, vomitó sobre el encaje de la mesa, pidiendo a gritos que lo ayudaran. Acudieron sirvientes, primos sorprendidos que preguntaban qué le sucedía que gemía en forma tan atroz. Pero los lacayos respondieron al unísono:

—Nada.

Lo llevaron a tenderse en su cama. Un lacayo le administró medicinas que no lograron doblegar su vigilia para sumirlo en el sueño. Sus gemidos sonaban inquietantes por la casa. Los primos que transitaban por ese corredor los oían. Después, sin que se calmaran sus calambres, evitando tanto a sus primos como a los sirvientes —si esto fuera posible en una casa de paredes y puertas y rincones todas ojos—, se atrevió a salir de su habitación, cabizbajo, enfermo del alma, tembloroso, paseándose de un extremo al otro por la galería de las mesas de malaquita ahora con los ventanales pintados de negro, logrando no tropezar en la oscuridad con los hacinamientos de fardos de oro descomponiéndose por los rincones. En uno de esos paseos, Arabela, entreabriendo la puerta de la biblioteca y asomando su rostro, lo alcanzó a ver. Cosme la reconoció por el lejano relumbre del único candil reflejado en los dos cristales de sus gafas. Dio otro paseo, hasta el otro extremo de la galería. A su regreso se detuvo apenas un minuto para susurrarle que ellos, los niños que no jugaban a La Marquesa Salió A Las Cinco, eran alimentados con carne humana de los caídos en la continua resistencia. Pavorizada, Arabela corrió a contar esta noticia a los demás niños, que, como tenían que sobrevivir fuera como fuera, no dieron otra muestra de alteración que correr a vomitar en secreto. Desde entonces, pretextando enfermedades o simplemente «olvidando» hacerlo, fueron ejercitándose poco a poco para aprender a no comer, y sólo parecer hacerlo. Pero los lacayos implacables los obligaban a comer de todo, a todas horas, produciéndoles malestares reales, arcadas, vómitos, dolores que los enfermaban de veras porque estaban seguros que hasta el pan, hasta el vino rojo, hasta la leche estaban contaminados. Los niños fueron enflaqueciendo peligrosamente, hasta quedar convertidos en pajitas, en ramitas, los rostros hundidos por el hambre que los enloquecía, hasta que les resultaba difícil esconderse detrás de los fardos de oro descompuestos que llenaban las galerías y los salones con su fétido polvillo de oro rojizo que se adhería ligeramente a los rostros de los niños, incapaces de identificar esa materia pegajosa que flotaba en el aire dotándolos de una especie de mordaza de sangre. Los primos permanecían escuálidos, casi inmóviles en la continuada penumbra de las estancias —¿soy o no soy antropófago?, se preguntaba cada uno a sí mismo, ¿cuál sería el castigo absoluto para tan nefasto crimen?, ¿a cuáles de sus amigos nativos se habían comido?—, jugando, como siempre, o casi como siempre, leyendo, o simulando leer, charlando sin poder decirse nada, incapacitados para reaccionar porque no sabían si sus reacciones, aunque mínimas, podían desencadenar represalias no sólo contra ellos mismos sino contra los nativos que habitaban, allá afuera, los repliegues de la historia que para ellos ni por un minuto había cesado.

A los pocos días, Cosme desapareció. O los primos se dieron cuenta que había desaparecido. Incapaz de jugar al ajedrez, se había estado sentado junto al tablero para ver jugar a Rosamunda y Avelino que a veces trataban de animarlo guiñándole un ojo al hacer un gambito afortunado, o acariciándole, simplemente, la mano, o haciéndole sostener la reina negra para moverla en forma triunfal: él la soltaba, rodaba al suelo. Pero ahora no encontraron a Cosme ni en las inmediaciones del tablero, ni en el comedor, ni en su habitación, ni en la galería. Los niños vivían en la zozobra de no estar seguros de haber visto o no a Cosme, ni cuándo, debido a la confusión del tiempo incompartible. Sólo de tarde en tarde se preguntaban por él, enarcando las cejas, o por medio de subrepticios gestos de las manos, o con palabras que al no salir de sus labios sólo incrementaban el silencio.

Hasta que de pronto se oyó en toda la casa el feroz portazo que Arabela dio al salir de la biblioteca, marchando con propósito firme por la galería de las mesas de malaquita, cruzando los salones, trepando las barricadas de fardos de oro, desembocando en el gabinete de los moros, cruzando el vestíbulo de la rosa de los vientos vigilada por los lacayos atónitos que bruñían el pasamanos de bronce de la balaustrada, subiendo la escala mientras peroraba con voz inaudible, como si discutiera consigo misma los pro y los contra de la inaceptabilidad total o parcial de la desaparición de Cosme sólo por haber hablado con ella, escurriéndose rápido como una ratita gris hasta abrir, por último, la puerta del salón de baile. Al verla entrar andrajosa y estragada, los cabecillas se pusieron de pie, inclinando ligera pero prolongadamente la cabeza como lo exigía la etiqueta familiar para que nunca nadie pudiera decir que un sirviente faltó a ella. Arabela avanzó hasta el Mayordomo, plantándose ínfima pero firme ante su enorme altura, mientras un círculo de lacayos se apretaba en torno suyo.

—¿Eres el Mayordomo? —le preguntó—. Lo supongo porque eres el más grande y ése es el único atributo necesario para ser el Mayordomo de nuestra casa. Te lo pregunto porque, como te darás cuenta, estoy limpiando mis gafas con el ruedo de mi vestido rasgado, zurcido y sucio.

—¡Es una moda lamentable, Vuestra Merced, que deploro se haya establecido entre los niños…!

—Ha desaparecido Cosme —lo interrumpió Arabela.

Una expresión de inocente sorpresa bañó la cara del Mayordomo:

—¿Desaparecer? —preguntó—. ¿Desaparecer, lo que se llama desaparecer? Imposible, Vuestra Merced, porque no hay hechiceros que lo puedan haber hecho esfumarse por arte de birlibirloque. Y yo no he sabido que Vuestra Merced se haya dignado unirse al juego de La Marquesa Salió A Las Cinco, donde, hay que reconocerlo a veces suceden cosas inverosímiles que ninguna persona normal creería.

—Cuando digo «desaparecer» —recalcó Arabela, calándose por fin las gafas y escudriñando toda la altura del Mayordomo sin encontrar nada allí salvo cantidad pura—, quiero decir, específicamente, que ustedes lo han tomado prisionero y se lo han llevado.

El Mayordomo acarició la cabeza escueta de Arabela, sonriendo con la ternura casi navideña de que son capaces los malvados, y blandamente le dijo a Arabela:

—No hay que darle importancia. Ya encontrarán otro compañero de juego Rosamunda y Avelino. Ya verán que el encantador Cosme, tan sereno y tan medido, pronto se volverá a sumar a los inocentes pasatiempos de Vuestras Mercedes. Aunque no hay que descartar la teoría de que los antropófagos, que, como Vuestra Merced lo sabe, se infiltran por todas partes pese a nuestros heroicos esfuerzos, se lo hayan robado, quizás ¡y tiemblo al sugerirlo! para comérselo. Aunque, ¿no es usted de mi opinión, mi querido señor Chef?, si fuera ésta la razón del robo hubieran elegido a un niño más tierno, más joven, más gordo, como el buen Cipriano, por ejemplo, que francamente está como para el cuchillo. En todo caso, ustedes lacayos, dejen de rondar a esta encantadora niña que ha acudido con la confianza de los inocentes a exponer sus perplejidades. Les recomiendo especialmente a esta muchacha.

Esa misma noche, cuatro hombres de antifaces negros maniataron y amordazaron a Arabela en su camita detrás del biombo Coromandel de la biblioteca y se la llevaron. O por lo menos ésa fue la versión que circuló entre los primos sobre las circunstancias que precedieron y sobre la desaparición misma de esta prima. Oigamos la versión de Arabela, que meditaba en estos términos:

«Pero no». Es preferible no dar el texto que prometí en el párrafo anterior: la experiencia del dolor, cuando es de gran intensidad y significación, no puede ser reemplazada por la fantasía, que por su naturaleza misma es sugerente, y, por eso, aproximativa e irrespetuosa. En versiones anteriores de esta novela, aún en las galeradas, venía en este sitio una extensa sección que no era otra cosa que el monólogo interior de Arabela mientras era castigada por los esbirros de Juan Pérez, los cuales, empleando refinadísimas artes, intentaron extraerle no sólo la supuesta verdad sobre el paradero de Wenceslao y Agapito, sino los nombres de los niños que se habrían transformado en antropófagos. Que Arabela haya confesado lo poco o nada que sabía sobre estas materias carece de importancia, ya que el heroísmo puede tomar muchas formas, aun, en casos extremos, el de una aparente cobardía. La modestia me aconseja, más bien, correr un tupido velo sobre estos pormenores, ya que es imposible reproducir esos horrores para quien no los ha vivido, y además quizás sean sólo rumores: ya se sabe lo mentirosos que son los niños. Puedo decir, eso sí, que después, cuando el escombro en que quedó convertida nuestra pequeña amiga despertó atada a un tronco en una choza del caserío, tuvo la certeza de que el simple hecho de sobrevivir al castigo —y no es que la sobrevivencia no hubiera sido la única y misérrima tarea que a ella y a sus primos los tenían condenados en al casa de campo— era en sí una exaltada forma de heroísmo porque otros, con seguridad, sobrevivirían en circunstancias tan o más trágicas que la de ella, y su dolor, por lo tanto, no era sólo personal, sino colectivo. Su espalda, memoriosa al cabo de quién sabe cuánto tiempo de despertar, reconoció con algo semejante al alivio las rugosidades del tronco, el mismo a que la ataron cuando la trajeron a esta choza antes que iniciaran los ritos del castigo. ¿Qué habían hecho, entretanto, con su pobre cuerpo? Su memoria rehusaba devolverle los detalles, como si recordarlos bastaría para precipitarla en un desmayo igual a aquel del que recién se recobraba. Las hormigas del suelo de tierra donde se hallaba sentada fueron invadiendo su cuerpo en busca de llagas en donde beber, y hasta que enloqueciera con su cosquilleo —benigno pese a lo incómodo, porque delineando su piel le devolvían su propia forma atomizada por el dolor, además de capacitarla para reaccionar a algo distinto a él— definían el espacio de su cuerpo que tan frágilmente encerraba una conciencia que no se atrevía a despertar del todo. Esperar. ¿Esperar qué? Sometida al Mayordomo, su mente funcionaba aún en un tiempo sin hitos, incontabilizable, en que la espera, en sí, era una contradicción. Pero de pronto se endureció dentro de Arabela, se precisó, se perfiló, se definió algo como el dolor definitivo: le habían arrancado un miembro, algo vital que le faltaba…, sí, le habían quitado sus diminutas gafas que ya no le pesaban sobre el arco de la nariz. En un momento inespecificable de los castigos, una mano furibunda se las arrebató al negarse a contestar cierta pregunta, o al no hacerlo porque desconocía la respuesta y una bota feroz las pisoteó. Arabela recordaba eso como su última visión, porque era como si no hubiera destruido sus gafas sino sus ojos. Pero no: pese a que los castigos posteriores obnubilaron sus sentidos, ahora se daba cuenta que junto con su piel acariciada por las hormigas que le devolvían el contorno, se establecía algo de luz en torno a su antifaz: a pesar de ella, comprendió Arabela, iba a tener que andar por el mundo como en sombras, a tientas y ayudada por otros, si es que alguna vez recobraba el uso de sus piernas. Pero eso no la hirió tanto como comprender, como con una iluminación, que ella, Arabela, nunca más iba a poder leer. Ante esto, su rencor se irguió como la única realidad posible, y gracias al odio la inundó una feroz certeza de que sobreviviría.