1
Cuando los Ventura trajeron a Adriano Gomara, recién casado, por primera vez a la casa de campo y ufanos lo pasearon por la magnífica esmeralda del parque, el médico notó que al pie de una de las escalinatas un lacayo de librea color amaranto, inmóvil, parecía montar guardia. Una y otra vez, no dejó de notar su presencia, siempre quieto en el mismo sitio, hasta que decidió preguntar a su nueva familia qué funciones desempeñaba aquel pobre hombre siempre apostado en el mismo lugar.
—¿No estás de acuerdo —le contestó Celeste— en que hace falta una manchar roja justamente allí, un color complementario, para centrar la composición verde, como en un paisaje de Corot?
Adriano permaneció mudo, sin saber si admirar o despreciar a esta gente que era capaz de reducir a los seres humanos a un elemento decorativo. Los Ventura notaron su perplejidad, cuyo contenido comprendieron y fue contabilizada en su contra. Esta pregunta de Adriano, sin embargo, que mis lectores podrían considerar un detalle insignificante sólo digno del olvido, se conservó como una parábola dentro de la familia, repetida mil veces como ejemplo típico de paso en falso que puede dar una persona de otra clase que no pretende que la misión de los sirvientes es la de proteger a los señores hasta en detalles aparentemente tan insubstanciales como éste. Su reacción fue de las primeras cosas que delató a Adriano Gomara como a un ser peligroso. Y todos los años, durante el período de adiestramiento de los sirvientes, Lidia les repetía ese ejemplo que iba tomando contornos de leyenda, para edificar al contingente, además de señalar a su cuñado como objeto de trato particular por parte del servicio, que no debía revelarse en nada, salvo en que era necesario marcar con una cruz a este personaje conflictivo.
El momento del conflicto producido por Adriano Gomara había, por fin, llegado. En la bengala del amanecer, la serpiente de los coches erizados de negros cañones, avanzaba a galope tendido por la llanura derribando gramíneas y estropeando el silencio con vociferaciones y una que otra detonación. Los sirvientes siempre habían desconfiado de Adriano Gomara porque «no sabía mandar», ya que, claro, no nació para hacerlo, como los Ventura. Pero la noche anterior, al socaire de la capilla, cuando los señores les entregaron sus coches y sus armas, también formularon claramente la clave de su peligrosidad, pese a su locura, —dijeron, y no a causa de ella puesto que se introdujo en la familia con este designio— era el agente de los antropófagos, que buscaban el desmantelamiento del poder tradicional; más aún, se podía asegurar que era su jefe; en todo caso, él era quien impulsaba el odio de los salvajes con el ímpetu descrito por Fabio y Casilda para que derribaran lo estable, utilizando como instrumento a los inocentes niños que con ese fin habían corrompido. Era necesario, exhortaron los señores a los sirvientes, limpiar, erradicar, destruir cualquier cosa nueva construida u organizada, salvar a quienes no hubieran sido iniciados aún en las prácticas nefandas.
El Chef, el Caballerizo Mayor y el Primer Jardinero ocupaban el coche que iba a la cabeza rompiendo el aire. El Mayordomo, reluciente de oros en el pescante junto al cochero, llevaba firme el fusil en su mano enguantada, oteando el horizonte con sus pasmosos ojos de seda y resistiendo el viento con su mandíbula y sus labios endurecidos. ¿Cómo entender la actitud de los niños si lo contado por Fabio y Casilda respecto a ellos no fuera más que la fantasía de niños histéricos? El Chef, inmaculadamente vestido de Blanco, con su alto bonete almidonado, sus carrillos rojizos y sus labios carnudos sobre los cuales vibraba el minúsculo acento circunflejo de su bigotito, pareció elucubrar el pensamiento del jefe:
—¿Cómo explicarnos que estos seres que lo tienen todo, que a su debido tiempo se transformarán en capitanes del imperio de oro laminado a mano y dueños de tierras y minas y tribus enteras, actúen anárquicamente para destruir sus propias cosas, comprometiendo, en fin, sus posibilidades de heredar el poder?
—¿Las niñas en concubinato con los nativos…? —meditó el Caballerizo Mayor.
—No podemos creer que los nativos hayan osado trasladarse a vivir dentro de la mansión a la que nosotros mismos rara vez tenemos acceso —acotó el Primer Jardinero.
—Son alucinaciones de una pobre niña enloquecida de hambre —decidió el Chef acariciándose sus manos y su cuello al repantingarse en su asiento del coche.
El viento de la carrera arrastraba las palabras, confundiéndolas con el crujido de las gramíneas al abrirse, quebrarse, caer. Pero la voz de Juan Pérez, que empuñaba las riendas en el pescante junto al Mayordomo dirigiendo el tronco con un desenfreno que parecía incompatible con su enclenque figura, de pronto sonó nítida:
—No son alucinaciones.
Los cabecillas lo miraron. ¿Quién era este ser que se atrevía a definir así las cosas? Y Juan Pérez, para demostrarles que decía la verdad, contó lo que ninguno de ellos había visto: Hermógenes Ventura ahogando en el pozo al hijo —sí, sí, que no se hicieran los tontos, que sabían que todas las hijas de los Ventura eran putas, hijas y nietas de putas—, sí, el hijo de Casilda. Los cabecillas pasaron por alto los desagradables epítetos del improvisado cochero porque podía ser que con el ímpetu de la carrera y el aire los hubieran oído mal y sería mejor no esclarecer el asunto. Era verdad, entonces, aseguró Juan Pérez, no sólo que había transcurrido un año en lugar de un día, pese a que, para efectos del trabajo, era preferible parecer convencidos de la segunda versión del tiempo —por razones de pago, cuando llegara el momento, recordarían a sus amos la verdad de ese año que tenía un precio que no dejarían que les robaran—, sino que los niños estaban corrompidos hasta los huesos. Era verdad que en Marulanda reinaba la anarquía y el desenfreno. Y era verdad, sobre todo, que instigados por Adriano Gomara los antropófagos se habían apoderado de casa, jardín, minas, huertas, muebles, implantando allí su salvaje modo de vida con pretensiones de encarnar un nuevo orden. No. Los antropófagos no eran una invención: eran un peligro real, activo, una mancha que amenazaba extenderse desde Marulanda por el mundo entero. Éste era el momento en que ellos, los sirvientes, después de esperar promoción tras promoción en actitudes decorativas que a lo sumo servían para centrar el colorido del parque, y conformarse soñando con la gesta heroica que justificaría su inmovilidad ancilar, iban a defender con las armas la única, la verdadera causa valiosa. Con ese fin los contrataba Lidia. Con ese fin los entrenaba Terencio.
El discurso de Juan Pérez enardeció a los jefes y canceló sus dudas. Veloz, el viento de la carrera los hizo enmudecer, mientras las gramíneas, al ser tumbadas por los cascos de los caballos y por las ruedas de los coches, silbaban como latigazos. Atrás, en la larga serpiente de la cabalgata, el resto del personal aullaba fervoroso como si también hubiera escuchado la arenga de Juan Pérez. Sobre la tempestad de vehículos que iban avanzando por la llanura se oyeron vítores al Mayordomo, gritos de adhesión a su persona, maldiciones a los antropófagos y a Adriano Gomara, el caudillo sin cuyo incentivo los antropófagos jamás hubieran despertado de su sueño de siglos. Los cabecillas se pusieron de pie dentro del landau, enarbolando fusiles, beligerantes, enardecidos, estruendosos en su sed de acción, vociferando que combatirían hasta la muerte junto al Mayordomo.
Juan Pérez permaneció silencioso gobernando las riendas. Era necesario apresurarse. Fustigaban a los caballos sin merced para que corrieran aunque se les quebraran las patas. Tras él los demás coches tomaron igual ímpetu: apresurarse, que no alcanzara a extinguirse el ingenuo pero brutal encono de los sirvientes, para sustituir con esta premura cualquier asomo de lucidez.
Los coches corrían por la llanura, siempre igual bajo un cielo inmóvil y sin nubes. Hasta que por fin, cuando el alba ya palidecía sobre el paisaje, aparecieron en el horizonte como una serie de gránulos hechos de la misma carne que la llanura, las chozas del caserío.
Los coches avanzaron un poco más, menos desaforadamente. Cuando llegaron cerca, pero no lo suficiente como para que desde la población los vieran o se escuchara el tumulto de los carruajes, el Mayordomo dio orden de hacer alto: que todos se bajaran de los coches. Mandó que, acercándose al caserío, lo rodearan por todas partes en el más completo silencio, agazapados entre las gramíneas y con las armas listas. Pero cuidado, les advirtió: que nadie disparara ni un solo tiro. Que reservaran la pólvora para la casa de campo, donde cobrarían la pieza mayor de esta cacería. Ese asalto —ya que se trataba de chozas habitadas por labradores que carecían de importancia— era sólo una incursión de reconocimiento. Cuando él disparara un tiro sería la señal para que cayeran sobre los nativos, pero sin nuevos disparos. El círculo de sirvientes armados se completó en torno a las chozas. El Mayordomo, acompañado de Juan Pérez, arrastrándose entre la vegetación con pistolas en la mano, se acercaron para observar lo que ocurría dentro del caserío.
Quietud. Era evidente que todos dormían. Nadie esperaba un asalto: el momento perfecto para atacar y tomar prisioneros. Pero cuando el Mayordomo se disponía a dar la señal, vio que por una calleja entre las chozas avanzaba un piquete de nativos no sólo armados con lanzas sino vestidos con ropajes que al Mayordomo le parecieron disfraces estrafalarios, sus cabezas cubiertas con cascos de oro empenachados con gramíneas teñidas de rojo. No fue, sin embargo, la visión de estos guerreros bárbaros lo que asombró al Mayordomo impidiéndole dar la orden de ataque: fue ver que, capitaneando el piquete y también armados, iban un niño y una niña desnudos, niños que no podían pasar por nativos porque se trataba de vástagos de los Ventura.
—Valerio y Teodora —susurró Juan Pérez.
—¿Cómo los reconoces? —preguntó el Mayordomo admirado—. Lo que es a mí, todos los niños me parecen idénticos, como los chinos o los negros, y, fuera de unos cuantos, los confundo a todos.
—Yo, en cambio, los conozco uno por uno. No hay nada que hayan hecho, nada que piensen, que se haya escapado de mis investigaciones.
—Después me cuentas.
—Toda mi información está a sus órdenes, señor Mayordomo.
Durante este breve intercambio de palabras que acabo de relatar, Valerio y Teodora, seguidos de un guerrero nativo que iba, como ellos, desnudo, y llevaba un casco adornado con gramíneas rojas en la cabeza, entraron en la choza más importante. El resto de los guerreros se quedó afuera montando guardia mientras las callejuelas del pueblo iban resucitando con los habituales quehaceres de un caserío: mujeres encendiendo el fuego y poniendo cuencos a calentar, hombres atando gavillas de gramíneas secas o cargando cestas de hortalizas, niños jugando en el polvo. Al cabo de un rato se escucharon gritos dentro de la choza: el Mayordomo y Juan Pérez vieron que, a punta de lanza, salían gimiendo y vestidos de harapos, flacos, sucios, desmelenados, más niños y niñas:
—Colomba… Melania… Cipriano… y Aglaée… Abelardo y Esmeralda… Olimpia, Ruperto y Zoé —iba enumerándolos Juan Pérez a medida que aparecían.
Fueron rodeados por un círculo de guerreros aunque esto era inútil, tan desalentadas eran sus actitudes, tan patéticas sus lamentaciones. Los aullidos más despavoridos se oían aún dentro de la choza. Valerio, entonces, con cuatro guerreros, volvió a entrar, y al poco rato sacaron a la fuerza a Juvenal, que casi desnudo bajo un lujoso manto de bárbaras listas violeta y naranja, cargado de pendientes, amuletos, brazaletes y collares, se debatía, pateando, insultando, llorando. Melania le gritó:
—¿Qué sacas con seguir luchando? ¿No ves que ellos son los más y nosotros los menos y estamos en su poder?
—¡Cállate! —la amenazó Teodora con su lanza—. ¡Tú a trabajar, igual que el resto de la población! ¡Aunque no sepas hacer nada o lo hagas mal!
—¡Qué bruta! —susurró el Mayordomo—. Mira su cuerpo desnudo…, esta Teodora no es púber y mira la brutalidad con que trata a su prima mayor. ¡Los perjuicios que ha hecho en la moral de estos pobres niños la influencia de don Adriano y de los antropófagos! ¿Se los irán a comer?
—Lo dudo —respondió Juan Pérez, que con sus ojillos demasiado juntos, demasiado pequeños, seguía los movimientos de nuestro personaje sin perder de vista a los pobladores del caserío que continuaban sus labores como si estuvieran acostumbrados a escenas como la que acabo de describir: un hombre subió al techo de su choza para remendarlo con gramíneas nuevas…, varias mujeres alimentaban a una fila de niños nativos sentados en el suelo…, un grupo de ancianos aventaba cereales.
—Yo no voy a trabajar —le contestó Melania a Teodora—. Soy una dama y no sé hacerlo porque naturalmente nadie jamás me ha enseñado a hacer nada. No estoy dispuesta a trabajar ahora porque al tío Adriano, que es un loco, se le ocurra que lo haga.
Las facciones de Valerio, que la escuchaba dispuesto, como una flecha en un arco, a la polémica, los músculos de su cuerpo desnudo y bronceado tan dispuestos como sus palabras, estallaron de rabia al gritarle a sus primos:
—¡La mayor de todas las locuras del tío Adriano ha sido su debilidad! Su sentido de la libertad pertenece al orden antiguo, que ahora no nos sirve.
—¿Por eso, para contrarrestar lo que tú llamas su debilidad —lo interrogó Abelardo desde el centro del ruedo de los guerreros—, nos tomaste prisioneros esta mañana sin que lo sepan ni Mauro, ni el mandamás a quien ustedes dicen obedecer?
El guerrero desnudo con su yelmo de oro que acompañaba a Valerio tenía la cabellera larga y desmelenada, las facciones ásperas con el hervor de una osadía sin límites, sus amuletos grabados no con los pacíficos signos de los demás nativos, sino erizados de amenaza y de muerte. Se adelantó gritando:
—¡No hay cambio sin sangre! ¡Eso es lo que él no quiere aceptar! ¡Y en caso extremo es la sangre de ustedes la que tiene que correr! Estamos amenazados desde el exterior. El día menos pensado regresarán los grandes ayudados por las secretas maquinaciones de ustedes. Ustedes son nuestro enemigo, él no lo quiere entender, y sólo merecen que los masacremos sin piedad si se niegan a trabajar, y a estar, como toda la población, en pie de guerra…
—Juan Bosco —murmuró Juan Pérez—. Peligroso. Conviene recordarlo.
Juan Bosco hablaba en voz tan estridente que muchos de los trabajadores se reunieron para escucharlo. Prosiguió con su alborotada perorata:
—Nosotros, los que vivimos en el caserío, desdeñando las comodidades de la casa de campo, sabemos que, ahora debilitado, Adriano Gomara estaría dispuesto a transigir y pactar con los de afuera, con los grandes, y debemos impedir esta traición…
El Mayordomo, al oírlo decir «Adriano Gomara», exclamó furioso:
—¡Adriano Gomara!… ¡Es el colmo! ¡Que un vil antropófago se tome la licencia de no darle el tratamiento de «don» a don Adriano!
—¿Y cómo hablan nuestro idioma?
—Todos los nativos lo hablan. Sólo simulan ignorarlo.
—Eso es lo más peligroso de todo. Voy a dar la señal…
—Conviene esperar un poco —lo aplacó Juan Pérez— y observar cómo se desarrollan estos acontecimientos que nos pueden favorecer.
El Mayordomo bajó su revólver. Desde el centro del círculo de guerreros, dos de ellos sacaron a Juvenal, que pataleando y chillando fue arrojado a los pies de Juan Bosco. Éste les preguntó:
—¿Con qué derecho has robado nuestras vestiduras?
—¿Derecho? —gritó Juvenal—. ¿Tú, un nativo, cuestionar mi derecho a hacer lo que yo quiera con cualquier cosa que exista en Marulanda? ¿Y llamas «vestiduras» a estos trapos que sólo sirven para asistir al baile de disfraces de la hija de la Marquesa?
—Dame la llave.
—¿Llave? —preguntó Juvenal—. ¿Yo? ¿Qué llave?
Valerio avanzó amenazándolo con su lanza:
—¡Entrégasela! No te hagas el tonto. Sabemos que, pese a que los alimentos de las bodegas al comienzo fueron repartidos con demasiada precipitación de modo que ahora escasean, tú tienes escondida la llave de otra bodega, todavía repleta, oculta en algún vericueto de los interminables subterráneos que hemos recorrido sin encontrarla, con los que pensaban aderezar las mesas del baile de esta noche.
—No tengo ninguna llave —replicó Juvenal alzándose frente a Juan Bosco y ajustándose los penachos verdes estropeados durante la refriega—. No existen más alimentos que los que ustedes se robaron.
—¡Entrégasela! —le gritó Melania—. ¿Para qué nos sirve ahora, estúpido, si estamos perdidos? Resistir a estas alturas es reconocer que no se tiene fe en que volverán nuestros padres a salvarnos al final de esta prolongada tarde de pesadilla.
Y al ver que Juvenal no la obedecía, Melania rompió el círculo de guerreros y se abalanzó sobre Juvenal, sacudiéndolo, implorándole que entregara la llave, que entregara todo, que Mauro había enloquecido de fervor por el tío Adriano y que el vocabulario de su seducción no podía recobrarlo, que Wenceslao, enmudecido, enigmático, se negaba a ayudarlos a ellos como se negaba también a ayudar a Mauro, y quizás, incluso a su padre, que nada se sacaba con luchar si estaban reducidos y cercados, irremediablemente solos. Aprovechando la confusión provocada por la histeria de Melania, Abelardo, Esmeralda y Zoé rompieron el círculo para arrebatarle la llave a Juvenal y lograr así que a cambio de ella les otorgaran el privilegio de no trabajar como los nativos, mientras los primos de opinión contraria alentaban a Juvenal que se defendiera. Juan Bosco, Teodora y Valerio contemplaban la algarabía de niños que se daban bofetadas, lloraban, discutían. Los habitantes del caserío, abandonando sus trabajos, acudieron a presenciar el espectáculo de los primos maltratándose en la polvareda como si supieran que no eran peligrosos porque se exterminarían unos a otros.
Ése fue el momento estratégicamente justo —cuando la población entera se hallaba congregada para presenciar estos acontecimientos— que eligió Juan Pérez, no el Mayordomo, para hacer sonar su disparo: de entre las gramíneas surgieron lacayos rutilantes, jardineros azules, cocineros blancos, caballerizos pardos, y como apariciones infernales se lanzaron sobre la población. Sonaron los disparos al aire para que los atacados no perdieran la noción de la superioridad de las armas enemigas. Cuando los apresaron con la facilidad del estupor, el Mayordomo ordenó que encerraran a los nativos en las chozas para que ninguno huyera a precaver a los de la casa de campo. Que destacamentos de sirvientes, ordenó, montaran guardia, disparando a matar esta vez, si alguien intentaba huir. Lo mismo a Valerio y a Teodora: ya tendrían tiempo para ocuparse de ellos y hacerlos escarmentar por haberse sumado a las huestes de antropófagos. Sólo sus víctimas, los primos que resistieron a la corrupción, anonadados y temblorosos, quedaron en libertad.
Fue Zoé, la más pequeña, la primera que rompió el pasmo: de una carrera se lanzó a los brazos del Mayordomo, que la alzó, y ella comenzó a cubrirle el horrendo rostro con besos de agradecimiento. Los otros niños, entonces, menos Melania y Juvenal, que no se dejaron arrastrar por el entusiasmo inmediato, se lanzaron a los brazos de los salvadores, besándolos, abrazándolos felices porque el Chef y los pinches, el Mayordomo y los lacayos y los jardineros y los caballerizos y hasta el hombrecito de ojos ratoniles al que tantas veces y tan tranquilamente habían visto limpiar con su red la superficie del laghetto, eran los heraldos de la llegada de sus padres.
Juvenal y Melania se quedaron atrás, murmurando. ¿Qué prerrogativa intentarían arrogarse los sirvientes en su papel de salvadores? ¿Intentarían darles órdenes, por ejemplo, las cuales, por supuesto, ellos, como hijos de sus amos, no estarían dispuestos a acatar? ¿Romperían las necesarias convenciones que separan al sirviente del amo? ¿Se tomarían libertades o familiaridades con ellos mientras llegaban —muy pronto, sí, sí, ahora no cabía duda: muy pronto— sus padres amantes después de su merecido día de esparcimiento en ese lugar de fábula del que estaban ansiosos de saber detalles?
El Mayordomo depositó a Zoé en el suelo, liberándose de los brazos de Abelardo, de Colomba, de Aglaée: se acercó, entonces, a los dos mayores que se habían mantenido aparte, e inclinando ligera pero prolongadamente la cabeza ante ellos como lo imponía la etiqueta familiar, pronunció estas palabras:
—Vuestras Mercedes, estamos aquí para protegeros y ayudaros. Nuestra misión es momentánea: la de despejar la atmósfera y limpiar el ambiente de modo que los señores puedan regresar cuanto antes a vuestros encantadores brazos. Es necesario dirigirnos inmediatamente a la casa de campo, antes de que allí reciban la noticia de nuestra reaparición por estas tierras benditas. Si no comenzamos por poner orden allí, no habrá orden en ninguna parte. Es necesario darse prisa. ¡A los coches! ¡Todo el mundo a los coches! Yo, el Chef, y los jefes de las otras agrupaciones de sirvientes iremos en el carruaje de adelante…
Juvenal, arrastrando su capa sucia y haciendo cimbrear sus penachos rotos, avanzó hacia el Mayordomo que resplandecía al sol, ni una sola blonda de su jabot estropeada, ni una sola mancha en sus medias albas, y le dijo:
—Mira, Mayordomo. Estamos muy satisfechos con tu desempeño y el de tus hombres. A la vuelta de nuestros padres amantes se lo diremos, y es posible que tú y todos los sirvientes reciban aguinaldos. Pero debo advertirte, Mayordomo, que de ninguna manera es posible que un criado, sea cual sea su rango, ocupe el coche delantero. Nosotros iremos en el primer coche.
—Pero, Vuestra Merced, eso no es posible…
—No hay más que hablar —lo apoyó Melania—. Tú comprendes, Mayordomo, que el primer coche debe estar reservado para mi madre, la Marquesa…
Escuchándola, Juan Pérez cuchicheó algo, empinándose para alcanzar el oído del Mayordomo, que se inclinó para escucharlo. Mientras lo hacía, a éste se le fue suavizando el ceño y luego inclinó su cabeza, asintiendo:
—Como lo manden Vuestras Mercedes. Pero tendrán que llevar armas.
Los demás niños, entusiasmados con la novedad, ya las estaban cogiendo. Melania eligió una pistolita muy mona, de empuñadura de nácar. Juvenal, un arcabuz larguísimo que lo hacía desternillarse de la risa. Pero antes de subir al landau, dijo:
—Ah, se me olvidaba. La llave.
Y metiendo su mano detrás de su taparrabos adornado con flecos, extrajo una llave que le entregó al Mayordomo:
—Para las bodegas. Están todavía repletas de alimentos. Pero no para cualquiera: sólo para nosotros. ¿Entendido?
—Entendido, Vuestra Merced.
Sirvientes y niños, entonces, ocuparon los coches. El Mayordomo le dio su mano, primero a la Amada Inmortal y luego a la Pérfida Marquesa para ayudarles a acomodarse en el landau. En los coches siguientes iba el resto de los primos, armados, como todo el servicio, hasta los dientes. Y cuando el Mayordomo dio por fin la voz de mando, los coches arrancaron rumbo al parque.
Los acontecimientos que he narrado más arriba no duraron más que media hora pese a que podrían parecer más prolongados por la minuciosidad con que he hecho el relato. En todo caso, puedo asegurar a mis lectores que no constituyeron más que un incidente preliminar, sin importancia, sólo digno de olvidarse, dentro de la gesta heroica de la toma de Marulanda por los sirvientes, que ahora me propongo escribir para edificación de todos los que lean estas páginas.
2
Mis lectores recordarán que, en «los buenos tiempos», como decían Juvenal y Melania con la voz acongojada por la nostalgia, jamás se veía ni una hebra de gramínea dentro del parque, aunque ese océano comenzara inmediatamente afuera de la reja. Lo que sucedía era que en el momento mismo de llegar, a comienzos del verano, mientras los Ventura y su progenie permanecían en la casa abriendo maletas y baúles y disponiendo la estrategia del veraneo, se desplegaban por el parque las falanges de sirvientes, y en una ofensiva de suprema eficacia que duraba un solo día, arrancaban hasta la última brizna de la maligna hierba que, debido a las tempestades de vilanos del otoño que esparcían las aéreas semillas por todas partes, intentaban asomar sus tiernos penachos en los arriates y en el rosedal, en el césped, en las trizaduras de las escalinatas y en las urnas. Al cabo de ese día de trabajo no quedaba ni una espiga intrusa en todo el parque. Al día siguiente el personal vestía sus diferentes divisas, abriendo las puertas para que los señores efectuaran su descenso a los jardines ya limpios de gramíneas, sin siquiera tener que verlas. Pero durante todo el veraneo, en una silenciosa labor de nunca terminar, el ojo avizor de los jardineros —que para eso, entre otras cosas, estabanal divisar una brizna de la plebeya hierba, la extirpaban en cuanto nacía.
La casa de campo, ahora, mostraba un aspecto muy distinto. Borrado el límite de la reja —no quedaba más que la historiada cancela cerrada por su cadena y su candado entre dos pilastras de piedra, como a la deriva en medio de la llanura— las gramíneas habían logrado fundir la extensión del paisaje con lo que antes fuera el civilizado parque. Crecían ahora irreprimibles, fantásticas en medio de los senderos y los prados, y hasta en los intersticios de los aleros y techos de la ahora deteriorada arquitectura, de manera que la mansión, antes tan majestuosa, parecía una de esas pintorescas ruinas empenachadas de vegetación que aparecen en los cuadros de Hubert Robert o de Salvatore Rosa. Pero mirando mejor, el que observara se podía dar cuenta de que los jardines habían cambiado hasta lo irreconocible, no sólo debido a esa invasión sino gracias a una serie de acequias que salían del laghetto, que ya no era un estanque decorativo, sino fuente de riego para las hortalizas que sustituían a los elegantes canteros de antaño. Grupos de nativos y niños trabajaban inclinados bajo el sol, levantando una compuerta para inundar cierto sector que necesitaba agua, o cosechando lechugas, frambuesas y zanahorias.
Los trabajadores, deteniéndose de pronto, alzaron la cabeza. ¿Qué era ese trueno que se oía venir desde el horizonte? Trueno en el aire, remeciendo la tierra, una sensación de peligro que hizo que todos quedaran detenidos, alerta antes de tirar sus instrumentos de trabajo y correr a la terraza del sur, donde, desde todos los rincones, se venía congregando la población, tal como estaba previsto para casos de urgencia. El gigantón que abrazó a Adriano Gomara en un capítulo anterior, Francisco de Asís, repartía las lanzas a los que iban llegando en tropel aunque nadie podía identificar aún el amenazante ruido. Sin embargo lo reconocieron como peligro, fuera lo que fuera: durante el año de trabajo, Adriano les había inculcado la conciencia de que, pese a las desavenencias interiores, al hambre, a los odios intestinos, el peligro definitivo iba a venir desde fuera ya que en cualquier momento se verían en la necesidad de defenderse con sus vidas de un ataque de parte de los grandes, empeñados en recuperar lo que creían suyo. A los pocos minutos ya nadie dudaba qué era ese ruido de galope, gritos, disparos. Agrupados en la terraza, niños y nativos se miraban, seguros de que dentro de unos instantes ya no serían los mismos, ni las cosas seguirían iguales. Pese a la pobreza de las armas la población estaba preparada: entre la masa de rostros cenicientos y los ojos claros de los Ventura se cimbreaban los penachos rojos de los cascos de los guerreros avanzando hasta el borde mismo de la terraza, dispuestos a defenderla con sus lanzas y sus vidas. Desde el torreón de cerámica atronó la voz de Adriano Gomara que desde su altura veía avanzar la cabalgata, identificándola con el aciago destino de todos y con el suyo propio:
—Los que siempre esperamos vienen a destruirnos. Desde aquí veo cómo se precipitan sobre nosotros con sus caballos, sus coches, su furia. No debemos tener miedo porque somos fuertes ya que tenemos fe en nuestro derecho incuestionable y en nuestra razón. Ellos atacan con pólvora, nosotros nos defenderemos con hierro: no importa, porque al fin, y después de terminado el sacrificio y la pesadilla en la que yo, seguramente, y muchos de ustedes pereceremos, la crónica nos hará justicia y el tiempo hará germinar lo que sembramos en él.
El estrépito de coches que a toda carrera alcanzaba el laghetto ahogó las últimas palabras de Adriano. Las ruedas, las patas de los caballos arrasaban los senderos, trituraban coles y sandías, devastando lo que quedaba de los macizos de rododendros y hortensias, los bordes de amarilis, derribando carretillas llenas de alcachofas y chapoteando en la tierra recién regada al remontar veloces la levísima pendiente que conducía al rosedal, al que penetraron, pisoteándolo, aniquilándolo. Eran cientos, parecían miles de sirvientes en sus fragorosos coches, cada hombre un solo objeto con su arma y también uno solo con la víctima desconocida que caería con cada disparo. Saltaron hechos añicos los cristales de la casa y astillas del trencadís de torres y tejados al ser alcanzados por las balas. Algo, quizás cortinajes, comenzó a arder dentro de la casa, cegando con el humo a la multitud aglomerada en la terraza del sur. Las niñas lloraban sin soltar sus lanzas. Cordelia, con sus gemelos mestizos metidos en un saco a su espalda avanzó, lanza en ristre, con la intención de colocarse junto a los guerreros de la primera fila, pero Francisco de Asís la rechazó con un beso. Mauro, con los diez hombres que formaban la guardia personal de Adriano, entraron en la casa abriéndose paso entre piños de nativos y niños empavorecidos, entre el desbarajuste de fardos de oro reventados y sin numerar, cruzando el vestíbulo de la rosa de los vientos bajo las madejas de lana que chorreaban tintes desde las cuerdas donde hilanderas y tejedoras las habían colgado, espantando gallinas y saltando sobre bebés, hasta llegar al pie de la escala nublada por la humareda. Wenceslao se venía deslizando por el pasamanos de bronce llevando una lanza en ristre. Mauro le gritó:
—¡Huye, Wenceslao! ¡Escóndete!
—No, pese a mis desacuerdos con mi padre, y también contigo, es con ustedes con quienes tengo que arriesgarme —respondió sin detener su descenso.
—Te van a matar a ti en cuanto lo maten a él. Si no te encuentran, en cambio, será el símbolo de que no se puede matar las ideas de tu padre encarnadas en ti.
—Sigues demasiado racional pese a tu exaltación. Te equivocas. Yo ya no encarno sus ideas. Ya no encarno más que la desesperación de no tener ideas que encarnar —le respondió Wenceslao sin detenerse porque era el momento menos adecuado para una de las violentas discusiones en que solía trenzarse con su primo, como también con su padre después que lo vio alzar el puñal sobre su garganta, y para qué decir con Juvenal y Melania y los suyos, que apenas se dignaban dirigirle la palabra porque lo tenían por el habitante más peligroso de Marulanda. En todo caso, los dos primos, para efectuar este intercambio, más breve de lo que mi inhábil pluma acaba de hacer parecer, no se habían detenido, sólo disminuyeron un poco sus velocidades al cruzarse en sentido contrario.
Los nativos armados de lanzas se desplegaron fila tras fila, protegidos por la balaustrada de la terraza del sur. El Mayordomo, desde su carruaje en medio del macizo de rosas American Beauty, que eran el orgullo de Adelaida, mandó que dispararan, ahora no para amedrentar sino para matar. Los sirvientes bajaron su puntería desde la arquitectura y descargaron sus balas sobre los nativos que cayeron acribillados cuando iban a atacar con sus lanzas. Los sirvientes saltaron de sus coches aullando, pisando cadáveres, ultimando a los heridos, una horda que iba derribando en su fuga a los nativos que, tomando los lugares de los caídos, intentaban impedir que el enemigo se apoderara de la terraza del sur. Pero la resistencia era inútil debido a la pobreza de sus armas. Los defensores que ya no podían luchar fueron azotados con las empuñaduras de las pistolas, fustigados, maniatados, reducidos a la impotencia. Ruperto y Cirilo, Cosme, Clarisa, Casimiro y Amadeo, Justiniano, Alamiro y Clemente, Morgana, Hipólito y Avelino, Rosamunda, Cordelia y, por último, hasta el mismo Wenceslao fueron aprisionados en un rincón de la terraza, mientras falanges de sirvientes llevaban a grupos de nativos a otra parte para deshacerse de ellos y se perdían tras los montones de objetos humeantes y cadáveres. Juan Pérez divisó a Wenceslao entre los prisioneros:
—Usted, señor Wenceslao… —le gritó.
—¿Qué quieres?
—¿Cómo es que no está con su señor padre?
Wenceslao lo miró sin contestar: conocía de sobra a este Juan Pérez contra el cual su padre no se cansaba de precaverlo. Adriano había elegido no tener ningún contacto con él, pese a que año tras año se le ponía en el camino para que de cualquier modo lo distinguiera. Ignorándolo, en cambio, voluntariamente desechaba su traicionera disponibilidad. Wenceslao, siguiendo los consejos de su padre, prefirió callar. En vista de su silencio, Juan Pérez llamó:
—¡Agapito! Tú, que eres hombre de mi confianza puesto que eres mi hermano, encárgate del señor Wenceslao, el más peligroso de todos los niños porque es el que discrimina, piensa, y critica. Después que termine la batalla yo me entenderé personalmente con él.
Agapito Pérez, un muchachón cuya sonrisa no se alteraba ni con el olor a pólvora, ni las lamentaciones, ni el fuego, ni los disparos ni el fragor, como si aún en estas circunstancias la vida no fuera del todo desechable, apresó a Wenceslao. Juan Pérez lo mandó:
—Llévatelo, enciérralo, y monta guardia. Eres responsable de él.
Cuando Agapito Pérez desapareció con Wenceslao, subieron a la terraza del sur los niños que, como ya hemos visto, fueron liberados por los sirvientes en el caserío, acompañados por el Mayordomo que escuchaba los detalles que Juvenal le daba sobre el baile de máscaras abortado, por el Chef que ponía atención a lo que Melania le decía sobre los últimos episodios de La Marquesa Salió A Las Cinco y que ya la trataba de «Amada Inmortal», del Primer Jardinero que recibía instrucciones del Ángel de Bondad, y del Caballerizo Mayor que traía a la gorda Zoé, sus ojos casi invisibles de tan achinados porque venía muerta de la risa y los labios más babeantes que de costumbre, montada sobre sus hombros. Los demás niños los seguían. No escuchaban sus nombres pronunciados por sus hermanos y primos custodiados por los sirvientes: ellos volvían a casa después de un modesto incidente, pero, en suma, no había pasado nada. Ya se arreglarían las cosas para que después de un castigo a los traviesos las cosas siguieran igual que antes…, sí, los sirvientes volverían a alzar la reja de las lanzas y ellos, muy compuestos, esperarían el regreso de sus padres al cabo de la excursión de un solo día. Algunos nativos, es verdad, habían sufrido en la refriega: pero era culpa de ellos, sí, ellos mismos se lo habían buscado. Además, todo nativo era sustituible por otro, de modo que el hecho en sí carecía de importancia. Y dejándose de sentimentalismos, seguramente los que sufrieron no eran tantos como los descontentos de siempre no tardarían en asegurar.
En el gabinete de los moros los niños recién rescatados de las garras de los antropófagos estaban a punto de dejarse caer exhaustos en lo que quedaba de los sillones destripados y sucios. Pero antes que lo hicieran el Mayordomo les sugirió que sería preferible subir al piano nobile, donde estarían mejor, ya que después de todos los sufrimientos del cautiverio necesitarían asearse y relajarse. El Chef les prometió que él personalmente se encargaría de que estuvieran alimentados con la esplendidez habitual —despachó a un destacamento de cocineros a los sótanos para que comenzaran al instante a preparar viandas— y en el sector del piano nobile destinado a ellos, mientras llegaba a restituirse el tren de vida normal, serían atendidos por un grupo de lacayos suficientemente numeroso como para que no sufrieran la menor incomodidad. Con lo cual los niños, rodeados de cuarenta lacayos de libreas impecables, salieron del gabinete de los moros.
Atento, Juan Pérez continuaba listo para cumplir lo que los jefes mandaran, su propio rencor mimetizado con la ira de los cabecillas que manifestaban horror ante el hecho de que el desorden estuviera unido a la inmoralidad, a la desvergonzada corrupción de las costumbres de los inocentes niños: Valerio y Teodora y algún otro, completamente desnudos…, los niños de la familia bañándose junto a niños nativos en el laghetto; relaciones, en fin, que hasta ahora sólo eran capaces de adivinar pero seguramente inmundas y que ellos, defensores de la familia, la paz y la propiedad, se encargarían de reformar desde la raíz misma. Pero antes de sentarse para trazar un programa de reconstrucción, mientras sonaban disparos y aullidos, era necesario llevar a cabo lo más importante:
—¡Juan Pérez…! —aulló el Mayordomo.
—A sus órdenes, mi señor…
—Cumple tu deber ahora mismo…
Y Juan Pérez, seguido de una treintena de héroes armados con pistolas y fusiles, las bandoleras repletas de cartuchos cruzadas sobre el pecho henchido con el orgullo de su alta misión, salieron del gabinete de los moros cuya puerta el Mayordomo, como tantas veces, abrió con su mano enguantada de blanco, dejándolos encaminarse hacia la torre donde los aguardaba el corruptor de esos inocentes que hasta su intervención vivieron en paz, pero que por culpa suya se habían transformado en antropófagos.
La casa se estremecía desde los sótanos hasta las torres con las carreras de los nativos acosados. Estallaban disparos y aullidos, cuadros y estatuas hechos añicos se derrumbaban, los salones atestados de prisioneros gritando al ser llevados al parque desde donde se oían las detonaciones de fusilamientos, los sirvientes enloquecidos del furor místico contra la antropofagia segando a balazos a cualquiera, a todos, a quien apareciera sin lucir el distintivo de sirviente. El humo repletaba las estancias, la pólvora y la sangre manchaban las alfombras por las cuales huían cabras heridas por las balas. Pero el estruendo no cubrió el vozarrón del Mayordomo, que saliendo a la terraza del sur donde permanecían los niños acorralados por un piquete que los defendía y amenazaba a la vez, proclamó usando sus manos como bocina:
—¡Este caos no puede seguir! ¡Los antropófagos entrenados para implantar a punta de lanza sus salvajes costumbres en esta tierra! ¡Conmino al culpable de todo este desorden, a don Adriano Gomara, que se entregue a nosotros, representantes del orden y de la familia a quien pertenecen estas tierras!
Juan Pérez, seguido de sus hombres, los dedos en los gatillos, la identidad del culpable impresa en sus retinas como único blanco, iba ascendiendo la escalera de mármol que se desplegaba graciosamente por el muro del vestíbulo oval. En ese momento, que su nombre quedara o no inscrito en la historia como salvador no preocupaba a Juan Pérez: su rencor personal confluía, acrecentando en él su veneno, con el odio de sus superiores, pero sin confundirse con él. Sabía que plantear las cosas como un enfrentamiento ideológico no pasaba de ser un hábil gambito de los Ventura para recuperar lo que temían les hubieran quitado. Esa falsedad no importaba. Sólo importaba el corazón palpitante de la figura de barba blanca que alguna vez había podido observar por el ojo de la cerradura de la puerta de su buhardilla, aguardando la bala que Juan Pérez sentía palpitando por escaparse del cañón de su pistola y al incrustarse en ese corazón, inmovilizarse para inmovilizarlo. ¿Qué importaba que la mística guerra contra los antropófagos fuera superchería si en este momento actuar ardiendo de convicción justificaba cualquier cosa?
Juan Pérez, desde abajo, vio aparecer a Adriano Gomara en lo alto de la escalera, seguido por Mauro, y por sus guardias. ¿Cómo solidarizar con esa ineficaz figura de apostólica barba blanca, de albo camisón hecho jirones, el incoherente casco de guerrero nativo en la cabeza, la inútil lanza en la mano? Con su pelotón, Juan Pérez avanzó muy lentamente escalera arriba, esperando, esperando aún otro momento para estar más cerca y no errar, porque era su bala, no otra, la que debía abatirlo. Pero a medida que iba subiendo, acercándose, y que Adriano Gomara y los suyos avanzaban con las lanzas tendidas, Juan Pérez fue discerniendo en las facciones de su enemigo el horroroso misterio de aquel para quien lo humano tiene sentido y puede aspirar a un orden. Adriano no lo veía a él, a Juan Pérez. En consecuencia él no existía. Al ignorarlo, Adriano Gomara no era más que la encarnación del juicio moral que desde el centro de cualquiera ideología y desenmascarándolo, condenaba y rechazaba su vileza, porque había comprado la librea de lacayo tal como estaría dispuesto a comprar lo que quisiera de quien estuviera dispuesto a vender, y a su vez venderse. Que Adriano Gomara, entonces, reconociera su bala como suya al caer gritando, oh, qué triunfo si gritara lo que sabía que no gritaría: «Tú, Juan Pérez…». Eso era imposible. Juan Pérez alzó su pistola sobre esa estampa de gran altura y disparó.
Afuera, en el parque, y adentro, por la casa entera, seguían los disparos. Quizás la de Juan Pérez no fuera, al fin y al cabo, ni la primera bala del enfrentamiento ni la que derribó a Adriano Gomara, porque el pelotón de lacayos comenzó a disparar justo cuando el que los encabezaba alzó su pistola, en el segundo en que se atropellaban en su mente las sensaciones que recién he descrito, cuando a una orden de Mauro los hombres de la guardia de Adriano Gomara, cargaron con sus lanzas contra ellos. En todo caso, cuando el cadáver de Adriano Gomara, acribillado de balas, el camisón blanco y la barba blanca y los ojos ya blancos de muerte salpicados con su sangre cayó rodando escalera abajo junto con los otros, Juan Pérez vació su pistola una y otra vez en el cuerpo de quien ya jamás podría reconocer su individualidad, privándolo así para siempre de ella, mientras sus secuaces ultimaban a Mauro y a sus guerreros. Quedaron todos reposando en un montón sanguinolento al pie de la gran escala de bronce y mármol, confundiendo sus sangres con los tintes que chorreaban de las madejas sobre el suelo del vestíbulo de la rosa de los vientos.
3
La noticia de la muerte de Adriano Gomara corrió al instante por toda la casa. Los gritos de niños y nativos se transformaron en lamentaciones. Sin embargo, no detuvieron la resistencia que aunque inútil se hizo casi suicida, y más cruentos los castigos, culatazos, latigazos, fusilamientos de todo el que osara moverse o alzar la voz, como si el personal sintiera que la muerte de Adriano Gomara, lejos de poner fin al asalto, impusiera la necesidad de defender lo ganado acrecentando la insidia. El impulso de ver con sus propios ojos los resultados de la tragedia hizo que los sirvientes que custodiaban a los niños en la terraza del sur relajaran su vigilancia, mientras éstos, entremezclándose con los sirvientes y los nativos que surgían de todas partes, corrieron al vestíbulo donde los cuatro cabecillas contemplaban el hacinamiento de cuerpos en el charco de sangre y de tintes.
Ya no se oían disparos. Sólo uno que otro, allá afuera, lejos, en los límites del parque, quizás contra un nativo perseguido que escapaba hacia las montañas azules que teñían el horizonte. En el vestíbulo, el pasmo que precede a la conciencia plena de los grandes desastres hizo cesar las lamentaciones, y se estableció el silencio. Pero duró sólo un segundo: el gemido de Cordelia, que cargando a sus gemelos se encontraba justo detrás de los cabecillas, fue tan desgarrador que pareció agotarla y se desplomó en el suelo estirando su mano entre las patas abiertas del Mayordomo para acariciar la barba enrojecida del tío Adriano. Sólo entonces, estimulados por el gemido de Cordelia, se desencadenaron los sollozos y exclamaciones de los demás, que enmudecieron ante el grito del Mayordomo:
—¡Silencio! ¡Aquí no ha pasado nada!
Si lo que estoy narrando fuera real, no inventado, podría decir que algunos testigos, después, aseguraron que fue tan solemne y tan siniestro a la vez este primer momento de estupor, que no sólo los sollozos de los niños y de los nativos se alzaron entonces, sino que se les unieron los de algunos sirvientes, quizás de los más ignorantes o los más jóvenes, que admiraban a Adriano Gomara en secreto, o de los que no tenían muy claro el contenido del enfrentamiento que estaba ocurriendo en Marulanda.
En todo caso, el Chef, todo sonrisas dibujadas en sus mofletes temblorosos, se inclinó, una vez restablecido el silencio, para ayudar a Cordelia a ponerse de pie. Mientras la hacía incorporarse, sus manitas sonrosadas acariciaban la trenza rubia de Cordelia y sus ojillos de botón buscaban la alargada mirada verde de la niña. Que se calmara, le rogó, continuando sus caricias: no pasaba nada. Ya se arreglarían las cosas de alguna manera, y para demostrárselo le palmoteaba las manos.
—¡Déjame, asqueroso! —le gritó Cordelia y lo escupió en la cara.
El Chef, al limpiarse el escupitajo tísico de Cordelia, iba a propinarle un bofetón, pero al tomar impulso para hacerlo se dio cuenta que sus ojos verdes, de pronto secos, se habían alzado hasta la balaustrada de bronce rematada en lo alto de la escala por una farola, y vio a Wenceslao desnudo, llevando una lanza, el rostro feroz dispuesto a todo, iba a comenzar a descender. Cordelia lo detuvo con un grito:
—¡Lo mataron! ¡Huye a esconderte, que ahora te matarán a ti!
Algunos de los niños y nativos, los que no estaban completamente anonadados —y, repito: quizás también alguno de los sirvientes, para que mis lectores no crean que mi deseo es condenarlos a todos—, también le gritaron que huyera. Antes que el personal pudiera reaccionar, Wenceslao, comprendiendo el peligro, desapareció. El Mayordomo volvió a gritar para restituir el orden, voces de mando para que lo persiguieran, que lo encontraran y lo trajeran costara lo que costara, que sin Wenceslao su propia misión pacificadora quedaría incompleta, inconclusa, porque el hijo era portador de los mismos gérmenes de insurrección que animaron, hasta hacía tan poco, al padre.
Cordelia había aprovechado la momentánea confusión para refugiarse en los brazos de Francisco de Asís. El Mayordomo, después de ordenar la persecución de Wenceslao —que pronto caería en su poder porque era sólo un pequeñuelo—, y los demás sirvientes de alto rango se cerraron en torno a Cordelia. Entonces el Mayordomo, con una ligera pero prolongada inclinación de la cabeza, tal como lo exigía la etiqueta de los Ventura, se dirigió a ella:
—Me veo en la obligación de rogar a Vuestra Merced que observe un comportamiento más decoroso y abandone el abrazo de ese antropófago. Al fin y al cabo, Vuestra Merced es la hija mayor de don Anselmo, que es un santo, y de doña Eulalia, que es una dama dotada de las más altas cualidades. Debe comprender que nuestra intención es sobre todo liberadora, y si sintiesen la mano a veces un poco dura de nuestra autoridad, en sólo por el bien común. Para restituir el orden, les aconsejó que cooperen con nosotros, que es lo mismo que cooperar con los señores. Quisiera, en esta solemne ocasión, rogarle que nos preste su valiosa ayuda indicándonos cuál es el sitio más probable donde intentará esconderse el señor Wenceslao. Estoy seguro que este escondite, sin duda preestablecido por don Adriano, lo conoce no sólo usted sino todos los que durante este único día de nuestra ausencia permanecieron en la casa de campo. Y si usted no se digna decírmelo, entonces, naturalmente, le pediré a todos, uno por uno, niños y nativos sin perdonar a nadie, que nos lo digan hasta encontrar al señor Wenceslao, cuyas travesuras están poniéndose verdaderamente intolerables.
Cordelia escupió también el rostro del Mayordomo, que impertérrito, la expresión definitiva como la de una piedra, no se alteró. Tampoco hizo gesto alguno para enjugarse el escupo, esperando sólo que Cordelia le contestara. Pero no contestó. Al cabo de un minuto, el Mayordomo ordenó a sus guardias:
—¡Quítensela de los brazos a ese antropófago inmundo! Usted, señor Chef, encárguese de ella. Tráiganme al antropófago…
Un piquete de hombres que apenas lograban dominarlo hicieron adelantarse al guerrero Francisco de Asís. Él lo sabía todo —el Mayordomo lo vio claramente escrito en la transparencia total de esos ojos negros que lo miraban de fijo—, todo, absolutamente todo, porque este hombre que tenía delante, tan grande como él o quizás más y más poderoso, tenía la conciencia de representar a todos los que eran como él: era una presencia plácida, regia, la historia encarnada en este personaje emblemático, abstracto, pura significación. El era la tentativa de todo un año, que no porque él y otros murieran fracasaría. Pero su sacrificio serviría para proteger a Wenceslao, que si lograba escapar quizás le daría una forma, distinta y quizás irreconocible, a lo que él y los suyos desde tan antiguo reclamaban como justo.
Los lacayos lo despojaron de su casco empenachado de gramíneas rojas, de las correas de cuero que cruzadas sobre su pecho sostenían su abigarrado manto, dejando expuesta la sombría musculatura de su tórax. El Mayordomo lo interrogó sobre el paradero de Wenceslao. En los ojos de Cordelia ardió una ligera, desesperada llamita verde, que el Mayordomo alcanzó a advertir. Esta niña de cuerpo y mente corrompidos no iba a derrotarlo. Nadie iba a derrotarlo. ¿No sabía, por boca de quien lo vio, que Hermógenes Ventura había refutado el tiempo real para darle vigencia al tiempo voluntariamente inventado por medio del simple expediente de deshacerse del hijo/muñeco de Casilda y Fabio, quebrantando con ello sus voluntades? ¿Si lo hacían los señores, por qué, entonces, no hacerlo él, que sólo aspiraba a tomarlos como modelo en todo? Arrebató a Cordelia los gemelos que llevaba a su espalda como una nativa, y comenzó a mecerlos en sus brazos, diciendo.
—¡Qué muñecas tan encantadoras, señorita Cordelia! ¿Pero no le parece que usted está un poco crecidita para jugar con muñecas? En todo caso, en la casa de campo se murmura que usted cree que son hijos suyos y de Francisco de Asís. Esto es imposible por dos razones que deseo hacerle ver. Una, porque tiene que darse cuenta que en un solo día de ausencia de sus padres no puede haber concebido y dado a luz… y es necesario, señorita Cordelia, que acepte la verdad de que hemos estado ausentes un solo día. ¿Por qué no contesta? ¿Por qué permanece muda? ¿Está acaso enferma? Recuerde que sus padres se lo tienen prohibido.
Antes de continuar dejó escurrirse un instante en que Cordelia no habló:
—Así sea. Y en segundo lugar, es imposible porque me parece evidente que el amor, el más alto ideal de la familia y sobre el cual se basa la estructura de la sociedad entera, de la moral y de la propiedad, no puede existir entre una damita decorosa y bien educada como usted y un asqueroso antropófago…
Como Cordelia no respondía, sino que iba escondiendo más y más la llamarada de rencor verde bajo sus párpados, el Mayordomo dejó de mecer a los críos y se los lanzó a unos lacayos que desaparecieron con ellos. Rugió entonces:
—¡Dime dónde está ese canalla de Wenceslao!
Y Cordelia lo escupió de nuevo.
La furia de los cabecillas y de los sirvientes que los rodeaban se desató sobre Cordelia: puta, la llamaban, degenerada, tísica, encubridora de un bandido como Wenceslao, antropófaga, que había permitido que le quitaran a sus hijos que estarían flotando muertos en este momento junto con otros cadáveres en el laghetto, madre desalmada, todas las niñas transformadas en putas por la influencia desmoralizadora de Adriano, corrompidas, todas llenas de quién sabe qué lacras morales, de qué inmundas corrupciones físicas, y todos, los niños eran asesinos, maricones, crédulos, imbéciles, ladrones…, y de los nativos mejor ni hablar…
—¡Juan Pérez! —gritó por fin el Mayordomo.
—¡A sus órdenes, mi señor! —gritó éste, apareciendo y encomendándose al dios particular de los malvados para que la ira del Mayordomo, centrándose en Cordelia, no cayera sobre él culpándolo de la huida de Wenceslao, a quien, estúpidamente, por ayudar a promocionar a su propia familia antes que la situación estuviera madura para ello, puso bajo la vigilancia de su hermano Agapito.
—¡Trae una guitarra! —mandó el Mayordomo.
Cordelia, inmovilizada por el abrazo palpitante del Chef, se replegó, se cerró más aún, mientras el Mayordomo decía:
—Todas las parejas bien constituidas se enseñan unas a otras cosas ¿no es verdad, señorita Cordelia? Usted cantaba, si recuerdo bien, unas canciones muy bonitas, que nosotros, los sirvientes, no teníamos derecho a oír más que desde lejos. Seguro que alguna le ha enseñado a Francisco de Asís ¿no es verdad? ¡Entrégale a Francisco de Asís la guitarra, Juan Pérez…!
El gigantón la recibió, abrazándola dulcemente, como si fuera un cuerpo, por la cintura. Las cuerdas murmuraron y luego enmudecieron contra su pecho. Nadie de la multitud que llenaba el vestíbulo de la rosa de los vientos y la escala de mármol se movía. Nadie respiraba. Se oía caer, de vez en cuando, una gota de tinte rojo, amarillo, verde, en los charcos. Francisco de Asís seguía abrazado a la cintura de la guitarra sin decir palabra.
—¡Juan Pérez, te ordeno que lo hagas cantar!
Éste le arrebató la guitarra, conduciéndolo hasta el pie de la gran escala. Allí lo hizo extender sus manos abiertas sobre la superficie de bronce de la piña decorativa que remataba la espiral de la balaustrada.
—¿Vas a cantar? —le preguntó Juan Pérez, imitando con su voz de rana el trueno de la voz del Mayordomo.
Francisco de Asís continuó mudo, altivo, centro de las miradas de todos. No podía rebajarse a contestar. Juan Pérez sintió la altura de su desprecio. Entonces descargó la culata de su pistola una y otra vez sobre sus dedos, una y otra vez, hasta oír cómo crujían sus huesos mientras le gritaba:
—Toma y toma y toma, antropófago, ladrón, degenerado, corruptor, toma y toma…, aunque te tenga que quebrar todos los huesos del cuerpo nos vas a tocar la guitarra a nosotros que somos los vencedores…, toma y toma, por acariciar el cuerpo de la señorita Cordelia…
No dijo: por acariciar ese cuerpo que mis manos indignas jamás acariciarán porque no saben acariciar. Francisco de Asís, pálido más con el horror que con el dolor, tenía todos los músculos del cuerpo tensos, brillantes como los de una coraza bruñida, como una estatua de bronce imperial, defendiéndose así, como podía, del dolor físico que por el momento borraba todos los demás dolores y lo protegía de ellos. Pero desde detrás de ese dolor, escuchó la voz de Cordelia que decía:
—No dejes que te maten…
Y los nativos, y quizás los niños:
—Canta para que no te maten…
—Te necesitamos…
Los escombros de todos sus dolores se sublevaron, entonces, y con los guiñapos en que quedaron convertidas sus manos tomó, como pudo, la guitarra. Sus dedos inanimados apenas podían pulsar una que otra cuerda, pero su voz se alzó alta, clara, segurísima, como manifestación de algo que los sirvientes eran incapaces de comprender pero que, al oírla, les pareció más violento, más subversivo que nada que jamás oirían, la primera señal de una resistencia inquebrantable que tal vez —pensaron durante un segundo en que se sintieron vacilar— ni ellos, ni los grandes, ni nadie iba a poder vencer:
Plaisirs d’amour
ne durent qu’un instant;
chagrins d’amour
durent toute la vie…
En ese momento se abrió una de las puertas que daba a la balaustrada del piano nobile. Todos creyeron que el ensalmo de la canción había convocado a Wenceslao. Pero no era más que la amable presencia de Melania en déshabillée, un poco desmelenada, apretando un pañuelito humedecido de agua de colonia a sus sienes. Inclinándose sobre el pasamanos dijo:
—Cordelia, mi amor, te ruego que cantes tu linda canción un poquito más bajo porque estoy literalmente ciega de dolor de cabeza después que la Marquesa y yo regresamos a nuestras posesiones…
Y cuando escuchó que los guardias, a una señal levísima del Mayordomo, se llevaban a Francisco de Asís para ajusticiarlo, Melania insistió, tosiendo un poquito para demostrar cuán mal estaba:
—Cordelia… ¿por qué no contestas?
Antes de desaparecer por la puerta del gabinete chino se alzó de hombros con indiferencia, agregando suavemente para no despertar a la Marquesa que tenía el oído tan fino:
—En fin, mal educada ¡no contestarme! Es preferible correr un tupido velo sobre la conducta de algunas de mis primas…
Cuando se cerró su puerta tras ella, la voz del Mayordomo tronó en el vestíbulo como si todos los huracanes por fin se hubieran desatado:
—Darle caza, como a una fiera porque es una fiera, todos, darle caza a Wenceslao. Que no se te escape, Juan Pérez, que pagarás con tu cabeza si no me lo traes vivo o muerto, haz lo que quieras para averiguar su paradero, interroga a quien quieras, haciendo lo que te parezca, utiliza todas las artimañas de tu vileza porque la vileza es nuestra única fuerza, ni uno solo de estos nativos ni de estos niños queda excluido de la posibilidad de saber el paradero del hijo de don Adriano Gomara…
A punta de pistola y fusil los sirvientes sacaron a los niños y a los nativos con las manos en alto del vestíbulo de la rosa de los vientos. Y los cabecillas, saltando por encima de los cadáveres amontonados y aún calientes, subieron la escalera comentando la jornada. Después de golpear discretamente la puerta para no molestar a la Marquesa que dormitaba y a Melania aquejada de migraine, el Mayordomo murmuró:
—¿Tenemos licencia para hablar con Vuestras Mercedes un instante? Es necesario ponernos de acuerdo sobre ciertos puntos…