Capítulo Ocho:
LA CABALGATA

1

Les quedaba tiempo de sobra, de modo que no había necesidad de apresurarse. El lento tranco de los caballos, el apacible rodar de los carruajes eran infinitamente propicios para gozar del crepúsculo en su plenitud. Aunque los crepúsculos eran todos iguales en Marulanda, todos los días del verano, este crepúsculo preciso del que estoy hablando produjo exclamaciones de admiración cuando el sol se puso en su prolongado baño de sangre, dejando, después, la esfera blanca del cielo posada sobre la esfera blanca de la llanura. La serpiente de la cabalgata trazaba un efímero rastro que era borrado al instante por las gramíneas al cerrarse sobre él con la naturalidad con que se cierra el agua sobre la piedra que en ella cae.

Los sirvientes cantaban algo en los coches de la retaguardia: los pinches de cocina, elucubraron los señores, o tal vez ayudantes de jardinero o caballerizos menores, entonando vulgares cancioncillas para pasar el rato, ya que carecían de sensibilidad para contentarse con la contemplación de un bello atardecer. Iban muy atrás, de modo que sólo de cuando en cuando la brisa arrastraba hasta los coches principales una ráfaga de música. Pero como el comportamiento del personal había sido óptimo durante la jornada, era preferible no hacerlos callar. Todos los Ventura estaban de acuerdo que el Mayordomo, por la disciplina con que concertó el desempeño de su tropa durante el paseo, se había hecho acreedor a un aguinaldo pese a que no hizo más que cumplir con su deber, estipulado hasta para contingencias como ésta en el contrato. ¿Que el canturrero significaba una ligera falta de disciplina? ¡Que cantaran! Reprenderlos estropearía este atardecer incomparable con que estaba culminando la excursión: era preferible, como en tantas otras ocasiones, correr un tupido velo…

El paseo resultó ser un verdadero sueño, más encantador que todas las expectativas. Los lacayos habían levantado una marquesina de gobelinos junto al estanque, en el sitio donde el aria de la cascada se escuchaba en su más fina tesitura. Allí, las señoras cambiaron sus trajes de viaje por túnicas más cómodas que las hacían asemejarse a huríes tendidas sobre almohadones de seda, o a sílfides persiguiendo mariposas entre los helechos azulados. Ludmila, siempre un poco en el aire, bailando sobre la hoja de una ninfea, intentó agarrar el arcoiris de la cascada y después mostró su mano, que parecía haber quedado nimbada. Los maridos orgullosos exhibían los frutos de la caza: tiernos animales de astas asombrosas, pajarillos agobiados por la fantasía de sus colas, y hasta un gran coleóptero de alas tan potentes que al agitarlas en su agonía refrescaban el aire, tan cristalino, por lo demás, que ni el humo de los asados logró mancharlo. Con la modorra de las comidas y el dulce cansancio del ejercicio, nuestros amigos los Ventura dormitaron una y otra vez, de modo que el tiempo, largo y breve a la vez, transcurrió plácidamente, casi sin notarlo. Para finalizar la jornada los hombres se adentraron por el río, disparando desde su balsa contra los crustáceos de color violeta que pululaban entre las formidables raíces de los árboles que las lucían junto al caudal: antes de partir, todos, hasta las damas más melindrosas, probaron las tenazas de estos monstruos guisados en agujeros hechos en la arena, mientras un grupo de lacayos, los más jóvenes vestidos de mujeres, ejecutaban una contradanza aldeana. El lento regreso, cruzando la eternidad de la llanura, fue un paliativo para las emociones, un descanso, y recibieron el crepúsculo, consuetudinario como era, como un espléndido dividendo.

—Tengo la extraña sensación de que los niños… —balbuceó Ludmila despertando de pronto con un barquinazo del coche, y se calló en seguida al darse cuenta de lo que iba a decir.

—¿Y Juvenal…? —suspiró Celeste abriendo los ojos.

—¿Qué dices de Juvenal? —preguntó Terencio, que cabalgaba junto al coche en su potro bayo—. Déjate de hablar bobadas, Ludmila, no tienes extrañas sensaciones con respecto a los niños, de modo que vuelve a dormirte…

Y para no continuar con el enojoso tema, Terencio dejó pasar el primer coche. Pero en el segundo encontró que venían hablando de lo mismo:

—Tengo la extraña sensación…, la extraña sensación…, la extraña sensación… —repetía y repetía Adelaida entre sueños, porque abotagada de tanto comer había dormido durante gran parte del viaje.

—¡La oscuridad que va a sobrevenir nos está haciendo pensar en cosas inútilmente desagradables! —exclamó Terencio, dejándolos avanzar mientras la silueta de Eulalia, airosa con la pluma de su tricornio y la cola de su ropón de amazona agitándose en la brisa, trotó a reunirse con él:

—¿Me juras que me amas con pasión desordenada? —le preguntó ella, porque durante el paseo su pasatiempo fue intentar seducirlo—. Te quiero confiar que tengo la extraña sensación…

Sin contestarle porque las reiteraciones lo aburrían, tanto las de Ludmila como las de Eulalia, Terencio se quedó atrás esperando el landau que transportaba a Hermógenes. Éste traía el ceño fruncido.

—¿Pasa algo? —le preguntó Terencio.

—Decididamente no —respondió Hermógenes—. Pero es un hecho que todos tenemos la extraña sensación…, los niños…

—¡No culpes a los niños, que son unos ángeles! —exclamó Lidia.

—Es todo culpa de ese imbécil que interrumpe la perfección de nuestra paz con su desabrido canto —decidió Terencio.

Oía desde el otro coche a Ludmila, hipnotizada durante todo el viaje por su mano con el fulgor irisado, repitiendo y repitiendo cada vez en forma más estridente que tenía la extraña sensación. Iracundo al precisar la causa del desasosiego familiar en el canto del fámulo, Terencio giró su caballo, y dejando pasar los meandros de coches en que los sirvientes venían ordenados según sus rangos, galopó hasta la cola de la cabalgata.

El canto se apagó antes que Terencio llegara a la última carretela, cargada con muchachos riendo entre cestas, escopetas, toldos enrollados y plantas: dos pinches de cocina, los dos celadores de Adriano —quién sabe por qué se encontraban allí, aunque a esta hora, al final de la excursión era inútil y quizás peligroso preguntárselo a nadie— y un ayudante de jardinero.

—¡Tú…! —gritó Terencio dirigiendo su ira al grupo en general para no verse humillado al individualizar a ningún sirviente.

—¿Su Merced? —respondió el que no era ni pinche ni celador, eligiéndose a sí mismo como el aludido.

—¿Quién eres?

—Juan Pérez, a sus órdenes, Su Merced.

—Tu nombre no me interesa. ¿Qué haces?

—Mantengo limpio el laghetto, Su Merced.

—Te repito que no me interesa que te identifiques. Ya veo, por tu divisa, que eres ayudante de jardinero y eso me basta. Bájate del coche.

Sin que la carretela se detuviera, Juan Pérez —y ya sería imposible no identificarlo con ese vulgar nombre intruso pese a que hubiera sido mejor que no fuera así rápido y sin preguntar por qué ni para qué—, saltó al suelo y quedó de pie ante el corcel montado por Terencio. Juan Pérez inclinó ligera pero prolongadamente la cabeza, como lo exigía la etiqueta familiar, indicando sumisión. Bien: con este ser insignificante podía dar rienda suelta a la rabia que llevaban todos los Ventura porque la intromisión del canto popular los arrancó de la ensoñación del paseo.

—¿Tú cantabas?

—No, Su Merced.

—¿Quién cantaba, entonces?

—No lo sé, Su Merced.

Terencio se quedó observándolo durante un instante desde su altura. ¿Era insignificante, en realidad, este Juan Pérez? Sonreía, respetuoso pero ladino, aceptándolo todo con una sonrisa que no comprometía sus pequeños ojos de córnea amarillenta. Terencio, ducho en saber de inmediato quién se vende y a qué precio, le dijo a este ser enclenque, de duro pelo erizado:

—Te doy una corona si delatas a quien cantaba.

Juan Pérez extendió su mano y dijo:

—Yo cantaba.

Terencio le cruzó la palma con la fusta. Juan Pérez cerró la mano instantáneamente, como quien se apodera de la moneda más valiosa. Pero ni parpadeó ni dejó de sonreír. Terencio entendió que la sonrisa de Juan Pérez era una estratagema, que mentía, que con su voz de rana sería incapaz de cantar nada, pero que con el fin de destacarse había elegido asumir la culpa por carecer de otro medio. Molesto con la intromisión de una identidad cuya esencia era quedar imprecisa —y de otras dos identidades que puesto que ya se acercaba el fin del paseo era preferible olvidar— Terencio se propuso borrar de su memoria a Juan Pérez. Sabía que la forma más eficaz de borrar es pagando. Y lanzó una moneda que el miserable se puso a buscar en cuatro patas entre las gramíneas, mientras Terencio, derribando tallos y penachos en su galope, se alejó para reunirse con los que encabezaban la cabalgata.

2

En la menguada claridad de la llanura los coches avanzaban apenas, remontando la ligera hinchazón de terreno tras la cual descubrieron la ruinosa capilla donde descansaban en el viaje de ida a Marulanda, antes de emprender la última etapa. Al llegar a lo alto, el primer coche se detuvo, y detrás se detuvo la serpiente de carruajes: abajo, la masa oscura de la capilla trazaba su espadaña erizada de pájaros que parecían cigüeñas contra el cielo ausente. En el panorama de plata ennegrecida una fogata junto al portal lo circunscribía en su elemento rojo. Adelaida, cuyo coche se había adelantado, tocó con la punta de su sombrilla la espalda del cochero para que no avanzara más.

—Hay gente —dijo.

—¿Quiénes? —preguntó Terencio.

—Y no debe haber gente —proclamó Hermógenes—, puesto que toda esta tierra es nuestra y necesitarían nuestro permiso…

—Podríamos cenar en la capilla, o mejor junto a ella para no execrar con nuestras modestas funciones humanas la morada de la deidad —sugirió Lidia.

—¡Qué idea más bohemia, más absolutamente encantadora! —arrulló Celeste—. «Déjeuner sur l’herbe». Pero, claro, manteniendo todas las formalidades y convenciones que en esa cuestionable obra de arte desgraciadamente no se observan.

Terencio reclutó a un par de lacayos armados y los tres se lanzaron a todo galope colina abajo. Desde los coches vieron las inmensas sombras de los corceles espantados por las llamas caracoleando sobre el muro. Terencio entró en la capilla mientras los lacayos se quedaron merodeando sus contornos con antorchas encendidas. Al cabo de unos minutos, como su hermano no volviera a salir de la capilla, Adelaida golpeó otra vez la espalda del cochero, y el landau, arrastrando la serpiente de la cabalgata, se deslizó ladera abajo.

—¡Terencio! —gritaron una y otra vez al llegar a la capilla, sin bajarse de sus coches y manteniéndose a cierta distancia para que las llamas no encabritaran a los troncos.

—Tengo la extraña… —comenzó a murmurar Balbina.

Pero Hermógenes le cortó la frase:

—Tú, déjate de sensaciones, que ya las conocemos de sobra y algún día pagaremos sus consecuencias.

Flanqueando el portal como dos estatuas infernales, los dos lacayos vestidos con sus libreas relucientes de oro, sus jabots de encaje, sus calzones de nankín, sus medias blancas, alzaron las antorchas encendidas para iluminar la entrada de los Ventura en la capilla. En las tinieblas de la nave escucharon la voz iracunda de Terencio resonando de tal forma que no se distinguían sus palabras. Avanzaron con cautela, las mujeres con las faldas recogidas, los hombres con fustas y bastones preparados. Terencio, en el presbiterio, estaba pateando a un ser harapiento encogido sobre las losas del suelo, mientras otro ser, una hembra con un crío en sus brazos, sollozaba apoyándose contra las ruinas del altar. Lidia, que con Adelaida iba a la cabeza de la comitiva, de pronto detuvo a su cuñada, exigiendo:

—¡Luz! —y los dos lacayos con sus antorchas corrieron hasta el presbiterio.

La figura harapienta apoyada en el ara se dio vuelta, revelando a los espectadores el rostro estragado de Casilda, flaca, envejecida, los ojos de aguamarina enloquecidos de hambre y terror. Mientras Terencio seguía castigando al culpable en el suelo, Lidia, sonriente y compuesta después de la sorpresa inicial, se acercó a su hija.

—¡Qué descuidada estás! —le dijo—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo va a ser posible que no nos podamos alejar de la casa de campo ni un solo día sin que ustedes hagan travesuras? ¿Qué significa este disfraz? Y ya estás demasiado grande para seguir jugando a las muñecas. Es una vergüenza. Entrégamela.

Casilda intentó esconderla entre sus harapos.

—No es muñeca. Es mi hijo.

—Sí, sí —dijo Lidia, paciente—. Ya sabemos que es tu hijo tan amado. Pero me tendrás que reconocer que ya estás mayorcita para permitir que las intrigas de La Marquesa Salió A Las Cinco te envuelvan hasta el punto de convencerte de que esta muñeca de trapo es un niño verdadero.

Y quitándole el niño a la fuerza se lo entregó a Hermógenes. Sin que ninguno de los presentes lo mirara porque todos sabían que era innecesario ser testigos de un episodio que no debía tener y que en efecto no tenía importancia, salió al atrio, y dejó caer al muñeco dormido en la noria generosa en agua reconocida en todo Marulanda como de gran pureza. Los sirvientes cumplían la orden de no moverse de sus sitios en los carruajes, para no ver nada porque sabían cuando estaba sucediendo algo que se les pagaba para no ver. Sólo los dos lacayos con antorchas presenciaron la ridícula escena en que una niña histérica había confundido irreversiblemente la ficción de La Marquesa Salió A Las Cinco con la realidad. Al entrar de nuevo en la capilla y avanzar hasta la primera fila del grupo familiar, Hermógenes, ahora con las manos vacías, vio que Casilda sollozaba en el abrazo protector de su madre: una escena conmovedora, tal como debía ser. Y Ludmila, mostrándole su mano irisada, trataba de consolar a Fabio, que lacerado por la fusta de su padre se había sentado a llorar en las gradas del presbiterio. Los demás Ventura permanecieron quietos a la luz de las antorchas, esperando que el asunto se desarrollara un poco más para calcular cuáles debían ser sus propias actitudes con respecto a este curioso incidente. Al ver regresar a su padre, Casilda le gritó:

—¿Qué ha hecho usted con mi hijo?

—¿Qué hijo? —preguntó Hermógenes.

—Mi hijo y el de Fabio, el que usted me acaba de quitar de los brazos para asesinarlo…

Al escuchar a Casilda, todos miraron a Adelaida para saber qué debían hacer y decir ante esta declaración que, pese a la evidente locura de Casilda, era un poco fuerte. Cuando Adelaida rió ligeramente, todos hicieron lo mismo. Entonces Adelaida se dirigió a Casilda:

—¿De dónde vas a haber sacado un hijo? ¿Qué no sabes que los niños no los mandan de París, sino que tardan nueve meses en nacer, no un solo día?

—Hace un año que Casilda y yo estamos aquí muriéndonos de hambre y de miedo —intervino Fabio.

Los grandes rieron al unísono, como con un chiste bien ensayado en una obra de teatro. Poco les faltó para aplaudir. Entonces, siguiendo el ejemplo de Adelaida, tomaron asiento en la primera fila de bancos de la capilla para contemplar la escena que transcurría en el presbiterio adornado con restos de columnas salomónicas y molduras doradas como en un decorado de ópera. Hermógenes le dijo a Fabio:

—Si tienes hambre, que traigan de comer. Que jamás se diga que un Ventura conoce el hambre. ¿Qué quieres? ¿Jamón con piña? El cocinero mayor preparó uno de primera, que frío y acompañado con un vino blanco muy seco es insuperable. Come lo que quieras. Pero, sobre todo, no me vengas con cuentos de que estás aquí desde hace un año porque nosotros salimos de la casa de campo esta mañana. Hemos estado ausentes doce horas, no doce meses.

—Y hemos pasado unas horas encantadoras —agregó Celeste—. Hubiéramos querido quedarnos para siempre, pero tenemos obligaciones que cumplir con nuestros hijos, y nuestros maridos se deben a la sociedad. Son sacrificios que nos impone el deber de nuestra clase pero que cumplimos con gusto.

—Lo que sucede —explicó Berenice a los demás—, y yo lo sé porque soy moderna y mis hijos me lo cuentan todo como a una amiga, es que en La Marquesa Salió A Las Cinco suelen computar cada hora como si fuera un año, para que de este modo el entretenido tiempo ficticio pase más rápido que el tedioso tiempo real.

—¡Eso es lo que les sucedió a ustedes en el paseo! —chilló Casilda, que con las facciones estragadas, inmunda, los pies desnudos, el pelo en mechones, se afirmaba en la balaustrada del presbiterio imprecando al público aposentado en las butacas.

—¡No te atrevas a ser tan impertinente con tus mayores! —le advirtió Hermógenes.

—Déjala —le dijo Lidia—. ¿Que no ves que no es más que una escena de ese estúpido juego que juegan, que por lo demás debemos prohibir en cuanto regresemos a casa? Por desgracia, Casilda se ha convencido que toda esa historia es verdad.

—¡Has actuado muy bien en esta escena, amada hija mía! —continuó Lidia—. ¡Mereces nuestros aplausos!

Y Lidia, y los demás Ventura, aplaudieron a Casilda.

—Bueno —dijo Lidia cuando terminaron los aplausos—. Ahora péinate un poco. Toma.

Y le ofreció una peineta, que Casilda golpeó haciéndola rodar hasta un rincón de la capilla. Dijo muy despacio:

—Devuélvanme a mi hijo.

Y liberándose bruscamente, Fabio repitió, colocándose junto a ella:

—Devuélvanme a mi hijo.

—¿Pero de qué hijo hablan? —preguntaron varias voces.

—Están trastornados.

—Lidia —dijo Adelaida—. ¿No crees que has hecho mal en ocultarle a tus hijas, que ya están creciditas, los misterios de la gestación, y cuánto tardan en nacer los niños, y los humillantes sacrificios del alumbramiento?

—Tienes razón, cuñada mía —respondió Lidia—. ¡Mea culpa! ¡Pero tengo tan arduas tareas que desempeñar en el manejo de la casa, que me atrevo a esperar la clemencia de todos ustedes! Seguramente Casilda ha visto cigüeñas en la espadaña y creyó que ellas le trajeron el muñeco de trapo con que estaba jugando.

—Sólo ustedes persisten en creer que en esta región existen cigüeñas, madre, para contarnos ese cuento en que jamás hemos creído —murmuró Casilda—. Por otra parte, hace un año que no juego a nada porque todo ha cambiado…

La voz de Hermógenes atronó en la capilla al dictaminar:

—Nada ha cambiado. Cualquier cambio en Marulanda indicaría la perniciosa infiltración de los antropófagos.

—No existen los antropófagos —afirmó Casilda—. ¡Ustedes los inventaron para justificar la rapiña y la violencia!

Hermógenes la apresó mientras Lidia le cubría la boca con la mano. Fabio aullaba postrado en el suelo bajo la bota de Olegario mientras Terencio le retorcía el brazo y Anselmo, de rodillas, oraba rogándole que asegurara que en la casa de campo todo seguía igual:

—Todo ha cambiado, aunque me torturen para que diga lo contrario. Los nativos instalados en la casa…, el tío Adriano es Dios omnipotente…, mis primas viven en concubinato con primos o nativos…, Cordelia tiene gemelos mestizos…, la reja de las lanzas ya no existe…, los nativos se apoderaron de las lanzas para volver a convertirlas en lo que son: armas para luchar y defenderse…, Mauro es el lugarteniente del tío Adriano…

La sonrisa incrédula iba acentuándose en los labios de los Ventura. Sus carcajadas estaban a punto de estallar. Hasta que Casilda, que sabía muy bien lo que estaba diciendo y para qué, declaró:

—Y nosotros nos robamos el oro de las bóvedas.

La familia entera, que aburrida con el empecinamiento de los niños en seguir jugando a La Marquesa Salió A Las Cinco bostezaba en sus asientos de los bancos apolillados, se puso de pie, exclamando:

—¿Qué dices, desdichada?

Fabio rió:

—No es juego cuando se trata del oro ¿verdad?

Terencio fustigó a su hijo. Olegario, Silvestre, Anselmo, arremolinados en torno a él, lo pateaban, le torcían los brazos, manteniéndolo con la cabeza en el suelo. Fabio imploró:

—Déjeme, padre…, no me torturen más que lo confesaré todo.

—¡Habla!

—¡Ay de ti si mientes!

—Hace un año… —comenzó.

—Eso quiere decir hace doce horas —tradujo Celeste—. Yo conozco maravillosamente las reglas del juego. Sigue, Fabio, yo te iré corrigiendo.

Fabio pudo decir:

—… Malvina, Higinio, Casilda y yo, con la ayuda de un puñado de nativos, arrastramos la carreta del tío Adriano cargada con todos los fardos de oro…

—Entrégame el oro en este mismo instante —mandó Hermógenes.

—Se lo llevaron. Casilda y yo nos dormimos agotados cuando llegamos aquí y al despertar ya no estaban los nativos ni la carreta ni el oro ni Higinio ni Malvina…

Las mujeres apresaron a Casilda, y pellizcándola y pinchándola con alfileres de sombrero la obligaron a contribuir detalles al relato de su primo. Habían quedado abandonados en la capilla en medio de la llanura, sobreviviendo a duras penas la tempestad de vilanos ahogantes del otoño que enceguecía como una niebla blanca, hasta que las primeras heladas del invierno los dispersaron dejando sólo los tallos de las gramíneas quemados por la escarcha. Al poco tiempo pasaron de regreso dos nativos en el carromato del tío Adriano cargado de mercancías con las que pensaban hacerse ricos vendiéndoselas a otros de su raza: iban emperifollados, con corbatas carmesí, con oro en los dientes y diamantes en las orejas. Les contaron que Malvina e Higinio se daban la gran vida en la capital, pero se negaron a llevar a Fabio y a Casilda de regreso a la casa de campo porque Malvina e Higinio, ahora jefes de una poderosa banda de malhechores con ramificaciones en todas partes —hasta en las minas de las montañas azules que teñían el horizonte—, podrían llegar a saberlo y se vengarían de ellos. Solían pasar también otros nativos, duros, desilusionados, encaminándose a la costa, pero Fabio y Casilda se negaron a ir con ellos no sólo porque temían ir a la capital donde Malvina e Higinio se apoderarían de ellos, sino porque, ahora no podían dudarlo, su destino verdadero estaba en la lucha que se llevaba a cabo en la casa de campo. Últimamente pasaban más y más nativos procedentes de allá, que les traían noticias: reinaba el desorden, la insatisfacción, la hambruna, la pereza. Las vituallas de la despensa fueron repartidas a tontas y a locas durante el primer entusiasmo sin tomar en cuenta que debían prepararse para un largo período de aislamiento. Los nativos de las montañas azules donde se producía el oro laminado a mano ya no trabajaban porque no tenían a quien vendérselo. Y los que se salvaban del hambre y de la peste que reinaba en sus caseríos habían descendido a la casa de campo, instalándose allí. Lo peor era que el desconcierto y el miedo habían producido un caos en que los distintos grupos integrados por niños y por nativos luchaban unos contra otros o trataban de hacerse la vida mutuamente imposible. Sin embargo los niños se negaban a abandonar su casa: era lo suyo, lo insustituible, su historia, sus lealtades, y el lugar donde, después de este período de confusión y de miseria, deseaban instaurar sus arbitrios. Casilda y Fabio, ahora, sólo querían volver allá para tomar parte en lo que hubiera que tomar parte y como pudieran: habían creído morir de frío con su hijo durante el invierno —no, corrigió Celeste: hablas de la muñeca de trapo— o ahogados por los vilanos, pero lograron sobrevivir mendigando comida a quien pasara cerca de la capilla, o cazando liebres o pájaros con la lanza que ninguno de los dos sabía manejar.

—¿Qué lanza? —preguntó Silvestre.

—De las de la reja de la casa de campo: ahí está —dijo Fabio, señalándola, y Juan Pérez, ataviado con la librea amaranto y oro que le alquiló a un lacayo con la moneda de Terencio, iluminó con su tea la lanza adosada a una de las columnas de la capilla. Todos la reconocieron: inconfundiblemente negra, con la punta de oro refulgente. Terencio fustigó el rostro de su hijo:

—¡Confiesa!

—¿Qué quiere que confiese?

—Lo más importante de todo —replicó Hermógenes.

—Lo que todos ansiamos saber —contestaron en coro los Ventura.

—Díganme qué quieren que confesemos…, ya no podemos más —imploró Casilda.

—¿Fueron los antropófagos?

—No existen.

—¿Cómo te atreves a decir una herejía de tal magnitud?

—¿Son ellos quienes se han apoderado de la casa de campo?

—¿Los han convertido a ustedes a sus prácticas perversas?

—¿Se preparan para atacarnos?

Cuando por fin lograron que Fabio y Casilda confesaran que sí, que los antropófagos preparaban un ataque, que ellos y todos los niños de la casa comían carne humana, que se trataba de un levantamiento de las brutales masas ignorantes, los ataron y los amordazaron entre los gritos de Fabio y Casilda implorando que hicieran lo que quisieran con ellos pero que no los separaran.

Celeste dijo:

—Yo opino que a Casilda hay que mandarla a la capital. Demostró ser una histérica al creer que un simple muñeco de trapo era un niño habido en relaciones ilícitas con su primo. Es necesario extirparle el clítoris, que es el tratamiento ortodoxo, según entiendo, para las histéricas. Y cuando mejore queda el expediente de encerrarla en un convento para que dirija su ardor hacia Dios en vez de dirigirlo hacia preocupaciones más mundanas.

Quedaba mucho que deliberar antes de decidir qué se haría con los dos niños, que al fin y al cabo no constituían más que un detalle en lo que podía ser una catástrofe mayor. Y entre los cinco hombres de la familia metieron a los dos pequeños Ventura en un berlina y bajaron las cortinillas.

Es mejor que mis lectores se enteren inmediatamente que nunca nadie supo nada más de ellos.

Los Ventura volvieron a sentarse en los escaños. La luz de las antorchas refulgía en sus botas, en sus ojos oscuros dentro de sus cuencas, en los botones de nácar de sus chalecos veraniegos, en el moaré de sus faldas, en sus leontinas discretas. Tenían la fría compostura de los jueces, las cejas levemente levantadas de la falsa disponibilidad, prestando la atención condescendiente de aquellos que ya han tomado determinaciones pero que usarán la estratagema de mostrarse abiertos.

Para comenzar por el principio y despachar los detalles para poder concentrarse, después, en el meollo: el asunto Fabio-Casilda. Pese a que todos sintieron una suerte de rabiosa desazón ante los gritos de esos dos que no querían separarse, se pusieron de acuerdo en dos minutos sobre sus destinos: clitoridectomía y convento para Casilda; viaje al extranjero para Fabio. Ambas cosas de inmediato, a la llegada a la capital, y todo hecho con el mayor sigilo, de modo que los curiosos no se pusieran a indagar. Era demasiado obscena la relación que parecía haber crecido entre primo y prima, teñida de un ponzoñoso sentimentalismo que ellos, los Ventura, no podían aceptar, ya que era la negación del sano realismo que gobernaba sus vidas.

Ahora quedaba por decidir si lo que Fabio y Casilda habían dicho sobre Marulanda era verdad: el posible desorden de los niños y la regresión de los nativos a la antropofagia, aunque evidentemente una exageración, eran cosas con las que se tenía que contar. Cabía la contingencia de que no se tratara más que de un delirio: entonces convendría seguir el viaje hasta la casa de campo como si tal cosa después de tomar un ambigú all’aperto junto a la capilla, cruzando el resto de la llanura de noche para llegar a casa al amanecer. Dormirían en los coches. Les gustaba dormir mecidos por los muelles de sus carruajes. Juan Pérez, que con la antorcha alzada los escuchaba atento, de pronto empuñó la lanza con su mano libre y bajando las gradas del presbiterio la blandió ante los Ventura:

—¡La prueba…! —masculló Olegario.

El lacayo que ataviado con librea roja decorada con alamares de oro portaba la tea y la lanza parecía una de esas lujosas imágenes barrocas que decoran los retablos, como surgiendo del infierno mismo. Sentados en los mismos lugares y conservando las manos quietas y las sonrisas inmutables, los rostros de los Ventura se descompusieron sin que se alteraran sus máscaras. La lanza. No podían ignorarla. Sólo una de las dieciocho mil y tantas que rodeaban el reducto del parque, es verdad, pero suficiente para probar que lo impensable era más que probable. Los antropófagos las habían quitado. Ahora servían no para protegerlos a ellos sino para matar. Y durante un instante, hipnotizados por el destello de esa punta de oro, el espanto arrasó con la epidermis de la convención que dice que hacerse mayor consiste en ser capaz de olvidar lo que uno decide olvidar: para ellos también, cuando pequeños, los insignificantes delitos habían sido la única escapatoria frente a la represión de los mayores que dictaban las leyes; la fantasía de la destrucción de sus padres no les era ajena, como tampoco el impulso de terminar con todo lo que representaban. Las acciones inconfesables de que hablaron Fabio y Casilda ellos también las habían cometido —o soñado, que era lo mismo— en la espesura del parque o en el abandono de las buhardillas, pero en ellos no produjo esta angustiosa solidaridad: para los grandes, presenciar la despedida de Fabio y Casilda había sido como empinarse detrás de los horizontes. Conocían codicias, robos, venganzas, mezquindades, camas y caricias prohibidas, ahora olvidadas por un civilizado acuerdo tácito. Habían sufrido la cobardía y el poco interés de los grandes por ellos, el terror a Mayordomos brutales que desde siempre administraban la antojadiza justicia de la noche después del toque de queda, mientras las gramíneas, allá afuera, se quedaban murmurando el vocabulario incomprensible de los antropófagos para impulsarlos a reivindicaciones jamás emprendidas. ¿Pero qué tiempos eran estos que corrían si las consabidas fantasías infantiles, al desbocarse, podían irrumpir, quizás destruyéndolo, en el mundo que siempre había sido como era y que debía seguir siéndolo? ¿Cómo era posible que dos criaturas, sí, dos niños como Fabio y Casilda que no tenían derecho a nada por serlo, se atrevieran a amarse, sí, a amarse como los grandes habían oído que se podía amar, pero que jamás lo experimentaron por considerarlo obsceno, además de saber de sobra que terminaba en desastres? ¿Qué vientos, y de dónde, habían traído estas influencias nefastas que, si las encaraban, se verían obligados a reconocer que lo estaban trastornando todo?

—He llegado a la determinación —declaró Hermógenes— de que no nos conviene regresar a la casa de campo. Algo de mayor o de menor consecuencia tiene que haber sucedido y esto se maneja siempre mejor a la distancia, a través de intermediarios. Esta lanza es una prueba concreta de que quizás no todo lo que Fabio y Casilda dijeron fue mentira, aunque lo debemos tomar con cierto escepticismo. Repito: por ahora no nos conviene regresar.

—Si preguntaran en la capital, como necesariamente preguntarán, podemos decir que los aqueja una enfermedad contagiosa, lo que no es necesariamente una falsedad, y que por el momento es preciso aislarlos —sugirió Anselmo.

—Sí. Además, en lo que se refiere a los niños mismos, sabemos que son tan egoístas, tan sin sentido del deber —dijo Adelaida—, que, como se estarán divirtiendo con el estúpido pasatiempo de La Marquesa Salió A Las Cinco, no notarán que en realidad pasa el tiempo y nosotros no regresamos.

—¿Cómo era mi… mi muñeca de trapo? —preguntó Ludmila—. ¿Era sonrosada, gordezuela, rubia?

—¿Para qué quieres saberlo? —atronó Terencio.

—Me hubiera gustado ver a mi nieto de trapo, tenerlo un minuto en mis brazos… —murmuró Ludmila.

—Ludmila —la amenazó Terencio—, si sigues hablando sandeces te amarraré como a ellos.

—Tienes razón —respondió Ludmila, recuperada—. Lo mejor es pensar que nuestros hijos probablemente ni siquiera noten nuestra ausencia hasta el próximo verano.

Hermógenes explicó entonces a su auditorio que el peligro real, mayor que la conducta irregular de los niños que sería fácil de corregir propinándoles unas buenas palizas, que para eso eran niños, consistía, en primer lugar, en que las minas de oro fueran abandonadas y que los trabajadores olvidaran sus técnicas para convertirse en guerreros o emigrar a la capital; y en segundo lugar, y sin duda lo más grave de todo —suposición avalada por la presencia de la lanza en la mano del lacayo—, que guerreros antropófagos asolaran Marulanda, convirtiendo a los pacíficos nativos del caserío a su feroz secta, concertando un golpe para reconquistar la región que les pertenecía a ellos, a los Ventura, desde tan antiguo. Sobrevendría así la catástrofe final, aseguró Hermógenes: cesaría para siempre —si no había cesado ya, en el espacio de un solo día que les estaba comenzando a parecer eterno— la producción de oro laminado, con lo cual la economía de la familia sufriría un revés tan serio que ya no podrían seguir viviendo como estaban acostumbrados a vivir y que era la única manera civilizada de hacerlo. Peor aún: si por algún medio llegaba a la capital —y era necesario correr a impedirlo costara lo que costara— la noticia de que los antiguos antropófagos habían reaparecido en la región, el precio de sus tierras y sus minas bajaría de tal modo que en caso extremo, si se vieran en la alternativa de tener que venderlas, ni un idiota las compraría. Hermógenes concluyó:

—Nuestro deber es regresar inmediatamente a la capital para estancar este rumor. Mandaremos a los sirvientes para que atiendan a los niños y los defiendan. Así, nuestros hijos, que son tan aficionados a hacerlo, no podrán alegar que los abandonamos. Fuera de esto es urgentísimo impedir que Higinio y Malvina vendan el oro robado. No tanto porque perderíamos la producción de este año, sino, sobre todo, porque al ponerlo ellos en el mercado, los extranjeros pelirrojos creerán que han surgido otros productores, bajará el precio, y el monopolio se nos irá de las manos.

—¡Pero si hace un año que se lo robaron! —suspiró Balbina, cansada y aburrida—. Ya no quedará ni una lámina, ni para dorarle el taparrabos a un querubín.

—¿Un año? —tronó Lidia—. ¿Entonces tú te has dejado embaucar por las fantasías de dos niños trastornados por el dolor de verse separados de sus padres durante doce horas? Es un insulto que tomo personalmente, puesto que si aceptas que hemos estado afuera un año significaría que en realidad hubo tiempo para que naciera un niño. Y eso es imposible, porque Casilda es casta y pura como todas nuestras hijas y como lo fuimos nosotras a su edad.

La familia entera intervino para aplacar la justificada ira de Lidia, repitiéndole en susurros que recordara que la inteligencia de Balbina había sido siempre algo defectuosa: para muestra bastaba ver el desastre de su unión con Adriano Gomara. Quedaban demasiadas decisiones importantes que tomar para distraerse ahora con susceptibilidades negligibles. Era apremiante, por ejemplo, decidir ahora mismo qué se haría con la casa de campo mientras ellos corrían a la capital a salvar su fortuna. ¿Cómo impedir que salieran rumores de lo que allá sucedía, que en todo sentido estropearían la reputación de la familia? ¿Cómo defender las leyes por ellos implantadas? ¿Cómo constituirse en paladines del orden? La respuesta no podía ser más que una: con la violencia. La tremenda agresión —de parte de los niños, inocentes al fin y al cabo pero quizá no tan inocentes, y de los nativos— justificaba cualquier violencia de parte de ellos. Pero ellos eran Ventura, seres civilizados, cultores de la ironía y de las artes de la paz, acatadores de la legalidad y de las instituciones, que odiaban la violencia y eran incapaces por convicción y tradición de ejercerla. Resultaba muy difícil resolver ensuciarse las manos.

Juan Pérez avanzó. Entregó a Hermógenes la lanza y a Olegario la tea. Y ante los ojos de los Ventura estupefactos mostró las palmas de sus dos manos abiertas.

—Yo las tengo sucias —dijo.

—¿Por qué no te las has lavado? —preguntó Lidia—. ¿No tienes órdenes mías, transmitidas por el Mayordomo, de tenerlas siempre limpias?

Las manos de Juan Pérez eran pequeñas, de huesos endebles, pero las sostuvo ante los ojos de la familia con tal firmeza que les fue imposible rechazarlas con un llamado al orden: las palmas de esas manos deformadas por las cicatrices se imprimieron en sus ojos como un emblema de la brutalidad.

—Esta suciedad no sale, Su Merced —contó Juan Pérez—. Cuando yo era niño mi padre me estaba azotando por haberle robado la girándula a un amigo que habitaba la choza vecina. Yo lo negaba, escondiendo el cohete detrás de mi espalda, apretándolo a pesar de saberlo encendido: entonces comenzó a estallar y quemar y dar vueltas sin que yo lo soltara. Como mi padre estaba muy borracho logré convencerlo que el estallido era en el vecindario, que celebraba efemérides locales. Aguanté el dolor y no le mostré las manos, pero se me quemaron las palmas. Y al cicatrizar se endurecieron, conservando el color de la pólvora que jamás he podido lavar.

—No nos interesa ni nos conmueve tu historia —dijo Terencio.

—Lo sé —dijo Juan Pérez—. Tengo las manos sucias pero duras. Su latigazo no lo sentí.

Hermógenes avanzó hasta él. Con la punta de la lanza que el falso lacayo le había entregado picó la palma de una de las manos aún extendidas. No se movió.

—¡Qué bruto! —exclamó Hermógenes—. ¿Cómo te llamas?

—Juan Pérez, Su Merced.

—Todos los años hay un Juan Pérez —dijo Lidia—. Casi no es un nombre. No indica una identidad.

Hermógenes volvió a entregarle la lanza. Con una mano en el bolsillo del pantalón, con la otra jugueteando con su leontina, el mayor de los Ventura se paseó meditando en silencio y luego volvió a dirigirse a Juan Pérez:

—Siento que quieres proponerme algo.

—Ustedes deben mantenerse con las manos limpias para dar el ejemplo sin el cual no hay orden. Para ensuciarnos las manos estamos nosotros, los sirvientes: una tropa vigorosa, disciplinada, que acepta la autoridad absoluta del Mayordomo. Los sirvientes debemos regresar a la casa de campo pero no sólo para atender a los niños, sino para hacerle la guerra a los antropófagos y desmantelar su influencia.

—¿Qué es, entonces, lo que propones?

—Que nos den todas las armas.

—¿A ti?

—No, ciertamente. Yo carezco de autoridad oficial. Al Mayordomo, que como comandante de todos los sirvientes sería responsable de la acción.

—¿Y tú?

Juan Pérez se puso en puntillas para murmurar unas palabras al oído de Hermógenes, que apoyado en la lanza del lacayo se inclinó para oírlas. Entonces, después de pensarlo muy brevemente, mandó que el otro lacayo acompañara con su tea a las señoras hasta los carruajes porque debían estar agotadas y mejor sería que se prepararan para salir rumbo a la capital dentro de, a lo sumo, una hora. Cuando no quedaron más que los cinco hombres de la familia en la capilla iluminada por la antorcha de Juan Pérez, Hermógenes le habló:

—Tienes toda la razón. Adriano ha sido la causa de todas las desgracias de la familia y es el cabecilla de este levantamiento de antropófagos, como lo dijo Casilda. Hay que salvar a los niños de las garras de su locura. Pero dime, ¿por qué tú?

Juan Pérez dijo que, con todo el respeto debido, quería aclarar que la señora Lidia estaba equivocada. Que no había un Juan Pérez distinto todos los años. Que oculto en la insignificancia de su aspecto y de su nombre, año tras año él mismo se presentaba durante el período de reclutamiento en la capital a solicitar trabajo para el verano en Marulanda, y año tras año era enganchado sin que nadie percibiera que se trataba del mismo Juan Pérez que el año anterior. Fue pinche de cocina, ayudante de los ayudantes de caballerizas, ahora trabajaba en los jardines, pero jamás, por su físico mezquino y su rostro poco agraciado, se le concedió la librea color amaranto con alamares de oro que tanto ansiaba lucir. Cuando fue caballerizo, era él quien ensillaba el alazán en que Adriano Gomara partía de mañana a visitar el caserío de los nativos. Pero Adriano Gomara, pese a las buenas intenciones de sus propinas, jamás llegó a darse cuenta de que todos los años era el mismo Juan Pérez que ensillaba su caballo. Y si insistía en regresar uno y otro verano a Marulanda era más que nada con el propósito de que Adriano lo viera como ser humano, para recobrar, de alguna manera, la identidad robada por el desconocimiento del médico que con ella parecía negarle su derecho a ser persona. Él, Juan Pérez, pese a su nombre, no era intercambiable. No todos los Juan Pérez del mundo tenían las manos sucias desde la infancia con las cicatrices de la pólvora y duras con el rencor del desconocimiento. Adriano, encerrado en su torre y vigilado por los celadores, estaba fuera de su alcance para la venganza. Sólo eliminándolo iba a poder ser él mismo.

—Hace años que hemos dado a Adriano por muerto, de modo que eliminarlo es sólo cuestión académica —le respondió Hermógenes paseándose por el presbiterio, mientras los demás hombres de la familia se paseaban también, apoyándolo o discutiéndole, y Juan Pérez, repantigado en el primer escaño, contemplaba el comienzo del melodrama—. Lo importante es volver a implantar nuestro orden en Marulanda porque es el verdadero: cuestión moral. Debemos eliminar a los antropófagos como una continuación de la mística que ha guiado a nuestra familia desde siempre. Si ellos han actuado con violencia contra nosotros, nosotros tenemos el deber, por cierto doloroso, de defender también con violencia nuestras ideas, nuestras instituciones y el futuro de nuestra progenie, además de nuestras propiedades. Se me hiela la sangre al pensar que quizás uno de los nuestros, en su inocencia, ya haya sido iniciado en las prácticas sanguinarias de esta horrible secta. ¡Hay que cortar las cosas de raíz, caiga quien caiga!

Juan Pérez los dejó discutir, acalorarse, justificarse. Allí, en el presbiterio, iluminados por la antorcha que Olegario mantenía en alto, eran figuras de una irrealidad despreciable: debían engañarse a sí mismos hasta creerse voceros de una ética inmaculada para justificar la violencia, en vez de mirarla cara a cara y verla como era, la consecuencia del odio, del rencor, del miedo, de la rapiña, de la innata brutalidad. No, ellos no se atrevían a asumir su odio. Ni su codicia, ni su prepotencia, ni su cobardía. Para subsistir necesitaban conservar una imagen estilizada de sí mismos, estática, ideal: eran ellos, no él, quienes carecían de identidad. No importaba. Quizás fuera mejor que para ellos dependiera todo de la perfección de sus chalecos de piqué blanco.

En todo caso, se estaba haciendo tarde. Era preferible dar la voz de partida para que comenzara la acción. Juan Pérez, con el propósito de zanjar de una vez las discusiones y titubeos de sus amos, se puso de pie y dijo:

—Ahora es sólo cuestión de convencer de todos los puntos de la mística familiar a los sirvientes.

Los Ventura quedaron paralizados en el escenario del presbiterio, como si la maquinaria que los movía se hubiera roto.

—¿Acaso no están convencidos?

—Deben estarlo —dijo Anselmo—, ya que el adoctrinamiento a que los somete Lidia es, justamente, inculcarles esta mística, porque sin mística es imposible vivir una vida que tenga sentido, y nosotros tenemos el privilegio de exigir que nuestra vida lo tenga aunque otras puedan carecer de él.

—Si no están completamente convencidos fracasará todo —siguiendo Terencio—. En el adiestramiento semanal con las armas demuestran estarlo…

—Nada fracasará —les aseguró Juan Pérez desde su platea—. Sólo que ahora, en vísperas de la acción, una arenga de Vuestras Mercedes los enardecerá, especialmente al Mayordomo: es un ser simple, que no desea otro emolumento sino que le permitan sentirse héroe. Los sirvientes se contentarán con apoderarse de los objetos de la casa de campo, ya que son tan inferiores que creen que la posesión de tantos objetos codiciados es lo que hace a Vuestras Mercedes superiores…

—¿Y a tu juicio —preguntó Silvestre, quizás un poco ofendido— en qué consiste nuestra superioridad?

Juan Pérez no titubeó:

—En la ausencia de la duda.

Se hizo un silencio ante esta decepcionante respuesta con que el renacuajo disfrazado de lacayo complicaba las cosas que ellos no tenían necesidad de comprender más que hasta donde siempre las habían comprendido. Luego protestaron un instante: preferían no perder todo lo que tenían en Marulanda, algunas joyas de familia, muebles de valor, tapices, cuadros, abrigos de armiño…, la casa misma, el parque mismo con sus especies raras…

—No protesten, Vuestras Mercedes —exclamó Juan Pérez, harto de tanta mezquindad—. Hay que sacrificar algo, al fin y al cabo, cuando se trata de una guerra sagrada: he estado con ustedes demasiado tiempo para ignorar que lo que ustedes poseen en Marulanda es reemplazable porque constituye una parte infinitesimal de las posesiones familiares. ¿Por qué no construir otra casa de campo en un sitio más ameno…, en el sitio donde pasamos esta tarde de paseo, por ejemplo?

Lo felicitaron por la idea. Las mujeres estarían dichosas con la tarea de alhajar una nueva residencia, justamente allí. Les parecía recordar, incluso, que alguien durante la tarde lo había sugerido. Sí: en cuanto se pacificara la región —después de breves escaramuzas en que triunfarían los sirvientes sobre los antropófagos, pues los primeros llevaban armas de fuego mientras que los nativos no contaban más que con lanzas— se propusieron construir otra mansión, un verdadero palacio de ensueño junto a la feérica cascada donde pasaron esta tarde tan feliz. ¿No sería, además, un eficiente tapaboca para quien hubiera osado propagar el infundio de que Marulanda se ponía peligrosa y estaba por lo tanto desvalorizándose?

3

—Donde veo un antropófago yo…, yo lo aplasto no más —gritó el Mayordomo después del breve silencio a que se redujeron los aullidos de adhesión de los sirvientes suscitados por la interminable arenga de Hermógenes.

—¡Los aplasto no más…! —repitió exacerbado, hundiendo brutalmente en el suelo el taco de su escarpín con hebilla, y en seguida el silencio de la llanura anochecida se volvió a repletar de aullidos y salvas porque la voz del Mayordomo, su acento y su tono, sintetizaban, haciéndolos identificarse con él y compartirla, una simple y feroz ideología.

Los Ventura, desde sus coches ya preparados para partir rumbo a la capital, vieron al Mayordomo como por primera vez, refulgiendo en el centro del semicírculo que le abrió su legión. Hasta ahora había resultado inútil —además de difícil porque los sirvientes, como los chinos y los negros, eran todos iguales fuera cual fuera su rango— hacer el esfuerzo de traspasar la identidad genérica de una librea conferida por ellos y que sólo denotaba la función de su poder absoluto sobre los sirvientes y su obediencia absoluta a los señores de la casa: como ya lo he dicho, esta librea era un objeto espléndido, recamado con jardines de oro y cargado con insignias y emblemas, dura y pesada y tiesa con entorchados, galones, estrellas y alamares, la versión mítica de las libreas de terciopelo color amaranto de los lacayos cuya complejidad iba disminuyendo según descendía la importancia de cada cargo. Era de suponer, entonces, aunque hasta ahora había sido ocioso tomarlo en cuenta, que cada Mayordomo traía consigo un rostro distinto y una voz distinta. Pero todos los años el Mayordomo era contratado no sólo según su eficacia y demás cualidades que un Mayordomo de primera debe tener, sino también por su gran talla, para que así le calzara la principal librea de la casa, cuyo lujo lo transformaba en un ídolo bárbaro, inmune a todo, salvo, alguna vez, al ceño fruncido de uno de los señores. La librea indicaba, más allá de toda duda, que quien la llevaba era poseedor en el más alto grado las cualidades inherentes a su oficio. Y como los Ventura no eran aficionados a barajar los pormenores personales de sus sirvientes sino la eficacia en la protección de sus personas, les era innecesario hacer la transición, año tras año, de una individualidad a otra porque la librea era muchísimo más importante que la persona de utilidad reemplazable que lo ocupaba.

Los coches estaban listos para arrancar. Por fin lograron hacer que montara Ludmila, que ajena a todo este movimiento había permanecido inclinada sobe la noria como buscando algo y cuando se le preguntó qué hacía repuso lloriqueando que para qué le preguntaban si sabían que se estaba lavando la mano para que desapareciera ra el fulgor del arcoiris. Las demás madres terminaron de hacer sus ruegos de clemencia a los sirvientes para con las travesuras de sus hijos tan amados. Pero los hombres de la familia, encaramados en los pescantes donde empuñaban las riendas, ya que en este viaje de regreso harían de cocheros, no daban la voz de partida aún, hipnotizados por esa figura fulgurante creada por ellos mismos, que en medio de la noche abierta de Marulanda parecía más gigantesca, más poderosa, más brutal que la de todos los Mayordomos anteriores, y cuyo rostro individual les sería ahora imposible olvidar. ¿Cómo no haber notado antes su mandíbula salvajemente cuadrada y su nariz de tubérculo? ¿Y su tez cetrina, sudada, y la bajeza de su frente? ¿Cómo no haberse fijado en la gloria de sus ojos de seda, en cuya blandura de joyero anidaban las alhajas de la inescrupulosidad total, la temeridad total, la simpleza total, que sumadas significaban la eficacia absoluta? ¿Cómo no se percataron antes que en ese rostro sin edad la boca duramente cerrada, de la cual apenas recordaban un «Sí, Su Merced», transformaba la mística de los señores, al ser enunciada por sus labios rígidos, en una ideología de crueldad pura? ¿Hasta dónde iba a llevar las cosas este hombre de brazos simiescos, de toscas manos de luchador a paga pero enguantadas de blanco, de silueta innoble de tanto inclinar el cuello ante órdenes pero que ahora lo mantenía rígido porque era él quien las impartiría? ¿Era, en verdad, un hombre este mayordomo, no la encarnación de una fuerza vil creada por ellos mismos al investirlo con la gran librea de aparato?

Ya era inútil tanto pensar. Azuzada por el Mayordomo, la legión de sirvientes arremolinados alrededor de la capilla de cuya espadaña huían los pájaros, parecía haber olvidado a sus señores. Al apoderarse de los mejores coches exigieron también los mejores caballos, los mejores víveres, los mejores arreos, todas las armas. La noche se estaba erizando de escopetas, arcabuces, mosquetes, pistolas; sonaba el metal de los estribos y de los cuernos de caza y hedía a pólvora y a sudor y a comida instantáneamente reclamada. Se puso más y más estruendosa de relinchos y gritos y cantos alrededor de hogueras descomunales que amenazaban extender el fuego arrasando todas las gramíneas de la comarca, sin cuidarse de que se podían achicharrar ellos mismos y los señores y los antropófagos y todo ser viviente en una hecatombe producida por el concierto de todas las fuerzas del mal.

Era necesario huir inmediatamente hacia la costa, antes que la tropa levantisca, ahora autónoma, precipitara la hecatombe. Desde sus pescantes los Ventura ya no veían la refulgente librea sino que, rasgo por imborrable rasgo, el rostro del individuo del que podrían transformarse en víctimas, si de alguna manera que no comprendían no lo eran ya. Partir, partir, que era lo mismo que huir. Sólo faltaba Hermógenes, que ridículamente, y haciendo algo que era muy poco de él, pidió licencia a la familia para retirarse un momento a orar en la capilla por el final feliz de ambas expediciones, la que se encaminaba a la capital y la que se dirigía a la casa de campo. Al poco rato, cuando los ánimos de la multitud, cuyas filas parecían aumentar a cada instante, estaban a punto de estallar, salió Hermógenes muy compuesto de la capilla, seguido por uno de los jardineros menores, enclenque, mal vestido, que lo ayudó a subirse al pescante de su coche y que después no tardó en disolver su lábil identidad entre los demás sirvientes que comían o cantaban para preparar el ataque, o la defensa: los Ventura ya no sabían qué iba a ser, porque ahora todo quedaba en manos del Mayordomo.

Pero más tarde, esa misma noche, en la soledad de la llanura por donde la menguada cabalgata que llevaba a los señores Ventura hacia los primeros caseríos donde iba a ser posible descansar y reclutar ayuda, Terencio, Olegario, Anselmo y Silvestre, despiertos en los pescantes que antes guiaban los cocheros, se dieron cuenta de que no era insignificante el rostro del hombre que ayudó a Hermógenes a subir al carruaje que ahora iba a la cabeza de todos los demás.