Capítulo Siete:
EL TÍO

1

—Finjámonos monumentos mientras el estruendo huracanado de la crueldad retumba en el horno que recuece las ánforas, transformando la ternura globular, los miembros rencorosos, en ríos verticales y contradictorios, que al anularse mutuamente lo anulan todo como triángulos superpuestos: ese todo erizado de espinas envenenadas como las del agave sacrosanto que hace rodar nuestros ojos como planetas perdidos en un cosmos infinitesimal mientras deliran los fásmidos, y cualquier vaivén, o el garabato de un estornino en el cielo, es alarido que se prepara para estallar en la boca como una bolsa de sangre al morderla…

¿De dónde sacaba estas parrafadas Melania, la muchachita modelo que apenas sabía contestar sí y no con los ojos gachos, dejando que los hoyuelos de su sonrisa fueran toda su elocuencia? Juvenal sintió renovarse su admiración ante su familiaridad con las palabras cuando jugaban a La Marquesa Salió A Las cinco. Ahora desde abajo, Juvenal la escuchaba conmovido igual que todos los primos, a quienes la sublime retórica y la feérica aparición de Melania había logrado calmar. Por el momento. Sí, por el momento, recordó Juvenal, que sabía qué iba a suceder cuando se secara ese surtidor de retórica.

Por entre los grupos de primos y primas embelesados Juvenal se deslizó hasta junto a Mauro: boquiabierto, respirando un tanto adenoidalmente, rascándose el acné y la piel ambarina de sus hombros desnudos enrojecida por el sol, no oía ni veía más que a Melania, y todo lo demás, lanzas, paseo, peligro, padres, castigos, tío Adriano, se había borrado de su mente. Juvenal lo agarró del brazo, y deslizándose con él, alelado, por entre los otros primos lo arrastró hasta el centenario tronco de la glicina cuya voracidad casi animal englutía el balcón.

—Sube —le ordenó.

Con los músculos académicamente dibujados en su espalda Mauro comenzó a encaramarse: conde intrépido, príncipe encantado, lujurioso seductor… ¿quién era, qué hacía, se preguntaban sus primos? Melania, cuya voz se iba debilitando, comenzó a titubear hasta que sus palabras amenazaron confluir con el silencio: los espectadores, sin embargo —y la pareja de pavos reales apostados simétricamente en la balaustrada, como proponiéndose de marco a la escena—, no se movieron porque la atención de todos había virado hacia la intrepidez con que el Joven Conde trepaba al balcón por el tronco, su piel acariciada por los trémulos racimos de flores color lila que lo salpicaban de polen, y también hacia la heroína que, con la trenza deshecha y el peinador de gasa color neblina revuelto mostrando demasiado pecho, demasiada espalda, lo esperaba anhelante en el balcón. Mauro llegó arriba. Los aplausos enloquecidos y los gritos manifestaron la admiración de la concurrencia. Hoy, se preguntaba Mauro estrechando teatralmente a Melania, en este día en que todo está cambiando ¿despertaría por fin dentro de Melania-prima la carnalidad trascendente de Melania-lanza para yacer con ella en la hierba junto a la acequia, detrás de los mirtos recortados en forma de almenas? Los ojos de Mauro, que tenía el rostro hundido en el cuello de Melania, percibieron que desde la raíz del pelo de su nuca se deslizaba una gota de sudor por su piel como sobre un pétalo caliente, resbalando por su cuello, su cerviz, y ya, dentro de un segundo, se iba a perder en la tibieza establecida entre el peinador y su espalda: bebería, ahora mismo, esa gota precisa, no otra, sudor, lágrima, linfa, rocío, cualquier cosa, todo, lo que fuera, consumirla y consumirse y perderse con ella en la oscuridad definitiva de Melania. Oyó la voz de su prima que le decía al oído:

—Di algo, estúpido, que se nos van a aburrir…

El deber lo despertó:

—… para llevarte conmigo he hecho frente a las acechanzas de la glicina encantada por la esperma enardecida, trayéndote en la boca la vincapervinca todopoderosa de mi beso abierto como un capullo desgajado por el…

Pas mal, pensó Juvenal. O por lo menos mejor que de costumbre, ya que la autoridad de Mauro en el juego no se debía tanto a su retórica como al arrojo de las proezas en que era maestro. En todo caso, no importaba. Lo que sí importaba, en cambio, era que los primos, abajo, comenzaban a inquietarse, ya que carecían de vocación de espectadores. Todos pretendían tener derecho a ser partícipes aunque fuera como comparsa en caso de que no supieran ganarse un papel ni siquiera pasajeramente protagónico. En todo caso, a Juvenal no le gustó el giro que iba tomando la intriga que las palabras de Mauro iban bosquejando en el balcón —fábula, leyenda, cuento en vez de novela con cuyos personajes les fuera fácil identificarse, porque eran Ventura y, como tal, les gustaba que el arte verosímil y esclavo reflejara sus complacencias— y al parecer tampoco le gustaba a nadie porque Mauro continuaba con una monserga sin inspiración. Era necesario hacer algo para que no volvieran a caer en la realidad después de haber sido arrancados de ella por este brillante episodio. Para distraerlos comenzó de inmediato a repartir papeles: tú eras el bueno y tú la mala, tú eras el notario concupiscente que escondió el testamento ológrafo, y tú la leal amiga que hace pasar como propio el bastardo de la Amada Inmortal…, hasta que Arabela alzó la lucidez de su pequeño trino:

—Esto tiene que terminar…, cuando baje el tío Adriano pondrá orden en esta incoherencia…

Los primos volvieron a paralizarse. Habían olvidado, quizás voluntariamente porque no eran capaces de enfrentarse con el hecho, que era el tío Adriano, no Wenceslao, hasta ahora sólo un mito de terror veraniego, quien los avasallaría dentro de un rato. La voz titubeante de Melania preguntó desde el balcón:

—¿Es verdad que…?

—Está previsto —aseguró Arabela— desde hace mucho tiempo.

Melania lanzó el alarido de la comprensión. Como una alimaña le lanzó un zarpazo a Mauro, arañándole el pecho, los brazos, el rostro, desorbitada y empavorecida…, imbécil, qué haces aquí tocándome cuando ese demonio del tío Adriano nos va a destruir a todos como destruyó a sus hijas, me dan asco tus manos, tus besos, los únicos besos y las únicas manos que no me dan asco son las del tío Olegario, déjame, idiota, nosotros sin reja y ustedes divirtiéndose a costa mía, que no ven que es una alianza peligrosa entre el criminal de la familia y los antropófagos…

Juvenal no perdió ninguna de las palabras de Melania: algo más de lo que él sabía, ciertamente bastante más que lo que su madre le confiaba, existía entre su padre y Melania. Sin embargo, no le importaba absolutamente nada. Más le importaba poder utilizar a Melania cuándo y cómo le conviniera con el propósito de desenredar la madeja que lo conduciría hasta el corazón mismo de Celeste. En medio de la borrasca de primos congregados en la terraza del sur, intentaba controlarlos proclamando el apasionante interés del episodio de La Marquesa Salió A Las Cinco que se desarrollaba en el balcón, especialmente este sorpresivo estallido de violencia que debía agradar a los espectadores: todo lo que sucedía, aseguraba, todo lo que sucediera, cuanto decía Mauro, cuanto decía él mismo y la desazón misma que reinaba entre ellos, era parte de esa otra realidad que debían hacer más real que todo lo demás, sí, sí, que nadie creyera lo contrario, todo provocado por la envidiosa hermanastra que con el propósito de impedir la boda salió del convento que albergaba su duro corazón, quién quiere ser la hermanastra, tú Colomba, tú Cordelia…, dónde está Casilda que estaría tan bien en este papel de antipática…, o Rosamunda…, dónde está Rosamunda…, por qué faltan tantos primos…, éstas serán las últimas peripecias antes del matrimonio que yo, la Pérfida Marquesa, he autorizado porque se ablandó mi corazón y le doy permiso a mi hija tan amada para que contraiga nupcias con su primo el Joven Conde esta misma noche, sí, esta misma noche, pregonaba Juvenal histéricamente para contrarrestar el terror que iba a romper dentro de un instante si no los seducía o fascinaba o convencía o entusiasmaba, sí, esta noche se celebraría la boda con una ceremonia en que la Marquesa echaría la casa por la ventana, tú eras el cochero, tú la abadesa, así es que anda a procurarte un hábito de rico moaré y una papalina almidonada, y tú eras la doncella encargada de planchar el larguísimo velo de ñandutí al que podrás coser un maleficio diminuto, y tú el viejo pretendiente de la Marquesa que propulsa toda intriga para que la Amada Inmortal no se case con nadie porque quiere que sus propios hijos hereden, no importa que en el juego de la semana pasada hayas sido otro personaje, no recuerdo qué fuiste, paje o doncella, no importa cambiar porque es un juego, hoy puedes ser otra persona si cabe en la historia que vamos inventando, hombre o mujer, joven o viejo, bondadosa o perversa, somos libres para seguir el curso de la trama que desarrollemos, y para transformarnos porque para algo somos los hijos de los Ventura que no nos permiten acceso a sus guardarropas privados porque son cosas de gente grande, pero cuya ausencia de hoy nos permitirá abrir armarios y roperos y cómodas para apoderarnos de todo y disfrazarnos con el fin de darle impulso a la fantasía protectora que nos englobará.

Aquí el novelista debe detenerse para explicar a sus lectores que, instados por Juvenal y entusiasmándose unos con otros, comenzó el irreparable desenfreno de los niños a quienes sus padres habían dejado solos en la casa de campo. En el día de que estoy hablando, los hijos de los Ventura necesitaron romper los moldes establecidos para exorcizar el miedo, saltar fronteras y derribar reglas para buscar el alivio en el libertinaje de la imaginación. Fue a raíz de muchos de los acontecimientos ocurridos durante este episodio final de La Marquesa Salió A Las Cinco que los niños Ventura se vieron envueltos en hechos de tal espanto que cambiaron la vida de todos ellos y de Marulanda: mi mano tiembla al comenzar a describir los horrores de esta última versión de la mascarada.

En todo caso, para volver a mi fábula, diré que tanto la violencia, pese a ser fascinante, de la escena del balcón, como las inquietantes revelaciones de Wenceslao en la llanura, pero sobre todo la expectativa de que el tío loco bajara a la terraza del sur dentro de un rato, impulsaron a los niños descontrolados a tomar posesión de lo que sabían no era de ellos, y en vez de conformarse con los disfraces habituales rompieron las puertas de los armarios paternos para vestir sus galas: soberbias chupas de paño de Sedan y calzas de gamuza de un tinte levemente violáceo, el perfume de sándalo de gavetas llenas de bufandas de velo recamado y gasa, un revuelo de hopalandas verde-mar y azul y transparentes bajo saboyanas de segrí, macfarlanes y guardainfantes, sayas de gro y zarzahán, chalecos de raso brochado, chambergos, melones, cofias para novicias o nodrizas, ojos artificialmente amoratados para el dolor, abrillantados por la belladona para la pasión, largas colas de terciopelo de Génova color albicocca para subir la escalinata de la Ópera donde el amante oculto en la galería puede asesinar de un disparo, los tricornios emplumados de tía Eulalia, capotas engalanadas con airones, capuchas para deslizarse misteriosamente junto a un muro llevando un mensaje, birretes y pañolones, mostachos y favoritas pintadas con corcho quemado, vinagre ingerido para producir la palidez de alguna aristocrática dolencia, salmuera bebida para producir fiebre, batas de dolorida viuda, las de tía Adelaida, adornadas con brandenburgos y soutache, el lujo de las joyas que señala el rango, cada uno empeñado en que el suyo sea superior al del otro, nadie quiere encarnar personajes plebeyos si no son también perversos o hermosos, yo no quiero ser cochero pese a las escarapelas y las esclavinas de mi redingote, quiero ser el primo de la desposada, por lo menos el hijo del primo, el que vivía en las Antillas y usaba guayabera y jipijapa y bebía ron con los piratas y azotaba a sus esclavos… y entonces… y entonces se casaba con la belle créole llamada Bontée o quizás Felicitée que sufría en silencio porque él tenía hijos de sus barraganas mulatas y se dedicaba a hacer sahumerios para lograr darle un hijo varón, quién va a ser la belle créole, aunque no sabemos qué relación tiene con la Amada Inmortal, ni su posición ni su importancia en esta historia, puede ser que mucha importancia, puede ser que poca, todo depende de la eficacia de tu disfraz, de lo convincente de tu actuación, de tu capacidad para reinventar la historia, tú eres responsable de tu propia importancia o tu falta de importancia, tuviste oportunidad para cambiar el rumbo de esta historia pero no imaginación para hacerlo, ni para dotar a tu personaje de vigor, sí, sí, podías haber trasladado la historia entera a los trópicos si hubieras logrado convencernos que así tiene que ser, y en ese caso todos nos hubiéramos transformado en belles créoles y plantadores de café o azúcar tendidos en hamacas mientras las mulatas nos abanicarían con frondas de quencias.

2

Las gramíneas, más animadas que de costumbre, aprovechaban el aumento de la penumbra para transgredir el antiguo emplazamiento de la reja: introduciendo su sigilosa suavidad entre los olmos asonantes y los sauces, invadían el territorio del parque, amenazando —sintió Juvenal— apoderarse de su forma para borrarla en cuanto las tinieblas se identificaran con el sueño. El espectáculo, no podía negarlo, era bello: a esta hora del crepúsculo, desde esta pequeña altura, se veía a las plumas tendidas como una espalda de oro vivo, ondulando de placer con la caricia del viento. Que las gramíneas avanzaran, se aseguró Juvenal, era sólo una fantasía por medio de la cual su imaginación intentaba incorporar a toda la llanura, hasta las montañas azules que teñían el horizonte, y el universo entero, a La Marquesa Salió A Las Cinco. ¿O era una alucinación? Ojalá. El hecho de que él estuviera alucinando quizás resultara saludable para dotar al juego del frenesí que crearía el encierro en el recinto de la fábula, incontrovertible por ser absolutamente falsa. Había logrado, en todo caso, su propósito al proponer esta mascarada: no sólo desaparecieron las tensiones, sino que, con los primos dispersos por toda la casa en busca de elementos para consolidar nuevas identidades, el miedo carecía ahora de centro al cual aplicarle la posible chispa causante de una detonación. Era un triunfo para él, para la Pérfida Marquesa, cuya personalidad asumiría dentro de un instante —en cuanto Justiniano y Abelardo terminaran de sacar los moros del gabinete y apostarlos uno a cada lado de la cristalera abierta a la terraza, lugar donde se celebrarían los esponsales— retirándose al dormitorio de su madre para empavesarse con sus mejores cintas y reaparecer hecho una reina. Algunos niños bajaron ya listos: Aglaée y Esmeralda de mellizas siamesas difíciles de calzar como personajes secundarios en cualquiera trama, Alamiro de rufián con monóculo, Hipólito y Olimpia luciendo tenidas eclécticas que sería necesario corregir.

Mejor corregirlas cuanto antes para impedir que los niños se detuvieran a observar el atrevimiento de las gramíneas que crecían por todas partes, en los arriates, en el rosedal mismo, alrededor del laghetto emplazado justo donde se veía desde la terraza del sur como una decorativa lámina de plata, ahora semioculto por la frondosidad aberrante del plumaje. Juvenal pintaba una estrella en la frente de Olimpia, dirigía a Morgana rizándole el pelo a Hipólito para caracterizarlo de Cupido, llamando a los demás con el fin de congregar la atención sobre sí mismo como centro generador de la fábula y así impedir que nadie advirtiera como las gramíneas avanzaban ululando monocordes.

Pero no, esto no era verdad. Su murmullo no era monocorde: el aterrado oído musical del mayor de los primos percibió o creyó percibir modulaciones, como si el rutinario murmullo de roces vegetales se diversificara en ritmos y espacios y quizás hasta en larvas de melodías. Mandó a Cordelia y Teodora que ensayaran algo nupcial con sus mandolinas, algo estrepitoso, festivo, incitando a los que gemían a gemir aún más al ver que el Ángel de Bondad se desmayaba al recibir la nueva de que la Amada Inmortal, en su última lucidez antes de recluirse en un manicomio, pidió que ella se desposara con el Joven Conde: distinción que, debo confiar a mis lectores, Colomba en secreto le había comprado a Juvenal cediéndole las llaves de las despensas de la casa. Ya casi no se distinguían los rostros desfigurados por el maquillaje y las sombras. Nadie sabía quién era quién. Dentro de poco sería necesario palpar para reconocerse. Mientras tanto, en la oscuridad ya casi completa, las gramíneas de acero no se agitaban, erizándose amenazadoras, en cambio, al pie mismo de la balaustrada y de la escalinata que nadie elegía mirar. Pero no. No eran las gramíneas que los cercaban. Eran las lanzas, enhiestas otra vez, o lo parecían, transformando la benigna prisión habitual del parque, tan amplia, tan dominada, en el aciago cautiverio de esta otra prisión encogida y hostil que ahora los recluía con la prolífica enumeración de gramíneas simulando lanzas siempre más y más próximas. Juvenal no quiso reconocerlas: ahogado dentro de este espacio mezquino, le faltó aliento para engañar a los pequeños que pedían más comida, más abrigo porque la noche traía frío además de lo innombrable, reclamando a sus mamás, una clamorosa banda de principitos y hadas, de adúlteras y cortesanas, de seductores y potentados mal vestidos e inexpertamente maquillados tironeando de la ropa del primo mayor, ensordeciéndolo con sus exigencias y lamentaciones, dónde está Melania, dónde está Fabio, que no lo hemos divisado en todo el día… ¿y Malvina, y Casilda? A Higinio parece que se lo tragó la tierra, queremos que venga Wenceslao para que nos explique todo aunque sea con mentiras, y Mauro, el Joven Conde, sin el cual no habrá boda porque sólo él puede protagonizar el trágico sino que le hemos asignado, y Arabela habrá vuelto a su biblioteca, y Amadeo, que es una ricura, de comérselo sobre todo ahora que estamos comenzando a sentir hambre, es delicioso ese niño aunque demasiado pequeño para que pasee solo en esta oscuridad, especialmente hoy que no hay reja y podría perderse en la llanura…, buscarlo por lo menos, buscar al pequeño Amadeo porque quedamos pocos, cuántos quedamos, quiénes faltan, mejor no saber, aunque tendremos que saberlo porque van a encender las luces, los corimbos de cien velas sostenidas en alto por los moros de vestiduras doradas, pero entonces veremos por qué el parque ya no está abierto a la llanura…

Debo decir a mis lectores que Wenceslao se había dado cuenta que la maniobra de Juvenal era extraviar a sus primos en la fantasía utilizada como engañifa. Disfrazado de trovador y luego de jorobado, de chambelán y después de indio, protegido por la oscuridad que disolvía su habitual estatura protagónica y atomizando su identidad para que no le hicieran preguntas que él se sabía aún incapaz de contestar, subía a hablar con su padre en el torreón —al cuidado de Amadeo y de Mauro— y bajaba con Arabela, y volvía a subir llevándole las nuevas con que Adriano Gomara, al despertar, iba echando a andar la maquinaria de su pensamiento.

El niño quedó cabizbajo al oír a su padre —después de las salutaciones más afectuosas— enunciando el plan de acción que Wenceslao estimó torpe, de adueñarse inmediatamente de Marulanda entero y cambiarlo todo en forma radical, eliminando de una manera inespecificada pero injusta a cualquiera que osara jugar a La Marquesa Salió A Las Cinco. Especialmente a Melania y su círculo: les advirtió que desde pequeño Juvenal había sido un pozo de triquiñuelas. Y Melania poseía la sabiduría de generaciones de mujeres para las que el engaño fue el único arte. Y los ajedrecistas, incapaces de hacer otra cosa que jugar, proclamaban una neutralidad disolvente. En fin: a todos éstos y a los demás que estuvieran de su parte —proclamó Adriano Gomara levantándose de la cama y adueñándose, con su figura prócer envuelta en sábanas, de todo el espacio de la buhardilla y de los corazones de los niños que lo escuchaban, salvo del de su hijo que por el momento, dolorosamente, se lo reservó— era necesario despojarlos no sólo de sus privilegios sino de sus derechos, para escarmiento y para ejemplo. ¿Cómo era posible, pensaba Wenceslao al oír el tono inapelable de sus recomendaciones, que su padre fuera tan ingenuo, tan arrebatado, que no se propusiera primero los problemas que le allanarían el camino, como el del aislamiento, por ejemplo, o el del miedo a la noche, o el de la maraña de los afectos entrecruzados que formaban alianzas que por indefinidas eran imposibles de combatir, o el de una racional utilización de las habilidades de cada cual? ¿Cómo tolerar que su padre propusiera esta arremetida chambona si ya sabía —él mismo se lo informó— que Juvenal era ahora dueño de las llaves que daban acceso a los víveres de la casa, con los que debían alimentarse hasta que se llegara a cumplir el muy loable proyecto de producir alimentos propios? ¿Y lo peor, para qué alienarse a Colomba, el Ángel de Bondad, la única entre los primos que por su largo empleo en estos menesteres conocía la administración de los víveres para hacer funcionar con eficiencia y economía los regímenes alimenticios de los niños? ¿Y el tiempo…, el desesperante problema del tiempo que podía, con su ambigüedad, disolverlo todo, destruir personajes y programas, transformándolos en monstruosidades?

Disponiéndose a bajar la gran escalera en espiral que caía por el muro del vestíbulo ovalado, Wenceslao se detuvo con Mauro bajo la farola que iniciaba el tobogán del pasamanos de bronce para plantearle sus perplejidades. Pero Mauro, transfigurado por su contacto con el tío Adriano, sudoroso y anhelante porque le parecía tan increíble que un grande se ocupara de otra cosa que de pulimentar sus propias uñas, le respondió irritado que él mismo haría prisionero al que se opusiera al tío Adriano y lo encerraría en las fétidas mazmorras destinadas al castigo de los sirvientes díscolos. Arabela, atenta junto a ellos, intentó suavizar esta discordia opinando que al comienzo eran naturales las posiciones extremas defensivas, pero que luego, cuando la experiencia hubiera apaciguado los ánimos, llegarían al equilibrio de un diálogo civilizador. En el corazón de Mauro, sin embargo, quedó grabado el recelo a Wenceslao, indeleble como un tatuaje, porque le parecía que todo hijo del tío Adriano —y él se consideraba ahora también hijo suyo, ya que jamás sintió filiación alguna con Silvestre— le debía fidelidad total, entrega total, indiscriminada adhesión y obediencia, fuera lo que fuera que mandara, ya que su programa no sólo enaltecía como necesaria su propia obra y la de sus hermanos en la reja de las lanzas, sino que, a partir de esto, instituiría profundas alteraciones en la vida de Marulanda en las que ellos, no la autoridad paterna disfrazada de amor, serían protagonistas. Quien osara criticarlo era un traidor. Y la traición ya estaba insinuándose en la conducta de Wenceslao: éste y Arabela se dispusieron a encaramarse en el pasamanos de bronce para deslizarse por él, pese a que el tío Adriano les había recomendado que por el momento no rompieran ninguna de las reglas de los grandes. Pero Wenceslao, que hacía siempre exactamente lo que se le antojaba porque era un mimado, carente de toda noción de disciplina pese a que poseía la desgraciada facultad de convencer con su encanto, se montó en el pasamanos seguido por Arabela.

3

Mezclados con los demás primos en la terraza del sur, sin que éstos se percataran de sus presencias por estar ofuscados con la mascarada, tanto Mauro como Wenceslao como Arabela percibieron que ninguno de los demás se daba cuenta, ya sea porque la conciencia no les alcanzaba para ello o porque preferían no hacerlo o por desinformación, de los conflictos propuestos por todo lo que estaba sucediendo. Pero fue en ese momento mismo, desde la terraza del sur —como ya lo he dicho en capítulos anteriores—, cuando Wenceslao antes que nadie, mirando el parque, pudo reconocer la presencia de suntuosos personajes disimulados en la espesura del boscaje, espectros, quizás, o dioses, o sólo sombras de sacerdotes, y fue como una epifanía deslumbradora que le hizo aceptar como verdad la explicación ofrecida por su padre años antes mientras en aquel infausto día recorrían los sótanos. Por mandato paterno había cerrado las esclusas de la memoria, adscribiendo al sueño sus maravillosas figuraciones: éstas se abrieron ahora, soltando la catarata del recuerdo al identificar los portentos del presente.

Wenceslao, en un estado de hiperestesia que lo absorbía todo, se dio cuenta que, al poco rato, el entusiasmo del juego de sus primos comenzaba a amainar. Divisó a Melania, que seguramente había descendido para no quedar encerrada en el gabinete chino mientras se iba estableciendo la enemistad de la noche, cuchicheando en un rincón con Juvenal, sin duda intentando recuperar la importancia de la Amada Inmortal porque sin su papel de novia no entendía nada. Pero Juvenal tenía las llaves. Como no estaba dispuesto a ceder a las exigencias de Melania si quería conservarlas, pretextó que ella no iba vestida de novia como lo requería el argumento de este episodio que ya estaba a punto de comenzar. En todo caso —lo vio Wenceslao— Juvenal se encontraba alerta, captando otras voces y visiones que las de sus primos en su ruidosa mascarada, sin duda idénticas pero con carga contraria, a las que él mismo veía y oía. Juvenal, entonces, mandó que encendieran los corimbos de cien velas cada uno sostenidos por los moros. Al ver que Justiniano y Abelardo obedecían, Melania chilló:

—No, no, no enciendan nada, no está oscuro, es mentira, no es de noche, nuestros padres nos prometieron regresar ante que oscureciera y como no han llegado aún no puede haber oscurecido, no, no enciendan nada porque eso sería reconocer que nuestros padres no han cumplido su promesa, y la cumplirán, sí, la tienen que cumplir…

Pero las encendieron, y todo, entonces, comenzó a transcurrir como en un proscenio iluminado. Los pavos estáticos y los desvanecimientos de la glicina parecían integrados a la descartable bidimensionalidad de telones y bambalinas, y la torpe exageración de los maquillajes realzaba los gestos y movimientos de los niños, convirtiendo el alboroto de acallar a Melania en otro acto de La Marquesa Salió A Las Cinco. Los pequeños no vieron inconveniente para trocar automáticamente sus gemidos verdaderos por gemidos marquesales. Pero el oído de Juvenal, fino y atento a lo de más allá, percibió que, más alto que las voces que lo envolvían, sonaban notas definidas, crótalos, caramillos, triángulos, clarísimos ahora pese a encontrarse emboscados en el murmullo atronador producido en la vegetación por un viento que ni él ni nadie sentía en la piel, pero que impelía hacia la terraza el encrespado océano de las gramíneas. Los niños, olvidando la fugaz individualidad de sus disfraces, volcaron sus rostros hacia la penumbra del parque para cuestionarla con su repentino silencio.

Fue entonces cuando comenzó la verdadera invasión de plumas: la vegetación en realidad se movía. No, no sólo se movía, avanzaba, más aún, marchaba, penachos, plumas, lanzas, plantas, gramíneas, una lenta selva desplazándose desde la oscuridad hacia ellos, hacia el elenco de La Marquesa Salió A Las Cinco atrapado en la luz artificiosa del tableau vivant. Sobrecogidos, los niños se replegaron, un nudo mínimo frente a la invasión, incapaz de resolver su terror en gritos que, en todo caso, sería insuficiente reacción ante estos portentos. Pero otro grito de Melania, cuyo descontrol había eliminado su noción de miedo, los sacó de su arrobo: la Amada Inmortal señalaba una figura resplandeciente, envuelta en largos hábitos, de barba blanca y cabellera rubia, una aparición entre los dos moros, que brillaba como el núcleo mismo de la iluminación.

—¿Quién —chillaba Melania— ha tenido el mal gusto de disfrazarse para este sainete de Dios Padre Todopoderoso?

Hybris… —acotó Arabela, sin que nadie comprendiera su culto comentario.

Dios Padre, con un gesto muy leve, indicó a Mauro y a Arabela, que lo flanqueaban, que apresaran a Melania porque su histeria era un obstáculo para que la ceremonia se llevara a cabo con la solemnidad debida. Wenceslao trató de impedir que Mauro prendiera a la Amada Inmortal, como si nunca nada los hubiera unido. Pero tuvo que obedecer al personaje todo luz que lo llamaba para que se colocara a su lado. Mauro, entretanto, intentando frenar a Melania que seguía debatiéndose, conminaba a sus primos que aclamaran a la aparición. Casi todos los niños lo hicieron, aunque no entendían muy bien las proyecciones de esta sección del juego.

No podían dejar de contemplar las gramíneas que ya subían las escalinatas desde la inagotable población de sus iguales que se extendía hasta el horizonte mismo de la oscuridad. Iban subiendo lentamente, portadas por personajes que fueron definiéndose como guerreros y sacerdotes, las gramíneas cimbrándose en las cimeras de sus cascos de oro, atadas a las puntas de las lanzas, coronando a las mujeres y a los músicos. Avanzaban los fantásticos penachos que los habían venido cercando durante el transcurso de la tarde y que ahora inundaron la terraza ocupada por un grupo de niños ineficazmente pintarrajeados y disfrazados de grandes con ropas que no les pertenecían. A los nativos, en cambio, sí les pertenecían los ropajes con que iban cubiertos: los atavíos de ricas pieles moteadas de animales ahora inexistentes, el vacilar de las joyas pendiendo de orejas y muñecas, la algarabía de colores de los mantos tejidos, el tintineo de cadenas y amuletos, los collares, los peplos, las casacas, las máscaras de oro.

El cortejo iba encabezado por un guerrero joven de estupendo porte, cubierto por un manto que caía dulcemente desde un bordado de alas granates en sus hombros, tocado por un yelmo con cresta de gramíneas azules. Lo seguía la procesión de sus iguales, pero era tan majestuoso que los ojos de todos quedaron presos en él y en el espacio que lo separaba de la otra figura, simétrica pero distinta, que lo esperaba en la luz. Lo más extraordinario del recién llegado, que tenía todo el aire de estar acudiendo a una cita fijada desde hacía mucho tiempo, era que traía el rostro cubierto por una máscara de oro repujado en la forma de una sonrisa, dejando sólo ranuras en que brillaba la emoción de sus ojos. Este personaje seguido de su séquito de mujeres y guerreros vestidos con igual lujo, invadieron la terraza entre los niños disfrazados de lo que no eran, entre las sillas y las mesitas de mimbre pintadas de blanco donde diariamente se tomaba té o se jugaba al naipe. Cuando el guerrero llegó junto al pontífice que lo esperaba en la luz, éste, antes de saludar al gigantón, y en medio del silencio de todo, hasta de las gramíneas confabuladas para prestar trascendencia a la ceremonia, lo despojó suavemente de la máscara de oro. Se la entregó a Wenceslao, que se sintió participando en una dimensión de orden tan natural que involuntariamente olvidó sus críticas a los programas de su padre. Su corazón, en este instante de esperanza, era idéntico al corazón de todos los demás, idéntico al corazón de ese gigante autorizado pero no autoritario, en quien reconoció a aquel que en el lejano e infausto día de la muerte de sus hermanas se colocó junto a la mesa donde yacía el cerdo blanco y le clavó el punzón en la yugular de modo que sufriera poco, pero cuidadoso que la sangre fluyera precisa en los cuencos humeantes sostenidos por las mujeres.

El gigantón abrió los brazos y se unió a la otra figura en un abrazo fraterno que arrancó un alegre ulular de las interminables legiones oscuras que lo acompañaban, y un aplauso cerrado, consagratorio, de la mayoría de los niños.