1
Fabio e Higinio desaparecieron del despacho de Hermógenes. Pero Casilda sintió que no quedaba sola. Aguzó el oído intentando percibir algún ruido que avalara esta sensación. Sin moverse de junto a la ventana, escudriñó, primero y con cuidado, todos los rincones del despacho, y en seguida la explanada entera del patio del mercado. Sin llegar a conclusiones, transfigurada por el polvillo de oro que la cubría, permaneció hierática como un lujoso estofado, el rostro y el vestido tiesos de metal reluciente, sin mover los párpados ni los labios por temor a que se desprendieran algunas de las escamitas amarillas que, formando parte de su persona, la valorizaban.
Debía esperar el regreso de sus primos con paciencia —virtud que como mis lectores se habrán dado cuenta no era su fuerte— y con fe. Pero le resultaba difícil mantener la entereza porque dudaba que la solución para el problema del transporte de los fardos llegara con ellos. Por otra parte, no contaba con la hechicería para que de pronto hiciera brotar una solución de la nada. Era verdad que desde el principio los grandes dijeron que se llevarían «todos» los animales. Pero ni ella ni Fabio jamás dejaron de contar con que este «todos» reflejara, como de costumbre, la selectividad de los Ventura, que incluían en dicha palabra sólo aquello que era de primerísima calidad, y así dejaran en la casa de campo una cantidad de animales que no cumplieran con los requisitos de la perfección. Esta vez, sin embargo, el «todos» de los grandes fue literal, como lo comprobó esa mañana con Higinio en las cuadras. El propósito de los grandes había sido, entonces, dejarlos definitivamente aislados, brutalmente encerrados no sólo por candados y rejas cuya eficacia acababa de ser desautorizada por el asalto de sus primos, sino por la inmensidad de la llanura de gramíneas, al despojarlos de todo medio para cruzarla. El engañoso exterior triunfalmente dorado de Casilda esperando el regreso de sus primos no encerraba más que desaliento porque sabía que Fabio e Higinio no lograrían mover el carromato. Cuando al cabo de un momento llegaran a decirle que el porfiado vehículo rehusaba moverse, sería el fin de todo: los tres tendrían que volver a la terraza del sur, al infierno de La Marquesa Salió A Las Cinco, y disolverse en el agua chirle de la homogeneidad. Porque la verdad —Casilda no tuvo más remedio que afrontarla una vez que se quedó sola— era ésta: aunque fustigara a sus primos durante días y noches, no serían capaces de arrastrar el carromato cargado de oro hasta donde fuera posible conseguir refuerzos.
Mejor no permanecer en el despacho enloqueciendo de impotencia. Mejor ir al encuentro de Fabio e Higinio para sumar la fuerza insignificante de sus brazos de niña a la de ellos. Volvió a mirar el patio del mercado por entre los barrotes de la ventana. El día se estaba agotando. La sombra de los murallones lo partía en dos mitades, una blanca, la otra negra. La mitad clara reflejaba aún suficiente luz como para iluminar un poco el interior del despacho. Afuera, en la hondura de la mitad de la sombra, Casilda percibió que parte de esa densidad se movía.
—¿Qué hará —se preguntó— ese nativo aquí a esta hora, si sabe que hoy mi padre no está y por lo tanto no hay mercado?
La sombra más densa se separó de la sombra del muro. Y resueltamente, con el claro propósito de exponerse, cruzó de la oscuridad a la luz deteniéndose en medio de ella: era un nativo joven, fornido, desnudo, que permaneció en la media distancia apoyándose en una altísima lanza con una centella amarilla en la punta, en una actitud, estimó Casilda, quizá rebuscadamente imperial. Casilda se replegó hasta el fondo del despacho para guarecerse.
—¡Pedro Crisólogo…! —se dijo.
Y huyó sin volver a mirar el patio, hasta la oscuridad del pasadizo, la punta de oro aún clavada en su carne, avanzando encogida por ese dolor, apretando las cerillas contra el sitio en su pecho donde tenía enterrada la lanza de Pedro Crisólogo, hasta llegar al recodo ocupado por el peinador y la jofaina, con su lavatorio, sus candeleros, su espejo y sus cepillos. Era allí donde su padre, Colomba y ella se purificaban después del trabajo diario que los exponía a los nativos, y después de colgar sus guardapolvos en perchas previstas para ese objeto, ascendían al piano nobile.
El espejo del peinador adquirió una presencia de materia viva a medida que Casilda iba acercándose a él. Encendió una cerilla para ayudarse a avanzar: la llama recortó un ídolo dorado en la penumbra, que al entrar en el espacio de la luna encendió las velas que flanqueaban el espejo. Casilda se contempló en esa hondura recién abierta: sí, sí, su estado natural era éste, tal como se veía, recubierta de oro. Jamás lavaría esa polvareda ni se cambiaría de vestimenta. El lavatorio decorado con juncos, sauces, garzas, estaba lleno de agua: así, estilizado, acuático, artificial era el paisaje donde los grandes estarían pasando el día. Iban a volver pronto para salvarla del nativo que se llamaba Pedro Crisólogo, que su padre le había dicho era un criminal. Pero luchó contra este anhelo infantil que disolvía su dureza en el anhelo de protección, cruzando sus brazos con energía para que la luna del espejo le asegurara que era capaz, a pesar de todo, de actitudes firmes. ¿Y si llevara las cosas hasta sus últimas consecuencias y en vez de lavarse con agua y jabón y sacudirse la ropa con un prosaico cepillo hiciera su aparición entre sus primos ungida por el oro, para reinar sobre ellos? Pero Casilda no ansiaba reinar. Sus primos le interesaban demasiado poco porque eran sombras de los deseos de sus progenitores. Sólo se proponía desarticular, desmontar el mundo de su padre, para que así su odio quedara desprovisto de objeto, y, al ser inefectivo, no la hiriera. Sólo así podría ser ella misma, en otra parte y con una identidad que ahora desconocía. Apretó las manos contra el pecho y bajó la cabeza.
—No hagas ese gesto tan feo —le decía su madre con demasiada frecuencia como para pasarlo por alto—. No inclines la cabeza como una vieja ni hundas la boca ni ahueques las mejillas, que te ves espantosa, hija mía.
Ahora Casilda hizo el gesto prohibido conscientemente, para derrocar toda autoridad que no emanara de la diosa de oro que veía reflejada en el espejo: una diosa con una lanza clavada en el pecho. ¿Qué quería Pedro Crisólogo, el criminal? ¿La vio? ¿Por qué la miró? O más bien, seguro de que ella lo miraba desde el despacho, ¿por qué salió a la luz para que lo identificara y su miedo adquiriera un nombre? Vencida por sus cavilaciones, Casilda bajó los brazos. No. Ella no era ni ídolo ni diosa, sólo una niña amedrentada por la proporción de sus propios designios. Tomó la cotidiana toalla limpia que colgaba junto al peinador, y el jabón de su concha, y se inclinó sobre el agua para lavarse la cara.
—No lo hagas…
Casilda se dio vuelta, escudriñando la oscuridad, temiendo encontrar allí al nativo hablándole. Pero no era voz de nativo. Ni tampoco lo que algunos de los grandes llamaban «la voz de la conciencia», que ella sabía inexistente. La voz completó su ruego:
—No te quites el oro…
No era la voz del nativo porque era la aterciopelada voz de una niña de la familia. Casilda la reconoció al instante. Preguntó:
—¿Qué haces aquí, Malvina?
Malvina avanzó desde la oscuridad. El resplandor de las velas las unió en el mismo espacio. Malvina palpó delicadamente, como si no quisiera alterar la posición ni siquiera de un escama de oro, la ceja de Casilda con su meñique. Casilda, temerosa de que Malvina lo supiera todo y pudiera delatarla, la apresó por la muñeca gritándole:
—Confiesa al instante por qué me estabas espiando.
Le dobló el brazo hasta hacerla arrodillarse. Cuando estuvo prosternada ante ella le clavó las uñas en el brazo para hacerla llorar. Esto no era difícil porque Malvina, silenciosa, sombría, se encontraba siempre al borde de las lágrimas por estar convencida —ninguna demostración de lo contrario lograba disuadirla— de que nadie la quería. Malvina atribuía este supuesto desprecio al hecho de que ella era la única «pobre» entre los primos, ya que el tono general de la afectividad entre los niños de Marulanda le impedía pensar que era por ser «fruto del pecado», hija adulterina de los amores de Eulalia con ese liberalote que se suicidó por ella, circunstancia que los niños, envidiosos, computaban muy en su favor.
—Llévame —imploró Malvina desde el suelo.
Casilda la soltó. Pero Malvina permanecía arrodillada, prendida a los pliegues del guardapolvo de Casilda. ¿Qué sabía? Temiendo que pudiera desbaratar sus planes ya bastante maltrechos, la hizo levantarse para escudriñar su expresión a la luz de las velas. Malvina era morena, mate, de inmensos ojos suaves y sombreados y líquidos, y mirada y piel tibias. Celeste afirmaba que toda ella, tanto su físico incomparable como su personalidad, era veloutée, incluso el roce de su voz. Sí, pensó Casilda con rabia, veloutée, pero también sigilosa, solapada, mentirosa, y con seguridad, traidora. ¿Qué hacía Malvina aquí? ¿No significaba que lo sabía todo si estaba implorándole que la llevara consigo? Agotada, Casilda deseó con vehemencia echar atrás relojes y calendarios clepsidras y cuadrantes, y anular cronologías de toda índole para ser lo que antes: ella sola con Colomba en su huevo único, idénticas en el secreto permanentemente infantil de su unidad. Pero como decía tía Celeste, Malvina era veloutée, acariciable. Y Casilda sintió como, involuntariamente, su brazo ceñía ese talle quebrado tan cerca del suyo. Malvina se prendió a ella con tal fuerza que Casilda tuvo que empujarla para que no la ahogara.
—Llévame… —susurró Malvina en su oído.
—¿Adonde?
—Donde te propones ir con Fabio e Higinio.
Casilda la soltó. Se frotaba la cara con la toalla.
—Los he seguido —continuó Malvina—. Los he visto aquí y en el jardín. Me he ocultado para oírlos hablar. Llévame, Casilda, no seas mala. No soporto la vida con mis cinco hermanas estúpidas, con Anselmo, con mi madre, con mis primas que no me quieren.
—Te equivocas. Todas te queremos según nuestras capacidades, que a veces son harto limitadas.
Vio que Malvina no le creía, como si enfrentada con un precipicio su mente rehusara avanzar más en esa peligrosa dirección. Casilda estimó que no era el momento más adecuado para convencerla de la verdad de sus aseveraciones. Tenía poco tiempo. Le dijo:
—Bueno, ven, entonces…
Ya que lo sabía todo era preferible incluirla. Uniéndola a Fabio e Higinio la fustigaría sin pena, como a ellos, para que arrastrara el carromato. Malvina le apretaba las manos, se las cubría de besos mientras hablaba precipitadamente como si quisiera entregarse entera, en seguida, sin guardarse nada:
—No te preocupes, Casilda mía, lo sé todo y no le diré nada a nadie y te ayudaré, ya verás, porque tú eres mi salvación y te quiero. ¿A quién, sino a ti, podría interesarle lo mío?
—Por lo menos a tus cinco hermanas.
—Esas cerdas no me dirigen la palabra más que en público. En privado, cuando nadie nos oye, me tratan de «usted». Sí, sí, todas son idénticas, desde la lánguida Cordelia, la mayor, hasta Zoé, el pequeño monstruo de Mongolia, todas con los ojos gachos y las manos juntas, todas vestidas de gris, arrastradas como una formación de patitos de juguete por Anselmo. Zoé, a pesar de ser subnormal, es ducha en inventar mentiras que le cuenta a Anselmo y éste se las transmite a los lacayos para que me castiguen. Y tía Lidia, tu madre, cada año, al adoctrinar al contingente nuevo de sirvientes, no deja de mencionar que, como soy la única pobre, no deben tener miramientos conmigo. Se sabe con toda certeza que me iré al infierno por ser pobre.
Durante los veranos en Marulanda, tanto en la mente de los niños como en la de los grandes —en la capital vivían bajo la amenaza de este castigo— se borraba la existencia del infierno: habitaban una suerte de interregno religioso, sin obligaciones piadosas, sin sacerdotes ni monjas profesoras, sin confesores extorsionistas, sin iglesias a una distancia que fuera ni siquiera remotamente accesible y por lo tanto obligatorio asistir a ella, desligados de Dios y en consecuencia también del infierno. Sólo Anselmo y Eulalia —siempre irónicamente acomodaticia en este sentido por granjearse libertades en asuntos de mayor importancia— a las seis de la tarde rodeaban la bandada de sus hijas como si fueran torcazas, conduciéndolas hasta los aposentos de Anselmo para rezar el rosario y confesar sus sentimientos pecaminosos al oído de su padre arrodillado ante la imagen de alguna santa ejemplarmente recóndita. Anselmo, que además de su voz gangosa conservaba nostalgias de su época de seminarista, vivía en lo que el resto de la familia consideraba una absurda adicción a la sobriedad, durmiendo en un gran dormitorio blanqueado a la cal y en una cama estrecha y dura pero con sábanas de seda bajo el crucifijo de oro labrado como único adorno. El seminario había sido una suerte de exclusivo club de hombres que no propiciaba contactos con nadie salvo con la Deidad, indiscutiblemente masculina, indiscutiblemente de su clase. Pero Dios continuaba desengañándolo al negarle la gracia de que Eulalia —casi voluntariamente, como si tuviera el propósito de frustrarlo— le diera un hijo varón, ni siquiera mediante sus devaneos. Para realizarse en este sentido, se decía Anselmo, iba a ser necesario esperar un nieto, lo que no tardaría mucho porque sus hijas eran bonitas y bien educadas, casaderas a temprana edad, ya que además de sus adornos personales eran dueñas de vastas porciones de la fortuna de los Ventura. Todas, menos Malvina. Cuando se abrió el testamento de la abuela, la matriarca que durante medio siglo fue la dictadora social del patriciado del país, se produjo consternación al comprobar que dividía su patrimonio en siete partes iguales para sus siete vástagos; pero, curiosamente, la parte destinada a Anselmo se la dejaba sólo en usufructo: el derecho de la fortuna en sí, para hacer y deshacer de ella, pertenecía en forma directa a sus nietas habidas en el matrimonio de Anselmo con Eulalia. Con un codicilo tenebroso: que esa porción de su fortuna, al subdividirse, no se dividiera en seis partes iguales como sería natural, sino en cinco, ya que Malvina quedaba explícita y definitivamente excluida.
—¿Por qué lo habrá hecho? —preguntó Balbina sin ningún tino.
Eulalia sonrió apenas bajo la pluma del tricornio que le sombreaba los ojos, mientras sus cuñadas trataban de no ruborizarse, y Adelaida, la mayor, la viuda, emitía como pitonisa este pronunciamiento:
—Ese secreto bajó con ella a la tumba.
Y con estas palabras Adelaida selló, no el secreto —que no lo era para nadie— de tamaña injusticia, sino el derecho a comentarlo, lo que era más grave.
Después de la muerte de su madre, como es natural, los Ventura quedaron envueltos en el más riguroso luto.
Adelaida solía hacer enganchar su coupé para salir a distraerse a una hora en que no hubiera «nadie» en el paseo de las palmeras, despeinadas por un ventarrón perverso. Pasear sola no le gustaba, porque la entristecía no solamente el recuerdo de su madre sino el de su marido, el lamentado Cesareón, cuya imagen llevaba engastada en una joya —modesta ahora que los sucesivos lutos la impulsaron a hacer voto de pobreza— que le cerraba el vestido en el cuello. La atormentaba la interrogante que hizo que su madre señalara con un dedo tan nefasto a Malvina desde la tumba. No se proponía averiguar más detalles sobre la vida de Eulalia: le bastaba con saber por boca de sus hermanas que se atrevía a lucirse en un frivolo victoria descubierto con Isabel de Tramontana, y con eso se decía todo. Su compañía le producía un vértigo que no se saciaba con el contacto de los pliegues de su vestido con el de la pecadora. Eulalia sabía todas las reglas pero no tenía intención de acatar ninguna: el encaje que lucía no era luto, ni sus lazos de seda reluciente. Todo negro, sí, pero no luto, que era una cosa muy distinta. Esto le comunicaba una desazón inmensa a Adelaida, porque su propia experiencia de aquello que los entendidos llamaban «la vida» era mínima y hasta ahora se había enorgullecido de esta elegante laguna en su educación. Eulalia, en cambio, pese a haber nacido Valle y Galaz, más o menos prima de todos ellos, ostentaba una belleza exasperantemente metabólica, que le producía una sensación de repugnancia y temor a la mayor de las Ventura, paralela a la admiración y no muy distinta a ella. ¿Sería tan veloutée su voz, tan fino el mate de su piel, tan pausados sus movimientos, si Eulalia no fuera lo que los frailes llamarían «una perdida» si perteneciera a otra clase social? La belleza era pródiga con las mujeres de la familia. Sólo con Adelaida se mostró mezquina: sus pequeños ojos apagados estaban cosidos como botones en la superficie de un rostro de piel áspera colgada en un solo plano detrás del espolón de su nariz, pero veían todo lo que decidían ver, y, encerradas en el confesionario rodante del coupé bajo la lluvia, Adelaida vio al instante que Eulalia iba a dar la batalla del castigo de Malvina, de frente. Que es lo que ella rezaba para que no ocurriera, ya que no tenía otra arma para defenderse de su cuñada sino los circunloquios en que era ducha. Eulalia repuso:
—¿No sabes, acaso, que Malvina no es hija de tu hermano Anselmo, sino de Juan Abarzúa?
Adelaida se dispuso a oír otra versión más:
—Sí. Lo sabías pese al tupido velo. Dicen que Malvina es idéntica a mí porque es veloutée, como yo. Pero también lo era Juan: soy ególatra y me enamoré de Juan porque se parecía a mí. He tenido varios amantes —no tantos como se rumorea, si eso te consuela— pero a ninguno he querido tanto como a Juan, idéntico a Malvina. Tu madre lo odiaba. Arbitrariamente, como todo lo que ella hacía o sentía. Lo odiaba por las únicas razones por las que tu madre era capaz de odiar o amar, por motivos históricos, políticos, dinásticos, jamás humanos: los abuelos de Juan habían sido «azules» mientras que los nuestros fueron «negros», enemigos jurados, aunque hoy la diferencia ha llegado a ser cuestión más bien académica. Y según tu madre, el abuelo de Juan le robó un astillero a tu abuelo, con lo que ustedes perdieron la influencia política sobre las tierras regadas por ese río que se interna miles de kilómetros en el continente al otro lado de las montañas azules que tiñen el horizonte. Esas eran las cosas que contaban para tu madre. Y porque odiaba a Juan y a sus antepasados desheredó a Malvina: una venganza histórica más que humana. Por eso no le tengo rencor.
No había nadie en toda la familia que no supiera del siniestro codicilo del testamento de la abuela —tal vez no había «nadie» en toda la capital que no lo supiera—, y no actuara con el encubierto desprecio que dictaba: sólo los niños de la familia, que también lo sabían, computaban muy a favor de Malvina el hecho de ser hija adulterina, fruto del pecado, no sólo por ser de distinta sangre que ellos, sino envidiándole que tuviera opción para elegir su identidad porque era libre, y ellos, en cambio, estaban determinados por padres y madres totalmente predecibles, sin la doble corona tétrica, pero corona al fin y al cabo, de la pobreza y del pecado.
2
En cuanto se fue pasando el luto que llamó momentáneamente la atención de los Ventura sobre la conducta de Eulalia, ésta quedó sin ninguna marca vergonzosa: una cuñada más que, como todas, tenía sus «cosas», una tía más, la más bonita, la más dulce, la que más cuidado tenía en no ser autoritaria con los niños, la que pensaba dos veces antes de hacerlos castigar. Era, además, una pieza irremplazable dentro de los ritos de la vida de Adelaida: nadie como Eulalia para jugar bésigue, y las partidas entre las dos, alegres, reñidísimas apostando pequeñas joyas, hacían las delicias de la hermana mayor, de modo que la abstracta condición de pecadora de Eulalia quedó sepultada bajo las exigencias prácticas del veraneo.
Malvina, entretanto, creció hosca, relegada a los rincones por voluntad propia, rodeándose de negativas, de secretos, de trampas, de excusas. Dos primos, al comentarlo, se daban cuenta de que cada uno creía que Malvina había pasado la misma porción del día con el otro, cuando en verdad no la había pasado con ninguno. ¿Con qué fin los había hecho creer lo contrario? ¿Dónde y con quién estuvo? ¿Para qué tanto disimulo? Descubrieron, además, que Malvina robaba, costumbre que se aceptó entre los primos como característica que la describía y no fue sancionada porque la comprendieron como una forma de rebeldía contra la pobreza impuesta por la familia. Los niños sólo se preocuparon de no dejar sus pertenencias al alcance de su mano. No era que robara objetos. Sólo dinero, monedas. A veces desaparecían algunas onzas o coronas de una bandeja, o Anselmo se daba cuenta que faltaba cierta suma de una talega destinada a la caridad. ¿Para qué robaba Malvina? ¿No tenía abundancia de vestidos y regalos y dulces, igual que todos los demás? En verdad, había decidido que como no tenía derecho legal al dinero debía procurárselo ilegalmente, ya que la legalidad no era sino una convención inventada para la comodidad de quienes tuvieron el privilegio de crearla. Poseía, es verdad, algo que sus demás hermanas no tenían más que de palabra: el amor de Eulalia. Pero lo rechazaba con insolencia porque sabía que no iba dirigido a ella sino a Juan Abarzúa, a su tinte mate, a sus lindas manos encarnadas en las suyas. Y lo rechazaba, además, por ser la forma más cruel de excluirla, amor dado por la emoción, no por las venerables reglas anteriores a los individuos. La muda legalidad de una herencia que podía no haberla señalado ni para bien ni para mal, sobre cuyos principios se asentaba la sociedad a que su abuela le negó la entrada mediante el famoso codicilo, le era inaccesible.
A Malvina no le quedó otro expediente que hacerse una vida marginal. Llegó a ser experta en disimulo y espionaje, en caminar casi sin tocar el suelo para no dejar huellas ni hacer crujir el parquet, en deslizarse sin desplazar el aire, fundiéndose en puertas y en matorrales para escuchar lo que otros decían. Mis lectores adivinarán que así llegó a saber qué mensajes Wenceslao transmitía de los nativos a su padre y de su padre a los nativos. Vio hincharse el proyecto del paseo de que he estado hablando, aceptándolo en toda su ambigüedad de origen, motivos y propósitos sin que esto la perturbara. Conocía de memoria las actividades de Mauro y sus hermanos junto a la reja, como asimismo las actividades confluyentes de los nativos. Así, observó el ir y venir de las diversas intrigas que se iban desarrollando en forma paralela en la casa de campo hasta que eligió una, salvadora, para sumarse a ella: la de Casilda. Lo que ella podía aportarle definiría su posición de primacía en ella. Casilda era fea pero su cuerpo emanaba una autoridad apremiante, de modo que recibir sus caricias, como ahora junto al espejo del pasadizo, no era desagradable. Pensaba, mientras en el abrazo el oro ilegal que teñía a su prima al tiznarla a ella se transmutaba en derecho puro, que ni Wenceslao ni el tío Adriano podrían aportar a Casilda lo que ella. Estos estaban en contacto con los nativos que tenían conciencia del destino y el derecho de su raza y deseaban una lucha frontal para recuperarlos: aquellos, en suma, que sabían que sus antepasados jamás fueron antropófagos. Los amigos de Malvina, en cambio, eran marginales, descontentos, excluidos, que creyéndose descendientes de los antropófagos mitológicamente perversos vivían convencidos de que su única opción era el delito.
Malvina se desprendió de los brazos de Casilda. Le preguntó:
—¿Viste a alguien?
Casilda comprendió a quién. Malvina la retiró, poniéndole las manos sobre los hombros, mirando las llamas de las velas que vacilaban en el centro de cada uno de sus ojos de aguamarina. Casilda comprendió que si no hacía algo de inmediato, Malvina le arrebataría la dirección de su intriga porque tenía no sólo más rencor sino más medios que ella. Enterró sus uñas en las manos de Malvina arrancándoselas de sus hombros y la abofeteó. Ésta, entre gemidos, alcanzó a murmurar:
—Te lo diré todo…
—… dime…, dime…
—… si me juras que me llevarás…
—Dime quién es.
—Lo sabes.
—Pero dímelo tú.
—Pedro Crisólogo.
Y Malvina la miró antes que continuara:
—¿No recuerdas su nombre?
A Casilda no le quedó más que decir la verdad:
—Sí. El que trajo el fardo estropeado, el polvo de oro que ahora nos cubre a ambas.
Malvina le contó a su amiga que en las noches, desde que era pequeña, salía a pasearse como animal encerrado junto a la reja, meditando su evasión. Una vez había visto a dos hombres cavando en torno a una de las lanzas. De eso hacía años, cuando era apenas más grande que Clemente o Amadeo, pero ya conocía su exclusión del testamento de su abuela y ya había robado unas monedas que no sabía dónde guardar para el momento de su fuga, que desde entonces planeaba. Como los nativos cavaban con picos y con palas se le ocurrió pedirles que hicieran también un agujero para esconder en él su tesoro. Ellos, que trabajaban afuera de la reja, alzaron algunas lanzas, entraron en el parque e hicieron el hoyo donde Malvina les indicó. Era fácil entenderse con ellos mediante signos infantiles ya que se trataba de nativos apenas un poco mayores, maleables e influenciables como Malvina sabía que eran todos los niños menos ella. Se hicieron amigos de inmediato. Estos nativos y otros la venían a visitar a menudo, ayudándola a enterrar en el mismo lugar todo el dinero que robaba. Ellos no comprendían el concepto de robo porque para los de su raza todo era de todos. Pero a medida que fueron creciendo y entendiéndose mejor y mejor mientras jugaban, les pudo explicar que los excluidos tienen derecho al robo, que eran los grandes los que definían los límites que dividían lo que es delito de lo que no lo es. Después fue Malvina quien instó a Pedro Crisólogo para que vendiera como bueno un fardo de oro defectuoso, y gustara así el acre sabor de la exlusión. No sólo porque Hermógenes ya no estaba dispuesto a comprar su oro ni el de los suyos, sino porque los de su raza, dándose cuenta de lo que había hecho poniendo en peligro la economía de la comunidad contra la cual a los Ventura les sería fácil tomar represalias, lo marginaron también de sus centros. Después, Malvina fue iniciando a Judas Tadeo, a Juan Bosco, a Francisco de Paula, en el sabor del delito, acre pero endurecedor, enseñándoles, de paso, el poder y el significado del dinero. La pelambre de la llanura era clara cuando Malvina, después que sus amigos levantaban unas cuantas lanzas para dejarla salir, emprendían sus correrías nocturnas: era tan vasta la llanura, tan distinta, que a veces le parecía ser un mutante, dueña de este espacio nocturno por el que correteaba con sus secuaces como por la superficie vegetada de la luna. Sus amigos, con sus cuerpos desnudos, de músculos bruñidos como los de una armadura, la obedecían porque ahora ellos, también descastados por pequeñas infracciones, sabían lo que era la marginalidad. Pero para algo positivo les sirvió a todos los aborígenes, no sólo a esta banda de excluidos, la perpetración de los delitos contra los Ventura: la raza entera comprendió el valor del dinero y su función, tomando conciencia de la miseria que los señores les entregaban a cambio de lo que a ellos tanto trabajo les costaba. Malvina, en la capital, se dedicaba a averiguar el precio normal de las cosas trocadas en el patio del mercado por los fardos de oro, y por cuánto hubieran podido vender ese metal a los exportadores. Hubo una época de gran intimidad entre Malvina y Colomba, en que Malvina se informó de todas las triquiñuelas del trueque, descubriendo el monto exacto de lo que por su parte, hasta el momento, había sisado Colomba.
—¿Colomba? —preguntó Casilda sorprendida.
Sí, Colomba también robaba. Como, cada uno por su lado, robaban Hermógenes y Lidia. ¿Por qué no podía robar también ella, Malvina? ¿Por qué, en último término, no podían robar ellas dos?
Fabio e Higinio en seguida se dieron cuenta de que no iban a poder hacer nada: el carromato no se movía. En el barro, los cadáveres de los animales ajusticiados por imperfectos comenzaban a descomponerse, congregando negras estrellas de moscas sobre sus heridas. En la penumbra del atardecer las sombras de las cosas parecían tanto más individuales que las cosas mismas, que los olores —las bostas, el heno podrido, el viejo cuero de arneses descartados, la madera y el barro— lograban conquistar el espacio excluyendo al aire y ocupando su lugar. La negación del carromato a obedecer a los esfuerzos de Fabio e Higinio era como la negación definitiva, una exasperante confirmación de que jamás había existido la menor esperanza para el proyecto.
Desde la terraza del sur llegaban los ecos de la algazara de los primos que podían seguir jugando porque no se dejaron envolver en propósitos ajenos a las leyes que circunscribían sus posibilidades. Higinio vio, sin embargo, que los propósitos de Fabio, sentado sobre el heno con las piernas cruzadas como si se dispusiera a limar otra llave, se encontraban en el mismo punto de certeza que antes que la realidad le enseñara que todo había sido en vano. Higinio hubiera querido gritarle, culparlo. Pero la envidiada firmeza de Fabio se lo impidió.
—Será mejor que me vaya a la terraza del sur —murmuró en cambio.
Dio media vuelta para abrir el portón del establo y salir, pero quedó detenido en el umbral. Dijo:
—Mira…
De un salto Fabio se puso a su lado.
—¿Con quién viene? —preguntó Higinio.
—Escondámonos —lo urgió Fabio—. Cualquiera que acompañe a Casilda en estos momentos no puede sino significar traición.
Se quedaron mirando a las dos primas por un resquicio de la puerta del establo: avanzaban sin cuidado, dueñas del espacio, aunque disimuladas de tal modo por las sombras del incipiente atardecer que ellos no lograron identificar a la segunda muchacha. Higinio se dio cuenta al instante que ahora no era Casilda la que manejaba la situación sino la otra. Se detuvieron en medio del patio, cuchicheando. De pronto, la desconocida, que mis lectores saben muy bien quien es, se metió los dedos en la boca de cierta manera, y emitió diez silbidos, cada uno distinto en tono y en extensión al otro. Después del último silbido alzó la cabeza de modo que su rostro quedó expuesto a la luz, mirando todo el contorno del patio.
—Malvina —susurraron los dos primos.
—Nos va a meter en un enredo —dijo Fabio.
Pero no siguió hablando: de los rincones del patio, de las puertas de los establos y cuadras y graneros, que Fabio e Higinio creían haber explorado, surgieron diez figuras desnudas que lentamente, cada una armada con una lanza cuya punta refulgía sobre sus cabezas en la luz crepuscular, se fueron acercando a Malvina y a Casilda. Malvina, después de besar a cada nativo en la mejilla, rodió a Casilda con el brazo: como con la intención de entregársela, pensó Fabio sobresaltado, sí, entregársela para que los antropófagos la atravesaran con sus lanzas, que eran las lanzas de la familia, de los Ventura, robadas por los inmundos nativos en el desbarajuste de la tarde. ¿Cómo salvar a Casilda? Malvina les estaba explicando algo con sonidos a los que los nativos permanecían atentos. Luego Malvina volvió a murmurar algo en el oído de Casilda. Ésta, entonces, temerosa todavía, comenzó a hablarles a los nativos mientras Malvina les repetía sus palabras en su idioma y éstos asentían con la cabeza. A medida que hablaban y que los nativos asentían, Casilda pareció ir perdiendo el temor, ir reconquistando fuerza, hasta que extendiendo su brazo señaló el carromato del tío Adriano tumbado en un extremo del patio. Todos lo miraron. Entonces, Malvina, retomando la dirección de la empresa, ciñó la cintura de Casilda con el brazo y la hizo avanzar hacia el vehículo. Una doble formación de nativos armados, cinco por lado, las siguió.
—Van a meter a Casilda en el carromato y la van a matar —susurró Higinio, pero Fabio no pestañeaba para mirar.
En vez de hacerlo, la doble fila de aborígenes marchó hasta colocarse una a cada lado de la larga vara del carromato, y sin el menor esfuerzo aparente comenzaron a arrastrarlo en cuanto Casilda y Malvina montaron en él. Sólo entonces, comprendiendo, Fabio e Higinio, sin consultarse pero de acuerdo en su temor de que se pudiera realizar su empresa dejándolos a ellos olvidados, saltaron del escondite gritando:
—Casilda… Casilda…
Corrieron hasta el carromato que avanzaba lento hacia la reja. Al alcanzarlo intentaron abrir la portezuela de barrotes entre los que tantas veces habían visto asomada durante los viajes la cabeza rubia y la barba canosa del tío Adriano, pero donde veían ahora los rostros de Malvina y Casilda, hermoseados por la victoria.
—No suban —les ordenó Casilda.
—¿Por qué? —preguntaron ellos.
—Adelántense —les ordenó Malvina— y quiten las lanzas que cierran ese extremo del patio de las cuadras para que el carromato pueda pasar…
Los primos obedecieron. En un abrir y cerrar de ojos, mientras el carromato llegaba hasta ellos, quitaron treinta lanzas, y los nativos, arrastrando el vehículo, cruzaron la barrera, deteniéndose al otro lado. Fabio e Higinio, de nuevo, intentaron treparse. Pero Malvina les ordenó:
—Cojan cuatro lanzas, una para cada uno de nosotros, para defendernos en caso de peligro durante el viaje.
¡Entonces el viaje era una realidad, pensaron los dos mientras recogían las lanzas! No sólo no todo estaba perdido, sino que, lo que hacía un rato les parecía imposible, ahora comenzaba a transformarse en hecho. Las primas les abrieron la portezuela desde adentro y ellos subieron. Poco a poco los nativos fueron dando impulso al carromato, más impulso, hasta que en unos cuantos minutos el pesado vehículo corría veloz por entre las gramíneas, rápido, más rápido gritaban los cuatro primos entusiasmados viendo pasar, por el lado del paralelepípedo cerrado sólo por los barrotes, las gramíneas doblegadas dorándose con el último resplandor del sol, la gloria de la llanura entera que como un colchón de plumas los acogería.
Al acercarse al patio del mercado, por el exterior de la casa ya oscura, lo único que vieron, al principio, fue una estrella de oro flameando en medio de la explanada: la lanza de Pedro Crisólogo, que no se había movido. Sólo había dado media vuelta, mirando hacia afuera del patio, sonriendo para recibirlos. Malvina les gritó a los nativos que arrastraran el vehículo hasta junto a la ventana del despacho. Allí depositaron la vara delicadamente para no incomodar a los viajeros. Pedro Crisólogo abrió la portezuela de reja. Primero saltaron a tierra Higinio y Fabio. Luego, Pedro Crisólogo, galante como si hubiera estado espiando los modales de los Ventura para parodiarlos, ayudó a bajar a Malvina primero, para que no se enredara en los faldones de su crinolina, y luego a Casilda. Esta, al tocar su mano, al sentirse tan cerca de su bruñido cuerpo desnudo, reconoció el rostro de quien le había proporcionado su primera experiencia del oro, ese oro que aún la cubría. Comparó esta sensación con la del miedo a un ansiado ataque sexual de parte de este ser de otra raza, habitante de un estadio inferior del desarrollo humano, antropófago, caníbal, salvaje, y para quien, entonces, el desenfreno no podía tener limitaciones, ni siquiera el de devorar a la compañera en el amor.
Ya casi no quedaba luz. En el patio del mercado las figuras se movían con el silencio de la casi oscuridad, y las voces eran breves, casi puro espacio. Con un alambre torcido como un garfio, Pedro Crisólogo abrió sin problemas el candado del despacho. ¿Entonces siempre…? Mientras subía a la estrecha ventana, Casilda no tuvo tiempo para formular entera esta aterradora suposición. Adentro, Casilda encendió el quinqué. Fabio e Higinio abrieron la puerta de fierro con la llave. Ella, sentada ahora al escritorio de su padre, abrió el libro de cuentas. Se caló la visera. Untó la pluma en tinta. Hizo una señal y por la ventana comenzaron a entrar, uno a uno, los hombres de Malvina. Después de penetrar en las bóvedas salían cargados con los fardos, tal vez los mismos que habían traído. Antes de abandonar el despacho se detenían junto al escritorio de Casilda, ella buscaba el número del fardo en el libro, lo tarjaba, y el nativo salía con su carga por la ventana, llevándolo al carromato dentro del cual Malvina y Pedro Crisólogo lo acomodaban. La operación duró varias horas de trabajo en orden y silencio, hasta que el cielo estuvo negro: sólo entonces, cuando en el libro de Casilda estuvieron tarjados todos los números correspondientes a los fardos que sacaron los nativos, y las bóvedas quedaron vacías y el carromato repleto, Casilda cerró el libro y se quitó la visera.
—¿Listo? —le gritó Malvina desde el coche.
Casilda no contestó. Faltaba algo. Volvió a abrir su libro de cuentas. Comprobó que el fardo número 48779/ TA64 no estaba tarjado. Mientras afuera los nativos se ponían de cinco en cinco a cada lado de la vara del vehículo, ella le gritó a Malvina que esperara un instante y ordenó a uno de los nativos y a Fabio que la siguieran al internarse por las bóvedas con un candil en alto. No tuvo que buscar mucho rato para encontrar el fardo casi enteramente destrozado pero prendido aún en una forma ideal de fardo. Al tocarlo, el candil tembló en su otra mano. Ordenó al nativo que con todo cuidado lo sacara y lo depositara al pie del carromato, no dentro. Casilda apagó el candil pero no el quinqué y después de Higinio y de Fabio salió ella también por la ventana del despacho. Afuera, la luz del quinqué caía sobre el fardo depositado en el suelo. Sus rayos rescataban a uno que otro rostro de la oscuridad. Prendidos de los barrotes de la jaula, desde dentro, Malvina y Pedro Crisólogo miraban atónitos.
Casilda le dio una feroz patada al fardo. Las moléculas doradas aclararon el aire como un fogonazo. Higinio lanzó una carcajada de triunfo infantil, y, con ella, se lanzó sobre el fardo, untando sus manos en el oro, su rostro, sus ropas, seguido por Fabio y por Casilda que hicieron lo mismo, revolcándose como perros locos en sus excrementos de oro, riendo, escarbando más y más y embadurnándose hasta que no quedó nada de los tres niños, ni una parte de sus rostros y sus ropas que no fuera de oro reluciente. El aire mismo permanecía hinchado con una neblina dorada que iba cayendo sobre ellos, sobredorándolos homogéneamente como ídolos. Luego, saciados, parecieron tranquilizarse. Entonces, con la ayuda de Pedro Crisólogo desde el interior del carromato, fueron subiendo, primero Higinio, después Fabio, y por último Casilda. Pedro Crisólogo bajó y los cuatro primos, apretujados en el espacio mínimo que dejaban los bultos, se sentaron en el suelo como gitanos, mudos en torno al candil. Malvina, sin que los demás lo notaran, iba tocando sus vestiduras para quitar un poco de oro con que untar su propio rostro y sus manos. Luego, apagaron el candil.
Pedro Crisólogo dio la voz de partida. Los nativos comenzaron a arrastrar, muy lentamente al principio, el carromato. Pero pronto, aunque menos pronto que antes porque ahora iba muy cargado, tomó ímpetu y rodó por la llanura, veloz entre las gramíneas, alejándose de la casa de campo que era sólo, al principio, un borrón negro señalado por la lucecita que quedó ardiendo en el despacho, que pronto se fue empequeñeciendo hasta desaparecer ella también por completo.