1
De los hijos de Hermógenes y Lidia, pareja tan central en esta narración, sólo he hablado de Amadeo. Y muy al pasar, mencioné a Colomba, espejo de dueñas de casa y viva imagen de las perfecciones domésticas de su madre. Pero mientras se desarrollaban los acontecimientos relatados en los capítulos anteriores debemos desplazar nuestra atención hacia otra parte de la casa de campo, donde Casilda, la gemela de Colomba, organizaba la maquinaria de su propia salvación, casi tan extravagante como la de quitar las lanzas de la reja.
Cuando comenzó la algarabía provocada por la eliminación del deslinde, Casilda se encontraba con Fabio en el despacho de su padre, abierto hacia el patio del mercado: hay que imaginarse un amplio embudo de tierra apisonada descrito por dos murallones que hacían converger la llanura y el horizonte hacia las dos ventanas por donde Hermógenes y sus hijas atendían a los nativos. Aunque muy remotos, los ecos del jolgorio de los niños repercutían en el despacho, y Casilda, perturbada por la posibilidad de un repentino regreso de sus padres antes de lo previsto, quiso ir a ver lo que acontecía. Fabio le advirtió:
—Sólo pueden estar ocurriendo cosas que nos atrasen. Ve tú si quieres, pero vuelve pronto. Yo me quedaré trabajando.
Y Casilda corrió a mezclarse con sus primos.
El desastre de la reja, que interpretó como sólo un espejismo de libertad, le servía a ella para desviar la atención de sus primos, encubriendo sus propias actividades. Las convicciones proclamadas por Wenceslao, además, le parecieron típicas de la ingenuidad de sus pares: ella sabía que los grandes tenían que regresar antes que se pusiera el sol. ¿Cómo pensar de otra manera si habían dejado el oro en Marulanda? Bóvedas y bóvedas de esos fardos grisáceos que disfrazaban el fulgor amarillo de las láminas, robando hasta la experiencia cromática a sus ojos. El desprecio de Casilda por sus primos, incapaces de sentir el sortilegio del místico metal, la hizo despachar el asunto de las lanzas como un episodio sin importancia. ¿Cómo pensar que los grandes, abandonándolos, podrían juzgar que sus propios placeres eran más trascendentes que el oro? Su padre le había inculcado desde pequeña que siquiera imaginar semejante opción era impensable porque los Ventura jamás emprenderían nada que le restara valor a su oro. Hacerlo sería apostatar de las creencias esenciales de la familia. No: iban a regresar en unas cuantas horas más.
Por eso su propia prisa y la de Fabio. La noticia de que el tío Adriano se preparaba para bajar, en cambio, proponía un peligro real. No porque Casilda temiera a un loco, sino porque un grande, por muy loco que fuera, primero que nada bajaría al despacho de Hermógenes a incautarse del oro. La anunciada aparición del tío Adriano cambiaba sus actividades sólo acelerándolas.
Con un gesto le indicó a Higinio que la siguiera. Éste, preparándose para encarnar el hermano mayor de la Amada Inmortal, se resistió. Casilda, entonces, le habló al oído a Zoé, que, sin abrir la boca porque la tenía llena de golosinas, asintió con la cabeza. Se deslizó hasta donde Higinio consultaba con Juvenal: ¿un gabán de pieles y una chepka porque este hermano vive en Siberia? Sin escucharlo, Zoé lo tiró de la chaqueta. Higinio bajó la vista: el Monstruo Mongólico, el Oráculo de Oriente, achinada, adiposa, de crueldad implacable, se reía estruendosamente de él. En un momento más le iba a espetar que él no era capaz de encarnar un hermano de la Amada Inmortal, a un siberiano, a un ser exótico y misterioso porque él no tenía… ¡No quería oírla! Higinio retrocedió seguido por el monstruo de pies planos que le gritaba lo que no quería oír, porque se lo había gritado ya tantas veces que ya nadie, sólo él, lo oía.
—Ven —lo llamó Casilda.
Y ambos partieron corriendo hacia las cuadras.
Al llegar, Casilda se dijo: claro, ya no queda nadie en las cuadras aún hediondas a bestias. El polvo de la partida ya se asentaba sobre los enseres y sobre la tierra blanda de bostas, surcada y pisoteada. Se habían llevado todos los coches, y todos los caballos, mulas y bueyes, menos los que por imperfectos no les servían —viejos, rengos, enfermos, débiles—, que ultimaron a balazos justo antes de partir: en sus cadáveres diseminados sobre el barro los agujeros que acribillaban sus cuerpos, la baba sanguinolenta que chorreaba de sus hocicos, la cera que pegoteaba sus párpados, hervían con borbotones de moscas insistentes. Sí, pensó Casilda: náufragos en medio de la llanura que nadie, salvo el nativo más aventurado, se arriesgaría a cruzar a pie. Sólo dejaron el carromato del tío Adriano, esa fantástica jaula desvencijada que por inútil habían varado en un rincón de las cuadras.
—¡Maldición! —exclamó Casilda—. ¡No nos queda ni una mula renga!
Pisoteando el barro y las botas, sorteando los cadáveres caballares y bovinos, se acercaron al vehículo. Era, en verdad, enorme, pesadísimo: seguro que en su tiempo albergaba una manada de fieras. Lo agarraron de la vara y lo tiraron. No se movió, aunque sus viejas ruedas chirriaron un poco. El rostro de Casilda se descompuso: ni siquiera le habían engrasado los ejes. Se sentó en la vara. Higinio se sentó junto a ella, intentando besarla. Ella lo rechazó tan someramente como a una mosca. Ni Melania encerrada en el gabinete chino, ni Wenceslao con sus arriesgadas intrigas, ni Mauro como promotor del simulacro de liberación colectiva, ni Juvenal manejando las vicisitudes del corazón de todos, eran más que niños. Pero el hecho de que Higinio también lo fuera le resultaba útil. Nadie llegó a enterarse de su encuentro con Higinio la noche anterior. Y éste —como al principio Casilda temió que lo hiciera— no se lo había confiado a Juvenal. De saberlo, Juvenal seguramente la hubiera invitado a informarle in extenso de este sorpresivo vaivén de su corazón que, como lo sabían todos los primos, se encontraba anquilosado en una relación tan conyugal con Fabio que ya no le interesaba a nadie.
Pero Casilda presumía de no usar jamás su corazón. Anoche, en camino al despacho de su padre para ver cómo progresaba el trabajo de Fabio, mientras en el gabinete de los moros los grandes contemplaban las imágenes del más risueño futuro, idéntico al presente sólo que mejor, tuvo que cruzar el parque para entrar en la otra ala de la casa burlando la vigilancia de los esbirros del Mayordomo. Sorprendió a Higinio, que se había quitado los pantalones, examinando su miembro a la luz de la luna, malherido por las uñas de Juvenal como hemos visto en el capítulo anterior, mientras desde la concha de plumbagos que decoraba un meandro del sendero de tuyas, una ninfa de mármol lo observaba. Casilda percibió al instante la relación establecida entre el muchacho y la estatua, como si se dispusiera a ofrecerle su sexo en una especie de sacrificio. No fue esto, sin embargo, lo que llamó la atención de Casilda: fue la fuerza de los muslos desnudos de su primo, la potencia de sus hombros y sus brazos. Su imaginación, al despojarlo de la chaqueta y de la camisa, lo dejó convertido en otra estatua, pareja de la ninfa.
—Es bello y fuerte —se dijo Casilda para sí—. Prefiero que no tenga pathos; así lo instrumentalizaré a mi gusto sin enredarme innecesariamente.
Sentir la fuerza de Higinio poseyéndola allí mismo, sobre el césped, significaría, además de suplantar con su propia fealdad la belleza de la ninfa de mármol, adueñarse del inocente deportista —orgullo del tío Anselmo en el ring de box donde era temible contrincante de Mauro— para usarlo, y después descartarlo si su dependencia no la acomodaba. Pero Higinio, temeroso, lloroso, se mostró reacio a sus avances. Con lágrimas reluciéndole en los ojos le confesó no sólo que quería y no sabía y que era la primera vez que una prima se mostraba dispuesta a compartir el placer con él, tan poco interesante era su persona, sino que hoy todo contacto era imposible por encontrarse dolorido.
—Sé de buena tinta —le murmuró Casilda al oído— que durante las invasiones, en el barro y la nieve de la derrota, los soldados heridos de más gravedad durante el desastre, pese al dolor, fueron los de comportamiento más ardoroso con las prostitutas que seguían a los batallones. A mí no me importa que ésta sea tu primera vez. Yo te enseñaré.
Higinio se protegió el sexo con las manos. Hincada ante él, Casilda se las quitó, examinando la herida de su primo con atención, pero no le preguntó qué le había sucedido porque no ignoraba que para ganarse a la gente hay que respetar lo que les causa vergüenza. Le preguntó en cambio:
—¿Quieres que mañana, si no puedes hoy?
—¿Estaré bien?
—Son heridas leves. Rasguños. Estarás bien.
Cuando en la terraza del sur Higinio la vio haciéndole señas para que la siguiera, su fácil corazón se alborozó al recordar la promesa nocturna de Casilda. No era ninguna beldad, por cierto, pero tenía un autoritarismo no distinto ni menos excitante que aquel con que Juvenal solía someterlo. En las cuadras, sentado sobre la vara del vehículo circense, Higinio tocó a Casilda intentando someterla como sabía que un hombre debe someter a una mujer. Su lengua hurgó en la fría boca de su prima, que pensaba: sí, ahora estás en mis manos, y le dijo:
—Espera.
—¿Ahora no puedes tú?
—Seguro que este vehículo tiene alguna relación con las intrigas en que Wenceslao está envuelto y no tardará en aparecer por aquí. Mejor vamos a otra parte.
Ceñuda, casi ciega de concentración, un timón oculto fue guiándola desde dentro de ella misma por los intrincados pasadizos de la parte baja de la casa, hacia atrás, lejos del bullicio de los primos, arrastrando a Higinio más allá de los desiertos comedores de la servidumbre, fétidos de fritura y cebolla, pasando las despensas interminables donde a cada rato era posible tropezar con Colomba, perdiéndose por pasillos hasta llegar ante una puerta donde se detuvo. Besó a Higinio levemente en los labios para sellar su voluntad. Y abrió la puerta del despacho de su padre.
El corazón de Higinio dio un salto al comprender lo que sus ojos veían: el prosaico espacio ocupado por el escritorio, por la balanza, por la pareja de empinados taburetes junto a los dos pupitres, estaba presidido por el imperio de la puerta de hierro negro que daba acceso a las bóvedas, abarcando casi toda una pared, desde el suelo hasta el techo. Éste, entonces, era el tabernáculo de la riqueza de la familia, lugar al que pocos tenían permiso o ganas de entrar, el único en toda la casa comunicado directamente con la llanura por el patio del mercado al que se abrían esas ventanas con reja y candado: Hermógenes abría esa reja, los nativos le pasaban desde afuera sus fardos de oro para que los pesara en la balanza, los avaluara, y después de regatear se los cambiaba por vales canjeables en la pulpería administrada por Colomba en el cuarto contiguo y a través de una ventana igual, por azúcar, velas, tabaco, mantas y otros lujos traídos desde la capital. En los dos pupitres, sentados en los altos taburetes, sus ojos claros protegidos por viseras y sus trajes de señoritas por guardapolvos, Colomba y Casilda, entrenadas desde la infancia por Hermógenes, llevaban las cuentas, inclinadas sobre descomunales libros en que lo iban anotando todo con plumas que desgarraban al unísono el silencio del despacho: era el orgullo de Lidia —encargada, como esposa del hermano mayor y según un antiguo acuerdo de la familia, de «llevar la casa»— que gracias al trabajo de sus dos hijas no hubiera ni un alfiler que no constara en esos librotes. Cualquiera, repetía oficialmente al comienzo de cada verano desafiando la molicie familiar, tenía su venia para examinarlos. Pero todo estaba tan bien como estaba que no era preciso revisar nada porque Lidia y sus hijas eran «unos tesoros».
Fue tan vigoroso el asalto de la tétrica puerta de fierro sobre Higinio, que tardó un instante en darse cuenta de que Fabio, sentado en el suelo con las piernas cruzadas en posición artesanal, gastaba su atención puliendo con una escofina los dientes de una llave: un acto de intención desconocida, pero, comprendió Higinio al instante, sacrílega. Su primo no fue arrancado de su concentración ni por su presencia ni por la de Casilda, ni por el entusiasmo del juego de las lanzas. Fabio, que jamás jugaba a La Marquesa Salió A Las Cinco, era duro, distinto, enfocado hasta un punto de precisión total. Higinio sintió impulsos de detener el horrendo propósito desconocido de Fabio y Casilda, para participar en el cual, y no para el amor, fue seducido por ella y traído aquí. Pero al ver a sus primos sintió que el miedo de un primerizo como él en el acto del amor es sólo reflejo del prometido placer de salvarlo; y para salvarlo, para encontrar el foco de su ser, para ser como Fabio, había que entregarse al miedo, decidirse a vadearlo, aceptar sentirlo con la lucidez que él sentía ahora que la provocación del frío cuerpo de su prima producía en él la misma urgencia que el calor del cuerpo de su hermana Melania.
—Fabio… —llamó Casilda al entrar.
Sentado en el medio de un charco de llaves, levantó la cabeza del trabajo: la escofina rompía sus dedos tiznados con las limaduras de hierro, la luz rayada caía sobre su angosto pecho musculado con tal economía que era como si el sudor no reluciera sobre su piel, sino sobre la anatomía descubierta al desollarlo.
—Traje a Higinio —dijo Casilda.
—Bien —repuso Fabio sin sonreír—. Toma. Parece que es ésta.
Cuando Fabio miró a Casilda al entregarle la llave, Higinio percibió que, desde la calavera que el contraluz recortó en las esquemáticas facciones de su primo, sus ojos no se movieron hacia los de Casilda. ¿Era éste, entonces, todo el amor que el «marido» de Casilda podía darle… incapaz de mirarla a ella, sólo a la llave? ¿Dónde habían dejado el ingrediente de placer en su unión, que Higinio percibió como pura complicidad? Tuvo la certeza que para estos dos seres la fiesta no existía, que su búsqueda no modificaba su comportamiento, que eran secos, pura estructura, puro designio. Higinio, está de más decírselo a mis lectores que ya conocen a este personaje, no entendía así el amor, definido sobre todo por los parámetros ofrecidos por su madre, Adelaida, al rememorar las incomparables delicadezas de ternura que en tiempos más felices la unieron con Cesareón. Pero Higinio, con la melancolía de los seres que permanecen sólo en la periferia de la grandeza, vio que el léxico de Adelaida era limitadísimo al no contar con vocablos para calificar el aliento que animaba la tremenda llave que, durante un segundo, conectó las manos de Fabio y Casilda al pasar de una a la otra, con una corriente que escapaba a su glosario.
Fabio se puso de pie. Casilda se acercó a la puerta de hierro. Manipuló los discos y palancas, presionó botones numerados y movió tornillos hasta que saltó una tapa, revelando una cerradura. Higinio apretó sus puños ante este sacrilegio, reconociendo una vez más el umbral por donde hay que pasar para cualquier descubrimiento. Fabio instó a Casilda para que probara la llave. Ella la metió en la cerradura, moviéndola, primero, con cautela, luego, poco a poco, ansiosamente, enrojeciendo de cólera al comprobar que los mecanismos escondidos permanecían inertes. Lanzando la llave a los pies de Higinio exclamó:
—¡Mierda! ¡Esta llave es una buena mierda y ni tú ni ella sirven para nada! Los grandes volverán esta tarde y no habremos abierto.
Mientras Casilda, con el rostro tenso como un puño de ira insultaba a Fabio, éste, sin alterarse, recogió la llave, la metió en la cerradura, la movió, acercó la oreja para escuchar y la sacó de nuevo para examinarla. Probando otra vez dijo:
—Espera. Falta muy poco.
—No puedo esperar más. Va a bajar el tío Adriano y estaré perdida…
—Ándate si no puedes esperar más —le respondió Fabio sentándose en el suelo para continuar su trabajo—. Anda a la terraza del sur a jugar a La Marquesa Salió A Las Cinco.
¿Cómo era posible que un niño igual a él, a Higinio, definido por las mismas reglas impuestas por los grandes, fuera dueño de tal autoridad que la cólera de Casilda no perturbaba los certeros movimientos de sus dedos? Era capaz de procesar todas las contradicciones. Higinio reconoció que para él, en este momento, ni sus vergonzosas complicaciones con Juvenal, ni la promesa de poseer a Casilda, conservaban prestigio alguno y hubiera querido aliarse con Fabio hasta la muerte. Pero siguió a Casilda hacia la ventana donde ambos se acodaron mirando hacia afuera, dando la espalda a Fabio que lastimaba sus oídos con el chirrido de la escofina.
La explana del patio del mercado, dorándose con el sol que iba a decaer, parecía un amurallado desierto. Hoy no era de esos días en que el patio, poblado por hombres, mujeres y niños desnudos cargando mercancías, concentraba esas reuniones silenciosas desprovistas de saludos, de despedidas, de cantos. Sentados en corros en espera de un turno para que Hermógenes los atendiera, atizaban exiguos montones de brasas donde alguien asaba una carpa roja, o guarecidos bajo cobertizos improvisados con tallos de gramíneas, hablaban sin animación, pero —había notado Casilda este verano— con una intensidad enervada, perturbadora. Confuso con la inmóvil contemplación en que se había convertido tan bruscamente la premura Casilda, Higinio se preguntó: ¿qué alternativa iba a ofrecerle? Permanecieron largo rato escuchando el chirrido de la escofina, mirando la distancia que convergía hacia ellos por el embudo del patio. El chirrido cesó. Casilda se dirigió hacia Fabio con una prisa tan repentina que su anterior quietud se definió como un proceso de acumular energía para ella. Dijo:
—Dámela.
Metió la llave en la cerradura. Cedieron los mecanismos.
—Ahora tú, Higinio. Ayúdanos —exclamó.
Higinio, demudado, permanecía unos pasos más atrás.
—¿A qué? —pudo preguntar.
La cólera de Casilda, borboteando bajo la delgada piel que la contenía, estalló.
—¡Imbécil! ¿Para qué crees que te he implicado en nuestro proyecto? ¿Por tu linda cara, eminentemente sustituible por cualquier otra cara linda? ¿Por tus rizos rubios, por tu nariz respingona? No, imbécil, entiéndelo por fin: para que nos ayudes. Para que tu fuerza de toro tenga algún significado. Ayúdanos a abrir.
Los tres tiraron de la enorme puerta de hierro que giró lenta pero pesadamente como un paquidermo, revelando, adentro, bóvedas que se perdían en la oscuridad. Los tres permanecieron en la entrada, apretujados como para protegerse de esa boca hambrienta. Casilda encendió un candil.
—Síganme —susurró.
Adentro, el olor prevaleciente era el de los tallos de las gramíneas secas con que los nativos envolvían los fardos de oro: los tres niños avanzaron lentamente entre ellos, como se avanza entre los santos de una capilla. Alineados, numerados con tinta violeta, llenaban las cámaras que se abrían una después de otra. Casilda, con la mano que no llevaba el candil, iba pasando la punta de sus dedos sobre las superficies ásperas de los fardos. Nadie que no lo supiera hubiera adivinado que contenían miles, quizá millones de láminas del oro más fino: la materia misma que hacía grandes a los grandes, ya que éstos, no los niños, eran los propietarios del oro. Casilda no pudo negarse, pese a que sabía exactamente lo que sus ojos iban a ver, que sintió cierta desilusión al no encontrar cofres vomitando las joyas de la Princesa Baldrulbudur. Certera, sin embargo, avanzó siguiendo la implacable numeración hasta un rincón remoto de una de las cavernas: allí encontró el fardo número 48779/TA64. El nativo que lo trajo, años atrás, jamás había regresado. Tal vez porque llegó hasta sus oídos la ira del señor al comprobar que el oro de ese fardo estaba malo, que se iban a trizar las láminas y a descomponer, y su valor, por lo tanto, se anulaba. A cambio de esa porquería se le había entregado vinagre, harina, mantas: ese nativo era un ladrón.
Casilda se detuvo. Bajó la luz para comprobar el número y le entregó el candil a Fabio. Cayó de rodillas junto al fardo como ante una imagen votiva, los volantes del vestido arremolinados en el polvo del suelo. Con el transcurso de dos, tal vez de tres veranos, las ligaduras vegetales del fardo 48779/TA64 habían cedido, estallando por la presión del interior, conservando, sin embargo, su forma de paralelepípedo. Las uñas de Casilda se hincaron con saña en la superficie de ese fardo como si quisieran sacarle sangre, rompiendo los ligamentos, hundiendo su mano ávida en la arteria del oro. Escarbó en el oro pulverizado que tiñó sus brazos como sangre amarilla, sus manos, sus coyunturas, las uñas relucientes, la cara metálica, el pelo como una espuma de oro. Volaban las partículas de metal molido por sus manos sanguinarias, las pestañas de oro, las cejas de oro, la mueca de su sonrisa infantil transformada en una máscara eterna de encono. Y voló el oro pulverizado cubriendo de una ligera película el pecho desnudo de Fabio y el poderoso antebrazo de Higinio. Intentaron inclinarse ellos también para escarbar y bañarse en esa materia mística. Pero Casilda los detuvo.
Se puso de pie. Por fin lo había tocado. Lo había visto. Por fin había sentido el contacto de esa materia esencial que hacía funcionar a los Ventura, más a ella que a todos, salvo a su padre, que conocía todas las dimensiones del oro, porque él era el verdadero dueño: dueño, sí, pero sólo hasta que ella impusiera su rencor que la erigiría como figura simétrica y de igual magnitud que él. Esto sería posible sólo si se mostraba implacable ante las seducciones de lo inmediato.
—Basta —dijo, levantándose—. Vamos.
—¿Por qué? —protestó Higinio—. Abramos más fardos y juguemos con el oro: Wenceslao dijo que no volverán…
—Obedece, Higinio —dijo Fabio.
—Nos iremos, dejándote encerrado aquí —amenazó ella.
—¿Por qué no puedo jugar con el oro?
—No es el momento, Higinio —explicó Fabio con paciencia—. Ahora tenemos que preparar nuestra partida…
Higinio frunció su ceño dorado:
—¿Partida?
—Sí —lo desafió Casilda—. Huir.
Ante esta palabra, Higinio perdió el aplomo:
—¿Huir de la casa de campo? ¿De qué están hablando?
Casilda dejó pasar un instante de silencio para que a la luz del candil las partículas flotantes, y ellos mismos, se aquietaran. Luego dijo muy tranquila:
—El oro, Higinio. Vamos a huir llevándonos el oro. Nosotros tres.
Higinio no quería saber más y quería saberlo todo, escuchando inmóvil pero con creciente avidez lo que Casilda y Fabio seguían hablando: jamás podría desligarse de esta cábala siniestra de la que no quería desligarse, que no era una travesura de niños para resistir mediante un juego la represión de los grandes, sino que era un verdadero delito. ¿En qué quedarían convertidos Fabio, Casilda, él? Fugitivos, ladrones, sus padres los perseguirían por campos y ciudades con ejércitos y jaurías. Significaba transformarse en otro ser, ascender o descender a otros niveles sociales, en todo caso dejar atrás a su madre, Adelaida, y las morbideces de su hermana Melania en los inviernos de la abrigada casa que habitaban en la ciudad como un santuario a la memoria de su padre muerto tan trágica como prematuramente. Era cambiar de mundo. Esconderse. Borrar sus huellas para trocar su identidad por otra que… sí, sí, por otra que caería fuera de las persecuciones de Zoé porque tendría pathos. Casilda iba explicando a medida que avanzaban hacia la salida:
—… este oro es mío. He trabajado, he aprendido, he espiado para merecerlo. Jamás lo había visto. Pero grávida con el conocimiento preciso de las cantidades, del peso, del valor de cada fardo, conociendo la teoría del oro que enriquece a los grandes pero excluida de la experiencia inmediata, sobreviviendo a costa de pura nostalgia y de pura envidia… Ayúdanos ahora a cerrar la puerta, Higinio…
Estaban afuera, cerrando, echando llave. Sólo los ojos de Casilda, dentro de la total precisión de su persona, parecían algo desenfocados por un poco de humedad. Esto, en otras circunstancias, hubiera sido interpretado por Higinio como emoción. Ahora no era más que un acicate para que él se atreviera por fin a saltar más allá de su propia sombra. Sin saber por qué, exclamó:
—El carromato del tío Adriano…
La humedad de los ojos de Casilda se secó al instante, se relajaron las tensiones que mantenían enjuto el torso de Fabio, y ambos rostros se ablandaron con sonrisas y exclamaciones:
—¡Comprendiste, Higinio, comprendiste sin tener que explicarte!
Y lo abrazaron y besaron haciendo que Higinio se sintiera parte de esos cuerpos que lo apretaban felices de que el contacto, por fin posible, disolviera sus límites. Pero el abrazo duró sólo un instante. Casilda fue la primera en separarse. Dueña de sí misma otra vez, escuchó altanera, como quien escande, estas cinco palabras de Higinio:
—Ahora tenemos que conseguir caballos.
Ella respondió:
—Sabes que no hay. Ya viste los cadáveres.
—¿Qué haremos, entonces?
—¿Para qué crees que te impliqué a ti en esto? ¿Crees haber terminado tu faena ayudándonos a abrir la puerta? ¿Crees que si me hubieran dejado una mala mula, renga o tuerta o enferma, no hubiera empuñado yo misma la fusta y haciendo sangrar al animal no hubiera cruzado la llanura sola? Si quieres parte del oro, tienes que ayudarnos a arrastrar el carromato.
—¡Estás loca!
—Puede ser.
—¡No llegaremos ni a una legua!
—Prisioneros —murmuró Casilda, asumiendo por primera vez cierto grado de desaliento—. Nos han dejado prisioneros en medio de la llanura para que nos devoren nuestras posibilidades incumplidas. Es la mayor de todas las crueldades. ¡Qué maravilloso sería poder vengarme de ellos para así dejar de odiarlos!
No tardó, sin embargo, en recuperarse:
—Vayan a ver si pueden arrastrar el carromato —les dijo—. Pero cuidado. Antes de salir al parque lávense el oro en la jofaina que hay en el tocador del pasillo para que no nos descubran.
2
Casilda y Colomba eran gemelas. De idéntica altura y contextura, dotadas de sedosas matas de cabello negro, de ojos de aguamarina rodeados de pestañas oscuras y poseedoras de voces un poco roncas, los elementos iguales se hallaban combinados armoniosamente en Colomba haciendo de ella una adolescente deliciosa, mientras que en Casilda las mismas proporciones y colores se combinaban de manera torpe, de modo que, aunque igual a su gemela y frecuentemente confundida con ella por un interlocutor inatento, resultaba ser una muchachita fea. Fabio, como es natural, se enamoró de Colomba, no de Casilda, en su infancia, compartiendo con ella las golosinas, los juegos y los secretos de la niñez y constituyendo desde muy pequeños una de las tantas parejas que se formaban entre primos y primas. Hasta que llegó la pubertad. Entonces, agazapado en el centro de sus cuerpos, descubrieron el deslumbramiento del sexo, que los arrastró a comprometer no sólo ese fervor aislado, sino también el alma: entendieron que el amor culmina en ese destello momentáneo en que el cuerpo y el alma, hasta y desde entonces distintos, se funden efímera pero violentamente en una sola cosa.
Pero con la pubertad llegó también para la bella Colomba el flujo mensual de la sangre. Fabio sufrió un disgusto porque no estaba preparado para entender, y su naturaleza precisa necesitaba, sobre todo, entender. ¿A quién preguntarle? Sus padres, Terencio y Ludmila, eran tan perfectos que para ellos el cuerpo constituía, en primer lugar y casi exclusivamente, el espejo del alma, carente de toda función que desmintiera esta noble premisa de la que emanaba toda vida. Sólo en segundo lugar, y tal vez como corolario de lo primero, el cuerpo era objeto de decoración y cuidado como un altar, necesarias funciones para enaltecer el valor de la familia. Fabio era pequeño, delgado, puro nervio, puro cálculo, de tan perfecta factura que desde su infancia fue claro que los años jamás alterarían su rostro a la vez de niño, de hombre y de viejo, en el que la calavera protagonizaba los accidentes de tendones, piel y músculos que tensaban sus facciones. Desde muy temprano sus mecanismos funcionaron admirablemente, tanto en la administración de sus pequeños secretos como en sus relaciones con los demás. No tardó en advertir que para los Ventura el primer mandamiento era que jamás nadie debía enfrentarse con nada, que la vida era pura alusión y ritual y símbolo, lo que excluía indagaciones y respuestas aun entre los primos: se podía hacer todo, sentirlo todo, aceptarlo todo siempre que no se nombrara, y nadie, nunca, había nombrado la misteriosa sangre de Colomba ni el extraño perfume, casi sólo un espesamiento del aire, que la rodeaba en esas ocasiones.
Una vez, en presencia de Fabio, Colomba, que se encontraba doliente, se acercó a su madre solicitando mudo alivio. Lidia lo adivinó al instante. Rechazó el contacto con su hija y con los labios crispados le dijo:
—Aléjate. No te acerques nunca a mí ni entres en la misma habitación en que me encuentro cuando estés sucia. Me das asco.
La persona más conmovida con este rechazo no fue Colomba, sino Fabio. Comenzó a evitar a su prima, ya que cualquier misterio le producía un asco similar al que vio escrito en los labios de su tía Lidia. Colomba, desconsolada con su actitud, se confió a su gemela Casilda: jamás la intimidad de las dos fue más dulce que en el primer período en que la sangre de Colomba ahuyentó a Fabio, nunca más apasionante el enigma de ser gemelas ni más enredada la madeja de las identidades de sus cuerpos abrazados en la cama donde se confundían, porque todos los demás cuerpos quedaban orgánica y ferozmente excluidos de ese óvulo. Y hasta sentadas en los altísimos taburetes frente a sus libros de cuentas en el despacho de Hermógenes, con sus guardapolvos grises y sus viseras verdes para proteger sus ojos demasiado claros, el rasguido de sus plumas unánimes sobre los folios divididos en DEBE y HABER, sonaba con una suerte de ceremoniosa coordinación.
Un día, con el fin de eliminar para siempre a este maléfico ser cuyo flujo encarnaba lo intolerable de todo misterio, Fabio le dijo a Colomba que si esa noche no eludía la vigilancia de los secuaces del Mayordomo para reunirse con él en cierta buhardilla donde había un colchón, y si no acudía a la cita perfecta y totalmente limpia, no la iba a querer nunca más, ya que otras primas no ensuciadas por la sangre estaban dispuestas a ofrecerse a él. Tenían entonces trece años. Colomba corrió donde Casilda, que con el fin de que nadie viera llorar a su hermana porque era prohibido llorar por razones no inmediatamente justificables y los lacayos podían delatarla, la arrastró hasta el cuarto donde en una serie de armarios, cuya administración Lidia ya había confiado a Colomba, se guardaba la ropa de cama limpia: entre las sábanas de tía Ludmila, espliego; entre las de tía Celeste, limones; entre las sábanas de tía Adelaida, membrillos en estación; entre las de tía Eulalia unas hierbas aromáticas y tal vez mágicas que los nativos traían en pequeños atados y en la pulpería se los trocaban a Colomba a razón de una docena de atados por una vela de sebo que ella contabilizaba puntualmente contra la cuenta de Eulalia. En el pasadizo, afuera, transitaba algún primo, de cuando en cuando algún sirviente, pero sabían la prohibición de acceso a este cuarto empapelado con margaritas asoleadas. Sólo la llave que pesaba en el bolsillo delantero del delantal de Colomba podía abrirlo. Abrazando a su hermana, Casilda sintió la dureza del hierro contra su vientre.
—¿Por qué lloras?
—Porque Fabio no me quiere.
—¿Por qué?
—Porque tengo sangre.
—¡Estúpido!
—Dijo que prefería a otras que no están sucias.
Casilda lo meditó un instante:
—¿A qué hora te dio cita?
—Un poco antes de medianoche.
—Iré yo.
Colomba titubeó antes de preguntar:
—¿Crees que lograrás engañarlo?
Casilda palideció ante la desatinada humillación de la pregunta con que su gemela la relegaba, diferenciándola y apartándola de sí: inmediatamente la urgencia de la venganza suplantó al amor de un momento antes. No quiso dejarlo entrever. Dijo en cambio:
—No te preocupes, hermana querida. En la oscuridad, Fabio no notará la diferencia. Al fin y al cabo tengo la piel tan fina como tú y la cabellera tan sedosa al tacto. Basta apagar la luz para que tu belleza quede anulada: existe sólo hasta que cae la noche, hasta que una ventana se cierre, hasta que una llamita se apague, y entonces su contingencia queda al descubierto. Ve donde Fabio para decirle que aceptas su invitación siempre que te reciba a oscuras.
Colomba enmudeció. ¿Era verdad lo que Casilda decía o sólo era comprensible envidia porque, pese a ser Casilda la mano derecha de su padre en el despacho, era a ella, a Colomba, a quien Hermógenes a veces solía sentar en sus rodillas para cantarle canciones de cuando la guerra, de sus tiempos de húsar? Esa envidia, ahora, no importaba: importaba mucho, en cambio, que todo siguiera igual, tal como siempre había sido entre ella y Fabio, para casarse cuando grandes, y al tener hijos olvidar que se comportarían tal como se comportaban ellos ahora, sustituyendo a sus padres en el centro del cuadro de las relaciones idílicas protegidas por el acuerdo circular del olvido. Fabio la amenazaba con no quererla: dejar las cosas así era arriesgar el futuro que era también el pasado. No, esta noche no importaba que al impresionarla en la oscuridad, la arrogante fealdad de Casilda le arrebatara una porción de su belleza: al fin y al cabo, como buena Ventura, sabía que cada cosa tiene su precio. Existía sólo un problema, más bien de orden técnico por decirlo así, para que esto fuera posible.
—Tienes toda la razón del mundo, hermana mía —musitó Colomba—. Pero existe una pequeña dificultad.
—¿Cuál es?
—Yo no soy virgen. Tú sí. Fabio va a notar esa diferencia.
Casilda se rió despacio, mirando a Colomba hasta el fondo de sus ojos, como rompiendo con su mirada todas las telas que limitaran su penetración. Colomba retrocedió hasta el armario que contenía sábanas fragantes a limón. Cerrando sus ojos apoyó su nuca contra ellas. Casilda abrazó a su gemela, apegándosele, divertida con su ingenuidad que tanto reducía las dimensiones posibles del engaño. ¿Este ser idéntico a ella era en efecto tan distinto como para creer que una tela frágil como la que le causaba desazón iba a impedirle impersonar la belleza entre los brazos de Fabio? Fabio no importaba nada; su belleza sí. Soltó la cintura de Colomba. Alzó su propia falda y se bajó los calzones. Tomando la mano de su hermana la hizo acariciar su reciente vellón. Colomba abrió los ojos como si un fogonazo hubiera estallado detrás de sus párpados. Casilda murmuró:
—No tengas miedo. Dame un pañuelo diminuto de hilo blanco, pero sin bordados que puedan lastimarme…
Colomba eligió un pañuelo. Se lo entregó a Casilda, que fajó su propio anular con él. Incierta, débilmente al principio mientras su gemela la observaba sin comprender lo que hacía, Casilda se hundió poco a poco el dedo fajado en la vulva, los ojos cerrados, las facciones contorsionadas, introduciendo el anular con más y más fuerza. Colomba, asombrada al principio, se hincó en el suelo mirándola hacer y sujetándola por el talle, Casilda se quejó:
—Ayúdame…
Colomba se puso de pie, recibiendo la cabeza dolorida de su hermana que cayó sobre su hombro, y la ayudó a forcejear para que el dedo venciera su tenaz sello. La acariciaba al hacerlo, diciéndole tan suavemente al oído que parecía arrullarla más que con su voz, con las modulaciones de su aliento:
—Mi amor…, te duele, mi amor…
La descarga del orgasmo distendió las facciones de Casilda. Por un momento la armonía del placer la igualó a su gemela y gritaba apretando furiosamente sus piernas:
—Sí…, sí, ahora, no me quites la mano, déjamela hasta el fin…
Después, como si despertara del ensueño que las unía, retiraron cuidadosamente el dedo de Casilda envuelto en el pañuelito enrojecido: sudaba, pero tenía el rostro aureolado del que termina de hacer el amor, la fatiga adornándole los ojos, y la miel del placer, deslizándose, acariciaba sus miembros lacios. Colomba trajo agua tibia en una palangana y mientras su gemela se encuclilló sobre ella con la falda arremangada, lavó amorosamente el sexo de su hermana, listo para encarnar el suyo. Casilda vio que de su propio rostro reflejado en el agua rosa de la palangana se iba borrando la bella máscara de la exaltación, y al retirarse, como la pleamar, revelaba el roquerío de sus propias facciones. Colomba terminaba de secarle el sexo y perfumárselo. Acarició la cabeza inclinada de su hermana, entonando con voz sedosa la exótica canción que ese año todos cantaban en las tertulias de la capital:
… trátala con cariño
que es mi persona.
Cuéntale mis amores
bien de mi vida,
corónala de flores
que es cosa mía…
Nunca en su vida Casilda habría de emocionarse tanto como entonces con la contemplación de una bella nuca inclinada, con la sombra de unas pestañas cayendo con acierto por la suavidad de unas mejillas, porque sabía que esa noche esas prendas serían suyas, acariciadas por Fabio en la oscuridad.
Pero inmediatamente después de hacer el amor con Fabio, Casilda se alzó del lecho y encendió la luz para revelarle orgullosamente su identidad. Ella era Casilda, no Colomba. No quería engañar a nadie sobre este punto porque hacerlo hubiera sido declararse inferior a Colomba. Lo que se proponía era sólo demostrarle a Fabio cuánto más satisfactorio es un cuerpo que incita a toda clase de indagaciones, que un cuerpo solamente perfecto. Y para probárselo a él, y a sí misma en forma concluyente, hizo que su primo acercara, desde el rincón donde se hallaba relegado, un vasto espejo de marco de oro, y a plena luz, entre el polvo y las telarañas y las goteras secas que velaban su faz, Casilda y Fabio, al unirse de nuevo, vieron duplicada la mentira de la belleza ausente y la realidad victoriosa del placer buscado con sabiduría. Sin embargo, Fabio incurrió en el secreto desprecio de Casilda por ser sólo capaz de engolosinarse como un niño con el placer, en vez de sentir la nostalgia por la categoría mágica de la belleza encarnada en Colomba, quien, llegó a ser evidente para Casilda al poco tiempo, no merecía poseerla. Se hallaba enredada en el orgulloso fenómeno de sus menstruaciones, segura, ahora, de que esto la elevaba a la categoría de «mujer», dándose cuenta, al mismo tiempo, de que era verdad la tradición prevaleciente entre las personas de su categoría: que el hombre es sólo un instrumento, adjetivo tanto al fenómeno de la gestación como al del funcionamiento de una casa…, sí, sí, lo que importaba era la perfección de la mantelería y de la ropa blanca, la abundancia de las despensas, los bronces bellamente bruñidos, y Fabio no entendía nada de esto. No podía compartir este universo embrionariamente femenino, si su energía dura y cerrada y fuerte como un puño era como una parte de Casilda, y Casilda, ya desprendida del huevo que antes la unía a su gemela, era como otro puño con igual necesidad que la de Fabio de realizar algo fuera de sí, que la inacción de los veraneos propiciada como «descanso reparador» por los grandes no proporcionaba.
—Lidia y Colomba son perfectas —trinaba Eulalia al hincar sus dientecillos maliciosos en una pierna de faisán trufado.
—Lidia y Colomba son perfectas —exclamaba Silvestre al comprobar que sus chalecos veraniegos de piqué blanco estaban lavados, planchados y almidonados tan irreprochablemente que ni sus amigos los extranjeros de patillas coloradas y ojos aguachentos hubieran podido criticarlos diciendo, como decían de casi todo, que en su país esas cosas se hacían mejor.
—Lidia y Colomba son perfectas —pontificaba Adelaida comentando con Ludmila cualquier primor de su cuñada—. Cesareón, mi marido, que en paz descanse, decía que prefería no pensar qué sería de nosotros los Ventura sin los desvelos de esta brillante rama de nuestra familia.
3
Así como los desvelos de Lidia sacralizaban los quehaceres del servicio y de la casa, Hermógenes consumía su fuerza, que era considerable, en manejar la hacienda familiar para que ninguno de sus parientes se molestara. En Marulanda, como ya lo he señalado en este texto, se dedicaba a recibir, pesar y contabilizar minuciosamente el oro, almacenándolo, hasta el momento de emprender el arriesgado viaje de regreso a la capital, en cámaras cerradas con la puerta de fierro tan pesada que sólo él era capaz de ponerla en movimiento. En la capital atendía a los mercaderes de rostros encendidos que tanto lo temían porque en definitiva su poder era el único que manejaba la provisión —enorme, es cierto; pero limitada si se tomaba en cuenta la demanda cada día creciente— del oro laminado a mano que los Ventura eran los últimos en el mundo en producir. Estos extranjeros que Silvestre mareaba con aguardiente en los bulliciosos portales del Café de la Parroquia, donde les proporcionaba también direcciones de mujeres chabacanas, cruzaban dando traspiés de borrachos el barrio del puerto anegado en olor a alquitrán y vapor de las cuerdas y redes podridas con el agua salobre, entre bandadas de niños mendigos de vientre hinchado y ojos acusadores, entre vociferantes vendedoras de pescado frito y frutas opulentas, entre marineros patibularios que con pájaros de procedencia desconocida posados en el hombro los injuriaban desde los umbrales de siniestros figones, hasta el despacho del hermano mayor. Allí, en un continente sombrío al que no llegaba el barullo portuario, los atendía Hermógenes: enterados por Silvestre del monto que debían pagar y sobre todo de que debían hacerlo sin disputa si esperaban conseguir lo que querían, apabullados por la enorme alzada y la indiferencia total del dueño del oro, dejaban sobre su escritorio los valores internacionales que Hermógenes administraba para la familia. Todos los Ventura estaban de acuerdo en que era preferible dejar esos asuntos en sus hábiles manos. El hermano mayor, solemne, austero, les entregaba sus rentas semestrales equitativamente repartidas para que cada cual hiciera su gusto con ellas después que Lidia restaba el monto de las fruslerías de los antojos veraniegos que tanto trabajo le daban. Todo esto era sin duda engorroso, una responsabilidad que hubiera roto los nervios de cualquiera, menos los de Hermógenes Ventura, que tenía la fortuna de no poseerlos.
Sin embargo, y pese a los infinitos problemas inherentes a la tarea, desde que pudo contar con la ayuda de Casilda la carga se le hizo menos pesada. Lidia tenía el orgullo de parir sólo mellizos: primero Casilda y Colomba, luego Cosme y Justiniano, después Clarisa y Casimiro, y por último Amadeo y su gemelo, el que murió al nacer. Todos fueron educados en la forma más convencional. Pero a Casilda no se la mandó a las monjas como a sus demás primas, que allí aprendían a ser mujercitas modosas y entretenidas. Hermógenes la conservó junto a sí, entrenándola durante toda su niñez con el mayor esmero, hasta que a los doce años floreció como una contable y amanuense perfecta. Sentada en su empinado taburete, con el libro de cuentas abierto sobre el pupitre, blandía la pluma que con tanta frecuencia manchaba sus dedos con tinta, y se pasaba los días transcribiendo los vales referentes a las transacciones de oro con los nativos, que su padre le presentaba para que ingresara en los libros. A su lado, Colomba, a quien Casilda en sus ratos de ocio había enseñado a hacerlo, transcribía en otro libro, cuyo tejemaneje era tal vez más complicado pero sin duda menos fundamental que el suyo, todo lo que se consumía en la casa de campo. Pero Colomba no sabía nada del oro. Casilda, en cambio, fuera de Hermógenes a quien admiró como aliado antes de ver en él al enemigo, era la única que sabía con exactitud las cantidades, pesos, valor, producción y disponibilidad del metal que enriquecía a la familia.
Casilda no ignoraba que Hermógenes, de querer a alguien, lo que era poco probable y en todo caso nada definía en su conducta, quería a Colomba, bonita y engañadora, con quien, en privado, muy de tarde en tarde rompía su costra de austeridad enseñándole a espaldas de Lidia descaradas coplas militares con que ambos reían a carcajadas. A Casilda no le importaba que los escasos asomos de ternura de su padre fueran para Colomba, ya que en cambio de mimos compartía con ella, con la fea, lo más íntimo de todo: le enseñaba un secreto libro de cuentas fraudulentas que guardaba en su dormitorio, en el que constaba el monto de lo que día a día iba sisando al oro de los ventura. Este libro, estimaba él, encerraba la verdadera grandeza de su persona, su superioridad frente a los demás aunque su epidermis pareciera idéntica: era el engaño consagrado por la costumbre y elevado a la categoría de arte, el robo como misión, como quehacer propio de pontífices, como evidencia de que todos los engañados son inferiores, como orgullo, como hábito, como trabajo siempre y cuando no se le diera el nombre de lo que era. El secreto con que Lidia creía sellar por sobre todo lo demás la unión con su marido —pero él desconocía la secretísima cuenta de banco en que Lidia, no tengo para qué ocultárselo a mis lectores, invertía el fruto de sus mezquindades con los sirvientes y con los niños en la casa de campo—, Hermógenes lo rompía para hacer cómplice a Casilda. Pese a esta singular entrega de su padre, fue creciendo en ella el rencor: no se conformaba con que intentara convencerla de que el oro era sólo una idea existente en libros de cuenta y transacciones, que sólo vendido, comerciado, exportado, ahorrado, transformado en bonos y acciones, en préstamos e hipotecas, adquiría valor, y no lo poseía, en cambio, en sí mismo, como sustancia sacrosanta que a ella no se le permitía ver. Su valor dependía, le aseguraba Hermógenes, de que los extranjeros de dientes remendados lo necesitaran o no. Casilda no creía esta aseveración que sin duda era el engaño mayor de su padre, lo que invalidaba la confianza que él le mostraba incluyéndola sólo en parte del engaño total. Casilda vivía en el terror de extinguirse antes de haber visto y tocado la materia divina. Observaba por el rabillo del ojo, mientras sacaba sus cuentas en el pupitre, a los nativos desnudos entregando sus fardos forrados en gramíneas secas a su padre por la ventanilla. Veía cómo Hermógenes los numeraba con un pincel untado en tinta violeta, y luego, presionando botones marcados con cifras, moviendo palancas, abría una tapa donde introducía una llave que jamás abandonaba su bolsillo, y empujando la enigmática puerta de hierro la hacía girar sobre sus goznes que sólo a su fuerza parecían obedecer. Entraba cargando el fardo a la bodega. Se quedaba allí un rato para dejar el fardo clasificado según su peso y su número. Luego volvía a salir y cerraba. Casilda, cuyo pupitre estaba orientado de modo que le diera la espalda a esta operación, con los años y la costumbre llegó a afinar de tal modo el oído que, escandiendo los sonidos y las pausas del disco numerado, llegó a adivinar la clave, una cifra mágica que su memoria atesoró. Pese a las cosas importantes que le revelaba su padre, jamás la invitó a entrar en las bóvedas, ni jamás le permitió conocer otra cosa que el grisáceo exterior vegetal del oro. Comenzó entonces para Casilda la tarea de permanecer siempre alerta para conseguir un duplicado de la llave: el raro momento en que Hermógenes, olvidándola sobre un papel blanco, entraba cargado a las cámaras, que Casilda aprovechaba para trazar su contorno apresuradamente con un lápiz; o si se le caía, ella iba a recogerla para entregársela a su padre y al hacerlo apretaba su forma contra un puñado de cera blanda que su mano escondía lista para tal eventualidad.
Un día, sin embargo, Hermógenes hizo entrar a Casilda a las bóvedas. Sucedió una de aquellas mañanas en que Colomba era requerida tan asiduamente en la pulpería que no lograba salir de allí: un toque de campana significaba que traían carne; dos, verdura y fruta; tres toques anunciaban alguna delicadeza extraordinaria. Los nativos que traían fardos de oro, en cambio, entraban a toda carrera en el patio del mercado, ululando desde muy lejos de una manera inconfundible, de manera que cuando Hermógenes sentía el ulular que se insinuaba en el fondo de la llanura, se arrellanaba en su sillón junto a la ventana, frente al escritorio, como si se dispusiera a comer, y limpiándose las gafas se preparaba para atender el aborigen.
El día del que estoy hablando, Hermógenes acababa de despachar a un portador de oro en forma satisfactoria, es decir, le había dado por su fardo la mitad de lo que costaba, y de esto sólo una fracción fue consignada en los libros oficiales de los Ventura. Pesó el fardo, pagó y se perdió llevándolo en sus hombros en el interior de la bóveda. Transcurridos unos minutos Casilda oyó que su padre la llamaba a gritos desde el interior, su voz trizada por la ira que la obligaba a obedecer aunque titubeó antes de decidirse a entrar.
—¿Qué sucede, padre?
Hermógenes, su altura perdida en la oscuridad de la bóveda, pero sus botas reluciendo detalladamente junto al candil posado en el suelo, señaló uno de los fardos con la punta del pie.
—¿Qué le pasa a ese fardo, padre?
—¡Antropófagos!
—¿Por qué antropófagos?
—Sinvergüenza, ladrón. Antropófago porque todo delito contra nosotros sólo puede emanar de ellos. ¿No ves que este fardo está mal hecho?
—¿Es el que acaban de traer?
—¡No seas estúpida! ¿Crees que yo aceptaría un fardo ostensiblemente mal hecho? No. Éste se ha ido descomponiendo poco a poco. La presión interior de las láminas de oro, que debe ser equilibrada y perfecta, ha vencido los ligamentos húmedos o podridos, que se aflojaron. Sin la presión necesaria las frágiles hojas de oro no pueden permanecer intactas. ¡Perdido! ¡Lo tendremos que vender al peso! Es el fardo número 48779/TA64. Consulta tu libro para ver qué nativo lo trajo y cuándo y que mercancías le entregamos en cambio. No mucho, sin duda, y este fardo estropeado no nos arruinará, pero es el comienzo del fin, del cambio, del peligro: el acto sedicioso de tratar de engañarnos que proclama que los antropófagos han inspirado esta acción. Cuando reaparezca por aquí ese ladrón no aceptaremos su oro, ni el de los miembros de su familia. Por desgracia no podemos tomar represalias más radicales como sería mi deseo, porque los demás nativos, solidarizando, podrían dejar de traernos oro. ¡Suspiro por los buenos tiempos cuando el prolongado estado de guerra los sometía con espada y pólvora! Hace generaciones que estos brutos no trabajan en otra cosa que en hacer estos ligamentos, en martillar el oro con sus combos, y acomodarlos en fardos. Y sin embargo se equivocan. No. No se equivocan. Cualquier error en ese sentido es voluntad, no casualidad.
Hermógenes tocó el fardo con la punta de su bota: cedieron las ataduras y se abrieron. Casilda vio la amplia espalda de su padre inclinándose sobre el fardo inutilizado, impidiéndole ver, así, los libros de hojas de oro. La sombra de su padre no le permitió regalar su vista hambrienta con la contemplación de esa sustancia de la cual ella tenía licencia sólo para conocer la teoría, y tuvo que seguir ejercitando el poder de su adivinación que era fruto de su nostalgia.
—Sólo ellos saben manejar estas láminas por medio de unas pinzas que fabrican con ciertas cañas adherentes cuyo secreto poseen. Nuestros dedos, tanto más delicados que los suyos —piensa en Juvenal tocando Scarlatti, por ejemplo—, por desgracia las destruyen, y por lo tanto, querámoslo o no, estamos en sus manos. Algún rebelde, seguramente venido desde el otro lado de las montañas azules —de la vertiente que no controlamos, abierta a influencias desconocidas del interior del continente—, debe estar infiltrando ideas que preludian algún cambio y todos los cambios son peligrosos puesto que preceden al advenimiento de los antropófagos.
Hermógenes apagó el candil. Turbio de ira salió de la bodega seguido de su hija. Bufando más que de costumbre cerró la puerta de hierro. Casilda se encaramó en su taburete, se caló la visera y empuñó la pluma, inclinándose sobre la página donde iba trazando día a día la estructura de las fortunas que, ahora le pareció más que nunca, nada tenían que ver con la esencia sacrosanta del oro. Pero no escribió. Tenía el corazón pulverizado por la avidez. Algún día la saciaría. Esperar no importaba. Con un paso adelante que su corazón efectuó con desenvoltura y júbilo decidió que ahora ya no hacía falta pensarlo más, de modo que volvió a hacer chirriar su pluma sobre su papel. Dejó de hacerlo cuando Hermógenes murmuró su nombre, Casilda, como a veces lo hacía para hablar, no con ella, sino consigo mismo. Con los cristales de sus gafas sobre la frente recogiendo toda la luz del patio en dos pequeñas pozas, cerró los ojos después de refregárselos y se reclinó en el respaldo de su sillón:
—Un fardo estropeado. Me pregunto si este año alcanzaremos a reunir suficiente oro como para satisfacer nuestros compromisos. Los nativos han estado perezosos. Por desgracia, no podré darle la importancia que querría a las exportaciones, sino al Señor Arzobispo, que cuando fue a cenar a casa en la capital dijo que tenía el propósito de redorar todos los altares de su diócesis este invierno y todos los coros, para así cimentar la fe que los liberales pretenden hacer tambalear. Si no le hago precio especial va a decir que somos unos herejes. ¡Nosotros, los Ventura, herejes!
Afuera, la sombra que echaba la tapia del patio del mercado se iba borrando. Se divisaban las espaldas desnudas de algunos nativos, los últimos, que regresaban a la llanura apoyados en altísimos báculos de cuyas puntas pendían calabazas para el agua. En el despacho comenzaba a establecerse la penumbra: menos en los ojos de aguamarina de Casilda fijos en su padre, y en las gafas de Hermógenes, que sobre su frente reducían y multiplicaban el paisaje como dos ojazos de oro pelúcido. Era la hora en que Casilda, antes de dar término a su trabajo diario, a veces deseaba no haber sido programada para este sacerdocio tan adusto. Pero hoy no. Éste era su sitio. Siguió escuchando:
—Las cosas ya no son como antes. Ese nativo intentó engañarme con su fardo estropeado. ¿Cómo dijiste que se llama el nativo que lo trajo? ¿Pedro Crisólogo? ¿No es el hijo de Juan Nepomuceno y de la Vieja Rita de Casia? ¿El hermano mayor de Juan Bosco? Todos ellos sufrirán a causa de este delito. Mala gente. Se están despertando en ellos sus antiguos instintos sanguinarios hasta ahora adormecidos, preparándose a caer sobre nosotros.
—No puede ser, padre.
Hermógenes abrió los ojos y se caló bruscamente las gafas mirando a Casilda, que bajo la descarga de esa mirada volvió a bajar su visera verde y a darse vuelta, inclinándose de nuevo sobre su libróte de cuentas. Extinguidos los ojos de cristal del padre y los ojos de aguamarina de la hija, ya no quedaba luz en el despacho.
—¿Por qué dices que no puede ser?
Casilda no se volvió, titubeando al contestarle:
—Son tan…, tan sumisos…
Hermógenes, que estaba paseándose de arriba para abajo por la estancia, se quedó parado detrás de su hija, que continuaba trabajando. Exclamó:
—¿Dices sumisos? No hay gente sumisa. Tú, por ejemplo…
—¿Yo?
—Tú. Tú no…
—¿No qué, padre?
Casilda se ahogaba con la fuerza que sentía emanando de ese volumen gigantesco que casi tocaba su espalda inclinada. Bruscamente, la mano de Hermógenes cayó como una tenaza sobre el cuello de Casilda como si quisiera quebrárselo. Fue tan breve el apretón que, aunque brutal, Casilda no alcanzó a sentir verdadero dolor: sólo sintió que su corazón se encogía, hinchándose luego en una diástole que la llenó de fuego en cuanto la garra del padre, sin completar su indudable designio criminal, la soltó: permaneció sólo el gesto como lenguaje tan elocuente que nada había que agregarle. Incluso completarlo lo hubiera debilitado. Casilda dijo, todavía sin darse vuelta y usando todo su control para no huir despavorida:
—¡Qué fuerza tiene, padre!
—No tanta como ellos…
Hermógenes no necesitaba explicarle a su hija quiénes eran «ellos», ni ella lo requería, puesto que la presencia de «ellos» repletaba el despacho, determinando las acciones y contestaciones de padre e hija. Y ambos sabían todo lo que el otro sabía porque la violencia precipitada por «ellos» logró una fractura momentánea por la que ambos lograron comunicarse.
—No —prosiguió Hermógenes—. Sumisos no. Inolvidable el odio de sus ojos cuando visitamos las minas de las montañas azules este verano. No celebraron nuestra llegada. Preguntaron por Adriano Gomara, lo que es pésima señal. Las mujeres no hacen casi nada. Los niños son unos holgazanes que se niegan a aprender el oficio de sus padres. Dicen que algunos jóvenes emigran a las ciudades de la costa y luego regresan para llevarse a sus parientes. Aprenden vicios, el peor de los cuales es adquirir exigencias a las que no tienen derecho.
—Padre… —tartamudeó Casilda mirando directamente a los ojos miopes de Hermógenes y de pie ante él.
Él adivinó lo que su hija no osaba pedirle: toda la acción y la conversación de la tarde habían estado convergiendo hacia esta única solicitud. Atemorizado por la carga de nostalgia en Casilda, por su hambre que podía devorarlo a él como el hambre de un antropófago, Hermógenes retrocedió un paso, apretando la llave de la puerta negra en su bolsillo:
—No —le contestó, sin que Casilda llegara a formular petición alguna más que con la expresión de ojos diluidos, que de pronto se enfocaron.
—¿Por qué no, padre?
—Jamás.
—Sólo verlo…
—No.
—Sólo atisbar el del fardo defectuoso.
—No: es nuestro.
—¿De quién?
—Mío y de mis hermanos. Ustedes son sólo niños. No entienden nada de estas cosas y siempre terminan por hacer tonterías y complicarlo todo. Ustedes son inconscientes, desordenados, botarates, indisciplinados como los sirvientes, perezosos como los nativos, capaces de destruirlo todo si llegan a conocer el oro antes de ser grandes. No. Jamás. No vuelvas a pedírmelo porque si lo haces te castigaré.
—Yo, padre, no he pedido nada.
—¿No?
—¿Yo? No. ¿Para qué?
—Mejor así.
—Sólo quiero obedecerle y ser útil.
—Tal vez me haya equivocado. En todo caso me alegra, hija mía, que la codicia no te haya movido a pedirme nada indebido. Vamos.
Hermógenes apagó la vela que unos minutos antes había encendido para escudriñar el rostro de su hija. Pero, pensó Casilda, allá adentro, en las bóvedas, en la oscuridad completa, encerrado tras la puerta negra erizada de placas y ruedecillas defensivas, escondido dentro de fardos recubiertos de gramíneas secas, fajado y apretado, brillaba el oro de los Ventura. ¿Es verdad que brillaba en la oscuridad sin necesidad de que ojos algunos lo contemplaran? ¿O era su brillo tan mágico que sólo una mirada como la suya lo encendía?