1
La noche anterior, después de la cena con que los grandes culminaban su jornada, mientras al otro lado de la puerta del comedor se iba extinguiendo el tintineo de la platería al ser retirada de la mesa por los lacayos, los Ventura se reclinaron en las butacas del gabinete de los moros, felicitándose de que todos los preparativos para el paseo estuvieran en orden. Hoy sobraba tema para la charla de la hora del café: alguien aseguró que entre las ruinas reflejadas en el estanque de las ninfeas gigantescas encontrarían púdicas flores de color y consistencia semejantes a la carne de una niña, cuyos pétalos se ruborizaban al acariciarlos, segregando una sustancia dulce de lamer; alguien ponía en duda, y otros lo afirmaban, que con el zarandeo del viaje se estropearían las cajas de champán millésimé; ponderaban sus caballos, sus coches, sus jaurías; Olegario examinaba con Terencio el cañón labrado de una escopeta, al parecer insuficientemente recto, efectuando juntos un repaso mental de todas las armas de la casa. ¡Qué acertado acuerdo, decían, el de llevárselas todas! ¡Claro, asentían las mujeres! Los niños son tan descuidados que se pueden hacer daño con ellas ya que, en sus manos, las armas las carga el diablo.
Como todas las noches, los más grandecitos circulaban entre sus padres ofreciendo confites y tazas de café sobre bandejas de plata. Peinados, perfumados, tiesos los lazos de las trenzas de las niñas y los cuellos de los varones, los pequeños Ventura se desempeñaban con la tenue perfecta que era el orgullo de sus madres. A estas alturas, pensó Lidia, era inútil preguntarse por qué Fabio y Casilda, al coincidir junto a la consola de donde tomaban las bandejas para ofrecerlas, cuchicheaban demasiado rato. ¿Y por qué Juvenal, que de ordinario no se despegaba del lado de su madre, se había levantado dos veces para ir al salón contiguo —observó Silvestre— a consultar la hora en el reloj que dos esfinges de calcedonia sostenían encima de la chimenea? Y Wenceslao, que pese a su escasa edad y por deferencia al dolor de Balbina tenía el privilegio de asistir a estas tertulias, se estaba despidiendo con mohínes afectadísimos, destinados, sin duda, a disimular el hecho de que hoy se despedía demasiado pronto. Olegario recordó que el año anterior había estimado excesivo el número de niños considerados de edad suficiente para participar en esta conmovedora escena familiar. Pero este año —contaron sus ojos, que tenían el brillo pero también la falta de transparencia del azabache— era excepcional ver más de los siete niños congregados esta noche. ¿Por qué justo hoy faltaba Melania, por ejemplo? ¿No sería lógico que pasara junto a su pobre madre viuda y junto a él y a Celeste, sus padrinos, las últimas horas de esta última noche? Preguntó en voz alta:
—¿Y Morgana? —y al pronunciar el nombre con el que sustituyó el de Melania, quebró, no sin innecesaria brutalidad, el cuello de la escopeta que examinaba—. ¡Pero si esta escopeta está como nueva, mi querido Terencio!
Olegario la volvió a cerrar. Apoyó la culata en su hombro y con un ojo en la mirilla apuntó primero a Celeste, luego al moro de vestiduras doradas empinado sobre su pedestal, luego al corimbo de luces sostenido por su pareja, y por último al corazón mismo de Juvenal: disparó. Juvenal dio un respingo con el vano disparo de su padre, pero sentado junto a Celeste, de cuya cesta de labores iba seleccionando hebras de seda para que ella terminara su petit point, sólo miró alrededor suyo como si ignorara la ausencia de Morgana.
—¡Es verdad que hoy no ha bajado mi gitanita de ojos sombríos! —declaró Celeste, y como para buscarla giró su delicada cabeza sobre su cuello que brotaba con la naturalidad de un tallo del semicírculo de su escote.
Olegario miró el cuello de su mujer. Juvenal interceptó su mirada, preguntándose hasta qué punto el consentimiento de su madre de partir mañana con su marido y no volver nunca más demostraba que las confidencias de Celeste a él habían sido sólo confidencias a medias, revelando así el elemento de traición que hay latente en toda complicidad. ¿No resultaba verdad, de este modo, que el sobreentendido de que él tenía mayores derechos que Olegario sobre su madre era un engaño concertado por los dos? En ese caso ella sería la artífice de todos sus ultrajes, no víctima, como él. ¿Qué parte tuvo Celeste en la farsa de iniciarlo en los caminos ortodoxos del amor, cuando su padre se lo encomendó a una sabia amiga suya a quien él azotó por la vejación a que Olegario, usando como instrumento a la lujosa mujerzuela, intentó someterlo? ¿Cómo comprobarlo, cómo comprobar nada sobre la irritante unión de esa pareja si no regresaban jamás del paseo? ¿Cómo comprobar si los hilos de seda multicolor, al pasar a la mano alabastrina de su madre desde la suya, iban o no teñidos de burla?
—¡Hijo ejemplar! —trinó Celeste después del último sorbo de café—. ¿No te parece que la tibieza de esta noche perfumada de nardos que entra por los ventanales abiertos al trémulo jardín, quedaría admirablemente complementada por los Estudios Trascendentales de Liszt?
—Sí, Juvenal —rogaron otros—. Toca algo…
Juvenal accedió, pero a condición de que su madre guardara sus labores, ya que sentirla atareada con la aguja lo perturbaba. Envolviendo el bordado en un retazo de tafetán para que nadie descubriera sus garabatos de seda en el cañamazo —debo adelantar a mis lectores que Morgana se encargaba de deshacerlos durante la noche, cuando reconstituía el bordado para que a la mañana siguiente la familia pudiera admirar los refinamientos de la aguja de su madre—, Celeste plegó sus manos sobre su falda y cerró sus ojos para que nada la distrajera de la música.
Con los ojos cerrados para descansarlos del petit point, escucho a mi hijo tocando Liszt. Mantengo mi pequeña cabeza erguida, vigilante igual que la de una víbora. No veo la mirada con que Olegario hiere mi cuello, pero no necesito verla porque después de tantos años de ejercer la ceguera me basta que su voracidad me roce para sentir su quemadura. ¿Dónde está Melania? ¿Por qué no acude esta noche? Melania neutraliza el apetito de Olegario porque es capaz de desviarlo hacia ella por lo menos en parte. ¿Cuándo aprenderá mi ahijada las lecciones que le doy para que se adueñe de su corazón, víscera que poseo pero que no me interesa en absoluto? Melania es voluntariosa, apasionada: al no lograr lo que quiere mediante sus mimos —que Olegario finja una enfermedad para no ir al paseo y se quede aquí con ella— se está vengando con la minúscula rebeldía de no asistir esta noche al gabinete de los moros. Melania no ha llegado a la madurez suficiente para comprender que sólo cuando se maniobran las situaciones se puede disfrutar la eliminación de todo contrato con lo vegetativo. Si hubiera aprendido mis preceptos de escepticismo y atenuaciones, Olegario hubiera quedado preso en su miel, liberándome a mí de tener que contemplar mi probable condena al eterno encierro en su mundo carnal durante la prolongada excursión. Desprecio a Olegario por amarme en forma tan absoluta que le resulta imposible matizar ese sentimiento con una nomenclatura más compleja, en la que su utilización del cuerpo y el corazón de Melania nos dejaría a los tres satisfechos. A Olegario no le gusta Liszt. Se va a otro salón a examinar la escopeta defectuosa.
La minuciosa conjura que incluía todas las horas y todas las actividades de Celeste —la familia funcionaba como distintas prótesis para sustituir los distintos aspectos de su deficiencia y así no verse obligados a reconocerla como tal— estaba destinada a negar su ceguera. Olegario era su primo, dos años mayor que ella. Había veraneado desde siempre en esta casa donde las hondas habitaciones y el tembloroso parque conducían a intimidades culpables, de modo que entre ellos el concierto del engaño databa de tan antiguo que la mentira no era mentira porque se originó antes que la palabra definiera los contornos del bien y del mal. Nada, en Marulanda, ni un florero, ni una cornucopia, ni la coreografía de las ceremonias familiares jamás cambiaba de sitio ni de forma, para que de este modo la memoria de Celeste erigiera en verdad la farsa del mundo que no veía. Sus paseos por el rosedal —siempre se plantaba las mismas rosas en los mismos lugares para que Celeste se deleitara «reconociendo» sus colores— solía darlos sola: la precisión con que recorría los senderos era recuerdo de su infancia, fijada en su memoria no por el regocijo, sino por el terror que quemó su retina, consumiéndola e inutilizándola, al ver el miembro enfurecido de su primo de catorce años que iba a penetrarla al resguardo de un macizo de floribundas: imprimió allí su obscena encarnación, que ocultó, suplantándola, la imagen de todas las cosas del mundo. Pero la memoria avara de la ciega pudo almacenar los datos de antes de entonces, utilizándolos para configurar un universo del que no faltaba ni un matiz de lila, ni el reflejo del sol en el vidrio de cierta acuarela que a cierta hora y en cierta fecha la hería, de modo que todos los años al pasar frente a ella Celeste opinaba que era menester cambiar de sitio esa valiosa obra de arte. Los Ventura, naturalmente, no cambiaban de sitio la acuarela para que, de este modo todos los años a cierta hora de cierta fecha, Celeste «viera» este insignificante fenómeno que configuraba tanto la verdad como el embuste.
Escucho Liszt en el gabinete de los moros, los ojos inútilmente cerrados. Inútilmente porque esto no elimina la imagen tumefacta que los repleta. ¿No se dice que mi voz contiene algo como un gorjeo ahogado, cierto quejido que intentan imitar en su enunciación las elegantes de la capital? Este quejido no es más que el terror convertido en estilo, la sonora metáfora del espanto que así no permanece encerrado dentro de mí, enloqueciéndome. ¿Dónde está mi Melania, su cuerpo flexible como el de una gata, que tan bien se amolda al mío? Mis dedos han aprendido a reconocer la negrura de su trenza al acariciársela cuando acude a llorar sobre mi pecho sus penas de amor por Olegario. ¿Qué misterio contiene mi pobre cuerpo que Olegario no puede olvidar su sabor para tomar posesión de la dulzura de Melania? ¿Por qué Melania no baja a protegerme antes que Juvenal termine los Estudios Trascendentales y Olegario regrese al gabinete de los moros a quemarme otra vez el cuello? No, Melania, no te voy a castigar por tu fracaso de retener a Olegario, me puedes servir durante cualquier otra forma de eternidad. Todo, dicen, termina alguna vez. Todo, menos mi propio infierno donde el recuerdo de los colores y las superficies comienza a extinguirse pese a mi desgarrada lucha por retenerlo.
Cuando Adriano Gomara descubrió el secreto de la ceguera de Celeste se sintió un poco ridículo. Era a Celeste, la autoridad familiar, a quien solía pedirle su parecer sobre cierto cuadro, o sobre un putto de Clodion recién adquirido. Celeste se tomaba del brazo que Adriano galantemente le ofrecía para conducirla ante la obra de arte, y absorta en su «contemplación» durante unos segundos emitía un juicio negativo: sabía, como buena Ventura, que toda autoridad emana de la negación; que sólo quien posee referencias inaccesibles para el otro es superior. Dejaba, entonces, que Adriano, inseguro con respecto al pequeño bronce, se lo describiera sin darse cuanta que lo hacía al intentar justificarlo. Luego, Celeste, apoyándose en los datos que la defensa de su interlocutor le proporcionaba iba elaborando detalles, críticas, juicios acertadísimos. Hasta que un buen día a Adriano se le reveló entera la ceguez de Celeste cuando frente a un muro de seda color perla afirmó que era color manzana. Fue tal el asombro de Adriano ante tamaño error que no se atrevió a discutirlo. Pero el hecho mismo de no discutirlo fue justamente lo que lo atrapó, iniciándolo en la conjura familiar que erigía la farsa del buen gusto de Celeste en poder, en visión válida. Adriano, a raíz de esto, se dio cuenta de que la nueva decoración de su casa en la ciudad —emprendida con el asesoramiento de Celeste ya que Balbina era demasiado perezosa para hacerlo— resultaba ser la obra de una ciega, de armonía teórica, abstracta, fruto de la imaginación, de la memoria desesperada, de formas y colores seleccionados por otras facultades —quizás por la inteligencia pura— pero carentes de toda relación con el regocijo sensorial: el asombro de Adriano lo hizo sentir una suerte de profunda veneración o temor ante la coherencia con que Celeste hacía encajar la mentira en un mundo convencionalizado con acierto.
En el infierno de una simple excursión que puede durar eternamente ¿seré capaz de seguir ejerciendo la humillación diaria de obligar a Olegario a elegir y preparar los refinadísimos atuendos que me caracterizan aún más que mi ceguera? Sólo eso, seleccionar, preparar, elegir mis vestidos, ser mi instrumento en ésta, la única función de mi vida que me completa, le da acceso a mi cuerpo. ¿O eliminando este trámite con el aislamiento prolongado que comenzará quizá mañana debo presuponer una reversión al salvajismo de todos nosotros, en que ninguno de estos ejercicios civilizados perduren, y sólo quede el brutal asalto diario idéntico al primer día? Si Juvenal no estuviera ejecutando el Vals Mefisto, todos en silencio, todo en orden, los ventanales abiertos al parque que ya dije era trémulo, yo gritaría de miedo ante esta perspectiva. Tengo un chiffonnier de palo de rosa que contiene todos mis guantes, miles de pares de los matices más tiernos: bajo mi vigilancia, Olegario pasó la tarde de hoy ordenándolos, par por par, describiéndome color por color y guante por guante para que yo le indicara junto a cuál clasificarlo y en qué cajón, de modo que conozco el contenido completo de mi chiffonnier. Me llevaré mi chiffonnier. Así, en caso de asaltos consuetudinarios podré interpretar la necesidad de ordenación de mis guantes entre su cuerpo y el mío. ¿Dónde está Melania? ¿Por qué no baja mi ahijada? ¿Por qué siente vergüenza ante su fracaso si es menor que el mío? Estoy forjándola, paso a paso para que incite a Olegario a tomarla detrás del macizo de floribundas donde él me arrebató, no la inocencia, que no tiene importancia y que además yo jamás tuve, sino la vista. Entonces, lo sé, se devorarán mutuamente. Que es lo que quiero. Así, por fin, conoceré la paz.
—Explícame, entonces, cómo se viste —le preguntó Adriano a su mujer, recordando que la elegancia de Celeste era proverbial en la ciudad.
—Olegario.
—¿Olegario?
—Por cierto.
—¡Pero si Olegario es un bruto que no sabe nada sobre nada, salvo sobre mujeres y caballos livianos de cascos!
—¿Qué tiene que ver?
—¿… Olegario eligiendo tules, combinando sedas y lazos, enterándose de lo que está de moda?
—Para eso tiene esas desvergonzadas mujeres con que se exhibe por todas partes, incluso en el paseo de las palmeras, rompiéndole el corazón a mi pobre hermana: todas ellas son modistas, sombrereras, importadoras de encajes…, no veo qué tiene de raro…
—No sé…, el ángulo justo con que Celeste inclina su sombrero es lo que le confiere su chic, y el estilo inimitable con que se anuda al cuello una bufanda de gasa, y el sombreado levemente artificial que le da esa profundidad a lo que podríamos llamar su «mirada»… son logros muy sutiles, Balbina, muy inteligentes…
Adriano se quedó cavilando, la vista en el techo, las manos cruzadas bajo la cabeza en la almohada, sintiendo como la tibieza exquisita de la noche de Marulanda vagaba sobre su cuerpo desnudo. Se dibujó una sonrisa en sus labios musculosos que comenzaron a borbotear con una risita que, por fin, despertando a Balbina que también desnuda dormía a su lado, se transformó en carcajada.
—¿De qué te ríes, tonto?
Cuando Adriano pudo controlarse explicó:
—Me parece tan insoportablemente cómico pensar que Olegario, con sus cejas de moro y sus tamañas manos velludas cargadas de anillos, elige tules y flores… y luego en el paseo, apretando sus botas de charol para dominar su garañón encabritado al pavonearse como un chulo ante las hembras más vulgares de la ciudad…, bueno…, es cómico. Y también terrible. Uno de estos días se volverá loco.
Pero fue él, no Olegario, el que se volvió loco.
Un aire endiablado que nada agita circula por el gabinete de los moros: Mefisto baila entre nosotros, que estamos a punto de emprender el viaje. Nadie, ni niños ni grandes, dormirá esta noche pensando en el tiempo anómalo que mañana se inaugura, propicio para las violencias y las venganzas. Me tendré que vengar diariamente de él para mantenerlo a raya. Suele sentir derecho sobre mí debido al triunfo alcanzado por alguna de las toilettes concertadas por él, lo que debía darle, piensa, acceso perpetuo a mi cuerpo. Afortunadamente estos triunfos han sido verdaderamente bullados sólo cinco veces. Tuve que poner mi cuerpo en sus manos cinco veces, al publicarse poemas que escritores que desde sus heladas buhardillas oyeron la leyenda de mi elegancia le dedicaron a mis capotas o a mis escarpines: de ahí mis cinco hijos. Es como debe ser: he dictaminado toda mi vida que el poeta, siempre que se mantenga en su mezquino lugar, implanta leyes a las que nosotros, los Ventura, debemos dar solvencia. Entre los niños circula el rumor que el paseo durará más de un día, una semana, un mes, un año, más, encerrándonos quizás eternamente en la verdegueante isla de Cythère. Pero la mente de los niños carece de estructura: ignoran que las posibilidades de las circunstancias se reducen a las que se acepta, como yo acepto el hecho de que ahora odio rara vez a Olegario. Con los años he llegado a tenerle más bien compasión por ser tan apasionadamente monógamo, ya que no cabe dentro de mi cabeza, peinada por él, ni siquiera elucubrar sobre lo que es sentir pasión. Puedo, en cambio, deleitarme en mi juego de condenar al macho vibrante a este afeminado quehacer de ocuparse de mis vestidos, al que él se entrega encandilado con la posibilidad de que así podrá obtenerme otra vez. Con su pelo tan reluciente como sus botas de charol y sus bigotazos brillando sobre su sonrisa que descubre sus grandes dientes húmedos, se dedica a cuidar y revisar las armas de la familia. Bajo su mando se reúnen los sirvientes para ser adiestrados de modo que en caso de ataque nos defiendan. Anoche bebió hasta el amanecer con los lacayos transformados en milicianos. La familia no oyó los ecos del jolgorio y las reyertas porque Olegario es un hombre discreto. Contamos con esa discreción de buena clase para mantener la estabilidad de todo, incluso la del mundo virtual que perciben mis ojos muertos. Melania no baja porque teme que la castigue. Pero su fracaso de retener a Olegario —mi fracaso— me propina el castigo consiguiente: Olegario irá conmigo ¡ay! quizás para siempre, a la excursión.
En el aburrimiento de los veraneos en Marulanda, Olegario y Celeste solicitaron a Adelaida y Cesareón el privilegio de ser padrino y madrina de la recién nacida: Melania seguía a su madrina por todas partes, o más bien la guiaba al advertir desde muy pequeña la deficiencia jamás nombrada que aquejaba a Celeste. Pasaba largas horas en su boudoir jugueteando sobre sus rodillas, pero con más frecuencia sobre las rodillas de su padrino, sobre todo cuando la presumida pequeñuela pedía permiso para disfrazarse de «grande» con alguno de los magníficos atavíos de su tía consentidora. Nadie sabía jugar con ella como su padrino, nadie hacía cosquillas más divertidas en las partes más cómicas del cuerpo, nadie acariciaba más lenta y suavemente…, ni su padre muerto tan aparatosamente cuando Melania tenía ocho años pero cuya muerte resbaló sobre ella sin dejar huellas porque tenía las manos de consuelo y las manos de placer y los besos de consuelo y los besos de placer de su padrino, mientras Celeste los «miraba» sonriente. Pero Melania, pese a su aire de que si uno le hincara el diente se le perfumaría la boca como al morder una fruta, no había madurado todavía. Celeste no lograba hacerle comprender que la vulnerabilidad en el amor se fortalece sólo cuando se regocija en sí misma, porque así amarra el otro. Le enseñó, eso sí, a adueñarse de las voluntades e imaginaciones de sus primos, a hacerse centro de un núcleo de elegidos entre los que se destacaba Juvenal, su confidente, su cavalier servant, con el que iban concertando La Marquesa Salió A Las Cinco, esa máscara que encubría la mascarada. Celeste, para quien la vida de su hijo no tenía secretos, propuso los amores de la Amada Inmortal con el Joven Conde porque conocía a Mauro y lo admiraba como sabía admirar cualquier persona o cosa de calidad: era demasiado puro para propasarse con Melania sin que ésta lo amara. Y Melania amaba a Olegario, para quien ella, Celeste, quería reservarla pura. Pero como Olegario había comprendido que era todo un ardid de Celeste, le prestaba algunos trajes suyos a Mauro, sus impecables chalecos veraniegos de piqué blanco con botones de nácar, sus chisteras color palomo, sus bastones, sus polainas, para que disfrazado de él perdiera su timidez y conquistara a Melania. De este modo la niña lo dejaría tranquilo para seguir conjugándose solo frente a Celeste. Y vestido de Olegario, Olegario lo sabía, Mauro solía tenderse sobre el cuerpo de Melania en un ruboroso simulacro del amor, un episodio más de La Marquesa Salió A Las Cinco, y debajo de la cama salía chillando una bandada de pequeñuelos desnudos participando en la parodia de un multitudinario alumbramiento.
Juvenal, pobre, no está satisfecho. Sin embargo accede a todo lo que deseo, incluso a la prolongación de los interminables Estudios Trascendentales mediante la interpolación de la Lectura del Dante: advierte que yo no quiero que Olegario regrese aún del otro salón a quemarme el cuello con su mirada y sabe que a Olegario no le gusta Liszt porque no comprende que el amor es todo retórica y sólo así tiene una hondura no vegetativa. Juvenal está enfadado porque yo le niego tantas cosas a las que él se siente con derecho, cosas a las que yo, a mi vez, me creo con derecho a negarle: me odia, por ejemplo, casi peligrosamente diría yo, porque me niego a darle acceso a mi toilette, que, estoy de acuerdo, él sería capaz de refinar porque tiene talento. Por el puro gusto de ver tambalear mi unión —si así puedo llamarla— con Olegario, a veces tilda de error la combinación de tal pluma con tal lazo. Quizás lo haga para salvarme del peligro de caer otra vez en manos de Olegario si el éxito de mi toilette es mayúsculo. Mira, entonces, desafiante a su padre. Pero Olegario sólo acaricia, al pasar junto a él, la cabeza de su pobre hijo mayor sin devolverle el desafío porque le lleva demasiada ventaja: lo sabe enredado apenas en la periferia de la maraña que a él tan dolorosamente lo une a Melania y a mí. Fue para vengarse de todo esto que Juvenal se negó a venir mañana al paseo. Y yo, ¡ay de mí!, quedaré sin siquiera con su endeble protección.
Sí, meditó Juvenal, concluyendo los Estudios Trascendentales entre los aplausos de las cuatro o cinco personas que quedaban en el gabinete de los moros, pero yo soy aún más zorra que mi madre, que ignoraba que como gusano que pudre el corazón de la fruta sin que por fuera se vea, él introdujo a Wenceslao en el lecho de su prima, asegurándole que por tratarse de una poupée diabolique no podía ser nada malo. Ahora deseaba más que nada un largo alejamiento de sus padres para que en la casa de campo sólo quedaran los nudos ficticios de La Marquesa Salió A Las Cinco en vez de los verdaderos con que intentaban hacer de él un hombre cuando aún no estaba listo para serlo. Juvenal giró el taburete del piano para agradecer, sin levantarse, los aplausos, inclinando una y otra vez la cabeza: le dio un beso a Celeste, y Olegario lo besó, enigmático, hiriente, pero lleno de los gestos del aprecio y del orgullo. Juvenal pretextó un pequeño color de cabeza —cosa que nada aseguraba a los que amablemente se inquietaron por su salud— para murmurar un buenas noches y hasta mañana antes de la partida. Celeste le recordó lo delicado que era —vibra, explicó a los demás, igual que yo, como un junco con cualquier aire— y le rogó que no olvidara arroparse bien, ya que el viento de la noche parecía estar despejando el cielo con el único propósito de dejárselos perfectamente transparente para el paseo de mañana.
2
En el instante mismo en que Juvenal iba a empujar la puerta del gabinete de los moros para salir al vestíbulo, una mano enguantada de blanco se la abrió desde afuera: no titubeó en avanzar pues sabía que era el Mayordomo que le estaba dejando paso en el momento justo, como si conociera el horario exacto de sus intenciones. Al «buenas noches» simuladamente soñoliento que Juvenal murmuró al pasar, el Mayordomo —enorme, humilde, decorativo—, respondió inclinando un poco, pero prolongadamente, la cabeza, tal como lo imponía la etiqueta de la casa. Luego se reintegró, envuelto en su librea cargada de oros, al infinito número de objetos lujosos cuyos destellos Juvenal dejó extinguiéndose en el espacio del que arrancaba la espiral de la escalera.
Juvenal fue ascendiendo lentamente, decidido a no dejar partir a su madre sin antes extraerle la verdad sobre el alcance de su traición a él. ¿Pero si mañana, y para siempre, se quedaran encerrados donde iban, riéndose a coro con sus pares del grotesco episodio de sus desgraciados tratos con la mujerzuela? Lo mejor era no dejarla partir. Esta noche, ni el Mayordomo, aunque imponente, ni los lacayos, que quedaron allá abajo ajustando insignificancias en el lago helado del vestíbulo antes de congelarse en sus puntos de espionaje, serían capaces de impedírselo. Y pese a que los acompañaban con el propósito ostensible de servir a los señores y compartir las migajas de sus diversiones, iban para defenderlos: sí, defenderlos con todas las armas de la casa que ellos tenían escondidas. Los lacayos se aburrían con su monótona tarea decorativa, humillados, pese a sus suntuosísimas libreas, con la conciencia de su propia inutilidad. Este decorativismo estático de los lacayos era método, ya que condenándolos al aburrimiento, a la repetición, a la inutilidad, azuzaban sus sueños de gestas heroicas, de situaciones en que el peligro les proporcionara ocasión para probar que sus desteñidas existencias eran algo más que sombras de las necesidades de otros más poderosos que ellos. Claro, se dijo Juvenal ascendiendo, este paseo fue organizado para aplacar a los sirvientes, ya que en sus filas podía estar germinando el descontento: quizás nuestros padres les tengan miedo por haberles dado demasiado poder, y el propósito de complacerlos a ellos, a los sirvientes, estaría entonces detrás de todo el fasto familiar. A estas horas, adivinó, o por lo menos dentro de unos minutos, cuando el toque de queda los petrificara en la oscuridad, se quedarían soñando con la escopeta por fin destinada a cada uno, con los cartuchos que debían cargar, recordando las enseñanzas impartidas por Olegario durante los ruidosos zafarranchos del verano, fantaseando ataques de antropófagos de rostros pintarrajeados que, por fin, después de tantos años de promesas de heroísmo a promoción tras promoción de lacayos sin que nada sucediera, irrumpían sobre ellos descendiendo en balsas por el río que desemboca en el estanque de las ninfeas gigantescas.
Todavía no sonaba el toque de queda. Y aunque sonara, Juvenal según las prescripciones de la familia, ya era un «hombre», y por lo tanto no tenía que atenerse a esta regla destinada sólo a los «niños»: sin necesidad de guía iba adentrándose impunemente en el infierno de la noche. Ascendiendo lo que hoy le parecía círculo tras círculo tras círculo de la interminable escala, se dirigía rumbo a su estudio situado en el más alto de los torreones de cerámica. No pudo evitar, antes de desaparecer, que sus ojos advirtieran sumidos en el lago helado de allá abajo las sombras rencorosas de los lacayos cargados con emblemas de oro que con sus miradas criminales seguían su ascensión. Juvenal acezaba. Con desacompasado aliento musitó:
malvagio traditor: ch’alla tua onta
io portero di te vere novelle.
Al acercarse por fin a la puerta de su estudio, lo hizo en la punta de los pies para que el piso no crujiera. La abrió bruscamente. Allí estaban, acezando en la oscuridad. Abrió el cortinaje de un tirón: la noche blanqueada por el reflejo del cielo lunar en el océano de espigas cayó de golpe dentro del estudio, descubriéndolos sentados al borde de la cama, la respiración demasiado rápida para reclamar inocencia. Sus movimientos, además, eran delatores: ¿para qué disimular el apresurado gesto de la mano al abrochar un botón culpable con la cordialidad inhabitual de otro gesto destinado a significar «hola»? ¿Para qué erguirse, para qué separarse? Les preguntó:
—¿Estaban dándose besitos?
—No hemos hecho nada —respondió Higinio.
—No les creo —murmuró Juvenal acercándose y palpándoles el sexo a ambos al mismo tiempo—. Van a reventar los pantalones.
No lo rechazaron, aunque Justiniano argumentó:
—Como tardaste, nos excitamos…
Irguiéndose arrogante, Juvenal le dijo:
—¡No quiero que se toquen! Ustedes no son maricones. ¿Me oyen? Aquí el único maricón soy yo.
Higinio intentó continuar la apología de Justiniano:
—Es un honor que no pretendemos disputarte. En todo caso ¿qué primos adolescentes, dada la ocasión, no se harían una masturbación mutua?
—Ya están demasiado grandes —declaró Juvenal—. A ti, Higinio, te faltan sólo dos años para ser «hombre». Así es que cuidado: de esto que han estado haciendo a ser maricones que se disfrazan de marquesa y entornan los ojos al tocar el piano, como yo, hay un solo paso.
—No te las vengas a dar de moralista —intervino Justiniano.
—No hablo de moral —repuso él—. Es otra cosa. Quiero que ustedes hagan esto sólo conmigo. Yo les daré lo que me pidan a condición de que me dejen ser a mí solo lo que soy y ustedes sean una cosa distinta. Si se transforman en maricones me buscaré otros, que difícil no es. A ver, por el momento quiero sitio en la cama entre ustedes dos.
Los primos se separaron para dejar que Juvenal se sentara y continuara acariciándoles el sexo, ahora descubierto. Justiniano exigió:
—Bueno, pero danos algo que beber…
Juvenal se levantó para encender un quinqué. Desde el muro presidía, superior, comprensivo, privilegiado, el retrato de aparato del Cardenal Richelieu de Philippe de Champaigne, en cuyo rostro Juvenal había pintado sus propias facciones picudas y verdosas de pavo real con una lucidez admirablemente desprovista de compasión. Sirvió las copas. Se sentó de nuevo entre sus primos, volviendo a juguetear con sus sexos que al instante se pusieron tumefactos:
—Eres insaciable, Justiniano —comentó Juvenal—. Pero sólo en lo que se refiere al licor. No eres como mi Higinio que siempre está dispuesto. Mira, si parece de hierro. ¡Imbéciles! ¿Creen que para esto los cité esta noche?
Las uñas de Juvenal se clavaron en la carne dura del sexo de Higinio, que aullando azotó a Juvenal. El fuste, ahora muerto, del miembro de Higinio quedó ensangrentado. Justiniano lo ayudó a limpiarlo y curarlo mientras Juvenal volvía a llenar las copas que pronto los otros bebieron, Higinio quejándose todavía. En su rostro banal de ángel rubio, la boca mezquina le negaba la iluminación de la sonrisa que de costumbre prodigaba indiscriminadamente, por cualquier cosa, menos cuando trataba de huir de la perversa Zoé, gorda, achinada, minúscula, que lo perseguía instando a los demás primos pequeños a que corearan la terrible acusación: «Higinio no tiene pathos… Higinio no tiene pathos…». Quedó irritado con la dolorosa vejación a su cuerpo que sólo Juvenal sabía apreciar en su justo valor. Continuaron bebiendo melancólicos, los sexos lacios reposando sobre sus pantalones a medio abrir, el deseo derrotado por las preocupaciones. Justiniano, que enunciaba con dificultad debido al alcohol que tan rápido efecto le hacía, preguntó:
—¿Para esto nos citaste esta noche?
—No.
—¿Para qué, entonces? —quiso saber Higinio.
Juvenal extrajo una llave de su bolsillo.
—En el salón de baile —explicó Juvenal— donde nos reúnen para que la tía Eulalia nos enseñe a bailar la gavota, todos los techos y las paredes están pintadas con un fresco trompe l’oeil. ¿No es cierto? Hay puertas a que se asoman personajes y galgos…
Asintieron. Juvenal les preguntó:
—¿Todas las puertas simuladas están abiertas?
—No…, hay muchas cerradas.
—Exactamente —concluyó Juvenal—. Pero hay un detalle que se nos ha escapado: no todas las puertas y ventanas cerradas son trompe l’oeil. Muchas son verdaderas. Se abren. Se cierran.
—¿Con esa llave?
—Exactamente. Esta llave abre una de las tantas puertas trompe l’oeil que son trompe l’oeil.
—¿Y para qué la quieres abrir?
—¿Ellos se van mañana, no es verdad, llevándose todas las armas de la casa y dejándonos desprovistos de defensa? ¿Ustedes no tienen miedo?
—No, porque volverán al atardecer —afirmó Higinio.
—Tú crees todo lo que dicen nuestros padres. Pero los que Wenceslao propaga pueden no ser infundios.
—Estás tratando de asustarnos para que hagamos lo que tú quieras —dijo Higinio, en quien el desgarro de su miembro había producido una chispita de resistencia, ya que no de rebeldía—, dinos cómo conseguiste esa llave y para qué.
—Muy simple: Lacayo-amante comprado, a quien emborraché y me lo contó todo. Las armas están escondidas para el paseo detrás de las puertas no simuladas del salón de baile. Le di más de beber. Quedó más atontado que Justiniano ahora. Y le robé esta llave.
—¿Qué te propones hacer?
Juvenal se descompuso con la pregunta de Higinio:
—Tengo terror…, terror de que se vayan para siempre…, terror de que se queden…, que noten mi terror…, que lo noten Melania y los demás…, y terror porque tengo que hacer algo para impedir que mi madre se vaya para siempre con mi padre…
Justiniano, borracho y sin abrir los ojos, le propuso:
—Mátala…
—¿Por qué no…? —repuso Juvenal—. Matarla esta noche. Y tal vez a mi padre. Para eso quiero robar las armas, no para defendernos de los hipotéticos antropófagos durante su ausencia.
—Me voy… —gritó Higinio incorporándose.
—¡Pobre infeliz!
—Es distinto jugar a lo prohibido…, pero pensar en lo que tú estás pensando no es juego…, me voy…
Para retenerlo, Juvenal lo agarró del sexo herido, arañándoselo otra vez. Higinio dio un aullido y salió corriendo del estudio.
Juvenal, que lloraba, bañó el rostro de Justiniano con vino para despertarlo. Sonó el primer toque del inmenso gong de bronce que desde el vestíbulo de la rosa de los vientos esparcía sus vibraciones por toda la casa. En diez minutos más, pensó Juvenal, serían dos los golpes, y diez minutos después, tres, el toque último, cuando sólo los grandes como él podían circular por la casa. Sería preferible dejar a Justiniano oculto donde estaba: pero enfrentarse solo con rifles y pistolas, escopetas y mosquetones en su delirio de poseer siquiera uno, quizá para defenderse, quizá para atacar, era una propuesta insoportable. Obligó a Justiniano a que se levantara. Tomándolo de la mano lo arrastró dando trastabillones escaleras abajo antes que sonara el segundo golpe del gong. Pero no pudo impedir que Justiniano agarrara una botella por el gollete y mientras iban bajando tomara otro y otro sorbo más.
A un extremo de la alargada estancia —en el extremo opuesto al que ocupaba la tribuna para la orquesta— se abría sobre el parque la única ventana verdadera. La claridad de la noche abismal transformaba en fulgores de plata los oros de los sillones alineados a lo largo de las paredes, y los del arpa, y los del claverín. A estas horas, las falsas sombras de las capas y gorgueras, los falsos galgos adjetivos a los personajes pintados en los vanos de las falsas puertas, parecían tener eficacia suficiente para desprenderlos de la simulación bidimensional del trompe l’oeil y hacerlos ingresar en el espacio real. Hasta los rumores de la seda y de las ilustradas voces renacentistas parecían esperar sólo que se aplacara el secreto vegetal de las gramíneas para dejar oír su lujosa autoridad.
O más bien las voces parecían haberse extinguido justo antes de la entrada de los primos al salón de baile. Justiniano se sentó en la banqueta del clavecín con la loca idea de golpear sus teclas para tocar La Marcha Turca, que sin duda hubiera congregado a los lacayos enfurecidos, pero Juvenal, al impedírselo, le dio un empujón que lo hizo deslizarse inconsciente bajo el instrumento. Quedó roncando, borracho.
—Imbécil —pensó Juvenal—. Me has dejado solo para realizar una tarea de héroe que no me cuadra…
Juvenal también estaba borracho. Su larguísima sombra abarcaba toda la longitud ajedrezada del pavimento, internándose bajo los arcos hasta el fondo de perspectivas pintadas, de modo que su cuerpo parecía ser sólo la semilla de donde brotaba la gigantesca realidad de su sombra. Debía apresurarse: si lo pensaba un segundo más, el miedo lo inmovilizaría para siempre. Confundido con tanta puerta simulada Juvenal buscó con la punta de los dedos —pasándolos por los falsos perfiles de las puertas, sobre los rostros pintados con tal verosimilitud que el estuco mismo parecía tener el calor y la textura de la carne— un agujero de verdad para meter la llave: sólo reconocieron la faz del terciopelo, una mano enguantada, la frialdad de un anillo que a la luz de la luna brillaba más convincente que lo permitido por un trompe l’oeil, la tersura de un tulipán detenido a medio caer en el muro decorado por la lluvia de flores que las diosas lanzaban desde las nubes de las falsas bóvedas.
Una cerradura, por fin, recibió la llave de Juvenal. Los mecanismos funcionaron. Era sólo cuestión, ahora, de mover la manilla para abrir la puerta y coger una escopeta. Nada más. Él no era un criminal ni un insurrecto. No deseaba asesinar a su madre ni tomar el poder. Sólo adueñarse de un fusil para defender su pobre pellejo: los antropófagos no conocían las armas de fuego y huirían al ver su rayo mágico. Juvenal dio vuelta la manilla de la puerta. Se abrió de golpe con el ímpetu de la catarata de armas que vertidas estrepitosamente lo tiraron al suelo.
—¡Estoy perdido! —exclamó.
Encogido en el suelo entre fusiles, mosquetes, trabucos, arcabuces, carabinas, Juvenal esperó que terminaran de caer sobre él todas las armas. Estaba demasiado confuso para tomar una y correr antes que alguien se lo impidiera. Al tratar de incorporarse percibió que los personajes del fresco trompe l’oeil se desprendían de los muros para acercarse a él y rodearlo. Al principio, viendo que las sombras tremolaban, creyó que sería efecto de su imaginación enfebrecida por el alcohol, pero cuando se dio cuenta que iban estrechando el círculo alrededor de él —el brillo de un puñal oscilando, el bamboleo de la pluma de un sombrero, el ruedo de una capa que se mecía, el cambio de oriente de una perla prendida a una oreja viril, la baba de plata en los hocicos de los galgos negros— tuvo la certeza de que el castigo sería ahora mismo, inmediato, antes del tercer golpe del gong. Una mano enguantada pero brutal lo atenazó del brazo.
—¡Déjame! —chilló Juvenal.
Otra mano le agarró el otro brazo con igual violencia. Y otra el cuello.
—¡Déjenme! —volvió a chillar Juvenal al ver que los personajes se cerraban en torno a él blandiendo látigos, bastones, floretes, dispuestos a azuzar a sus perros—. Ustedes no son personajes señoriales. Son infames lacayos disfrazados, sirvientes viles…, no se atrevan a tocarme. Tengo diecisiete años. No soy un niño. Soy un señor…
Risas soeces acogieron esta última aseveración. Incluso, le pareció, odiosas risas de mujeres, de las damas —en realidad no eran más que los lacayos más jóvenes en travesti— que se acodaban junto a cestas de fruta y a palomas en las balaustradas más altas.
—Señora, dirás… —espetó una voz.
—Maricón.
—Peguémosle.
—Sí —exclamó Juvenal—. Maricón porque me gusta y no porque me pagan, como ustedes.
—Entonces te vamos a dar en el gusto.
Las risotadas sonaron en el salón de baile. Entre las sombras proporcionadas por los disfraces aristocráticos, las duras facciones de los lacayos, desdibujadas por el rencor y la lujuria, se acercaron como las máscaras revenidas de la última hora del carnaval, al rostro del señor que los insultaba. Vengativas manos plebeyas le arrancaban la ropa mientras Juvenal les lanzaba improperios…, cerdos…, viles…, pagados… La camisa y los pantalones cayeron convertidos en harapos. Y en medio de la lujosa comitiva que lo maltrataba, Juvenal quedó desnudo, aterrado y jubiloso, albo a la luz de la luna que se nubló cuando las figuras negras con sus miembros erectos lo obligaron a ponerse en cuatro patas, como un animal, en el suelo. El personaje más alto, el más negro, el más siniestro, poseedor del miembro más enorme que goteaba en anticipación de la venganza, iba a montar a Juvenal. Pero sonó el tercer golpe del gong.
Se abrió la puerta verdadera: la figura del Mayordomo envuelto en su librea entró pausada y solemnemente al salón de baile. Los lacayos se arreglaron la ropa, congelándose bidimensionales como si hubieran recortado a los personajes del fresco trompe l’oeil y los hubieran colocado en el espacio real. El odiado Mayordomo se acercó a Juvenal que yacía hecho un lloroso nudo en el suelo: éste lo vio alzarse como una colosal construcción plateada por la luna, desde cuya claridad los demás sirvientes fueron retirándose para reintegrarse al fresco. El Mayordomo iba a blandir su pene, pensó Juvenal, el más descomunal de todos, el más feroz, para castigarlo poseyéndolo. Pero en vez de hacerlo el Mayordomo inclinó ligera pero prolongadamente la cabeza, tal como lo exigía la etiqueta familiar, y dijo:
—Señor…
Juvenal gemía. El Mayordomo continuó:
—¿Qué hace Su Merced en este estado, aquí, a estas horas?
Los gemidos de Juvenal iban amainando, pero era incapaz de contestar. El Mayordomo le hizo una señal a sus esbirros. Éstos, con calculados movimientos militares muy distintos a los de la obscena pavana de un momento antes, comprendieron la orden, y en un abrir y cerrar de ojos restituyeron todas las armas a su lugar detrás de la puerta falsamente simulada, que cerraron con la llave que luego entregaron al Mayordomo. Él la guardó en uno de los innumerables bolsillos escondidos en el vasto jardín bordado de su librea. Se inclinó para ayudar a Juvenal a ponerse de pie. Le dijo:
—Su Merced tendrá frío —y lo fue ayudando a vestirse con los jirones de su ropa. Continuó hablando, su pausa decorada con una sincera nota de afectividad, más hiriente que todo improperio—. Su Merced ya es grande y por lo tanto tiene permiso para venir aquí a tocar el clavecín cuantas veces quiera y a la hora que quiera, como a menudo lo hace en las noches de luna. Pero esta noche es una noche distinta.
—¿Por qué distinta?
—Porque mañana será un día distinto. En todo caso, su señora madre, en el gabinete de los moros, le pidió que se arropara. ¿No cree aconsejable obedecer, aunque usted ya sea grande y pueda reinventar todas las reglas? Si yo no hubiera llegado a tiempo —mintió el mayordomo, cuya aparición, Juvenal estaba seguro, fue parte de un plan—, estos brutos incapaces de pensar en otra cosa… ¿Qué le estaban haciendo?
Si el odio de Juvenal por el Mayordomo —por todos los traidores Mayordomos que todos los años, desde su infancia, lo habían sometido a encierros y palizas por sus inclinaciones— era antes grande, ahora, al frustrarlo arrebatándole el castigo del que lo iban a hacer víctima, lo odió, si eso fuera posible, aún más. Traditore. Sin embargo, representaba el orden de la casa. Y como Juvenal no ignoraba que una falla en la forma era más grave que cualquier otra falla, respondió seguro:
—Me estaban tuteando…
El Mayordomo, con una especie de rugido que lo hizo hincharse, se alzó hasta más de la medida completa de su altura, y su voz, hasta ahora pura seda, retumbó en el salón:
—¿Tuteándolo?
—Tuteándome.
—Serán severísimamente castigados —aseguró el mayordomo agobiado por la indisciplina de sus subalternos—. Aquí no ha pasado nada: le ruego que corramos un tupido velo sobre la vergüenza de los acontecimientos recientes. Se trata de una transgresión, apenas, del toque de queda por parte del señor Justiniano que tiene menos de diecisiete años. Hay que llevarlo a su cama sin que nadie vea su estado y así no cause pena a sus padres que tanto lo aman. Ustedes dos…, el de la pluma encarnada y el de los zapatos con hebilla…, llévenselo para que nada perturbe esta última noche en la casa de campo y mañana los señores puedan partir sin preocupaciones a su tan merecido día de esparcimiento. Cuando regresemos por la tarde el señor Justiniano será severamente multado como se multa a cualquier niño que transgreda el toque de queda,
El de la pluma encarnada y el de los zapatos con hebilla sacaron a Justiniano de debajo del piano y se lo llevaron. Los demás lacayos aguardaban órdenes. Juvenal preguntó con la voz hecha menuda por la ansiedad:
—¿Quiénes regresarán?
—¿Cómo puede dudar que serán sus padres, señor? Nosotros los acompañamos para asegurarnos de que así sea. Ahora sería conveniente que Su Merced se retirara a sus aposentos privados a descansar. Y no olvide arroparse bien, tal como se lo aconsejó su señora madre.
En el claror de la ventana por la que entraban el cielo y el parque y la llanura al salón de baile de las lontananzas simuladas, se formó una doble fila de lacayos —¿en qué momento, se alcanzó a preguntar Juvenal, descartaron sus disfraces señoriales para volver a vestir sus libreas?— que lanzaban largas sombras sobre el pavimento cuadriculado. Éstas, al extenderse verticales en vez de horizontales por las fingidas perspectivas entrevistas bajo los arcos también fingidos, reestablecieron de una vez por todas la diferencia entre el espacio real y el espacio del arte. Ahora, desde las puertas del artificio las miradas de los personajes volvieron a ser fijas, incapaces de seguir a Juvenal, que avanzó altivo bajo la protección del Mayordomo hacia la puerta verdadera, por la avenida de lacayos que a su paso fueron inclinando la cabeza: ¿cómo prescindir del privilegio de que ninguna culpa fuera culpa porque existía esta protección? Pero por suerte después de mañana ya no habría para qué prescindir de nada: volvería a abrazar a su madre.
Los protagonistas salieron. Y después, en fila, salieron los lacayos, restituyendo, al cerrar la puerta, la bidimensionalidad debida a todas las risas, los guiños y el jolgorio de los personajes que poblaban los frescos.