1
Cuando los niños se vieron solos después de la partida de los grandes, sin otra protección que la vigilancia de los atlantes que de trecho en trecho sostenían la balaustrada de la terraza, sintieron que no podían transgredir las fronteras asignadas por la costumbre sin precipitar el desastre: el parque familiar revestía un aire insólito, hostil y la casa, hoy tan despoblada, era colosal, autónoma, semejante a un dragón de entrañas constituidas por pasadizos y salones dorados y alfombrados capaces de digerir a cualquiera, de tentáculos que eran los torreones que intentaban atrapar las nubes siempre en fuga. Para neutralizar esa sensación de peligro que irritaba las puntas de sus nervios, los primos prolongaban los placenteros residuos de la modorra matinal pese a que se acercaba la hora del almuerzo. Y como quien silba en la noche para alejar el miedo, sin otra consigna que la consigna tácita de permanecer juntos para defenderse de lo aún no formulado, fueron congregándose en la terraza del sur.
Algunos primos, es cierto, intentaron iniciar sus actividades de siempre fingiendo que era una mañana igual a todas. Pero la violencia con que Cosme le discutía a Avelino la posición de su alfil en el tablero para continuar la partida de ayer era desacostumbrada. Colomba intentaba reclutar algunas primas —a las que sabía deseosas de imitar su eficiencia casera— para comenzar a disponer la alimentación de la jornada, pero ellas se enredaban en entretenimientos sin ton ni son que las hacía permanecer otro rato en la terraza, cerca de los demás. Y Cordelia, tendida en una mecedora para toser a su regalado gusto ahora que los grandes no estaban prohibiéndoselo. —«No seas tonta, Cordelia, no tosas para imitar a las heroínas tísicas de esos novelones que lees»— intentó tocar la guitarra entre los accesos que le desgarraban el pecho, pero sólo logró hacer sonar una que otra cuerda destemplada. Los hombres se proponían iniciar algunos deportes dignos de su fuerza, tomando pelotas, mazos, remos, sin lograr decidirse a bajar al prado ni dirigirse al laghetto.
En la mañana de que estoy hablando, el núcleo de lo que por falta de una palabra más adecuada llamaré la «actividad» en la terraza del sur estaba ocupado por la pequeña élite que nunca dejaba de atraer todas las miradas, el cogollo que se sabía envidiado y que utilizaba esa envidia como arma para rechazar, excluir, premiar, castigar, despreciar: Melania rodeada de su corte de pajes, doncellas, caballeros; Juvenal, envuelto en su túnica de seda cardenalicia; Cordelia misma; y Justiniano y Teodora, y sobre todo Mauro, el Joven Conde. Este cogollo de propietarios de la fábula administraba la fantasía, organizando sucesivos episodios de La Marquesa Salió A Las Cinco para tejer un sector de la vida de Marulanda que interponían entre sí y las leyes paternas, sin tener, de este modo, que verlas como autoritarias ni rebelarse. Proporcionaban con esto, no sólo a los protagonistas sino también a los que intervenían como comparsa, una huida hacia otro nivel para aguardar allí, en almácigo y sin tener que enjuiciar los dogmas, el momento en que ellos también fueran «grandes» y ascendiendo a esa clase superior dejar de ser vulnerables a las dudas que por su naturaleza de niños los asediaban, para transformarse ellos también en manipuladores y creadores de dogmas.
Melania, envuelta en el peinador de gasa color neblina que para ella había robado Juvenal del guardarropa de Celeste, dejaba que Olimpia cepillara la larga madeja de su trenza negra mientras Clelia, maestra en estas artes, la peinaba según las indicaciones de Juvenal. Toda la familia opinaba que Melania era la más bonita de las primas, la que más pronto se casaría. Y como la obligación número uno —si no la única— de las mujeres era justamente ser bonita, gozaba de todos los privilegios. Cordelia, con su trenza de oro y su delgadez, con la intensidad de sus afiebrados ojos claros y sus altos pómulos, tenía quizás más belleza que Melania. Pero mis lectores reconocerán que la belleza pura es terrible por los misterios que encierra, una cualidad abstracta, difícil, que compromete también la inteligencia del que la aprehende, y era considerada por los Ventura como inferior a la seducción instantáneamente identificable de una encantadora adolescente. Cordelia se adhería al círculo de admiradores de Melania, ansiosa de que la animalidad de su prima la contagiara. Venciendo su tos, pulsó la guitarra, entonando:
Plaisirs d’amour
ne durent qu’un instant;
chagrins d’amour
durent toute la vie…
—¡Cállate! —le gritó Mauro, que había estado paseándose con las manos en los bolsillos. Se detuvo ante ella y continuó:
—¿Hasta cuándo te lamentas por cosas que no conoces ni tú, ni yo, ni ninguno de nosotros, y es muy posible que ni siquiera nuestros padres?
—¿Qué desplantes son éstos? —le preguntó Melania fingiendo sobresalto—. ¿Y mis penas de amor por ti, qué son entonces?
—Me amas y te amo sólo cuando jugamos a La Marquesa Salió A Las Cinco —repuso Mauro—. Somos incapaces de sentir nada cuando no acatamos las reglas de algún juego.
—Es la única manera de amar —suspiró Melania—. ¿Cómo se puede amar sin convenciones?
Melania estaba encantada con este giro de la charla, ya que había nacido con una irresistible vocación para el íntimo cuchicheo sobre los sentimientos propios y ajenos, para la manipulación y la confidencia, para destruir o construir los equilibrios afectivos. Arrodillado junto a ella, Juvenal le estaba pintando largos ojos egipcios mientras Teodora la coronaba con pensamientos de rostros violáceos casi tan oscuros como sus trenzas.
—Yo quisiera amarte, Melania —murmuró Mauro—. Sin embargo, no existe compromiso entre tú y yo hasta que nuestras palabras habituales no cambien de significado por la alteración del contexto en que son dichas. Hoy es distinto, la convicción marquesal no me basta.
—¡Hoy! ¡Hoy! —chilló Juvenal poniéndose de pie y desparramando al hacerlo los útiles de maquillaje—. ¡Basta! ¿Por qué se postula hoy como un día distinto a los otros? Yo soy el guardián del orden aquí. Represento a los grandes. Como ellos, yo decido qué es verdad y qué no lo es. Hoy no es distinto a ningún otro día. Todo intento de hacer que las cosas del día de hoy sean distintas será considerado como sedición y debidamente castigado al regreso de nuestros padres amantes. Tú, Mauro, ¿quieres, como Wenceslao, propagar ideas que instauren el caos? No te lo permitiré: vamos a jugar todos, sí, ¿me oyen?, todos, a la Marquesa Salió A Las Cinco. Pasaré lista para que nadie falte. El que no cumpla su papel dentro de esta acción comunitaria destinada a mantener nuestros pensamientos alejados de peligrosas dudas, sufrirá el castigo correspondiente. Tú, Melania, serás la Amada Inmortal; y tú, Mauro no intentes huir, serás, como siempre, el Joven Conde; y yo, la Pérfida Marquesa…
—Me niego a jugar —lo desafió Mauro—. Algo distinto tiene que suceder.
—Aquí no sucede ni sucederá nada —insistió Juvenal.
Oyeron la débil voz de Cordelia:
—¿Por qué no si hoy es un día sin leyes?
Juvenal se dio vuelta furioso:
—¿Tú también, estúpida, tísica, propagando rumores? Cállate. ¿Qué sabes tú, que ni siquiera los antropófagos querrán comerse tu cuerpo agusanado?
Mauro, entretanto, se había quedado mirando a Melania y le dijo con una ternura cuya desnudez ella sintió como una vejación:
—Te tengo miedo, Melania. El amor me asusta porque apenas percibo su forma: pero hoy me doy cuenta que estilizado como lo hemos vivido hasta ahora no me basta.
Melania, envuelta en su túnica de gasa color neblina, se puso de pie, avanzó hasta colocarse frente a Mauro y muy cerca de él para avasallar su voluntad. En la sombra temblorosa de la glicina que los rescataba de la resolana del mediodía, blanco de las miradas de todos los primos que suspendieron sus juegos para presenciar tan conmovedora escena, la figura de Melania era de una vaga inmaterialidad. Su sonrisa fija, en cambio, su cabeza de trenzas negras enroscadas como las serpientes de una Medusa, adquirieron una intensidad alegórica que hizo temblar a Mauro. Si sentía en su piel el aliento tibio de Melania, si su sonrisa no se apagaba ahora, sí, ahora mismo, él olvidaría su certeza de que hoy todo iba a cambiar, para dejarse englutir por el universo esmeralda de La Marquesa Salió A Las Cinco.
De pronto, Mauro vio que la sonrisa de Melania se trocaba en una mueca de espanto, y que, congelados en sus sitios por algo que ellos veían y él no, los rostros de sus primos se demudaban. Se dio vuelta.
—¡La poupée diabolique! —exclamó, reconociendo al muñeco de rizos de oro y faldas de encaje en esta nueva encarnación de muchachito de pantalones azules y pelo cortado a tijeretazos.
Todos los demás se agruparon gritando alrededor de Wenceslao, intentando agarrarlo para propinarle un castigo, preguntando que cómo y cuándo y por qué, que qué se había figurado, que iba a matar a su madre con el disgusto, que qué iban a decir los grandes cuando lo vieran. Cambio, cambio, se dijo Mauro, ellos mismos, que lo negaban, estaban pronunciando la palabra, reconociendo, como reconocía él —como lo envidiaba él—, que Wenceslao había dado el primer paso. Mauro no gritó. Ni pugnó por llegar al centro del grupo que exaltado con la novedosa apariencia de Wenceslao se apretaba en torno a él interrogándolo. Encaramado en la balaustrada para admirar desde la distancia a su primo, del que parecía emanar tanta lucidez, tuvo la certeza de que él y Wenceslao —pese a las palmadas brutales que le había propinado en el trasero quizás una hora antes— esperaban cosas idénticas, aunque de maneras distintas, del día de hoy. Él no se creía capaz de sembrar el pánico como lo estaba haciendo su primo que con su aparición transfigurada señalaba convicciones y propósitos tan ardientes como claros: destruir para cambiarse y cambiarlo todo. Él, por su parte, debía esperar, saber, meditar hasta descubrir una respuesta a cuyo servicio pondría la totalidad de su fervor, que era mucho. Por el momento era sólo capaz de barajar enigmas, pura perplejidad, preguntas ya no aterradoras porque hoy —o en la prolongación de hoy hacia un futuro carente de las autoridades tradicionales— parecía posible encontrar respuestas. No comprendía por qué no todos sus primos compartían su propio entusiasmo por esta nueva época pregonada por los pantalones azules y el pelo tijereteado de Wenceslao: por qué Melania misma arrastraba a Juvenal fuera del grupo y seguidos de su corte se dirigían gimiendo al interior de la casa, los ojos cubiertos para no ver al pequeñuelo, los oídos tapados para no escuchar las posibles palabras que pusieran fin al seguro reino de su exclusividad. Mauro no tardó en ver el rostro demudado de Juvenal, arriba, cerrando las ventanas del gabinete chino sobre el balcón principal, donde se atrincherarían quién sabe contra quién, contra qué, pero sobre todo, resolvió Mauro en ese mismo instante, contra un enemigo que ellos mismos estaban creando con su negación, con su terror.
Mauro miró alrededor suyo buscando a sus hermanos Valerio, Alamiro y Clemente. Tuvo que arrancarlos a la fuerza del grupo que se apretaba alrededor de Wenceslao, porque fascinados con el terror no querían alejarse de donde emanaba. Ahora él iba a necesitarlos. Era urgente trabajar con el fin de aclarar sus intenciones hasta dejarlas tan lúcidas como las de Wenceslao. Y mientras el pánico de algunos al darse cuenta de que en efecto la historia de hoy era distinta a la de todos los días anteriores y la incredulidad de otros diseminaba al grupo después de haber huido Wenceslao, Mauro, seguido de sus hermanos, saltó de la balaustrada al prado, y de allí se aventuró por el jardín hacia el fondo más escondido del parque.
Al ver la señal que le hizo su hermano mayor, Valerio dejó caer su remo para seguirlo. Alamiro y Clemente también corrieron escalinatas abajo pateando una pelota de cascos blancos y anaranjados al alejarse para que nadie se diera cuenta que se desprendían del grupo. Valerio pronto se unió al juego, avanzando hacia el laghetto tras cuyos papiros acababa de perderse Mauro. Cuando llegaron los asombró la exaltación de su rostro. Pero ellos no dejaron de jugar a la pelota.
—Entréguenmela —les gritó Mauro.
—No quiero —repuso Clemente, el más pequeño—. Es mía.
Mauro le arrebató la pelota, lanzándola al agua donde un cisne la circunnavegó, y la vieron perderse en una musgosa caverna de rocaille.
—¡Mi pelotita…! —gemía Clemente. Y después—: Quiero cuestionar la autoridad que te has arrogado para desposeerme de mi juguete.
Mauro abrazó al pequeñuelo, asegurándole que después, cuando tuvieran tiempo, y él comprendiera su propia autoridad en caso que la tuviera, la recobraría.
—¿Por qué no ahora? —insistió Clemente.
—Porque tenemos prisa.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó Valerio—. Si es verdad, como dicen, que los grandes no volverán, entonces tenemos todo el tiempo del mundo.
—No sé si volverán o no —respondió Mauro—. En todo caso, sea como sea, la historia, ahora, será de otra naturaleza, distinta a la que hasta ahora hemos conocido. ¿Vamos?
Intentó reiniciar la carrera hasta el fondo del parque pero Valerio lo retuvo:
—Espera —le dijo.
—¿Qué quieres? —le preguntó Mauro.
—Que nos expliques por qué tanta prisa. La esencia misma de nuestro secreto es que carece de utilidad y significado. ¿Cómo puedes justificar, entonces, esta repentina premura?
Estaban parados al sol junto al laghetto. Mientras hablaban, Mauro se fue despojando de su chaqueta, del cuello almidonado, de su corbata de lazo negra, de su camisa listada, como quien se prepara para trabajar, dejándolo todo tirado en el césped. Era musculoso, todo entero color ámbar, incluso la transparencia de sus ojos muy hondos sombreados por la circunflexión de sus cejas que repetían el azabache de sus pestañas y del casco de su pelo. Detrás de él, entre los nenúfares, los cisnes hilvanaban la satisfactoria reiteración de sus periplos. Valerio le exigía una respuesta inmediata. ¿Cómo darle satisfacción para no perderlo? ¿Cómo satisfacerse a sí mismo? Él mismo ni siquiera había comenzado a analizar los nuevos problemas. Necesitaba trabajar en lo que creía inconfundiblemente suyo para que surgieran de su centro las respuestas que Valerio, tan extemporáneamente, le estaba exigiendo. Sólo fue capaz de decir:
—Vengan.
Valerio lo encaró:
—Yo no voy si no explicas.
—Ya sabes que nuestro quehacer no tiene explicación.
—Concluyo, entonces, que no hay prisa. Regresaré a casa para participar en la acción colectiva.
—¿Y delatarnos?
Valerio lo pensó un instante. Luego dijo:
—Si la acción colectiva lo exige ¿por qué no?
¿Valerio, el entusiasta, el que no conocía ni el temor ni la duda, consideraba la delación como algo posible? Era como si la unidad de los cuatro hermanos, la empresa que los había asociado durante años, cayera derrumbada bajo las exigencias del día. Mauro sintió que las lágrimas le picaban los ojos, pero su voluntad las secó. Sólo le pudo preguntar:
—¿Entonces lo nuestro no significa nada para ti?
—Mira, Mauro —dijo Valerio impaciente—. La transfiguración de Wenceslao indica que están sucediendo cosas inmediatas, importantes, que no dejan tiempo para la meditación sobre nuestro secreto. Nos exigen volcarnos hacia afuera, hacia el acontecer: yo quiero participar en ese acontecer no subjetivo. Nuestra labor no es más que un pasatiempo pueril que carece de otro significado que el lírico, una forma, un juego. Tú mismo dijiste que hoy no es un día para juegos.
¿Cómo se había atrevido a afirmar eso o cualquier cosa, se preguntó Mauro, si todo su ser era puro titubeo? ¿Si ni siquiera la labor secreta de tantos años le proporcionaba certidumbre? ¿Por qué su imaginación demasiado anhelante daba por real aquello que sólo se sentía en el aire?
—No sabemos si es juego o no —tartamudeó.
—¿Ves? Esto es nuevo. ¿Por qué, si no han cambiado las cosas, ha cambiado tu tesis? El propósito de lo nuestro era sólo hacer algo prohibido, ajeno a la voluntad de nuestros padres, algo verdaderamente nuestro, no tribal, secreto pero sin consecuencias. Ahora, como dijo Cordelia, no hay leyes y por lo tanto no hay autoridad, por lo cual queda invalidada tanto la esencia misma de nuestro quehacer como tu autoridad para quitarle la pelota a Clemente. Si persistes en nuestro empeño eres un cobarde.
—¿Por qué todo tiene que tener un efecto tan implacablemente definido? ¿Por qué una acción, en apariencia inútil porque por el momento no sabemos que significa, no podrá sumarse finalmente al todo pero de otra manera?
—No en un día como éste —repuso Valerio.
—Estás demasiado seguro.
—Eres un débil.
—Y tú careces de imaginación. Terminarás inventando otra ortodoxia, tan inflexible como la de nuestros padres. No, no soy débil. Pero te confieso que no tengo pasta de mártir ni de héroe: a ver si aprendes a distinguir ese matiz.
—Las cosas no están como para matices.
—Eso no se puede asegurar —alegaron Alamiro y Clemente.
—Pues bien —terminó Valerio—. Mientras titubean, yo me voy.
Y lo vieron alejarse a toda carrera hacia la casa.
2
Mis lectores se estarán preguntando cuál era el secreto que produjo esta ruptura entre los hermanos, y acusando al escritor de utilizar el desacreditado artilugio de retener información con el fin de azuzar la curiosidad del lector. La verdad es que me he propuesto arrastrarlo hasta este punto del relato para descubrir ahora, dando al hecho toda su magnitud, aquello que quiero colocar como símbolo al centro de mi historia.
Para saciar su curiosidad, debo remontarme a unos años antes del día de la excursión y descubrir el origen de la cabala a la que los hermanos aludieron en su disputa junto al laghetto. Durante algunos años este secreto mantuvo unidos en la clandestinidad a los cuatro hijos de Silvestre y Berenice, sin dejarlo perturbar la superficie de la vida de la familia porque para ésta las cosas de siempre permanecían inamovibles, cumpliendo fielmente sus papeles asignados: era una verdad indiscutida que Silvestre y Berenice y sus cuatro hijos, Mauro, Valerio, Alamiro y el pequeño Clemente, encarnaban el ideal, por serios, modernos, y de atinado comportamiento no sólo en sociedad sino durante los veraneos en la casa cercada por la reja de lanzas que definía el perímetro del parque.
Esta reja era uno de los rasgos más notables de la morada. Mauro, a los diez años, pasó ese verano contándolas: dieciocho mil seiscientas treinta y tres varillas altísimas, negras, de hierro delgado pero imposible de doblar, tan bien templado era, rematando allá arriba en relucientes puntas de metal amarillo y firmemente sujetas bajo la tierra por una argamasa tan dura y tan vieja como el granito que subyace al humus. Después de ese veraneo los padres de Mauro, de regreso a la capital —no habían notado que el mayor de sus hijos solía separarse del juego de sus pares para dedicarse a hacer el arqueo de las lanzas—, quisieron premiarlo en su cumpleaños por su excelente conducta, ejemplo para sus hermanos menores y sus primos. Le preguntaron qué le apetecía como regalo. El, sorprendiéndolos, puesto que estaban dispuestos a regalarle hasta un potrillo, pidió una lanza de hierro, e intencionalmente, para ver cómo reaccionaban, no elaboró los detalles de su petición. Silvestre y Berenice, entonces, mandaron a fabricar una lanza donde el forjador más reputado de la capital, tomando como modelo las lanzas de la reja de Marulanda. Pero la encargaron de proporciones más reducidas, con la punta no demasiado aguda para que no entrañara peligro: un juguete, en suma. Mauro desilusionó a sus padres haciéndole poco caso a este regalo que quedó herrumbrándose en el fondo del elegante jardincito de la nueva casa que la pareja se había hecho construir en la capital en el barrio de casas de los extranjeros. Interrogado, el niño contestó:
—No es una de las lanzas de Marulanda.
—No podías esperar eso, hijo bienamado —trinó Berenice—. Las lanzas de Marulanda pertenecen al patrimonio familiar y no podemos tocarlas.
—¿No debía pedir lo que quisiera?
—Bueno, dentro de las limitaciones racionales.
—Ese detalle no se estipuló en el ofrecimiento del regalo. Además ustedes mismos me han enseñado que para nosotros, los Ventura, no hay límites porque somos nosotros quienes los definen.
—Pero me reconocerás que la razón limita —alegró Silvestre—. Para eso, de hecho, existe.
—¿Qué tiene que ver con la razón una lanza que, en caso de emplearse, no serviría para nada? Esta lanza es distinta…
—Tenía que ser distinta.
—¿Por qué tenía que ser distinta?
—Bueno, las técnicas y materiales de hoy no son iguales a los que existían cuando se fabricaron las lanzas.
—Si hemos de creer en el progreso, y si las técnicas de hoy son más perfectas, se desprende que debían ser capaces de reproducir aquello fabricado por técnicas más primitivas; de otro modo, el progreso no sería más que olvido, pérdida. ¡La punta de esta lanza es burda, de bronce, madre!
—¿De qué debía ser?
—De oro.
—¡Cómo se te ocurre!
—Las puntas de las lanzas de Marulanda son de oro.
—¡Qué ideas más estrafalarias tiene este niño!
—Es verdad. Por algo no se herrumbran. Para que las puntas brillen como brillan no es necesario que los lacayos se trepen a pulirlas: claro, son de metal noble. Ustedes prometieron regalarme lo que yo quisiera y no han cumplido su promesa.
—No estipulaste las condiciones.
—Si estaban tan empeñados en complacerme y no sólo en cumplir, debían habérmelo preguntado.
Silvestre y Berenice se miraron. El padre dijo:
—Eres impertinente y por lo tanto no mereces regalo alguno. Además estás soñando, lo que quizás sea aún más grave. Ya eres grande. Debes saber la medida de lo que es lícito. No repitas que las puntas de las lanzas son de oro, mira que puede ser peligroso.
—¿Por qué?
—Olvídate de las lanzas, Mauro. Si llego a saber por medio de los sirvientes, a quienes encargaré que de ahora en adelante te vigilen en forma especial, que andas enredado en sueños prohibidos, te castigaré mandándote a estudiar al extranjero antes del próximo verano, y no regresarás a Marulanda hasta que tu cabeza se haya contagiado con el sentido común de esa raza superior, nuestros clientes, los exportadores de oro.
Mauro era experto en mantener la superficie de su conducta impoluta, como todos los Ventura. Y como sus padres, a su vez, eran expertos en correr un tupido velo sobre cualquier cosa que los incomodara, esta conversación no dejó huellas en Silvestre y Berenice porque de ahora en adelante cualquier corrección quedaba en manos de los sirvientes. Tampoco pareció dejar huellas en Mauro, que ante los ojos de la familia fue creciendo como parangón de todas las perfecciones. A pesar de este simulacro, la prohibición de sus padres definió en él un ansia inagotable por ahondar en un secreto que era suyo aunque no lo comprendiera bien, pero para él tenía el prestigio de ser ilícito. Así, en momentos perfectamente calculados, cuando nadie lo necesitaba o podía echarlo de menos, burlando tanto la vigilancia de los lacayos como la de los jardineros, solía ir a examinar la reja, recorriendo con sus dedos cada una de las varillas, idénticas para ojos menos avezados que los suyos. Llegó a ser capaz de distinguir leves diferencias entre las lanzas, magnificadas por su imaginación, y estas diferencias determinaban en él emociones distintas: las de fuste demasiado liso o de desigual espesor, las menos derechas, merecían su desprecio. Pero amaba las más esbeltas, las de superficie más negra, más texturada. Y después de largas comparaciones y meditaciones eligió amar a una, una lanza perfecta que erguía su punta de oro contra los raudos cielos de Marulanda: esa lanza se llamaba Melania.
Melania-prima, entretanto, maduraba con más rapidez que él. Se hacía mujercita, se llenaban de suavidad sus contornos y sus hoyuelos, mientras sus miradas adquirían significados que Mauro sólo conocía a través de las fabulaciones infantiles. Se destacó pronto porque sus mohínes le granjeaban toda clase de gangas con que doblegaba, sin parecer hacerlo, la voluntad de la familia. Mauro, en cambio, de la misma edad que ella, permanecía inmerso aún en la inidentificable fila de primos de su edad. Melania, claro, no se fijaba en Mauro porque estaba demasiado complacida viendo desarrollarse su propia imagen en el espejo de los halagos: los grandes, dentro de pocos años, en cuanto cumpliera diecisiete, la acogerían dentro de sus filas. Él hubiera querido impedirle el ingreso allí, pero la sonrisa con que acogía cualquier sugerencia suya era siempre la misma, sólo deliciosa, a no ser que se tratara de un nuevo episodio de La Marquesa Salió A Las Cinco, juego que tenía la virtud de hacerla desbordarse porque nada de lo que sucedía en él era verdadero. Fue con el propósito de minar esta seguridad que un verano a Mauro se le ocurrió cavar alrededor de la base de la lanza que se llamaba Melania, para obtenerla. Al cavar se preguntaba qué significado podía atribuirle a la palabra «obtener». ¿Qué era «obtener» a Melania para un niño como él? ¿Qué haría con ella una vez obtenida?
Melania-lanza era la cuarta situada después de la tapia de las cuadras, al fondo del parque, donde toda una sección de la reja quedaba oculta tras el seto de mirtos recortados en forma de almenas. Era poco probable que allí lo sorprendieran entregado a su heterodoxo quehacer. Cavó tímidamente al principio, sólo con la intención de hacer más profundo, más perturbador su secreto, arrancando con cuidado la vegetación que crecía junto a la base para reponerla de modo que una mancha de sequía no lo delatara a los jardineros que vigilaban cada centímetro del parque, aun en este recoleto lugar. Después, envalentonado, se procuró punzones y martillos con los que pudo cavar hasta muy hondo en la argamasa. Durante todo un verano cavó y rompió para «obtener» a Melania, evadiéndose en la noche aun a riesgo que descubrieran la almohada puesta en su cama para simular su cuerpo, inventando explicaciones poco convincentes para justificar las heridas de los nudillos de sus manos cuando Berenice inspeccionaba a sus cuatro hijos en la mañana por si descubría alguna falta antes de dejarlos aparecer en público. Era el deleite de la mentira adolescente, necesaria para forjar la individualidad, el vértigo del secreto, de lo furtivo, que lo hacía único entre sus primos aunque ninguno de ellos conociera su superioridad. Hasta que por fin, una tarde, logró que Melania-lanza se moviera: la sintió avivarse casi animalmente gracias a la fuerte ternura de sus manos, la sintió responder a lo que en él era verdad, hasta que por fin la alzó, libre ya, individualizada, independiente de la serie, para yacer juntos, agotados y felices, en el pasto. Extrayéndola de la fila de sus iguales, interrumpía con su ausencia la regularidad de los intervalos al introducir este intervalo distinto. Mauro percibió, como si hubiera abierto una ventana al infinito, que toda la llanura, de horizonte a horizonte, se volcaba dentro de la propiedad por el boquete que variaba la notación, regular de las lanzas. Desde entonces, día a día, comenzó a acudir a su escondite tras el seto para quitar la lanza llamada Melania y contemplar, yaciendo con ella entre sus brazos, cómo penetraba el infinito por el pequeño boquete de Melania.
—¿Dónde has estado toda la tarde que no te he visto? —le preguntaba Melania-prima al verlo volver.
—Estudiando —respondía Mauro—. Cuando sea grande quiero ser ingeniero.
Melania reía al contestarle:
—No necesitas ser nada fuera de lo que eres. Le oí comentar a tu padre anoche que si insistieras en tu vocación te mandaría a estudiar donde sus amigos, los extranjeros de patillas coloradas y ojos aguachentos que compran nuestro oro, puesto que estudios de esa clase, y de la categoría que alguien de nuestra familia necesitaría, aquí no existen. ¿Te gusta la idea?
—No. Los odio.
—¿Por qué?
Al verse sorprendido, Mauro respondió riendo para disimular:
—Temo enamorarme de una pelirroja y no volver más a Marulanda.
En la capital, Mauro comenzó a visitar con frecuencia la casa de tía Adelaida para estar junto a Melania-prima, sin saber si lo hacía para revivir a Melania-lanza o si, al contrario, yacía junto a Melania-lanza para entablar una relación que rebasara su relación oficial con Melania-prima. En la casa de tía Adelaida en la capital, observaba la curva de la pesada trenza negra al caer por el respaldo de la silla cuando Melania-prima inclinaba la cabeza sobre un álbum de postales bajo la lámpara, o sentir junto a su rodilla la proximidad de la suya bajo la mesa en que jugaban al naipe, era una manera de acercarse a esa irregularidad vertiginosa que él había abierto en el implacable ritmo de la reja de los Ventura. Al crecer, escoltaba siempre a Melania en Marulanda. Y este emparejamiento oficial aceptado por la familia, que no excluía ciertas miradas, ciertos regalos, parecía natural a todos ya que era la manera normal de formar las parejas de jovencitos que quizás algún día se casarían. Sólo el tío Olegario, al sorprenderlos en íntimo coloquio en el cenador de madreselvas, se enfurecía porque él y Celeste, padrino y madrina de la niña y dictadores del buen tono no sólo dentro de la familia sino entre lo mejor de la capital, opinaban que era una extralimitación en su comportamiento. ¡Qué se le iba a hacer si el pobre Cesareón, padre de Melania, había muerto trágicamente, y Adelaida, cargada con el dolor de su viudez, no recordaba los límites que es necesario acatar! Entonces Olegario, alto y fornido, con bigotazos y cejas negras relucientes como el charol de sus botas y voz de huracán, mandó a su hijo Juvenal que vigilara a la pareja: en sus manos quedaba proteger la pureza de su prima. Los simulacros de La Marquesa Salió A Las Cinco no importaban. Pero ¡ojo!…, que no pasaran de allí. El principal resultado de esta vigilancia fue la intimidad de los tres, porque Mauro tuvo buen cuidado en obedecer las restricciones del tío Olegario, creciendo ejemplarmente sumiso, y cultivando las formas satisfactorias de su «noviazgo» con Melania-prima.
Al contemplar la superficie perfecta de Mauro, los Ventura no podían dejar de alabar la suerte que en él tuvieron Silvestre y Berenice, como asimismo en lo que se iba viendo del comportamiento de sus otros hijos. Pero restringían sus alabanzas, agregando que porque eran quienes eran no se trataba de un mérito personal sino de la estirpe, y eran sólo como debían ser.
Silvestre y Berenice eran los únicos Ventura que mantenían trato social con los extranjeros de patillas coloradas, narices pecosas y ojos deslavados que les compraban oro para lanzarlo al mercado mundial. Éstos usaban leontinas demasiado vistosas sobre sus chalecos de colorinches, y gritaban sus órdenes cuando se emborrachaban con aguardiente en los portales del Café de la Parroquia, donde se reunían en busca de productos nacionales para exportarlos en los navíos que, atracados al malecón frente al Café, cimbraban mástiles y congregaban gaviotas. La familia Ventura consideraba vulgares a estos mercachifles, indignos de sentarlos a sus mesas, aunque de su munificencia —lo sabían de sobra pese a que preferían morir antes que reconocerlo— dependían tanto como la industria de los nativos que laminaban el metal.
En los «buenos tiempos» del pasado los extranjeros no salían del Café de la Parroquia, o por lo menos se hacían notar tan poco fuera de él que era fácil reducirlos a entes exclusivamente comerciales. Pero ahora habían comenzado a erigirse en pilares de la civilización, en los avales más fogosos de la peligrosidad de los antropófagos, en cruzados cuyo papel sería imprescindible si las cosas debían permanecer como eran, fervor exacerbado últimamente por razones que Silvestre prefería no comprender. En todo caso, el monto de los contratos ya no era sólo cuestión de que los extranjeros subieran a la helada oficina de Hermógenes para firmar en silencio y pagar. Los extranjeros parecían exigir ahora que los prestigiosos Ventura, cuya sangre había escrito la historia política, social y económica del país, se identificaran con ellos no sólo en sus intereses comerciales, sino con sus familias. La verdad era que estos extranjeros simplones, lejos de su tierra, no aspiraban más que a divertirse un poco, a ser aceptados dentro del ambiente con el fin bastante primario de no aburrirse.
Silvestre era el menos envarado de los Ventura. Gordo y calvo, vividor y simpático, le gustó el papel que la familia le asignó: el de atraer a los extranjeros hacia sí para que, actuando como baluarte, impidiera que éstos invadieran la vida de los demás. Debía encantarlos con su desenfado, profesionalizando su buen humor de modo que el anzuelo destinado a atrapar a estos incautos quedara disimulado dentro de él. Silvestre no era de los que enmudecen ante una broma chocarrera, de los que se detienen ante varias botellas de más o ante la visita al nuevo burdel de mujeres de Transilvania si esto significaba operaciones que él se preocupaba de redactar en forma que parecieran satisfactorias para ambas partes. Esto le valía no sólo una pingüe comisión que Hermógenes le deslizaba en el bolsillo, sino invitaciones y promesas —y más de una secreta comisión en efectivo— de parte de los extranjeros, que se lo conquistaban con estos halagos y con regalos de objetos importados, de los cuales Silvestre, al cabo de un tiempo, no era capaz de prescindir puesto que llegó a convencerse de que cuanto venía de las tierras de los pelirrojos poseía cualidades sobrenaturales, ausentes en los objetos indígenas. Se vestía como ellos y adoptó sus costumbres, dándose, además, el trabajo de aprender su endiablado idioma de dieciocho declinaciones, que le parecía el único digno de ser hablado.
Pero los extranjeros tenían esposas que languidecían al sentirse excluidas de la sociedad que acordaba un lugar marginal, es cierto, pero bien definido a sus maridos. La tertulia a lo largo de la vara de metal bruñido donde los bebedores apoyaban sus botas en el Café de la Parroquia era sólo masculina. Silvestre comenzó a sentir presiones difíciles de manejar: por ejemplo, el oro bajó medio punto cuando Adelaida, sin ningún tino, contestó que no estaba en casa al ver el coche de una extranjera hinchada con el error de su propia importancia deteniéndose ante su puerta. A raíz de esto, en el Café de la Parroquia, el marido de la dama rechazada circuló el rumor de que en Marulanda se había producido un levantamiento de antropófagos, siendo, por lo tanto, peligrosísimo invertir dinero con los Ventura. Susurró que éstos, lejos de haber sometido a los salvajes, podían ser agentes suyos. Ni Hermógenes ni Silvestre fueron capaces de detener el absurdo rumor, que no por absurdo dejaba de ser perjudicial. Silvestre, entonces, se enfrentó con Adelaida, aclarándole la posición de dependencia de la familia con respecto a los extranjeros, verdad que la hermana mayor se negó a aceptar: los Ventura, declaró ella, no dependían de nadie. Que Silvestre no fuera vulgar al ir propagando el tópico de que «los tiempos están cambiando» para justificar su servilismo. Que no les ladrara como faldero a esos mercachifles. ¡Si hasta sus hijos se estaban contagiando con su manía extranjerizante! Su primogénito, Mauro, osaba decir que iba a estudiar para ser ingeniero. ¿Quién le había metido en la cabeza la idea que sería necesario que un Ventura estudiara para ser lo que quería ser? Francamente, ella lo encontraba peligroso. Y con el fin de mostrar su desaprobación le cerró durante una temporada la puerta de su casa a Mauro cuando acudía a visitar a Melania, de modo que estos dos, fuera de hablar de vez en cuando por los balcones, tuvieron que esperar el regreso a Marulanda para reanudar sus pláticas.
Silvestre comprendió que era necesario detener instantáneamente los rumores que ligaban el nombre de la familia con la antropofagia. Debía reparar el desaire de Adelaida a la extranjera. Le imploró, entonces, a Berenice que tomara la iniciativa de invitarla a que la acompañara a pasear en su landau por la avenida de las palmeras a la hora más concurrida, de modo que la sociedad entera las viera sumergidas en íntima plática. A consecuencia de esta pequeña intervención de Berenice los rumores de antropofagia encubierta por los Ventura en sus tierras se transformaron en chistes y el oro volvió a subir de precio, no medio punto, sino uno entero: Hermógenes le pagó una interesante comisión a Silvestre, y a Berenice le regaló personalmente una chepka y un manguito de martas de Siberia que los extranjeros mismos le procuraron gracias a los excelentes tratos que mantenían con ese exótico país.
En la capital se murmuraban muchas cosas sobre Berenice: que eran exagerados sus dengues de mujer bonita al pronunciar defectuosamente el idioma de los extranjeros, y que lo hacía con el fin de causar la risa de los pelirrojos con los dobles entendidos a que sus premeditadísimos errores se prestaban. Los susurros se transformaron en tempestad cuando cambió a sus hijos de colegio para que asistieran a clase junto a los niños pecosos nacidos en otros climas. Mauro, Valerio, Alamiro y hasta el pequeño Clemente no tardaron en adquirir un estilo tan distintivo que les valió la reputación de tener costumbres «muy modernas», palabras que los coronaban con una suerte de llamita pentecostal. La gente comenzó a envidiar a estos niños, expresando esta envidia en la imitación de sus trajes y modales. Las madres de muchos niños de lo mejorcito, entonces, conscientes de que ser «modernos» era perfeccionarse, cambiaron a sus hijos de los sombríos colegios de claustros tradicionales al colegio donde se educaban los hijos de Silvestre y Berenice que, era necesario confesarlo, había adquirido maneras verdaderamente encantadoras. La gente bien de la capital llegó así a descubrir a través de esta familia que los extranjeros no eran vulgares sino «modernos». Y como esta diferencia que los hacía superiores los hacía también generosos, comenzaron a invitarlos a sus casas, donde se adoptaron muchas de sus costumbres antes consideradas bárbaras.
Era imposible conseguir, sin embargo, que Mauro se hiciera más que superficialmente amigo de los hijos de los extranjeros. Creció serio, envarado como casi todos los Ventura, para disimular dentro de su timidez su obsesión por volver a Marulanda. Silvestre y Berenice lo estimulaban para que invitara a pasar el verano en el campo a algún condiscípulo extranjero con el fin de practicar el idioma, cimentando así una amistad que podría transformarlos, el día de mañana, en cómplices. Pero Mauro se escabullía con el subterfugio de su timidez, que sólo ocultaba su odio por cualquier persona o cualquier obligación que lo distrajera de lo que había emprendido en la casa de campo. Cuando sus padres se dieron cuenta que iba a ser imposible convencer a su hijo mayor, trataron de inducir a su hijo segundo, el alegre, el entusiasta Valerio, para que realizara la tarea de atraer a los hijos de los pelirrojos a Marulanda. Al comienzo Valerio se mostró, como ante cualquier proyecto, de óptima disposición. Pero Mauro, en secreto, le prometió que si resistía la presión de sus padres, en premio, durante el verano, lo iniciaría en una cábala verdaderamente exclusiva.
—De acuerdo —aceptó Valerio.
Hacía ya tres veranos que Mauro solía escapar hasta el fondo del parque no sólo para jugar con Melania-lanza, sino también al quitarla de su sitio, para mirar por ese boquete hacia el infinito. Cuando llevó a Valerio, éste no se contentó con la contemplación sino que quiso llegar a la llanura. Pero como consideraron que el hueco de Melania era demasiado estrecho, los hermanos decidieron cavar en la base de la lanza contigua para agrandarlo. Después de quitar la segunda lanza hicieron una breve incursión por la llanura que a Mauro no lo dejó satisfecho aunque se regocijó de que el boquete fuera mayor. ¿Y si quitaran otra lanza? El proyecto divirtió a Valerio y pusieron manos a la obra. ¿Y por qué, se preguntaba Mauro, era más importante agrandar el boquete sin saber para qué lo hacían, que el hecho mismo de evadirse del encierro?
Ese verano lograron arrancar nueve lanzas. Inmediatamente que soltaban otra más, la reponían en su sitio, arreglando con minucia el pasto en su base de modo que nadie pudiera darse cuenta que habían cavado allí ni que las nueve lanzas estaban sueltas. Para Mauro ya ni siquiera era cuestión de ver el boquete que se iba ensanchando con su esfuerzo y el de su hermano. Era sólo tener conciencia de que existía. Su labor era ciega, pura obediencia a su instinto de cultivar un secreto, a la necesidad que se hizo tan imperiosa en él como en Valerio de derribar la empalizada de la familia, aunque quedara en su sitio. Eran muchas las lanzas, es verdad. No le veían fin a la tarea. Sin embargo esto mismo, y esta ardorosa ignorancia que se agotaba en la belleza del quehacer puro e inexplicable, prolongado verano tras verano, dominaba a los hermanos pese al peligro de ser descubiertos.
Fue el año anterior a la excursión, cuando Mauro y Valerio, desalentados ante la enormidad de la tarea —dieciocho mil seiscientas treinta y tres lanzas son demasiadas lanzas para dos niños—, alistaron la ayuda de sus dos hermanos menores. Cada uno de los cuatro, a su manera, quedó hechizado con los problemas impuestos por ese límite, además de por el hecho de pertenecer a una conjura que excluía a todos los demás: los cuatro formaban una élite dentro de la familia, un grupo que hacía algo desligado de, y quizás contrario a, los intereses de la tribu.
Algunas noches, muy pocas, lograban escapar de sus camas para acudir al sitio del trabajo tras las almenas de mirtos. Cautivos dentro del ánfora plateada del cielo a esa hora, los golpes de sus martillos protegidos por el murmullo ensordecedor de las gramíneas que así se hacían sus cómplices, su acción se transfiguraba, siendo la forma más lúcida de levantar la cortina del sueño que a todos los tenía presos: al soltar las lanzas, lo sabían, y al reponerlas de inmediato, la liberación era sólo intelectual, teórica, pero bastaba; o bastaría cuando se completara. No aspiraban a poseer las lanzas. Tampoco a usarlas para correr por la llanura al claro de la luna y clavarlas en el ijar de un jabalí. En realidad ya no les interesaba salir aunque el boquete se agrandara y se agrandara. No especulaban, tampoco, respecto al origen de las lanzas, ni al por qué ni al cuándo de tan peregrino encierro. Era sólo su existencia —la laboriosa tarea de soltarlas, extraerlas, reponerlas— lo que inflamaba sus imaginaciones: su belleza, su número, las características invisibles para ojos que no fueran los de ellos cuatro que diferenciaban a una de la otra. Cuando las hubieran liberado a todas de la argamasa —¿cómo?, ¿cuándo?— y cada una volviera a ser unidad, elemento insustituible pero agrupable y reagrupable de mil maneras distintas y con mil fines distintos, no esclavizadas a la función alegórica que ahora las tenía presas en la forma de una reja, quizás entonces la metáfora comenzaría a revelarles infinitas significaciones ahora concentradas en esta apasionada actividad.
En la maraña de significados que Mauro percibía sólo lograba identificar la certeza de que aquello que sentía por Melania-prima se aclararía, avasallándolos a ambos con su sencillez, cuando tras haber llegado al final de su trabajo cayera la empalizada. ¿Y cuando se vieran obligados a efectuar su tarea al descubierto? ¿Qué sucedería cuando con el tiempo hubieran soltado tantas y tantas lanzas que fuera imposible trabajar al amparo de los mirtos y tuvieran que hacerlo a la vista de quien quisiera interrogarlos? No sabrían cómo defenderse. Lo más seguro era que los castigarían, les prohibirían todo. Todo fracasaría. Pero en fin, no era necesario plantearse este problema aún, tan remoto era.
3
Mauro contó, con el corazón acongojado: sólo treinta y tres lanzas sueltas hasta el día del paseo. Treinta y tres, pero enhiestas en su sitio pese a estar libres. Mauro tenía dieciséis años. Los niños no son siempre niños. A él le faltaba desesperadamente poco para dejar de serlo. Si tuviera diecisiete sería «grande» y hoy hubiera ido al paseo. Se juró que aunque fuera grande jamás abandonaría su tarea. Miró sus manos ensangrentadas y era su corazón lo que veía sangrar al sentir que el verano próximo ya no tendría acceso a las tremendas inquisiciones de los niños. El trabajo de la reja tenía que terminar este verano. ¿Cómo conseguirlo, ahora que faltaba Valerio? ¿Si le abriera su secreto a todos sus primos, hasta a los más pequeños, hasta a los más recalcitrantes a contravenir una orden paterna, para que lo ayudaran? ¿O consultar con Wenceslao, que hoy parecía comandar todas las fuerzas? No, aún no: su misión era solitaria, su problema individual. ¿Seguir entonces, solo durante toda la jornada presente y durante su hipotética prolongación debido a la eterna ausencia de sus padres? En esto creía sólo a medias. Por desgracia, le parecía más probable que el año próximo, al transformarse oficialmente en «hombre», delatara a sus hermanos empeñados aún en el infantil y tal vez malvado pasatiempo. Negaría su propia complicidad. Vería impávido cómo se desbarataba su trabajo de años y años bajo la férula de los grandes que mandarían a los lacayos a administrar azotes, y con su indiferencia anularía el valor de todo para matar su propia nostalgia. Pero no. No iba a ser capaz de hacerlo. Mauro se enjuagó las manos y la cara en el agua de la acequia mientras Clemente murmuraba:
—Somos treinta y tres nosotros…
Mauro suspendió sus abluciones. Clemente continuó:
—… treinta y tres: como las lanzas…
Los hermanos se miraron. Tenían los hombros sudados después de haber arrancado la lanza número treinta y tres. Sus camisas, que lucían colleras valiosas en los puños almidonados, reposaban en un montón. Hacía calor y era agradable abandonar los pies a la corriente de la acequia. ¿Para qué había subrayado Clemente la coincidencia de que hoy, justamente en el día del paseo, justamente en el día sin leyes, eran treinta y tres las lanzas libres y ellos, treinta y tres primos encerrados en el recinto por ellas descrito? Mauro tuvo que recordarse a sí mismo que era un espíritu racional: iba a ser ingeniero. Despreciaba la magia, la astrología, la numerología con que gobernaban sus vidas los sirvientes más incultos y las tontas como la tía Balbina. Pero la coincidencia señalada por su hermano menor planteaba una nueva serie de leyes aún no descifradas que habrían permanecido en la casa de campo sustituyendo a las de sus padres ausentes. En el silencio lamido por la acequia, todos los presagios, todas las coincidencias murmuraban acuerdo. ¿Qué estaría haciendo Valerio, a estas horas, en la casa? ¿Qué estaba sucediendo allá después del terror desatado por la transfiguración de Wenceslao? Pero Wenceslao, se dio cuenta Mauro, no era el único que ya había dado el paso: él también. Treinta y tres primos, treinta y tres lanzas coincidiendo el día del paseo…, era necesario confesar que se trataba de algo sorprendente, turbador, espectacular. ¿Y por qué respetar tanto a Wenceslao como su admiración lo hizo respetarlo cuando lo vio aparecer hacía unos minutos en la terraza? No. Wenceslao no era más que la poupée diabolique: la tía Balbina, en una season pasada, tuvo la ocurrencia de comprar un biombo japonés y una bacinica de oro. Llevando a Wenceslao aún vestido de niña aunque ya tenía edad para pantalones, lo exhibía cada mañana en el paseo, seguidos de un lacayo portador del biombo y la bacinica. De cuando en cuando la tía Balbina hacía alto en medio del elegante gentío y mandaba al lacayo que desplegara el biombo alrededor de la bacinica, improvisando así un gabinetito al que obligaba a Wenceslao a entrar para que hiciera sus necesidades mientras ella saludaba a sus conocidos o detenía a una amiga para charlar un instante. Fue considerada una idea muy chic que varias madres amantes en seguida adoptaron. ¿Cómo respetar a un niño que se dejaba humillar así?
—Ahora la lanza número treinta y cuatro —urgió Alamiro, terminando de refrescarse el torso en la acequia.
Mauro, echado sobre la hierba, clavó sus ojos emboscados en sus cejas negras, en los ojos de Alamiro.
—A mí no me engañas —le dijo.
—¿Qué quieres decir?
—Sé por qué tienes tanta prisa por soltar otra lanza.
—Me interesaría saber cuál es tu hipótesis.
—Simplemente que tienes miedo.
—¿Miedo de qué?
—De que hoy, justamente unas horas después que nos abandonaron los grandes, sean treinta y tres lanzas sueltas y treinta y tres los primos. Quieres romper el posible encantamiento de la coincidencia apresurándote a soltar otra lanza para que así sean treinta y cuatro. Hueles misterios a pesar de tus alardes de racionalidad.
Alamiro lo encaró:
—¿Me vas a decir que tú no hueles los mismos misterios?
Mauro hundió el pecho al responder:
—Sí.
—¿Y tú, Clemente?
—Yo tengo sólo seis años: todo es misterioso para mí.
Los dos mayores, antes que Clemente acabara de pronunciarse, ya estaban arrodillados junto a la base de la lanza número treinta y cuatro mientras el menor se apostó a vigilar el sendero, un guijarro en la mano para lanzarlo como aviso si venía alguien. Cerraron los puños, Mauro arriba, Alamiro abajo, alrededor del fuste de la lanza número treinta y cuatro con el fin de efectuar la primera operación: estimar su movilidad, y por medio de remezones apreciar cuánto trabajo les iba a costar arrancarla. Mauro mandó:
—¡Arriba!
Los dos hermanos tiraron de la lanza al mismo tiempo: cedió sin oponer resistencia. No estaba presa en la argamasa como las otras. Estaba suelta. La tierra de la base apenas se removió. Los hermanos la dejaron caer lentamente, reclinándola en los arbustos. Mauro susurró:
—Aquí tiene que haber alguna equivocación.
Oyeron transcurrir el comentario de la corriente de la acequia.
—Seguro que hemos contado mal —dijo Alamiro.
—Contemos de nuevo.
Contaron desde el principio, desde la primera lanza junto a la tapia de las cuadras, hasta llegar a la treinta y cuatro, que encontraron desfallecida donde la habían dejado. Alamiro opinó:
—Es algo muy simple.
—Nadie te ha pedido explicaciones —gritó Mauro—. En cuanto se intenta explicar algo se plantean las dudas y comienza el miedo.
—Quizá no haya razón para inquietarse —intentó aplacarlo Alamiro—. Hemos estado contando mal desde el principio, y sin saberlo, con nuestra ansiedad, hemos hecho más trabajo que el que creíamos. Mejor. Así sólo quedan dieciocho mil quinientas noventa y nueve lanzas y jamás hubo hechicería.
—Procedamos ahora con la treinta y cinco.
Cambiaron de posición, arrodillados junto a la lanza siguiente. Pero al empuñarla como la anterior y al tirarla hacia arriba, también cedió. La lanza cayó cruzada sobre la otra. Las manos de Mauro y Alamiro también cayeron, lentamente, porque otro misterio se sobreponía al que ellos creían manejar. Lo inexplicable comenzaba a exigir en forma tiránica que le hicieran honores a su categoría.
—¿Quién…? —comenzó a preguntar Alamiro.
Mauro lo calló:
—No preguntes nada.
—Y tú no me hagas callar, que es peor.
Después de un instante de quietud total en que incluso la acequia parecía haberse silenciado, Mauro resolvió:
—Sólo se puede hacer una cosa. Comprobar si la siguiente también está suelta.
Alamiro no quiso hacerlo. Sujetó a Mauro: no, no, preferible hablar primero. ¿Qué diría Valerio? Pero Valerio, hoy, había elegido comprometerse con asuntos ajenos a este juego que ya no era juego. Llamaron a Clemente para que por lo menos él participara en el conciliábulo. Después de meditar un instante Mauro continuó:
—Yo creo que, en el cálculo de probabilidades en tan enorme cantidad de lanzas, es… es natural encontrar una o dos de ellas sueltas… pero veo que mi explicación no ha dejado satisfecho a nadie.
—No… —dijeron los otros.
Clemente lo encaró:
—Lo peor es que a ti, que la diste, tampoco.
—No.
Estaba cercado de preguntas, todas amenazantes, todas implacablemente en pie. ¿Quién? ¿Quiénes? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Para qué? ¿Qué extensión…? ¿Ahora o desde hacía siglos? ¿Qué manos, qué rostros, qué instrumentos…? ¿Esto se sumaba a sus esfuerzos o les arrebataba la posibilidad de meta y respuesta? ¿Y si la otra lanza, la siguiente, también resultara estar suelta? ¿Los grandes, durante generaciones, cuando niños como ellos, también se habían entretenido en soltar lanzas de la reja del parque y por eso había tantas lanzas libres de la argamasa? ¡Qué trivial, en ese caso, sería su apasionada actividad, pensó Mauro! ¡Qué desilusionante su empeño, que, lejos de señalarlo como individuo en busca de un idioma único para su rebelión, se identificaba con las generaciones precedentes haciendo sólo lo que estaba destinado a hacer! Con las piernas cruzadas sobre la hierba Mauro escondió su cara entre sus manos, su llanto delatado sólo por la agitación de sus hombros mientras Clemente le acariciaba el casco de cabellos negros. Iba diciendo entre sollozos:
—La misma tarea, emprendida por otros, desautoriza la nuestra. ¡Cuánto tiempo hemos perdido aquí esperando desentrañar un enigma para terminar descubriendo que nuestra empresa no ha sido ni siquiera un juego!
Mauro se secó las lágrimas y se puso de pie. Se dirigió a la lanza número treinta y seis. La arrancó con toda facilidad, dejándola caer sobre la hierba, y arrancó otra, y otra, y otra más, tendiéndolas en el suelo y sobre las plantas, avanzando, agrandando el boquete por donde entraba el torrente de la llanura, arrancando cada vez más y más lanzas con idéntica facilidad, cada vez más rápido y con más certeza como si supiera para qué y por qué lo estaba haciendo, más lanzas caídas ante el estupor de sus hermanos, sí, sí, todas estaban sueltas, todas cedían con facilidad porque otros habían estado empeñados en el mismo trabajo que ellos. Caían, iban cayendo las lanzas del inmenso cinturón de hierro y oro que formalmente los defendía de la llanura.
Alamiro y Clemente, al principio atónitos ante la sacrílega acción del mayor, se contagiaron con su entusiasmo y se sumaron a su tarea: también ellos se pusieron a arrancar lanzas, más y más lanzas sin examinar su belleza, arrancando por arrancarlas, dando exclamaciones, borrando el deslinde sin llevar la cuenta de las lanzas extraídas porque hoy era sólo cuestión de avanzar hacia un fin posible: porque lo imposible se estaba tornando posible. En medio de su entusiasmo no pudieron dejar de percibir con una emoción de infinitos niveles contradictorios, que por el boquete ahora enorme las gramíneas avanzaban, avasallando el parque para reclamar ese territorio. Pero no se trataba de sentir ni pensar. Sólo la acción los impulsaba, la hazaña de ir quitando más lanzas, sudando al seguir el perímetro del parque que iban destrozando, atropellándose, dando exclamaciones, hasta que los hijos de Silvestre y Berenice dejaron de estar protegidos por el seto de mirtos, empalmando con el camino de gravilla que descubría un sector de la reja y la llanura al césped principal que, rodeado por la avenida de tilos, subía hasta la terraza del sur y el rosedal: los hermanos quedaron al descubierto. En un banco entre las clivias que bordeaban el camino, ajenos a todo acontecer que no fuera el de su juego, Rosamunda, Avelino y Cosme, en un momento tensamente silencioso de la que bien podía ser su partida de ajedrez número mil, al principio no alzaron la vista, mascullando al reconocer a medias a sus primos:
—¡Hola…!
Pero en seguida, cuando se dieron cuenta por qué gritaban, volcaron el tablero y las piezas, y sin preguntar por qué ni para qué ni cómo, sumando sus alaridos de asombro a los de los tres hermanos que habían abandonado toda cautela, sumaron también sus manos para arrancar más y más lanzas con el vértigo irracional de aquello que los estaba envolviendo, destruir el límite, abrir el parque, disolver aquella esmeralda encantada dentro de la que vivían, en la inmensidad de la llanura. A medida que el delirio de los seis primos iba comiendo más y más reja, se acercaban a la parte principal del parque y desde debajo de los olmos y los castaños y desde la terraza del sur y desde el laghetto y el laberinto de boj, los demás primos los vieron, y dando voces y llamándose unos con otros corrieron de todas partes a sumarse a este juego de arrancar lanzas, abandonando muñecas, novelones, quehaceres, atropellándose para unirse a la locura, Colomba y Morgana, Aglaée y Abelardo y Olimpia y Zoé, y Valerio lleno de preguntas para reivindicar su posición en la trama de esta insospechada evolución del juego, y Cordelia y… casi todos, llamándose a gritos, derramándose escalinatas abajo, espantando pavos reales y palomas, gritándoles a los demás que vinieran a ver lo que estaba sucediendo —jamás para que se unieran a lo que «estaban haciendo», puesto que lo veían como un fenómeno natural de contornos mucho más poderosos que sus voluntades individuales—, ayudándose unos con otros para correr más de prisa, ven Amadeo, dónde estará Casilda, que venga Fabio, que Juvenal y Melania y Justiniano salgan del gabinete chino, tropezando, los mayores alardeando de rapidez y destreza en el número de lanzas que arrancaban sin cautela, los bucles desordenados, manchando sus cuellos de marinero y sus medias listadas, dejando caer las pamelas y sombrillas con que se protegían del sol, sin preguntarse qué iba a suceder una vez que terminara de suceder lo que estaba sucediendo, más y más lanzas que primos y primas, ya cansados iban arrancando por el gusto de dejarlas tiradas en el pasto. Esto de arrancar lanzas, todos estaban de acuerdo, era el capítulo más fascinante e imprevisto de La Marquesa Salió A Las Cinco, inaugurando competencias de quién era capaz de quitar más lanzas en menos minutos, de acarrear un haz mayor, de lanzarlas más lejos. El almuerzo preparado por Colomba y sus ayudantes quedó enfriándose mientras los primos terminaban de desmontar toda la reja visible desde la fachada noble: el césped, ahora, se extendía ininterrumpidamente al unirse a la eternidad del horizonte disuelto en el cielo por una pincelada de bruma.
Pronto, sin embargo, algunos niños se fueron aburriendo o cansando. Retomaron sus muñecas, sus pelotas. Otros, sentados en la hierba, examinaban las lanzas o se amenazaban con ellas para imitar a los soldados y a los bandoleros. Las primas mayores, Cordelia, Colomba, Aglaée, Esmeralda, acezaban aún arreglándose unas con otras los fichús estropeados y los bucles en desorden, cuando oyeron una vocecita junto a sus faldas:
—¿Quién va a volvel a ponel las lanzas?
Miraron sin dejar de hacer lo que hacían: Amadeo lloriqueando. Pero Amadeo lloriqueaba siempre, por nada y por cualquier cosa. Su gemelo había muerto al nacer dejándolo incompleto, de pestañas demasiado claras, siempre hambriento pese a que nunca dejaba de tener los bolsillos llenos de trozos de pan húmedo con sus babas, buscando una mano —aunque le bastaba un solo dedo— a la cual aferrarse. Había tardado mucho en aprender a caminar, y aun ahora, a los seis años, hablaba defectuosamente: era una monada, una ricura, de comérselo a besos opinaban las mujeres de la familia, pero en el momento de que estoy hablando las primas que lo oyeron pensaron que era definitivamente un estúpido.
—Lo harán los nativos —aseguró Arabela, que había salido de su biblioteca para experimentar, ella también, un poquito con las lanzas, pero al no lograr enajenarse en el juego se unió al grupo de primas—. Si se lo pedimos.
Las muchachas la miraron. ¿Quién era este ser polvoriento y deslucido? ¿Y de ser alguien, qué derecho tenía a explicar? Hacerlas pensar, justo en este momento, en los nativos, era pura perversidad, era introducir la cuña que terminaría por desarticular esta situación que debía ser de puro entretenimiento. Aglaée comenzó a lloriquear, llamando a Melania, su hermana mayor.
—Si lloras —le advirtió Arabela— se extenderá el pánico y clausurarás nuestras posibilidades de actuar en forma positiva.
El grupo de muchachas se mantuvo unido para defenderse de lo que quizás iban a tener que defenderse, buscando con la vista a los más pequeños, cuyo bienestar sus madres les habían encomendado. Los vieron desfilar, cada uno con una lanza al hombro, allá lejos, transgrediendo el circuito donde antes se alzaba el deslinde. No se atrevieron a bajar a buscarlos. Era preferible permanecer junto a Aglaée, cuyos crecientes berridos iban congregando a más niños y niñas que preguntaban y palidecían, que dentro de un instante iban a comenzar a exigir, que querían saber dónde estaban Wenceslao, Melania, Juvenal, que pedían respuestas, que luchaban con los codos para acercarse al centro del grupo donde unas cuantas primas mayores, alrededor de Arabela que intentaba apaciguar, miraban inquisitivamente el horizonte adornado con un vellón de nubes que el viento iba escarmenando hasta disolverlo.
Amadeo se reunió con Wenceslao bajo el estratégico diamelo entre cuyas ramas habitualmente se escondía para espiar los sucesos de la terraza del sur. Sollozando, mordisqueaba un mendrugo que no le proporcionaba alivio.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Wenceslao—. ¿Tú también tienes miedo?
—No… sólo que Esmeralda, la muy estúpida, me estuvo besuqueando, diciéndome que me iba a comer. Es antropófago, Wenceslao, convéncete, ellas y no los nativos son los verdaderos antropófagos…
A solas con su primo el idioma de Amadeo se tornaba preciso y maduro. Wenceslao lo había adiestrado para que desde muy pequeño, fingiendo atraso en caminar y hablar, le sirviera de espía y mensajero. Pero jamás logró convencerlo que no confundiera la efusión de sus tías y primas con verdadera voracidad. Le dio una lanza, mandándole que lo siguiera.
—¿Y los demás? —le preguntó.
Amadeo le señaló uno por uno a sus primos pequeños. Con sus silbidos Wenceslao los fue llamando para que se congregaran junto a él. Los armó con lanzas mientras el melodrama organizado por Aglaée en la terraza del sur crecía como una marea, derramándose escalinatas abajo. Seguido por su pelotón, Wenceslao cruzó el césped y se internó en la llanura de gramíneas que se cimbraban sobre sus cabezas, revelando, apenas, las puntas doradas del desfile de lanzas. Después de dejarlos marchar un rato jugando a los soldados, Wenceslao los hizo sentarse en un círculo alrededor suyo.
—No tengan miedo —les dijo—. Los antropófagos no existen, de modo que no hay nada que temer. Son una ficción con que los grandes pretenden dominarnos cultivando en nosotros ese miedo que ellos llaman orden. Los nativos son buenos, amigos míos y de mi padre, y también de ustedes.
Wenceslao comenzó a relatarles la historia de la reja de las lanzas, que sus catecúmenos escucharon como quien escucha portentos de leyenda: hacía años que los nativos habían soltado las lanzas, dejando treinta y tres en su sitio, una para cada uno de los primos en señal de alianza. Ellos tenían que ejecutar parte del trabajo, sumarse al esfuerzo colectivo para poder ser amigos, y ese trabajo lo hicieron por ellos sus primos, Mauro, Valerio, Alamiro y Clemente. Hacía muchas, muchas generaciones, continuó Wenceslao, que los antepasados de los nativos habían forjado esas lanzas: eran las armas de sus guerreros, famosos en todo el continente. Pero cuando los antepasados Ventura los vencieron les arrebataron sus armas, con las que construyeron la reja que los defendía y aislaba.
De pronto Wenceslao calló: escondidos entre las gramíneas, los primos mayores se habían aprovechado de que sus explicaciones mantenían absortos a los pequeños y fueron cercándolos. Gritó:
—¡A mí, secuaces! ¡Ahora el peligro es real porque los primos grandes son los delegados de nuestros padres e intentarán someternos! ¡Ponerse de rodillas en círculo alrededor mío, con las lanzas horizontales apuntando al enemigo!
Los primos grandes se incorporaron al ser descubiertos, y como no se les había ocurrido armarse con lanzas avanzaron cautelosamente, confiados en el arma de la autoridad.
—¡Avelino! —le gritó a su hermano menor Juvenal, que no había podido resistir la tentación de salir de un encierro para figurar en el melodrama.
—¡Olimpia! —llamó Rosamunda.
—¡Clemente! —mando Mauro—. ¡Ven acá ahora mismo!
Clemente corrió hasta los brazos de su hermano mayor. Los demás, al ser llamados por sus hermanos grandes, dejaron caer sus lanzas sin hacer caso de Wenceslao que les chillaba cobardes, traidores, amenazando ensartar con su lanza a quien se acercara un paso más, que no tenía miedo, que estaba dispuesto a ver correr sangre. Sus ojos refulgían azules en su rostro de hombre tostado por el sol y empapado de sudor. Los grandes, armados con las lanzas que abandonaron los pequeños, apresaron a Wenceslao. Abelardo le retorció el brazo a la espalda. Valerio lo tumbó en el suelo manteniéndolo allí mientras se debatía y preguntaba a gritos qué querían de él.
—En primer lugar —dijo Juvenal—, quisiera saber quién te dio permiso para cortarte el pelo. Estás hecho un mamarracho.
—¿Y estos pantalones? —lo interrogó Morgana.
Mauro se había quedado atrás, contemplando la escena en silencio. Sí: la explicación de Wenceslao sobre el origen de las lanzas era satisfactoria y tenía más que el aire, la estampa clarísima de la verdad. ¿Cómo sabía tantas cosas Wenceslao? El orgullo de Mauro, ahora disuelto, se transformó en una anhelante necesidad de llevar más allá el misterio de las lanzas que ya no era misterio, ponerlo al servicio de algo, o de alguien que le diera toda su categoría. ¿Cómo era posible, sin embargo, que Valerio hubiera puesto un pie sobre la garganta de Wenceslao y la punta de la lanza sobre su pecho para que no se moviera? Arabela, que como Mauro se había mantenido un poco atrás, creyó que la mejor estrategia sería pedirles que lo dejaran, alegando que sus padres, al llegar esa tarde, harían la justicia que hubiera que hacer con este propagador de infundios aterradores.
—No, Arabela —dijo Wenceslao, casi ahogado en el suelo—. Sabes que no volverán. Hace demasiados años que se viene gestando esta excursión para que dure una sola tarde.
—No me vengas con historias —lo contradijo Juvenal— que la excursión se está preparando desde hace tiempo. Mi madre, que me lo cuenta todo porque soy su confidente, sólo comenzó a contarme lo de la excursión este verano.
—Este verano —repuso Wenceslao— mi padre decidió por fin plantar la idea del paseo en sus cabezas.
Un murmullo como una ráfaga, sacudió a todos los primos, debilitándolos de tal modo que se sentaron en el suelo. Cuando Valerio, también aplacado, quitó su pie y su lanza de encima de su primo, éste se incorporó lentamente, y todos, en silencio, se sentaron alrededor suyo. Alguien logró preguntar:
—¿El tío Adriano?
—Sí. A través de mí. Cuando se duermen los celadores que le roban láudano para enviciarse con él, yo hablo largas horas con mi padre a través de la puerta. Hace unos años me dio instrucciones para que le hablara a mi madre de cierto paraje maravilloso como si fuera una realidad conocida y aceptada por todos. Ella, en el rosedal, en el gabinete de los moros, comenzó a aludir a este paraíso del que yo solía hablarle como si ella y sus padres siempre hubieran sabido de su existencia. Las alusiones a este sitio repetidas por mi madre fueron aceptadas como «evidentes» por la familia, ya que es regla tácita no sorprenderse ante nada, no aceptar lo insólito, y así, por medio de conversaciones y repeticiones de tíos y tías que todo lo encontraban «evidente», ese paraíso fue tomando consistencia hasta llegar a ser indudable. Ustedes, a su vez, sin darse cuenta, fueron aportando mil pormenores al preguntar cosas para las que ellos se veían obligados a inventar respuestas y así no mostrarse sorprendidos: carecen del coraje necesario para reconocer que es una invención. Y así se vieron forzados para actuar como si todo fuera una «realidad», esa palabra tan unívoca y prestigiosa para ellos, pasando sin darse cuenta al mundo virtual que su certidumbre basada en nada inventó, a habitar el otro lado del espejo que crearon, donde quedarán presos. Con los datos que a través de mí y de mi madre mi padre les fue proporcionando, con mapas y manuscritos que bajo su dirección Arabela y yo fabricamos en la biblioteca…
El ruedo de primos guardaba silencio. Sólo Mauro, desde atrás, con la voz debilitada por la sorpresa, no ya por la perplejidad, se atrevió a preguntar:
—¿Pero existe…?
—No sé —repuso Wenceslao con las cejas enarcadas por un temor otra vez infantil.
Venían sin lanzas.
La patética ineficacia de la verdad revelada minutos antes por Wenceslao se ponía de manifiesto: arremolinados por los berridos de Aglaée los niños avanzaban gimiendo alrededor de ella, buscando a Melania como si ella fuera a solucionarlo todo. Clarisa, por no soltar el miriñaque de Aglaée se lo rasgó, y con las guedejas deshechas y los ojos desorbitados arrastraba de la mano a Olimpia, y ésta a Cirilo y a Clemente, núcleo enloquecido que fue hinchándose al absorber más y más niños en un nubarrón de irracionalidad impelido hacia un desenlace inespecificado pero sin duda brutal.
¿Cuál sería este desenlace? Ni Mauro ni Valerio, ni Abelardo ni Justiniano, ni Arabela ni Colomba, los mayorcitos, podían adivinarlo mientras intentaban inútilmente calmar a los menores: que recordaran, los exhortaban, que Wenceslao mismo había asegurado —¿dónde diablos se escondía el facineroso que gestó la barahúnda?— que los antropófagos eran pura ficción, de modo que no existía peligro alguno. Enervados al comprobar que ningún argumento los serenaba, les pegaban para que dejaran de llorar, aumentando así la llantina; era hora de comer, les gritaban, que se lavaran la cara y las manos inmundas y se cambiaran esa ropa hecha jirones para presentarse decentemente a la mesa dentro de veinte minutos y para que sus pobres padres no los encontraran hechos unos mendigos al regresar dentro de pocas horas, sí, dentro de pocas horas, pocas horas…, pero la bandada de niños desharrapados que rodeaba a Aglaée no oía nada, volando entre las gramíneas cuyas espadas herían sus caras y sus piernas, cayendo y levantándose, alcanzando el parque, remontando el declive del césped principal, agitados, clamorosos, los ojos enrojecidos de lágrimas y sol y polvo, cruzando el rosedal, espantando a los pavos reales que oteaban el escenario de su advenimiento desde las balaustradas, subiendo la gran escalinata hasta la terraza del sur, donde Aglaée y los pequeñuelos que gemían y unos cuantos de los mayorcitos que iban perdiendo la compostura necesaria para controlarlos también llamaban: Melania… Melania…
Había cerrado las ventanas del saloncito chino, atrincherándose allí contra los malvados que arrancaban lanzas y cortaban rizos a tijeretazos. Rechazaba toda relación con los irresponsables transgresores, sí, con los criminales que ponían en peligro el orden de las cosas al no acatar las leyes de sus padres. Melania no tenía instinto para la acción colectiva, sólo para la complacencia personal, para el regocijo, que creía abarcaban la totalidad de la experiencia. Pero al oír bajo su balcón las voces que aclamaban por ella —¿por qué por mí, se preguntaba?, ¿será porque me han visto protagonizar La Marquesa Salió A Las Cinco?—, se dio cuenta de que la historia, por decirlo de algún modo, la estaba arrastrando a desempeñar en ella, no sólo en la fantasía, un papel de estrella que iba a obligarla a abandonar la deliciosa indolencia que le era tan cara, para darse el trabajo de sustituir la historia por la fantasía, de modo que el lugar de ésta quedara acotado para siempre. En todo caso Juvenal la ayudaría. Antes que terminara el conciliábulo de la llanura se escabulló del grupo para volver junto a Melania y celebrar con ella un conciliábulo secretísimo destinado a neutralizar los efectos del de Wenceslao. Juntos, desde el saloncito chino, oyeron acercarse el griterío. Sólo la más dura autoridad, dictaminó Juvenal, la convincente reencarnación en ellos de la autoridad paterna podía impedir el desastre, producto de la vesania de Adriano —de seguro origen antropofágico—, inspirador de las teorías propagadas por Wenceslao. Contra estas teorías, no contra ese ser que era mejor no nombrarle a Melania para que la pobre no se extraviara en el pánico, tenían que luchar para que las cosas se mantuvieran en pie hasta la llegada de los grandes. Era preciso, antes que nada, revalorizar el peligro de los antropófagos que Wenceslao intentó desacreditar: si la amenaza de los antropófagos existía, existiría también la necesidad de unirse bajo el mando de ellos dos para buscar protección. Si los antropófagos no existían, en cambio, si era todo nada más que una engañifa, bueno, entonces surgirían opiniones y posiciones contradictorias, una pluralidad de actitudes para afrontar lo que sucediera, cabecillas pasajeros que pretenderían arrebatarles el poder, herejías y disidencias incontrolables. Estuvieron de acuerdo que por el momento no tenían tiempo para elaborar un plan: arreciaba la tormenta del pavor bajo el balcón engalanado por la glicina. No era imposible —aunque era difícil creerlo pese a que necesitaban pregonar una supuesta seguridad— que sus padres regresaran esa misma tarde y terminara todo con una distribución de azotes para castigar la consabida anarquía infantil. Con el fin de darse tiempo de actuar acertadamente era preciso distraer a los niños para que hicieran antesala, por decirlo así, antes de reingresar a la historia que ellos se encargarían de remendar y volviera a ser como siempre había sido, engolosinarlos con esta espera: al ser Juvenal y Melania los principales proveedores de golosina, adueñarse de sus voluntades. ¿Qué ardid más indicado para llevar esto a cabo que un episodio, propuesto como el episodio culminante, de La Marquesa Salió A Las Cinco, en el que ella y Juvenal y Mauro, como de costumbre, serían los protagonistas?
Los embates de la tormenta infantil iban a alcanzar el saloncito chino. Era necesario actuar. Pese a que no tenían tiempo para concertar un plan detallado, Juvenal y Melania sintieron confianza uno en la capacidad de improvisación del otro, de modo que sin titubear se dirigieron a la ventana.
Estaba cerrada. Pero en el rayo de luz de un postigo entreabierto, sobre la alfombra tenuemente azul, tenuemente amarilla, Cosme, Rosamunda y Avelino jugaban impertérritos al ajedrez con el ajedrez chino de marfil que en su vitrina era el ornamento más precioso del saloncito. Al verlos, Juvenal y Melania, que casi no recordaban que aburridos con el asunto de las lanzas los ajedrecistas se habían encerrado con ellos, se detuvieron:
—¿Quién les dio permiso…? —preguntó Melania.
—Está prohibido tocarlo, es pieza de museo —les advirtió Juvenal.
—Rompimos la vitrina y lo sacamos…
Iracunda, Melania le dio una patada al tablero y mechoneó a Rosamunda. Entre Juvenal y Cosme la aprisionaron para calmarla. Atenazada en sus brazos, Melania peroraba:
—¡Imbéciles! Romper la vitrina es una acción irreparable…, podían haberse apoderado del ajedrez por medios no irreversibles: acciones como ésta inauguran el caos. ¿Cómo vamos a arreglar el cristal antes que lleguen nuestros padres? ¿Y el asunto de las lanzas? ¡Cretinos!
Juvenal le pegó una palmada en la cara para tranquilizarla. Sorprendida porque nadie, jamás, la había tocado más que con caricias, Melania se calló.
—Mira —le dijo Juvenal recogiendo el rey blanco y otras piezas dispersas por la alfombra—. Es seguro que hoy todos haremos cosas irreparables. Pero es muy importante que lo irreparable que hagamos nosotros dos y ustedes los ajedrecistas, ya que están dentro del secreto, no lo sepan los demás. Tranquila, Melania: ahora tenemos que enfrentarnos con el estado llano, y si bien debemos calmarlo, podemos también cultivar su terror para así controlar por medio de él. A ver si eres mujer de veras, prima mía: ahora te toca actuar a ti. Adelante.
Y Juvenal abrió de par en par las ventanas.