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A estas alturas de mi narración, mis lectores quizás estén pensando que no es de «buen gusto» literario que el autor tironee a cada rato la manga del que lee para recordarle su presencia, sembrando el texto con comentarios que no pasan de ser informes sobre el transcurso del tiempo o el cambio de escenografía.
Quiero explicar cuanto antes que lo hago con el modesto fin de proponer al público que acepte lo que escribo como un artificio. Al interponerme de vez en cuando en el relato sólo deseo recordarle al lector su distancia con el material de esta novela, que quiero conservar como objeto mío, mostrado, exhibido, nunca entregado para que el lector confunda su propia experiencia con él. Si logro que el público acepte las manipulaciones del autor, reconocerá no sólo esta distancia, sino también que las viejas maquinarias narrativas, hoy en descrédito, quizás puedan dar resultados tan sustanciosos como los que dan las convenciones disimuladas por el «buen gusto» con su escondido arsenal de artificios. La síntesis efectuada al leer esta novela —aludo al área donde permito que se unifiquen las imaginaciones del lector y del escritor— no debe ser la simulación de un área real, sino que debe efectuarse en un área en que la apariencia de lo real sea constantemente aceptada como apariencia, con una autoridad propia muy distinta a la de la novela que aspira a crear, por medio de la verosimilitud, otra realidad, homologa pero siempre accesible como realidad. En la hipócrita no-ficción de las ficciones en que el autor pretende eliminarse siguiendo reglas preestablecidas por otras novelas, o buscando fórmulas narrativas novedosas que deberán hacer de la convención de todo idioma aceptado como no convencional sino como «real», veo un odioso fondo de puritanismo que estoy seguro que mis lectores no encontrarán en mi escritura.
Quiero que este capítulo de mi historia retroceda en el tiempo para analizar las actitudes de esta familia que estoy inventando —y de paso explicármela a mí mismo a medida que la construyo—, lo que echará luz tanto sobre aquello que sucedió en el día mismo de la partida de los Ventura como sobre los horrores que sucedieron después. Mi mano tiembla al escribir «horrores», porque según las reglas estaría anticipándome a los efectos que deseo producir: pero dejemos la palabra, ya que este tono se me ha hecho tan natural como un disfraz bajo cuya artificiosidad puedo actuar más libremente que si entregara mi prosa desnuda.
Básteme empezar diciendo que nadie en la familia Ventura se preguntaba si era agradable o no pasar los tres meses de verano en Marulanda. Lo habían hecho sus abuelos, sus bisabuelos y tatarabuelos, y el rito se cumplía todos los años, incontestado, monótono y puntual. Aislados por las modulaciones del sedoso pelaje de las gramíneas de la llanura donde no existían ni ciudades ni pueblos accesibles, añoraban el vecindario de otros terratenientes como ellos para intercambiar visitas.
Existía un motivo práctico para el sacrificio de este largo período de aburrimiento anual: era la única manera en que podían controlar la producción del oro de sus minas en las montañas azules que teñían un breve segmento del horizonte. El trabajo de los señores se despachaba con algunas incursiones de reconocimiento a todo galope, con algún sofocante descenso a las minas, y con inspecciones sorpresivas a los villorrios montañeses donde los nativos de fornidos hombros martillaban el oro con combos de madera, capa de oro sobre capa de oro y sobre capa de oro, hasta formar libritos de láminas impalpables como el ala de una mariposa que, con milenaria ciencia, apretaban en fardos cuya tensión interior mantenía la unidad y la forma de cada lámina, de cada librito, de cada fardo.
Sólo los Ventura podían firmar los documentos que Hermógenes les presentaba de vez en cuando. Los revisaban sin necesidad de levantarse de sus mecedoras colocadas junto a las mesitas de mimbre repletas de refrescos, bajo los tilos o en la terraza del sur. Después, ya no quedaba más trabajo que cargar los fardos en los coches al terminar el veraneo para transportar el oro a la capital —defendidos contra hipotéticos ataques de antropófagos que pretendían apoderarse de su tesoro por el ejército de servidores armados hasta los dientes, que también para eso los reclutaban y entrenaban—, donde comerciantes extranjeros de patillas coloradas y ojos aguachentos lo exportaban a los consumidores de todos los continentes. Los Ventura eran los únicos productores que iban quedando de oro laminado a mano, de tan alta calidad que no podían sino enorgullecerse de su exaltado monopolio: gente que sólo se contentaba con las materias más nobles siempre quedaría, y el oro de los Ventura estaba destinado a satisfacer sobre todo las exigencias de sus pares.
Desde siempre —y desde que los grandes, y los padres de los grandes a su vez, eran niños—, en cuanto terminaba la temporada de ópera y bailes en la capital y comenzaban a ralear los coches de la gente como ellos en la avenida de palmeras a lo largo del mar, apenas el silbido minúsculo de un mosquito entraba por una ventana o las cucarachas de patas peludas y caparazones rutilantes nacían en las miasmas de los rincones, los hombres de la familia fletaban un tren de innumerables vagones en que emprendían el viaje veraniego a Marulanda, con sus mujeres y sus hijos, con su hueste de sirvientes, con esposas embarazadas y niños de teta, con baúles, maletas y víveres, además de la incontable miscelánea de objetos necesarios para hacer tolerables tres meses de aislamiento. La línea férrea terminaba en un punto cerca del fin de las tierras bajas, después que se había dejado de oler el mar. Pernoctaban acampados en tiendas alrededor de la estación donde los esperaba una escuadra de carruajes de todas clases, hasta carretelas con toldos de estameña tiradas por lentos bueyes de colas pendulares ineficaces para espantar el ennegrecimiento de moscas. Al día siguiente, encaramándose en sus vehículos, emprendían el ascenso a climas más templados. Los caminos subían imperceptiblemente al principio, pero luego se empinaban para adentrarse en los primeros cordones de la cordillera, circundando el perfil de montañas horadadas por la picota de antiguos mineros que les habían vaciado las entrañas; vadeaban ríos, bajaban a valles, cruzaban desiertos y praderas y después de días y días de camino, por última vez hacían noche en el caserío de una meseta benigna, y luego otra noche más en medio de la desesperante llanura devorada por las gramíneas, al socaire de una capilla de historiada espadaña: esto ya era dentro de sus propiedades que se perdían de vista hacia todos los horizontes. Un antepasado eligió este lugar, sin que nada lo recomendara salvo su clima agradable, para construir en él su casa de campo.
Mucho se alegaba contra el lugar donde la habían emplazado. Pero era necesario reconocer que su construcción y su alhajamiento eran perfectos. Su parque de castaños, tilos y olmos, sus amplios céspedes por donde ambulaban los pavos reales, la diminuta isla de rocaille en el laghetto de aguas ahogadas por papiros y nenúfares, el laberinto de boj, el rosedal, el teatro de verdura poblado de personajes bergamascos, las escalinatas, las ninfas de mármol, las ánforas, remedaban sólo los modelos más exaltados, desterrando toda nota que lo comprometiera con lo autóctono. El parque, enclavado en esa llanura sin un solo árbol que manchar su extensión, era como una esmeralda, su profundidad cuajada de fantásticos jardines de materia más dura que la materia del paisaje: pero era una joya que casi no se notaba en la llanura donde el viento corría con los huidizos animales de astas soberbias que los niños solían divisar a través de la reja. Estos animales no tenían más que circunvalar esta joya descomunal para seguir señoreando en el espacio inalterado desde el principio del tiempo, ese tiempo que ya existía antes de la construcción de la casa y que seguiría existiendo después de su hipotética destrucción.
Aquí debo confiar a mis lectores que, aunque lo pareciera, no era verdad que la llanura había sido siempre igual. Los Ventura contaban entre sus triunfos el haber logrado alterar la naturaleza, demostrando así su poder sobre ella. Hasta varias generaciones antes, Marulanda había sido un sitio feraz embellecido por árboles, ganado, pastizales, huertas cultivadas por caseríos de nativos agricultores. Pero un tatarabuelo conoció a cierto extranjero durante un viaje y lo trajo a visitar sus tierras. Este personaje le metió en la cabeza que las llanuras de Marulanda rendirían mucho más que con la agricultura vernácula —e incluso más que con las minas de oro— si sembraba en ellas unas semillas que le envió como regalo dentro de unas cuantas docenas de livianísimos sacos. Esta gramínea, aseguró el extranjero, además de necesitar poco cuidado y escasa mano de obra era extremadamente remunerativa porque sus productos servían para todo: para forraje, para fabricar aceite con sus semillas, como grano, para trabajos de cestería y cordelería…, en fin. Cuando se abrieron los sacos una ventolera arrebató los vilanos de las manos que intentaban manejarlos, esparciendo por doquier sus semillas casi invisibles. Y al cabo de unos cuantos años la gramínea se había apoderado de toda la llanura, de horizonte a horizonte. Se comprobó que su cultivo era tan fácil, o que su enraizamiento en la región tomó esta forma aberrante y que tenía tal avidez por crecer, madurar, germinar, invadir más y más tierra, que en menos de diez años había exterminado sotos y plantíos, destruyendo árboles centenarios y hierbas beneficiosas, devorando toda vegetación, alterando el paisaje y la vida animal y humana, y ahuyentando a los nativos atemorizados ante la incontenible voracidad de este vegetal que probó ser inútil. Éstos se vieron obligados a emigrar a las montañas azules, donde, al engrosar las filas de artesanos del metal, acrecentaron la producción de oro laminado, compensando con creces lo que se perdió cuando la maligna estirpe de plantas devoró las tierras, transformándolas en una barrera insalvable. A la llegada de los Ventura todos los años, las espigas de las gramíneas eran adolescentes varas verdes que inclinaban con gracia sus apretadas cabezas. Pero a su partida, al finalizar el verano, constituían una selva altísima, platinada, que erguía sus penachos inútiles entregados a constante danza. Después de la partida anual de la familia, los vientos del otoño desprendían de las cabezas de las espigas una ahogante borrasca de vilanos que hacía insoportable la existencia humana y animal en la región. Duraba hasta que los hielos del invierno quemaban sus tallos, dejando la tierra aterida como antes que comenzara la vida.
No eran, sin embargo, sólo los requerimientos económicos lo que impulsaba a los Ventura a emprender año tras año el agotador viaje a sus tierras. Los animaba una motivación más alta: el deseo de que sus hijos crecieran con la certeza de que la familia es la base de todo bien, en lo moral, en lo político, en las instituciones. Así, durante los tres meses de encierro en el parque rodeado de lanzas, en las habitaciones fragantes de maderas nobles, en la infinita proliferación de salones, en el laberinto de bodegas que nadie había explorado, se consolidaría entre los primos una homogeneidad que los ataría con los vínculos del amor y del odio secretos, de la culpa y el gozo y el rencor compartidos. Y al crecer se irían cicatrizando estas heridas, uniendo a los primos con el silencio de los que todo lo saben de todos los demás y por lo tanto es innecesaria otra forma de comunicación que la de repetir los dogmas. Leyes incontestadas surgirían de este entierro de los secretos de la niñez, de la memoria unitaria de generaciones cómplices que participaban en los ritos anuales. Una vez violados estos ritos nada podría contener la diáspora. Entonces, los secretos enterrados con máscaras infantiles en la tácita confabulación del olvido aparecerían en la superficie luciendo aterrorizantes facciones adultas, tomando la forma de monstruosidades o vergüenzas para aquellos que no estuvieran enterados de que el silencio puede tomar el signo de la elocuencia para los enterados del léxico tribal.
Quizás uno de los tantos móviles inconfesados que en el verano de que estoy hablando los instó a enamorarse de la idea de hacer el paseo a un paraje libre de cuidados, fuera que se hacía más y más apremiante enfrentarse con el hecho de que en el futuro iba a ser definitivamente imposible contar con los cuidados de Adriano Gomara, cuya locura —dijera lo que dijera Adelaida que siendo la mayor tenía autoridad para establecer la versión oficial de todo lo que atañía a la familia— era locura, y no sólo una pena que el día menos pensado se le iba a pasar. Cada año venían a Marulanda con menos entusiasmo porque vislumbraban la posibilidad de no venir más, de romper el rito, ya que se habían acostumbrado a la comodidad de veranear con un médico en la familia, cosa que ahora les parecía imprescindible: el creciente miedo de no contar más con él acercaba la dispersión. Poco antes del paseo, Ludmila, Celeste y Eulalia, caminando bajo sus sombrillas en el rosedal cuyas flores, al atardecer, parecían gigantescas, aromáticas y de colores tan extravagantes como si fueran artificiales, comentaban:
—Su contacto con los nativos lo precipitó en el delito, como a cualquiera que se relaciona con seres que, aunque remota o simbólicamente, hayan considerado posible comer carne humana.
—¿Por qué Adriano no intenta entretenerse con algo positivo, como la pobre Balbina con Wenceslao?
—¡Ese niño está de comérselo!
—Todos los niños, por gracia de su naturaleza infantil, son exquisitos, como para comérselos a besos…
—¿Por qué no lee y se queda callado?
—Los libros terminarían de deteriorar su cerebro.
—En todo caso, es el colmo que se pase el día ocioso quejándose desde su torreón, donde me imagino que estará rodeado de comodidades, dejándonos a nosotros a la merced de las más atroces enfermedades.
—Sería, en verdad, insoportable traer a un medicucho de la capital, que se metería en los asuntos de la familia y pretendería que lo tratáramos como a un igual.
—Y lo necesitamos.
—Eso no significa que sea nuestro igual.
—¡Dios mío, no, por cierto!
—El deber de Adriano es sanarse para cuidarnos.
—Sí. Es su deber considerar el hecho de que ya no estamos tan jóvenes.
—Sufrimos de reumatismo.
—Y de sofocos, que es lo peor.
—Y los niños perversos se caen de los árboles y se espinan la mano y les da difteria…, nos podrían contagiar…
—Y también a los sirvientes, que se contagian con toda suerte de sucios males a los que por fortuna nosotros somos inmunes, y podrían enfermarse…
—¡Ay! ¿Entonces quién protegería el oro a nuestra vuelta a la capital?
—No sé. No sé. Corramos un tupido velo sobre este asunto.
Suspiraron. Continuando su paseo tomadas del brazo dieron vuelta alrededor de la urna elevada sobre un pedestal, y por el mismo sendero regresaron a la terraza del sur. En fin: anoche Adriano había gritado sólo dos veces. No, tres. En todo caso, era la hora del té.
Cuando en el viaje de ida a Marulanda llegaban al fin de la vía férrea los esperaba ahora, además de los consabidos carruajes, un extraño vehículo que semejaba un gran cajón pintado con las descoloridas letras de un circo de fieras, el lado abierto clausurado por barrotes. Allí metían a Adriano. Hacía el trayecto a la cola de la caravana para que no perturbara a aquellos que durante un tiempo se dignaron considerarlo como un igual, en esa jaula sobre cuatro ruedas pintadas con estrellas rojas y payasos. La jaula los esperaba todos los años al final del ferrocarril porque el tiempo no curó a Adriano Gomara, quien, como todos los seres no pertenecientes a la casta de los Ventura, adolecía no sólo de falta de control sobre sus nervios, sino de un egoísmo que le impedía hacer un esfuerzo para reintegrarse a la sociedad.
Sí, en muchos sentidos Adriano sería el culpable de una eventual dispersión de la familia. Siempre se había hablado de las culpas de Adriano Gomara. Pero Balbina, la menor de las Ventura, y no sin razón porque nadie podía negar su apostura, jamás quiso oír las cosas que de él decían. Nadie —ni sus padres ni sus hermanos, que por eso la cuidaban tanto— ignoraba que Balbina Ventura era tonta de capirote. Lo único que le divertía era mimar a sus diminutos falderos blancos y no sabía desplegar otro esfuerzo que el de peinarlos para que estuvieran esponjosos como vellones. La aquejaba, además, un mal gusto verdaderamente fantástico en el vestir, una incontrolable inclinación por cubrirse de lazos, blondas, tules y cadenitas, que decoraban la espléndida redundancia de su torneada carne lechosa y de sus rizados cabellos rubios. Su madre le decía:
—Pero hija ¿vas a salir así? Pareces un escaparate.
—Comprendo que soy cursi. Pero a mí me gusta.
Indiferente a críticas y consejos, aletargada en el fondo del victoria que la llevaba al paseo de las palmeras donde todo el mundo se daba cita a última hora de la mañana, casi no miraba a los muchachos que se le acercaban guiando acharoladas calesas, o a los elegantes jinetes que la saludaban desde la montura de sus alazanes. Era como si su conciencia de todo lo que veía fuera una llamita muy tenue. Y cuando sus hermanos esperanzados la interrogaban acerca de estos caballeros, Balbina ni siquiera se acordaba de sus apellidos. La familia comenzó a inquietarse por la suerte de Balbina, que, pese a su mente infantil, ya era toda una mujer. La madre tranquilizaba a los hermanos:
—Déjenla que haga lo que quiera. Es fría como un pescado. Lo cual me conviene porque se quedará soltera, acompañándome. Aunque quizás resultaría ser buena madre, como tantas mujeres que no son capaces de enamorarse.
Sin embargo, cuando apareció Adriano Gomara, de más edad que ella y perteneciente a un mundo en cierto sentido marginal puesto que era sólo un médico, la llamita que ardía sin calor en la carne estatuaria de Balbina se transformó en una hoguera. Bailó y rió y lloró incansablemente. Atenuó el gusto barroco de su vestimenta, adivinando que era preferible que el lujo de su carne fuera protagonista no lo que la cubría. Desoyó al coro de la familia que le imploraba que tuviera cautela, ya que —aunque se trataba de uno de los profesionales más distinguidos de la capital— no siendo uno de ellos, pariente como todos por sangre, por educación y por leyes acatadas sin enunciarlas, no podían predecir cómo se desempeñaría en su papel de marido. Adriano pertenecía a una especie desconocida para los Ventura, un ser distinto que tenía la extraña costumbre de sopesar, antes de aceptarla, ambos lados de cualquier proposición; que sonreía imperceptiblemente, y sólo con los ojos, al plegarse a los ritos que a ellos los definían; que permitía que se murmurara de él que era liberal, aunque jamás hubo pruebas de tan horrendo crimen; que apreciaba o rechazaba a la gente por motivos ininteligibles para ellos… y claro, estos desplantes de advenedizo podían atraer la desgracia sobre la familia, como sus hermanos no se cansaban de repetirle. Balbina contestaba:
—La culpa no será suya.
Dócil, sobre todo por indiferencia, a los estímulos que hasta entonces conocía, desoyendo las advertencias del afecto, se dejó arrastrar hasta el fin porque le habían enseñado que una muchacha como ella tiene el privilegio de encontrar irrazonable resistirse a lo placentero. Hasta que Balbina se casó con su médico de bigotazos rubios en la basílica junto al mar, porque la cosa ya no tenía remedio, y a Adriano Gomara, que además de ser excelente jinete tenía la cabeza muy bien puesta en su lugar, no era como para hacerle ascos a estas alturas simplemente porque no era dueño de toda una provincia, como ellos. Los Ventura, entonces, echaron la casa por la ventana en los esponsales más espectaculares que jamás se vieron en la ciudad, para callarle la boca a cualquier intrépido que pusiera en duda la incomparable distinción de un médico como Adriano Gomara.
2
Adriano era tan diferente que supo dejar que su superficie se mimetizara en seguida con los Ventura. No tardó en adquirir la misma epidermis que esta gente simple, opulenta y amoral, cumpliendo con ciertas formas y puntualidades que lo vistieron de un ropaje bajo el cual permaneció libre para continuar siendo quien era. Es verdad que todos los ceños familiares se fruncieron cuando Adriano, durante el primer veraneo después de su matrimonio, dijo que como médico le resultaba imposible negarse a atender a los nativos del caserío que quedaba a poca distancia de la casa de campo. Pero fue lo suficientemente agudo como para no desdeñar la amonestación de sus ceños. Al contrario, con el fin de que nadie advirtiera lo que hacía, se levantaba dos horas antes del alba para ir a visitar las chozas, sin comentar a su regreso lo que allí había hecho y visto. Tomaba la precaución, eso sí, de regresar antes que sus parientes pudieran echarlo de menos, y se reunía con ellos ya fresco, sus arreos de profesional cambiados por sus ropas de caballero, sobándose las manos con el placer anticipado de una insidiosa partida de croquet.
Pero Balbina lo echaba de menos. ¡Le hubiera gustado tanto holgar con él en el lecho durante las largas mañanas del verano! Cada año le parecía más difícil comprenderlo o, ya que ella no se lo formulaba así, más difícil saber cómo obligarlo a complacerla. Llegó a la convicción de que todo se debía a la influencia nefasta de los nativos. Pero no dijo nada porque no sabía cómo hacerlo. Una tarde, sin embargo, paseando bajo los castaños, mientras intentaban enseñarle a la pequeña Mignon a jugar al diábolo, llegaron hasta la reja de las lanzas. Balbina se detuvo, quedando con la vista fija en el grupo de chozas que se alzaban en la llanura.
—Dicen que son hediondos —murmuró.
—¿Cómo pueden saberlo si nadie de tu familia se ha acercado a un nativo?
—¿Cómo se te ocurre que se les van a acercar? Nunca, por otra parte, entran en el parque. Sabes muy bien que se entiende con mi hermano Hermógenes a través de la ventana que se abre al patio del mercado cuando traen productos para vender.
—¿No te dan curiosidad?
—¡No! ¡Qué asco! ¡Andan desnudos!
—Pero el cuerpo humano desnudo no es asqueroso, eso te lo he enseñado, amor mío.
—¡Su desnudez es un insulto dirigido a nosotros!
—No es un insulto, Balbina. Más bien una protesta.
—¿De qué protestan? ¿Acaso no los compensamos por las cosas que traen a la casa? Si no fuera por lo que les damos serían aún más pobres que lo que son. Esa cola de carne que les cuelga por delante a los hombres, esas protuberancias de que las mujeres hacen gala en su pecho no son desvergonzadas ni inmorales. Su insulto no nos llega. Sería como sentirse insultados por la desnudez de una vaca o de un perro. No niegues que son inmundos…
—Los nativos son la gente más limpia que conozco.
Balbina quedó desconcertada ante esta contradicción de uno de los dogmas de la familia. Adriano le contó que, en efecto, cuando él llegó a Marulanda los nativos eran sucios y vivían en chozas pestilentes con sus animales y sus hijos. Una costra de mugre cubría sus cuerpos y les pegoteaba el pelo, y las moscas se cebaban en sus ojos legañosos y sus babas. Era como si el desaliento los hubiera derrotado hacía tanto tiempo que la aceptación de la enfermedad fuera su expresión más justa.
—¿Cómo puedes decirme entonces que son limpios?
—Las cosas han cambiado. Escucha.
Adriano le contó cómo, a raíz de que durante su primer veraneo en Marulanda, Hermógenes se quejara que los nativos le traían cada vez menos productos, hizo averiguaciones que produjeron la noticia de que un mal desconocido estaba matando a los habitantes del caserío. El médico mantuvo una conferencia secreta con su cuñado, que aunque manifestó su temor de que Adriano se sometiera a la influencia de estos epígonos de los antropófagos, prometió no decir nada sobre la proyectada excursión al caserío para que no se extendiera el pánico en la casa de campo. Y Adriano, una mañana, galopó en su bayo a visitarlos:
—¿Fue la primera vez que me dejaste? —le preguntó Balbina.
—Sí.
—¿Cómo quieres, entonces, que no los odie?
—Escucha…
Al ver llegar al jinete, los nativos huyeron como ante la llegada de un demiurgo que trae escasos víveres y cuantiosos males. Un olor nauseabundo envolvía las casuchas. Los vientres hinchados de los niños plomizos de suciedad, sus párpados color violeta, los rostros sin carne de los moribundos le indicaron al instante a Adriano cuál era el mal. Pidió que lo llevaran a ver el agua. Por entre las chozas lo condujeron al riachuelo infestado de heces humanas, las miasmas fétidas hirviendo de microorganismos asesinos. Preguntó:
—¿De dónde vienen estas aguas?
Señalaron la casa de campo. Existía allí un sistema de desagüe de reciente instalación que vaciaba los desperdicios de los Ventura en el riachuelo. Nadie pensó que más abajo, en el curso del agua, vivían los nativos, cuyas huertas y salud iban a sufrir como consecuencia del refinamiento de los señores. Adriano atendió a los enfermos, pero sobre todo los obligó a cambiar el caserío a otro emplazamiento. En dos días cada familia construyó con las gramíneas secas una nueva choza en forma de hongo junto al riachuelo, ahora antes que sus aguas recibieran los desperdicios de la cloaca de la casa de campo.
—Al volver al año siguiente —continuó Adriano—, durante mi primera noche aquí, cuando estaba preparando mi ropa para salir antes del alba a ver cómo andaban las cosas en el caserío, escuché mi nombre susurrado por cientos de voces que se identificaban con el murmullo de las gramíneas. Cuando por fin partí en el bayo que me tenía preparado Juan Pérez, encontré a los hombres de la tribu esperándome afuera de la reja, susurrando mi nombre con ese fervoroso secreteo aprendido del rumor de las gramíneas. Me condujeron a una explanada de arena blanca junto al agua transparente donde habían construido sus chozas: todos los pobladores estaban en el agua, bañándose, hombres, viejos, mujeres, niños, lavándose unos a otros en un ceremonioso acto de amor, ayudándose, peinándose mutuamente los cabellos…, el ritual del baño comunitario había vuelto con la restitución de las aguas limpias y de la salud. Y al lavarse, cantaban…
—¿Y eran bonitas sus canciones?
—¿Bonitas como las de Mignon, por ejemplo?
—Sí, bonitas como Connais-tu le pays où fleurit l’oranger…; ¿Sabes? He decidido que a la hija que estoy esperando le pondré Aída, que es mi ópera favorita.
Adriano se dio cuenta que Balbina se había extraviado del curso de la conversación porque no le interesaba. Le preguntó:
—¿Y si no es niña?
—Niño no quiero.
—¿Por qué?
—Los hombres son raros, como tú, que inventas mentiras sobre los nativos. Lo que quiero es una hija, hijas que me acompañen, para divertirnos juntas yendo de compras y donde la modista.
Al cabo de unos años, en vista de las ausencias matinales de su marido, Balbina compró cuatro diminutos falderos blancos, animalitos malignos y rabiosos, de naricilla rosada y ladrido de tiple, que todos los primos detestaban no sólo por ridículos sino porque mordían y arañaban, rompiendo con dientecitos filudos sus muñecas, sus álbumes y sus medias. Mignon y Aída, en cambio, los defendían, quizás porque ellas mismas, a pesar de ir siempre emperifolladas como bomboneras, eran tan odiadas como los falderos, por feas y acusetas. Casimiro y Ruperto hacían que los perros se excitaran con la pierna desnuda que Teodora les ofrecía. Histéricos, temblorosos, como en un trance, los bichos se prendían de ella mientras Casimiro corría a buscar al tío Anselmo, que había sido seminarista, para que pusiera fin a este maleficio.
—¿Qué hacen, tío?
—¿Y eso colorado que les asoma del vientre, qué es, tío?
—¿Y por qué es como mojado?
Anselmo se santiguaba, despachando a los niños a rezar rosarios, asegurándoles que los perros estaban tan enfermos que era urgente deshacerse de ellos. Esta situación estuvo repitiéndose a diario con Teodora, que llegó a gozar entre los primos del prestigio de exhalar cierto perfume que exaltaba la sexualidad, y quizás, cuando fuera grande, iba a enloquecer a los hombres, igual que Eulalia, su madre. Anselmo reclutó a uno de los primos mayores al que le enseñaba box, y después de insinuarle ruborosas verdades acerca de la vida —que una docena de primos desternillándose de risa escucharon desde detrás de una cortina; Teodora, al oírlo, opinó que ninguno de los grandes sabía nada sobre sexo; pobre madre, suspiró, con razón es adúltera—, le mandó que se deshiciera de los perros. Fueron aprisionados por un pelotón de primos que los echaron del parque por los intersticios de la reja de lanzas: en la llanura, animales más respetablemente voraces darían cuenta de sus mínimas existencias decorativas. Cuando Aída y Mignon preguntaron por ellos, les contestaron que los antropófagos los habían devorado a manera de hors d’oeuvre antes de comérselas a ellas si le contaban a su madre lo sucedido.
El tercer alumbramiento del Balbina la hizo olvidar sus falderos. El fruto de su insatisfecho amor por Adriano, que usaba su carne y después desaparecía, fue un niño al que no quiso ver ni elegirle nombre. Temeroso de que a su mujer se le ocurriera bautizarlo Rigoletto, la ópera estrenada con tanto éxito ese invierno en la capital, Adriano se apresuró a darle el nombre de su propio padre: Wenceslao. Después de un mes en que Balbina parecía haber olvidado el hecho de su reciente maternidad, una tarde vio a Wenceslao riéndose en los brazos de su hermana mayor, rubio y de ojos azules como buen Ventura, mecido en una ola blanca de encajes. Lo mostró a Aída y Mignon, que no se separaban de la falda de su madre por miedo a los antropófagos, diciéndoles:
—Miren. Es más bonito que ustedes dos.
Mignon y Aída bajaron la cabeza. Balbina, exasperada, les ordenó que no hicieran ese gesto tan feo que las hacía asemejarse a los nativos. Que consideraran que ya eran grandes, que tenían seis y tres años y debían saber comportarse. Lo que ambas niñas sabían de sobra era la imposibilidad de ganar el afecto de sus padres, porque por un inexplicable escamoteo de genes nacieron oscuras y feas aunque hijas de esos dos seres luminosos que eran Balbina y Adriano. Nadie se lo explicaba. Aunque, claro, en la intimidad de las sombrillas, al pasear por las avenidas del parque, las mujeres no dejaban de repetir que cómo iba a saber una quién fue el abuelo y quién el bisabuelo de Adriano, y mejor ni pensar de dónde habían salido las mujeres de su familia, de modo que todo era posible. Cuando Balbina hizo comparecer a sus hijas ante el lecho de muerte de su abuela, para que las bendijera antes de expirar, la vieja revivió un instante con el único propósito de hacer este último comentario:
—¿Cómo se le puede exigir a Balbina que sea buena madre de estos dos mamarrachos? ¡Pobre mujer! ¡Con lo tonta que es! ¡Qué triste destino ser madre de hijos a los cuales es imposible amar!
Y expiró con un eructo feroz.
Estas palabras, que las niñas escucharon con atención, y la falta de fingimiento de Balbina, certificó aquello que las dos hermanas ya adivinaban tras la compasiva actitud de sus parientes: que ellas eran seres situados fuera del amor, aun del amor de sus padres, cuyos esfuerzos por mimarlas eran rechazados como mentira por estos dos seres agrios. Afectando una debilidad maternal por el hermanito, se dedicaron a cuidarlo y a jugar con él si alguien las vigilaba. Pero en cuanto las dejaban solas lo pellizcaban, lo hacían caer de su silla, lo alentaban para que se acercara gateando y con sus manecitas probara jugar con las ascuas de la chimenea.
Espero que mis lectores estarán de acuerdo —y que alguna vez hayan sentido la perturbadora herida causada por este sentimiento— en que la belleza tiene el poder de transgredir todas las fronteras, liberando la imaginación para que impere sobre la realidad. Si es así, podrán creerme que Balbina olvidó que Wenceslao era hombre para que, de este modo, se ajustara a sus fantasías, y vistiéndolo de niña no se acordó más de sus dos hijas feas, embelesada con la tez rosa y los ojos de lucero de su hijo.
A medida que Wenceslao fue creciendo, Aída fue separándose de Mignon porque se prendó de Wenceslao, que al comenzar a hablar con prodigiosa celeridad reveló ser ocurrente y divertido. ¿Cómo no preferir sus piernecitas sonrosadas a las flacas rodillas de Mignon que atenazaban sus piernas en la cama obligándola a prometer y a hacer cosas que ella no quería ni prometer ni hacer? Mignon la interrogaba, amenazándola con dientes de antropófagos hincándose en las partes más tiernas de su anatomía, y mientras le hablaba iba apretándola hasta hacer crujir sus huesos.
—¿Es verdad que perdiste esos bombones que te ordené que le quitaras?
—Sí.
—¿Dónde están?
—No sé.
—¿Eres idiota que no sabes?
—Me los comí.
Mignon encendió la lámpara del velador. Alzándola sobre la cabeza de su hermana que reposaba en la almohada, le dijo:
—Confiesa la verdad. ¿Oyes a los antropófagos recitando tu nombre allá afuera? Dicen que vendrán a comerte.
El susurro de las gramíneas envolvía la casa. Mignon iba acercando la lámpara a su hermana, urgiéndola a confesar, que la mataría si no confesaba, hasta que Aída, aterrada con el calor de la lámpara junto a su rostro, estalló en llanto, reconociendo que se los comieron juntos mientras dejaba que Wenceslao hurgara en su cuerpo de niña para confirmar la diferencia con el suyo, pese a sus parecidos atuendos femeninos. Furiosa, Mignon agarró un mechón de la cabellera de Aída —su orgullo por lo abundante, en contraste con los escasos cabellos color topo de su hermana, quien a menudo de los peinaba asegurándole que era la cabellera más hermosa del mundo— y le quemó el mechón en la llama de la lámpara. Ardieron pelos, camisón, sábanas, mientras Mignon sujetaba a su hermana por la garganta para que no gritara repitiéndole una y otra vez que lo único que deseaba era verla achicharrarse. Cuando Aída pudo lanzar un grito aparecieron Balbina y Adriano seguidos de Wenceslao, que protestó:
—¿Qué es esta algarabía? ¿Que no saben que los niños de cuatro años como yo tienen que dormir por lo menos doce horas?
Apagaron las sábanas en las que Aída y Mignon sollozaban incapaces de responder a las preguntas de sus padres. Balbina sentó a Aída frente al espejo de su tocador.
—¡Un desastre! —exclamó—. ¡Una verdadera tragedia! Cuando justamente pasado mañana es el cumpleaños de Adriano y vamos a celebrarlo con una fiesta en que quería que la familia pudiera felicitarme por lo menos por tus bonitos cabellos. Mira ahora. Esto es una calamidad. Te raparé.
3
A esta altura de mi historia no puedo dejar de adelantar a mis lectores que sólo en el crepúsculo del día del paseo, cinco años después de lo que estoy contando, en el momento mismo en que Wenceslao percibió que el parque disimulaba a una cohorte de personajes esplendorosamente ataviados, estalló en su mente la certeza de que los acontecimientos de cinco años antes, que ahora me propongo relatar, fueron parte de la realidad reprimida en obediencia a una orden de su padre, no inconexos fragmentos de un sueño.
En todo caso, para comenzar por el comienzo, diré que en el alba del día de su cumpleaños, como de costumbre, Adriano preparaba sus arreos para partir antes que aclarara. Balbina intentó detenerlo: que por favor hoy, cuando ella se proponía festejarlo con su propio cuerpo y más tarde la familia entera con regalos, se quedara en casa. Además, no podía, no debía abandonarla cuando aún la agitaba la tragedia de la cabellera de Aída. Se retorcía desnuda sobre las sábanas: maravillosamente desvergonzada para insinuarse, su carne lechosa era quizás demasiado abundante para algunos gustos pero no para el suyo…, si tocaba su piel imperceptiblemente húmeda sus manos no podrían dejar de adherirse a ella para buscar nuevas sorpresas en lo archiconocido. Pero no, se dijo Adriano. ¿Para qué insistir? Balbina era incapaz de aceptar a los seres enteros, tanto a una hija con cabellera chamuscada como a un marido cuyo horizonte se dibujaba más allá del límite de su pobre imaginación. En siete años de matrimonio sólo el cuerpo de Balbina conservó misterio, porque para Adriano no quedaba misterio alguno en los repliegues de su egoísmo, que en último término, y aunque su cuerpo pareciera contradecirlo, no era más que una pasmosa frialdad. Al comenzar a vestirse, sin embargo, Adriano olió el ligerísimo sudor de su mujer perfumando el dormitorio. No pudo dejar de jugarse la última carta y le propuso:
—Muy bien. Me quedo. Pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que no pasemos, tú y yo y los niños, la mañana de mi cumpleaños en esta casa con tus hermanos y tu familia. Quiero que hoy vengas conmigo. Mañana me quedaré yo contigo.
Balbina titubeó. Adriano dijo, haciendo ademán de abandonarla:
—Bueno. Si no quieres…
Ella lo retuvo:
—Prométeme que no volverás a salir en las mañanas.
—Sí.
Adriano no alcanzó a comprender la magnitud de su promesa porque se había lanzado sobre el cuerpo de su mujer, forcejeando entre la necesidad de desembarazarse de las prendas que ya se había puesto y su urgencia por agotarse en lo que se agazapaba entre aquellos muslos fastuosos. Y en la pegajosa penumbra del descanso después del amor, con un puro en la boca del que Balbina tomaba una que otra chupada, Adriano le explicó lo que ella quería saber.
Balbina sopesó la proposición de su marido, llegando a la conclusión de que si la desagradable experiencia propuesta por Adriano para celebrar su cumpleaños afuera de la cada le aseguraba todas las mañanas del verano compartidas en el lecho, el riesgo de sentir desagrado esta única mañana valía la pena. Vistieron a los niños con sus trajecitos blancos de marinero y bajaron a los subterráneos antes del amanecer.
La casa, posada sobre un levantamiento del terreno apenas más perceptible que un suspiro en el cuerpo tendido de la llanura, se hallaba construida encima de un intrincadísimo panal de bóvedas y galerías ahuecadas en innumerables niveles de profundidad. Cerca de la superficie y relacionados con ella por el necesario ir y venir, se extendían las instalaciones de las bodegas donde enólogos cuidaban de los vinos con los miramientos debidos a personajes de alcurnia, además de las despensas y cocinas, tanto las en uso como las abandonadas. En los aledaños nacía el laberinto de pasadizos, de los cuales brotaban alvéolos, cuevas, celdillas, aberturas, cámaras abatidas por repentinas sábanas de telarañas y frecuentadas por animalitos mucilaginosos e inofensivos que casi no se movían. Aquí quedaban los cuarteles para los sirvientes carentes de jerarquía, donde la inidentificable soldadesca dotaba de cualquier rasgo individual a sus escuetas vidas privadas junto a los jergones que constituían sus viviendas temporales: un caballerizo muy joven, casi un niño, cuidaba a una lechuza regalona en una jaula construida con el armazón de alambres de una vieja falda de Celeste; a la luz de un candil, un pinche de cocina remendaba un calcetín a listas estridentes para lucirlo quién sabe en qué ocasión; un turbulento grupo jugaba al naipe, apostando una imaginaria noche en los brazos de Eulalia, el estupendo tordillo de Silvestre, una docena de azafatas de plata del servicio de aparato. Tras un recodo, un melancólico muchacho del sur entretejía el inútil ardor de las melodías de su tierra pulsando una mandolina rota encontrada en un desván. También en las inmediaciones se hallaba el cultivo de hongos, pálidos, gordos como el vientre de un sapo, cuyo encargado, al poco tiempo de encierro en el subterráneo, llegaba a ser tan frío, tan quieto, tan ciego como esas deliciosas criptógamas a que los señores eran tan aficionados. Bastaba avanzar con un candil en la mano, aventurarse un poco más allá de donde quedaron pudriéndose los jergones del año pasado, para llegar a otros sistemas de celdillas del panal, donde los nuevos criados, después de colgar sus libreas relucientes o sus botas o sus mandiles, iniciaban, después del trabajo diario, simulacros de vida personal antes que fueran abortados por la fatiga o la desesperanza. Poco tardaban en darse cuenta de que si avanzaran hacia el lado de donde venía el frío por los túneles, entre líquenes y filtraciones, abriéndose paso por abandonados jardines de hongos que producían aberrantes especies barrocas como el cáncer, hacia cavernas y pasillos construidos de antigua piedra o socavados en materia natural donde chisporroteaban cristales, podían encontrar cosas desazonantes. Pero ninguno de los Ventura bajaba jamás al subterráneo. Salvo Lidia, a vigilar cocinas y despensas, y una vez al año, a la llegada del nuevo contingente, para señalarles con un dedo el sitio donde debían instalar sus jergones.
Por los vericuetos del subterráneo, en esa mañana de su cumpleaños, en la cual acontecieron tantas cosas que determinan el desarrollo de esta novela, Adriano avanzaba llevando una lámpara en una mano y a Wenceslao de la otra, seguido por Balbina que tenía de una mano a Mignon y a Aída de la otra. Dejaron atrás todo rastro humano, toda señal de que alguna vez hubiera existido vida en estas profundidades. En un punto comenzaron a descender verticalmente por una escalera de caracol que horadaba la tierra, hasta transformarse, llegado a cierto nivel, en el hilo horizontal de un pasadizo que siguieron. El aire seco, estático en este sector sin temperatura, era tan antiguo que parecía detenido en otra época geológica: nada podía brotar ni nacer ni descomponerse en esta atmósfera, sólo mantenerse igual. Cruzaron una gruta de bóveda altísima cuyos cristales se encendieron como una constelación descubierta con los reflejos de la lámpara, devueltos por el estanque de aguas que jamás se habían movido. Adriano se detuvo junto a una puerta. Le dijo a su familia:
—Olvídense de lo que aquí van a ver. No toquen nada.
Y tal como dije más arriba, Wenceslao, que obedecía ciegamente a su padre, de hecho lo olvidó. Adriano, con un pie, abrió la puerta. Una vez dentro sostuvo la luz en alto para mostrar formas, colores, materias tan ricas y suntuosas que Balbina gritó:
—¿Por qué no puedo tocar estos disfraces tan lindos?
—Porque no son tuyos.
—¿No están, acaso, en el sótano de mi casa?
—Sí. Pero no son tuyos.
Sólo el terror de que Adriano avanzara con la lámpara dejándola sola en este laberinto impidió que Balbina se lanzara a escarbar entre esos ropajes bárbaros colgados de los muros, pieles moteadas de animales ahora inexistentes, tocar los colores ardientes de mantos y alfombras y tapices y de filas de cacharros nacarados en los estantes, apoderarse de esas diademas con crestas de plumas, de esos aderezos de oro trenzado, fundido, repujado, pectorales relucientes, máscaras, brazaletes, cadenas, grandes placas con cifras.
Salieron de la estancia. Afuera, en otro pasadizo, los esperaban dos nativos desnudos portando teas ardientes. Adriano cerró la puerta, clausurando la memoria de Wenceslao. Sólo se dio cuenta que las joyas y mantos vistos años antes tan brevemente eran verdaderos, en el instante en que percibió a los nativos luciéndolos al emerger de la penumbra de los árboles.
El trayecto por los subterráneos no se hizo largo porque la visión de los tesoros desató la lengua de Balbina:
—¿No les has contado nada? —le preguntó a Adriano.
—¿A quiénes?
—¿A mis hermanos?
—No. ¿Por qué?
—Me van a querer quitar estas cosas.
—Ya te dije que no son tuyas. Pero no hay peligro que las toquen porque no saben que existen. No constan en ningún inventario de la casa. Tu familia ignora la existencia de estos tesoros porque están ocultos aquí desde hace tanto tiempo que ya en la época de tu abuelo se había perdido este recuerdo.
—¿Cómo sabes tantas cosas tú, que al fin y al cabo no eres de la familia?
—Porque, justamente, no soy Ventura.
—Déjate de tonterías. Estoy segura que los nativos, que te creen una especie de dios y eso te encanta, te enredan con sus mentiras y tú simulas creérselas para dominarlos. Esas cosas me pertenecen: si tú eres dios, yo soy la esposa del dios y tengo derechos.
Adriano meditó que el grito de admiración de Balbina al ver todo ese esplendor enterrado no había sido más que un simulacro que disfrazaba la codicia: la familia Ventura sólo era capaz de admirar algo si tema la posibilidad de adquirirlo. ¿Sus gritos de placer entre sus brazos eran, entonces, ficticios, interesados, instrumentos destinados a adquirirlo a él? En todo caso, los símbolos rituales de la raza despreciada no representaban para ella la majestad de un mundo coherente, aunque ahora vencido, sino que configuraba un abigarrado guardarropa de teatro. Mignon, Aída. ¡Sí, sí! ¡Qué fácil era odiarla! Seres como ella les habían arrebatado sus arreos de guerreros y sus paramentos sacerdotales para encerrarlos en el fondo de esta antigua mina de sal y olvidarlos al construir encima de ella una casa de campo y un parque cuya razón misma de ser era, posiblemente, la de ocultarlos. Desde que les arrebataron sus vestiduras los nativos andaban desnudos a manera de protesta. Antepasados Ventura les habían ordenado que cubrieran sus vergüenzas. Pero los nativos se negaron a hacerlo, poniendo como condición que les devolvieran sus ropajes, y amenazando con que si empleaban la fuerza para obligarlos a vestir emigrarían, interrumpiendo así tanto la producción de las minas de oro de las montañas azules como el suministro de alimentos veraniegos, inutilizando de esta manera la casa de campo, que devorada por las gramíneas no tardaría en ser restituida a la llanura. Como era posible que con la devolución de sus símbolos los nativos pretendieran no sólo disputar el hecho de su secular sometimiento sino además sufrir una regresión a la antropofagia con la cual estos adornos podían estar relacionados, antiguos Ventura escondieron lo reclamado en el lugar más recóndito y no volvieron a hablar ni para bien ni para mal de la desnudez de los nativos. La presencia de sus sudorosas musculaturas, por fin, llegó a ser tan natural para ellos que el porfiado silencio de muchas generaciones de señores sepultó los tesoros en el olvido real. Esta información que suministro yo como narrador podemos pretender que fue suministrada por Adriano como respuesta a las insulsas preguntas de Balbina, ya que la memoria de las explicaciones de su padre deben reventar la conciencia de Wenceslao al recordarlas repentinamente, con el ímpetu de una catarata, cinco años más tarde, cuando él se dio cuenta de que los nativos engalanados los estaban cercando mucho antes que los demás primos los vieran.
Pero Wenceslao nunca pudo olvidar el menor detalle de los siguientes acontecimientos de ese día, a partir de cierto momento en que al salir de los pasadizos subterráneos lo vio todo desde una roca situada al borde del riachuelo, junto a la explanada de arena blanca, donde se sentaron él, su padre, su madre y sus hermanas. Un semicírculo de chozas construidas con gramíneas secas limitaban la explanada. Los nativos desnudos fueron saliendo del agua, ordenándose en formaciones curvas como hoz junto a hoz, de hombres, mujeres y niños con los brazos alzados como en una cenefa, dotándolos de vaivén, y remedando y confundiendo, primero, sus voces con el murmullo de las gramíneas, pero elevándolas pronto hasta conquistarlo. Los nativos eran ahora una raza fuerte, sana, salud que en cierta medida le debían a la ciencia de Adriano, luciéndose en la ceremonia de su cumpleaños para agradecérselo con la espontaneidad que agradecían al frío anual que despejara la ahogante niebla de vilanos.
Las filas se dispersaron, dejando una sola hoz de hombres balanceándose con los brazos en alto. Las ancianas alimentaban el fuego de un horno de barro en forma de cúpula mientras las vírgenes limpiaban una mesa de madera desbastada. Los hombres, cimbrándose en el aire rojizo del amanecer como por virtud del viento, fueron cerrando el semicírculo de cuerpos desnudos alrededor del horno, de la mesa, de la roca donde Adriano y su familia se hallaban entronizados. De pronto la fila de cuerpos se dividió para dejar salir a la arena, a toda carrera, a un descomunal cerdo blanco, una bestia mansa y desconcertada que se detuvo en el medio del redondel husmeando el suelo y rascándose el lomo contra la pata de la mesa. Antes que nadie pudiera impedírselo, Wenceslao saltó de la roca a la arena.
—¡Hijo mío! —gritó Balbina.
—Déjalo —le recomendó Adriano—. No le pasará nada.
—¿No nos pasará nada? —preguntaron Aída y Mignon al unísono.
—No —repuso Adriano ignorando las protestas de Balbina.
—Vamos —dijeron ellas.
—Se ensuciarán —se quejó Balbina—. Debí haberles puesto sus vestiditos de marinero azules, que resisten mejor el polvo, aunque debo reconocer que son más calurosos.
Los niños, que parecían tres niñas vestidas de blanco, una de bucles de oro peinados à l’anglaise, otra de cráneo mondo y lirondo, la otra con sus ralos pelos color topo desordenados por la brisa, jugaban con el cerdo. Wenceslao montó en él como en una cabalgadura.
—¡Te van a matar! —lo amenazaba—. ¡Te van a matar!
Aída intentó desenroscarle la cola y entre chillidos de risa Mignon le tironeaba las orejas. Exclamaban:
—¡Tienes los minutos contados!
—¡Somos antropófagos y te vamos a comer!
En el fondo de la hoz de danzantes, cerca del horno que ardía, un nativo gigantesco armado con un punzón se colocó detrás de la mesa. Los niños, despavoridos, huyeron para trepar a la roca junto a sus padres. El gigante golpeó una vez la mesa con la palma de la mano abierta. Obedeciéndolo, se hizo silencio y cesaron los movimientos. El gigante alzó el punzón: era la señal. De los cuatro puntos cardinales aparecieron cuatro nativos ululando, que persiguieron y rodearon al cerdo con una danza que simulaba una cacería. Acorralada, la bestia se entregó a ellos junto a la mesa presidida por el gigante de punzón en alto. Izaron al cerdo entre los cuatro, uno de cada pata, dejándolo caer, vientre arriba, sobre la mesa; después de haber cumplido con sus momentáneos papeles protagónicos, los cuatro hombres se confundieron con los del semicírculo. El sol brilló un instante en el punzón alzado, y cayó, clavándose en la aorta del cerdo que emitió un menguante chillido de incomprensión y dolor, recogido por la recomenzada salmodia de los nativos, mientras la población entera remedaba los estertores agónicos del animal. Un chorro negro que le manó del cuello fue recibido por mujeres desnudas portando cuencos de barro en que salpicó la sangre manchando sus pechos: así, con los cuerpos tiznados de rojo, llevando las vasijas humeantes, cruzaron en fila la arena y se perdieron. Al cesar los estertores del cerdo, ancianos con ramas encendidas chamuscaron el pelo y la piel del animal, que el gigante iba raspando hasta dejarlo limpio, sonrosado, gordezuelo, obscenamente abierto de patas. Más nativos, armados de cuchillos y sierras, le zanjaron la panza caliente, metiendo las manos en su interior para destriparlo, alzando vísceras mojadas, intestinos sanguinolentos que de tan resbalosos parecían tener vida propia. Al ser exhibidas, el pueblo vitoreaba y las mujeres las recibían en cuencos limpios. Cesaron los vítores. Se tranquilizaron los cuerpos. El gigante alzó otra vez su mano con una hacha en alto, que dejó caer con un solo golpe limpio que cercenó la cabeza del cerdo. Las mujeres la colocaron en una bandeja, le abrieron la boca para rellenársela con una manzana, la rociaron con adobos, con hierbas, con sales, y la metieron en el horno. Toda traza del animal descuartizado desapareció de la mesa, que al instante lavaron, secaron y guardaron. ¿Hubo, en realidad, una mesa, un punzón alzado, un animal cubierto de la sangre del sacrificio? ¿No fue una alucinación?
Los nativos salmodiaban alrededor del horno que pronto comenzó a exhalar apetitosos perfumes.
—Me quiero ir —se quejó Balbina.
—Espera un poco —respondió Adriano—. Juan Pérez ya debe haber llegado con los caballos, pero espera. ¡No sabes cómo te agradecen tu participación en esta ceremonia! ¿No oíste tu nombre en los cánticos? Prepararán los jamones y morcillas y más tarde te las llevarán de regalo a la casa. Ahora sólo comeremos la cabeza, que es la parte más noble de todo ser viviente. Ellos, que no comen carne de ninguna clase, hoy probarán carne en deferencia a nosotros…
—¡Ah, no! ¡Cabeza yo no como! —exclamó Balbina—. ¡Qué asco! ¿Cómo es posible que consientas en comer sus porquerías con el único fin de propiciar tu rango de dios? No me engañes, Adriano mío: aunque supieras que te están dando de comer carne humana, lo que no es improbable, comerías para no arriesgar tu poder.
Adriano apretó su fusta en la mano pero contuvo su ira hacia esta mujer malintencionada y superficial, que, sin darse cuenta de lo hecho —¿sin darse cuenta?—, con sus palabras había zanjado su disimulada arrogancia como quien zanja la panza de un cerdo, exhibiendo, de modo que él no pudiera dejar de reconocerlas, las vísceras de su ambición mesiánica. Pero Balbina no conocía el concepto de hybris que él sabía que lo amenazaba, se recordó Adriano para controlarse. Lo mejor era negarle todo acceso al poder con bien calibradas palabras:
—A ti nadie te ha pedido que participes en nada más. Sólo Wenceslao y yo, que somos hombres, comeremos.
—Yo no permito que mi muñeca coma cochinadas.
—Eso lo decidiremos entre él y yo. Tú no tienes nada que ver con esto. Wenceslao ¿quieres comer cabeza de cerdo con tu padre?
—Dile a nuestro hijo que puede no ser carne de cerdo…
—No importa, mamá; si mi padre come, comeré yo.
—Nosotras, a pesar de ser mujeres, también queremos comer, papá… —gimotearon Aída y Mignon.
Balbina bajó de la roca. Estaba harta, decía. Comenzaba a hacer calor y prefería no ser testigo de cómo Adriano pervertía a los niños con sus costumbres antropófagas. Y, atendida por las mujeres de los pontífices, se dirigió al coche que la esperaba en las afueras del caserío.
Adriano y sus tres vástagos, entretanto, se acercaron al horno. Alguien abrió la portezuela. Allí, rodeada de fulgor y exhalando un perfume exquisito apareció sobre la bandeja la sonrisa del cerdo, con la manzana metida en la boca y coronado de hierbas. Mignon lanzó un chillido al verla, huyendo a toda carrera hacia el victoria par refugiarse en los brazos de su madre, sollozando, hincando sus dientecillos en el cuello de Balbina como si quisiera devorarla y llamando a gritos a Aída, que pronto corrió a reunirse con ellas. Al ver el estado de nervios de sus hijas, con la punta de la sombrilla golpeó la espalda de Juan Pérez que esperaba encaramado en el pescante: éste fustigó a los caballos para que se pusieran en marcha y cruzaran al trote ese breve trozo de llanura que separaba el caserío de la casa de campo.
Cuando ya avanzada la mañana Adriano y Wenceslao regresaron a caballo a la casa, al disponerse a subir a sus aposentos Mignon les salió al encuentro como si hubiera estado acechándolos. Llevaba el índice vertical sobre sus labios para exigir silencio.
—Ven, papá… —murmuró.
—¿Adonde?
—Te tengo un regalo.
—¿Adónde quieres llevarme?
—Shshshshsh…
Wenceslao se prendió de la mano de su padre, resuelto a no dejarlo. Mignon, cenicienta, cargada de hombros, las manos sobre el pecho como una novicia diminuta, los condujo a una sección de los sótanos desconocida para Adriano, una vasta y baja cocina cuyas bóvedas y arcos de piedra datarían de hace siglos pero que ahora sólo servían para almacenar leña. Un olor delicioso, dulzón, pesado de hierbas aromáticas llenaba el gran espacio como el incienso que se extiende por las naves de un templo. Adriano, sonriendo satisfecho, pero sin que su mano soltara la de Wenceslao, le preguntó a esa hija híspida por la que no sentía cariño, acariciándole la mejilla con la punta de su fusta, porque nada en ella lo incitaba a acariciarla con la mano:
—¿Le has preparado algún plato exquisito a tu padre para celebrar su cumpleaños?
Mignon dio un respingo al roce de la fusta, retirándose un poco. Sólo entonces sonrió. Al fondo del espacio de columnas rechonchas, casi en el centro, en el sitio que en una basílica se reserva para el altar mayor, vieron la enorme cocina negra que irradiaba calor. Avanzaron hacia ella, la sonrisa de Mignon haciéndose más y más secreta, como si sus pequeñas manos entrelazadas sobre la pechera de su vestido de marinero encerraran la cifra de todas las cosas. Sus pelos revueltos, sin embargo, contradecían su recogido aire monjil. Mirando al rostro de Adriano le preguntó:
—¿Quieres comer, papá? Como tú y los nativos no me dejaron comer lo reservado a ustedes, los hombres, preparé otro festín, sólo para ti y para mí.
Mignon, en ese momento, contenía una incandescencia tan inexplicable en esta niña con aspecto de roedor disfrazado de marinero veraniego, que Adriano casi pudo quererla. Le dijo:
—Sí, hija mía. Quiero probar lo que me has preparado.
Iban llegando a la cocina después de cruzar el espacio sacramental de las bóvedas. Mignon volvió a mirar muy fijo a su padre:
—¿De veras, papá? No me ofenderé si no comes, es sólo un juego.
Ella esperó para que él la obligara, para que la culpa de todo lo que iba a suceder fuera suya, su destino libremente asumido, de su propia elección. Adriano respondió riendo:
—Se me hace la boca agua.
Mignon abrió de golpe la puerta del horno. Adentro, en ese infierno, el rostro de Aída reía la tremenda carcajada de la manzana forzada dentro de la boca, la frente engalanada con perejiles y laureles y rodajas de zanahoria y limón como para día de carnaval, apetitosa durante una fracción de segundo: horrenda inmediatamente después, el mundo entero horrendo, sí, el infierno mismo…, con una patada feroz Adriano cerró la puerta del horno y su fusta laceró el rostro de Mignon, su propio alarido de dolor confundido con el de su hija que huyó a la montaña de leña porque sus ojos enceguecidos de pavor no podían guiarla hasta la puerta de salida, aullando, perseguida, azotada por Adriano que aullaba, las manos de Wenceslao tratando de sujetar a su padre, mientras en el horno seguía dorándose la cabeza suculenta de Aída que lo llenaba todo con su aroma festivo y pérfido. Adriano acorraló a Mignon, pegándole con la empuñadura de oro de su fusta. Pero la niña enceguecida escapó al padre enceguecido trepando la leña, sangrando el rostro, un atisbo de conocimiento que era puro terror animando su cuerpo para huir, sus rodillas, sus manos rotas, pateadas por las botas de su padre, chillando, el blanco disfraz de marinero hecho jirones, Adriano trepando tras ella para castigar a la asesina, agarrando un leño para azotar hasta el fin a la dueña de esas manos defensivas que inútilmente se alzaban en un último intento de protección, las manos de Wenceslao tirándolo de la ropa rota para impedirle asestar otro golpe con el leño ensangrentado, pero Adriano descargaba otro y otro, el leño nudoso caía una y otra vez hasta hacer papilla el cuerpo de la hija criminal e inocente que ya había dejado de moverse, convertida en una masa de sangre y de almidón sucio y pelo y huesos, mientras los que habían bajado al sótano al oír tanto aullido capturaban a Adriano, que, con los ojos cayéndosele de las órbitas y el rostro empapado de sudor y llanto y la boca rajada por los gritos y sollozos, quería huir pero seguía repartiendo golpes contra todos, lacayos, cuñados, niños, cuidado que está loco, peligroso, frenético, cogerlo de las piernas para tumbarlo, más hombres, que vengan más hombres para ayudar, pero Adriano seguía de pie entre los derrumbes de leña, poderoso, casi desnudo porque su ropa rasgada descubría el vigor de su tórax empapado con la sangre propia y la de su hija, las manos desolladas blandiendo ciegamente el tronco con que azotaba a esos desconocidos que eran su familia y sus servidores. Lograron derribarlo. Un batallón de sirvientes lo ató y amordazó para que no gritara. Y lo metieron en uno de los innumerables torreones de la casa donde pasó muchos días y muchas noches inconsciente, sus ojos completamente abiertos como si le dolieran demasiado para poder cerrarlos.
En la terraza del sur, las mujeres se reunían a coser o bordar o jugar al bésigue, o simplemente para apoyarse como musas con el puño bajo el mentón y el codo en la balaustrada, contemplando a los pavos reales picoteando el césped, o vigilando a los niños en sus juegos, por lo menos en los juegos que éstos permitían que fueran vigilados. Adelaida, Celeste y Balbina, Ventura por nacimiento, manejaban los hilos de la conversación, mientras Lidia, Berenice, Eulalia y Ludmila, Ventura sólo por alianza, las seguían. Después de los acontecimientos que más arriba he narrado, si Balbina no estaba con ellas, lo que ocurría a menudo porque prefería permanecer extendida en la chaise-longue de su dormitorio, el tema obligado de cada charla era reconstruir la muerte de Aída y Mignon según sus interpretaciones que, como existía una versión oficial, eran sólo retóricas. ¿Había sido o no había sido efecto de la influencia nociva de los antropófagos? Sí, sí: lo era, ésa era la versión oficial que reencendió el temor a los salvajes ante esta prueba irrefutable de la insidia de sus métodos de infiltración. ¿Cómo, de otra manera, se podía explicar lo del «guiso» de la cabeza de la pobre Aída? Era verdad que Adriano no la había metido en el horno. Pero a cualquiera que fuera capaz de razonar tenía que parecerle evidente —sí, sí, evidente; como era «evidente» la versión oficial de cualquier cosa, no importaba cuán atrabiliaria— que si lo hizo la pobre Mignon fue por haber sido expuesta al ejemplo de los antropófagos en aquella infausta mañana. ¿Qué sucedería, Dios mío, si esa influencia llegaba a extenderse entre el resto de sus retoños? ¿Serían suficientes las medidas tomadas, especialmente la de encerrar a Adriano en el torreón, para evitar el contagio? El tema, eternamente apasionante, pese al tupido velo que al finalizar cada sesión decidían correr sobre lo incomprensible, conservaba toda su frescura.
—Hay que reconocer que aunque en su peor momento pudo haber herido a Wenceslao, que pese a ser tan pequeño se portó como un héroe e intentó desarmarlo, no lo hizo: esto demuestra que sus facultades de padre amante no estuvieron jamás totalmente ofuscadas.
—Te equivocas —pontificaba Adelaida—. ¡Wenceslao sólo se salvó porque Dios es grande!
—No, Adelaida, no porque Dios es grande, que es una cualidad que nadie pretende negarle, de modo que no tienes para qué ser tan defensiva con respecto a El —argumentó Celeste bebiendo un sorbo de té—. Es porque desde el fondo de su enfermedad Adriano se dio cuenta que la pobre Balbina iba a necesitar un apoyo en su vida. Al fin y al cabo, de sus tres hijos, el único verdaderamente Ventura es Wenceslao, con su belleza y sus dotes de mando. Basta recordar cómo era Aída. Y para qué decir Mignon. En el cielo, sus carreras de ángeles se van a ver seriamente perjudicadas por su injustificable fealdad.
—Pero no se puede decir que la pobre Balbina no hizo todo lo que se podía hacer por ellas, vistiéndolas como las vestía. ¡Qué gran madre! —exclamó la admirable Ludmila. Y moviendo una carta en el solitario desplegado sobre la mesita rodeada de mujeres, murmuró—: Corazón sobre corazón… ¡Pobre Balbina mía!
—Fue mi marido Anselmo quien encontró el cuerpo ensangrentado —concluyó Eulalia—. Y el hacha y la sierra y los cuchillos sepultados bajo el montón de leña cuando, después de varios días, al recordar que era necesario enterrar también a la pobre Aída, lo comenzaron a buscar. Lástima que nunca pudieron encontrar la cabeza.
—Se la robaron los antropófagos o sus agentes, lo que nos enseña la lección que debemos estar siempre precavidos —dijo Adelaida—. En todo caso, reconozco que es una lástima, y más que eso, una injusticia cuando se trata de uno de los nuestros, de privar a un cadáver de su cabeza. Prefiero que corramos, una vez más, un tupido velo sobre este asunto…
Balbina parecía haber olvidado la tragedia. Cuando se le comunicó, sin darle detalles, que ella por lo demás no solicitó, la muerte de sus dos hijitas, lloró un poco, pero no demasiado, y corto tiempo después las olvidó por completo sin que nadie osara nombrarlas en su presencia, como tampoco a Adriano, a quien era preferible mantener encerrado para que no terminara comiéndoselos a todos. Wenceslao era consuelo suficiente para su madre. Crecía. Pero Balbina era incapaz de aceptar la realidad de su crecimiento, tal como era incapaz de aceptar que era niño, no niña, y continuaba vistiéndolo con falditas de bordados y fruncidos, cargado de cintas y coronitas de rosas de pitiminí y peinado con tirabuzones a l’anglaise. Su vida, ahora alegre e inocente, libre de toda obligación y vuelta a la prolongada infancia de la cual Adriano quiso arrancarla, se redujo a cuidar y peinar y vestir a Wenceslao como quien mima a una muñeca viva. Él, perfumado y con el rostro cubierto de afeites, tenía que soportar la burla de sus primos para no destruir lo poco que iba quedando de la mente de su madre.
Balbina no le dejaba abandonarla. No porque tuviera miedo que le fuera a suceder algo —desapareció de su mente la noción de peligro, de modo que era necesario vigilarla sin parecer hacerlo para que no cometiera imprudencias—, sino por su enamoramiento de este embeleco sin el cual no encontraba nada que hacer. A veces, mientras lo tenía sentado en el taburete de su tocador para embadurnarle con afeites que realzaran su belleza, solía oír desde el torreón los gritos de Adriano. Balbina dejaba caer el cisne cargado de polvos, escuchando:
—¿Quién será? —decía como preguntándose a sí misma.
—¿Quién, mamá?
—Ese hombre que grita.
—Nadie grita, mamá.
—¿No?
—Yo no oigo nada.
—Serán los niños jugando en el parque.
—O los pavos reales.
—Seguramente.
Balbina se ponía a lloriquear:
—¿Qué pasa, mamá?
—No quieren que te lleve al paseo.
—¿Por qué?
—Porque son antipáticos.
—Pero trata de explicarme por qué no quieren que me lleves.
—Porque no debe haber ninguna entre nosotras que tenga privilegios: las leyes, cuando son parejas, eso dicen, no son duras. Si yo te llevara a ti, Adelaida tendría derecho a llevar a Cirilo, Lidia a Amadeo, Berenice a Clemente, Celeste a Avelino, Ludmila a Olimpia, y Eulalia a Zoé, y dicen que entonces las cosas se complicarían. Se quedarán ustedes, los treinta y cinco primos aquí en la casa…
—¿Treinta y cuántos, mamá?
—Y cinco. ¿Por qué?
—Me confundo. Soy pequeño y no sé contar.
—¿Me prestas tu red para cazar mariposas?
—No tengo.
—¿Por qué no tienes?
—No me interesa cazar mariposas.
—Eres raro…, raro como…
—¿Cómo quién, mamá?
—¿Qué dices?
Wenceslao titubeó medio segundo para elegir su respuesta:
—Que no tengo red.
—¡Qué lástima! Hubiera cazado mariposas más lindas, de esas que tienen las alas irisadas, para secarlas en cajas con tapa de cristal y luego, cuando celebremos tu cumpleaños, te las prendería en tus rizos. Y si me hubieran permitido llevarte las hubiéramos cazado juntos para clavarlas vivas en tus cabellos y verlas aletear hasta morir. Pero son unos antipáticos y no me dejan llevarte.
Los ojos de Wenceslao destellaron. Había temido que a último momento, en consideración por la «tragedia» de Balbina, hubieran acordado hacer una excepción en su caso. Pero no cedieron. Las leyes inflexibles, dijeron, las que no consideran cada caso en particular sino el principio puro, eran las que estabilizaban las instituciones. Adriano gritó en su torre. Desde los cojines de la chaiselongue donde su madre lo tenía reclinado, como una de esas muñecas decorativas que estaban de moda, Wenceslao por fin osó preguntarle aquello que quería averiguar desde hacía tantos días, y que, aunque Amadeo y sus espías estaban alerta escuchando la conversación de los grandes desde detrás de los arbustos y debajo de las faldas de las mesas, nadie había logrado confirmar:
—¿Y a él lo llevarán, mamá?
—¿A quién, hijo?
¿Cómo preguntárselo? ¿Cómo pronunciar ese nombre ante ella? Se arrepintió:
—A Amadeo —repuso.
—Está de comérselo a besos ese niño…, exquisito, realmente, una verdadera monada…
Pero todas las mujeres decían lo mismo de todos los pequeñuelos con igual fervor. En ese momento Adriano aulló desde el torreón, pero Wenceslao no alcanzó a oír bien sus palabras. Dejó que pasara un momento de silencio, mientras su madre se empolvaba, por si su padre repitiera la frase que podría contener alguna directiva para llevar a cabo sus planes de mañana. Pero no lo hizo. Entonces Wenceslao le preguntó a Balbina:
—¿Quién gritó, mamá?
—¿Qué te ha dado por preguntar repetidamente lo mismo, hijo mío?
—Me pareció…
—Nadie grita. Ya te lo dije. Son los pavos reales.
—Ah.