Libro segundo

HOY

Los alemanes tienen sobre su conciencia la enfermedad

e irracionalidad más adversaria de la cultura que existe,

el nacionalismo, esa névrose nationale de la que Europa está

enferma: han arrebatado a Europa su sentido y su razón.

NIETZSCHE

Gustav Oppermann se dirigía a la Gertraudtenstrasse para participar en una reunión en la oficina central de la empresa. Martin le había pedido con inusual insistencia que esta vez asistiera a toda costa.

Fue unos días después del nombramiento del Führer como canciller. Las calles bullían de gente. Por todas partes se veían las camisas pardas de los mercenarios populares, su cruz gamada. El coche de Gustav, conducido por Schlüter con habilidad y rapidez, no avanzaba demasiado.

Otra vez un semáforo en rojo. Los estadounidenses, pensó Gustav, tienen una hermosa frase: The lights are against me. Pero no tenía tiempo de detenerse en sus pensamientos. Le molestó el griterío de una anciana que ofrecía muñecos con insistencia. Eran muñecos que representaban al Führer. La anciana sostuvo uno de ellos ante la ventanilla del coche. Si se apretaba la tripa del muñeco, estiraba el brazo derecho con la mano plana, un gesto que el fascismo italiano había tomado prestado de la antigua Roma, y el fascismo alemán del italiano. La anciana, acariciando al muñeco, chilló:

—Tú, pobre, tú, grande, tú has luchado, tú has sufrido, tú has vencido.

Gustav apartó la vista del grotesco espectáculo. Como a todo el Reich, también a él le había sorprendido el repentino nombramiento del Führer como canciller. No tanto como al propio Führer, pero tampoco él había comprendido los acontecimientos. ¿Por qué precisamente ahora que el movimiento popular se estaba desinflando se confería a un hombre como el autor de Mi lucha el cargo más alto del Estado? En el club de golf, en el club de teatro, le habían dicho a Gustav que el asunto no revestía peligro: el Führer estaría atado por la influencia de los miembros más moderados y más razonables del gabinete. Toda la acción era una maniobra de distracción, para contener a las masas que protestaban. Gustav prestaba oídos a esto, le gustaba creerlo.

Naturalmente, Mühlheim consideraba más grave la historia. Los estratos dirigentes, con los grandes terratenientes a la cabeza, habían llamado a los bárbaros en su ayuda en un momento de suprema urgencia, para evitar que se descubrieran los suculentos escándalos de sus subvenciones. Mühlheim no creía que una vez se les había dado acceso al comedero resultara tan fácil librarse de ellos. El sanguíneo caballero había llegado a decir que ahora la civilización de la Europa Central estaba amenazada por una invasión de los bárbaros como no se había visto desde la caída del Imperio Romano.

Gustav sólo pudo esbozar una sonrisa ante el pesimismo de su amigo. Un pueblo que ha producido esta tecnología, esta industria, no cae en la barbarie de la noche a la mañana. ¿Acaso no se acaba de calcular que sólo las obras de Goethe tienen más de cien millones de ejemplares en circulación en el ámbito germanoparlante? Un pueblo así no escucha mucho tiempo el griterío de los bárbaros.

En las silenciosas calles del barrio residencial en el que Gustav vivía, el nombramiento del caudillo bárbaro no había cambiado prácticamente nada. Ahora, en su primer viaje a la ciudad, Gustav veía con disgusto cómo los bárbaros se acomodaban. Sus tropas dominaban las calles. La rígida novedad de sus uniformes pardos, que aún olían a sastrería, sus saludos con el ademán clásico, le recordaban a los figurantes del teatro de una ciudad pequeña. En las esquinas de las calles presentaban a los viandantes huchas destinadas al pago de la propaganda electoral. Bajó la ventanilla para oír qué gritaban. «Dad para la Alemania que despierta, para el billete de ida a Jerusalén», oyó. Gustav había servido en el ejército, había estado en campaña unos cuantos meses. Fue la energía de Anna la que en su momento le había preservado de vivir más experiencias en el frente. Su servicio militar, ese absurdo sometimiento a la voluntad de otros, había sido la época más repugnante de su vida. Se había esforzado en borrarla de su memoria, se ponía enfermo al pensar en ella. Ahora, a la vista de los uniformes pardos, resurgía el desagradable recuerdo.

Estaban en la Gertraudtenstrasse. Ahí estaba la casa central de los Oppermann, compacta, anticuada, sólida. También aquí, delante del portal principal, uniformados pedían a los transeúntes para sus huchas electorales. «Para la Alemania que despierta, para el Führer, para el billete de ida a Jerusalén», gritaban con sus claras voces de niño. Rígido, inmóvil el rostro de cascanueces con el duro bigote gris, estaba el viejo portero Lechinsky. Saludó a Gustav con especial malhumor, hizo girar la puerta ante él con un movimiento especialmente escueto: en presencia de esos piojosos, quería demostrar su lealtad a su director general con especial énfasis.

En el despacho principal ya estaban esperando a Gustav. Jacques Lavendel también estaba allí, su esposa Klara Lavendel, los apoderados Brieger y Hintze; sólo faltaba Edgar. Gustav entró con paso firme y rápido, pisando con fuerza, trató de parecer despreocupado, radiante como siempre. Señaló la copia del cuadro de Immanuel Oppermann:

—Magnífica, esa copia. Creo que me has dado una copia a mí, Martin, y te has quedado el original.

Sólo el vivaz señor Brieger acogió su tono alegre y ruidoso:

—El negocio va de maravilla, doctor Oppermann —dijo—. Los nazis se están instalando a lo grande, y el que se instala necesita muebles. ¿Y quién proporcionará los muebles a sus pardas casas? Nosotros.

Luego pasaron al asunto. Martin dijo unas cuantas generalidades. Los populares utilizaban el antisemitismo como medio propagandístico. Era posible, incluso probable, que ahora, en el poder, abandonaran ese recurso, por superfluo y económicamente nocivo. Aun así, harían bien en estar preparados. Pedía su opinión al señor Brieger.

El pequeño señor Brieger, de gran nariz y aspecto marcadamente judío, habló de forma tan insolente como siempre. Ahora, no quedaba otro remedio que unir todos los negocios Oppermann a Alemana de Fábricas del Mueble. Además, sería bueno suscribir finalmente un acuerdo con el señor Wels. Le ha tanteado; curiosamente, se entiende muy bien con ese tormentoso gentil. Si la historia ha de tener verdadero sentido y superar la tempestad que muy probablemente va a sobrevenir —él ve las cosas un poco más negras que el señor Martin Oppermann—, habrá que poner por lo menos el cincuenta y uno por ciento de la empresa en manos no judías antes de las elecciones. Esto habrá de poder ser demostrado irrefutablemente, aunque, por supuesto, de facto haya de ser de otra manera. Desde el punto de vista técnico, se puede hacer. Pero las transacciones necesarias son delicadas, prolijas, y requieren comprensión, capacidad de decisión y buena voluntad por ambas partes. Tres cualidades en las que nosotros somos fuertes, a diferencia del señor Wels. Eso fue lo que expuso el señor Brieger, vivaz, entre muchas expresiones agudas y chistosas, con marcada ligereza, pero que no acabó de ser del todo creíble.

Una vez que el señor Brieger terminó, Martin dijo:

—Hay que hacer ambas cosas, la conversión en Alemana de Fábricas del Mueble y las negociaciones con Wels. Creo que el señor Brieger llegará de manera segura a la meta.

Le costó trabajo la indirecta confesión de que él, Martin, había echado a perder la negociación con Wels en aquella ocasión, pero le parecía indecente rehuirla.

El imponente señor Hintze se sentaba tieso, en guardia, con la cabeza muy erguida.

—Creo —dijo— que si el profesor Mühlheim pone manos a la obra podremos tener lista Alemana de Fábricas del Mueble en una semana. Gracias a Dios, aún no hemos llegado al punto en que los Oppermann tengan que correr detrás de un hombre como Wels. Demos luz verde a Alemana de Fábricas del Mueble, caballeros, y después esperemos tranquilamente a que el amigo venga a nosotros.

—Muy bien —dijo Jacques Lavendel, mirando amablemente al señor Hintze—. Pero ¿y si no viene? ¿Y si oye lo que el Führer dice todos los días en la radio? ¿Y si lo cree? Por desgracia no tiene criterios muy firmes. No presupongan demasiada comprensión en los otros, caballeros. Ya ven que hasta ahora eso siempre ha sido una especulación errónea. Negocien con ese gentil. Hoy mismo. No sean mezquinos. No se debe atar la boca al buey que patea. Denle un buen bocado para que lo trague. Es mejor que dárselo todo.

Gustav estaba allí sentado con el gesto de un hombre que escucha por cortesía, pero al que en el fondo la discusión aburre. Miró fijamente el escrito que colgaba enmarcado en la pared. Conocía su texto de memoria: «El comerciante Immanuel Oppermann, de Berlín, ha prestado buenos servicios al ejército alemán con sus suministros. El general en jefe: fdo. Von Moltke». Dejó caer los hombros un poco, bajó los pesados párpados sobre los turbios ojos marrones; el cambio fue apenas perceptible. Aun así, de pronto ya no parecía joven, sino similar a su hermano Martin.

Cuando Brieger terminó, habían esperado que él fuera el primero en hablar, y sólo cuando se demostró que a todas luces deseaba guardar silencio, Martin habló. Ahora, como seguía callado, Martin le animó:

—¿Qué opinas tú, Gustav?

—No comparto tu opinión, Martin —dijo, y su voz normalmente amable sonó irritada y decidida—. Tampoco la suya, señor Brieger, ni siquiera la de usted, señor Hintze, y menos la suya, Jacques. No entiendo por qué de pronto todos tienen miedo. ¿Qué ha ocurrido? Se ha dado a un necio popular un cargo representativo y se le ha neutralizado rodeándolo de colegas serios. ¿Creen realmente que Alemania se acaba porque unos cuantos miles de piojosos armados vagabundeen por las calles? —se sentaba erguido, parecía muy alto, su complaciente rostro estaba irritado y malhumorado—. ¿Qué se imaginan ustedes? ¿Qué temen? ¿Creen que van a prohibir a nuestros clientes comprar en nuestras tiendas? ¿Creen que van a cerrarlas? ¿Que van a expropiar nuestro capital social? ¿Porque somos judíos? —se levantó, caminó arriba y abajo con paso rígido y vehemente, respiró enérgico por la carnosa nariz—. No me vengan con sus cuentos de viejas. Ya no hay pogromos en Alemania. Eso se acabó. Hace más de cien años. Ciento catorce, si quieren saberlo con exactitud. ¿Creen que todo un pueblo de sesenta y cinco millones de personas ha dejado de ser un pueblo de cultura porque se haya dado libertad de expresión a unos cuantos locos y truhanes? Yo no lo creo. Me opongo a que se tome en cuenta a los locos y truhanes. Me opongo a que desaparezca de nuestra firma el buen nombre Oppermann. Me opongo a que se negocie con un contemporáneo tan obtuso como ese Wels. No me dejaré contagiar por vuestro pánico. No contribuiré. No entiendo cómo personas adultas pueden sucumbir a ese necio hechizo.

Los otros se quedaron sentados, confusos. La serenidad de Gustav, su complacencia, eran proverbiales. Jamás se había opuesto seriamente a nada en el negocio. Nadie le ha visto nunca tan excitado. ¿Qué era esto? ¿Había un solo negocio judío que no tomara medidas de precaución? ¿Cómo podía un hombre tan inteligente como Gustav estar tan ciego? Ahí se ve a lo que conduce dedicarse a cuestiones literarias y filosóficas.

Jacques Lavendel fue el primero en hablar:

—¿De manera que sigue usted creyendo que la razón vencerá en estas latitudes? —miró amablemente a Gustav—. Que Dios le oiga —dijo entonces, con su voz suave, ronca y benévola—. Si piensa en términos históricos seguro que tiene razón, Gustav. Pero por desgracia los hombres de negocios estamos obligados a pensar a muy corto plazo. El día del que usted habla llegará sin duda. Pero ninguno de nosotros sabe si vivirá para verlo. Desde el punto de vista económico, quiero decir. Usted habrá tenido razón, pero la firma Oppermann habrá quebrado.

—Grandiosa, su confianza —dijo el imponente señor Hintze, se levantó y estrechó con calidez la mano de Gustav—. Le doy las gracias por sus palabras. Realmente benéficas, emocionantes. Pero como comerciante, tengo que decir: confianza en el corazón, cautela en el negocio.

Martin, mudo, se quitó los quevedos, los limpió, volvió a guardarlos. Consternado, preocupado, miró a su hermano. De pronto, veía que Gustav tenía cincuenta años. Su entrenamiento, su luminosa y despreocupada vida no le habían servido de nada. Ahí estaba, diciendo cosas que no tenían nada que ver con la realidad. Martin miró el retrato del viejo Immanuel. Supo de pronto, lo supo con un cien por cien de certeza, que en su lugar el viejo Immanuel habría negociado con Wels hacía un año, hace mucho que habría llegado a un acuerdo con Wels, sonriendo, moviendo la cabeza; habría hecho desaparecer nombre y retrato. ¿Qué importaban un nombre, un cuadro? Lo que importaba era el hecho en sí. Hacía mucho que habría instalado a su familia en el extranjero, en algún lugar, entre hombres más fáciles, más civilizados. De pronto, Martin se sintió enormemente superior a su hermano.

—Calma, calma, Gustav —dijo—. Encontraremos una solución.

Gustav estaba en un rincón. Miraba, todavía excitado, a los otros. ¿Qué tenía él que ver con ellos, con esos temerosos hombres de negocios? Le resultaban antipáticos, en su conjunto, con su eterno y barato escepticismo. Ahí estaba la gran Alemania, desde Lutero hasta Einstein y Freud, desde Gutenberg y Berthold Schwarz hasta Zeppelin y Haber y Bergius, y porque esa Alemania, atormentada hasta el extremo, perdía la cabeza por un momento, los hombres de negocios la abandonaban.

—No hace falta ninguna solución —gruñó a Martin—. Todo debe seguir como está. La mera existencia de Alemana de Fábricas del Mueble es ya demasiada concesión.

Los otros empezaban a irritarse.

—Sea razonable, Gustav —dijo Jacques Lavendel—. Kant es Kant, y Rockefeller es Rockefeller. Kant no habría podido escribir libros con los métodos de Rockefeller, pero Rockefeller no habría podido hacer negocios con los métodos de Kant —le miró con cordialidad—. Haga filosofía de la historia en la Max Reger Strasse, pero en la Gertraudtenstrasse haga negocios.

Curiosamente, fue Klara la que encontró una salida a la incómoda situación. Su hermano Gustav le gustaba; pero mientras hablaba, ella fue doblemente consciente de por qué se había casado con Jacques. Hasta ahora había guardado silencio, habían olvidado por completo que estaba allí. Todos se sorprendieron cuando la ancha y callada mujer empezó a hablar:

—Si es tan importante para Gustav —propuso— que el apellido Oppermann se mantenga, se podría mantener aquí la casa matriz con el nombre de Oppermann y reunir todas las sucursales en Alemana de Fábricas del Mueble. Y sin duda Gustav no tendrá nada que objetar a que Brieger siga negociando en privado con el señor Wels.

La propuesta de la circunspecta y resuelta mujer gustó a Gustav y a los otros. Todos, sin larga discusión, asintieron. Gustav, para salvar la cara, expuso aún algunas reservas. Estaba descontento consigo mismo por haberse dejado arrastrar. Finalmente, también él aportó la necesaria firma.

Martin, una vez que los demás lo hubieron abandonado, apoyó pesadamente ambos brazos en el respaldo de su asiento. La incomprensible conducta de su hermano le agobiaba. Tiene que volver a aprender muchas cosas, pensó. ¿Por qué no quiere darse cuenta de lo que todos ven? Esta Alemania de 1933 ya no es la Alemania de nuestra juventud. No tiene nada que ver con la Alemania de Goethe y Kant, habrá que acostumbrarse a eso. Del Fausto poco puede aprender sobre esta Alemania; para eso hay que estudiar Mi lucha.

En la Corneliusstrasse, a la hora de cenar, Martin se esfuerza por sostener una conversación despreocupada. Naturalmente, no piensa ocultar a Liselotte los acuerdos alcanzados. Pero sería difícil de soportar que ella los tomara a la ligera. Y sin embargo, él desea que los tome a la ligera. Liselotte se sienta entre el esposo que se esfuerza en hablar y el silencioso hijo. Percibe la inquietud de Martin, y observa con creciente preocupación que Berthold se atormenta con alguna experiencia de la que no quiere que los otros participen.

Después de la cena, en pocas palabras, tomando impulso, Martin le comunica que, a excepción de la casa matriz, todas las tiendas Oppermann van a incorporarse a Alemana de Fábricas del Mueble. Liselotte está hermosa e imponente. Se indina un poco hacia delante mientras Martin habla; sus ojos grises y alargados buscan los turbios y castaños de él, su rostro luminoso se ensombrece.

—¿Todas? —pregunta—. ¿Todas las filiales Oppermann? Su voz profunda suena llamativamente baja.

—No es fácil, Liselotte —dice Martin. Liselotte no responde. Tan sólo adelanta un poco su silla, se acerca a él. Martin esperaba que se lo tomase a la ligera. Ahora, es un gran consuelo para él haberse engañado.

Gustav Oppermann pidió a Ellen Rosendorff que le acompañara al cuarto de trabajo. Habían tomado té, habían charlado, había sido una tarde agradable. Ellen, en el cuarto de trabajo, se tumbó en el ancho sofá, Gustav encendió las luces, no demasiadas, se sentó en el sillón frente a ella.

—Y ahora, Ellen —dijo, ofreciéndole un cigarrillo—, ¿qué quería contarme? ¿Qué ocurre?

—Todo y nada —respondió Ellen. Se quedó tendida, con el hermoso rostro de oscura piel en penumbra; dio unas cuantas caladas al cigarrillo. Luego, con ligereza, dijo:

—He terminado.

—¿Con quién? —preguntó Gustav, un poco estúpidamente—. ¿Con Monsieur?

—¿Con quién si no, corderito? —respondió Ellen—. Le quería. A menudo me he preguntado si también le querría de no ser casualmente el príncipe heredero. Creo que sí. Por otra parte, todo en él concordaba tan bien. Exactamente así tiene que ser el príncipe heredero, este príncipe heredero.

—¿Y de pronto ahora ya no concuerda?

—Es natural —dijo Ellen— que el curso de los acontecimientos le resulte favorable. Sería tonto si no lo fomentara. Aunque en realidad no podría tener mejor destino que el de un príncipe heredero que no ejerce. Desde luego, no le tomo a mal que juegue con la idea de volver a ejercer si tiene ocasión. ¿Por qué no emplear a los populares si resultan útiles? También hay un montón de empresas judías que les suministran sus uniformes, sus muebles, el paño para sus banderas. Pero el negocio no puede hacer olvidar de qué material están hechos estos contemporáneos nuestros. Se les utiliza y se lava uno las manos. Él lo sabe tan bien como nosotros. Ha hecho chistes acerca del Führer como todos nosotros, se ha reído a carcajadas cuando se leían fragmentos de su libro. Sabe reír muy bien. Y ahora, imagínese, Gustav, desde que ese hombre se ha convertido en canciller, le toma en serio. Se atreve a afirmar en mi presencia que el Führer es alguien. Al principio pensé que estaba bromeando. Pero se mantuvo en sus trece. Se lo ha dicho a sí mismo tanto tiempo y tan concienzudamente que ya no hay nada que hacer. El mundo se ha vuelto feo, Gustav.

Gustav la escuchó con seriedad y delicadeza. El saber escuchar tan bien, el poner todos los sentidos en sus asuntos, era lo que le hacía tan cotizado entre las mujeres. A través de la forma ligera y desenvuelta en la que hablaba, Gustav notó cuánto tenía que haberle dolido la ruptura con el príncipe. Podía imaginarse cómo habría sido. Habría tenido un enfrentamiento político con el príncipe, y éste, con su habitual desenvoltura, no habría ocultado su antisemitismo. Gustav no dijo nada, se sentó con ella en el sofá, le cogió la mano y acarició su suave y oscura piel.

—¿No es extraño, Gustav? —dijo ella al cabo de un rato—. Ese hombre sabe lo que está pasando tan bien como usted y como yo. El movimiento popular se estaba yendo a pique, la gran industria ya no daba dinero. El Führer estaba acabado. He was over. Yo misma he oído a Monsieur decírselo a un inglés. Estaba acabado. Ahora, un pequeño grupo de grandes terratenientes irresponsables que ya no sabía qué hacer ha abierto las esclusas de la barbarie. El Führer no ha hecho más que usted o que yo para alcanzar este «éxito». Incluso papá Hindenburg, al que se le ha arrebatado el consentimiento, ha hecho más que él. Y ahora se atreve a decirme que el éxito demuestra que había algo en el Führer.

—Sabe —continuó lamentándose—, este asunto ha tirado por tierra todas mis ideas acerca de la grandeza. Me pregunto asustada si quizá la grandeza de otros hombres no habrá sido maquillada a posteriori, a partir de éxitos semejantes. Es espantoso pensar que quizá detrás del César no se haya escondido nada más que lo que se esconde detrás de éste.

Gustav sonrió:

—A ese respecto puedo tranquilizarla, Ellen. De la mayoría de los grandes hombres tenemos testimonios auténticos de lo que de hecho hicieron y de lo que pensaron. César por ejemplo dejó dos libros. Si usted quiere, le leeré una página de La guerra de las Galias, y después una página de Mi lucha.

Ellen se echó a reír.

—Consuéleme, Gustav —pidió—. Lo necesito —pero enseguida volvió a ponerse seria—. Si supiéramos cuánto va a durar caviló.

—Es un momento de pánico —declaró impetuoso Gustav—, nada más.

Ellen le miró con seriedad y movió lentamente la hermosa cabeza bíblica:

—Gustav —dijo—, no debería usted querer consolarme de un modo tan tosco.

—¿No lo cree así? —preguntó a su vez Gustav, confuso, penosamente sorprendido—. ¿De qué otro modo cree que van a discurrir los acontecimientos?

La pregunta estaba cargada de apremio. El juicio de la muchacha le parecía de pronto más importante que el de su inteligente amigo Mühlheim; esperó su respuesta en tensión.

—¿Me ha tomado por Hanussen, el vidente? —sonrió Ellen—. Una cosa está clara: con la misma seguridad con la que después de la entrada de Estados Unidos en la contienda se sabía que la guerra estaba perdida, con esa misma seguridad sé que este asunto de los populares no puede terminar bien. Pero cuándo llegará el fin, y cómo se irá a pique este país… —se encogió de hombros.

—¿Qué está diciendo, Ellen? —preguntó Gustav, alzó las cejas, pero no soltó su mano—. ¿Porque un tonto príncipe se haya arrojado en brazos de la barbarie cree que toda Alemania se hunde en la barbarie?

—Yo no creo nada —respondió con tranquilidad Ellen—. Tan sólo digo que es fácil soltar a los bárbaros, pero difícil volver a someterlos. La barbarie tiene sus encantos. A veces yo misma he apostado fuerte por la barbarie; mentiría si no lo admitiera. Probablemente la mayoría de la gente reacciona con más virulencia ante ella.

Estaba allí tendida, bella, triste, sarcástica, inteligente. Salía de la necia aventura con el príncipe, que la había vuelto desvergonzada y cínica, sin lamentar nada, pero burlándose de sí misma. Gustav sintió de pronto un ardiente deseo. La agarró con sus fuertes y velludas manos. Con la cabeza muy cerca de la suya, le habló enfáticamente:

—Ellen, vayámonos de este necio Berlín. Vayamos a las Islas Canarias. Me olvidaré del Lessing. Venga conmigo, Ellen. Hágalo, Ellen.

Ella acarició su gran cabeza excitada.

—Es usted un niño, Gustav —dijo—. Usted está bien como está. No tiene que ir a las Islas Canarias para demostrármelo.

Cuando se hubo marchado, Gustav se quedó allí, cansado y satisfecho. Había pensado pasar solo la velada, trabajando en el Lessing. Ahora anhelaba compañía humana, conversación. Se fue al club de teatro.

El ambiente aquí no era malo. La economía acogía el nombramiento del Führer con un cierto optimismo. El Führer, que repetía sin pensar lo que se le decía, estaba en manos del gran capital. Se guardaría de hacer experimentos, de eso se podía estar seguro. Los terratenientes y los caballeros de la gran industria, que en su momento y durante tanto tiempo habían sabido enredar a los socialistas, mucho más inteligentes, se harían sin esfuerzo con los torpes portadores de la cruz gamada. Ya saben por qué se les ha dejado llegar al poder. No hay peligro. Por delante se hace mucho teatro; por detrás, negocios, como siempre.

Gustav habló poco y escuchó mucho. Las cuestiones políticas y económicas no le interesaban demasiado. El cambio no llegaría a su propia vida, a lo espiritual. Esta convicción se asentaba en él con creciente firmeza. Apenas comprendía ya que se hubiera dejado contagiar por el pánico que le rodeaba. La escena que había montado en el despacho de Martin le parecía repugnante. Cincuenta años y aún descontrolado como un niño. Pero desde ahora se contendría. Nada de política. Se acabó toda esa cháchara necia y superflua.

Bebió. Jugó una partida de écarté. Lo hizo sin poner demasiada atención. Ganó, y lo consideró una buena señal.

Cuando se marchó, encontró al viejo criado del club, Jean, cerca de la entrada de la sala de juego. Era costumbre que cuando Gustav ganaba, se guardara una moneda de cinco marcos para ponerla en la mano de Jean. Así fue también hoy. La dignidad con que el anciano le dio las gracias, imperceptible y sin embargo marcada, alegró a Gustav. Recorrió un trozo del camino a pie a través de la fresca noche de invierno. La vida era fácil y agradable como siempre.

Durmió bien, y despertó lleno de confianza. El trabajo florecía; el doctor Frischlin, que había abandonado su puesto en el negocio y ahora trabajaba regularmente con él durante las mañanas, tuvo unas cuantas ideas buenas. También el correo fue agradable. Lo más satisfactorio, la carta de un conocido de la asociación de bibliófilos, un prestigioso escritor, que le invitaba a firmar un manifiesto contra la creciente barbarización de la vida pública. Gustav sonrió, a pesar de que estaba solo, de un modo casi infantil, confuso. ¿Tan alto se apreciaban sus trabajos literarios como para esperar algo de su firma? Leyó la carta una vez más. Firmó.

Cuando se lo contó al doctor Mühlheim, éste reaccionó de forma muy distinta de lo que Gustav había esperado.

—Con todo el respeto a tus ambiciones literarias, Oppermann —dijo, malhumorado—, yo habría rehusado esa firma.

Gustav alzó las cejas; las arrugas verticales de los Oppermann se marcaron profundamente sobre su nariz.

—¿Quieres explicarme por qué, Mühlheim? —preguntó, de mal talante.

—¿Hacen falta explicaciones? —repuso desabrido Mühlheim—. ¿Qué esperas de semejante manifiesto? ¿Crees que una historia tan débil y académica hará impresión en el despacho de algún ministerio? —y, como era evidente que Gustav seguía sin entender, se lanzó—: He de decirte que eres increíblemente ingenuo. ¿Crees que el efecto de ese llamamiento guarda una proporción razonable con el precio que tendrás que pagar por él? ¿No te das cuenta, hombre de Dios, de la salsa que estás cocinando para ti y los demás Oppermann? Ahora, verás unas cuantas cosas en la prensa popular. Esos caballeros serán los únicos que reaccionen ante el asunto. Hace un año, habría sido cosa de broma. Hoy son la voz del gobierno, un gobierno carente de escrúpulos. No será un plato de gusto para tu hermano Martin tener que leer esa mierda. —Gustav parecía un chiquillo ante una regañina—. Realmente, no se te puede dejar solo un momento, Oppermann —concluyó Mühlheim con más suavidad.

Pero la consternación de Gustav pasó con rapidez. ¿Qué? ¿Otra vez querían atemorizarlo? Que le hicieran el favor de ahorrarle ese estúpido pesimismo. No seguirá colaborando. No va a dejar que le impidan salir en defensa de Lessing, Goethe, Freud. En nombre de Dios, que unos cuantos idiotas se compren las sillas para sus preciadas posaderas en otro sitio que no sea Oppermann. Mühlheim miró burlonamente al hombre irritado. Respondió con frialdad e ironía. Los dos amigos se separaron disgustados.

El manifiesto tuvo un efecto muy distinto en Sybil Rauch. Se alegró de encontrar el nombre de su amigo entre los muy considerados nombres de los otros firmantes. Le felicitó, a su manera infantil y cordial. Era algo muy decente por parte de Gustav firmar el llamamiento sin pararse a pensar. Su amigo le gustaba. Gustav consideró que su opinión era mucho más natural y próxima a la realidad que la de políticos, juristas y hombres de negocios.

Trabajaba, vivía. El trabajo avanzaba bien, la vida era hermosa. Que el bárbaro se revolcara en el palacio de la cancillería: a él no le preocupaba.

Lo que no habían conseguido Martin Oppermann, Jacques Lavendel, los inteligentes señores Brieger y Hintze, el experimentado profesor Mühlheim, la hermosa e inteligente Ellen Rosendorff, es decir, conmover la amurallada confianza de Gustav, lo consiguieron curiosamente tres sillas. Más exactamente, tres sillas de comedor de treinta y siete marcos la pieza, modelo 1184. La señora Emilie François, Nubecilla Negra, había puesto seis de esas sillas en su comedor, y hacía mucho tiempo que pensaba que se necesitaban nueve. En estas últimas semanas, su tonto esposo le daba cada vez más motivos de disgusto. Aunque la situación política empeoraba, el caso del chiquillo Oppermann aún no se había resuelto, y las relaciones del director con el profesor Vogelsang dejaban mucho que desear. El director, para calmar un poco a Emilie, quería regalarle las tres sillas que faltaban para su cumpleaños. La señora François no tenía nada que objetar, pero le preocupaban los detalles técnicos, cómo hacerse con las sillas. Dado que se trataba de un mobiliario único, las sillas sólo podían ser compradas en Oppermann. Por otra parte, no estaba bien visto que un alto funcionario académico comprara en estos tiempos en un comercio judío. Las sillas no podían, bajo ninguna circunstancia, ser enviadas en un camión de Muebles Oppermann o traídas por un mensajero reconocible como empleado de Muebles Oppermann. Insistió en que François lo recalcara expresamente al hacer el pedido. Lo más sencillo sería comunicar por teléfono su deseo a su amigo Gustav. El director François se negó. La señora François explicó que tales peticiones eran corrientes, que de lo contrario la mayoría de los comercios judíos tendrían que cerrar. François, presionado, prometió exponer el asunto a Gustav si tenía ocasión. Pensaba hacerlo de forma humorística, superficial, de pasada. Pero Nubecilla Negra insistió en estar presente cuando François llamara por teléfono. La consecuencia de su presencia fue que la petición del director no resultó tan humorística como él deseaba.

Gustav logró terminar la conversación telefónica tal como el director había querido mantenerla, ligera, en tono de burla. Pero una vez colgado el auricular, se produjo en él un cambio terrible. ¿Se avergonzaban ya sus amigos de las cosas que procedían de él? Se ensombreció, oyó latir su excitado corazón. La fe y la confianza huyeron de él como el aire de un neumático defectuoso.

El profesor Bernd Vogelsang tenía treinta y cinco años, era joven y dócil. Los bruscos y medidos movimientos a los que se había acostumbrado en provincias se hicieron más rotundos en Berlín; sin perder marcialidad, el cuello de su camisa rebajó su altura en un centímetro. Bernd Vogelsang aprendió mucho, también de otras cosas, en estas semanas. El Führer había tenido que luchar catorce años para alcanzar la victoria. Ahora, como canciller, no cantaba victoria, se moderaba, esperaba hasta poder liquidar para siempre al adversario. Bernd Vogelsang imitaba en su ámbito la táctica del Führer. Podía esperar como él.

Con toda su moderación, ya había conseguido que en el penúltimo curso del instituto Königin Luise el terreno estuviera abonado para el momento en que el auténtico espíritu alemán tomara definitivamente el poder. Cada uno de los estudiantes se sabía de memoria el poema de Heinrich von Kleist Germania a sus hijos, y a Bernd Vogelsang se le elevaba el espíritu cuando oía cantar en coro a sus chicos aquellos grandes versos llenos de odio. Junto a los clásicos, también se sabían de memoria el actual himno de los populares: la canción de Horst Wessel.

El director François se sentaba, cansado y triste, en su gran despacho, entre los bustos de Voltaire y Federico el Grande. Ya no quedaba rastro del espíritu de Voltaire en el instituto Königin Luise, y del espíritu de Federico el Grande sólo quedaba lo malo. Era raro que alguno de sus profesores se atreviera a confesar aquel liberalismo que antes era la mejor virtud de su centro. Ya no se hablaba del traslado de Vogelsang. Antes bien, François tenía que contemplar impotente cómo ese hombre echaba a perder para siempre los ánimos formativos de sus alumnos.

Y eso que Vogelsang se comportaba de manera cortés y correcta, no daba motivos de queja. Evitaba, por ejemplo, forzar el penoso caso Oppermann. Como máximo una vez a la semana, ocasionalmente, al final de una conversación sobre otras cuestiones, con una sonrisa terriblemente amable que aún dividía más las distintas mitades de su rostro, decía con su chillón acento alemán oriental: Ceterum censeo discipulum Oppermann esse castigandum. El director François se quedaba helado ante la broma de su catedrático. También él forzaba una sonrisa bajo la cuidada perilla blanca. Miraba desvalido a través de sus gruesas gafas sin montura al hombre que le sonreía frío, cortés y superior; era como si sostuviera un título de deuda en sus manos rojizas, cubiertas de pelitos rubios, un título de deuda extremadamente desagradable.

—Sin duda, querido colega —explicaba apresuradamente—, no he perdido de vista ese asunto.

Y el catedrático Vogelsang no insistía más en su petición, se limitaba a sonreír con reconocimiento.

—Bien, bien —decía, y se despedía.

Cuando el director François veía al alumno Oppermann nunca dejaba de dirigirle unas palabras amables. En las últimas semanas, Berhtold se había vuelto llamativamente adulto. Su rostro se había hecho más reflexivo, menos blanco, más varonil; los ojos grises y osados miraban preocupados, concentrados, bajo la terca frente y los cabellos negros. Las mujeres empezaban a mirarle al pasar. Hablaba cada vez menos de sus propios asuntos. Tampoco el director François lograba ganarse su plena confianza, aunque el joven sabía que se trataba de un amigo.

Por lo demás, el profesor Vogelsang no acosaba a Berthold. No se ocupaba de él ni más ni menos que de los otros, y no se le ocurría menospreciar sus méritos. Una vez, tomando nota de una respuesta inteligente de Berthold, sonrió cortésmente bajo su espeso bigote rubio:

—Un cerebrito, Oppermann; es usted un cerebrito.

En otra ocasión, intentando mejorar el estilo fluido de Berthold, observó:

—Demasiado fluido, demasiado plano. Pocas resistencias, pocas aristas. Más dureza, Oppermann, «sea duro, barón».

Berthold era lo bastante justo como para considerar justificado ese juicio.

Heinrich Lavendel veía con preocupación la calma de Vogelsang. Un tipo como Vogelsang no es de los que dejan enterrado un asunto como el de Hermann el Alemán. Cuanto más titubean, más peligrosos son.

—Sólo está al acecho —decía Heinrich a Berthold—, hasta que el filete esté a punto. Conozco a ese cerdo. Yo en tu lugar no esperaría a que viniera a por mí. Go ahead, Berthold. Hazle frente. En plancha.

Berthold se limitó a encogerse de hombros, cerrado, con rechazo.

Ahora, Berthold parecía mucho más adulto que Heinrich. Tenía un aspecto grandioso. Era en general un tipo magnífico. Podía demostrar y refutar cualquier cosa. Pero en realidad era él, Heinrich, el adulto, y Berthold, el niño. Le habría encantado ayudarle. Pero ahí estaba, vis a vis, desvalido, y tenía que ver cómo el chico se desesperaba. Era para vomitar. No se atrevió a hablar por segunda vez con Berthold. Estuvieron bastante callados mientras pedaleaban juntos hacia casa. Pero ahora con frecuencia acompañaba a Berthold una esquina más allá, aunque eso le hacía dar un rodeo; Berthold se daba buena cuenta.

El alumno Werner Rittersteg, el Larguirucho, había puesto fin a sus cortejos después del bofetón de Heinrich. A veces se había reído, histérico y chillón, a costa del antes admirado compañero. Pero cuando en una ocasión pidió un lápiz y el siempre complaciente Heinrich le dejó el suyo como si no hubiera pasado nada, su rencor desapareció. Al día siguiente volvió a saludar a Heinrich con las palabras How are you, old fellow?, y volvió a empezar con sus vehementes demostraciones de amistad. Heinrich se mantuvo frío. Igual que no se había inmutado por los ataques del Larguirucho, tampoco prestaba atención a sus cortejos.

Cuando Rittersteg observó que Heinrich se mostraba cada vez más unido a Berthold, la ira le acometió de nuevo. Él, un ario de pura sangre y por tanto superior por naturaleza a cualquier judío, y aceptado además por Bernd Vogelsang en las filas de las Jóvenes Águilas, se rebajaba a ofrecer su amistad a Heinrich, y el ingrato le postergaba frente al orgulloso de Oppermann. ¿Se había visto alguna vez semejante oprobio? Naturalmente, podía importarle un pimiento lo que un chico judío pensara de él. Pero por desgracia no le importaba un pimiento. Le roía, le consumía, que Heinrich no le hiciera caso. Tenía que demostrarle que era de un calibre más fuerte que el fino y acicalado Oppermann. Tenía que dar un gran golpe, un golpe que finalmente hiciera que a Heinrich se le abrieran los ojos.

Por aquellas fechas, había comenzado la campaña electoral, y en el periódico demócrata Tagesanzeiger el famoso periodista Richard Karper, al que los periódicos populares llamaban humorística y tercamente «Isidor Karpeles», se había reído de los muchos deslices estilísticos del Führer. El periódico había sido prohibido por esa razón, pero el artículo había hecho su efecto, sobre todo en el profesor Vogelsang. Deseaba enfrentarse en su terreno con el pérfido opositor. Menospreciaba los mezquinos ataques de Isidor Karpeles, llamado Karper, ante los alumnos de penúltimo curso. Les explicaba que en el hombre de Estado lo importante es el ethos, no los detalles formales. Les exponía su teoría favorita, la de la superioridad del discurso sobre la escritura. Les citaba, una vez erradicadas de ellas las peores infracciones contra el espíritu de la lengua alemana, frases del Führer acerca del tema. Señalaba a Karper-Karpeles, el que había empequeñecido al Führer, como uno de esos elementos que tenían la principal culpa de la descomposición, de la decadencia política y moral del pueblo alemán.

Werner Rittersteg dirigía humilde los ojos saltones a la boca del venerado profesor, bajo cuyo bigotillo trigueño brotaban enormes las furiosas palabras. Pero no podía alcanzar los ojos del profesor; más bien era éste quien miraba, Werner Rittersteg se daba perfecta cuenta, fijamente a Berthold Oppermann. Sí, no había duda, todo el áspero ataque de Vogelsang iba dirigido en el fondo contra Berthold Oppermann.

El Larguirucho miró a Heinrich. Tenía los brazos cruzados sobre el pupitre, mantenía baja la ancha y rubia cabeza, como listo para embestir. Werner Rittersteg se daba cuenta de todo esto. Pero al mismo tiempo escuchaba con atención las palabras de Vogelsang, sin perderse ni una.

En la pausa de las doce, en el patio, se acercó a Heinrich Lavendel. Era un día claro, cálido; ese día de febrero había por vez primera algo así como primavera en el aire.

Look here, Harry —dijo, enseñándole, en lugar del que le había prestado, un lápiz nuevo, un gran Kohinoor de color amarillo. Le había sacado punta él mismo, con mucho cuidado—. Ahora tengo un lápiz de primera, una patente americana; estupendo, chico —explicó a Heinrich. Miró soñador con sus ojos saltones la punta del lápiz, larga y afilada—. Habría que meterle un cuchillo en las tripas a ese cerdo —dijo de pronto, furioso. Heinrich Lavendel estaba sentado en el muro del patio, subiendo y bajando las piernas con estilo gimnástico. Ahora se detuvo.

—¿Un cuchillo en las tripas? ¿A quién? —preguntó, mirando sorprendido a Rittersteg.

—A ese traidor, naturalmente, a ese Karper que ataca por la espalda al Führer.

Heinrich no dijo nada, contrajo imperceptiblemente los labios muy rojos. Pequeño, recio, las mejillas delicadas y morenas, siguió sentado ante el pálido larguirucho. Éste, aunque no era un conocedor del género humano, leyó en su gesto mínimo e imperceptible todo lo que su odiado y admirado amigo y enemigo pensaba: incredulidad, desprecio por ese fanfarrón, repugnancia. Por fin, Heinrich cogió el lápiz, puso ordenadamente el capuchón en la punta y se lo guardó.

—El que te presté —dijo— valía cinco céntimos. Este cuesta por lo menos veinte, muchacho. Pero no pienso darte los quince céntimos.

No, la Joven Águila Werner Rittersteg no se iba a dejar despachar así.

—Vas a verlo, muchacho —dijo con énfasis, desdichado, luchando por ser creíble—, le meteré un cuchillo en las tripas.

Y como Heinrich se daba la vuelta, encogiéndose de hombros, añadió, en un desesperado intento de bromear:

—Si lo hago, ¿me darás mis quince céntimos?

—Estás loco, muchacho —dijo Heinrich.

Sonó el timbre. El recreo había terminado. Pedell Mellenthin vigilaba cómo su hija recogía los bocadillos que no se habían vendido durante el recreo; ignoró con intención al alumno Oppermann, saludó amablemente al alumno Rittersteg, se puso firmes ante el profesor Vogelsang. Las clases continuaron.

Dos días después, salió en los periódicos que el redactor Richard Karper, del Tagesanzeiger, había sido apuñalado en la redacción por un muchacho furioso. El muchacho, un tal Werner Rittersteg, alumno de penúltimo curso del instituto Königin Luise, declaró que había reprochado al redactor su conocido artículo sobre el Führer y éste le había agarrado y tratado de estrangularle, de forma que no le había quedado otro remedio que utilizar su navaja en defensa propia. Rittersteg, contaban los periódicos, había sido puesto en libertad después de un minucioso interrogatorio, ya que no había sospechas de que pudiera fugarse.

El primer impulso del padre de Rittersteg, un comerciante acomodado que ostentaba cuatro títulos honoríficos, fue dar un bofetón a su hijo. La madre de Rittersteg lloró por la vergüenza que el muchacho había traído sobre ellos. Pero muy pronto se descubrió que el Larguirucho no era un delincuente, sino un héroe. Los periódicos populares traían su foto. Escribían que, aunque el acto del joven no podía ser aprobado de forma incondicional, era comprensible que la juventud alemana se dejara arrastrar a la acción por los descarados ataques del fallecido. Los conocidos del padre de Rittersteg le llamaban para felicitarle. Se le concedieron otros dos títulos honoríficos. Al cabo de veinticuatro horas, los padres de Rittersteg habían olvidado la forma en que reaccionaron a lo ocurrido nada más llegar a sus oídos; ahora, el chico era un héroe también para ellos. Al cabo de cuarenta y ocho horas, el padre de Rittersteg habría podido jurar de buena fe que nunca había esperado otra cosa de su heroico hijo que semejante acto patriótico. A pesar de los malos tiempos que corrían, prometió al muchacho poner en primavera en su bote de remos un motor fueraborda.

El profesor Vogelsang rebosaba una profunda alegría. Aquí se veía lo receptiva que era la juventud alemana si se le sabía abordar. Bastaba una ligera indicación para ponerla en el camino recto. Werner Rittersteg era uno de esos chicos que sin duda iban a erradicar de Alemania todo lo malo, lo podrido, lo disgregador. «Lo que no os escucha / habréis de evitarlo, / lo que perturba vuestro interior / no debéis soportarlo». Esta juventud sabía llevar a la práctica su Goethe. Él, Bernd Vogelsang, había alcanzado en su pequeño ámbito el mismo objetivo que el Führer a mayor escala. Dieciocho de los veintiséis alumnos de penúltimo curso eran, tras la acción de Werner Rittersteg, declaradamente populares; junto a Werner Rittersteg y Max Weber, el doctor Vogelsang hallaba ahora dignos a otros cuatro de ingresar en las filas de las Jóvenes Águilas.

Por lo demás, precisamente el éxito le invitaba a redoblar la cautela. Mientras la victoria de los nacionalistas no sea completa, es decir, hasta las elecciones, corre el riesgo de ser perseguido como autor intelectual del hecho. Richard Karper había sido un escritor querido, y los periódicos de la izquierda, en su necia sobreestimación de la vida individual, clamaban a causa de su muerte. Hasta las elecciones, se imponía la contención. Después de ellas, Bernd Vogelsang podrá anunciar con redoblado orgullo su parte en la acción. Pero por el momento hay que guardar silencio. Basta con hacer notar su reconocimiento al alumno Rittersteg. Dejó de mencionar el caso Oppermann.

En cambio, los estudiantes rindieron sus respetos a los pies de su compañero Rittersteg. Con un ejemplo visible, había representado ante sus ojos cómo un Guillermo Tell, un Hermann el Alemán, habrían reaccionado ante los miserables ataques de un Karper. El excusarse alegando defensa propia no hizo más que aumentar su prestigio. Tales excusas eran un recurso legítimo ante el pérfido enemigo; emanaban de esa astucia nórdica de la que siempre hablaba el profesor Vogelsang.

El Larguirucho disfrutó de su fama. Aunque su rendimiento era insuficiente, los profesores le trataban como a oro en paño. En verano tendría un bote de motor y navegaría con las chicas por el lago de Teupitz.

Sólo había una gota de amargura en su triunfo. Había dado el gran golpe; era un gran golpe, todos lo veían así. Pero aquel por el que había puesto en marcha la historia no lo veía de la misma forma.

Rondaba a Heinrich, le miraba de reojo, tenso, implorante. ¿No le diría al fin: «Estaba equivocado, Werner. No te creía capaz de hacerlo. Te pido perdón. Aquí está mi mano»? Nada ocurrió. Durante toda una semana nada ocurrió. El frío silencio de Heinrich enloquecía al Larguirucho.

Al octavo día, en el patio, en el sitio exacto en el que por vez primera había hablado a Heinrich de su acción, se le acercó de pronto con rapidez.

—Eh, muchacho —dijo—, ¿me darás ahora mis quince céntimos?

Estaba henchido de triunfo, de confianza; miró a Heinrich con firmeza, de lleno, como un ser superior, a los ojos. Sólo que Heinrich le devolvió su mirada con frialdad, en absoluto vencido.

No, Sir —dijo. Y después de unos instantes, perverso—: Si quieres, dejaré en depósito los quince céntimos hasta que se demuestre que actuaste en defensa propia.

Un leve rubor subió a las pálidas mejillas de Werner.

—¿También juegas a policía? —preguntó, vehemente. Heinrich se encogió de hombros. Eso fue todo. Werner, sin confesárselo a sí mismo, se sintió estafado por el sentido que tenía de su acción.

Y eso que su golpe había afectado profundamente a Heinrich. La acción del Larguirucho, ese damned fool, confundió su juicio y sus sentimientos. ¿Qué debe hacer? Es el único que conoce la prehistoria del crimen. Todavía oye la voz silbante de Werner: «Habría que meterle un cuchillo en las tripas a ese cerdo», y «Vas a verlo, muchacho, le meteré un cuchillo en las tripas». Siente que él, el lápiz y los quince céntimos están profundamente enlazados en la cadena causal de ese crimen. Pero ¿qué otra cosa podía contestar salvo «Tú estás loco, muchacho»? Todos ellos estaban locos. El país entero se había convertido en un manicomio. ¿Es que él, Heinrich, no tiene la obligación de decir lo que sabe, de escribir al fiscal que este héroe no es un héroe, sino un criminal, que este crimen no fue en defensa propia, sino anunciado, intencionado? Pero, si testifica contra ese imbécil, ¿se habrá logrado algo? Los que saben saben, y a los otros no hay forma de enseñarles y no le creerán. No hará más que crearse dificultades, a sí mismo, a su padre, a los Oppermann, a Berthold.

Seguro que su padre le disuadiría de denunciar a Rittersteg. Con buenas y evidentes razones. Heinrich lo sabe muy bien, incluso sin hablar con él. No obstante, una y otra vez siente la tentación de decir lo que sabe. Hay que decir la verdad. No se puede estar tranquilo cuando se hace de un loco criminal un héroe. Por modestas que sean las expectativas de éxito, hay que tratar de aclarar a los demás que ese tipo es un loco criminal. Go ahead, Harry, se decía a veces, Write to the attorney what happened. Y enseguida, medio enfadado medio sonriente, se traducía: Vamos, hombre. Sólo que entonces la razón volvía a vencer. No se sentaba, no escribía, arrastraba consigo, incómodo y taciturno, lo que sabía.

Werner Rittersteg no se conformó en silencio con la derrota que Heinrich le había infligido. Si no podía llegar hasta él, por lo menos le iba a enseñar a ese Oppermann. Dirigió una carta a Fritz Ladewig, el presidente del club de fútbol. Solicitaba una vez más, esta vez por escrito, la exclusión de Berthold Oppermann del club por su conocida afrenta a la germanidad.

La dirección del club estaba en manos de nueve chicos, entre ellos Heinrich. Incómodo, Fritz Ladewig comunicó la petición de Rittersteg. Los chicos se miraron unos a otros, nadie dijo nada. Berthold era un buen compañero. ¿Por qué iban a hacer nada antes de que el director y el claustro de profesores se manifestaran? Por otra parte, Werner Rittersteg era el héroe del centro, no se podía rechazar sin más una petición suya.

—Bueno, ¿qué opináis? —dijo al cabo de un rato Fritz Ladewig.

—Ya sabéis —dijo Heinrich Lavendel, con los ojos fijos, sin mirar a nadie, pálido y decidido— que, naturalmente, si Berthold se va yo me voy.

Estaban en puertas de un partido contra el equipo del instituto Fichte; Heinrich Lavendel era un portero insustituible. «Ni pensarlo», dijeron, y se aplazó la decisión sobre la propuesta de Werner Rittersteg.

Fritz Ladewig informó a Rittersteg. Explicó que el club se permitía consultarle si a pesar de las amenazas de Heinrich pensaba mantener su petición. Debido a su pertenencia a las Jóvenes Águilas, Werner Rittersteg se había acostumbrado a dar respuestas misteriosas y ambiguas a las preguntas incómodas.

—Tengo que deliberar conmigo mismo sobre ello —dijo. Volvió a dirigirse a Heinrich:

—Voy a hacerte una propuesta. Diré delante de todo el mundo que eres mi amigo. Me declararé solidario contigo. En las actuales circunstancias eso significa algo, muchacho. Pero puedo permitírmelo. Sólo tienes que prometerme una cosa: que te abstendrás en la votación del club, y que te quedarás en él. Si eres tan amable, dame los quince céntimos. Di: Hecho. Una ocasión así no se presenta dos veces —trató de bromear—. O di okay —sonrió, imploró. Heinrich le miró de arriba abajo, con esa fría curiosidad con la que se contempla a los animales en el zoológico. Le volvió la espalda.

»Entiéndeme, hombre —dijo a toda prisa, con los labios pálidos, Werner Rittersteg—. Desde luego no tienes que darme los quince céntimos, sólo era una broma. Y también puedes votar en contra en el club. Pero no lo dejarás. Eso al menos prométemelo.

Heinrich se dio la vuelta, sin palabras. El largo Rittersteg sacudió por los hombros al bajito y robusto Heinrich, siguió implorando:

—Sé razonable. No lo dejes. Quédate.

Heinrich se quitó de los hombros las largas y pálidas manos.

El director François pasaba cada vez más tiempo en su despacho, porque su casa estaba llena de las quejas y súplicas de Nubecilla Negra. Pero incluso la soledad de su gran despacho se estaba poniendo cada vez más turbia. De qué servía que su libro La influencia del hexámetro antiguo en el estilo de Klopstock prosperara, ahora que tenía que reconocer que la obra de su vida estaba perdida. Con desvalida preocupación, veía con cuánta rapidez la extensión del nacionalismo nublaba la mente de sus alumnos. Se ha esforzado fielmente en sostener la antorcha, pero ahora la noche se hacía cada vez más profunda y engullía su poquito de luz. Una barbarie como Alemania no había conocido desde la guerra de los Treinta Años se extendía sobre el país. El mercenario gobernaba; su salvaje gruñido ocultaba las dulces voces de los poetas alemanes.

Con dedos cautelosos —hasta el contacto del papel le parecía repugnante—, el director François hojeó el Tesoro de cantos nacionalsocialistas, el libro oficial de canciones de los populares, cuyos versos ahora tenían que aprenderse de memoria sus chicos a instancias de Vogelsang. Vaya unos versos: «Y cuando estalla la bomba de mano / el corazón ríe en el cuerpo»; «Cuando el cuchillo hace brotar la sangre judía / entonces todo vuelve a ir bien». En las aulas en las que antes habían resonado las estrofas de Goethe y Heine, las contenidas frases de la prosa de Kleist, se eructaban ahora tales vilezas. El rostro del director se contrajo de asco. Ahora sabía cómo fue cuando los bárbaros, al llegar, convirtieron los templos de las ciudades clásicas en establos para sus caballos.

Gustosamente habría buscado consuelo y descanso en casa de su amigo Gustav, en la Max Reger Strasse. Pero también eso le estaba vedado. Desde la firma de aquel manifiesto contra la barbarie, los periódicos de los bárbaros traían cada dos o tres días furiosos ataques contra Gustav; estaba marcado, y Nubecilla Negra había prohibido estrictamente al director François dejarse ver con él. Los profesores de su centro que compartían su espíritu, sus amigos, apenas se atrevían a pronunciarse con libertad, espiados por todas partes. Así que aquel hombre entrado en años permanecía la mayor parte del tiempo solo en su gran cuarto de trabajo; su obra se hundía ante sus ojos, sus amigos se hundían, su Alemania se hundía, y él sabía que pronto, incluso en ese último refugio suyo, habría tan poco lugar para él como para el busto de Voltaire.

En aquellos días, el director François se encontró al estudiante Oppermann en el largo pasillo que conducía al aula de física. Berthold caminaba con lentitud; tenía un aspecto llamativamente adulto. Llamó la atención del director que el chico, aunque hacía mucho deporte, empezaba a meter los pies hacia dentro como su padre. Vio los audaces, grises, tristes ojos de Berthold, su rostro preocupado. Pensó que Nubecilla Negra sin duda se lo habría censurado, pero no pudo evitarlo: le paró. No sabía muy bien qué decir; por fin, con su voz suave, llena ahora de preocupación, empezó:

—Qué, Oppermann, ¿qué están leyendo ahora en clase? Berthold —y en su voz había casi más resignación que amargura— repuso:

—A los poetas patrióticos Ernst Moritz Arndt y Theodor Comer, y otra vez el Tesoro de cantos nacionalsocialistas, señor director…

—Ah, sí —dijo el director François; miró a su alrededor, y como no se veía a Pedell Mellenthin y tampoco había ningún catedrático hostil, sino tan sólo dos chiquillos de quinto, tragó saliva y dijo—: Mire, querido Oppermann, la cosa es como sigue: Ulises es curioso, Ulises está ansioso de aventura, Ulises entra en la cueva de Polifemo. Es algo que ocurre en todas las épocas. Pero también ocurre en todas las épocas que, al final, Ulises vence a Polifemo. Sólo que a veces se hace un poquito largo. Muy probablemente yo ya no lo veré, pero usted sí.

El estudiante Oppermann miró a su director; en realidad, el chico de diecisiete años parecía mayor que el hombre de cincuenta y ocho, y dijo:

—Es usted muy amable, señor director.

Esas sencillas palabras le parecieron consoladoras al director François, le alentaron.

—Lo que realmente quería decirle, Oppermann —empezó de nuevo, con más celo que antes—, es lo siguiente: Ahora hay una edición popular de los Gigantes de Doblin. El libro en su conjunto es un tanto barroco, pero hay en él dos cuentos que están entre las mejores páginas de la prosa alemana. Habría que incluirlas en todos los libros de lectura alemanes. Léalos, por favor, querido Oppermann. Un cuento trata de la Luna y otro trata del perro y el león. Le alegrará comprobar que incluso en esta época en Alemania se escribe una prosa semejante.

El estudiante Oppermann miró atentamente a su director; luego, con una extraña ausencia en su voz profunda, prematuramente madura, respondió:

—Se lo agradezco, señor director. Leeré esas páginas.

Quizá fue la oscura calma de esa voz la que hizo que el director François dejara de contenerse, se aproximara al alumno Oppermann y le pusiera —siendo más bajito que él— las manos en los hombros:

—No pierda el valor, Oppermann —dijo—. Por favor, no me pierda usted el valor. Todos tenemos que llevar nuestra parte. Cuanto mejor es uno, tanto más pesada. Por favor, que su tío Gustav le enseñe la carta que Lessing escribió después del nacimiento de su hijo, fue en el año 1777, creo, o 1778. Seguro que su tío Gustav sabe a qué me refiero. Apriete los dientes, Oppermann, y aguante.

Aunque el director François no era precisamente lo que Berthold entendía por un hombre, durante algunos días la conversación le impidió sentir una amargura demasiado grande. La primera tarde que tuvo libre fue a ver a tío Gustav y le pidió aquella carta.

—Sí, claro —dijo Gustav—. La carta del último día de diciembre del 77. Está en poder de la biblioteca de Wolfenbüttel. Una hermosa carta. Hay un facsímil publicado en Düntzer.

Le enseñó la carta.

Berthold leyó: «Mi querido Eschenburg, elijo el momento en que mi esposa yace completamente descuidada para darle las gracias por su bondadoso interés. Mi alegría fue breve: ¡He perdido ese hijo con tal dolor! ¡Tenía tanto entendimiento! ¡Tanta sabiduría!… No crea que las pocas horas de mi paternidad me han convertido ya en un padre vanidoso. Sé lo que digo. ¿No fue entendimiento que hubiera que sacarlo al mundo con unas tenazas de hierro? ¿Que advirtiera tan pronto su inmundicia? ¿No fue entendimiento que aprovechara la primera oportunidad para volver a irse? Naturalmente, ese pequeño cabeza loca se lleva también a su madre. Tengo pocas esperanzas de poder conservarla… Quisiera que algún día me fuera tan bien como a otros hombres. Pero me ha ido mal. Lessing».

Berthold siguió hojeando la colección de cartas, leyó una carta escrita una semana después: «Mi querido Eschenburg, apenas puedo recordar la trágica carta que puede haber sido la que le escribí. Me avergüenzo de todo corazón si revelaba la menor desesperación… La esperanza de que mi esposa mejore ha vuelto a bajar mucho desde hace algunos días… Le agradezco la copia del artículo de Goethe. Esas materias son en verdad ahora las únicas que logran distraerme… Lessing».

Y luego había una misiva, escrita otros tres días después: «Querido Eschenburg, mi esposa ha muerto: me ha tocado también esa experiencia. Me alegro de que ya no me puedan quedar muchas experiencias como ésa; y me siento muy ligero… Tengo que volver a empezar, de ahora en adelante seguiré mi camino solo. Tenga usted… la bondad, queridísimo amigo, de copiarme todo el artículo Evidence de su gran Johnson con todas sus citas».

Berthold leyó. Era algo extraño que el director François le hubiera recomendado como lectura precisamente la carta de un nacimiento con fórceps. Pero Berthold estaba conmovido. Que este Lessing, junto al lecho de muerte de su esposa, a todas luces muy querida, hablara a su amigo de la agonía de su mujer y, antes de que la tinta estuviera seca, le pidiera el envío de bibliografía para su trabajo era el colmo. No lo había tenido fácil ese escritor G. E. Lessing. Cuando escribió Nathan, su alegato en favor de la emancipación de los judíos, los populares de entonces declararon que le habían pagado para que lo hiciera. De todos modos, nadie le había exigido que pidiera excusas y se retractara. En los ciento cincuenta años transcurridos, las cosas se habían puesto notablemente más oscuras en Alemania.

Berthold recorrió las largas y altas filas de libros. Todo eso era Alemania. Y la gente que leía esos libros era Alemania. Los trabajadores que en su tiempo libre se sentaban en sus universidades laborales y empollaban su difícilmente inteligible Karl Marx eran Alemania. Y la Orquesta Filarmónica era Alemania. Y también las carreras de coches en el circuito y las asociaciones de deporte obrero eran Alemania. Pero, por desgracia, también el libro de cantos nacionalsocialistas era Alemania, y la chusma en uniforme pardo. ¿Iba realmente tal absurdo a devorar lo otro? ¿Iban de verdad a dejar gobernar a los inquilinos del manicomio en vez de encerrarlos? Alemania, mi Alemania. Se sintió conmovido de repente. Había aprendido a dominarse, y también esta vez lo logró. Pero aun así se puso pálido y rojo, de forma que tío Gustav se le acercó, le puso en el hombro la robusta y velluda mano y dijo:

—Ánimo, muchacho. En estas regiones, el termómetro no cae por debajo de 29 bajo cero.

Edgar Oppermann, en el despacho de dirección del Departamento de Laringología del hospital municipal, firmaba sin leerlas una serie de cartas que la enfermera Helene le había presentado.

—Bien, Helene —dijo—, ahora voy a darme una vuelta por el laboratorio.

Tenía aspecto de estar sobrecargado de trabajo, agobiado; la enfermera Helene le habría concedido gustosamente un cuarto de hora de descanso en el laboratorio. Pero no era posible, la situación era demasiado crítica. «Creo —le había dicho el director general Lorenz— que ahora una mujer resuelta debería tomar las riendas de esta historia».

—Lo siento, doctor —dijo—, pero aún no puedo dejarle ir. Por favor, lea esto —y señaló unos cuantos recortes de prensa.

—Cada vez es usted más severa conmigo, Helene —trató de sonreír Edgar. Cogió los recortes; obediente, los leyó. Eran los ataques acostumbrados, sólo que ahora el tono era aún más firme, más grosero. En uno de cada dos casos, se decía, el procedimiento Oppermann causaba la muerte de los operados. Edgar Oppermann empleaba casi exclusivamente pacientes de tercera clase para sus criminales experimentos. Eran crímenes rituales de alto nivel, que el médico judío cometía a plena luz para dejarse ensalzar después por la prensa judía. Los ojos del lector se enturbiaron de ira.

—Llevan meses escribiendo esto —dijo con energía—. ¿No podría ahorrármelo?

—No —repuso escuetamente la enfermera Helene. Su voz sonaba doblemente suave después de la sonora y malhumorada de Edgar, pero no por ello menos resuelta—. No puede seguir cerrando los ojos, doctor —dijo, con la severidad con la que forzaba a un paciente a tomar una medicina desagradable—. Tiene que hacer algo.

—Todo el mundo sabe —dijo impaciente Edgar— que sólo el 14,3 por ciento de los casos tiene un resultado fatal. Incluso Varhuus admite que en más del cincuenta por ciento de los casos, que de lo contrario habría que dar por perdidos, el procedimiento Oppermann conduce a la meta —trató de moderar su vehemencia, sonrió—: Soy un hombre necesitado de ayuda, Helene. Pero si el diablo se ha metido en la piel de esos cerdos, ¿tengo que ser yo el que lo expulse? No puede usted exigirme demasiado.

Ella no aceptó el tono. Se había sentado, no pensaba terminar tan pronto la entrevista. Estaba allí sentada, fuerte, rolliza. Los artículos de los periódicos, expuso, no los leían médicos, sino multitudes fanatizadas, que tenían influencia sobre los destinos del hospital municipal. No podía dejar las cosas así por más tiempo. Tenía que querellarse, exigió en voz baja, pero decidida, tenía que querellarse enseguida. ¿O quería esperar a que se lo dijera el director general Lorenz?

Edgar Oppermann aceptaba la lógica de la enfermera Helene, pero le repugnaba el asunto.

—La gente —dijo con vehemencia— que escribe esos artículos y la que les cree tiene que ir a un manicomio, no a los tribunales. No puede enfrentarse a ellos, igual que no podría enfrentarse a los curanderos de una tribu selvática, que afirman que la tisis sólo puede curarse poniendo excrementos de antílope en los ojos del enfermo. Si el ministerio o el viejo Lorenz consideran necesario refutar a esa gente, no puedo impedírselo. Pero yo no lo haré. No soy un limpiador de letrinas.

Por esta vez, la enfermera Helene no insistió. Pero no pensaba resignarse. Por la noche volvería a discutirlo, y mañana por la mañana, y mañana por la tarde. ¿Es que el gran científico, aquel niño, su doctor Oppermann, no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor?

En los hospitales, en la Universidad, en todas partes, los médicos sin dotes venteaban el aire matinal. Estaba amaneciendo una era en la que lo decisivo no eran los méritos y las dotes, sino la supuesta pertenencia a una raza. La enfermera Helene tenía la suficiente formación científica como para saber que detrás de la teoría racial había tanto sentido y tanta insensatez como detrás de la fe en la brujería y en el diablo. Pero para todos aquellos para los que las dotes de otros suponían un obstáculo en el camino, resultaba atractivo justificar su falta de capacidades propias apelando a su origen no judío. Hasta la fecha no se atrevían con su profesor. Estaba entre los diez o doce médicos alemanes de fama mundial; sus estudiantes, sus enfermos, le adoraban. ¿Pero es que él no veía cómo ya, por ejemplo, su protegido, el doctor Jacoby, era devorado por la malevolencia general? Ese hombre pequeño y feo se estaba volviendo cada vez más huidizo, más torpe, apenas se atrevía a visitar a sus pacientes. Y el incomprensible profesor no quería darse cuenta, no quería ver que la candidatura del pequeño Jacoby se había ido definitivamente al garete; le consolaba y le explicaba, con incomprensible optimismo, que ya era sólo cuestión de días, que la confirmación estaba a punto de llegar.

Fue un necio incidente el que arrancó a Edgar Oppermann de la voluntaria ceguera con la que hasta entonces se había protegido contra la desolada realidad. Una de las tardes siguientes, un paciente de tercera clase al que se atendía de forma gratuita fue sorprendido fumando un puro, saltándose la estricta prohibición. El hombre sufría una enfermedad de la laringe; al fumar no sólo perjudicaba a los restantes enfermos de su sala, sino sobre todo a él mismo. La enfermera de guardia pidió cortésmente al hombre que por el momento se privara de fumar. Él hizo chistes y no obedeció. Ella insistió, él se puso más terco. Finalmente, hubo que llamar al médico de guardia, al doctor Jacoby. La aparición del pequeño y feo judío puso completamente furioso al hombre. Con su voz enferma y ronca, ladró que se cagaba en lo que le mandaran los médicos judíos. El hospital entero le chupaba el culo, empezando por el director. Estaba harto de hacer de conejillo de Indias. Él, un hombre alemán, iba a encenderle una vela al fino señor profesor en los periódicos alemanes. El pequeño doctor se puso ceniciento, se quedó desvalido. Los otros pacientes intervinieron. Por todas partes estalló la tormenta, ronca, de chillidos y ladridos. Se lanzaban sobre el doctor Jacoby con sus pijamas a rayas de enfermo, chillaban desde sus camas. Él no tenía otra cosa para aquella sala gritona y amotinada que argumentos racionales, el menos adecuado de los tranquilizantes. A la enfermera Helene se le ocurrió la feliz idea de llamar al doctor Reimers. Él apaciguó a los rebeldes con unas cuantas maldiciones, enérgicas y obscenas. No dudó en coger por los hombros al cabecilla de la revuelta, sacudirlo con fuerza y echarlo del centro. A los otros, les habló de manera viril y ruda. Los que primero y más ruidosamente se habían puesto de parte del fumador amotinado pensaban ahora que era un camorrista que no respetaba ni a Hindenburg ni al buen Dios, y muy pronto en la sala no se oyó más que la suave voz de la enfermera Helene.

Los cambios en Muebles Oppermann, los artículos incendiarios contra su hermano Gustav, los malvados artículos contra él mismo, habían hecho poca mella en Edgar; este necio motín lo derribó. No comprendía cómo enfermos a los que se había ayudado con tan diligente ciencia se enfrentaban a sus médicos a pesar del evidente éxito. Que esa gente, poniendo en un plato de la balanza su propia experiencia y en el otro un necio libelo, optaran contra su experiencia y a favor del libelo le enfureció. Dijo a la enfermera Helene que iba a querellarse.

Al día siguiente se reunió con el profesor Arthur Mühlheim. Le preguntó si, dado que él, Edgar, ocupaba un cargo público, no podía pedir a la fiscalía que presentara demanda de oficio. Por toda respuesta, Mühlheim le preguntó qué edad tenía. Luego trajo un coñac destilado en el año en que nació Edgar, lo sirvió, torció el rostro arrugado y astuto en una fatal sonrisa y dijo:

—Edgar, me temo que no voy a poder aconsejarle mucho.

Edgar, confuso, preguntó cómo era eso y por qué. ¿No estaba fuera de discusión que las afirmaciones de los periódicos eran desvergonzadas mentiras? Se podía aportar una masa ingente de material que lo probase de forma comprensible incluso para cualquier profano. ¿Qué podía entonces impedirle presentar una querella? ¿Es que no vivían en un Estado de derecho?

—¿Cómo dice? —preguntó Mühlheim. Y como veía los ojos del otro mirándolo asustados, explicó—: Incluso si hubiera venido a verme hace un mes, Edgar, cuando una parte de las leyes estaban en vigor al menos formalmente, incluso entonces, como abogado concienzudo habría tenido que desaconsejarle una querella. Los articulistas habrían intentado presentar las pruebas.

—Pero… —terció Edgar, indignado.

Lo sé —le detuvo Mühlheim—, semejante presentación de pruebas nunca habría podido tener éxito. Sólo que sus adversarios habrían inventado cosas nuevas, más abstrusas y viles, el tribunal las habría admitido una y otra vez como pruebas; le habrían tirado tanta porquería encima que habría reventado de indignación. No olvide, Edgar, que nuestros adversarios tienen una enorme ventaja sobre nosotros: su absoluta falta de escrúpulos. Por eso están hoy en el poder. Han aplicado siempre recursos de tal primitivismo que sencillamente los demás no los creían posibles, porque en ningún otro país habrían sido posibles. Por ejemplo, simplemente mataron a tiros a todos los dirigentes de la izquierda de cierta importancia, uno detrás de otro. Impunemente. Volviendo al asunto, créame, Edgar, hoy no encontrará en Alemania un juez que condene a esos articulistas. Y después de las elecciones no encontrará un solo tribunal en Alemania que ni siquiera admita a trámite la demanda.

—No le creo, no le creo —dijo Edgar con vehemencia, y dio un puñetazo en la mesa; pero sonó como un grito de auxilio.

Mühlheim se encogió de hombros. Sacó un poder y pidió a Edgar que lo firmara.

—La querella estará presentada mañana —dijo—. Pero me gustaría que se ahorrase esta decepción.

—¿Cómo van a tener mis enfermos confianza en mí si se pueden decir tales cosas en mi contra? —gruñó Edgar.

—¿Quién le manda tratar a sus enfermos? —devolvió amargamente la pregunta Mühlheim—. ¿Quién le dice que eso es lo que este Estado quiere?

—Pero los jueces —se acaloró Edgar, casi con asombro infantil— tienen una formación académica; saben que todo esto es absurdo. ¿O de verdad cree usted que yo ando matando niños cristianos?

—Se convencen —respondió Mühlheim, y la rabia deformó de manera grotesca su rostro pequeño y astuto— de que de haber nacido por ejemplo en el Este usted estaría perfectamente en condiciones de hacerlo, dada su sangre y sus predisposiciones.

Edgar salió completamente agotado de la entrevista con Mühlheim. ¿Tanto había cambiado el mundo en unas pocas semanas? ¿O había alcanzado los cuarenta y seis años comprendiendo tan poco el mundo que le rodeaba?

Al día siguiente, tuvo una larga conversación con su hija Ruth. Ruth estaba acostumbrada a que su padre se riera de ella, de forma bondadosa y cariñosa. También ahora lo hizo, pero aun así había algo distinto, y la chica sintió enseguida que su seguridad había sufrido un golpe. Por mucho que sabía que él estaba, por así decirlo, científicamente convencido de la insensatez de su nacionalismo y de que no hacía más que ofrecerle un espectáculo, ella no había podido resistirse a defender una y otra vez sus ideas con la misma furia que el primer día. Ahora, notando que él había cedido, se mostró también más suave. Gina Oppermann asistía en silencio a la conversación. Era una mujer pequeña e ignorante, no entendía nada de lo que estaban diciendo. Pero conocía el tono y la actitud de su esposo y su hija, y contemplaba intimidada los temerosos intentos de Edgar por ir a la escuela con su hija.

Aquella misma semana, el viejo director general Lorenz explicó a Edgar que el profesor Varhuus había declarado definitivamente que no podía apoyar la candidatura del doctor Jacoby. Durante la entrevista, el director general Lorenz se mostró especialmente brusco, fue enteramente «la ira de Dios», como le conocían sus estudiantes. Edgar había aprendido mucho en estos últimos días: reconoció a través de la brusquedad del hombre su doloroso azoramiento.

—Deme un consejo, querido colega —rugió el anciano, y las palabras salieron resonando como trozos de roca de la dorada boca—. ¿Qué debo hacer? —adelantó hacia Edgar el cráneo poderoso, de blancos cabellos y cobriza piel—. Naturalmente, puedo insistir en que sea Jacoby. En tal caso, lo será. Pero entonces esos hijos de puta nos quitarán los fondos para su laboratorio. Aconséjeme.

Edgar se miró las manos.

—El tratamiento de este caso me parece claro, señor director general —dijo, y su voz sonó fresca y decidida, como cuando proponía operar a un paciente—. Usted retira la candidatura de Jacoby y yo retiro mi demanda contra esos hijos de puta, por plagiar su forma de expresarse —rió, parecía especialmente alegre.

El viejo Lorenz se sintió condenadamente incómodo. Edgar Oppermann era un espléndido científico y le era simpático. Le había hecho una promesa. El viejo Lorenz lo puede todo, lo hará todo, teme a Dios y a nada más en el mundo. Y ahora, de pronto, por primera vez en su vida, teme a los hijos de puta que le hacen tachones en el presupuesto y rompe una promesa. Era asqueroso. Pero no puede dejar que le quiten los fondos. Ha estado a menudo en la situación de tener que decir a allegados, amigos cercanos, que una operación había salido mal, que el paciente había muerto. El viejo Lorenz era un hombre íntegro. Esta situación era diez veces más incómoda.

—¿No considera más correcto, señor director general —preguntó de repente Edgar, todavía con su fatal sonrisa congelada en torno a los labios—, que tire la toalla antes de que me echen?

El rostro del viejo Lorenz se amorató.

—Sin duda se ha vuelto loco, Oppermann —estalló—. Abra los ojos. Lo que este pueblo sufre es una enfermedad aguda, no una crónica. Le prohíbo declararla crónica. Escuche, hombre. Hijos de puta —gritó de pronto, y dio tal palmada en la mesa con su gran mano roja que los papeles salieron volando—. Todos los políticos son unos hijos de puta. Y no voy a darles ese gusto. Si creen que voy a darles ese gusto, van dados.

Dados, pensó Edgar. Qué curiosas expresiones tienen estos bávaros.

—Está bien —dijo—. Le creo, señor Lorenz, cuando dice que ha hecho lo que ha podido. Es usted un buen colega.

—No lo sé, Oppermann —dijo el viejo Lorenz—. Por primera vez en mi vida no lo sé. Ése es el problema.

La terminación del puente que debía adornar la boca del señor Wolfsohn se había prolongado más de lo que él había pensado, y también había sido más cara. Ochenta y cinco marcos quiso cobrarle al final el dentista Hans Schulze, el arenque feo, con la excusa de que a lo largo del trabajo emprendido en la boca de Wolfsohn se habían presentado nuevas e insospechadas dificultades, que habían aparecido nuevos puntos cariados, y que de haber sido otro, bajo ningún concepto lo habría hecho por menos de cien marcos. Finalmente, con mucho esfuerzo, entre bromas y veras, el señor Wolfsohn le había hecho bajar hasta setenta y cinco marcos. Había pagado a cuenta cincuenta marcos, conforme a lo acordado. Así pues, los nuevos dientes no eran enteramente de su propiedad; pero hubiera podido poner en todo momento sobre la mesa los veinticinco marcos que faltaban y tener los dientes enteramente en su poder. Si no lo hacía era sólo porque mucha gente le había dicho que la llegada al gobierno de los, populares provocaría una inflación, y con ella esperaba poder pagar la suma restante en dinero devaluado.

La «nueva fachada» era cara, pero era espléndida. Ahora el bigotito sobre los labios del señor Wolfsohn resaltaba realmente elegante, sus ojos parecían doblemente ágiles y vivos sobre los nuevos e impecables dientes. Markus Wolfsohn sonreía en la tienda más aún que antes.

Sin embargo, cuando no le observan extraños raras veces sonríe, a pesar de su nuevo esplendor blanco y dorado. Y eso que el negocio va mejor de lo que esperaba para este silencioso período invernal. Los rumores acerca de la inflación mueven a muchos a invertir su dinero en muebles en vez de dejarlo en el banco. El señor Wolfsohn ha conseguido primas este mes de febrero, naturalmente no tantas como en noviembre, pero si ha de ser sincero, no puede quejarse de la marcha del negocio. Son otras cosas las que le ponen de mal humor.

Detalles al principio, cada uno sin importancia por sí mismo pero, juntos, suficientes para quitarle a uno el apetito. La autoestima del señor Wolfsohn, por ejemplo, no se ve disminuida porque el señor Lehmann, del café Lehmann, ya no le pregunte si todo va bien o no. Pero, escandalosamente, sólo hay un ejemplar del BZ, y si no se lo compra uno mismo puede hacerse viejo antes de que le llegue. La autoestima del señor Wolfsohn tampoco disminuye por no estar tan bien visto como antes entre Los Arenques Feos. De todos modos el ambiente es más desagradable, y en una ocasión se oyó una frase que ofendió seriamente al señor Wolfsohn. En la partida de skat, se vigilaba que no hubiera trampas a la hora de contar las ganancias, porque el veinte por ciento de ellas iba a parar a la caja de la asociación. De ese veinte por ciento salían los gastos de Los Arenques Feos, sobre todo los gastos de la gran excursión, la partida de los caballeros, que tenía lugar todos los años en torno a la Ascensión. En una ocasión en que el señor Wolfsohn pudo apuntarse un beneficio especialmente alto y sus compañeros refunfuñaban, al abonar el veinte por ciento a la caja les había comentado, a modo de benévolo consuelo, que les vendría bien el día de la Ascensión.

—Eh, August —había dicho al principal perdedor—, de todos modos te has bebido tú solo medio ponche.

—No lo digas muy alto, muchacho —había dicho el achispado—, tendrás suerte si al llegar el verano todavía te llevamos con nosotros.

Naturalmente, sólo había sido una broma tonta; August estaba borracho y Wolfsohn había hecho como si no le hubiera oído. Pero el golpe de August había sido dado, sus palabras escocían aún hoy al señor Wolfsohn.

Quizá su cuñado Moritz Ehrenreich, que se marchaba definitivamente, tenía razón. Sí, había llegado el momento: el 3 de marzo, Moritz Ehrenreich embarca para Palestina en la ciudad francesa de Marsella, en el vapor Mariette Pacha. Va a encargarse de la edición y de la impresión de un periódico deportivo hebreo en la ciudad palestina de Tel Aviv. Se ha mostrado generoso hasta el último instante; dejará a Wolfsohn algunos de sus muebles. El señor Wolfsohn lo ve partir con mirada húmeda pero alegre. Se da cuenta, ahora que Moritz se marcha realmente, de que va a echarlo de menos más de lo que creía; por otra parte, está contento de librarse de él porque, a pesar de su alegre manera de responderle, ya no puede oponer a las eternas críticas de su cuñado la misma confianza que antaño.

Sí, la seguridad del señor Wolfsohn está minada, roída por todas partes. No son sólo los pequeños acontecimientos del café Lehmann, el Alte Fritz o el círculo de Los Arenques Feos. Mucho más preocupante es ya la cuestión con el administrador Krause y la mancha de humedad encima del cuadro El juego de las olas. Por desgracia, el señor Wolfsohn ya no es uña y carne con el administrador. Ambos caballeros siguen cruzando unas palabras cuando se encuentran casualmente, pero es rara la ocasión en que el señor Krause le cuenta un chiste. Y cuando hace poco el señor Wolfsohn le preguntó directamente cuándo iban a quitar al fin la mancha de humedad, que ya llegaba muy por debajo del cuadro, el administrador Krause dijo, de manera insolente y directa, que con un alquiler tan barato el señor Wolfsohn no podía ponerse así; había un montón de gente que cogería ambas, la casa junto con la mancha. A pesar de todo, naturalmente el administrador va a prorrogarle el contrato de alquiler. El señor Wolfsohn no lo dudaba. Pero la frase sigue siendo una desvergüenza típicamente alemana, y al señor Wolfsohn no se le va a olvidar.

No obstante, las negociaciones con el administrador Krause eran un bombón comparadas con los ocasionales encuentros con el señor Rüdiger Zarnke. Durante los trabajos en el puente, el señor Wolfsohn se había imaginado la especial satisfacción que tendría, con su nueva fachada, al cruzarse en la escalera con el señor Zarnke. Hasta ahora, cuando ambos caballeros se encontraban, el señor Zarnke tenía la costumbre de sonreír burlonamente, enseñando sus fuertes y blancos dientes. Al señor Wolfsohn le corroía mucho no poder responder a la sonrisa en consideración a sus propios y dañados dientes, y la idea de que ahora, con su nueva fachada, podría corresponder en blanco y oro a la burla del señor Zarnke hacía desbordar su corazón. Se alegraba demasiado pronto. El señor Zarnke se había incorporado a las milicias populares, se había convertido en jefe de escuadra. Orgulloso con su uniforme pardo, con sus botas altas, dos estrellas en el cuello, atronaba subiendo y bajando las escaleras. Cuando el señor Wolfsohn lo veía venir, le temblaban las rodillas; prefería dar media vuelta, volver a subir la escalera, ocultarse en su casa. Pero tampoco aquí estaba ya seguro. El señor Zarnke, sobre todo cuando sabía que Wolfsohn estaba en casa, rugía con voz potente el himno popular, con los versos que hablaban de la sangre judía que hace brotar el cuchillo. Contaba a su mujer en palabras estruendosas, imposibles de ignorar, cómo los populares, en cuanto tomaran el poder el 5 de marzo, harían picadillo a los judíos. Se entregaba a feroces detalles. Cómo los judíos tendrían que bajarse de la acera en cuanto un soldado popular, y no digamos un oficial popular, apareciera a lo lejos. Si alguno se atrevía a mirar torvamente, se llevaría un puñetazo. Para él, Zarnke, sería una especial alegría ocuparse del cerdo de al lado. A ése habría que darle una especial lección, y después podrían recoger cada uno de sus huesos del arroyo. El señor Wolfsohn escuchaba inquieto tales discursos. Pequeño, en modo alguno ágil a pesar de su nueva fachada, se sentaba en su sillón orejero y no se atrevía a rechistar. Llevaba a los niños a la cama, miraba fijamente la mancha de humedad, ponía la radio; quizá hubiera algo ruidoso, una marcha militar o un aire popular, que ahogara las amenazas del vecino.

A veces, cuando la música era muy guerrera, se imaginaba cómo al cambiar las tornas, cosa que no podía tardar mucho tiempo en suceder, le daría lo suyo al señor Zarnke. Le pararía en la escalera. Él estaría en el escalón de arriba, y el señor Zarnke en el de abajo. «¿Qué se ha creído, saco de mocos?», le diría. «¿Cómo se presenta ante mí? ¿Usted me llama cerdo, señor? Es inaudito. ¿Se imagina que es mejor que yo porque soy israelita? Eso tiene gracia. Mis antepasados se organizaban, desarrollaban industrias y hacían avanzar la civilización cuando sus estimados ancestros aún eran monos que trepaban por los árboles. ¿Comprendido? Y ahora apártese». De todas las puertas saldría gente a escuchar: el señor Rothbüchner, la señora Hoppegart, el señor Winkler, la señora Josephsohn, y a todos les alegraría el arrojo con el que leía la cartilla a ese tipo con sus botas altas. Sería un Jontef, una fiesta, sobre todo para la señora Josephsohn, naturalmente.

Y cuando el señor Zarnke se fuera con el rabo entre las piernas, le daría una patada en el culo que le haría bajar las escaleras volando. El señor Wolfsohn se imagina, feroz, cómo el señor Zarnke, al llegar abajo, vuelve a levantarse trabajosamente —ha perdido una de sus grandes botas durante la caída—, cómo se sacude el polvo de su guerrera parda y se marcha, pequeño y feo. El señor Wolfsohn sonríe ampliamente durante esta dulce fantasía, enseñando los dientes blancos y dorados. En voz baja, pero bien articulada, pronuncia para sí las grandiosas frases con las que liquidará al otro de una vez por todas. Pero entonces la música de la radio termina, vuelve a oírse la voz del señor Zarnke, y el señor Wolfsohn se hunde en su sillón orejero y se apaga.

Ah, se había terminado la seguridad en su querido bloque de la Friedrich Karl Strasse. My home is my castle era ahora un recuerdo académico, sin significación práctica. Sin duda las doscientas setenta viviendas seguían siendo iguales entre sí, como una lata de sardinas a otra, pero en el señor Wolfsohn se había producido un cambio incomprensible. Apenas hacía seis semanas, apenas cuatro semanas, había sido uno más de los doscientos setenta cabezas de familia, tenía las mismas obligaciones que los demás, las mismas opiniones, las mismas alegrías, las mismas preocupaciones, los mismos derechos, un pacífico contribuyente que no pedía nada de nadie y al que nadie pedía nada. Ahora los otros seguían siendo lo que eran, pero él —lo leía en todas las esquinas, lo escuchaba en todas las calles—, él se había convertido de repente en un lobo feroz que había llevado a la patria a la ruina. ¿Cómo? ¿Por qué? El señor Wolfsohn se sentaba, cavilaba, y no lo entendía.

Donde mejor se estaba era en la tienda. Pero tampoco allí era ya como antes. Había mucho trabajo, mucho que hacer. Pero en cuanto la frenética actividad cesaba durante un rato, todos se quedaban con el rostro turbio y vacuo. Incluso el vivaz apoderado Siegfried Brieger ya no era tan vivaz como antes; se le notaba que había dejado atrás los sesenta.

Y luego vino una experiencia, un cambio, que afectó al señor Wolfsohn quizá más que ningún otro. El jefe, Martin Oppermann, era un caballero benévolo que mostraba buen corazón hacia sus empleados, pero en su interior era un hombre arrogante; era cosa sabida. En aquellos días, Martin Oppermann pasó casualmente por la sucursal de la Postdamer Strasse y estaba cerca cuando el señor Wolfsohn tuvo que dejar ir a un cliente sin que comprara nada, lo que ocurría muy raras veces. El cliente era un tipo antipático, probablemente uno de esos que le tiran a uno del metro en marcha, un nazi, pero en la mayoría de los casos la disponibilidad para el servicio a los clientes del señor Wolfsohn despachaba incluso a tipos como aquél. Casi se murió de vergüenza porque este fracaso tuviera que ocurrirle precisamente hoy, a los ojos del jefe. Y efectivamente Martin Oppermann se acercó con su pesado paso al señor Wolfsohn apenas el cliente se hubo marchado.

—¿Se le ha escapado, Wolfsohn? —preguntó.

—Me temo que sí, señor Oppermann —dijo Wolfsohn.

Esperó la explosión que tenía que venir, tenía preparados mil argumentos, pero era muy consciente de que ninguno de ellos era suficiente: no podía haber un fracaso.

Y entonces ocurrió el milagro. No hubo explosión. Antes bien, Martin Oppermann le miró con sus tristes ojos pardos y dijo: —No se preocupe, Wolfsohn.

Markus Wolfsohn era un hombre ágil, de rápido entendimiento; pero esto le dejó sin palabras. A todas luces, Martin Oppermann se había vuelto loco.

—Por otra parte, le veo cambiado —proseguía ahora el loco—, más fresco, más joven.

Wolfsohn se rehízo, buscó una respuesta:

—No son más que los dientes, señor Oppermann —balbuceó. Enseguida se dio cuenta de que era una torpeza parecer un derrochador a los ojos del jefe; el ataque de locura del señor Oppermann le había hecho perder todo control—. He tenido que contraer deudas —se apresuró a añadir—, pero no podía aplazarlo por más tiempo.

—Usted tiene un niño, ¿no, Wolfsohn? —se informó Martin Oppermann.

—Un niño y una niña, señor Oppermann —repuso Wolfsohn—. Una responsabilidad, en estos tiempos. Uno está loco por esos chiquillos, pero a veces desearía que no estuvieran aquí.

Sonrió a modo de disculpa, de manera un poquito desastrosa, blanca y dorada.

Martin Oppermann se quedó mirándolo. Wolfsohn esperaba que le dijera algo intrascendente, una broma, algo alegre. Era lo que procedía. Y Martin Oppermann lo hizo.

—Ánimo, Wolfsohn —dijo. Pero luego añadió algo asombroso, algo completamente extravagante, antinatural, completamente inadecuado para el director de una empresa tan grande y antigua. En voz muy baja y, le pareció a Wolfsohn, triste y furioso al mismo tiempo, dijo—: Ninguno de nosotros lo tiene fácil, Wolfsohn.

Realmente Martin Oppermann no lo tenía fácil. Las elecciones se acercaban. Los populares iban a llegar al poder, y con ellos la arbitrariedad y la violencia, ya nadie lo dudaba. ¿Y qué se había hecho en Muebles Oppermann para protegerse ante la venidera tempestad? En los próximos días, las tiendas Oppermann se subsumirían, con la excepción de la casa matriz, en Alemana de Fábricas del Mueble. Se habían conformado con eso. La unión, amargamente necesaria, con Wels, que se había roto de forma tan necia por su culpa, ¿se había restablecido?

Martin Oppermann estaba sentado, solo, en su despacho; apoyaba pesadamente ambos brazos en el tablero de la mesa, miraba fijamente al frente con sus tristes y grises ojos. Disparaban contra los Oppermann desde todos los ángulos. Casi todos los días se publicaba un ataque contra Gustav o contra Edgar, y también empezaban a atacar a la empresa. ¿Estaba Wels detrás? Martin se quitó cuidadosamente los quevedos, se dirigió con paso lento a la hoja que, enmarcada y protegida por un cristal, anunciaba desde la pared: «El comerciante Immanuel Oppermann, de Berlín, ha prestado buenos servicios con sus suministros al Ejército alemán. El general en jefe: fdo. Von Moltke». Descolgó la hoja enmarcada, le dio la vuelta mecánicamente, contempló el dorso vacío. Ahora difundían un escrito en el que Muebles Oppermann hacía a la Asociación Deportiva Roja un donativo de diez mil marcos, lo reproducían en facsímil en sus periódicos, lo colgaban en los cuarteles de las milicias populares. El escrito estaba mecanografiado en una hoja auténtica de Muebles Oppermann, estaba correctamente firmado por él. Sólo que no se trataba de la Asociación Deportiva Roja, sino de la Judía, y no de diez mil marcos, sino de mil. Pero de nada había servido desmentirlo. No le iba mejor que a su hermano Edgar, al que cubrían de porquería a pesar de que los testimonios vivos de su ciencia y su arte andaban por la calle a centenares.

Martin volvió a colgar la carta enmarcada, sacudió lenta y repetidamente la cabeza, regresó a su escritorio. De pronto, su ancho rostro se alteró de manera espantosa. Los ojos somnolientos se volvieron amenazadores. Dio un puñetazo en el escritorio con la pesada mano.

—Maldita banda —siseó entre dientes.

De nada sirve maldecir. Ha mantenido la compostura durante cuarenta y ocho años. No deben ver que la pierde.

¿Habrán avanzado las negociaciones con Wels? Brieger, el antes tan charlatán y vivaz señor Brieger, ese maldito Brieger, calla, y Martin teme preguntarle directamente.

Está allí sentado, pesado, carnoso, malhumorado. Pronto sabrá algo sobre las negociaciones con Wels. Lo intuye, lo teme, lo sabe. Está noche lo sabrá de unos labios que le gustan aún menos que los del señor Brieger. Jacques Lavendel le ha invitado esta noche, le ha pedido que acuda; se trata de algo importante. No puede tratarse de nada más que de Wels. Y cuán desagradable tiene que ser la noticia como para que Brieger no se la diga personalmente, sino que se lo pida a Jacques Lavendel.

Esa noche, Martin encuentra a su cuñado Jacques locuaz y desenvuelto como siempre. Le obliga a comer unos panecillos untados con un paté de oca especialmente delicado, acompañados de un buen vino de Oporto. Con Jacques siempre hay que comer y beber. Jacques va derecho a su objetivo:

—Si nos viéramos obligados —dice con su voz ronca— a contar con la participación en la empresa de Klara, si no pudiéramos vivir sin eso como gracias a Dios podemos, le aseguro, Martin, que ahora me desprendería de ella a cualquier precio. Si en los próximos días no logramos construir garantías mayores que la muy dudosa de Alemana de Fábricas del Mueble, preveo dificultades —dice, mordiendo soñador, con los ojos entrecerrados, la mayor parte de la pequeña tostada de paté—. Brieger me ha pedido que le comunique cómo van las negociaciones con Wels. Usted, Martin, probablemente pensará —sonríe, su sonrisa incómoda y amistosa— que van mal: yo creo que no van mal —se traga el resto del panecillo con un sorbo de Oporto. Martin mira, los segundos se alargan, tiene los nervios tensos hasta romperse, el hombre que come y que traga le repugna. Sucede —prosigue finalmente Jacques Lavendel— que ese gentil da menos importancia al asunto que a las cuestiones externas, auténticas Goyim Naches, distracciones de gentil. Le importa la dignidad. Jacques hace una ínfima pausa antes de pronunciar la palabra dignidad, pone en ella un diminuto acento de ironía; aun así, tal como sale de su boca, frío, masticado, el concepto es ridículo. Martin está profundamente amargado porque el hombre que tiene delante se atreva a escarnecer tan miserablemente en su presencia algo que a él le importa tanto. El hombre sigue hablando: —Imagínese, Martin, es gracioso, el señor Wels se ha encaprichado con usted. Sólo quiere negociar con usted, no con Brieger. Quiere que vaya usted a verle. Está claro que no se siente lo bastante seguro en su tienda.

Martin está sentado cómodamente en un confortable sillón. En casa de Jacques Lavendel no hay muebles Oppermann, tampoco muebles modernos, pero sí muebles cómodos. Aun así, Martin tiene la sensación de no estar bien sentado. Un mareo le atrapa desde los pies, es como en su primer viaje a América, en aquel barquito, cuando vino una fuerte tempestad. Nada de aflojar. Compostura. Dignidad. Ese hombre acaba de burlarse de la compostura y de la dignidad. Para él son… Martin, que, al contrario que la mayoría de los berlineses, evita las palabras de argot, sabe de pronto exactamente lo que la compostura y la dignidad son para su cuñado Jacques Lavendel: chorradas. Pero no va a flaquear. Y no flaquea: apenas si se aferra un poco más al brazo del sillón.

—No creo que vaya a hablar con el señor Wels —dice. Su tono es contenido, como mucho resulta un poco más gruñón que de costumbre. Ve la mirada de su hermana Klara puesta en él, es como si la mirada le resultase un poco compasiva. No quiere su compasión, se ríe de su compasión. De repente sus ojos ya no están somnolientos, no están tristes, sino llenos de ira.

No pienso hacerlo —grita, levantándose—. ¿Qué se imagina ese cerdo? ¿Cree que le voy a poner la cabeza para que escupa? Tendría gracia. No pienso hacerlo.

Jacques y Klara miraban en silencio al hombre furioso. Sí, Jacques abrió por entero sus azules ojos, contempló a Martin con atención, lleno de amistad, y ya no había ironía en su voz ronca, sino el buen consejo de un amigo mayor y más experimentado.

—Desahóguese en paz, Martin —dijo—. Desahogarse es bueno. Pero creo que cuando lo consulte con la almohada se dará cuenta de que no por eso va a evitarlo. También yo me puedo imaginar cosas mejores que una conversación con el señor Wels. Pero peor es cerrar la tienda. Descanse, y luego vaya a ver a Heinrich Wels. Vaya lo antes posible. Si es mañana por la mañana, mejor. Consiga lo que consiga de Wels, será un beneficio. Y cuanto antes vaya, tanto más podrá conseguir.

Martin había vuelto a sentarse.

—No pienso ir —repitió, lúgubre, pero después del estallido su voz sonaba llamativamente suave.

Go ahead, Martin —dijo de pronto Jacques, con inusual cordialidad—. Hay que cerrar el trato con Wels. Go ahead.

Poder maldecir, pensó Martin, ¡poder desfogarse! Pero no tenía sentido delante de ellos. Eran demasiado razonables. Le miraban a uno tranquila y compasivamente, y en el fondo de su corazón le despreciaban. Se sentó, erguido y lúgubre, en su sillón. Le temblaban las rodillas. Un hambre repentina le acometió, pero los panecillos que tenía ante sí le daban náuseas.

Se levantó, echó hacia atrás con fuerza el pesado sillón.

—Sí —dijo—, puede que vaya. Gracias por los panecillos y el vino. Y por el consejo —añadió con rabia.

—Por lo demás —dijo de pronto Klara con su voz tranquila y resuelta—, yo no forzaría al chico, Martin. —Martin alzó la vista, desconcertado—. Cometí un error —prosiguió ella— cuando le aconsejé disculparse.

Martin no entendía. ¿Qué, cómo? ¿Qué chico? ¿Berthold? ¿Qué pasaba ahora? Resultó que no sabía nada de todo el asunto, que Berthold jamás lo había hablado con él. Esto sorprendió incluso al nunca sorprendido Jacques. Contó el asunto a su cuñado, con cuidado, con delicadeza.

Esta vez Martin no siguió esforzándose por mantener la compostura y la dignidad. Tampoco se puso furioso como unos minutos antes, con ocasión del asunto Wels. Los dos golpes consecutivos le arrebataron tanto el valor como la compostura. Los Oppermann iban a extinguirse, iban a ser derrotados, estaba predestinado así, no tenía sentido oponerse a ello. Los ataques a Edgar, los artículos contra Gustav. Mañana tenía que ir a ver a Wels, al estúpido y despreciable Heinrich Wels, humillarse. Y también tendría que humillarse Berthold, su hermoso, dotado, querido muchacho. Berthold ha dicho una verdad, pero ellos no toleran que diga una verdad. Porque es hijo suyo, de Martin Oppermann, tiene que humillarse y decir que una verdad es una mentira, porque es él el que ha dicho la verdad.

Martin estaba sentado con la cabeza baja; Job, pensó. ¿Cómo era la historia de Job? Era un hombre del país de Uz, y se hacían necios chistes sobre él. Era un hombre golpeado. Muchas plagas cayeron sobre él, su negocio se hundió, sus hijos se murieron, se contagió de la lepra, disputó con Dios, y luego Goethe utilizó toda la historia e hizo de ella el prólogo para el Fausto. Un hombre golpeado. Está predeterminado, se determinará el día de Año Nuevo y será sellado el día del Yom Kippur, así lo aprendió de niño. Quizá el día del Yom Kippur habría debido cerrar las tiendas, aunque sólo fuera en memoria del abuelo Immanuel. Brieger también estuvo siempre a favor de hacerlo. En casa había tres o cuatro Biblias, habría que releerlas alguna vez, el pasaje sobre Job, por ejemplo, pero no se llega a hacerlo. No se llega a nada, no se entrena uno, se convierte uno en un viejo, se convierte en un hombre abatido, y no se llega a nada.

—Yo no obligaría al chico —repitió Klara—. Preferiría sacarlo del colegio.

—Ya veré —dijo Martin, y sonó ausente, disperso—. Pero no iré a ver a Wels —afirmó furioso—. Muchas gracias de nuevo —dijo, y trató de sonreír—. Tenéis que disculparme. Ha sido demasiado de una vez.

—Naturalmente que irá a ver a Wels —dijo Jacques Lavendel, una vez que Martin se hubo marchado—. Les ha ido bien aquí en Alemania —añadió pensativo—. No están acostumbrados a nada.

Abajo, desfilaba una escuadra de mercenarios populares que volvían de un mitin electoral; iban cantando: «Cuando la bomba de mano estalla / el corazón ríe en el cuerpo». Jacques Lavendel movió la cabeza.

—Se le puede dar la vuelta —dijo—. «Cuando la bomba de mano ríe / el corazón estalla en el cuerpo».

Cerró los postigos, sacó unos discos, puso melodías que amaba. El olor de los panecillos y el vino flotaba en el ambiente. Soñador, se metió uno más en la boca, lo masticó despacio, bebió a sorbos muy pequeños. Con la ancha y rubia cabeza inclinada, los ojos cerrados, tarareó el disco:

Seis hermanos hemos sido,

hemos tratado con medias.

Uno murió, por desgracia,

sólo cinco hemos quedado.

Jossel toca el violín…

Entretanto, Martin había llegado a la Corneliusstrasse. Encontró a Liselotte y a Berthold todavía en el invernadero. Miró a este último. Se dio cuenta de lo adulto que el chico se había hecho en las últimas semanas, de lo triste y envejecido que estaba. Era un mal padre, por no haberse dado cuenta de nada en todo ese tiempo. Le puso en el hombro la pesada mano; en verdad su hijo era ahora más alto que él.

—Bueno, muchacho —dijo.

Berthold vio enseguida que su padre lo sabía todo. Le alivió saber que ahora podría hablar con él.

—¿Fue desagradable la entrevista con Jacques? —preguntó Liselotte. Ya en el paso de Martin, antes de que entrara a la habitación, había notado que algo malo le ocurría.

—Bueno, no fue un Jontef, no fue ninguna fiesta —respondió Martin—, por emplear la forma de hablar de nuestro cuñado.

Volvió a mirar a Berthold, ponderativo. ¿Debe hablar ahora con él? Está agotado, cansadísimo. Lo más agradable sería apagar la luz, cerrar los ojos, sin irse a la cama, aquí sentado, tal como está, en este sillón. No es un sillón tan cómodo como el de Jacques, es un sillón Oppermann, podría permitirse uno más caro, pero el sentido del deber hace que en su casa sólo haya muebles Oppermann. Echó a perder el asunto con Wels sólo porque entonces no estaba bien dispuesto. Quizá no debería hablar con Berthold hasta mañana. Pero ahora, con Berthold y Liselotte a la vez, es más fácil. Y mañana tendrá que ir a ver a Wels, a humillarse.

Tú también has tenido tus problemas estas últimas semanas, hijo mío —empieza. Su tono resulta natural, no demasiado grave. Uno tiene más fuerzas de lo que imagina; cuando se cree que realmente se acabó, que ya no se puede más, siempre vuelven a encontrarse reservas—: Ha sido muy amable por tu parte no importunarnos con tus historias, pero yo habría estado gustosamente a tu disposición, Berthold. Y mamá también.

Liselotte vuelve su claro rostro del uno al otro. No lo ha tenido fácil estas últimas semanas, entre el silencioso marido y el silencioso hijo. Los tiempos exigen mucho de la esposa cristiana de un marido judío, de la madre cristiana de un hijo judío. Es bueno hablar por fin.

—No has tenido suerte con tu exposición, Berthold —dice cuando Martin concluye su relato—. Estabas tan contento con ella.

Difícilmente puede expresarse con mayor sencillez todo lo que ha ocurrido en torno a la ponencia; no obstante, Berthold siente que su madre lo ha dicho todo, que conoce cada matiz con tanta exactitud como él.

—Era una buena exposición —dijo de pronto, apasionadamente—. Tengo el manuscrito. Ya veréis, papá, y tú, mamá, es lo mejor que he hecho. También el director François puede confirmarlo. Al doctor Heinzius le habría gustado.

—Sí, hijo mío —le tranquiliza Liselotte.

—Pero ahora está allí el doctor Vogelsang —vuelve Martin al tema—. Aún faltan dos meses hasta el cambio de clase, después de Semana Santa —reflexiona—. Tienes que aguantar hasta entonces.

—¿Crees que debo pedir excusas? —Berthold se esfuerza en hablar con objetividad, como si fuera un asunto de negocios, sin amargura—. ¿Retractarme? —completa con sequedad.

Quizá fue precisamente esa sequedad la que irritó a Martin. Estoy agotado, se dijo, estoy condenadamente mal dispuesto. Tendría que haber dejado esta conversación para mañana. Ahora no puedo perder el control bajo ninguna circunstancia.

—Por el momento aún no creo nada —dijo; quería sonar amable, pero sonó bastante áspero—. ¿Qué crees tú que ocurrirá si te niegas? —prosiguió tras un corto silencio, ponderando con frialdad.

—Probablemente me suspenderán la reválida —dijo Berthold.

—Eso significa —constató Martin— que tendrías que renunciar a la enseñanza superior. A una carrera académica en Alemania —seguía hablando con sobriedad mercantil, calculador. Sacó los quevedos y los limpió—. Comprenderás, Berthold —concluyó—, que no pueda estar de acuerdo con eso.

Berthold miró a su padre. Estaba allí sentado, contenido, consciente de su objetivo. Negociaba con él como con un socio del que se quiere conseguir algo. De modo que así era su padre cuando se trataba de negociar. No entendía de qué se trataba. No quería entenderlo. Ha hecho bien en no hablar con él. Pero ahora tiene que decir algo. Están esperándolo.

—Sería capaz de soportar muchas cosas —dijo, cauteloso—, si no tuviera que presentar esas… —titubeó— excusas —encontró finalmente la palabra.

—Ahora todos tenemos que soportar muchas cosas —dijo Martin, obstinado, malhumorado, sin mirar a su hijo; sonó más duro de lo que él hubiera querido. Berthold, palideciendo, se mordió el labio inferior.

Liselotte, temerosa, se apresuró a mediar:

—Creo —dijo— que precisamente en su actual situación tu padre agradecería que pudieras superarte.

—No me lo hagáis tan condenadamente dificil —gruñó lúgubre Marón. —¿Es que todos tenéis que ponérmelo tan dificil? Esos cerdos, esos vulgares y viles cerdos —gritó de pronto.

Berthold nunca había oído gritar a su padre. Se puso en pie de un salto, le miró asustado a los ojos, muy abiertos, tenebrosos, inyectados en sangre. También Liselotte estaba muy pálida.

—Creo que deberías hacerlo, Berthold —dijo, en voz llamativamente baja.

—Deberías, deberías —se burló Martin—. Tiene que hacerlo. También yo tengo que hacer algunas cosas que no querría —repitió con malignidad y testarudez.

—Ahora no vamos a tomar decisiones —dijo Liselotte—. Vámonos a dormir —pidió—. Nadie va a obligarte —dijo a Berthold—. No debes hacer nada que no quieras hacer por propia voluntad, hijo mío.

Después de la explosión, Martin había vuelto a sentarse. Apretaba con fuerza los labios. Un saco y ceniza, pensó para sus adentros, Canossa, Job. Tendría que haber hablado con él mañana. Miró a su hijo, a su esposa, con ojos vacíos.

—He necesitado cuarenta y ocho años —dijo al fin— para darme cuenta de que a veces la dignidad puede estar de más. Tú tienes diecisiete, Berthold. Te lo digo, es así. Pero no te pido que me creas.

Habló con sobriedad, pero fue como un monótono lamento. Sus palabras sonaban apagadas;

aquel hombre pesado parecía tan agotado que Berthold y Liselotte se asustaron aún más del cansancio que de su explosión.

Al día siguiente, cinco minutos antes de las once, Martin Oppermann estaba sentado en el tercer piso de Muebles Heinrich Wels & Sohn.

Wels le había citado a las once. Él no se había puesto al teléfono, había hecho que un empleado le dijera a Martin que podía ir a las once. Martín llegó a las once menos cinco.

No se le condujo a una antesala cerrada, sino que se le hizo esperar en los locales de venta. La planta era espaciosa, aireada, puntillosamente limpia. Había orden en Heinrich Wels & Sohn. Martin Oppermann tuvo tiempo de constatarlo, porque se le hizo esperar mucho.

Estaba sentado en una silla en realidad demasiado pequeña para ese hombre pesado, erguido, en postura poco airosa, esforzándose en mirar inmóvil al frente, ni a la derecha ni a la izquierda. El negocio estaba tranquilo. Aun así, había mucha vida alrededor de Martin Oppermann. Los empleados iban y venían atareados. Miraban con curiosidad al jefe de Muebles Oppermann, que esperaba allí sentado a que el señor Wels lo recibiera.

Martin Oppermann lo veía, pero no quería verlo; estaba sentado inmóvil.

Miró su reloj. Pensaba que eran las once y veinte, pero eran sólo las once y dieciséis. Era un hermoso y pesado reloj de oro; lo había recibido del abuelo Immanuel cuando, a los trece años, fue convocado por vez primera para recibir lecciones de la Torá. Naturalmente ahora Alemana de Fábricas del Mueble tenía una nueva marca comercial, la imagen del viejo Immanuel había desaparecido de los pliegos de papel. El nuevo emblema es muy bonito, Klaus Frischlin ha traído a un artista de primera clase. Pero también hay hermosos emblemas en el papel de muchas otras firmas.

Ahora tienen que ser las once y veinticinco. Son las once y veintiuno. Hay que seguir erguido, no dejar caer la cabeza. Berthold va a tenerlo más difícil. Él, Martin, sólo tiene que seguir ahí sentado. El chico tiene que hacer algo. El chico tiene que salir ante sus compañeros y decir: mi verdad es una mentira, he dicho mentiras. Las once y media. Martin se vuelve hacia un empleado y ruega que le recuerde al señor Wels que está esperando.

A las once cuarenta, Heinrich Wels le hace pasar. Está allí sentado en uniforme de jefe de asalto, con estrellas, correajes, hebillas.

—Le he hecho esperar mucho, Oppermann Política. Ya comprenderá, Oppermann, que ahora la política tiene prioridad.

Tenía una fina y aguda sonrisa en el rostro leñoso de duras arrugas; hablaba como un superior a su subordinado. Estaba dispuesto a saborear por completo su triunfo; Martin se dio cuenta enseguida. «Oppermann», ha dicho. Le había dado una bofetada a Martin Oppermann. Pero la bofetada tuvo un segundo efecto: en el mismo instante, Martin puso en marcha todo lo que había en él de instinto mercantil, de rápido olfato comercial. Ese de ahí, ese truhán de siete suelas, quería humillarlo. Tenía que dejarlo correr, tenía que dejar correr la dignidad que había conservado durante cuarenta y ocho años. Así estaban las cosas en la Alemania de ese febrero. Bien, lo hará. Pero también hará que le paguen por ello. «Oppermann», le ha dicho ese cerdo. Bien, lo aceptará, dejará de ser el señor Oppermann. Aceptara aún más. Pero se lo encontrará en la cuenta, señor Wels.

—Sin duda, señor Wels —dijo cortésmente.

Seguía de pie.

—El señor Brieger me ha hablado de su oferta —dijo Heinrich Wels al hombre de pie—. Con su señor Brieger se puede negociar mejor que con usted, Oppermann. Pero he visto que luego podrían surgir «malentendidos». Quería evitarlo. Por eso le he hecho venir. Siéntese, por favor.

Martin, obediente, se sentó.

—Tiene usted claro —prosiguió Wels— que el nombre Oppermann y todo lo que recuerde a él tiene que desaparecer. En la nueva Alemania no puede haber unos Muebles Oppermann. Lo comprende.

—Sin duda, señor Wels —dijo Martin Oppermann.

Martin Oppermann comprendió todo lo que el señor Wels quiso que comprendiera. «Sí, señor Wels, sin duda, señor Wels», salía de sus labios una y otra vez, y cuando el señor Wels hacía chistes feroces con su sorda voz, Martin sonreía. Una sola vez luchó por más tiempo. Fue cuando el señor Wels exigió que también la casa matriz de la Gertraudtenstrasse tenía que desaparecer, y que la central de Alemana de Fábricas del Mueble tenía que trasladarse aquí, a su tienda principal. Con mucha cortesía, Martin pidió excluir la casa matriz. La pequeña tienda, que él quería seguir gestionando de manera privada, no podría hacer competencia ninguna a la poderosa industria representada por Unión Alemana de Fábricas del Mueble. Esta chusma arrogante, pensó Wels. Estaba claro que Oppermann tenía razón, que la continuación de la casa de la Gertraudtenstrasse no era realmente más que un caro lujo que Martin Oppermann se permitía a título personal. Pero Wels no quería concederle ni eso. Insistió, imperativo, y Martin, cortés, no cedió. Con modestia, expuso un argumento que Wels tuvo que considerar. Si se mantenía una tienda Oppermann, explicó, sin duda toda la transacción no aparecería como un chanchullo y una medida impuesta. Después de mucho tira y afloja, llegaron al acuerdo de que la casa matriz podría seguir siendo gestionada en privado hasta el 1 de enero por Gustav y Martin Oppermann, y luego tendría que ser liquidada o pasada a la gestión de Alemana de Fábricas del Mueble.

—¿Está claro, Oppermann? —preguntó el señor Wels. —Sin duda, señor Wels —respondió Martin.

Entraron en los pormenores. Discutieron la complicada regulación de los detalles, de hasta qué punto los Oppermann participarían en la dirección y en los resultados económicos de la nueva sociedad. Y ahora, Martin, lo sintió con profunda satisfacción interior, estaba bien dispuesto. Encontró nuevas y felices soluciones concretas, más hábiles incluso que las bien ideadas instrucciones generales del profesor Mühlheim. Las condiciones de Heinrich Wels eran jugosas. Pero se había desgastado en exigencias de naturaleza representativa, ya no tenía la fuerza para percibir los intríngulis y las trampas de las flexibles y complicadas propuestas de Martin. Hizo concesiones con estúpida arrogancia.

Una vez discutidos los detalles administrativos y financieros, surgió de nuevo su arrogancia. Durante tantos años, Martin Oppermann le había hecho tragar amarguras de todas clases. Ahora iba a sentir que Heinrich Wels estaba arriba y él, por completo, en sus manos.

—«El que compra en Oppermann compra bueno y barato» —se burló—. Lo de «barato» ha sido cierto. Alemana de Fábricas del Mueble pondrá el acento en el «bueno». Sus cachivaches baratos —declaró, duro, tosco, concluyente— desaparecerán de una vez por todas de la nueva empresa. La nueva Alemania no tolera esos trastos, por servirme de su forma de hablar. Seremos más caros, pero seremos sólidos.

Loco, idiota, necio, sesos de mosca, uniforme pardo, pensó Martin Oppermann.

—Sin duda, señor Wels —dijo.

Cuando Martin se hubo ido, Heinrich Wels siguió sentado un buen rato. Mecánicamente palpó las estrellas y los correajes de su uniforme. Estaba satisfecho de sí mismo. Había vapuleado a esa chusma arrogante. Era bueno tener al adversario frente a sí en el suelo, sentir cómo se le pone el pie en la nuca. Ha tenido que esperar mucho, ha tenido que esperar hasta el umbral de la ancianidad, pero aún tiene fuerzas suficientes para saborear por entero la experiencia. Ahora es el momento. Ahora el mundo ha recuperado su equilibrio. Ahora las estrellas y correajes de su uniforme pardo han cobrado sentido. Ahora los señores, los señores natos, estaban donde les correspondía, y los advenedizos yacían de rodillas ante ellos y escuchaban las leyes que les dictaban. Qué cortés puede ser Martin Oppermann. «Sí, señor Wels, sin duda, señor Wels». El tono bajo, cortés y humilde de esas palabras será un consuelo para él en su lecho de muerte. Recuerda la hora en que Martin Oppermann le humilló, entonces, en la Gertraudtenstrasse. Que no vayan a cortarse estos señores, había pensado entonces, en el ascensor. Sabía muy bien qué aspecto tenía el ascensor, y la cara de sorpresa que había puesto el mozo del ascensor ante su propio y lúgubre rostro. Ahora se habían cortado los señores, y la oscuridad de su rostro había desaparecido.

Tras el inmenso esfuerzo, Martin se sentía tan cansado como esperaba. Iba en su coche, hacia la Gertraudtenstrasse; ante él estaban las anchas espaldas de su chófer, Franzke. Quizá no iba tan erguido como antes, pero erguido al fin y al cabo, con una sonrisa vacía y satisfecha en los labios. Sí, estaba contento. Lo ha hecho mal durante mucho tiempo, durante un año, quizá más. En su lugar, hace mucho que Immanuel Oppermann habría puesto a salvo a su gente, y también su dinero, y liquidado el negocio: pero el abuelo Immanuel estaría satisfecho con la forma en que él lo ha hecho hoy. Sin duda Heinrich Wels, ese imbécil, creía haber logrado una enorme victoria. Era una victoria como las victorias de los alemanes en la Guerra Mundial. Ellos habían vencido, y los otros habían ganado. «Sin duda, señor Wels». Sonrió.

Sin titubear, se sentó y llevó al papel el acuerdo que había alcanzado con Wels. Pidió a Mühlheim que pasara. Lo que se le había ocurrido durante la entrevista con Wels, en aquel momento, estaba tan finamente hilado que a veces hasta Mühlheim necesitó algún tiempo para entender todas sus consecuencias. Fue una gran satisfacción para Martin. Ratificó el acuerdo alcanzado con Wels; hizo que éste lo ratificara.

No era fácil aceptar que ahora los cuadros de Oppermann desaparecerían, que el nombre de Oppermann desaparecería. Pero ese mismo día empezó a hacer desaparecer los cuadros y los nombres.

Con tal fin llamó a su despacho a los señores Brieger y Hintze y determinó con ellos los detalles técnicos. El señor Hintze, sentado muy erguido, sombrío, propuso colgar en el lugar de Immanuel Oppermann una gran foto de Ludwig Oppermann, uno de los hermanos, que había caído en Francia en el año 1917.

—Esa banda le tendrá algún respeto —dijo rechinando los dientes. Martin, ambos caballeros lo habían notado, había abandonado el muro protector de su dignidad, permitía acercarse más a él. Pero ahora, de pronto, volvió a ser el de siempre. Lanzó una rápida mirada de reojo al señor Hintze:

—No, Hintze —dijo con frialdad, cortando toda réplica—. No compraré ninguna concesión invocando el nombre de mi hermano Ludwig.

Él mismo, la noche de ese día, y aunque no habría sido necesario, descolgó el escrito enmarcado del mariscal Moltke, lo envolvió cuidadosamente, lo ató con minuciosidad y se lo llevó consigo. Cuando salió de la casa, el viejo y gruñón portero Leschinsky abrió la boca, cosa que hasta ahora nunca había ocurrido, y dijo:

—Adiós, señor Oppermann.

En casa, la satisfacción de Martin por el éxito comercial que tan caro había pagado se desvaneció con rapidez. Hasta ahora, en cada uno de los casos le había costado especialmente superarse cuando había tenido que dar a sus hermanos noticias desagradables. Ante la magnitud y la dureza de lo que ahora se les venía encima, su esfuerzo por mantener la compostura y la dignidad desapareció. No, no hacía falta ocultar un dolor semejante. Se podía gritar sin vergüenza, al desnudo. Pidió a sus hermanos que acudieran a verle la noche siguiente.

Contó lo que había acordado con Wels. No les dijo nada de las humillaciones con las que había tenido que pagar su éxito. Pero los otros ni siquiera entendieron el éxito, sólo comprendieron que ahora Muebles Oppermann se había acabado. El único que le entendió fue Jacques Lavendel.

—Espléndido —dijo, y le miró amablemente y lleno de cordial reconocimiento—. Lo ha hecho espléndidamente, Martin. ¿Qué quiere? Antes estábamos al borde del fracaso, y ahora todo va sobre ruedas. O al menos sobre ruedecillas.

Pero los otros no compartieron su tono. Martin trató de gastar una broma bastante amarga; le dijo a Gustav que, ya que tenía el cuadro de Immanuel, ahora tenía asegurada por lo menos la carta de Moltke. Pero pronto, en vista del abatimiento de todos, también Martin sintió que la última alegría de su éxito comercial se le escapaba.

Estaban todos a su alrededor, los hermanos Oppermann, en torno a una gran mesa redonda de los tiempos de Immanuel Oppermann, una vieja y sólida mesa de nogal, fabricada en su día bajo la personal supervisión de Heinrich Wels padre, con la imagen del viejo Oppermann sobre sus cabezas. No habían vuelto a reunirse desde aquella fiesta de cumpleaños en casa de Gustav, en la Max Reger Strasse. Eran una misma cosa, se veía; también el cuadro formaba parte de ellos. Pero ahora esa cohesión era probablemente su más valiosa posesión, lo único que seguía siendo firme. Todo lo demás desaparecía a su alrededor, se les escapaba bajo los pies.

Jacques Lavendel trató una vez más de animarlos con cierta superioridad escéptica, pero no sirvió de nada, y pronto también él dejó de intentarlo.

Esos hombres fuertes permanecieron minutos en silencio. Gustav ya no estaba radiante como de costumbre, Martin había abandonado su compostura y dignidad, Edgar la amurallada confianza del científico de éxito, Jacques Lavendel su escéptico optimismo. Con las grandes cabezas bajas, miraban ante sí con los ojos hundidos. Eran hombres robustos, capaces cada uno en su terreno, bien preparados para hacer frente a cualquier enemigo, a un duro golpe del destino. Pero ahora estaban sentados sin confianza ninguna, gravemente afligidos; porque lo que ahora les esperaba lo sentían en todos los miembros; no era la agresión de enemigos concretos ni un único golpe del destino. Era un terremoto, uno de los grandes amotinamientos de la insondable y concentrada necedad del mundo, y ¿de qué sirve la fuerza y la inteligencia del individuo ante uno de semejantes acontecimientos elementales?

Después de algún tira y afloja, los chicos del club de fútbol decidieron expulsar a Berthold. Lo hicieron a disgusto. No era sólo que, con la marcha de Heinrich, el partido con el instituto Fichte careciera ahora de toda expectativa para ellos; también pensaban que Berthold era un buen compañero. Ni siquiera sabían muy bien por qué lo difamaban.

Heinrich Lavendel estaba profundamente furioso. Encontraba un poco tonta la conducta de Berthold —él en su lugar se habría retractado—, pero muy decente. Si hubiera tenido que ejemplificar el heroísmo, lo habría hecho con la conducta de Berthold. Había que escribir redacciones sobre los conflictos de conciencia de Wallenstein, de Torquato Tasso. Tonterías, caballeros. Aquí tienen ustedes los verdaderos problemas. ¿Cómo hay que comportarse, con inteligencia o con decencia? Algún clásico francés ha dicho: «Si alguien me acusa de haber robado Notre Dame y habérmela metido en el bolsillo, lo que haré será salir corriendo». La conducta, por ejemplo, que aconseja este clásico francés es inteligente. Él mismo, Heinrich, se comporta de forma inteligente. No piensa denunciar a ese mocoso, ese damned fool el Larguirucho. Berthold en cambio se comporta de forma decente: no se retracta. Sin duda en el siglo XX se llega más lejos con la razón que con la decencia. Aun así, Berthold le impone, y le quiere mucho.

Vio con amargura el creciente aislamiento de su amigo y pariente. Porque después de expulsar a Berthold del club de fútbol, había que ser consecuente. Si los Jóvenes Águilas habían roto el trato con él desde el comienzo, por motivos de principio, ahora lentamente les seguían los otros.

Berthold vagaba, encerrado en sí mismo, silencioso. Empezó a dormir mal. Una noche, después de cenar, Liselotte le dijo:

—Veo luz en tu cuarto hasta muy tarde, Berthold. Creo que en un caso excepcional como éste podrías intentar tomar un somnífero. Ve tranquilo al botiquín si un día se te hace demasiado tarde.

—Gracias, mamá —dijo Berthold—, pero me las arreglaré sin eso.

Tercamente, trató de convencerse de que no importaba lo que opinaran los de penúltimo curso. Tenía a su tío Joachim Ranzow, a su prima Ruth, a Heinrich Lavendel, a Kurt Baumann. Kurt, hay que decirlo, se ha comportado con enorme decencia. No tiene la menor intención de aceptar el estúpido culto al héroe que los otros practican con el Larguirucho. Es el colmo.

Uno de esos días, a Berthold le volvieron a dejar el coche. A su viril manera, de pasada, como si no fuera nada, como si no fuera un gran favor, dijo a Kurt Baumann:

—Mañana por la tarde a las seis, después de inglés, van a dejarme el coche. Así que a las seis y cinco en la Meierottostrasse.

Kurt Baumann dudó un momento insignificante. Luego dijo:

—Eh, chico, estupendo.

A las seis y cinco del día siguiente, Berthold le dijo al chófer Franzke que esperaba en la Meierottostrasse:

—Espera un minuto. Estoy esperando a Kurt Baumann.

—Bien —dijo el chófer Franzke.

A las seis y ocho, Berthold dijo:

—Un minuto más. Vendrá enseguida.

—Sin duda, señor Berthold —dijo el chófer Franzke. A las seis y cuarto, Berthold dijo:

—Vámonos, Franzke.

—Podemos esperar otros cinco minutos, señor Berthold —dijo el chófer Franzke.

—No, Franzke —dijo Berthold—. Vámonos —se esforzaba en parecer indiferente.

—¿No quiere ponerse al volante, señor Berthold? —preguntó el chófer Franzke al cabo de un rato, cerca de la iglesia memorial. También él se esforzaba en emplear un tono indiferente, como si no tuviera importancia dejar el volante a Berthold en medio del más denso tráfico.

—Gracias, Franzke —dijo Berthold—. Muy amable de su parte, Franzke. Hoy no.

El director François estaba en el despacho de su casa, de una comodidad antigua, ahumado, atiborrado de libros, delante de su manuscrito La influencia del hexámetro antiguo en el estilo de Klopstock. No era fácil concentrarse; pero aún faltaba media hora larga para la cena, merecía la pena intentarlo. Se dejó llevar por los hexámetros como por las olas del mar, su flujo uniforme calmó su disgusto.

De pronto, la puerta se abrió. Tempestuosa, en amplio frente, Nubecilla Negra irrumpió en la habitación. Se dirigió vehemente hacia el delgado François, envuelta en el vuelo de su bata. Estaba tan llena de lo que tenía que decir que le faltaban las palabras. Sin decir nada, estampó en el escritorio una hoja de periódico grande y desplegada, de forma que cubrió completamente el manuscrito, los volúmenes de los viejos clásicos, el Klopstock. Era la edición de aquel día del órgano berlinés de los populares.

—Ahí —dijo la señora Emilie François, nada más, y se quedó allí, la fatalidad hecha carne.

François leyó. Era un artículo sobre la situación en el instituto Königin Luise. Ese centro, durante mucho tiempo un criadero de traidores a la patria, se decía, estaba ahora completamente podrido. Un estudiante judío, un esperanzador retoño de la tristemente famosa familia Oppermann, había escarnecido de la peor manera en una exposición oral, delante de toda la clase, a Hermann el Alemán, sin que hasta ahora su profesor nacionalista hubiera logrado llamar a capítulo a esa buena pieza. Protegido por el degenerado director del centro, un típico representante del sistema, ese insolente muchacho judío seguía disfrutando de la gloria de su alta traición. ¿Cuándo iba el Gobierno nacional a poner fin a este inaudito estado de cosas?

François se quitó las gafas, parpadeó. Se sentía muy mal.

—¿Y bien? —preguntó amenazante Nubecilla Negra.

François no supo qué responder.

—Qué espantoso alemán —dijo al cabo de un rato.

No habría podido decir nada mejor; porque tal manifestación hizo explotar al fin a Nubecilla Negra. ¿Cómo? ¿Este hombre se ha arruinado a sí mismo y a su familia con su eterna y flemática indecisión, y ahora no tiene otra cosa que alegar contra quienes le atacan que el hecho de que hablan un mal alemán? ¿Es que se ha vuelto loco? La mujer del portero le ha traído el artículo, mañana diez amigas le traerán el artículo. ¿Es que no se da cuenta de que se ha acabado? Lo echarán del cargo con vergüenza y oprobio. Seguramente ni siquiera le concederán una pensión. ¿Y entonces qué? Doce mil setecientos marcos tienen en el banco. Los valores no son más que unos centenares. Alrededor de diez mil doscientos marcos. ¿De qué van a vivir, él, ella y los niños?

—¿De esto? —preguntó, y golpeó con la mano el manuscrito; pero sólo alcanzó la hoja de periódico.

El director François estaba aturdido por la tempestad. Sin duda lo que decía Nubecilla Negra estaba desmedidamente exagerado; pero le esperaban horas oscuras, muchas y muy oscuras. Pobre estudiante Oppermann. Oppermann era un dáctilo, se podía utilizar bien en un hexámetro; también François era un dáctilo, pero no puro, más difícil de utilizar. «Soporta también esto, corazón mío, has soportado ya tanto». A lo lejos, se oía el murmullo de los hexámetros. Ah, poder entregarse a ellos.

Emilie tomó su silencio por obstinación. Su amargura aumentó. Descargó su indignación en furiosos e interminables discursos, de largos ecos, se dijo el agobiado François. Mañana, rugió, tenía que plantear a ese mocoso la alternativa: excusa en toda regla o expulsión con escarnio del instituto. Lo mejor que podía hacer era ir ella misma a hablar con el padre de esa buena pieza o con su tío, su atildado amigo Gustav. Dónde tendría ella sus cinco sentidos cuando se casó con este calzonazos, este blandengue. François se encorvó. No tiene sentido levantarse contra la tempestad. Sólo se puede esperar hasta que Nubecilla Negra haya terminado. En algún momento tendrán que fallarle los pulmones. ¡Con cuánto gusto renunciaría a la cena y se iría a la cama!

La señora Emilie le había zarandeado de tal modo que los golpes del día siguiente ya no podían hacerle mucho. Pedell Mellenthin llevaba el periódico, grande y llamativo, en el bolsillo; todos los profesores y estudiantes con los que se cruzó en su camino lo llevaban, había varios ejemplares encima de su escritorio. Allí estaba él, sentado entre Voltaire y Federico el Grande. Una ola de porquería había caído sobre su instituto, sobre todo el país. Él ya estaba tan cubierto de suciedad que apenas la sentía.

Muy pronto, también el catedrático Vogelsang apareció en el despacho de dirección. Había cambiado. Su rostro estaba rígido como una máscara, la sonrisa inquietantemente amistosa había desaparecido. Entraba como vencedor ante el vencido, como vengador, férreo; el invisible sable tintineaba a su costado. Así, pensó François, debió de presentarse Brennus, el bárbaro, ante los romanos, alterando los pesos al poner en la balanza su espada de vencedor.

Sí, el catedrático Vogelsang podía disfrutar de su triunfo a pleno pulmón. Ha sabido que las elecciones estaban decididas antes de celebrarse. Los dirigentes nacionalistas —se le ha comunicado en secreto, pero de forma absolutamente fiable— han decidido una acción, una acción flamígera, que hará de las elecciones, en cualquier circunstancia, una victoria para la causa nacional. El catedrático Vogelsang ya no tiene que tomar precauciones ni en el caso Rittersteg ni en el caso Oppermann. Por eso ha salido a la luz pública, y así, como triunfador, se presentaba ahora ante el director François.

Ha esperado este triunfo mucho tiempo, pero ahora lo saborea. No le deja ni un resquicio al otro. Dos meses, declaró acerado al pequeño François, más de dos meses ha soportado la vergüenza este centro. Es suficiente. Si en este mismo mes el estudiante Oppermann no pide excusas, él, Vogelsang, sabrá hacer que el alumno sea suspendido y expulsado de los institutos de enseñanza prusianos. No comprende cómo el director François, tan frecuente y seriamente advertido, ha podido dudar tanto tiempo. Ahora la pústula ha reventado, todo el centro está cubierto de porquería.

El triunfante catedrático se alza rígido entre los bustos de Voltaire y Federico el Grande. Este mismo mes, pensó François. Febrero tiene sólo veintiocho días. Cómo grazna. A su lado, el tronar de Nubecilla Negra es una ópera de Mozart. «Brekekekex koax koax». Su cuello ha vuelto a descender otro medio centímetro. Se adapta. En Roma, los bárbaros también se adaptaron.

—¿No quiere sentarse, querido colega? —preguntó. Vogelsang no quería sentarse.

—Tengo que pedirle una respuesta clara e inequívoca, señor director —exigió chirriante—. ¿Advertirá al alumno Oppermann de que o revoca sus insolentes afirmaciones de aquella exposición antes del 1 de marzo o será suspendido?

—No tengo del todo claro —dijo François con suave ironía— lo que realmente desea, querido colega. Tan pronto habla de excusas como de retractación. ¿Cómo imagina la cuestión, en su aspecto técnico? ¿Debe Oppermann pedir disculpas aquí, en la dirección, o ante la clase en pleno?

Bernd Vogelsang retrocedió un paso.

—¿Excusas? ¿Retractación? —dijo, sorprendido. Estaba allí, furioso, como su propio monumento—. Ambas cosas, por supuesto —exigió—. Creo, señor director, que tal como están las cosas hará bien en dejarme elegir a mí la forma en que el castigo ha de ejecutarse.

El vengador de Hermann el Alemán, pensó François. El Querusco no se merecía esto.

—Bien, querido colega —dijo—. Hablaré con el alumno Oppermann. Pedirá excusas y se retractará. Sólo una cosa quiero reservarme: el estilo de su declaración. El estudiante Oppermann tendrá sus defectos, pero no es un mal estilista. Seguro que también usted lo ha observado, querido colega.

¿Era burla? Bernd Vogelsang pensó en las insolencias que François se había permitido acerca del alemán del Führer, entonces, cuando habló con él por vez primera a cuenta del asunto Oppermann. Estilo. Habeat sibi. Allí estaba sentado, sin nada más que su poquito de ironía. Penoso, señor director. Él, Bernd Vogelsang, sabrá dar a la humillación del alumno rebelde la forma de un impresionante espectáculo. Todos verán cómo expulsa de esta casa el espíritu de la disgregación. Que el director François se envuelva en su mísera ironía: él, Bernd Vogelsang, actúa.

Alfred François había tenido que ver muchas cosas nuevas y malas en las últimas semanas. «El puño del destino le había abierto los ojos», como solía expresarse el Führer. Pero durante las últimas horas había caído sobre él tanto y tan duro que creyó que en adelante nada más podría afectarle. Sin embargo, ahora, mientras esperaba al alumno Oppermann, supo que se había equivocado, que lo más difícil estaba aún por venir.

—Siéntese, Oppermann —dijo, cuando entró Berthold—. ¿Ha leído el Döblin que le recomendé?

—Sí, señor director —dijo Berthold.

—Buena prosa, ¿verdad? —preguntó François.

—Maravillosa —dijo Berthold.

—Sí —dijo François, esforzándose por no mirar los audaces ojos grises del muchacho—; Oppermann, no me resulta fácil, me resulta incluso condenadamente difícil. Pero sin duda usted sabe que este asunto ha estado revolviendo las aguas. Por desgracia, tengo que ponerle ante la alternativa… —resopló un poco por la nariz, no terminó la frase.

Naturalmente, Berthold sabe de qué se trata. Si fuera un tercero, justo como es, vería el tormento en el rostro del hombre. Pero así, repleto de amargura, no piensa ahorrarle nada.

—¿Ante qué alternativa, señor director? —pregunta, y obliga a François a mirarle.

—Tengo que pedirle —dice François, con la respiración todavía alterada— que se disculpe por aquella afirmación de su ponencia, que la retire. Si no lo hace —ahora trata de hablar con sequedad funcionarial—, por desgracia tendré que expulsarle del centro.

Ve el rostro amargo y triste del muchacho. Tiene que justificarse ante él, es lo más importante de todo.

—Se lo digo con sinceridad, Oppermann —se apresura—, preferiría que usted se retractara. Sería espantoso tener que expulsar a uno de mis estudiantes predilectos. A mi estudiante predilecto —se corrige.

Se levanta. Berthold va a levantarse, pero él le retiene:

—Siéntese, siéntese, Oppermann.

Camina a un lado y a otro entre los bustos de Voltaire y Federico. Luego, de repente, se detiene ante Berthold, cambia completamente el tono, le habla de hombre a hombre:

—Mi propia posición está amenazada. Compréndalo, Oppermann. Tengo mujer e hijos.

En medio de toda su amargura, Berthold no puede por menos de apreciar la angustia del otro. Pero ahora no tiene tiempo para la compasión. También yo tengo que hacer algo que no querría hacer, suena desacostumbrada, con maligno chirrido, la voz de su padre en sus oídos. Vamos a convertirnos todos en cerdos, piensa. Esta época va a convertirnos a todos en cerdos y malos.

—Hemos leído a Hebbel —empieza al fin, despacio, tomándose tiempo—. Gyges y su anillo. El doctor Heinzius nos dijo que todo Hebbel tiene un solo tema: la dignidad humana herida. Laesa humanitas. Luego he leído Herodes y Mariamne. No como lectura de clase, para mí. Mariamne podía salvar la vida tan sólo con hablar. No habla, no se defiende. Prefiere morderse la lengua. Muere, pero no habla. El doctor Heinzius nos dejó muy claro qué era esa humanidad. ¿Sólo los viejos reyes tenían humanidad? ¿Soy yo una basura? ¿Creéis todos que podéis pisotearme sólo porque yo tengo dieciséis años y vosotros cincuenta o sesenta? Por otra parte, Mariamne es judía, señor director. Lea mi manuscrito, señor director. Era una buena exposición. El doctor Heinzius habría estado satisfecho. ¿Soy un mal alemán porque el doctor Heinzius fue atropellado? Él jamás interrumpió a nadie. Le dejaba hablar a uno hasta el filial. Ya no sé exactamente lo que dije, señor director, pero era cierto. He leído a Mommsen, Dessau, Seeck. Nadie podría entender otra cosa. ¿Por qué me hace víctima de esta injusticia, señor director?

François escucha con atención. Qué muchacho más inteligente y honesto. Es realmente el mejor de sus alumnos. Cuánto tiene que haber soportado estas últimas semanas. Cómo tiene que haber estado las últimas semanas ante ese buey perverso, ese Vogelsang, entre sus compañeros, muchachos crueles y necios. ¿Qué puede responderle al muchacho? Suscribiría cada una de sus palabras. Con ambas manos. Honradamente sólo puede decir: sí, sí. Tiene razón, Oppermann. No lo haga. No se retracte. Váyase de mi centro. Se ha convertido en un mal centro, un centro estúpido, en el que sólo puede usted aprender el absurdo y la mentira.

Abre la boca, pero se da cuenta de que está bajo el busto de Voltaire. Se avergüenza, regresa a su escritorio. Se sienta allí, pequeño, viejo.

—Cuando pronunció usted su exposición, Oppermann —dice al fin—, tenía razón. Por desgracia, entretanto han cambiado algunas cosas. De mucho de lo que entonces era verdad ahora tengo que decir que era mentira —trató de sonreír—. Tendremos que volver a aprender ciertas cosas. Usted es joven, Oppermann. A mí me resulta condenadamente difícil aprender. —Se levantó, se acercó a Berthold, le puso la mano en el hombro. Dijo titubeante, sonó como un humilde ruego—: ¿No quiere disculparse, Oppermann? —pero enseguida, lleno de miedo ante la respuesta, añadió—: No me conteste ahora. Piénselo. No diga nada, basta con que tenga la respuesta el lunes. Escriba. O telefonee. Lo que usted quiera.

Berthold se levantó. François vio cuánto había afectado la entrevista al joven.

—No lo tome demasiado a mal, Oppermann —dijo. Y luego, no sin esfuerzo— y olvide lo que le dije la última vez. Fue algo —buscó la palabra— justificado por el fin. Tiene una gran ventaja, Oppermann. Lo haga o no, siempre tendrá razón.

La entrevista con François había dejado malparado a Berthold. Sin duda estaba preparado para que ocurriera algo parecido, pero ahora sabía, por así decirlo de forma oficial, que había hecho algo antialemán, antipatriótico. No lo entendía. ¿Era antialemán decir la verdad? Hacía pocos meses nadie dudaba de su germanidad. Él mismo se sentía alemán en un sentido más profundo que la mayoría de sus compañeros. Estaba lleno de música alemana, de palabras alemanas, de pensamientos alemanes, de paisaje alemán. Nunca en los diecisiete años de su vida había visto, oído, sentido otra cosa. Y ahora, de pronto, le decían que no formaba parte de eso, que era diferente por naturaleza. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Quién era alemán, si él no lo era?

Pero no tiene sentido cavilar sobre generalidades. Ahora es sábado, las tres y media de la tarde. Tiene que haberse decidido antes de mañana por la noche. ¿Debe retractarse?

¡Ojalá tuviera a alguien que pudiera ayudarle! Tiene que haber una frase que le conmueva, un argumento tan obvio que todas sus dudas desaparezcan. No puede acudir a su padre. También él tiene que luchar del modo más encarnizado. No puede exigirle que le aconseje en contra de sus propios intereses. ¿Y acaso puede exigir a su madre que le aconseje en contra de su padre?

Vaga por las calles de la gran ciudad de Berlín. Hace un tiempo seco y cálido, es agradable caminar. Él es alto y delgado, su rostro se ha vuelto enjuto, sus ojos grises y alargados miran sombríos, preocupados, está amargamente sumido en sus propios pensamientos. Muchos le miran, muchas mujeres especialmente, es un muchacho hermoso; pero no se da cuenta.

De repente se le ocurre una idea, ¿cómo no se le ha ocurrido antes? Va a ver a tío Ranzow.

—Hola, Berthold —dice el jefe de sección ministerial Ranzow, un poco sorprendido. Berthold, cuyo conocimiento de los hombres ha aumentado mucho en los últimos días, se da cuenta enseguida de que tío Joachim relaciona su visita con el artículo de la prensa popular, y de que está pensando a toda prisa qué decirle.

Al principio, tío Joachim le sirve una copa de aguardiente, como de costumbre. Berthold le expone su caso, de forma seca, nada sentimental.

—Quiero un consejo razonable —ruega—. ¿Qué harías tú en mi lugar, tío Joachim?

En otros tiempos, probablemente el jefe de sección Ranzow habría percibido la angustia del joven a través de su tono seco. Probablemente también se habría tomado la molestia de adentrarse en los pensamientos del joven. Pero, por desgracia, en estos días estaba poco menos ocupado consigo mismo que los Oppermann. Amigos influyentes le aconsejaban insistentemente, a él, que estaba próximo al Partido Nacional Alemán, apartarse de sus funcionarios de izquierdas, que tenían los días contados. Pero Joachim Ranzow no quería desairar a gente que había aprendido a estimar como capaz y fiable a lo largo de años de trabajo en común, aunque esa gente estuviera en la lista de proscritos. Sus amigos le insistían, le asediaban. Sobre todo, no entendían cómo podía seguir manteniendo su amistad personal con el jefe de sección Freese, miembro de carné del Partido Socialdemócrata y odiado por el nuevo gobierno. Además, no era ninguna recomendación para un alto funcionario estar emparentado con una familia judía que estaba tan a la vista como los Oppermann. ¿Por qué, por ejemplo, no arrebataba ciertas funciones al desastroso jefe de sección Freese? Todos los altos funcionarios que querían seguir en el cargo hacían cosas parecidas para ganar puntos ante el nuevo gobierno. Joachim Ranzow no era capaz de semejante falta de escrúpulos. Le roía que hoy fuera tan difícil ser un funcionario prusiano y un hombre decente.

En tal situación encontró Berthold a su tío Joachim. El asunto del chico era difícil. Cuanto antes lo solucionara, tanto mejor para todos. Menos mal que el propio muchacho parecía pensar de forma razonable acerca de la historia.

—Creo —dijo Ranzow— que deberías hacer la declaración que te piden.

Lo dijo de manera medida, como siempre, clara, sin rodeos. El joven le miró, un tanto perplejo. Le asombraba que alguien pudiera tener una opinión a punto con tanta rapidez en su complicado caso. Ranzow advirtió el asombro. Realmente, había ido demasiado rápido.

—Al fin y al cabo —trató de fundamentar su opinión—, te ha faltado razón al menos en la forma.

Berthold pensó en las hermosas, un tanto oscuras palabras que tío Joachim había dicho en su momento acerca de Hermann el Alemán. Para Berthold, sólo tenía muy sobrias palabras. Le pareció que tío Joachim no quería ver cuánto se jugaba.

—Se ha retorcido todo de manera perversa —dijo—. He de retirar algo que no he afirmado en absoluto. La fama de Hermann, el mito de Hermann; recuerdo exactamente todo lo que tú me explicaste entonces, tío Joachim. Fue con mucho lo más inteligente que nadie me ha dicho acerca de él, y tomé buena nota. Y precisamente a eso quería llegar. Pero para hacerlo, tenía que exponer los hechos, los hechos históricos, con toda la claridad posible. No he afirmado otra cosa que lo que cualquiera puede leer en Mommsen y en Dessau. ¿Tengo que ir ahora y admitir que soy un mal alemán porque dije lo que era la realidad?

Joachim Ranzow estaba nervioso, impaciente. En primer lugar, el chico parecía muy razonable, y ahora encima planteaba dificultades. Sabe Dios que Liselotte ya tenía bastantes preocupaciones. Todos ellos tenían bastantes preocupaciones. Y ahora esto. Por Hermann el Querusco.

—Dios mío, muchacho —dijo con inusual frivolidad—, ¿es que no tienes otras preocupaciones? Al fin y al cabo, ¿qué te importa a ti Hermann el Querusco?

Apenas hubo pronunciado la frase cuando deseó no haberla dicho. Berthold palideció más aún, echó mano a la copa de aguardiente, la cogió con torpe firmeza, volvió a dejarla. La cogió de nuevo, aún quedaba un poquito, lo apuró. Sólo entonces Ranzow se dio cuenta del mal aspecto que tenía y de lo agotado que parecía Berthold.

—Pero a ti, tío, sí te importa —dijo; su boca se tensó y adquirió un rictus de amargura, le miraba desafiante, acusador. Joachim Ranzow hizo un gesto defensivo con su larga mano, como si tachara una frase con él. Quiso decir algo. Qué demonios, ¿es que tenía que dar explicaciones al chico?

Antes de que pudiera responder, Berthold siguió hablando. —Tú crees —dijo— que porque tengo sangre judía Hermann no me importa. Eso es lo que crees, ¿verdad?

—No digas tonterías —dijo, ahora seriamente enfadado, Ranzow—. Es mejor que te tomes otra copa.

—Gracias —dijo Berthold—. No veo que otra cosa podías querer decir —insistió.

—Quería decir exactamente lo que he dicho —respondió tajante Ranzow—. Ni más ni menos. Te prohíbo seriamente, Berthold, suponer en mis palabras semejantes tonterías.

Berthold se encogió de hombros.

—Naturalmente tienes razón, tío. No me debes ninguna explicación.

Sonó tan amargo y acremente resignado que Joachim Ranzow, saliendo ahora de su propio terreno, se empeñó en volver a encarrilar al chico, al que quería.

—Tu madre no te entendería, Berthold —dijo—. Quizá lo que he dicho no haya sido expresado de forma especialmente feliz. Ahora todos tenemos la cabeza llena de preocupaciones. Pero me resulta realmente incomprensible que hayas podido entender una cosa así.

Berthold asintió varias veces con la gran cabeza; era un movimiento como el que su padre a veces hacía, parecía preocupado y adulto. El chico le dio pena a Ranzow.

—Sé razonable, Berthold —dijo; era un ruego y una disculpa—. Acepta un buen consejo. No es fácil para un hombre cercano a los cincuenta decir cómo actuaría hoy si fuera joven. Cuando yo tenía tu edad, los tiempos eran distintos. Entonces, te lo digo claramente, yo en tu lugar no me habría retractado. Si hoy estuviera en tu lugar, lo sé, o, si he de ser sincero, estoy casi seguro, me retractaría. Te ayudarás a ti mismo y nos ayudarás a todos si lo haces.

Apenas se hubo marchado Berthold cuando Ranzow llamó a su hermana Liselotte. Le contó brevemente su conversación con Berthold y añadió con sinceridad que él no estaba en buena forma cuando el chico vino a visitarlo. Pensaba que Berthold se tomaba el asunto de manera más trágica de lo que era. Liselotte debía intentar influir en él.

Pero Joachim Ranzow no hablaba con la Liselotte que él conocía. Había cambiado completamente. Tenía que venir, le pidió con insistencia, tenía que ayudarla. Tenía que mostrar confianza todo el día delante de su marido y de su hijo. Ya no podía más. Ante ellos, se avergonzaba terriblemente de ser alemana. Tenía que ayudarse por una vez a sí misma, se quejó, tenía que tener a alguien con quien poder desahogarse.

Ranzow se dominó, la tranquilizó, encontró palabras que le sonaron casi auténticas a él mismo. Lamentaba amargamente haber perdido los nervios por un instante con el chico. No se puede. Tampoco se puede aflojar ni por un instante. Liselotte, la pobre, tenía que estar todo el día haciendo sonar la orquesta en un barco que se hundía. Él había tenido que dominarse durante veinte minutos y había fracasado.

Apretó los alargados labios. Llamó al jefe de sección Freese, el caído en desgracia, el proscrito. Le pidió que esa noche cenara con él en Kempinski, donde sin duda serían vistos.

Entretanto, Berthold corría de nuevo por las calles de la gran ciudad de Berlín. Había anochecido y hacía frío. Se habían encendido las primeras luces de los escaparates, los primeros anuncios luminosos y las luces de coches aislados, pero aún no se había conectado la iluminación de las calles. El propio Berthold no sabía por qué no cogía el tranvía o el metro. Caminaba y caminaba, muy deprisa, como si atendiera un encargo urgente. Las elecciones eran el domingo; de ahí en ocho días, las calles estaban llenas de gente, por doquier se veían carteles antisemitas y las camisas pardas de los populares. A pesar de su prisa, Berthold miraba a los transeúntes, se fijó en cientos de rostros, los registraba con extraña rapidez. Sólo que de pronto, cuando uno de ellos devolvió con dureza una mirada suya, se le ocurrió que sin duda miles de esas personas que iban por la calle habían leído aquel artículo sobre él. Le acometió un miedo insensato a que pudieran caer sobre él, matarlo igual que el Larguirucho había matado al redactor Karper.

Aun así, no se dirigió a casa. Siguió recorriendo las calles, mecánicamente, sin objetivo. ¿Qué le importaba Alemania a él, el chico judío? El tío Joachim no había podido querer decir otra cosa, si sus palabras habían de tener algún sentido. Pero si un hombre tan decente e inteligente como tío Joachim piensa que él no es alemán, entonces Vogelsang es algo más que un malvado idiota.

Llegó muy tarde a casa; ya estaban esperándolo para la cena. Liselotte le dijo que por la tarde habían estado Ruth y el tío Edgar; Ruth había lamentado mucho no encontrarle en casa. Por lo demás, fue una cena incómoda y taciturna. La que más habló fue Liselotte. Habló de música, de los conciertos de la Filarmónica. Berthold solía ir a los ensayos generales, el domingo por la mañana. Martin y ella a las representaciones del lunes por la noche. Mañana por la mañana es el ensayo general de la Cuarta de Brahms, además del Concierto para violín. Furtwängler dirige, Karl Flesch interpreta. Es dudoso que Berthold pueda ir mañana temprano, tiene mucho que hacer. Tampoco Martin sabe aún si tendrá tiempo el lunes por la noche.

Berthold se dijo que lo que le exigían era el colmo. Por lo menos podían abrir la boca y volver a hablar con él. Primero se mostraban vehementes y descontrolados, y ahora se sentaban allí y callaban.

—La Cuarta —dijo Liselotte— es la sinfonía en mi menor. El Concierto para violín tiene un primer movimiento espléndido.

Berthold sigue sentado, esperando que su padre hable. Pero calla, y Berthold está indignado.

Respiró cuando la cena terminó. Amaba el orden. Pero esa noche, en la soledad de su habitación, no plegó su ropa tan cuidadosamente como de costumbre. Se hundió en la cama; aún oyó a lo lejos frenar a un autobús, con largo chirrido; se durmió profunda y firmemente.

Durmió mucho. Eran las ocho y media cuando despertó. Se orientó trabajosamente. Hacía mucho que no se levantaba tan tarde. Es domingo, no importa. ¿Qué tiene que hacer hoy? Le asalta: la carta a François.

Hoy estaba despejado, fresco. Se duchó con agua tan helada que le quitaba el aliento. Mientras se secaba la piel enrojecida, supo lo que escribiría al director François: después de haberlo considerado bien, no pensaba retractarse.

Desayunó con buen apetito. ¿Iría a la Filarmónica? Conoce poco a Brahms. Lo que ha oído ha quedado en su memoria. Busca una determinada melodía. La encuentra. Eso le alegra.

Ante todo, tiene que llamar a Ruth. Siente no haber podido verla ayer. Le propondrá ir a dar una vuelta esta tarde. La Filarmónica y Ruth: no puede permitirse las dos cosas. Aún le quedan tareas de matemáticas. Tendrá que quedarse sin concierto. Llama a Ruth y concierta la cita.

Mientras está haciendo los trabajos de matemáticas, viene Heinrich. Le da vueltas a algo, por fin lo suelta. Sí, tiene que volver a hablar con Berthold sobre el estúpido asunto Vogelsang.

—Por favor —dice cortésmente Berthold, mirando con atención a Heinrich. Éste busca un asiento inconveniente, pero no encuentra otro que la mesa; se sienta sobre ella y levanta las piernas alternativamente.

—Cuando hoy el historiador Dessau señala —dijo— que, en contra de lo que opinaba antes, ha llegado a la convicción de que la batalla del bosque de Teutoburgo fue la verdadera causa de la decadencia de Roma, eso significa algo. Pero si tú, o yo, o el señor Vogelsang o mi padre dicen algo por el estilo, es simplemente ridículo —señaló el abierto cuaderno de matemáticas de Berthold—. Si hoy el director François me exige que diga solemnemente en el periódico que la frase (a + b)2 = a2 + 2ab + b2 es falsa y va en contra del honor alemán, o de lo contrario me suspenderá, te digo que aceptaré y lo pondré en el periódico. Con sumo placer.

Berthold escuchó, pensativo. Luego, lentamente, circunspecto, respondió:

—Sin duda tienes razón, Heinrich. Que me retracte o no, no cambia nada los hechos. Es muy amable de tu parte haber venido hasta aquí para decírmelo. Pero hace mucho que ya no se trata del bosque de Teutoburgo ni de Hermann, ni tampoco de Vogelsang o de mi padre: ahora sólo se trata de mí. No puedo explicártelo, pero es así.

Heinrich sintió oscuramente lo que el otro quería decir. Sabía que tenía los mejores argumentos, pero que aun así Berthold tenía razón. Una gran ira se alzó en su interior contra los idiotas que habían puesto a Berthold en esa situación, al mismo tiempo que un sentimiento de gran amistad hacia él.

—No digas tonterías, Berthold —dijo, y lo dijo con bastante brusquedad, porque estaba furioso por no poder ayudar a su amigo.

Cuando llegó a su casa, su fresco rostro de niño estaba sombrío de rabia. Se insultaba con los más graves insultos en inglés y alemán porque no era capaz de hacer entrar en razón a Berthold. En el fondo ni siquiera lo deseaba. Berthold estaba hecho de otra pasta y tenía, desde su punto de vista, razón. Heinrich, normalmente tan razonable, rebosaba de una furiosa y fría indignación. Se sentó, escribió al fiscal, denunció clara y detalladamente lo que Werner Rittersteg le había dicho antes de meter el cuchillo en las tripas al redactor Karper. Una vez escrita esa carta, se tranquilizó. Era como si hubiera cumplido una obligación para con Berthold.

Esa tarde, Berthold fue a pasear con Ruth. Caminaron entre un desagradable llovizna de aguanieve, pero no se dieron cuenta, dado el celo con el que discutían. Ruth Oppermann veía lo que todos veían, hasta qué punto Berthold se había hecho más serio y más adulto en unas pocas semanas, qué enjuto se había vuelto su rostro carnoso de audaces ojos. Se lanzó sobre él con redoblada diligencia:

—¿Qué estás haciendo en Alemania? Lo siento por ti. No formas parte de esto.

Luego, cuando el tiempo empeoró demasiado, se sentaron en un pequeño café. Allí estaban, con la ropa mojada, rodeados de pequeños burgueses vestidos de domingo. Es que no se había dado cuenta, preguntó Berthold, de cuánto había envejecido su padre en pocas semanas debido a los últimos acontecimientos. Pero Ruth, con voz queda, pero no menos vehemente, se indignó contra los padres:

—Nuestros padres son una estirpe agotada. No nos importan nada, no tienen ningún derecho sobre nosotros. ¿Quién tiene la culpa de todo? Sólo ellos. Ellos hicieron la guerra. No fueron capaces de otra cosa. Eligieron la patria cómoda en vez de la verdadera patria. Mi padre es, personalmente, un hombre muy decente y un buen científico. También el tuyo es relativamente estupendo. Pero uno no se puede dejar arrastrar por las simpatías personales. Abandona todo esto. Llámate como realmente te llamas: Baruch. Como se llamó Spinoza. No ese tonto Berthold, como el inventor de la pólvora. Te das cuenta, ésa es la diferencia. Los unos inventaron la pólvora, los otros la ley social. Ve a Palestina, allí es donde debemos estar.

En el local lleno de gente olía a comida escasa, a ropa mojada; había ruido y humo en el ambiente. Ninguno de los dos prestaba atención a eso. A Berthold le gustaba la vehemencia de la muchacha, su decisión, su claridad. La encontraba hermosa. De pronto, lo que decía dejó de parecerle absurdo. ¿No estaba Palestina en realidad tan próxima a él como Alemania? Si Alemania le rechazaba, el otro país no se negaba a ser su patria.

Sólo que, cuando ella se marchó y él se fue solo a casa, sus argumentos palidecieron. Pensó en su tío Joachim, en el claro y rubio rostro de su madre, en sus alargados ojos grises, que él había heredado. No, el hijo de esa madre, el sobrino de ese tío Ranzow no tiene que ir a Palestina. Tiene que quedarse aquí, en este país, con sus pinos, su viento, su llovizna de aguanieve, sus hombres lentos, reflexivos, sólidos, su sentido y su insensatez, su Brahms, su Goethe y su Beethoven, incluso su «Führer».

Él forma parte de este país, sí. Pero este país absurdo quiere que compre su pertenencia a él con algo enteramente antialemán; necio. No, no piensa hacerlo.

Ahora son las seis y media. Mañana temprano, con el primer correo, François espera su retractación. Si no la escribe, será suficiente respuesta. Ése es el último buzón antes de su casa. ¿Cuándo es la próxima recogida? A las nueve cuarenta. Así que si a las nueve cuarenta no ha echado la carta al buzón, será un buen alemán pero será declarado mal alemán; Si la echa al buzón, no será declarado mal alemán, pero será un mal alemán.

Llega a casa. Otra de esas cenas horribles y silenciosas. No habrá terminado antes de las nueve. También hoy Berthold espera que su padre hable. En vano. Mira el rostro de su madre, que está más cerrado, menos luminoso que de costumbre. No hay solución para él. No puede irse de este país. Si este país exige que haga algo malo, tiene que hacerlo.

Eran más de las nueve cuando terminó la cena. A pesar de lo silenciosa e incómoda que había sido, los tres se quedaron aún un rato en torno a la mesa recogida. Berthold quería levantarse, pero estaba como paralizado, esperaba. Por fin, su padre habló.

—Por cierto, Berthold —dijo, con llamativa ligereza—, ¿has hecho algo sobre tu asunto con el profesor Vogelsang?

—Debía comunicar al director François, antes de mañana, si me retractaba. No le he escrito.

Ahora es demasiado tarde, ya no recogen el correo.

Martin le miró, pensativo, amable, corpulento, con sus tristes ojos.

—Podrías escribir una carta urgente —dijo al cabo de un rato. Berthold reflexionó. Era como si sólo pensara en cómo resolver técnicamente la entrega a tiempo de la carta.

—Sí, podría —respondió.

Dio las buenas noches a sus padres, fue a su cuarto. Escribió al director François, «urgente», que estaba dispuesto a retractarse. Llevó él mismo la carta al buzón, la echó.

Sus compañeros habían hecho apuestas acerca de si Berthold se retractaría o no. Las apuestas estaban cinco a uno a favor del sí. Ardían en deseos de saber qué había pasado, pero les daba miedo preguntarle. Berthold, en el primer descanso del lunes por la mañana, estaba solo en su pupitre. Uno u otro hubiera arriesgado una indirecta, pero las amenazadoras miradas de Heinrich hacían que se charlara, con marcada alegría, de cosas sin importancia. De pronto, Kurt Baumann se acercó a Berthold. Su joven y redondo rostro estaba rojo, su voz no era del todo segura:

—Creo —dijo— que teníamos una cita hace poco, Berthold. Pero me equivoqué de día. Pensé que era para el viernes.

Hacía falta valor para hablar con Berthold ahora, ante las atentas miradas de los otros.

—Era para el martes, Kurt —dijo éste—, pero no importa.

Se alegraba de ver a Kurt Baumann.

—Fue un estúpido malentendido —repitió una vez más, enfático, Kurt Baumann. Luego Heinrich Lavendel se unió a ellos. Los tres se quedaron juntos durante todo el descanso, contentos, charlando sobre coches.

—No, gracias, Schlüter —dijo Gustav—; déjelo como está.

Estaba sentado, con el periódico que acababa de leer en el regazo, en la penumbra; sólo estaba encendida la pequeña lámpara de pie. En cuanto Schlüter se hubo marchado se levantó, echó hacia atrás con fuerza el pesado sillón, caminó de un lado a otro; su rostro se contrajo en una mueca aún más sombría, rechinó levemente los dientes.

Los artículos contra él, por necios que fueran, habían revuelto las aguas. Muchos de sus conocidos del club de teatro respondían forzadamente cuando les hablaba, trataban de interrumpir pronto la conversación. Incluso el cortés doctor Dorpmann, de la editorial Minerva, había estado condenadamente reservado cuando Gustav le llamó ayer. Gustav está seguro de que hoy no obtendría el contrato sobre la biografía de Lessing. A veces le dan ganas de irse simplemente de Berlín, de salir corriendo.

«En estas regiones, el termómetro no cae por debajo de 29 bajo cero», le ha dicho a su sobrino Berthold. Un consuelo frívolo y barato. Ahora que de pronto su Berlín se ha vuelto tan frío y tenebroso, que su rostro amable y familiar se ha desfigurado de la noche a la mañana para convertirse en tan perversa máscara, advierte lo poco que significa una sentencia así. Amigos a los que se creía unido se apartan de su camino. Cada día son más; lo que parecía firme para siempre se rompe antes de haberlo podido agarrar. Sabe Dios que no es hombre temeroso, lo ha demostrado en la guerra y en alguna otra ocasión; pero ahora, en ocasiones, le parece como si toda la gran ciudad estuviera a punto de caer sobre él, de aplastarlo bajo su gigantesca masa, y se adueña de él un miedo físico.

Es espantoso estar solo en estos días, con la decepción y la furia impotente en la boca del estómago. Lleva casi tres semanas sin ver a Mühlheim. Mühlheim tuvo razón al irse disgustado, en aquella ocasión. Todos tenían razón, por desgracia; han venteado a tiempo el odio alrededor, sólo él ha sido ciego, tonto, ingenuo como Sigfrido, caminando rodeado de enemigos. Qué bravía y qué alemana necedad le dijo a François cuando vino a verle a cuenta del chico. En verdad, los otros tenían que haberlo tomado por idiota. ¿Tendrá que dejarse expulsar el muchacho para que él, Gustav, pueda decir contento: al menos uno de la familia va a servir de héroe para un libro de lectura?

No, Mühlheim tiene razón al sentirse ofendido. Mühlheim le ha aconsejado bien, se ha esforzado en vano para insuflarle un poco de raciocinio, y él, en vez de agradecérselo, ha contestado con patéticas generalidades, le ha echado una bronca. Es una locura haber dejado pendiente ese asunto durante tanto tiempo, hace mucho que tenía que haberlo arreglado.

Descuelga el auricular, pide el número de Mühlheim. El criado de éste contesta. No, el señor profesor no está en casa, tampoco en el despacho, no va a venir a cenar, no ha dejado dicho dónde encontrarlo. Sin duda, le dirá que el señor ha llamado.

Gustav cuelga. Su ira se esfuma, se transforma en una sorda pena. Ahora que no ha encontrado a Mühlheim, no hay nadie con quien poder desahogar su angustia. ¿Sybil? Por supuesto que se interesa, se esfuerza en comprender el gran y espantoso cambio que se ha producido a su alrededor. Pero a ella apenas le afecta ese cambio, y el saciado no puede comprender al hambriento. Una vez más percibe dolorosamente que Sybil siempre se mantiene en la periferia de su existencia. ¿Y Gutwetter? Oh, Dios, seguro que él es sincero. Pero su visión es a tan largo plazo, en aspectos tan generales, que no sirve de nada.

Anna. Ella le comprendería. Tendría que ir algún día a Stuttgart para hablar con ella en condiciones. Sí, eso es lo mejor, así lo hará. Le escribirá enseguida que va a ir, y por qué.

Enciende la luz. Empieza a escribir. Pero a plena luz todo tiene otro aspecto. Sin duda a Anna le parecerá sentimental, pueril, que quiera ir a Stuttgart sólo para intercambiar sentimientos generales con él. La verdad es que a él mismo le resulta sentimental. Pero se lo ha propuesto. Sigue escribiendo. Relee la primera hoja. Las palabras están llenas de falsa ironía, llenas de convulsiva frivolidad. No, así no puede escribirle a Anna. Rompe la carta.

Trató de trabajar. No pudo. Cogió un libro, lo volvió a dejar. La tarde se extendía, larga y desértica, ante él. Por fin, se fue al club de teatro.

Eran corteses con él, pero su excitada desconfianza olfateaba el rechazo por todas partes. Comió solo. Ya iba a marcharse a casa cuando el profesor Erkner, un conocido hombre de teatro, le invitó a una partida de écarté. Gustav, contento con la distracción, jugó al principio con entrega. Pero pronto su interés cedió. Mühlheim, la biografía de Lessing, Anna, todo se le apelotonaba delante de las cartas. Parpadeaba nervioso, jugaba distraído. Pero también el profesor Erkner, su adversario, jugaba distraído. El teatro de Berlín, dos años antes el mejor de Europa, había decaído con rapidez debido al movimiento nacional; si los populares llegaban realmente al poder, la escena alemana estaría definitivamente perdida. Así que el hombre de teatro no tenía preocupaciones menores que él. Gustav comprobó con sorpresa que, cuando acabaron, había ganado una suma importante.

Se embolsó sus ganancias, distraído. Prometió al profesor la revancha una de las próximas tardes. Alzó la vista hacia donde el señor von Rochlitz se entretenía con otros conocidos, expectante por saber si cuando pasara delante de él, Rochlitz le detendría, cambiaría unas frases con él, como hacía con frecuencia. El señor von Rochlitz saludó con la mano: «Hola, Oppermann», continuó su conversación, le dejó pasar de largo. Gustav miró al frente, siguió su camino con paso rígido, no demasiado rápido, pisando con firmeza. Hubo más gente que le saludó con la mano, con cortesía, pero visiblemente no muy interesada en hablar con él.

Gustav siguió adelante, siempre mirando al frente. Cerca de la entrada de la sala de juego estaba el viejo criado Jean. Esperaba su acostumbrada moneda de cinco marcos. Gustav pasó de largo ante él, distraído, ni siquiera le saludó con la cabeza. El rostro del anciano mostró estupefacción. Tardó casi medio minuto en recuperar su contenida dignidad.

Esa noche del lunes al martes, poco después de las tres de la mañana, Gustav fue arrancado de su sueño por el teléfono situado junto a su cama. La voz de Mühlheim salió del aparato. Tenía que hablar con Gustav, ahora, enseguida. No podía decirle por teléfono de qué se trataba. Dentro de veinte minutos estaría en su casa.

Gustav, alterado, soñoliento, se puso el batín negro y se enjuagó la boca reseca. ¿Qué estaba pasando? La voz de Mühlheim había sonado completamente distinta. Gustav parpadeó nervioso, tenía un ligero dolor de cabeza, una incómoda sensación en el estómago.

Mühlheim llegó al fin. Mandó esperar al taxista. Todavía en la puerta de la casa, mientras Gustav le hacía pasar, dijo:

—El Reichstag está ardiendo.

—¿Qué? —preguntó a su vez Gustav—. ¿Que el Reichstag está ardiendo?

No entendía. ¿Por eso le había sacado Mühlheim de su sueño? Con incómoda tensión, esperó la explicación de Mühlheim.

Pasó una eternidad hasta que Mühlheim se quitó el abrigo, hasta que llegó al despacho de Gustav. Por fin, se sentaron el uno frente al otro. Gustav había encendido la luz del techo, la habitación estaba demasiado iluminada. A la áspera luz, vio que Mühlheim se había afeitado mal y su rostro estaba especialmente arrugado. Normalmente las muchas y profundas arruguitas forman una especie de máscara intencionada; hoy hacían viejo y gastado a Mühlheim.

—Tienes que irte —dijo Mühlheim—. Tienes que cruzar la frontera. Enseguida. Mañana mismo.

Gustav se puso en pie, los ojos y la boca neciamente abiertos; las borlas del cordón de su bata, mal atado, rozaban el suelo.

—¿Qué? —preguntó.

El Reichstag está ardiendo —repitió Mühlheim—. Han emitido un comunicado en el que dicen que los comunistas le han prendido fuego. Naturalmente, eso es absurdo. Lo han incendiado ellos. Querían tener material para prohibir a los comunistas, con el fin de alcanzar la mayoría absoluta solos, sin el Partido Nacional Alemán. Una cosa es segura: ahora no pueden echarse atrás. Después de este acto de violencia sólo pueden seguir con un terror cada vez más desatado. Está claro que ahora van a llevar a cabo el programa que tenían preparado para la noche en que fue elegido Hindenburg. Tú les eres odioso. En los últimos días te has convertido en foco de su atención. Querrán dar un escarmiento a tu costa. Tienes que irte, Oppermann, cruzar la frontera, enseguida.

Gustav trató de seguir los argumentos. No podía. Las palabras caían como golpes sobre su cabeza. ¿Qué tonterías estaba diciendo Mühlheim? Así se combatían quizá las bandas de gangsters en algún lugar de Centroamérica. Pero ¿los partidos políticos? ¿En Berlín? ¿En 1933? Mühlheim era presa de un colapso nervioso.

—Hace frío en tu casa —dijo Mühlheim de pronto, y se estremeció ligeramente. El propio Gustav, arrancado del sueño, tenía una leve sensación de frío.

—Pondré la calefacción —dijo, levantándose.

—Déjalo —rechazó Mühlheim—. Podrías darme un coñac.

Estaba muy excitado, su voz sonaba seca. Gustav le sirvió el coñac.

Está claro, pensó Gustav, mientras Mühlheim tragaba el coñac, que el ambiente de pánico que le rodea le ha trastornado. Incendiar el Reichstag. Tendrían que estar locos. ¿Cómo pueden pretender sacar adelante una mentira tan inmensa, tan burda? Así se puede montar el incendio de Roma por Nerón en una novela barata. Pero hoy no se puede hacer eso, en la era del teléfono y la rotativa. Miró a Mühlheim, que se servía un segundo coñac. El «ojo de Dios» iba de un lado para otro, el cuadro de Immanuel Oppermann miraba de frente, rígido y sin vida bajo la luz estridente; eran las cuatro y nueve. Quizá tenga razón. Hace cuatro semanas habría creído imposibles acontecimientos que entretanto han ocurrido. Mühlheim no es ningún fantasioso. Están ocurriendo cosas tremendas. De ninguna manera puede irritarle, contradecirle con brusquedad. No quiere volver a perderlo. Con mucha cautela, le habla de sus dudas.

Mühlheim hizo un gesto de rechazo.

—Desde luego que el incendio es inmensamente burdo y necio —dijo—. Pero todo lo que han hecho es burdo y necio, y aun así hasta ahora nunca han errado el tiro. Han especulado con una lógica espantosa con la estupidez de las masas, el Führer mismo ha calificado abiertamente tal especulación, en las primeras ediciones de su libro, como el principio básico de su praxis política: ¿por qué no iban a seguir haciéndolo? Han seguido mintiendo, terriblemente conscientes de sus objetivos, en el mismo punto en que el gran cuartel general tuvo que dejarlo al final de la guerra. Y los campesinos y la pequeña burguesía han creído cada una de sus mentiras. ¿Por qué no iban a creerse ésta? En verdad, el axioma por el que se rigen esos tipos es de una terrible sencillez: tú Sí es No y tu No es Sí. Ellos no se detienen en sutilezas innecesarias. Son unos gigantescos maquiavelos, espantosamente embrutecidos, pequeñoburgueses. Deben sus éxitos precisamente a esa primitiva astucia campesina. Los demás siempre suponen que nadie va a tragarse semejante tosquedad. Y, una y otra vez, se la tragan.

Gustav trataba de escuchar. Lo que Mühlheim decía parecía tener sentido, pero Gustav no quería creerlo; todo en él se negaba.

Mühlheim siguió hablando:

—Esa consecuente confesión de principio de que la mentira es el supremo principio político es sin duda interesantísima. Si no tuviéramos tanta prisa, me encantaría demostrártela aun innumerables ejemplos. Pero ahora sólo puedo hacer una cosa: te ruego encarecidamente que te vayas, que cruces la frontera, mañana, enseguida.

Ahí estaba otra vez. Eso era lo que Mühlheim había dicho al principio. Gustav no había querido oírlo, pero sabía que Mühlheim volvería sobre ello. Qué absurdo. Porque el Reichstag esté ardiendo, él, Gustav, debe marcharse de Berlín. De pronto, vio que arrastraba la borla de la bata, se arregló los cordones, los ató correctamente. Naturalmente, todo seguirá tranquilo en Alemania: en ese caso, qué ridículo estar al otro lado de la frontera. Pero no puede decírselo a Mühlheim. No puede permitirse volver a ofenderle. No puede pasarse sin él, está perdido sin él, le necesita como al aire que respira.

Cautelosamente, trata de exponer a Mühlheim por qué no puede irse ahora. El Lessing va muy bien. Frischlin está compenetrado con el trabajo, avanzan a las mil maravillas. No puede dejarlo. ¿No estará Mühlheim viendo las cosas demasiado negras? Se vuelve elocuente. Trata de fortalecerse a sí mismo con sus argumentos. Pero apenas ha empezado a hablar, sabe que Mühlheim tiene razón. Hasta ahora, Mühlheim siempre ha tenido razón. Lo que él dice no son más que tonterías sentimentales, lo que dice Mühlheim es la realidad. Aun así sigue hablando, sin énfasis.

Mühlheim nota esta laxitud. Había esperado que Gustav hiciera muchas más tonterías. Se sentía aliviado de que se resistiera con tan poca fuerza. Si Gustav hubiera planteado dificultades serias, él no habría tenido en esta negra noche la fuerza suficiente para persuadirle.

Gustav vio lo agotado que estaba Mühlheim. Qué luz espantosamente estridente ha encendido. Apagó la lámpara del techo. Mühlheim había recuperado el control de sí mismo.

—No busques excusas, Oppermann —dijo—. No te imagines cosas. Esos tipos harán lo que se han propuesto. Se han propuesto hacer picadillo a todos los adversarios que se encuentren. Son unos imbéciles, y creen que tú eres un adversario. Sólo puedo decirte una cosa: lárgate. Vete a Dinamarca. O a Suiza. La información sobre nevadas no es buena, pero se puede pasar. No hagas que me quede aquí —dijo con repentina energía— largándote alegatos durante horas. Tengo miles de cosas que hacer. Mañana será un día agitado para mí. Me gustaría dormir tres o cuatro horas. No te librarás de mí antes de haber dicho que sí. Di que sí, Oppermann.

Gustav vio la urgencia, la excitación del otro. Le creía, aunque seguía sin comprender del todo los detalles.

—¿Pero tú vendrás conmigo? —preguntó tontamente, como un niño pequeño.

—Comprende que no puedo hacerlo —respondió impaciente, casi áspero, Mühlheim—. Yo no estoy amenazado, al menos por el momento. Jamás me he expuesto como tú. Y aquí soy más importante que tú, con todos los respetos para tu Lessing. Mañana en mi despacho habrá quince o veinte personas para las que soy todo lo que les queda. No puedo recitarte todo el código, muchacho —se interrumpió de pronto y se levantó—. Te lo digo por última vez: si no quieres que te metan en chirona, o algo peor, lárgate.

Gustav se sintió de pronto extraordinariamente tranquilo. Quería a Mühlheim cuando se ponía un tanto vehemente. Siempre tenía razón en esos casos. Secamente, imitando el tono de su amigo, respondió:

—Te vas a reír: lo haré. Me marcho, mañana. Ahora tomaremos otro coñac, y luego te irás a casa y te acostarás. O si quieres puedes quedarte a dormir aquí. Te dejaré dos o tres días para tus negocios, y luego vendrás conmigo.

Mühlheim respiró audiblemente.

—Eres lento de entendederas, Oppermann —dijo—. El taxi ha tenido que esperar por lo menos dos marcos. Te los cobraré, querido amigo.

Gustav le llevó hasta el taxi.

—Te lo agradezco, Mühlheim —dijo—. He sido un idiota dejando esto pendiente tres semanas.

—No digas tonterías —dijo Mühlheim; subió al taxi, dio la dirección y se quedó dormido.

Gustav regresó a la casa, se dio una ducha fría. Se sentía fresco, excitado. Tenía que decirle a alguien lo que le había ocurrido. Llamó a Sybil.

Sybil se puso, arrancada de su sueño, desabrida, enfurruñada como una niña. Había estado en la ópera, él lo sabía. Pero había estado allí con Friedrich Wilhelm Gutwetter, eso no lo sabía, y después se había llevado a Gutwetter consigo, a su pequeño y simpático piso, y había estado trabajando con él. Sí, en las últimas semanas el gran ensayista cada vez se encontraba más a gusto con Sybil Rauch, con su ágil docilidad, su limpia frialdad. No sólo tenía en la mesita de noche su celebrado ensayo Las expectativas de la civilización occidental, con una dedicatoria especialmente llena de adoración; Friedrich Wilhelm Gutwetter no se privaba de informarse en persona todos los días de los progresos de su trabajo. Se sentaba, tranquilo, con su anticuada ropa, en su bonita habitación; la miraba con radiantes ojos de niño, la ayudaba con su paciente consejo. A Sybil le gustaba. Si Gustav le hubiera preguntado, se lo habría dicho. Pero en esos días él estaba muy ocupado consigo mismo y no preguntaba.

Se había hecho tarde, y estaba muy disgustada con que ahora Gustav la arrancara de su sueño. Él le dijo que tenía que irse mañana. Era muy urgente. ¿Quería acompañarle? Era importante para él. Quería discutirlo todo con ella en el acto; preguntó si podía ir a verla. Se sintió decepcionado y muy ofendido cuando ella le rechazó con decisión. Ahora quería dormir, dijo, no pensaba tomar decisiones medio dormida. Después de algún tira y afloja, prometió ir a verle a la mañana siguiente, muy temprano.

El propio Gustav trató de dormir un poco, pero fue un mal sueño, poco reparador. Se alegró de que llegara la hora de su cabalgada matinal. Al principio había un poco de niebla, pero luego se aclaró. Había llegado una suave y adelantada primavera, una pelusa gris verdosa, apenas perceptible, cubría los arbustos. Le acometió una ardiente furia porque se le quisiera obligar a dejar su casa, su trabajo, su gente, esta patria, diez veces más suya que de aquellos que le obligaban. A esa hora era cuando el bosque de Grünewald estaba más hermoso. Era una canallada tener que abandonarlo ahora.

—Salgo de viaje hoy, Schlüter —dijo al desmontar del caballo.

—¿Para cuanto tiempo, señor? —preguntó Schlüter. Gustav, tras un mínimo y nervioso parpadeo, respondió:

—Para diez o quince días.

—Entonces pondré en el equipaje el esmoquin y prendas deportivas —propuso Schlüter.

—Sí, Schlüter —dijo Gustav—, hágalo. Me llevaré también los esquís.

—Muy bien, señor —dijo Schlüter.

Ahora que había declarado que sólo se iba para quince días, todo el viaje se le hizo más ligero a Gustav. Se le abrió paso una idea de importancia decisiva: si Sybil iría con él o no. Esperaba tenso su respuesta.

Entre tanto, Sybil hablaba por teléfono con Friedrich Wilhelm Gutwetter. Le contaba que Gustav, sin duda a consecuencia del incendio del Reichstag, quería irse y le había pedido que fuera con él. Gutwetter no sabía nada.

—¿Ah, sí? —salió del aparato, profunda y sorprendida, su tranquila voz de niño—. ¿Se ha incendiado el Reichstag? ¿Cómo ha sido? Eso debería interesar más a los bomberos que a nuestro amigo Gustav.

Sybil tuvo que dar largas explicaciones. No contaba más que con conjeturas, pero era tan rápida en captar las relaciones entre ellas como lento Gutwetter. Finalmente Gutwetter renunció a investigar del todo las relaciones, se conformó con el hecho de que Gustav quería huir por miedo a los inminentes acontecimientos políticos.

—No entiendo a nuestro amigo Gustav, querida Sybil —dijo—. La nación está a punto de dar a luz otra de un cuño grande y nuevo. Tenemos la inmensa oportunidad de asistir al nacimiento de este gigantesco embrión, de escuchar los primeros balbuceos de este espléndido monstruo: ¿y entonces nuestro amigo Gustav se va, porque quizá un eructo de la nación dando a luz no suena agradable a sus oídos? No, no entiendo a nuestro amigo. Ya no soy joven, estoy en decadencia. Pero a pesar del frío creciente de mis años, vendría corriendo desde la lejanía para ver crecer de cerca esta piel mineral. No me privaría de eso por nadie. La envidio, querida amiga, por poder asistir a este gran espectáculo desde la frescura de su curiosa y dispuesta juventud —así habló, pueril y amable, el gran ensayista.

En el fondo, también Sybil encontraba exagerada la cautela de Gustav. Los caballeros entrados en años son desconfiados y buscan la comodidad, están en su derecho. Ella no es tan vieja y está dispuesta a perder un poquito de comodidad a cambio de una experiencia emocionante. Aun despojando a las palabras de Gutwetter de vehemencia, sigue siendo un espectáculo enormemente interesante: la insospechada inundación de un territorio civilizado por parte de los bárbaros. Esperaba el espectáculo con la fría tensión de un niño que espera ante una jaula el anunciado momento en que van a dar de comer a los animales. No quería perderse tal espectáculo. Cuando fue a ver a Gustav, no estaba tan dispuesta a abandonar ahora Alemania.

Sólo cuando Gustav le contó lo que Mühlheim le había dicho sobre el incendio del Reichstag, cuando le informó con sobriedad de que Mühlheim tenía buenos motivos para esperar unas cuantas semanas llenas de violencia, arbitrariedad, desaparición del Derecho, también ella empezó a ver las cosas de otro modo. Sentada en su cómodo sillón, infantil, esbelta, amable, miró la boca de él. ¿Qué veía? Su amigo Gustav tenía de pronto un destino. Su rostro se hacía más grande, más decidido. Ya no era sólo un amable caballero entrado en años; era, a pesar de todo, un hombre. Cuando Gustav terminó se acercó a él, se sentó en el brazo de su sillón. Dudaba sobre lo que debía responder.

Pero muy pronto, en cuanto Gustav hubo terminado de hablar, volvió a pensar en su obra, su trabajo. No era nada muy importante, cierto, pero era la obra de su vida. Ahora tenía la oportunidad de trabajar con Gutwetter. Trabajaba muy a gusto con él. A su palabra, a su mirada, afluían nuevas energías. No podía interrumpir esa feliz colaboración. Se lo debía a sí misma.

Le gustaría muchísimo ir con él, dijo a Gustav. También ella tenía la sensación de que ahora formaba parte de él, la necesidad de estar con él. Pero él no querría que ella pusiera en riesgo su trabajo en su momento decisivo. No podía interrumpirlo ahora, no podía aceptar ningún trastorno, fuera de Berlín no le saldría nada. Necesitaba los ocho o diez días siguientes para su trabajo. Si de verdad sólo iba a estar fuera dos semanas, esperaba sorprenderle a su regreso con algo especialmente logrado. Pero si el retorno se retrasaba, ella iría en pos de él y, una vez superadas las dificultades de su trabajo, sería sólo para él. De momento hablaría con Schlüter para que le preparara lo necesario, y él tenía que comer con ella, y decirle cuándo salía su tren para que ella le llevara a tiempo a la estación. Gustav dio respuestas elusivas. No tenía intención de decirle la hora exacta de su partida. Estaba profundamente ofendido.

Apareció Mühlheim, apresurado, exhibiendo una frescura nerviosa. El tren de Gustav partía a las ocho de la estación de Anhalt; Mühlheim había reservado un coche cama. Pidió a Gustav un poder general; en Alemania podían ocurrir toda clase de acontecimientos que requirieran actuar con rapidez. Gustav, terco otra vez, con los surcos encima de la nariz, explicó que no estaba preparado para abandonar Alemania por mucho tiempo, y que no quería prepararse para hacerlo. Mühlheim respondió secamente que también esperaba que la ausencia de Gustav durase poco, pero él no era el mago Hanussen; se hacía lo mejor que se podía hacer.

—Por lo demás —dijo—, ya estés fuera tres meses o tres años, como eres un buen alemán, Alemania estará donde tú estés.

Ese inusual énfasis en boca de Arthur Mühlheim conmovió a Gustav, que no dijo nada más.

Cuando Mühlheim se hubo marchado, recorrió su bella casa, que amaba. La emoción de la partida inminente se desvaneció, dando paso a la reflexión y la tristeza. Seguía diciéndose que se trataba de un corto viaje. Pero en lo más hondo se afianzaba ya la conciencia de que sería un viaje muy largo. Al principio, había pensado pedir a Sybil que durante su ausencia cuidara de la casa, junto con Schlüter. Ahora, Sybil ya no le parecía la persona adecuada. Seguiría en contacto telefónico con ella, pero ya no sentía necesidad de volver a verla. Podría confiar la casa a François; él sabría qué hacer. Pero François se ha alejado de él. Mühlheim está sobrecargado; no puede exigirle que se ocupe de las menudencias que a él le preocupan. Lo mismo sucede con Martin.

Llama a Martin, para despedirse de él. Martin le dice que hace bien en irse. A él también le gustaría, pero Wels es demasiado peligroso, no puede dejar los negocios tirados ahora. Ambos hermanos lamentan no haber estado más próximos durante estas semanas. Aun así, no hay un verdadero contacto, ambos están demasiado encerrados en sus propias preocupaciones.

Cuando cuelga el teléfono, Gustav sigue reflexionando. No es una reflexión agradable. Hay pocas personas realmente próximas a él. ¿Gutwetter? Le llama. Friedrich Wilhelm Gutwetter está tranquilo, cordial, infantil como siempre. Si hay alguien que lamenta que Gustav se vaya, es él. Tampoco acaba de ver claros los motivos.

—Pero seguro que nuestro común amigo Mühlheim entiende de esto —dice, pacífico. A Gustav le reconforta oír hablar a Gutwetter. Pero no tiene sentido cargarle con la preocupación de la casa; es demasiado torpe en todas las cuestiones prácticas.

Se sienta, ocioso, mirando mentalmente los rostros de sus amigos. Como una espina clavada, le atormenta la idea de que ha olvidado algo, de que lo ha omitido. Le ha atormentado ya varias veces hoy. Pero no sabe decir qué es. Tiene que dejar en manos del azar el recordarlo. No se puede forzar.

Entonces llega el doctor Klaus Frischlin, a trabajar. Curiosamente, el trabajo va bien. Llega el mediodía, abandonan el manuscrito. Frischlin va a despedirse. Está ahí, esbelto, con su mal color, su pelo ralo. Y de pronto Gustav encuentra que este hombre es mejor que los otros, duro, diligente, de confianza, y dice:

—Me marcho, doctor Frischlin. Espero que por poco tiempo. Pero, si ese tiempo se prolongara, le ruego que cuide de mi casa, mis libros y lo que me es querido. Ya sabe usted.

Tranquila y seriamente, Frischlin responde:

—Confíe en mí, doctor Oppermann.

Junto con Frischlin, Gustav escoge cuáles de sus libros va a llevarse. Le gustaría llevárselos todos; no sólo los libros, también quisiera sacar de sus marcos los cuadros de Immanuel Oppermann y de Sybil, cargar con el «ojo de Dios», la máquina de escribir, la mesa de trabajo, la casa entera. Se siente ridículo. No se lleva nada. Ni siquiera el manuscrito, porque sin biblioteca no puede trabajar. Estará fuera quince días, nada más. Llevándose aquello que le es querido conjuraría potencias malignas, convertiría en larga su corta ausencia.

Después de comer, sale al jardín. Baja los escalones de la primera terraza a la segunda, de la segunda a la tercera. A su alrededor se alzan colinas y bosques. Es 28 de febrero, pero en verdad es ya primavera. ¿Es imaginación suya, o realmente el soplo gris verdoso sobre los arbustos, apenas perceptible esta mañana, se ha vuelto más claro? Gustav se inunda de la familiar visión, aspira el familiar olor, se siente muy triste.

Y de pronto, sin motivo aparente, se acuerda de qué era lo que le atormentaba. Sí, aún tiene que arreglarlo. No puede marcharse y dejar tras de sí semejante decepción. Pero entonces no puede irse a las ocho. Es igual. También salen más tarde trenes para Suiza.

Enseguida, telefonea a Mühlheim, tiene que aplazar su marcha. ¿Por qué?, pregunta Mühlheim. Gustav no le indica motivo alguno, pero insiste en que sea un tren posterior. Mühlheim está indignado. Los trenes están repletos, Gustav no va a conseguir un coche cama. Y aparte de eso, cuanto antes salga, mejor.

—Tengo mis motivos, Mühlheim —dice Gustav; le deja hablar, sonríe, hace los cambios. Así que cogerá el tren a las diez y media.

A las nueve está en el club de teatro y cena allí. Luego entra a la sala de juegos, como si buscara a alguien. La sala está aún totalmente vacía, sólo el viejo Jean está a la entrada. Gustav pasa ante él y le pone en la mano una moneda de cinco marcos.

—Ayer estaba un poco distraído —dice—, disculpe, Jean.

El anciano da las gracias a su digno estilo, imperceptible y sin embargo marcado. Ahora Gustav puede irse tranquilo.

En la estación de Anhalt, resultó que el astuto Mühlheim había conseguido un coche cama para Gustav sobornando a un cobrador. Había muchos conocidos en el tren, pero muchos se ignoraban mutuamente, no querían verse.

—Ven lo antes posible, Mühlheim —pidió Gustav. —Haz las menores tonterías posibles por el camino, Oppermann —dijo Mühlheim.

Luego, el tren partió. Lo último que Gustav vio de Berlín fue a Schlüter, manteniendo la compostura, mirando irse el tren con su rostro severo y testarudo.

Al mismo tiempo, Berthold daba a sus padres las buenas noches. Mañana, miércoles, debe liquidar su caso, debe hacer su declaración, en el aula, ante los profesores y alumnos congregados del instituto Königin Luise. Liselotte quiso hablar con él, abrió la boca. Pero conocía su difícil trato, así que lo dejó y se limitó a decir:

—Buenas noches, hijo mío.

Berthold fue a su cuarto, se desnudó muy cuidadosamente, colgó ordenada su ropa, preparó como solía sus cosas del colegio para el día siguiente. En realidad, mañana su papel sería muy sencillo. Su declaración será muy breve. François y Vogelsang no lo tienen tan fácil. Deberán hacer dos buenos discursos. Él sólo tendrá que escuchar en pie todo ese tiempo. En la picota. Si por el profesor Vogelsang fuera, el —¿cómo llamarlo?—, el acto tendría lugar en el monumento de Niederwald.

Ahora se irá a la cama. Cogerá un libro. La batalla de Hermann, de Kleist, por ejemplo. Pero da con el tomo cuarto de su Kleist en vez de con el tercero, con los Relatos. Y lee la historia de Michael Kohlhaas, hijo de un maestro de escuela, uno de los hombres más honrados y a la vez más terribles de su tiempo, porque la idea del Derecho en la que se regodea le convierte en ladrón y asesino, de forma que por dos caballos que le habían robado renuncia a sí mismo, causa una rebelión y, finalmente, perece de manera espantosa. Pero cuando sube al cadalso vuelve a ver en su poder, cepillados y bien alimentados, a los dos hermosos caballos negros que injustamente le habían cambiado por dos pencos. Berthold conocía bien el relato, y, sin embargo, lo leyó con nueva y aguda emoción. Leyó varios pasajes hasta dos y tres veces. Así por ejemplo, la respuesta que el tratante de caballos da a su esposa cuando ésta le pregunta, trastornada, por qué vende sus posesiones. «Porque no quiero quedarme en un país —responde— en el que no se quieren proteger mis derechos. Mejor ser un perro, si han de darme patadas, que un hombre». Berthold leyó y asintió varias veces con la cabeza, pesadamente.

Dejó el libro a un lado. Ahora se daba cuenta de que no había dormido la noche anterior y tenía a sus espaldas días agotadores. Pero aún no quería apagar la luz, tenía miedo a la oscuridad. Apagó la luz del techo, encendió la lamparilla con pantalla de la mesilla, se tumbó de costado y entrecerró los ojos. Vio al pájaro fantástico del papel de la pared en sus aros colgantes, y una vez más, desde los ornamentos, surgió ante sus ojos el rostro de Hermann, ancha frente, nariz plana, larga boca, la mandíbula corta y fuerte. ¿Tendría posibilidades de salir adelante en la Alemania de hoy? Sonrió. Inesperadamente, tomaron forma los versos: «¿Qué tiene que tener un joven / que quiera avanzar hoy en Alemania? / Mandíbula de hierro / frente baja…». Era muy raro que le vinieran versos a la cabeza. Tenía sentido del estilo, una prosa decente, el doctor Heinzius siempre lo decía. Pero no era momento de versos.

Probablemente Ruth y Hermann se habrían llevado bien. Vuelve a verla como una de las germanas de Wagenburg. Se indignaría ante semejante idea. Pero es cierta.

Ruth lo tiene fácil. Ella en su lugar sabría exactamente qué hacer. Muchos en Alemania lo tienen fácil, muchos millones. Pero muchos también, más millones aún, lo tienen difícil, precisamente porque saben lo que hay que hacer. Él ha oído la historia del hermano —¿o era el cuñado?— del criado Schlüter, que testificó contra los populares y recibió una paliza por ello. Millones están en contra de los populares, miles se dejan matar a golpes por esa toma de posición. Se sabe de algunos, de miles: pero de los cientos de miles, de los millones, no se sabe nada. ¿Quién es Alemania? ¿La de los uniformes pardos que andan por ahí gritando con sus armas en la mano, armas que tienen en contra de la Ley, o la de los otros, la de los millones que fueron tan tontos como para creer en la Ley, entregaron sus armas y a los que ahora les rompen la cabeza por abrir la boca? No, él no está solo, tiene compañeros, cientos de miles, millones. Se ha levantado un monumento al soldado desconocido, pero nadie habla del alemán desconocido, su desconocido compañero. Mi desconocido compañero, piensa: «Todos tratan de cazarte / Te pegan, te encierran», y «Sé que eres mil, eres un millón», y «Llegará el día / mi compañero desconocido / y cuando llegue el día, estarás ahí». Todo esto no es nada. Él no sabe escribir versos. Pero algún día tendría que venir alguien que escribiera una canción al alemán desconocido, al compañero desconocido.

Quizá alguien la escriba, pero no se imprimirá, no se cantará, no se escuchará. E incluso si él, Berthold, pudiera escribir la canción, no la recitaría. Él va a recitar otra cosa. Va a ir al aula, ante los compañeros reunidos sonrientes, sus compañeros conocidos, y va a decir: «He dicho una verdad. Declaro falsa esa verdad».

No, no lo dirá.

Naturalmente que lo dirá. Tampoco ha querido escribir la carta a François, no la ha escrito, ha dejado pasar el tiempo. Entonces su padre ha dicho: «Podrías escribir una carta urgente», y él la ha escrito.

Podría faltar mañana a clase, simplemente no ir. Allí están, en el aula, esperando, y él no está. Sonríe. Se imagina exactamente los rostros de Vogelsang, Werner Rittersteg y Pedell Mellenthin en la puerta de entrada. «Cantemos la canción de Horst-Wessel», dirá por fin el profesor Vogelsang, pero será un débil consuelo; para cantar la canción de Horst-Wessel no hacía falta reunir en el aula a todo el centro. El director François quizá incluso se alegre si él no va; seguro que Heinrich se alegrará, aunque le ha aconsejado ir; también Kurt Baumann se alegrará. Sí, eso sería una satisfacción, un bálsamo para el corazón, durante una hora, un día, quizá una semana. Pero y luego, ¿qué va a hacer? Será expulsado, tendrá que marcharse de Alemania, puede pasar una eternidad antes de que, quizá, pueda regresar, y entonces, ¿será todavía su Alemania?

No queda otro remedio. Sería hermoso hacerles esperar, pero no puede ser.

Sí puede ser.

Se levanta. Busca el manuscrito de la ponencia sobre Hermann. Lo ha guardado bien; tiene que encender la lámpara del techo para buscarlo, tarda un rato. Es un original escrito con mucha limpieza, papel rayado, con margen, pocas correcciones. Coge una hoja y escribe: «No hay nada que aclarar, nada que añadir, nada que quitar. Tu Sí es Sí, tu No es No. Berthold Oppermann». Deja la pluma; luego, vuelve a cogerla y añade: «Berlín, 1 de marzo de 1933».

En realidad, quisiera escribir los versos que se le han ocurrido antes: «A ti, compañero desconocido». No, la prosa es mejor. Y escribe: «Mejor ser un perro, si han de darme patadas, que un hombre. (Kleist, edición de Insel, tomo 4º, p. 30)».

Va a la otra habitación, sin demasiado sigilo, abre el botiquín. Hay tres tubitos de somníferos. Coge el que le parece el más fuerte. Apenas si está abierto, seguro que bastará. Mañana tendrán que esperar en el aula.

Coge un vaso de agua, lo pone cuidadosamente sobre un plato para que no deje cerco en la mesa, disuelve las tabletas en el agua y pone el vaso en la mesilla. Mira el manuscrito. La hoja suelta está encima, es mejor sujetarla. Saca su reloj y lo deja junto al vaso. Vuelve a apagar la lámpara del techo y a encender la de la mesilla y se tumba en la cama.

Es la una y treinta y ocho. Se bebe el agua con las tabletas disueltas. No es que el brebaje sepa bien, le cuesta algún esfuerzo tragarlo. Pero hay cosas peores.

Se tumba y espera. De la mesilla viene el tictac de su reloj. Oye tocar el claxon de un coche, demasiado alto y demasiado tiempo. ¿Cuánto tardará en dormirse? Ahora lleva tumbado dos minutos y cuarenta segundos. Seguro que no tardará más de seis u ocho minutos. Si no lo encuentran a lo largo de la próxima media hora, sin duda ya no podrán despertarlo. Felizmente, es muy improbable que alguien vaya a verle. Si apaga la lamparilla, imposible. La apaga. Ya empieza a sentirse pesado y cansado, desde luego no tan agradablemente cansado como esperaba, sino con un cansancio plúmbeo, agobiante.

Otro coche. Pero esta vez no toca tanto tiempo. Ha preparado decentemente el manuscrito. El profesor Heinzius les ha explicado que una de las diferencias esenciales entre la antigüedad y nuestra época es la valoración del suicidio. Los romanos enseñaban a sus hijos desde temprana edad que el hombre era superior a los dioses porque siempre le quedaba la escapatoria de la muerte voluntaria. Los dioses no tenían esa libertad. Es una muerte muy digna. Lo ha arreglado todo, correctamente, antes de tragarse el brebaje. Ahí está el manuscrito, el que quiera puede verlo, y el que no quiera tendrá que verlo. Hace unos días ha leído algo acerca de una mujer que, antes de marcharse, no sólo se puso el vestido con el que quería ser enterrada, sino que incluso cosió un crespón de luto en la manga de su marido. Nosotros los alemanes somos gente ordenada. Sonríe un poco. Puede permitírselo; ahora puede decir: «Nosotros, los alemanes».

Otro coche. Ahora, de pronto, él mismo va sentado en el coche. Está en la carretera, es una carrera de coches; Franzke está sentado al fondo, es gracioso que no vaya a su lado, no hace más que gritarle indicaciones, pero él no puede oírlas; hace el mayor de los esfuerzos, pero hay un ruido espantoso, el viento es tan fuerte… y ¿quién está sentado al lado de Franzke? Hay alguien sentado ahí. Es el profesor Heinzius; eso está bien, él puede hacerse entender mejor que Franzke. Ahora viene la curva, la ha tomado espléndidamente, genial. Ha perdido la costumbre de decir genial, es una palabra espantosa. El coche que va delante de él, ¿quién está al volante? Pero si es el profesor Vogelsang. Ahora va a adelantarlo, va a ser genial. ¿Entenderá Franzke lo que pretende? Pero no puede, qué curioso, sencillamente no se le puede acercar. Pisa, pisa a fondo, ve más rápido, pero no se puede, de abajo viene tanto calor y tanto agobio…; también la palanca del acelerador está al rojo, y ahora el coche derrapa, la palanca del acelerador se le clava en el vientre, el coche no derrapa, patina, es como aquella vez en Baviera, en la carretera helada, de pronto el camino se vuelve una pista de patinaje, no se sabe cómo, todo se vuelve negro, se clava horriblemente, hay que gritar, se quiera o no, pero no se puede gritar, te eleva, eleva el coche, pero no es el coche el que patina bajo los pies, está en la montaña rusa, en el Lunapark, es el barco balancín, cómo es eso, está en Münich, en la fiesta de la cerveza, sube terriblemente alto, Vogelsang sigue junto a él, pero ahora le ha adelantado, y sin embargo está en la carretera, sólo que sin coche, y ahora patina, aunque no tiene coche, qué alto sube el balancín, qué cosquilleo hace en el estómago, muy adentro, le quita a uno el estómago, eso no se puede contar, hay que reír enseñando todos los dientes, es un barco de verdad, ahora te lleva, las olas son uniformes y completamente planas, y te ahogan, esto ya no tiene gracia, aprietan terriblemente, no habría debido nadar de noche, te rompen encima una y otra vez y no te suben, nunca se vuelve a coger aire, todo se escurre, y ahí está todavía el rostro de Vogelsang, pero ya no es el rostro de Vogelsang, es el de Hermann, con la nariz plana y la fuerte mandíbula, y así está de pronto en el pedestal del monumento en Niederwald, pero allí está Germania, y eso es bueno, y ahora está allí Hermann, y ahora el pedestal del monumento desaparece. Y ahora viene una ola enorme, muy grande, y no puede evitar sumergirse bajo ella. Mi compañero desconocido, no puedo darte la mano, ahora viene la ola, es aún más grande, ahora viene, te subirá, ahora está aquí.

A esa hora, Gustav ya iba en su coche cama, a un buen trecho al suroeste de Berlín. Había dormido bien y profundamente; de pronto, un brusco movimiento del tren lo despertó. Lentamente, sus sentidos se despejaron, y de repente cayó en la cuenta de algo desagradable: ha pensado en Jean, pero en lo que no ha pensado es en su sobrino Berthold. Por lo menos debería haberle preguntado a Martin qué había sido de aquella necia historia con Hermann el Querusco. Durante casi una hora, el olvido le atormentó. Sólo entonces volvió a dormirse, y durante el resto de la noche ya no durmió tan bien como antes.