LOS MULLEN
EL AMANECER COLOR CÁSCARA DE HUEVO ME DESPERTÓ con suavidad. Teníala pierna derecha en la axila izquierda. El Drácula disecado estaba cómodamente acurrucado debajo de mi brazo. ¡Ah! El comienzo de un nuevo capítulo.
Me senté, algo atontada, y solté un espeluznante grito involuntario. ¡Había un vampiro en mi habitación! Y también estaba gritando.
—¿Qué es eso que tienes en la cara? —Chilló Edwart.
—¿Qué? ¿Qué? —Me llevé los dedos a la mejilla y sentí algo pegajoso—. Ah, es solo mi mascarilla hidratante de noche. —La mascarilla me daba un aspecto de guerrera, que luchaba con valentía contra la sequedad del cutis.
Por la expresión de Edwart, me di cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo por entenderlo. Se inclinó para coger un poco de fango de una de sus zapatillas de deporte y, para que no me sintiera incómoda, se embadurnó la cara con él. Me sonrió. ¡Qué dulzura!, pensé. Aulló furiosamente y rechinó los dientes con enojo mientras se limpiaba fango de los ojos. ¡Qué romántico!, pensé.
—¿Cómo has entrado? —pregunté cuando terminó de agitar los brazos.
—Le dije a tu padre que teníamos que trabajar en un proyecto de ciencias —explicó.
—¿Ahora? ¿Por la mañana?
—Es la una del mediodía, Belle.
Recordé que la noche anterior me había dormido con la cabeza en el suelo y las piernas encima de la cama, con el fin de prepararme para mi inevitable vida de murciélago. A eso de las cinco de la madrugada había renunciado y adoptado una posición de descanso que era más adecuada para mi segunda opción profesional: vampiro instructor de yoga.
Lo miré con suspicacia a través de la lupa.
—¿Has estado viniendo aquí en secreto, una noche tras otra, para verme dormir?
—¡No! ¡No! ¡Por supuesto que no! ¡Eso sería muy raro! Hace solo unos minutos que estoy aquí. —Luego, con voz queda, añadió—: Estás muy guapa cuando duermes.
Me sonrojé. La mascarilla hidratante venía con lunares postizos que yo había distribuido artísticamente por toda mi cara.
—Gracias. ¿He… he hecho o dicho algo? —pregunté.
Era famosa por ser una mordedora sonámbula, lo cual era un problema en los campamentos de verano y tal vez la razón de que me gustara Edwart. También era famosa por hablar en sueños. Esperaba no haber dicho nada embarazoso, como el hecho de que a veces me caía.
—Dijiste mi nombre —respondió, con una sonrisita.
—¿De verdad?
—Sí. Bueno, era mi nombre, o era Edwin, pero ¿por qué ibas a decir Edwin? —Se rio.
De repente, el sueño de la noche anterior me volvió a la memoria. Tenía que ver con la única persona con la que me gustaría cenar, vivo o muerto: El ministro de la Guerra de Estados Unidos durante el gobierno de Lincoln, Edwin Stanton.
—Sí… ¡Qué raro! —dije, con cierto sentimiento de culpabilidad, mientras me levantaba de la cama e iba hasta el espejo que tengo encima del escritorio.
Mi pelo parecía una enredada masa ahuecada. Decidí dejarlo tal cual. Muy chic, al estilo retro de los ochenta.
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer hoy, Edwart?
—¿Quieres decir después del proyecto de ciencias?
—Pero si yo pensaba que eso te lo habías inventado para evitar el interrogatorio al que te sometería mi padre para averiguar si eres lo bastante bueno para salir conmigo.
—¡Bueno… me interrogó a pesar de todo! —dijo Edwart con un escalofrío—. Primero me dio una lavada horizontal con la esponja del limpiaparabrisas y luego me secó verticalmente con el reborde de goma. —Se encogió de hombros—. Yo habría hecho lo mismo por mi hija. En todo caso, tienes razón, ese proyecto de ciencias no existe —continuó—, pero ¿has creado alguna vez tu propio volcán? Formas un montículo de tierra con un agujero en el centro, luego mezclas colorante alimentario rojo, vinagre y bicarbonato de sodio, lo echas en el agujero, ¡y explota de verdad! Es alucinante.
Hicimos dos volcanes, para poder competir el uno con el otro. Edwart no dejaba de gritar «¡Ay, Dios mío, qué guay, qué guay!», mientras aún estábamos formando los montículos de tierra. Cuando acabamos de limpiarla cocina, Edwart se sentó en el sillón de Jim. Resultaba raro verlo sentado donde había estado sentado Jim apenas unas horas antes y donde, siglos antes, habrían vivido hombres lobo americanos nativos.
—Así que mi mamá realmente quiere conocerte —dijo Edwart—. Hablamos de ti como «la Bellegnífica». Mi mamá y yo tenemos toneladas de chistes privados como ese.
—¡Me encantaría conocerla! Pero… ¿le gustaré? —pregunté, solo por quedar bien, ya que a los padres siempre les gusto.
—¡Por supuesto! Ella solo quiere que yo sea feliz. No le importaría si estuvieras en coma, ni siquiera que tuvieras graves deformidades.
Pensé en mi tendencia a dormir muchísimo y en mi pierna derecha, que es un poco más larga que la izquierda. Así que Edwart había reparado en mis deficiencias.
—Sí, bueno, mi pierna derecha, la tomas o la dejas —dije, malhumorada—. A muchos chicos del colegio les gusto.
Edwart bajó la mirada al suelo, hasta mi pierna anormal. Por la manera en que guardó silencio y se frotó la cabeza, me di cuenta de que nos aceptaba a mí y a mi pierna tal y como éramos.
—¿Quieres que vayamos ahora? —preguntó, tras unos minutos de silenciosa meditación, lo más probable acerca de lo afortunado que era por estar saliendo con un ser humano normal.
Supuse que silo que Edwart decía de sus padres era verdad, no les importaría que yo aún llevara puesto el esquijama.
A Edwart le gustaba conducir mi camioneta. Creo que era porque había espacio de sobra para la gran mochila con ruedas que llevaba a todas partes. Fuimos hasta el final de la calle en la que vivo, pasamos ante Baterías Última Oportunidad y Vídeos Sin Retorno, y dejamos atrás la librería Esto es Absolutamente el Fin. Edwart entró en la autovía y pasó de largo varias salidas. Yo empezaba a impacientarme. Al final estaba a punto de preguntarle si le gustaba por mí misma o por mis obras de papel recortado, cuando Edwart hizo que la camioneta diera media vuelta.
—¡Este coche es tan divertido! —exclamó, mientras tocaba la bocina a los conductores que teníamos cerca. De repente, un camión avanzó hasta colocarse en el carril de al lado y tocó la bocina como respuesta.
—¡Vaya! —dijo Edwart—. Es demasiado grande para nosotros. —Pisó el acelerador y salimos zumbando de vuelta hacia Switchblade.
—Eso ha sido peligroso, ¿verdad? —me preguntó Edwart, con nerviosismo—. Yo soy peligroso, ¿verdad?
—Por supuesto, Edwart —respondí, pensando menos en su manera de conducir y más en sus dientes atravesando mi piel.
Unos minutos más tarde entramos en el sendero de una casa que había a un par de manzanas de la mía, pero en el lado de los vampiros adinerados de la ciudad.
—Bueno, ya hemos llegado —dijo Edwart, mientras bajaba y daba una palmada en un costado de la camioneta—. Tú y yo —añadió, apoyando la cara en ella, a la altura de sus botas de leñador—. Les ganaremos todas las veces.
En cuanto estuvimos dentro, la familia de Edwart salió corriendo a recibirme. Me rodearon lo que parecían treinta personas, todas parloteando a la vez.
—¡Ay, Dios mío, hueles bien!
—Buen olor, buen olor.
—(Realmente huele bien, sí).
—¿Te importaría que te ponga la nariz encima? ¿Justo sobre el brazo?
—Más olisqueo, por favor.
—Si pudiera destruir todas las partes de mi cerebro salvo la que huele tu olor, lo haría. Lo haría en un segundo.
—Vamos, Belle —susurró Edwart, y me cogió de la mano. Se abrió paso entre los voraces vampiros y salimos por la puerta principal.
—¡Sí que ha ido bien! —dije, una vez dentro de la camioneta. Me olí el pelo. Sí que olía bien.
—No, no, esa no era mi casa —dijo Edwart, mientras ponía en marcha la furgoneta—. ¡Ni siquiera conozco a esa gente! A veces confundo las direcciones.
Condujo hasta una gran mansión. Cuando íbamos andando hacia el gran porche, reparé en quela casa no estaba inteligentemente camuflada, como había pensado en un principio; el bosque estaba detrás y la casa estaba hecha de vidrio en su totalidad. Miré a mi alrededor impresionada. El sendero era de vidrio, el buzón era de vidrio y el felpudo de bienvenida era de vidrio. Decidí no limpiarme los pies en él.
—Nuestra casa es diáfana. No tenemos secretos —explicó Edwart—. Cualquiera puede mirar el interior en cualquier momento y ver qué estamos haciendo.
Imaginé a la familia de Edwart sentada en la sala de estar bebiendo cócteles de sangre.
—¿Y qué dicen los vecinos? —pregunté.
—Bueno, mantienen las persianas bajadas. Dicen que es «indecente», pero mi padre es un cirujano plástico tan bueno que a nadie le importa realmente.
El padre de Edwart, el doctor Claudius Mullen, abrió la puerta cuando llamamos al timbre. Claudius era muy respetado en Switchblade por sus labios tipo Angelina Jolie. La gente decía que se había operado a sí mismo durante horas. Tuve que admitir que el resultado era pasmoso.
Eva Mullen, la madre de Edwart, llegó corriendo tras él.
—¡Edwart, mi tesoro! —gritó.
—Mamá, te presento a Belle.
—¡Ay, eres adorable! Mucho más adorable de lo que yo suponía. Edwart es tan raro, ya sabes.
Desde luego, pensé. Lo sé muy bien.
—¡Usted parece una estrella de cine de los años veinte! —le solté sin pensarlo. Las películas de terror antiguas eran mis favoritas.
—Gracias, Belle —dijo el doctor Mullen—. Es obra mía. Los ojos, por supuesto, son suyos. El corazón es trasplantado.
Así que por eso los vampiros son tan hermosos. Y crueles.
—Encantada —dije, imaginando lo bien que quedarían en nuestra fotografía de boda.
Por un momento sentí cierta preocupación al pensar en las fotografías de las dos familias juntas, pero luego me dije que eso no sería ningún problema; pediría a Jim que hiciera de fotógrafo.
—Y ese no es todo el trabajo que he hecho con esta familia —prosiguió el doctor Mullen—. ¿Ves la hermosa frente de Edwart?
—¡Papá! —gimoteó Edwart.
Los Mullen guardaron silencio.
De repente, me sentí incómoda, como si no supiera qué hacer con los pulgares. Así que saqué el móvil y envié a Lucy un sms que decía: «cena?». Me pregunté si tendría mi número o si los dígitos aleatorios que había tecleado correspondían al suyo.
Cuando levanté la vista, Eva y Claudius también escribían mensajes de texto en sus móviles.
Recorrí la habitación con la mirada en busca de algo que elogiar cuando llegara el momento de volver a comunicarse hablando. Estaba a punto de hacer una observación sobre el exquisito enchufe del rincón, cuando reparé en el espléndido piano.
—Bonito piano —dije, mientras imaginaba lo bien que quedaría en las fotos de boda, siempre y cuando Jim no anduviera acechando al fondo—. ¿Tocáis el piano?
—No, qué va —dijo Eva Mullen—. ¡Pero Edwart sí!
—Un poquitín —asintió Edwart, con humildad.
—¡Vamos, toca algo! —dijo Eva.
Recogió el triángulo que había sobre el piano y se lo dio a Edwart, que comenzó a aporrearlo. El sonido era como el de una obra de construcción a primera hora de la mañana.
—¡Ay, me he liado! Dejadme empezar otra vez —protestó.
Empezó a aporrearlo de nuevo.
—Espera. ¡Vaya! Hace tiempo que no practico. Esperad, que vuelvo a empezar.
Edwart continuó golpeando el triángulo. Eva cerró los ojos y alzó los brazos, para mecerse al ritmo dela música de Edwart. Edwart levantó el triángulo muy arriba, en lo que parecía que iba a ser un final apoteósico, pero luego lo descargó con fuerza sobre la parte superior del piano. Continuó aporreando el piano, imprimiendo toda la fuerza de su esbelto cuerpo en cada golpe. El piano se estremecía, la habitación vibraba.
Cuando acabó, aparté sutilmente las manos de las orejas.
—Eso lo escribí para ti —murmuró Edwart, al tiempo que me atraía hacia sí—. Se llama «Canción de cuna de Belle».
—¡La escucharé cada noche! —dije yo.
Con el volumen completamente bajado, sería encantadora. Aquella era la tercera canción de cuna que habían escrito para mí, contando la de Carter Burwel[13].
Después de cenar, Edwart me llevó al piso de arriba para enseñarme su habitación. En lo alto de la escalera había una cruz de madera gigante.
—Irónico, ¿verdad? —dijo Edwart.
—¿Por qué? —pregunté con temor, imaginando que en cualquier instante Edwart se convertiría en polvo, que yo recogería con una escoba y dispersaría por encima de mis muebles para que estuviera siempre conmigo.
—Porque somos judíos, por supuesto; no practicantes.
Tres de las cuatro paredes (la cuarta era de vidrio) de la habitación de Edwart estaban cubiertas de CD. Hileras y más hileras de CD; y yo no reconocí ni uno solo.
—¡Ah! —exclamé, pensando que veía uno que conocía—. No, no, no es.
Continué caminando.
—¡Ah!, aquí… No.
Me volví hacia la pared siguiente.
—¡Espera! No…
Supuse que debería leer un par de etiquetas en lugar de solo mirar las imágenes de las cajas. Fue entonces cuando me di cuenta de que eran todas grabaciones de la música de Edwart; triángulo y algo de flauta dulce.
—Eva canta en mis CD —explicó, con una sonrisa—. ¿Quieres oír alguna? ¡Vamos, podemos bailar!
—¡No! —grité—. Yo no bailaré.
Edwart pareció asustado. Probablemente porque la última vez que bailé provoqué un incendio en la cafetería. Acto seguido estallaron disturbios por toda la ciudad; pocos podían enfrentarse con la ilusión radical de mi «moonwalk»[14]. La mitad creyeron que era una bruja.
—Todavía no, al menos —añadí. Pronto llegaría mi momento. La revolución podía esperar.
—De acuerdo. Bueno, vayamos al estudio de mi padre. Te contaré la historia de cómo se hizo cirujano plástico. ¡Incluye criaturas monstruosamente deformadas!
Edwart me enseñó las fotografías del «antes» y el «después» de los pacientes del doctor Mullen. Yo supuse que las fotografías del «antes» habían sido tomadas antes de que él los mordiera y que las fotografías del «después» eran fotografías de vampiros. Los vampiros tenían la nariz tan recta, los pechos tan bonitos, las caras tan carentes de expresión… ¡Y todos eran ricos!
—Bueno, ¿y cómo se pide una «cita» con el doctor Mullen?
—¿Por qué? Tú eres hermosa, Belle.
—Sí, sí —me apresuré a decir. Era muy propio de Edwart no querer que yo pasara por el dolor de la transformación dental. Era absurdo; ¡cuando me salió la muela del juicio, no me dolió para nada!
—No —dijo con severidad—. No debes ir a su consulta.
Por la expresión seria de Edwart, me di cuenta de que estaba planteándose si debería hacerlo él mismo y, para ser más concretos, si debería estar masticando chicle cuando me mordiera, por si tenía mal aliento. Era probable que estuviera preguntándose si debería escupir primero el chicleo si debía mantenerlo dentro de la boca, aunque debajo de la lengua, por ejemplo, para que yo no lo notara. Era probable que estuviera preguntándose si los sabores de la hierbabuena y la sangre combinaban bien.
—¡Basta! ¡Basta! —dije, para interrumpir sus hipotéticos pensamientos—. Volvamos a mi casa ¿de acuerdo?
Tal vez le resultaría más fácil morderme en un entorno diferente. La cocina, quizá. Con el aromático olor de la carne de ardilla crepitando dentro del microondas y la banda sonora de cuchillos afilados entrechocando, inductora del apetito.
—Sí, de acuerdo. Pero ¿te importaría si te dejo un poco lejos? Preferiría no volver a vera tu padre. No he pensado en ningún tema de conversación después de la última vez. No me saldrán de manera natural, a menos que antes me grabe en video hablando de ellos.
Me quedé helada. ¡Jim! Me había olvidado de esa complicación. Mi padre jamás me permitiría que Edwart me mordiera, a menos que tuviera planeado compartir mi sangre con Eva y Claudius. Jim vivía según una categórica estructura ética. Edwart tendría que morderme antes de que yo llegara a casa.
—¿Y si volvemos andando? ¿A través del cementerio?
Una cosa que me había enseñado mi madre era que resulta difícil rechazar solicitudes planteadas en letra cursiva. Así era como me persuadía para comprar cereales con los colores del arco iris, una semana tras otra.
—Vale —dijo él.
—Espera, antes de marcarnos… Muerde aquí. Para practicar.
Le tendí mis pálidos brazos blancos, las manos juntas, rodeando con delicadeza una brillante manzana roja que había birlado de la cocina falsa de la planta baja.
Edwart aceptó la tentadora fruta con mano firme. Cuando abrió la boca, vi chispear sus dientes iridiscentes. Poco a poco se acercó la fruta a los labios separados; se le formaban gotas de saliva en las comisuras de la boca. Él cerró los ojos. Yo le abrí mi corazón.
—¡Eh! —exclamó, mirando la fruta aún intacta y luego mi aún no perforada cabeza que se erguía en el extremo de mi aún no perforado cuello.
—¡Es de plástico!
Me puse a reír a carcajadas y se la quité. Estaba casi llorando de la risa del hilarante chiste orquestado por mi extraordinario sentido del humor.
Edwart dejó la manzana en una cesta de fruta falsa, junto a un jarrón de flores artificiales que había al lado de una bandeja de pan, probablemente artificial.
Lo miré con ojos enamorados mientras me pegaba una pequeña diana en el cuello. ¿Mordería, llegada la ocasión?, me pregunté. ¿Sería capaz de morder en un blanco en movimiento? ¿Y un blanco en movimiento que se encontrara a cincuenta metros de distancia, con un viento de cincuenta y seis kilómetros por hora? Salimos de la casa y comenzamos a caminar hacia el cementerio. Si los deseos de mi corazón y las predicciones de mi podómetro eran correctas, estaba a solo novecientos cincuenta y dos pasos de convertirme en chupasangre.