RESCATE
EL DÍA SIGUIENTE FUE MARAVILLOSO… Y TERRIBLE A LA VEZ. Así que, en general, supongo que estuvo bien.
Fue maravilloso porque no llovió tanto fue terrible porque Tom chocó conmigo con el coche.
—¡Lo siento… no te he visto! —dijo, y se largó enseguida para encontrar una plaza de aparcamiento antes de que se llenara por completo.
Me recompuse y esbocé una sonrisa cómplice. Los constantes intentos de Tom para llamar mi atención me resultaban halagadores y, a veces, sorprendentes.
Adam volvió a sentarse a mi lado en clase inglés. Empezaba a preocuparme que aquello se convirtiera en una costumbre y que creyese que siempre ocuparía un asiento a mi lado, aunque yo estuviera desayunando en casa con mi padre. El señor Schwartz le llamó y él murmuró algo —creo que el sombrero de ala ancha que yo llevaba puesto era muy seductor, y muy práctico, dado el tiempo que hacía—, pero mi mente vagaba sin rumbo; estaba pensando en Edwart. Saqué la lista en la que había apuntado los motivos racionales por los que no me hablaba:
— estaba demasiado asustado
— demasiado triste
— era demasiado mudo
— no era humano
Cuando me disponía a empezar una nueva lista, «Lugares que me gustaría visitar», oí que alguien pronunciaba mi nombre. Levanté la mirada. Era Adam.
—La clase ha terminado —dijo, y se marchó. Yo no estaba acostumbrada a que los chicos me prestaran tanta atención.
—Sí —le dije siguiendo sus pasos—. ¡Ya lo sabía!
Adam no respondió, yo suspiré. Ya tendría que saber que nadie entiende mi sentido del humor en clase de inglés.
Al salir me topé con un pupitre, que a su vez topó con otro pupitre, que topó con una mesa sobre la que había una maqueta del Globe Theatre hecha de pirulís y nubes de chuches. La maqueta osciló de un modo peligroso. Con la suerte que tengo fue un milagro que no se cayera encima del pupitre. Lo que sucedió fue que se cayó al suelo, yo resbalé sin querer; y no sé cómo pero acabé con el pelo lleno de nubes.
A la hora de almorzar volvía sentarme con Tomy con los amigos de Lucy. Miré a mí alrededor, al resto de las mesas, y me di cuenta de que debía de ser una mesa muy popular. Era sin duda la que estaba más cerca dela puerta, ideal para llegar puntual a clase. Además, todos los de la mesa tenían una bolsa para el almuerzo con su nombre. Me sentí un poco mal por los chicos de las demás mesas, que debían de ser majos, pero no tenían suficientes relaciones sociales para sentarse cerca de la puerta o usar bolsas de papel. El almuerzo de Tom decía: «Mi dulce pastelito». Cuando le pregunté por qué su madre solo le preparaba dulces pastelitos, fingió que no me oía. Tomé nota de que prepararía a ese chico algo vegetal para el almuerzo.
Después del almuerzo tenía clase de biología con Edwart. Me habría encantado que el corazón no me latiera tan rápido mientras caminaba por el pasillo. Sobre todo me habría gustado que no me sudaran tanto los sobacos; debía de estar secretando feromonas como loca, lo que no haría más que exaltar el frenesí de Adam y Tom. Empapada en mis secreciones naturales, entré en clase y me preparé para resistir sus feroces ataques. En cambio, vi a Edwart. Parecía un chico de anuncio de desodorante, que habría comprado sin dudar si fuera él quien lo vendiera, aunque tuviera aluminio, que causa el sida. Para mi asombro, levantó la mirada de su ordenador con un ligero movimiento de cabeza.
—Hola —dijo con la voz serena de un coro de ángeles.
No podía creer que estuviera hablándome. Se sentó tan lejos de mí como la última vez; lo más probable era que lo hiciera por el olor, pero parecía saber que yo estaba allí por instinto, como una especie de animal.
—Hola —le dije—. ¿Cómo sabes que me llamo Belle?
—¿Qué? ¡Ah, no lo sabía! Hola, Belle.
—Sí, Belle. ¿Cómo lo sabías? Belle es un apodo.
Parecía confuso.
—Lo siento. Yo…
—No te preocupes —dije mirando a la pizarra—. Estoy segura de que existe una explicación perfectamente racional para todo esto.
Después de eso Edwart guardó silencio. Yo tracé un dibujo de qué aspecto tendría si me mordiera un vampiro. Sería un aspecto muy femenino.
El señor Franklin explicó que en la clase de aquella tarde íbamos a diseccionar una rana. Dio a cada grupo un espécimen, sacado de una bolsa de plástico fría y con olor a anestesia. Nuestra rana yacía sin vida en la bandeja metálica que estaba sobre la mesa. Me estremecí al pensar en todas las moscas inofensivas que seguramente se había zampado.
—Bueno… ¿Empezamos? —preguntó Edwart.
—Sí, sí —me apresuré a decir. Cogí el cuchillo y se lo clavé a la rana.
—¡Espera! —declaró Edwart—. ¡Antes tienes que leer el procedimiento!
—Es muy fácil —dije abriendo la rana en canal. Ya había hecho aquella práctica de laboratorio. En un estanque, cuando era pequeña.
El señor Franklin se acercó a nuestra mesa.
—¡Con cuidado, Belle! ¡Tendrás que poder examinar el interior!
—Lo sé —admití—. En mi antigua escuela iba a la clase de los adelantados.
El señor Franklin asintió.
—Ya veo —admitió—. ¿Por qué no dejas que Edwart haga el resto de la disección?
Me encogí de hombros. No me importaba; si el señor Franklin pensaba que aquella práctica era demasiado fácil para mí, tenía razón. Me recliné hacia atrás en la silla; ya estaba aburriéndome. Edwart retiró con cuidado las capas de piel de la rana y tomó notas en su dibujo. Me incliné hacia delante, de súbito hipnotizada por su caligrafía. Durante un segundo pensé que tal vez estaba mirando la caligrafía de un ángel. Luego recordé que los ángeles no tienen manos. Debía de ser otra cosa, otra cosa sobrenatural.
—Entonces… Esto… ¿Vas a escribir esto en tu informe de laboratorio? —preguntó Edwart. Levantó la hoja para que yo la copiara, como si él supiera más sobre los órganos de las ranas que yo, solo por el hecho de que era él quien hacía todas las observaciones.
—Yo ya he acabado —le dije.
Levanté la hoja. Había hecho unos dibujos mucho más complejos de cómo sería quitar los órganos humanos y cambiarlos por los de una rana. Debajo de los dibujos, anoté el nombre de unas cuantas organizaciones que aceptarían donaciones de órganos en el caso de que el señor Franklin quisiera hacer una obra de caridad y donar todos esos órganos de rana a personas que los necesitaran.
Edwart miró mi dibujo y frunció el ceño; de repente se sintió avergonzado al compararlo con su propio informe.
—Hagamos las prácticas de laboratorio individualmente —dijo, sabiendo que yo merecía todo el reconocimiento. Mientras hablaba, los ojos se le iluminaron y adoptaron un tono verde brillante.
—¿Tus ojos eran verdes ayer? —me apresuré a preguntarle.
Me dirigió una mirada perdida, la mirada perdida de un dios. La clase de dios que sale en un anuncio de una tienda de reparación de tapacubos.
—Bueno, sí. Tengo los ojos verdes.
Sonó el timbre y di un bote en el asiento. Había perdido el sentido del tiempo, contemplando los peculiares ojos verdes de Edwart. Salió del aula de manera precipitada. Yo respiré hondo, con la intención de oler su aroma, pero solo olía a rana de laboratorio. Me levanté, golpeando a otros tantos estudiantes.
Después de clase comprobé el correo electrónico. Ya tenía cuarenta y cuatro emails de mi madre. Hice clic en uno al azar.
¡Belle! ¡Contesta este email ahora mismo o llamo a la policía! ¡Demasiado tarde! ¡Acabo de llamar a la policía! ¡Me preguntan si es una emergencia y les estoy respondiendo que sí! ¡Les he dicho que no estás haciendo caso a tu madre! ¡Les estoy diciendo que te tienen como rehén en un muelle! ¡Ya está bien! Besos, mamá.
Le escribí enseguida, tratando de parecerlo más alegre posible, pero me resultaba muy difícil ocultarle que estaba deprimida. Mi madre me conocía demasiado bien. Sabía que cuando le escribía que había conocido a una chica muy maja y que nos habíamos hecho amigas, en realidad quería decir que la gente del instituto era muy aburrida. Sabía que cuando decía que papá y yo nos llevábamos muy bien, y que incluso me había comprado un coche, quería decir que un chico demoníaco del instituto estaba siendo malo conmigo. Gracias a Dios, ideamos ese código secreto cuando yo era pequeña, para confundir a los ciberacosadores. Quería contarle que Switchblade no estaba tan mal. Si al menos sucediera algo peligroso… Bueno, tampoco necesariamente algo peligroso; bastaba con que conociera a alguien peligroso. Tal vez entonces mi madre no tendría que estar tan preocupada por mi bienestar.
Improvisé unas costillas de cordero para cenar.
—Belle, de verdad, no tenías que… —empezó a decir mi padre mientras se sentaba a la mesa.
—No, papá —le interrumpí—. Me pasaba el rato cocinando allí, en Phoenix. De verdad. Está bien.
—Me gustaría que me dejaras cocinar de vez en cuando —dijo—. Es que… Quiero decir… Me encanta cómo cocinas, pero ya te dije que era vegetariano y…
—¿No te gusta esto, papá? —le pregunté muy interesada, y preocupada porque tal vez no hubiera cortado la carne en trocitos lo bastante pequeños o en formas lo bastante divertidas.
—No, no, está muy bueno, Belle. Sé que te está resultando difícil vivir aquí. Está muy bueno.
Sonrió y dio otro bocado. Al menos, en la cocina, mi padre confiaba un poco más en mí.
A la mañana siguiente la lluvia se había convertido en nieve. No era que estuviera precisamente emocionada. Me gusta poder ir de una clase a otra a través de los charcos, saltando de uno a otro y poniéndoles notas según la escala de Belle Goose, una escala del uno al cinco, en el que uno representa tierra seca y cinco un tsunami. Jim ya se había marchado cuando yo me levanté. Me pasé media hora preocupada porque no habría encontrado el pan que había dejado para él en el armario, ni la leche que había dejado en el cartón de la leche. Luego me puse el chubasquero que más abrigara de la nieve y salí corriendo.
Mi camioneta estaba llena de nieve pero, por suerte, tenía brazos, óptimos para coger enormes cantidades de nieve y ponerlas en cualquier otra parte. El problema era que no tenía ningún otro lugar donde poner la nieve que no fuera el jardín de mi casa. Así que amontoné la nieve en la parte trasera de la camioneta. Entonces me di cuenta de que aquello era una fantástica oportunidad para hacer un granizado gigante. Corrí hasta casa a buscar azúcar y comida de color rojo. Los eché sobre la nieve. Cuando puse en marcha la camioneta, pensé en el nombre que daría a mi espectáculo culinario. Lo primero que se me ocurrió fue: Goose cocina dabuten. Lo segundo que se me ocurrió fue: ¡Perfecto!
Frenaba de vez en cuando para evitar derrapar sobre el hielo y para crear una sensación de balanceo en mi camioneta que mezclase todos los ingredientes en el remolque y los convirtiera en un delicioso granizado. En los semáforos tarareaba para simularla música del camión de los helados.
Cuando nieva, las reglas de aparcamiento ya no se aplican, así que dejé el coche en la calle y empecé a caminar hacia la entrada lateral del instituto. Allí fue donde ocurrió.
No sucedió a cámara lenta, como un anciano caminando, pero tampoco a cámara rápida, como un anciano corriendo. Fue como cuando tomas una bebida energética con una calavera en el envase, a pesar de que tu madre te ha dicho que no la bebas, y parece que tu cerebro se acelera mientras bebes, y luego se ralentiza mientras tragas y vuelve a acelerarse y a ralentizares hasta que vomitas. Y luego te bebes otra porque has hecho una apuesta.
Venía hacia mía toda velocidad trazando en el cielo un arco perfecto, tan deprisa que supe que no podría apartarme de su camino. Nunca había imaginado cómo moriría, pero tenía la esperanza de que fuera en una guerra. Nunca había imaginado que sería así: alcanzada por una bola de nieve.
Y de repente, Edwart estaba delante de mí, con su cabellera oscura rizada y alborotada tapándome la visión, mientras oía un chof atronador. No podía creerlo. No era posible. Edwart me había salvado.
—¿Cómo sabías…? ¿Cómo? —le pregunté, mirando desde mi impecable y prístino chubasquero para la nieve a su chaqueta manchada de nieve. Pero Edwart no me oía. Una sonrisa amplia, casi sobrenatural, se dibujaba en su rostro.
—¡Prepárate para recibir tu castigo! —gritó cogiendo un puñado de nieve y lanzándolo contra el instituto.
No podía creerlo. ¡Edwart me estaba defendiendo!
—¡Edwart! ¡Edwart! —voceé, abandonando todo intento de mantener la compostura.
Corrí hacia Edwart mientras él se agachaba rápidamente para coger más nieve. Aferrándome a su espalda, impedí que increpara aún más al lanzador de bolas de nieve.
—¡Me has salvado la vida! —chillé—. ¿Acaso no es bastante? ¡Acaba con esta incesante rueda de venganza! —Colgada de su espalda, contuve aquella demoníaca violencia de la que hacía gala, justo cuando dos bolas de nieve lo alcanzaban en plena cara.
—¡Eh! —dijo librándose de mis brazos y quitándose la nieve de los ojos—. ¡Oye, suéltame, chica! ¡Voy a oler a chica!
Lo solté, hipnotizada. La nieve resbalaba sobre su abrigo, casi como si no lo tocara.
—¿Cómo lo haces? —le pregunté, consiguiendo ocultar el absoluto terror queme producía su fuerza sobrehumana.
—Edwart tiene novia, Edwart tiene novia… —canturreó alguien.
—¡No tengo novia! ¡Ella no es mi novia! ¡No la conozco! —chilló, protegiendo nuestra floreciente aventura mutua de los viles rumores, antes de volverse hacia mí—. ¿Qué? —me preguntó—. ¿Cómo hago qué?
—¡La nieve! ¡Se está fundiendo encima de ti! —Me acerqué un paso hasta que nuestros rostros casi se tocaron—. Tú no… Tú no eres humano, ¿verdad? —le susurré con un tono voz íntimo.
Soltó una risita nerviosa.
—¿Es una clase de biología o qué? —preguntó—. Porque sé todas esas cosas sobre las ranas porque una vez tuve una. No es que vaya por los sitios de internet practicando la disección ni nada por el estilo, como hacen los empollones. Ni siquiera estudio para las clases ni saco buenas notas. Odio esto de la escuela. Oye, por qué no nos saltamos la clase y nos vamos por ahí, ya sabes.
De repente me sonrojé. Edwart tenía los zapatos cubiertos de nieve sucia; era demasiado bonito para ser real. Me agaché para investigar, los toqué con el dedo. Edwart retiró el pie muy rápido y casi se cae. Recuperó el equilibrio como por arte de magia, simplemente con poner el pie en el suelo.
—¡Oye! ¡Para! —gritó—. Así que… ¿Así que te gustan los juegos y eso? Como los videojuegos… los juegos de ordenador… los juegos de mesa… las patatas fritas…
Sus intentos por evitar mi pregunta no hicieron más que enfurecerme más. Me puse en pie.
—Sé lo que vi… Algún día confiarás en mí lo suficiente para contarme la verdad.
—¿La verdad de qué? Tela contaré ahora… ¿Sobre las ranas toro? —Se echó a reír—. Es fácil. Lo cierto es que absorben el aire a través de la piel.
Miré por encima del hombro para protegerlo de cualquier posible espía que estuviera escuchando. Era evidente que había algunos oídos atentos a pocos metros.
—La verdad sobre tus habilidades —le dije enarcando las cejas.
Pretendía enarcar solo una como hacen en las películas de detectives, pero en cuanto levanté una, la otra la siguió. Lo único que sabía era que ningún humano normal habría sido capaz de saltar desde la acera hasta el canalón tan rápido como él lo hizo.
—Oye —me susurró con furia, como una brisa feroz o como un huracán muy suave—. Soy un estudiante normal, como todos los demás. Hago cosas normales durante el fin de semana. Cada día, después del instituto, vuelvo a casa y me relajo y hago el vago hasta que llega la hora de dormir, que es cuando me da la gana porque mis padres son demasiado negligentes conmigo para ponerme una hora límite. ¿Lo entiendes?
Me agarró fuerte por los hombros. Sabía que si no le decía que sí, me aplastaría con suma facilidad.
—Si. Lo entiendo. Pero no va a ser esto lo último que oigas de mi boca —murmuré.
Aquello pareció apaciguarlo. Me soltó los hombros y apretó a correr, sacudiendo los brazos de aquella manera tan grácil y tan suya.
Fui hasta la clase echando chispas. ¿Cómo supo que estábamos juntos en clase de biología? ¿Cómo supo pasar por delante de mí en el momento preciso en que se aproximaba una bola de nieve? ¿Por qué las bolas de nieve se fundían en él como si estuviera hecho de alguna sustancia acuosa? Y lo más importante, ¿por qué me mentía sobre su verdadera identidad sobrehumana? Estaba tan preocupada que sin querer provoqué un incendio en clase de mates, y un chico tuvo que ir a la enfermería. Supongo que había estado frotando tan fuerte los palitos que llevaba conmigo que, ¡eepa!, prendí fuego. ¡Jopé! Edwart se estaba metiendo en mi cerebro. No podía concentrarme en nada, ni siquiera calcularla suma de Riemman de las distancias aproximadas viajadas en cada integral del problema en el que estaba trabajando. ¡Tío, estaba fuera de mis casillas!
Aquella noche soñé por primera vez con Edwart Mullen. Sonaba música de carnaval y estaba sentada en una colorida tienda de campaña, rodeada de animales. Todos comíamos palomitas y bromeábamos. De repente, la tienda se oscureció y Edwart entró en escena, solo. Llevaba zancos y decía «¡Ya, ya!», mientras caminaba tambaleándose.
Me levanté bañada en un sudor frío, aterrada.