169

Boone se detiene en el pequeño aparcamiento.

Le cuesta encontrar sitio, porque los chavales ya han salido. En realidad, no todos: la mayoría está aún en la playa, preparándose para entrar al agua. Son diez o doce tíos, calcula Boone, todos blancos.

Uno de ellos es Mike Boyd.

Boone se apea de la camioneta, se acerca a él y le dice:

—Lárgate.

—¿Cómo?

—Has llenado con tu basura a aquellos chavales estúpidos —dice Boone— y los has atiborrado hasta los topes con tu mierda, así que eres más culpable que cualquiera de ellos. No quiero verte en mi océano ni en mi playa, ni aquí ni en ninguna otra parte, nunca. No quiero verte en mi mundo. Ni a ti ni a ninguno de tus compinches. Largaos.

Boyd sonríe con suficiencia, mira a la pandilla que tiene a sus espaldas y dice:

—¿Y tú nos vas a echar a todos, Daniels? ¿Tú solo? Parece que empiezas a creerte tu propia leyenda, tío.

—Voy a empezar contigo, Mike —dice Boone—, y después voy a seguir con todos los demás.

Boyd ríe.

—Para, Daniels. Estás hecho un lío. No durarás cinco segundos contra mí, por no hablar del resto de los muchachos. Vete, mientras te lo permito. Aunque, ¿sabes qué te digo? Mejor no te vayas. Quédate donde estás, así podremos darte una paliza entre todos.

Su pandilla se ha congregado a su alrededor, ansiosa por respaldarlo.

No tienen ningún reparo.

Boyd le vuelve a sonreír a Boone, pero después se le desdibuja la sonrisa de la cara cuando, por encima del hombro de Boone, ve aparecer a:

David, Johnny, el Marea Alta, el Doce Dedos, Petra y hasta el Optimista.

El Club del Amanecer.