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Es una casa modesta, situada al final de una calle sin salida que no tiene nada de particular.

No hay nada de especial en ella, si uno no repara en lo que ve.

Boone se percata.

Repara en los dos coches —uno grande, como los que usan las madres de clase media alta para llevar y traer a sus hijos a distintas actividades extracurriculares, y un sedán de segunda mano— aparcados en la calle y con hombres en su interior. En el negocio del narcotráfico se conocen como sicarios: pistoleros, guardaespaldas.

El coche de Donna está en el camino de acceso a la casa.

Boone sabe que no puede seguir avanzando, porque los sicarios de los vehículos lo verían y lo cachearían antes de que pudiera acercarse a la casa en la que se oculta Cruz Iglesias. Da la vuelta en la entrada estrecha de la calle y hace un giro de ciento ochenta grados; regresa por la avenida y gira por la calle paralela.

Desde allí alcanza a ver la parte posterior de la casa, rodeada de un muro alto de piedra. Seguramente habrá sicarios de guardia en el patio trasero, pero en aquella calle no se ve ninguno, de modo que aparca la Segunda a una casa de distancia, apaga el motor y saca el aparato de escucha parabólico. Lo orienta hacia la casa de seguridad de Iglesias y suplica que realmente tenga el alcance que anuncia la publicidad.

Tarda unos cuantos minutos, pero detecta el sonido de la voz de ella.

Está implorando por el futuro de su esposo, suplica por su vida. Le dice a Iglesias que Dan no sabía nada, absolutamente nada, al principio, sobre el chanchullo de Blasingame y que informó al señor de la droga en cuanto se enteró. Sería incapaz de engañar así a sus socios, don Iglesias. Sus familias llevan varias generaciones haciendo negocios juntas.

—Hemos acudido a usted, ¿verdad? —dice ella—. Hemos venido a verlo.

—¿Y qué pasa —pregunta Iglesias— si este escándalo llega hasta vosotros? ¿Cuánto tardará en alcanzarnos a los demás?

—Eso no ocurrirá —dice ella—. Por favor, por favor. Se lo suplico. ¿Qué puedo hacer?

Él se lo dice.

Boone los escucha hacer el amor —si es que se puede llamar así— durante apenas un minuto o poco más y después se marcha.